Erosión y transformación de las identidades en Chile

Por: José Bengoa
Fuente: http://www.identidades.cl (27.09.2002)

“Uno de los datos que tenemos es la erosión impresionante de los referentes nacionales. En estos grupos de discusión, si uno pregunta por la Nación o por la “historia oficial”, hay desconfianza. Aparece como algo lejano, para no decir mentiroso, lo que dicen de nuestros héroes de la Patria, del himno, de la bandera y del 18 de septiembre. No hay íconos o símbolos de la Nación es decir, la identidad nacional no vendría a tener vigencia.”
“Hay un debilitamiento del imaginario nacional y la identidad nacional antigua sin que por ahora tengamos nuevas identidades colectivas. Por lo menos bien perfiladas. En los grupos de discusión aparece una cosa negativa (frente a lo nacional) que se va… no aparece todavía algo nuevo, que ya tenga nombre, un perfil claro”
(Exposición de Norbert Lechner a la Comisión Bicentenario de la República, explicando los resultados del estudio del PNUD acerca de seguridad ciudadana)
Chile, como cualquier país moderno, está constituido por una diversidad de grupos humanos. Cada uno de ellos forma parte de la sociedad chilena y le otorga un valor especial. Indígenas, campesinos, trabajadores, grupos migrantes, pobladores de barrios, jóvenes de las esquinas, pescadores, arrieros de las montañas, descendientes de colonos extranjeros, profesores y empleados, la clase o las clases de los políticos, mineros, gente del desierto, militares y gente reunida en agrupaciones, sociedades de la más diversa estructura. Sin embargo, el país y su historia se han comprendido desde la estructura política estatal, que por su naturaleza y definición es unitaria, homogénea y expresa la idea o más bien voluntad de un país integrado y unido.
La construcción de la diversidad en Chile ha sido y es un proceso largo y complejo. Durante largos períodos se constata “el silencio de la diversidad”. La autoimagen de Nación y Estado que se trató de construir requería la negación de las diversidades. Era su presupuesto fundamental. Sin embargo, esa idea de Nación parece concluir. Los últimos veinte años han sido intentos infructuosos de construir la unidad del Estado y la Nación en torno a las “ideas-fuerza” de carácter republicano, como se decía antiguamente. El país tiene conciencia de que su identidad nacional está erosionada. Los jóvenes no asisten ganosos al servicio militar y el sentimiento de Patria se complejiza con reivindicaciones étnicas, en que como señala Manuel Gutierrez Estévez, “el amor a la Tribu compite con el amor a la Patria”. La Historia Patria como el relato de una unidad inconmovible es puesta en duda por los jóvenes historiadores. Las reivindicaciones regionales son cada vez más poderosas y las personas pareciera que adquieren sentido a sus vidas en la adscripción a identidades de carácter más local. La construcción de un país diverso es una de las aventuras más interesantes de la sociedad chilena actual.

La investigación antropológica actual tiene como tarea y sentido adentrarse en las diversidades del país, analizar las propias identidades locales, étnicas y regionales y las emergentes ideas de integración nacional que surgen a partir de las propias y crecientes individualidades.
Extrañamente, tratándose de un país con altos niveles de integración, referidos a América Latina, por ejemplo, en los últimos años, como consecuencia de la Dictadura y el autoritarismo, han surgido tendencias cada vez más disruptivas. El caso más expresivo es de los mapuches del sur del país que han levantado banderas etnicistas y en que las demandas por autonomía política y territorial no están ausentes. Pero no son los únicos. En una investigación reciente que realizamos con grupos juveniles urbanos, se percibe una intensa demanda por diversidad, por un modelo alternativo de integración, diferente al propuesto por el Estado nacional del período industrialista que dominó el siglo veinte. Hay regiones que comienzan un proceso discursivo de demandas por una mayor posibilidad de control de sus decisiones.
Se entiende que el movimiento hacia la homogeneidad y el movimiento hacia la diversidad son dos tendencias o direcciones opuestas que si bien en algunos momentos de la historia son vistas como contradictorias en otros pueden ser observados como complementarias. Pareciera no caber demasiada duda que para recrear el concepto de Nación que debiese otorgar sentido al siglo que comienza, se deberá poner atención sobre estos hechos e incorporar la diversidad.
El Estado inconcluso: la voluntad de unidad del Estado.
El Estado, tanto en Chile como en cualquier otro lugar del mundo, ha sido y sigue siendo una “voluntad de unidad”, muchas veces en medio de una sociedad que no tiene demasiadas raíces comunes que la unen o que junto a ellas tiene numerosos aspectos que los separan. El Estado siempre es un proyecto inacabado de unificación. Un conjunto de símbolos, rituales, leyes, normativas, tradiciones, burocracias, sistemas de enseñanza, aprendizaje, creencias y autoridad. El Estado es un discurso acerca de un “nosotros”, de una sociedad en permanente construcción. Siempre está el peligro a la disrupción, a la ruptura de las partes que conforman ese Estado. Es por ello que el Estado es autoridad y sus aparatos y sistemas burocráticos tienen por función reproducirlo, defenderlo, y reprimir cualquier manifestación de carácter centrífugo, que debilite su unidad, la así denominada”unidad del Estado”. Estas aseveraciones que son ciertas para la generalidad de los Estados son más fuertes, sin duda, para los Estados jóvenes, donde las tradiciones son menos profundas y donde los sistemas de autoridad son muchas veces fáciles de subvertir.
Este voluntarioso afán unitarista, es lo que caracterizó a los Estados modernos fundamentalmente a partir del siglo XVIII y en particular el siglo XIX. Las crisis económicas, ideológicas y políticas ponen en duda normalmente la capacidad real de integración social: ponen al desnudo al Estado. Muchas veces quedan los Estados como intentos artificiales de provocar una unidad áspera, represiva, y poco evidente. Si bien como dice Anderson todos los Estados son “Comunidades imaginadas” hay algunos cuya imaginación es delirante, no tienen ni fundamentación suficiente en el pasado, ni tampoco lo tienen en las características estructurales de la sociedad, en sus lazos primordiales.
Es por ello, que no por casualidad en la última crisis global ocurrida a fines de los años ochenta y comienzo de los noventa de la última década del siglo veinte, se ha producido la hecatombe de numerosos Estados que habiendo bregado por su unidad y solidez durante décadas cayeron hechos pedazos en períodos impresionantemente cortos. La experiencia de América Latina en los últimos años es un claro ejemplo. Chile aparece diferente frente al mundo observador, sin embargo tendencias profundas también lo unen al continente.
No es casual por tanto, esta relación tan íntima entre Estado Moderno e Integración social. Todos los esfuerzos de los Estados van en la línea de construir un discurso capaz de producir la homogeneidad de los habitantes del territorio. La misma Revolución Francesa fundadora de estas ideas, consagró la palabra: “ciudadanos”. La ciudadanía es no solo la igualdad ante la ley, sino también el despojo de las especificidades, de los símbolos y rituales que separan a las comunidades. Se trata de poner por encima de los “lazos primordiales” aquellos aspectos que racionalmente unen a los individuos. El Estado como ente de razón permite ordenar la vida social por encima de las uniones, incluso, de lengua, raza, religión o pertenencia a una situación etnocomunitaria, regional comunitaria determinada. Si no lo ha podido hacer en todos los tiempos y todas las veces, el Estado moderno lo ha intentado en forma permanente.
El Estado en Chile, era depositario de expectativas y atribuciones que han dejado de tener asidero crecientemente, en la realidad.: no solo porque no representa la principal fuente de creación de oportunidades, sino también porque hoy no es capaz de levantarse como el destinatario e interlocutor central de una diversidad de demandas sociales. Frente al surgimiento de estas nuevas demandas sociales el Estado, hoy, tiene un poder de decisión limitado. Los espacios en los cuales pueden resolverse los asuntos de interés público se diversifican de modo que el ejercicio del poder se hace menos visible, aunque no menos centralizado.
En un contexto de fuerte expansión y diversificación de la ciudadanía así como de crisis de la democracia representativa, la discusión respecto a los alcances del estallido de las identidades locales adquiere toda su vigencia. El problema que se presenta entonces, es el repensar la configuración de estos actores portadores de proyectos e intereses a menudo disímiles y diversos.
La construcción del discurso histórico.
Las Historias oficiales han sido y son por lo general “Historias del Estado” y por tanto intentos más o menos exitosos de entender a las sociedades de acuerdo a la lógica de la homogeneidad, de la unidad e integración social. Se busca el origen común de los habitantes, los mitos colectivos que los identifican, las epopeyas que los ennoblecen, las diversas batallas e historias épicas que los hacen orgullosos de vivir en común. Las diversidades se esconden como pequeñeces no necesariamente “relatables” de la historia colectiva. El Estado, sus próceres, funcionarios, héroes y estadistas son quienes “hacen la Historia”. La gente común, con sus intereses particulares “y mezquinos”, queda relegada a los márgenes.
La “Historia” ha tenido en Chile, entre otras cosas (pero quizá es la más importante) por función, construir los “lazos primordiales” de la sociedad, cuando esos lazos no han surgido necesariamente en forma espontánea en “tiempos primordiales” y son herencia de “nuestros ancestros”.
Tradicionalmente ha sido en América Latina y en Chile en particular la escuela y la “enseñanza pública” el instrumento de homogeneización cultural, de trasmisión de los símbolos patrios y comunes a todos los ciudadanos. En los países de alta migración extranjera, Argentina por ejemplo y en menor medida en Chile, la escuela ha jugado un papel central. En muchos otros países, como el Chile del siglo XIX, ha sido el ejército, que al reclutar a los jóvenes para la guerra, los ha puesto no solo bajo una misma bandera sino que los ha formado en los valores ciudadanos, en el rigor de la obediencia militar y en la disciplina necesaria para la sociedad industrial.
Enfoque teórico metodológico: Las ciencias sociales y la unidad del Estado.
La mayor parte de las Ciencias Sociales ha seguido este derrotero ideológico. La mirada unitarista, integracionista y estatista ha conducido a valorar ciertos aspectos de la vida social y a desvalorizar otros. La Historia ha sido en buena medida la “Ciencia Social” de mayor respeto justamente por su carácter pro estatal. En Chile en particular, la denominada “Historia de Chile” surge como intento positivo y racional de otorgar al Estado un “discurso civilizador”. Desde las primeras “historias” hasta las grandes “megahistorias de Chile”, Diego Barros Arana, Francisco Antonio Encina, principalmente, el objetivo es “construir” la nacionalidad. Porque la Nación, es el sustento del Estado. Para que exista un Estado fuerte, se ha dicho muchas veces, debe haber patriotismo en sus habitantes, debe existir un fuerte concepto de pertenencia, lo que normalmente se lo denomina “amor a la Patria” o directamente “patriotismo”.
Los discursos nacionales y nacionalistas son o han sido casi siempre discursos estatalistas, intentos de dar unidad a la diversidad, coherencia a las incoherencias de la historia, sentido a las contradicciones. Los discursos nacionalistas más virulentos son generalmente aquellos que se construyen cuando no existe un Estado que represente los intereses expresados o deseados.
En Chile se suele señalar que el discurso nacionalista y racial es débil. Probablemente se deba a que no es preciso la existencia de discursos altamente constructivistas ya que existe un nacionalismo auto aprendido y “bebido desde la cuna” sobre el cual no hay dudas en la población.
Uno de los primeros discursos integradores ocurrió al comenzar el siglo pasado con ocasión de las guerras, en que en el período que más se desvalorizaba a los trabajadores en el ámbito económico, mediados del siglo diecinueve, los peones e inquilinos de las Haciendas, el Estado levanta al nivel de mito fundacional de la nacionalidad, al “roto chileno”, otorgándole al nivel de lo simbólico al mestizaje, un sentido de nobleza. El “roto” se va a transformar desde el inicio de la República, en el alma nacional y sus hazañas en las guerras nacional-estatalistas, serán la base de un discurso de integración que recubrirá las explotaciones y miserias con el “suave manto” de la unidad nacional. Desde la batalla de Yungay, cantada y relatada en todas las generaciones escolares desde mitad del siglo diecinueve, hasta la “subida” del Morro de Arica a fines de ese siglo, los “lazos primordiales” que unen a los chilenos se fundamentan en la sangre de “sus rotos” capaces de dar la vida por la Patria. Ese fundamento heroico interclasista ha posibilitado la creencia de una homogeneidad ancestral en la población del país y frente a la cual el Estado se ha fortalecido. Habría que señalar que numerosos historiadores al ser consultados por la Comisión Bicentenario acerca de la identidad nacional,(2.001) señalaron justamente que se encontraba “en el mestizaje y la catolicidad”.[2]
En las décadas de presidencialismo estatalista que ocuparon todo el centro del siglo veinte, las diferencias de la sociedad chilena fueron principal o exclusivamente de clase social. No fue por casualidad que la Ciencia Social de mayor prestigio en el período de crisis del sistema democrático presidencial representativo, sería la “economía política” capaz de comprender, según se lo pensaba, las bases estructurales, o materiales según fuese el lenguaje, de la división social y por tanto del conflicto que se levantaba en el horizonte social. La sociología en los años sesenta se acercó peligrosamente a la economía y ansiaba ser lo que esa disciplina había logrado: un conjunto de certezas acerca del funcionamiento de las estructuras sociales. La historia, con mayúscula o con minúscula, también trató a su manera de aliarse con la economía. Los grandes innovadores de la historiografía de fines de los sesenta fueron los “historiadores economistas”, o de la así llamada “historia económica”: Aníbal Pinto, Andrés Gunder Frank, Hernán Ramírez Necochea, y numerosos otros que ponían a la estructura económica en el primer plano de las decisiones, de las determinaciones y explicaciones del acontecer historiográfico.
En ese contexto, las disciplinas que recurrían a explicaciones diversificadas del fenómeno social, o no tenían cabida en el discurso dominante o estaban relegadas a la marginalidad. Particularmente ocurrió este fenómeno en el caso de la psicología y la antropología.
La crisis de los “megarelatos” ha puesto una vez más en vigencia estas miradas disciplinarias de mayor complejidad y menor voluntarismo. La relatividad de la mirada antropológica, y el pesimismo subyacente a cualquier observación psicologista del ser humano (su pequeñez frente a sus desafíos según Freud) han conducido a partir de los años finales del siglo veinte a revalorizar lo que con anterioridad era asumido como esencialmente de poca importancia. La crisis profunda de los paradigmas macrohistóricos, su incapacidad de comprensión de fenómenos tan complejos como el autoritarismo y la violación de los Derechos Humanos, han dirigido las miradas a sistemas no cerrados, ni tampoco con la pretensión de transformarse en modelos de comportamiento general. La casuística relativista de la antropología ha sido un fenómeno de la mayor importancia frente a la incomprensión que las llamadas ciencias duras han tenido de los fenómenos sociales.
La historia con “hache mayúscula”, por ejemplo, la historia oficial estatalista, ha sido erosionada por las miradas que se plantean críticas frente a la heroicidad sin parangón de ciertos seres humanos sometidos a la presión del amor a la Patria, o a la visión magnífica de las clases sociales luchando en contra de las injusticias y bregando en función del paraíso.
Al iniciar un estudio acerca de la construcción de la diversidad en Chile, como el que se exige hoy día a la etnología, pareciera ser fundamental contar con un enfoque teórico metodológico que incluya una mirada más allá de las fronteras normativas del Estado, una aproximación acerca de las formas de integración e identidades particulares de los no integrados, sobre los que se encontraban y se encuentran más allá de la tuición estatal y de los sistemas industriales de propiedad y gestión, los que se defienden frente a ella, los que ejercen su derecho de mantener sus propios fueros, sus principios elementales de libertad. En ese conjunto reside el potencial de diversidad de esta sociedad.
Diversidad, relativismo cultural e identidades.
La antropología moderna se construye a partir del principio de la diversidad. El concepto de diversidad cultural consiste en comprender que el ser humano ha encontrado, a lo largo de la historia y a lo ancho del planeta, las mas diversas alternativas de solucionar sus problemas materiales, de convivencia y espirituales. Esas diversas formas de adaptación a los medios naturales, a las necesidades específicas que les ha tocado vivir, forman el mayor capital cultural de la humanidad. Es por ello que la antropología como disciplina específica y propia, ha ido desarrollando el concepto del “derecho a la diversidad”. Esto significa que la antropología no solo “constata” el hecho de la diversidad de las culturas, sino que también lo “celebra”.
Señalemos un ejemplo para la mejor comprensión metodológica de lo que aquí estamos señalando el caso que estudiamos de las “bandas urbanas”.[3]
La aproximación que tradicionalmente se ha tenido de las bandas de jóvenes urbanos, ha estado marcada por el concepto funcionalista de anomia. Se señala que la sociedad está compuesta por un conjunto de instituciones, valores, normas, que cumplen las personas que viven en sociedad. Estas personas tendrían “conductas desviadas”. Se estudian estas actitudes para establecer posteriormente los caminos de “integración social”. No cabe duda de la importancia de este enfoque, sobre todo de su impacto práctico, pero debemos resaltar que es diferente al enfoque que hemos asumido.
Desde una mirada diferente, quizá más antropológica, al estudiar una “banda urbana” rápidamente se descubriría el principio de integración propio que posee ese grupo de jóvenes, su identidad. Le es posible al observador analizar sus ritos comunitarios, sus instituciones e itinerarios, su lenguaje propio, sus expresiones culturales como por ejemplo, la música y el baile, en fin su espiritualidad, su religión o sistemas de creencias. Al denominarla “banda”, la mirada antropológica, recordará el comportamiento de las bandas de cazadores y recolectores, se le vendrá a la memoria los diversos sistemas de subsistencia que tenían estos grupos sociales que desde tiempos inmemoriales recorrieron nuestro planeta.
Esta mirada, puede encontrar que al interior de la sociedad existen diversas alternativas de vivir en el medio que a cada cual le ha tocado y aún más, que podrían haber formas de vida y de resolución de los aspectos principales de la subsistencia que no se guían por el principio de integración valórico-político que define el Estado. Es en este punto que interesa en concepto de identidad.
En Santiago, particularmente, ha ocurrido un fenómeno nuevo y singular, propio del crecimiento económico y la modernidad globalizada a la que se ha acercado el país en las últimas décadas. Miles de jóvenes viven en una suerte de exclusión o marginalidad cultural autoasumida como respuesta a las condiciones de vida extremadamente duras de la ciudad. Allí surge una cultura no demasiado diferente a la de ciudades de países desarrollados, en torno a gritos destemplados por afirmar una identidad específica. Una combinación maravillosa de elementos o fragmentos de lo que alguna vez fue la cultura popular chilena y sonidos confusos de lo que es el mundo juvenil transnacionalizado. Comprender en los inicios del siglo veintiuno esta cultura juvenil pareciera ser uno de los desafíos de la antropología realizada desde esta parte del planeta.
Globalización y diversidad.
Paul Auster dibuja la torre de Babel en las calles de Nueva York. En la Trilogía de Nueva York el afamado autor hace caminar a su enloquecido y esclarecido personaje por las calles escribiendo cada día una enorme letra a través de la laberíntica e intricada geografía urbana de Manhattan. Al final de las intensas jornadas de caminata, el autor o su símil, que sigue en sus paseos al personaje, descubre que cada uno de esos complejos itinerarios ha tenido sentido: Tour of Babel.
La globalización de las actividades humanas, comercio, consumo, comunicaciones, mensajes, símbolos, llevaría a una visión homogeneizadora de las culturas. Modernización en muchas partes del mundo significa ni más ni menos que dejar a un lado las propiedades culturales y adoptar lenguajes, sistemas e instituciones globalizados. El debate en Chile se ha centrado en si la globalización tenderá a limar las diferencias culturales y a atenuar las identidades nacionales o por el contrario las desarrollará.[4]
Paradojalmente, la aparición de identidades locales parecen estar fomentadas por los procesos de globalización. Se observa cada vez más la validez de las culturas locales, su capacidad para cambiar y adaptarse, su dinámica interna y la manera cómo se enfrentan a la globalización. La diversidad cultural es el valor alternativo y complementario a la globalización homogeneizadora. Cada vez mas el mundo será un espacio mas pequeño donde pueden convivir multiplicidad de culturas en igualdad de condiciones. Hay quienes ven en la globalización un camino que dejará sometido al folklor las identidades locales y otros (Alberto Melucci, por ejemplo, entre otros) que consideran que la globalización es cada vez más fuente de identidad local.
En el mito fundador de occidente, la Torre de Babel fue un castigo de Dios. Los seres humanos fueron castigados por su soberbia. Querían hacer una torre que llegara hasta el cielo. Dios los castigó separándolos en miles de lenguas. No pudieron comprenderse. El mundo posterior a la modernidad nacional estatal, como el que Chile vivió con entusiasmo en el siglo veinte, nace de esa experiencia fundamental. Es el intento de responder al problema de la diversidad de una manera positiva, surge de la experiencia de la diferencia en el mismo proceso de globalización. En Babel Dios castigó al hombre por su soberbia. La soberbia del hombre moderno ha sido la creencia de la superioridad de unos hombres sobre otros, de unas culturas sobre otras. Ha sido y es, la creencia de la superioridad del ser humano sobre el ser humano y sobre la naturaleza. En el fenómeno de la diversidad se encontraría la capacidad básica de humanización de la vida.
El miedo a la diversidad: la noción de barbarie
Durante un largo período histórico de la sociedad chilena, como de muchas otras, las ideas respecto a las sociedades estuvieron dominadas por la oposición entre civilización y barbarie. Es evidente que esta manera de comprender a los otros y comprenderse a sí mismo, impedía la realización de estudios objetivos del mundo rural, regional, indígena y a la vez, impedía la comprensión de los asuntos étnicos.
La cuestión étnica, por tanto, fue reducida a la historia y cultivada por las disciplinas historiográficas. La guerra de Arauco ha sido y es, uno de los principales temas de la historia del país. Para algunos de los más destacados historiadores chilenos, como por ejemplo Don Mario Góngora, era el asunto decisivo en la interpretación social, política y sobre todo cultural de la sociedad chilena. Son por tanto numerosísimos los estudios que analizan la confrontación entre españoles y mapuches (araucanos) en los siglos dieciséis, diecisiete y dieciocho. El tema desaparece de las páginas de la historia durante el siglo diecinueve en que los historiadores se ocupan centralmente de la formación del Estado, la lucha política y las acciones de gobierno, en fin, de la historia política del país.
El país del centro, de Santiago y el valle central, hacendal y minero, se construye en oposición a las fronteras que lo demarcan. Mas allá está la barbarie o el peligro de lo desconocido: el desierto del Norte y los menospreciados países indo mestizos de las fronteras; la frontera del sur, mundo de barbarie y bárbaros, espacio de aventuras y aventureros, campos y territorios a explorar y colonizar, naturaleza abierta a ensueños y temores por parte de los citadinos formadores de la sociedad y Estado nacional.
Los intelectuales liberales de la segunda mitad del siglo pasado y de la primera de éste, no tendrán interés alguno en la diversidad de la sociedad chilena. Don Diego Barros Arana dibuja en su primer tomo de la Historia de Chile, con trazos oscuros, despreciativos, incluso avergonzado, la sociedad indígena, la vida de los primeros habitantes de Chile. Medina se preocupa del tema en un trabajo insigne, pero no provoca, ni lo podía siquiera intentar, una ruptura con el patrón evolucionista que en ese momento dominaba la escena intelectual progresista chilena y mundial. La oposición entre civilización y barbarie dominaba en ese entonces la concepción histórica y social. En los finales del siglo y comienzos de este, no hay voces de aprecio al indígena con la sola excepción de los frailes misioneros que apoyan sus derechos y realizan estudios acerca de sus costumbres y su lengua, por las razones humanitarias y religiosas ampliamente conocidas.
El Estado se transformó en el símbolo de la civilización (la razón desde el punto de vista de la filosofía alemana) frente al conjunto de fenómenos que recorrían en particular las regiones (denominadas provincias), los campos llenos de bandoleros, los campamentos mineros plagados de pillos y gente violenta y los suburbios de las ciudades. La noción de barbarie permitió comprender la sociedad chilena hasta muy entrado el siglo veinte y posibilitó aplicar políticas represivas frente al “bajo pueblo” sin que los “integrados” reparasen en ello.
La erosión de esta dualidad, civilización y barbarie, contribuye a fomentar la diversidad cultural, en los últimos años. Ya nadie puede afirmar que la acción del Estado ha sido y es, en nuestra historia reciente, una cruzada civilizatoria. La mirada terrible de un Gran Señor y Rajadiablos, novela famosa de un hacendado de horca y cuchillo, fuera de las normas de la razón y dejado a la mano de sus instintos y culturas salvajes, no se condice hoy con la imagen que la mayor parte de los chilenos tienen de las oposiciones sociales del país. La vida regional no está ya más signada por la barbarie y muchas veces ofrece mejores niveles de calidad de vida que la vida de las grandes ciudades.
La construcción de un territorio homogéneo
La historia territorial de Chile explica en buena medida la homogeneidad cultural. A diferencias de otros países de América latina en que existían varios polos urbanos, en el territorio de Chile existía una predominancia evidente durante el período colonial tardío, de Santiago, la Capital. En el período de la Independencia el territorio de lo que sería Chile estaba circunscrito al valle central. Más allá de Talca los campos eran dominio de bandidos, campesinos alzados en medio de las revueltas, como lo han demostrado suficientemente historiadores recientes. Ni los enclaves de Valdivia y Chiloé mostraron lealtad alguna al proceso revolucionario independentista. En el Norte el límite era realmente La Serena, siendo Copiapó una isla en medio del desierto. Es interesante observar la Historia de Chile desde este punto de vista. En la batalla de Lircay se produce la predominancia definitiva de Santiago frente a Concepción, única fuerza capaz de discutirle la autoridad centralista absoluta. Bulnes asegura en la Guerra contra la Confederación Perú Boliviana los mercados agrícolas de la zona central. En su gobierno los caminos unen el territorio real que ocupaba Chile. Lo unifican. La política de mano dura tanto de Portales como de quienes lo siguen en el Estado, contra malavenidos, pobres y vagabundos, homogeneizan la población que ocupa ese territorio, entre La Serena y Talca en forma continua y más adelante hasta Concepción. La liquidación de la población indígena (pueblos de indios) en ese territorio será uno de los mayores logros estatales del período. El Chile del siglo diecinueve es de la zona central y se transforma en el arquetipo estereotipado de lo que será a lo largo del resto de la historia nacional, la idea de ciudadanos, chilenidad o nacionalidad. Población homogéneamente mestiza, católica, sobria, con gran sentido de lealtad frente a los señores, e identidad nacional probada en las guerras del Norte.
Este territorio físico y social se transformó radicalmente a partir del fin del siglo diecinueve. El país de la zona central se amplió hacia el Norte en las guerras del desierto. Se amplió hacia el sur en la Conquista de la Araucanía.[5] Continuó más al sur a fin del siglo integrando por la vía del ferrocarril a la Colonia Alemana semi-independiente (autónoma) que se había instalado cincuenta años antes entre Valdivia y Puerto Montt. Trató quizá infructuosamente de integrar a Chiloé. De manera compleja integró Magallanes con la colonización de comienzo del siglo veinte y en los años treinta colonizó Aysén. Las fronteras sociales por otra parte se complejizaron con las migraciones extranjeras.
La construcción, creación y unificación del territorio chileno culmina recién con el “plebiscito” de Tacna y Arica, los procesos de “chilenización” forzosa del Norte Grande y demarcación fronteriza del siglo veinte.
Durante el período democrático industrial, esto es, entre los años 20 y 70 del siglo veinte, se producirá el punto máximo de unidad e intento de homogeneización social clasista del Estado. El concepto de “Pueblo” llegará en ese período a su máximo desenvolvimiento.
Durante el período denominado Nacional Popular, la Nación aparece como la representación simbólica del pueblo, constituido naturalmente. El Estado por su parte aparece como la expresión política de la Nación. La Constitución de 1924 recoge este espíritu “unitarista” señalando la existencia de un solo “pueblo chileno”, de una Nación y de un Estado. El Presidente de la República representa en la cúspide del Estado (Constitución fuertemente Presidencialista) a la Nación y es la genuina y democrática expresión del pueblo, cumple el “mandato popular. La idea de pueblo implicaba un intento de producir procesos de integración de la sociedad chilena.
La gente: la crisis de la idea de Estado Nacional.
Subrepticiamente el concepto de “pueblo” fue cambiado por su genérico de “gente”. Las campañas electorales de fines de los ochenta se dieron en torno a lo que la “gente” quería. “Gana la gente” se dijo. A partir de allí se acuñó un conjunto de slogans relacionados con este concepto transaccional. La noción de pueblo se refería a un proyecto o deber ser superior, que traspasaba a los individuos y sus preferencias y que se relacionaba con los “ideales superiores de la Patria”. La noción de gente se vincula al mercado y abre las puertas a una relación clientelística entre el Estado y los ciudadanos. En las últimas bregas electorales se apela a las demandas de “la gente”, a sus preferencias explicitadas en encuestas de opinión.
El concepto de “gente” no es vinculante. No existiría un proyecto superior al cual esas personas o individuos, consumidores, se refieren. Son sus demandas las que deben ser satisfechas por el Estado y no es éste el representante simbólico de su “necesidad histórica”.
Se abre de este modo un conjunto de espacios de significación a nivel no estatal, lo que posibilita la existencia de identidades locales subordinadas que no ponen en cuestión la macroidentidad del Estado nacional. La “gente” no puede ser convocada a adscribir a una Historia Patria única, reguladora de la ética pública, capaz de dar sentido a las conductas y acciones individuales. Parafraseando a Anderson, se puede dar la vida por la Patria, por el Pueblo, pero difícilmente se dará la vida por la gente. El líder político se debe a lo que la gente quiere, lo cual es un conjunto de representaciones muchas veces altamente manipulables.
Las identidades nacionales pasan del plano público al plano privado. Las razones que validan la identidad nacional son de corte privado: manejo de códigos culturales, formas de hablar y decir, nostalgia de las “cosas aprendidas” en el seno familiar, paisajes, olores, costumbres, y sobre todo “secretos de familia”. Esto último viene a ser con el tiempo el código secreto que lleva a que los individuos se reconozcan como parte de un colectivo. Ya no se centra el imaginario identitario en las hazañas del Estado sino en ámbitos mucho más sutiles y privados de la sociedad.
La historia de la sociedad chilena de los últimos años se encuentra, desde este punto de vista, cruzada por esta dualidad. El Estado que trata de reconstruirse sobre la base de los ejes que le otorgaron fuerza en el período nacional popular y la sociedad que no se reconoce en ellos y que sin embargo mantiene sus lazos de unidad en un terreno de carácter privado, cotidiano. La unidad socio cultural proveniente del Estado y su historia no es un elemento de emoción y afectividad suficiente para provocar la integración del conjunto de la sociedad. La apatía frente a la política estatal y el entusiasmo frente a las “otras formas de hacer política”, son una buena muestra de lo que aquí sostenemos.
La erosión de las identidades estatal nacional popular no es explícitamente reemplazada por un conjunto de identidades de mayor complejidad. Sin embargo pareciera que la sociedad chilena no tendría porqué escaparse a la tendencia mundial, en este período de globalización.
Mercado, sentido y comunidades locales.
En efecto, diversos autores afirman que en contextos crecientemente globalizados y de estallido de nuevas identidades e intereses, el mercado y el campo mediático se levantan como ámbitos privilegiados para la construcción de sentidos y nuevas identidades. Más aún, se afirma que dada la insuficiencia de la cultura política y del Estado para acoger esta diversidad, el espacio del mercado y mediático lograrían reemplazarlo y acoger estas manifestaciones de la multiculturalidad a través de la figura del consumidor. En este sentido, hombres y mujeres percibirían que muchas de sus preguntas (quién soy, a dónde pertenezco, qué derechos me da, quién representa mis intereses) se contestan más en el consumo de bienes y en medios de comunicación que en los espacios públicos. Desde esta perspectiva ser ciudadano no tendría que ver sólo con los derechos reconocidos por los aparatos estatales a quienes nacieron en un territorio, sino también por las prácticas sociales y culturales que dan sentido de pertenencia e identidad a quienes habitan ese territorio. La pregunta que se plantea entonces es si al consumir y vincularse con el mercado no se esta también constituyendo identidad y un nuevo modo de ser ciudadano.
El debate es fuerte y generalizado en un país que quizá por primera vez ve en el horizonte la posibilidad de que el mercado efectivamente tenga un peso decisivo. Otros autores rebatirán (y compartimos esta postura) que la debilidad de esta perspectiva no está tanto en la falta de sentidos de este ciudadano consumidor, sino en la posibilidad de realización de sus intereses en este ámbito social. En la esfera del mercado los ciudadanos no concurren en forma libre e igual. Por el contrario, el mercado es por definición un espacio social no igualitario ni libre. El principio de “una persona, un voto” es reemplazado por un peso un voto (ciudadano igual a cliente) y la libertad entendida como capacidad.
En este caso “la acción en común” (en los términos de Ana Arendt) así como la realización identitaria en la diferencia, resultan difícil de imaginar. Si la pertenencia a la comunidad aparece como elemento incuestionable de la constitución identitaria, el mercado está lejos de poder cumplir con dicho requisito. Las premisas del individualismo según las cuales el individuo elige libremente tienen límites; por el contrario, toda conducta y decisión humana está siempre referida y limitada a contextos sociales culturales e históricos. Nadie puede ser entendido al margen de las vinculaciones sociales que lo constituyen como sujeto.
Identidad e Identidades
La búsqueda de la propia identidad social y cultural pareciera ser una de las características de los tiempos que vivimos y en esto Chile no se escapa de la regla general. Los grupos humanos más diversos buscan de manera a veces neurótica, su propia imagen. ¿Qué somos? La búsqueda del nosotros pareciera marcar a las sociedades contemporáneas.
El tema ha recorrido un largo trecho en las ciencias sociales y en particular en la Antropología contemporánea. Las definiciones abundan. Solamente quisiéramos señalar de manera operativa algunas precisiones al término.
Existe por cierto una mirada fixista, esencialista, mítica, de las identidades sociales, del que no somos ni partícipes ni lo utilizamos. Para algunos movimientos étnicos, grupos minoritarios, sectas u otras agrupaciones, la identidad grupal se habría dado de manera milagrosa y extraña en un “principio de los tiempos” y desde ese instante no habría sido modificada. Lo más importante es que los “guardianes de la tradición” consideran que la identidad además, es inmodificable.
Esta mirada esencialista de las identidades ha conducido a muchos autores a renegar de este concepto y considerarlo poco útil para el análisis social.
El tradicionalismo es heredero del esencialismo. Los esencialismos recurren generalmente a una tradición supuestamente existente desde tiempos inmemoriales. Eric Hobsbawn en un trabajo reciente sobre las tradiciones muestra que la mayor parte de las veces aquellas costumbres que se creen como “tradicionales” no son tales y provienen de tiempos cercanos. Cada generación pareciera que considera tradicional las costumbres de la generación anterior, las que la mayor parte de las veces no fueron del uso tradicional sino creadas por ellas. La recreación de las llamadas tradiciones es un asunto de gran interés ya que el esencialismo suele concluir en una suerte de pastiche, y muchas veces en una reproducción kitch de costumbres sacadas de contexto y fijadas en el tiempo por razones ideológicas. Es en buena medida lo que ocurre hoy día en Chile con la llamada “cultura tradicional”.
El fundamentalismo es quizá el caso extremo (al igual que los fascismos) de esencialismo identitario. La identidad se fija (fixismo) en atributos de la raza, de la religión transformada en fetiche, de costumbres intocables . La idea de una “comunidad sagrada” (Mead) es el fantasma presente en todo los procesos de identidad extremos, cuestión que está en el centro de las preocupaciones contemporáneas. Las miradas de ciertos sectores del país sobre la memoria y el pasado no están exentas de este vicio. No es casualidad que nuestro país pudo tener al primer Presidente del Opus Dei en el mundo.
A diferencia de la perspectiva anterior, adoptamos una mirada positiva y dinámica de las identidades. Esta mirada considera que todas las culturas son esencialmente dinámicas, interdependientes y cambiantes. Las identidades son procesos cambiantes producto de la construcción permanente. Como señala Robert Castel, las identidades se van metamorfoseando, esto es, van cambiando permanentemente. Parte de lo antiguo es recuperado y al mismo tiempo transformado. Es por ello que nunca se puede afirmar de la existencia de una identidad social. Siempre la identidad es un proyecto.
La cuestión central en el debate acerca de las identidades es el principio de alteridad. La conciencia de un “otro” pareciera determinante para establecer y construir la conciencia de un “nosotros”. Chile se construyó, al decir de Góngora y otros historiadores frente al “otro indígena”, tanto (agregaríamos nosotros) el indio al interior de las fronteras, como el indio fuera de ellas, el latinoamericano. Se transformó en “mito patrio” el considerarse diferentes a los países ingobernables de América latina y auto declarse de “raza blanca” o mestiza y de carácter europeo (“Los ingleses de América”).
Las identidades locales, comunitarias, o de cualquier tipo (en particular las étnicas) se construyen en la medida que reconocen una alteridad: el centralismo santiaguino, los huincas para los mapuches, las empresas pesqueras para los pescadores artesanales.
El principio clásico de alteridad se basaba en el jus solis y el jus sanguinis. En el primero la identidad se da por el territorio y los otros son los que viven en espacios separados. En el segundo caso, étnico, la identidad se da por el poseer o no poseer los rasgos de la etnia. El primero es inclusivo el segundo excluyente. Chile ha sido tradicionalmente abierto al extranjero construyendo su identidad en base al principio territorial, lo que le ha permitido recibir migraciones y adaptar su población a los cambios por ella producido. La historia del siglo veinte, desde el italiano descendiente Alessandri hasta el suizo descendiente Frei es testimonio de lo que aquí afirmamos.
Las migraciones internas han jugado un papel muy importante en la conformación de identidades nacional estatales y en la disolución de identidades locales regionales o locales. Santiago se construyó con poblaciones migrantes o del campo a la ciudad o del extranjero. Arica, en el extremo norte, también sometido a la frontera indígena andina, se construye en una política explícita del Estado de chilenización.
El principio de alteridad puede sin duda transformarse en chauvinismo, racismo y provocar todas las formas conocidas de xenofobia. Sin embargo esto no significa que su necesidad sea evidente para constituir algún tipo de identidad colectiva.
Identidad y sentido.
Independientemente de los peligros que conllevan los procesos de autoidentidad extrema y los fundamentalismos identitarios del tribalismo moderno no cabe duda que las identidades grupales son la principal fuente de sentidos.
Por definición el mercado no es un redistribudor de sentidos, solo de bienes. Puede dar sentido el consumir, cuando no se tiene acceso a los mercados, pero al llegar un cierto punto se produce una evidente saturación. El exclusivo afán de lucro es parcial y ha requerido siempre algún nivel superestructural. Las grandes empresas comerciales (p.ej. la británica) estuvieron acompañadas de un alto nivel de “misión”, esto es, de identidad. Hastings señala que esa “misión” se ubica en el origen del Estado Inglés y al mismo tiempo en el origen del Estado moderno. La globalización actual, al no poseer un principio de racionalidad mas que instrumental, ha conducido a un creciente “sin sentido”. La globalización de las comunicaciones, de los bienes y servicios, de gustos y sistemas de recreación y tiempo libre, es un dato, no es un ámbito que otorgue significado a la vida privada de las personas. Las personas viven en la globalización (hablan por teléfono) pero no dan sentido a sus comunicaciones por la existencia de esos instrumentos.
Las identidades locales, en cambio, son las otorgadoras, crecientemente, de sentido para los individuos. Permiten establecer con relativa claridad un conjunto de preguntas sobre las que es difícil desentenderse para sobrevivir: cual es el origen, quien forma la comunidad, cuales son los principios morales que la constituyen y cuales son los ideales que defiende.
Ese enmarcamiento en los sentidos que originalmente fue otorgado por la comunidad aislada, por el feudo, por el pueblo o ciudad, poco a poco trató de apropiárselo el Estado con su discurso nacional. En un largo período histórico los discursos nacionalistas lograron dar la base afectiva a los grupos e individuos en muchas sociedades del mundo y en Chile en particular. La crisis (erosión) de estas lealtades producto de la misma globalización conduce en la actualidad a la revalorización de los espacios locales y las adscripciones particulares (religiosas, de género, ecologistas, etc.) como fuente de sentido de la vida personal.
Identidades múltiples y superpuestas.
La existencia de identidades múltiples es una de las características del fenómeno identitario moderno (o postmoderno según algunos autores) Los diversos círculos de las identidades hacen de este fenómeno un desafío apasionante de combinación de las particularidades del grupo humano con su universalidad. La globalización creciente a la que está sometido este pequeño país del sur de América conlleva la necesidad de comprender un sistema de identidades superpuestas, en que los individuos transitan sin mayores traumas.
Pareciera, hipotéticamente por cierto, que en Chile la sociedad se encuentra en un tiempo transicional, en que de la unívoca imagen de identidad nacional, se pasa a formas cada vez más complejas, de las que el Estado deberá tomar conciencia y posteriormente asumirlas como parte de su estructura. No pareciera que van a existir sistemas de integración socio cultural, bajo los antiguos esquemas homogeneizantes construidos durante el período proteccionista, del nacional populismo.
Para comprender este proceso empleamos el concepto de “erosión”. La palabra “erosión” es definida por el Diccionario de la Real Academia de diversas maneras y acepciones siendo dos las que nos interesan: “desgaste o destrucción producidos en la superficie de un cuerpo por la fricción continua o violenta de otro o desgaste del prestigio o influencia que puede sufrir una persona, una institución, etc…” En la definición rescatamos que la erosión en el ámbito de los “cuerpos culturales” implicaría a) una crítica continua que va desgastando o destruyendo el cuerpo cultural, b) el desgaste se produce por la aparición de otro u otros cuerpos c) el desgaste comienza por la superficie pero puede llegar a destruir el conjunto del cuerpo. De la segunda acepción que nos da el diccionario recogemos la pérdida de prestigio que produce la erosión desde un punto de vista social y la pérdida de influencia del mismo.
El concepto de “erosión” pareciera ser de gran utilidad para comprender el fenómeno que estamos estudiando, ya que da cuenta de un proceso en la estructura de la cultura. No es por tanto un fenómeno evidente y debe ser observado con detención y cuidado. Así como el metal erosionado puede terminar por romperse, así también las identidades se desmoronan sin que se hayan producido hechos evidentes y visibles.
En la sociedad chilena se habría fragmentado la identidad estatal nacional popular construida durante el siglo veinte. Hay fragmentos que han sufrido con mayor evidencia la erosión. Y otros se mantienen con mayor vigor.
Los fragmentos mas erosionados dicen relación con los símbolos de la nacionalidad y con la Historia Oficial que une o uniría a los chilenos. La imposibilidad de acuerdo frente a los hechos históricos próximo pasados es un hecho evidente de lo que aquí señalamos. No hay una misma interpretación de los hechos históricos y más bien la Historia divide. La identificación frente a símbolos es débil.
Se ha producido un quiebre o desconfianza respecto a lo que supuestamente se consideraba como tradicional en Chile. Larraín señala que es consecuencia de la globalización y se pregunta si acaso es negativo, tomando en cuenta que la llamada tradición de carácter rural, agrario, hacendal, estaba contaminada de autoritarismo, machismo, racismo y numerosos otros atributos hoy día poco aceptables por el conjunto de la población.
Hay fragmentos de la identidad nacional menos erosionados, como son aquellos que se relacionan con la “manera como nos ven” desde el extranjero, y diversos aspectos que hacen aparecer al colectivo nacional como un cuerpo denso frente a otros diferentes, en particular frente a las crisis que afectan a muchos países latinoamericanos.
Los fragmentos identitarios más fuertes sin embargo, son todos aquellos que se relacionan con el mundo privado, social. Como se ha dicho, se ha producido una “privatización de las identidades”, en que cada grupo se manifiesta en el imaginario de su comunidad. Los paisajes, la s maneras de convivir, la lengua y diversos aspectos cotidianos de la cultura aparecen como la fuente de mayor sentido, emoción y capacidad de aglutinamiento colectivo.
La propuesta no es más que el análisis de las identidades en esta perspectiva fragmentaria, en la que se superponen y reconstruyen identidades producidas por piezas de diversa procedencia, origen y calidad.
Santiago, Septiembre de 2002
[1] Este trabajo es un resumen y afinamiento del marco teórico del Proyecto Fondecyt 102 02 66 realizado en conjunto con Francisca Márquez del Centro de Estudios Sociales Sur, Manuel Antonio Baeza de la Universidad de Concepción, Emilio Fernández Canque de la Universidad de Tarapacá.
[2] La Comisión para el Bicentenario de la República ha sido creada por el Presidente de Chile, Sr Ricardo Lagos con el objeto de promover un debate nacional en la perspectiva de los 200 años de la Independencia de Chile. El autor es miembro de esa comisión.
[3] Investigación en curso que dirige el autor.
[4] 4 El debate sobre estas materias es reciente en Chile pero intenso. Tres revistas académicas han dedicado sus números completos a esta discusión.
La Revista Chilena de Humanidades dependiente de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile dedica su número 20 del año 2.000 al tema de la identidad. El sociólogo Jorge Larraín ( “Globalización e identidad nacional”, pp 21 a 35) se pregunta si están las identidades nacionales destinadas a desaparecer. Critica una mirada fixista de la cultura en que “lo propio” sea necesario de mantener. Claudio Veliz en un artículo sugerente producto de una clase magistral (“Nacionalismos, globalizaciones y la sociedad chilena” pags 35 a 53) señala el derrotero de los nuevos nacionalismos: “se puede argüir que la demanda por definiciones nacionalistas introspectivas, positivas y conducentes a una mayor y mejor cohesión social solo puede descansar sobre una percepción generalizada de que las circunstancias del momento lo exigen. Tal percepción está necesariamente ausente de las sociedades tradicionales pero emerge gradualmente como consecuencia directa del avance de la modernización y sus procesos disolutivos de la sociedad preindustrial” (pag. 47). esta propuesta de una reconstrucción de los principios identitarios (con una cierta dosis de proteccionismo) en la globalización es quizá un aspecto nuevo en el debate sobre identidad. El autor afirma la necesidad de una fuerte identidad para proyectarse exitosamente en el mundo del siglo XXI, y al mismo tiempo señala que para ello no sirve las identidades llamadas “tradicionales”.
La Revista Persona y Sociedad, editada por Instituto Latinoamericano de Doctrina y Estudios Sociales, publicó el Número 1 de Abril de 1996 dedicado al tema “Identidad, modernidad y postmodernidad en América Latina”. Pedro Guell analiza el concepto de identidad a través de la historia (“Historia cultural del programa de identidad” pp 9 a 28), comprende los procesos de identidad ligados a los de sentido y analiza la forma en que los sentidos se han secularizado. Otro exponente siguiendo a Habermas se pregunta si es posible establecer identidades racionales en el mundo moderno. La pregunta es sin duda de gran importancia dado que la mayor parte de las identidades como lo ha mostrado Guell, son de corte irracional, místico o simplemente afectivo. ( Ernst Tugendhat: “Identidad personal, nacional y universal” pp 29 -43). El conjunto del volumen, en que hay un artículo del autor de este artículo, tratan sobre el tema.
La Revista de la Academia de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano de la primavera de 1995, bajo el título “Problemas y opciones de la modernización en Chile”, trata también el tema de las identidades. Christian Parker escribe acerca de “Identidad, modernización y desarrollo local” (pp43 a 57) y postula acertadamente que las identidades locales van a tener el mismo grado de importancia que en el pasado tuvo la identidad nacional. Percibe que habrá un grado de contradicción entre los procesos de modernización / globalización y las identidades locales que muchas veces se transformarán en defensistas frente al carácter invasivo que asume el proceso modernizador. En el mismo número de la Revista Academia discutimos las tesis de Eduardo Valenzuela y Carlos Cousiño (Politización y monetarización en América Latina. Instituto de Sociología de la Universidad Católica de Chile. Santiago.1994; J. Bengoa
Modernización, comunidad y política” Revista Academia op. cit). Estos autores se ubican en la línea teórica y metodológica inaugurada en los setenta por el profesor Pedro Morandé (Cultura y Modernización en América Latina. Ediciones de la Universidad Católica de Chile. 1984). La tesis central de Morandé y quienes lo han seguido, señala que se habría establecido en el período barroco colonial el fecundo encuentro entre la religión católica y el mestizaje, construyéndose de una vez para siempre la identidad latinoamericana. Los autores comentados dan particular importancia al período hacendal en Chile, en el que se habría constituído la base esencial de la identidad nacional.
El debate se ha enriquecido con el libro de Jorge Larraín Razón, identidad y modernidad en América Latina. Editorial Andrés Bello. 1996, en que realiza un importante análisis histórico de los procesos de modernización, estableciendo los ejes culturales sobre los que se habría levantado la cultura (culturas) latinoamericana. Tomás Moulián abrió un impotante debate sobre los efectos de la modernización en su exitoso libro: Chile actual. Anatomía de un mito. Lom. 1998. Algo semejante se puede decir de El Chile perplejo de Alfredo Jocelyn Holtz (Planeta 1998), de Manuel Antonio Garretón (La sociedad en que vivi(re)mos. Introducción sociológica al cambio de siglo.. Lom. 2000.) especialmente el Capítulo Quinto. En M.Garcés et. al. Editores. Memorias para un nuevo siglo. Chile, miradas a la segunda mitad del siglo XX. Lom. 2000. un grupo importante de autores discute desde los más amplios puntos de vista el tema de la memoria en Chile. Es un texto lleno de informaciones, opiniones e ideas no resueltas acerca del “cruce de caminos” en que se encontraría la sociedad chilena actual. Catalina Arteaga analiza en profundidad el tema de la identidad “en el contexto del cambio y propone la identidad social, identidad laboral y proyectos de vida, como tres niveles teóricos para el análisis de esta cuestión. ( (Modernización agraria y construcción de identidades. Flacso/Cedem. México 2.000). El estudio se introduce en las identidades de las mujeres temporeras en Chile. Con ocasión del Segundo Centenario de la República han resurgido los temas identitarios. En volumen un conjunto de autores ensaya diferentes, variadas y a veces contradictorias posiciones respecto a lo que sería o debiese ser el país. El título pone el tema en una frase sonora ¿Hay Patria que defender? La identidad nacional frente a la globalización (Ediciones del Segundo centenario. Centro de Estudios del Desarrollo. Santiago.2000). El debate sobre estas materias está abierto y no es menor. Un país que se abre brutalmente a las exportaciones, a las comunicaciones, a los Tratados de Libre Comercio, no puede menos que reflexionar sobre su historia, sobre su identidad y sobre los fragmentos de su cultura, que creía consolidada.
[5] Este período lo hemos detallado en nuestro libro Historia del pueblo Mapuche. Editorial Lom. Sexta Edición. Santiago 2001.

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