Por: Jaime Sepúlveda
Fuente: werkenrojo (06.08.17)
Cada cierto tiempo viene y se instala en Chile, y por extensión, en todos los demás países, la versión local de un espectáculo circense ya antiguo, pero cuyo encanto no muere. Para anunciar a sus payasos y contorsionistas, a sus fieras salvajes domesticadas y a sus prestidigitadores, coloca carteles en las paredes, pasacalles en avenidas, gigantografías en los sitios más concurridos. La radio y la televisión empiezan a comentar y discutir los trucos asombrosos de sus malabaristas y trapecistas. En la calle, mano a mano, se reparten volantes con las figuras de sus tigres y leones desdentados, sus focas pasadas de peso, sus camellos de mirada satisfecha; a veces incluso en los barrios se ve a uno que otro mono amaestrado dándole la mano a los vecinos y haciéndole muecas a los transeúntes y a las cámaras de televisión.
Para ser invitado a presenciar el espectáculo no hay que tener dinero, sino la cédula de identidad al día, pues el dinero corriente que se usa en la boletería es la capacidad y disposición que el espectador tiene de votar. Es más, su voto se convierte en moneda corriente el día del espectáculo, pues aparecen hombres de goma ofreciendo almuerzos, favores o incluso puestos en la administración pública a cambio de él.
Se trata, por supuesto, del Circo Electoral.
Y hay que llamar circo a este espectáculo, porque consiste en la puesta en escena de un mundo de magia y asombro, con declaraciones audaces y polémicas, actos deslumbrantes y seres que parecen sobrehumanos o extraordinarios, que vienen a remecer nuestra a veces gris y aburrida vida cotidiana. Como circo que es, levantará su carpa algún día (en esta temporada, el 20 de noviembre) para no volverse a ver hasta dentro de un par de años más.
Pero también se lo podría llamar “circo” porque cada candidato tratará de demostrar en cada acto, en cada gesto, en cada declaración —y en el más vistoso estilo circense, por supuesto— por qué es el mejor de la función: el más comprometido, el más capaz, el más patriótico, el más eficiente… en fin, el más adecuado para remplazar a los ciudadanos en los organismos estatales de decisión. O sea, por semanas y meses, el circo electoral construirá una realidad fabulosa de virtudes y habilidades, frente a las cuales el espectador o votante será invitado a quedarse atontado, frotándose los ojos y descolgando la mandíbula, mientras decide confusamente en cuáles de esos portadores de magníficas capacidades cederá su derecho a decidir.
Y aunque el período electoral produce un ambiente maravilloso, se instala sobre una mentira burda: la de que en Chile los representantes representan a alguien distinto que a ellos mismos (y a sus amigos, y a sus patrocinadores).
¿…o quizás empieza una nueva rueda de negocios?
Decir que en Chile los representantes no representan a los que votan por ellos no es una afirmación audaz y original, sino una realidad probada y comprobada por el conjunto de la ciudadanía durante largos años, y se ha convertido ya en sabiduría popular.
Todos llevamos un niño por dentro y cuando comienza la temporada de circo ese niño se llena de entusiasmo. Pero en la medida en que avanza la temporada el viejo experimentado y sabio que se ido formando lentamente en cada uno de nosotros con cada decepción nos advierte: es la misma historia. Porque los chilenos ya sabemos. Cuando el circo electoral levanta su carpa, queda la realidad sin magia… o más exactamente, comienza la verdadera magia, la que hace maravillas para los elegidos (y sus patrocinadores y amigos).
Una persona que tenga una imaginación menos inclinada a la fantasía y más a los asuntos prácticos, sin embargo, no la consideraría «magia», sino simplemente otro rubro de negocios, lleno de oportunidades comerciales. O sea, otro terreno para emprendimientos, aventuras mercantiles, expediciones financieras.
Porque… seamos sinceros: hoy día las campañas electorales son, en buena parte de los casos, abordadas como un negocio. Y tiene sentido: cada político en campaña puede ser considerado como un empresario que en vez de captar compradores capta votantes. Para hacerlo debe realizar una inversión con un capital inicial, que puede no ser recuperado si no lo invierte con sabiduría.
Sin embargo, a diferencia de un negocio clásico en el que se debe distinguir entre producción y publicidad, el político no realiza una actividad de producción física (eso ya lo hizo su madre) y toda su inversión se va en publicidad y mercadeo. Lo que vende en realidad es una imagen, una imagen de sí mismo (en algunos casos como la mejor expresión de un programa, de una propuesta política, de una promesa… pero a veces ni siquiera eso).
Y en cuanto lo que vende es pura y simplemente una imagen, la publicidad es absolutamente decisiva, no sólo para su operación político-comercial específica, sino para todo este nuevo rubro de negocios.
…Aunque para ser sinceros, hay que decir que la publicidad es decisiva no sólo para los políticos. Es en realidad decisiva para el sistema capitalista entero.
Pequeña disgresión sobre la importancia de la publicidad
Hasta principios del siglo XX, el gran problema del capitalista al invertir su capital era la incertidumbre respecto a la recuperación de esta inversión inicial (incertidumbre a la que Marx, con una terminología bastante circense, se refería con la expresión “el salto mortal de la mercancia”).
Pero el siglo XX trajo consigo la solución a este problema: la publicidad. La publicidad ha logrado garantizar razonablemente que el producto, aunque sea humo, se venda. Y al convertirse en una práctica indispensable, sistemática y cada vez más intensiva, y al extenderse a todos los rincones a los que llega la mercancía —o sea, a todos los rincones del planeta— ha ido produciendo un impacto en la cultura (que es cada vez más co-producida por la publicidad) y en la comunicación (que es el terreno exlusivo en el que la publicidad se mueve). Comunicación masiva, cultura y publicidad terminaron entremezclándose íntimamente. Actualmente, los medios masivos son impensables sin publicidad. Sin publicidad, el internet no se expandiría hoy rabiosamente.
Pero además, la publicidad como forma de comunicación instrumental (y entonces unidireccional: con un solo emisor y muchos receptores) acentuó el carácter ya instrumental y unidireccional de los medios. Dicho de otra manera, la publicidad es necesariamente o por definición, manipuladora; y los medios, que dependen económicamente de ella, terminaron adoptando su estilo francamente (descaradamente, cínicamente) manipulador. Cultura como entretenimiento, política como “reality”, información guiada por el criterio de lo desacostumbrado, raro, curioso o salido de la norma: “si un perro muerde a un hombre, no es noticia, pero si un hombre muerde a un perro, eso sí que es noticia”. Un buen ejemplo de la simbiosis entre la publicidad y los medios masivos son las palabras expresadas por Patrick Le Lay, presidente del grupo de televisión francés TF1, en 2004: “Nuestras emisiones tienen la vocación de volverlo [al cerebro del telespectador] disponible: es decir, de divertirlo, de relajarlo para prepararlo entre dos mensajes. Lo que vendemos a Coca-Cola es tiempo de disponibilidad del cerebro humano. No hay nada más difícil que obtener esta disponibilidad” (citado por D-R. Dufour: El delirio occidental. MRA Ediciones, 2015, Barcelona).
Es en este ambiente, en el que los ciudadanos son tratados como consumidores, la cultura como entretenimiento, la información como trivia, la política como “reality”, en el que se desarrollan las campañas políticas hoy día.
Hace cien años, las mentiras, engaños y manipulación en la política entraban dentro de la baja categoría de la demagogia. Ahora no se consideran demagogia, sino recursos publicitarios legítimos, que se utilizan naturalmente bajo la forma de simpáticas fábulas para obtener votos, apoyos, disuasión o consensos. Y la comunicación masiva calca aquí también el lenguaje publicitario. Cuando se trata de política, la información de prensa se vuelve naturalmente tendenciosa y acude sistemáticamente a falacias, sofismas y al acomodamiento o escamoteo de los hechos factuales. Y la costumbre de la manipulación se extiende y profundiza; dentro de los medios, convirtiéndose en noticias deliberadamente falsas (“fake news”), y por fuera de ellos, en redes sociales, donde los partidismos se superponen sobre cualquier imperativo de objetividad.
“Lo primero que muere en una guerra es la verdad”, dicen; si esto es así, la muerte de la verdad en manos de la publicidad, los medios masivos y más recientemente en las redes sociales, es un indicio fuerte de que estamos en medio de una guerra despiadada.
Pero volvamos a nuestro candidato. Esta monstruosa maquinaria es la que el político debe poner a su servicio si quiere tener éxito. Esta publicidad y este acceso a los medios son indispensables para asegurar la recuperación de la inversión. Y esta maquinaria cuesta: la publicidad vale; el acceso a los medios no es gratis. Esto significa que para un emprendimiento político los socios capitalistas y los propietarios de los medios masivos son indispensables. La publicidad cuesta. El acceso a los medios no es gratis. Dicho de otra manera, un político debe sumergirse en el infecto mar de mentiras de la publicidad; y para hacerlo, necesita echarse en los brazos de uno o más patrocinadores. O más sintético aún: el candidato debe venderle su alma al diablo (si quiere asegurar su elección).
El candidato sabe que recuperará sobradamente su inversión al ser elegido. Los puestos de elección popular se traducen en dinero y poder personal (a través de los innumerables mecanismos que el aparato estatal pone a su disposición) y significarán además para el político ser recibido (o confirmado) en el circuito del poder, de las relaciones, amistades y posibilidades, y con ellas de las grandes nuevas oportunidades de negocios y de tener más poder, especialmente si carece de escrúpulos.
Ahí es donde comienza la verdadera magia para el candidato. Una vez obtenido su punto de acceso al poder, esta inversión inicial puede convertirse en una fortuna; es por eso que el político lo cultiva y protege celosamente.
Pero no nos olvidemos: esa magia sólo la logra el dinero de unos patrocinadores solventes.
Chile Sociedad Limitada: quiénes hacen posible este nuevo rubro de negocios
¿Quiénes son los generosos patrocinadores que hacen posible este maravilloso espectáculo circense? ¿Bajo el auspicio de qué sponsors se realiza este espectacular reality electoral? Detrás de los diversos emprendimientos políticos que se lanzan al ruedo de las pérdidas y ganancias ¿cuáles son los grandes poderes e intereses que se despliegan?
Los recientes escándalos de Soquimich y Penta, los dineros de las mineras de Luksic, o de las pesqueras de Angelini, los aportes de empresas extranjeras de energía a las campañas nacionales, dan un indicio de dónde está la verdadera plata que se mueve para financiar a los políticos en Chile. Estos escándalos son un buen ejemplo, además, de los caminos, recovecos y trampas, legales e ilegales, que se utilizan para financiarlos “generosamente”.
Y si estos escándalos destaparon unos cuantos casos específicos, no es difícil imaginar que la verdadera dimensión de esta financiación es gigantesca. Se trata de un evento masivo y sistemático, de una costumbre difundida y arraigada.
Los que financian las campañas de los políticos en Chile son entonces… los que tienen el dinero: los que no lo piden prestado (o si lo hacen, es a bajísimas tasas de interés a las Asociaciones de Fondos de Pensiones o a los ciudadanos que lo depositan en sus bancos). Los que manejan capitales de verdad. ¿Y por qué habrían de invertir graciosamente millones y millones en la campaña de un candidato? ¿Será por la natural filantropía que caracteriza a los verdaderos multimillonarios? ¿O a lo mejor porque es un buen negocio, en realidad un negocio excelente, el negocio verdaderamente grande que se pone en juego en las elecciones?
“¿Pero, qué negocio grande podría ser financiar a un político con posibilidades de convertirse en representante?”, preguntará un alma ingenua. Ni más ni menos que el negocio más grande: poner al Estado, al país y sus recursos —las montañas, el mar, la vida que se desarrolla en ellos, la riqueza que se esconde bajo la tierra, y la gente que habita sobre ella— al servicio de los poderosos. El político le debe lealtad al que le permitió ser elegido, y en el orden de sus lealtades el último lugar está para ese votante anónimo que le expresó su apoyo durante los minutos que duró el acto de depositar su voto en la urna.
Y cuando las campañas políticas consisten en atosigar de “impactos publicitarios” a los potenciales votantes hasta lograr que el día de las elecciones vayan al puesto de votación, lo decisivo para su elección es el montaje publicitario, que es junto con su hermana, la exposición mediática, lo que logra el milagro. La lealtad principal del nuevo representante es hacia quienes hicieron posible este milagro.
El gran negocio es el territorio chileno. El país como fuente de oportunidades y ganancias. Y al país lo gerencian los políticos. Una campaña electoral es una gran oportunidad para los grandes capitales que patrocinan a los candidatos: la oportunidad de comprar el alma de quienes resulten administradores de este jugoso botín.
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