Nietzsche, un siglo después: Filosofía y Política para el nuevo milenio

Por: Hernán Montecinos
Fuente: Ensayo publicado por Editorial “Universidad de Santiago”, (283 páginas, año 1998)

INTRODUCCIÓN

[En Nietzsche] «ser y conocer eran lo mismo. Por eso, estudiar la filología clásica era, para Nietzsche, volver a ser un griego de la Antigüedad. Sin duda, esta disposición de su espíritu debería intensificar la contradicción de instintos que lo hacían sufrir, y que lo llevaba a oponer el mundo antiguo al mundo moderno. Pero, al mismo tiempo, ésta le aportaba un remedio al mal, puesto que le permitía trabajar en la edificación del porvenir apoyándose en un pasado superior a los tiempos presentes. Es lo que hizo de él, al mismo tiempo que un hombre de la segunda mitad del siglo XIX, el último sobreviviente de las culturas antiguas y el primer representante de una cultura nueva». (“Friedrich Nietzsche”, 1893, Lou Andréas-Salomé)

El mérito principal del presente libro radica, a mi juicio, en que la intención divulgadora del autor respecto del pensamiento de Friedrich Nietzsche no deja de lado la exploración severa ni el análisis metódico de los temas que preocuparon al filósofo de Sils-Maria. Hasta ahora, ha habido interpretaciones, estudios para especialistas o tesis a partir de la filosofía de Nietzsche, generalmente escritos en un lenguaje erudito o académico, que deja en ascuas al público común y corriente que desea saber algo de este controvertido y, las más de las veces, mal interpretado filósofo. Aunque es indudable que interpretaciones como la de Jaspers o la de Deleuze o, en nuestro país, los estudios y digresiones de José Jara o Martín Hopenhayn, abren infinitas perspectivas, tratando de mantener la letra y la carne de lo que Nietzsche en verdad dijo, rescatándolo de la enorme falsificación y manipulación de la que fue víctima por su hermana y los cómplices antisemitas que la ayudaron en su tarea, y que, finalmente, desembocaron en la desvergonzada utilización que hiciera el nazismo. Así también, el hermoso Friedrich Nietzsche de Lou Salomé es, tal vez, el primer estudio que combina el análisis teórico y la biografía, donde no sólo nos enteramos de su personalidad (un verdadero estudio psicológico por parte de quien fue su amiga privilegiada, y que, además, sería alguna vez una aventajada discípula de Freud) sino que también de sus metamorfosis, cuestión esencial en el corpus de la filosofía nietzscheana, —o dicho a la manera de Nietzsche: «Soy siempre otro y sin embargo siempre el mismo». Lou Salomé es la primera en comprender, como ella misma lo dice, que: «en ningún otro escritor vemos la obra adherir tan estrechamente a la biografía interior», —es decir, el pensamiento como experiencia de vida. El filósofo nos hace partícipes de sus hallazgos, en tanto fragmentos de una trayectoria vital, al contrario de la filosofía clásica que nos propone (e impone) un sistema y un itinerario, —un ideal.
Es decir, el Nietzsche que hace la experiencia de los límites y de un continuo superarse a sí mismo, —el filósofo trágico, dionisíaco, por excelencia—, que es el Nietzsche que, en definitiva, sigue vigente por inactual, y que, por eso, también inspira a los estudiantes revolucionarios (¿o deberíamos decir, mejor, rebeldes?) de mayo 1968, a todos los «espíritus libres» y al mismísimo Che Guevara (lector de Nietzsche y que, de alguna manera, es un personaje salido directamente del Zaratustra), es el Nietzsche que rescata Hernán Montecinos. En ese sentido, no se puede dejar de experimentar los sentimientos encontrados del autor, —-quien proviene de la visión marxiana del mundo—: esa especie de perturbación que causa el descubrimiento de un nutritivo alimento largamente ansiado y por fin al alcance de la mano, pero que, al mismo tiempo, es un continuo cuestionamiento de todas las certezas con las que habíamos logrado sobrevivir hasta aquí y que al movernos el piso y desplazarnos del centro nos deja como a recién nacidos, —y que, después de todo, es la mejor manera de asimilarlo, porque como lo dice maese Nietzsche: «Para que el creador sea el niño que nace tiene que ser también la parturienta: los dolores de la parturienta».
Por eso, también, es interesante otra tarea que el autor se propone en las páginas que siguen: la intención de conciliar a Nietzsche con Marx. Esta es, en verdad, una tarea si no imposible en algunos puntos, al menos más que difícil en su totalidad, por cuanto Nietzsche no era un dialéctico, sino todo lo contrario. Es, pues, tratar de mezclar el aceite con el vinagre, por decirlo a manera de los viejos proverbios populares. Pero la tarea, por difícil y por ser terreno de entuertos, es, de alguna manera, un llamado a la tenacidad y también al desplazamiento, lo cual merece toda nuestra consideración.
Marx,— y en ese sentido, era un hegeliano de pies a cabeza—, tenía una concepción lineal de la historia como resultado y, por lo tanto, culpabilizadora y autorreferencial. Nietzsche, cuyo anti-historicismo conjugado a su concepción del eterno retorno lo hacía necesariamente un paladín de la desculpabilización y de la inocencia del devenir, busca, según postula Lou Salomé: «una «felicidad contraria» a los métodos coagulados del racionalismo. Funda desde ya el conocimiento sobre el abandono entusiasta a la vida de los sentimientos, y somete la verdad a la soberanía creadora de la voluntad. Marx es todavía «humano, demasiado humano», y cae en los vicios que Nietzsche no cesará de denunciar en todos sus escritos: «Si un hombre llega a conocer la vida en su conjunto, debería desesperar del valor de la vida; si consiguiese comprender y sentir en él la conciencia total de la humanidad, se derrumbaría maldiciendo la existencia, —pues la humanidad en su conjunto no persigue la realización de ningún fin y, por consiguiente, el hombre, al examinar su marcha total, no puede encontrar en ella ni apoyo, ni consuelo, sino su desesperación», porque: «Nuestra tarea es organizar la vida de la manera más segura, la más demostrable, y no, como se lo ha hecho hasta ahora, según perspectivas lejanas, inciertas y como un horizonte plagado de nubes». En ese sentido, comprendemos aún más aquello que dice en su Zaratustra: «Queréis crear un mundo ante el cual podáis arrodillaros: ésta es vuestra última esperanza y vuestra embriaguez», e, incluso, mucho más, cuando dice en ese mismo texto: «Y otros se jactan de tener en el puño la justicia y cometen por ella crímenes contra todas las cosas: tanto, que el mundo se anega de su injusticia». Así, donde el mesianismo de Marx confunde los planos y nos carga de cadenas, el desafío de Nietzsche aclara las tareas y nos libera como el arco a la flecha; allí donde el rigor y la unicidad de Marx nos trae por tierra dejándonos sin respiración, la intuición y la fragmentaridad, —la disimetría—de Nietzsche nos alivianan los pies moviéndonos en una danza perpetua; allí donde Marx establece la lucha de clases como motor de la Historia (así, con mayúscula), Nietzsche se sumerge en la genealogía de la moral interrogando las fuentes de la fuerza y las manifestaciones de la voluntad; allí donde Marx se inserta en la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo, Nietzsche denuncia la moral de esclavos que los amos utilizan para envenenar la vida y someternos a la mediocridad y el conformismo, —a la convicción de que «hay algo que curar». Aunque, claro, ambos las emprendieron contra la metafísica y la filosofía tradicional: Marx, «invirtiendo» la pirámide hegeliana, Nietzsche, haciéndola estallar y asumiendo la fragmentaridad de la existencia. Sin embargo, el primero no puede dejar de reconstruir y reproducir dicha pirámide en su concepción dialéctica e historicista —economicista—— del porvenir. Pero, de todos modos, hacer coincidir la utopía marxiana con la liberación que trae implícita el perspectivismo nietzscheano, no deja de ser una tentación más que comprensible. En el fondo, y aunque cargado de un moralismo casi ingenuo, ¿qué otra cosa es el intento de construcción del «hombre nuevo» por parte de Ernesto «Che» Guevara en la Cuba de los primeros años de la revolución? La comparación no deja de ser exaltante.
Paralelamente, aunque no por razones similares, —esto es, el rechazo a la culpabilización que lleva implícito el resultado marxiano y al autoritarismo de sus métodos—, la admiración que amplios círculos anarquistas tenían y tienen por Nietzsche –que no «soportaba», por lo demás, ni a socialistas ni anarquistas, tal vez porque veía en ellos demasiados resabios de la moral del esclavo, —podría explicarse, precisamente, por esa concepción del «superhombre» que se juega en el continuum heracliteano que supone ese estarse superando permanentemente a sí mismo. Por eso, la amplia posibilidad de organización horizontal de la sociedad que conlleva esa concepción transforma estos malentendidos en una fuerza afirmativa arrolladora. Razones, en suma, más que suficientes.
Para terminar, debo destacar otro plus de este libro: su claridad. Maese Wittgenstein ya lo decía: «Aquello que no puede ser dicho claramente es mejor callarlo». Aunque la claridad es entendida aquí como aquello que resuena y que restalla, no como un monumento al lugar común y al empobrecimiento del lenguaje. Sabido es que la claridad es como la luz del sol, más nos enfrentamos a ella y más posibilidades tenemos de enceguecernos. Por eso cabe aquí agradecer al autor el hacernos partícipes de su entusiasmo en un estilo directo, sencillo y, al mismo tiempo, lleno de implicaciones y de perspectivas para cualquiera que se interese en la historia y la práctica del pensamiento nietzscheano.

Cristián Vila Riquelme
Caleta Horcón, septiembre 2001.

PRÓLOGO

Werner Ross, en los primeros párrafos de su biografía sobre Nietzsche (“El águila angustiada”), recrimina a Martín Heidegger porque éste en su obra (Nietzsche), no se refiere al solitario caminante de “Sus María” en su condición de persona, sino en su actividad filosófica; más aún, en los párrafos que siguen, dejará oir sus quejas en los términos siguientes:
“Nietzsche ha tenido la desgracia de pasar a la posteridad como filósofo cuando él habría deseado hacerlo como apóstol u oficial de artillería, poeta lírico o compositor, revolucionario o reformador; en último caso, como bufón o Dios. Una desgracia de hecho, pues así sigue viviendo justamente como lo que no quería ser, lo que su doctrina quiso eliminar de una vez por todas: espíritu puro en vez de figura completa».

En mi opinión, juicios injustos de Ross para una época en que el pensamiento de Nietzsche se reaviva, justamente, por su aporte innegable a la esfera de la filosofía propiamente dicha y, más precisamente, cuando ésta se mantuvo ignorada, a lo menos, hasta mediados del siglo pasado. Al parecer, juicios del autor como modo de justificarse por haber elegido el género biográfico en el desarrollo de su sujeto temático; un problema por resolver para quien se enfrenta a la investigación de una personalidad multifacética y relevante como, sin duda, lo es la de Federico Nietzsche. Puesto ante esta disyuntiva surge de inmediato la pregunta siguiente: ¿desde qué lado será más propio abordar el pensamiento y obra de este filósofo?; por mi parte, al contrario de Ross, voy a privilegiar, fundamentalmente, dos líneas de trabajo: el filosófico y el político.
El filosófico pues, como bien lo señala Eugenio Fink (La filosofía de Nietzsche), «tal vez, ningún filósofo haya encubierto su filosofar bajo tanta sofistería….» Y, más aún, cuando su filosofía se encuentra «oculta en sus escritos, encubierta por el esplendor de su lenguaje, la potencia seductora de su estilo, la inconexión de sus aforismos, y escondida tras su personalidad fascinante». Y no deja de tener razón este autor, si consideramos que Nietzsche, desde su primer libro (NT, 1872), no fue interpretado desde un punto de vista filosófico sino, desde el punto de vista biográfico, psicológico y literario; o bien, como crítico de la cultura. Sólo muy tardíamente su pensamiento logrará ser acogido en el seno de la filosofía propiamente dicha, fundamentalmente, a partir de la lectura que de su obra hicieron Karl Jaspers (1935) y Martín Heidegger (1936-46); sobre todo, de este último quien con su obra, en dos volúmenes, publicada el año 1961 (Nietzsche), logra despertar interés en la comunidad filosófico-intelectual para empezar a centrar su atención en el filósofo Nietzsche; línea reafirmada por pensadores de la talla de Deleuze, Fink, Vattimo, Cacciari, Klossowski, Derrida, Foucault, Savater, etc.
También el político, fundamentalmente, por tratarse de una esfera en que ha sido objeto de graves imposturas al punto de que, aún hoy, no pocos de los que han sido sus lectores muestran la tendencia a creer que en sus ideas y escritos se encuentran los fundamentos de la doctrina del nacionalsocialismo alemán; resabios de una creencia que convoca a la necesidad de desmitificarla. Pero, sobre todo, reivindicación de lo político porque, a contrapelo de los que han querido ver un Nietzsche impolítico, encontramos en el trasfondo de su obra un pensamiento político, entendido éste no necesariamente como un corpus de ideas que tiene que cristalizar en doctrinas e ideologías, sino en aquello que el filósofo prefirió llamar la “Gran Política “.
Un pensador singular, uno de los pocos casos en que mucho después de su muerte (25.08.1900), recién empieza a ser reconocido en el mundo intelectual, tomándose conciencia que sus ideas nos muestran algo distinto, algo especial, algo que no han podido mostrar otros filósofos. En efecto, siendo cada filósofo distinto a otro, en la medida que sus ideas son anteposiciones a ideas que les antecedieron, en este punto hay que insistir: Nietzsche se muestra más distinto que ningún otro; tal es así que él mismo, a modo de presentación, nos advierte en Ecce Horno: «… ¡ Sobre todo, no me confundáis con otros!» Advertencia que hay que tomar en serio, porque no sólo es crítico de tal o cual filosofía, o tal o cual filósofo, sino de toda la filosofía y de todos los filósofos; incluso más, crítico de todos los valores que han dado sustento a la cultura occidental.
En tal línea, como crítico y maestro de la sospecha, someterá a su aguda reflexión personal cada uno de los errores, aberraciones e inconsistencias de los valores tenidos por ciertos, levantando una denuncia formal contra los ignominiosos errores del intelecto. Así, comprometido tempranamente contra el filisteísmo cultural de su época, criticará la moral hipócrita imperante y las extralimitaciones de la razón en su pretensión de querer instituir la verdad como dogma. En este mismo sentido, no escatimará esfuerzo para poner al descubierto el verdadero carácter de muchas de las acciones que se creían servir al progreso de la sociedad, muchas de las cuales hoy nosotros quisiéramos hacer desaparecer de nuestra vista.
Para dar fuerza a sus ideas reivindicará, a través de toda su obra, a la intuición, aquella facultad arcaica que le sirvió como instrumento al hombre primitivo para aprehender una realidad que no puede ser percibida por el intelecto puro. Comprometido en esta reivindicación, no podrá él mismo dejar de ser atraído bajo el designio de esta impronta, por lo que no siendo exactamente un profeta o un adivino, sin embargo, poseyendo de suyo natural una naturaleza intuitiva, supo presentir y sentenciar convulsiones que la humanidad empezaría a vivir en el siglo que le siguió a su muerte:
«Conozco mi destino. Alguna vez irá unido a mi nombre el recuerdo de algo gigantesco, de una crisis como jamás la había habido en la tierra, de la más profunda colisión de conciencia, de una decisión tomada, mediante un conjuro, contra todo lo que hasta ese momento se había creído, exigido, santificado…» (EH).

Sin duda, uno de los mayores aportes que hoy le podemos reconocer es que, en una época en que las ideas se trivializan, las suyas acuden en nuestra ayuda para darnos luz en medio de una oscuridad abismante. Lo dicho, porque estando la filosofía asociada con el atributo exclusivamente humano de pensar, no hay nadie mejor que él para estimularnos a hacer ejercicio de este humano atributo; mérito notable, del momento que se atreve a formular preguntas allí donde nadie las había hecho y advierte los problemas donde no se cree que los haya habido. Una forma de pensar que ofrece la posibilidad de distintos modos de acercamientos, poniéndonos ante la alternativa de sucesivos replanteamientos en la visión de cada uno de los problemas; un pensar que no pretende decir la última palabra, sino un comienzo, una nueva visión, una perspectiva que se recrea en un ciclo que nunca se agota.
Es en este contexto que, más allá de la duda metódica de Descartes, Nietzsche somete las verdades a una implacable duda en que ninguna esfera se salva: la metafísica, la moral, el cristianismo, el arte, la ciencia, la historia y la misma filosofía pasarán por su criba. En su desconfianza hacia los valores establecidos, no se inhibirá para poner en duda la pretendida universalidad de nuestros conocimientos fundados en valores tradicionales y dogmáticos, recordándonos, a la vez, que la fe en nosotros mismos es una ilusoria creencia, una ficción “humana; demasiado humana”. Para él, no podría ser de otro modo, pues siendo la existencia un devenir, siempre se nos presentará ambigua y por tal, hemos de guardarnos de arrebatarle tal carácter, reduciéndola a una interpretación definitiva y única.
También, denunciará el intento de menospreciar aquella parte del mundo que nos muestra su lado más caótico, absurdo y amoral, reivindicando, como contrapartida, lo trágico, aquella esencial categoría de la existencia humana que la modernidad ha tratado de soslayar haciéndola objeto de no pocos prejuicios y recelos. No obstante, poner en primer plano lo trágico, lo absurdo, caótico y amoral no lo convierte en un pesimista al estilo de Schopenhaüer, muy por el contrario, porque de su inicial pesimismo es de dónde saca fuerzas para acoger la vida tal como deviene y en todo lo que ella es.
Tomando en cuenta estos y otros aspectos, podemos concluir que Nietzsche, más que ningún otro, ha logrado romper aquellos dogmas y visiones que habían logrado mantenerse inamovibles por siglos. En buena medida podríamos decir que, a partir de él, hemos aprendido a desconfiar y mostrarnos recelosos respectode aquellas ideas que han pretendido imponérsenos como verdaderas y revestidas de trascendencia y universalidad.
Ahora bien, desde el punto de vista estrictamente filosófico, acometo mi ensayo teniendo presente que dejarse atrapar por Nietzsche, aceptar sus contradicciones, sentencias y admoniciones es dejarse seducir por un discurso que se compromete en una crítica radical a la metafísica. Crítica que, en su materialización, deja de razonar desde un punto de vista puramente intelectivo para pasar a reivindicar las formas más pretéritas del pensar, aquellas que fueron dejadas de lado tras un largo y milenario proceso de alienación (pasión, voluntad, instintos, deseos, etc.). Un compromiso de volver a lo concreto, a la tierra, al cuerpo y a las fuerzas de la naturaleza; rechazando las esencias abstractas y universales que hipostasian la realidad. En último término, volver a ser «un ser viviente antes que un mero aparato de abstracción».
De otra parte, sin excluirlos, este ensayo no es sólo para especialistas, ya que éstos han tenido la posibilidad de conocer las estructuras de su pensamiento asumiendo así las distintas perspectivas que se pueden concluir desde su centro anti metafísico. Han sabido, desde el devenir de Heráclito en el pasado, descubrir las raíces que han dado origen a sus ideas, encontrándose familiarizados con las variables evolutivas que las mismas puedan tener y deducir así las interpretaciones más diversas. Por lo mismo, este trabajo pretende ser un aporte para aquellos que ven en el lenguaje de los textos filosóficos una abigarrada gama de categorías conceptuales de difícil lectura y comprensión, para aquellos que carecen de tiempo para leer su voluminosa obra, pero que, sin embargo, muestran interés por conocer los aspectos más generales de sus ideas y saber así qué pensar de ellas en el momento actual. En fin, una invitación para llegar al punto más culminante de su pensamiento cuando, después de más de veinte siglos, logra crear un nuevo horizonte ontológico en la filosofía, liberándonos de quedar entrampados en un pensamiento puramente metafísico y, por tal, eximiéndonos de tener que buscar refugio en lo puramente trascendente, en lo único y lo universal.
Entonces, más allá de una moda, o del puro interés epistemológico a que pueda convocar su pensamiento y obra, lo más importante hoy, es que la filosofía e, incluso, la cultura más contemporánea, no podrían ser comprendidas sin antes pasar por el tamiz del pensamiento de este singular filósofo. En efecto, ya el año 1968, Jean-Luc Nancy, se preguntaba ¿por qué Nietzsche? Esta pregunta encerraba, en su tiempo, un complejo de cuestiones que necesitaban un largo camino por recorrer. Hoy, en cambio, superadas muchas de las cuestiones que aparecían oscuras en su obra, la pregunta sigue siendo válida por el inusitado interés que han seguido demostrando los investigadores más contemporáneos. En este mismo sentido, el año 1969, Ramón Pérez Mantilla agregaba:
“Uno de los fenómenos más sugestivos de la historia del pensamiento actual es sin lugar a dudas el retorno, mejor, el renacimiento de Nietzsche. Es algo que puede observarse a un simple nivel gráfico con sólo tener en cuenta el número y la calidad de las publicaciones que en todos los países, especialmente en Alemania y Francia, le han sido dedicadas últimamente”.

Y no podría ser de otro modo, en cuanto su pensamiento y obra entregan un mensaje vivo y conmovedor, especialmente, para las jóvenes generaciones, los que al momento de leer sus textos no podrían dejar de experimentar una visión estética gratificante, al ver en él al filósofo que se la juega a favor de la emancipación de aquellas verdades establecidas según la deseabilidad del espíritu de rebaño y que, en buena medida, siguen siendo hoy insoportables verdades que se mantienen en el horizonte cultural más contemporáneo.
Por último, por un mínimo de honestidad, no he podido dejar de traslucir en este trabajo mi punto de vista propio. Ello, convencido de que en la filosofía, al igual que en las demás esferas del pensamiento hay que tomar determinadas posiciones. La neutra1idad o asepsia en la filosofía, aunque se crea sinceramente ella, en mi opinión, resulta ser un engaño dada la imposibilidad de arrojar por la borda el peso ideológico con que carga toda filosofía. Hoy, nada podría resultar más estéril que hacer una especie de mezcla o cóctel filosófico para intentar escapar a una toma de posición en tal o cual sentido; tal ha sido el intento frustrado del eclecticismo que ha venido a representar las épocas más infértiles de la filosofía.
Y siendo el aspecto filosófico y el político los que acaparan mayormente mi atención, en líneas más secundarias abordaré también otras referencias, en la medida que ellas me sirvan de ayuda para entrar a desmitificar un sinnúmero de creencias y supuestos que se le han atribuido al pensamiento y obra de Nietzsche y en la medida, también, de que sirvan de complemento para reafirmar o complementar mis juicios sobre las líneas centrales antedichas.

UN FILÓSOFO FUERA DE ÉPOCA

«Jamás plenitud tan grandiosa del espíritu,
ni orgía tan extrema del sentimiento,
fueron colocadas ante un vacío del mundo tan enorme,
ante un silencio tan metálicamente penetrante»

«La lucha con el demonio».
Stefan Zweig

INACTUAL

En su momento, el pensamiento de Nietzsche fue considerado inactual, en la medida que su desconexión con las ideas imperantes tuvo lugar cuando la filosofía se pensaba en el horizonte del racionalismo moderno. Época en que se exaltaba la Razón, aquella que se mira a sí misma una y otra vez, la que deposita su fe y confianza en el futuro.
Sin embargo, oponiéndose al desbordante optimismo racionalista de su época, Nietzsche sostiene que en la humanidad no todo es razón sino también y, sobretodo, caos, azar, irracionalidad y tragedia; estados que se encuentran más asociados con la inseguridad que nos depara el incierto devenir, antes que la seguridad a que nos conduce el estable ser. Nicolás Abbagdagno, tomando como base los elementos centrales del pensamiento de Nietzsche define su filosofía como cosmológica, al disminuir ésta la originalidad de la existencia humana y la responsabilidad de la libre reafirmación del hombre aquí en la tierra. Y este juicio no deja de tener razón, del momento que anuncia sus verdades a través de seres un tanto extraños, voces nuevas jamás antes escuchadas; ahí están los testimonios de Zaratustra, Dioniso, el Superhombre, etc., transmitiendo sus nuevas verdades al estilo de los antiguos profetas.
Ahora bien, no siendo el ambiente cultural imperante el más apropiado para acoger sus nuevas ideas, sus pares de la época, desde un principio, le empezarán a mostrar una cerrada oposición haciéndole objeto de su rechazo y desprecio. Sin embargo, a pesar de los reiterados rechazos, Nietzsche sabrá mantenerse irreductible en lo suyo, acentuando su disidencia, arremetiendo contra la opinión dominante de su época al golpe de su implacable martillo. ¡Y vaya que tiene que golpear fuerte!, si consideramos que la filosofía hasta entonces concebía la idea dentro de un refinado ajuste metafísico afianzada tras herméticos elementos de consolidación. Nietzsche, en cambio, empieza a reclamar la plenitud de su movimiento, abordándola a través de una nueva concepción ya no normalizada, sino una idea que flota liberada de toda interpretación unívoca; toda una osadía en momentos que la filosofía se encontraba empeñada en la búsqueda de una Verdad, de un Conocimiento, de una Ley, o de un Dios con arrestos de infalibilidad; un libreto del cual parecía impensable que alguien se pudiera salir.
De este modo, convertido en el aguafiestas de su época, Nietzsche, desde sus más tempranos escritos, tuvo que acostumbrarse a recibir los calificativos más duros en su contra. Calificativos injustos pese a reconocer las no pocas descomedidas reacciones del filósofo; injustos, en la medida que su único error fue el haber vivido en una época que se le mostró demasiado mezquina y estrecha para hacer comprensión de su genio, lo que llevó, en su momento, a uno de sus mejores amigos a decir: «No puedo recordar nada, él era sólo luz, la sombra éramos nosotros, sus amigos, que no le entendíamos» (Gersdorff. Cit. por W. Ross. “El Aguila Angustiada”).
En un ambiente así de hostil, es de suponer que nadie lo pasa bien cuando se encuentra desconectado de la época en que vive; Nietzsche no fue la excepción a esta regla teniendo que afrontar las vicisitudes respecto de un mundo que no supo preciar sus ideas y que le mostró su rechazo y desprecio. Para Stefan Zweig (“La lucha con el demonio”), su locura, más allá de la causa médica que la habría originado, sería el resultado de no poder soportar la lucha que libró contra su medio, contra la atmósfera hostil de sus pares. A todo esto se habría sumado -según el mismo Zweig- una capacidad mental prodigiosa, una inspiración casi sobrehumana y un aceleramiento monstruoso de ideas que no lo dejaban descansar, lo que hizo finalmente que su mente colapsara.
Y no deja de tener razón este autor, porque ya desde su primera obra (NT), las incomprensiones no dejarán de acompañar1o en el resto de su producción literaria. En efecto, los temas elegidos y el modo de decir en sus obras posteriores, fueron dando pie para que sus pares fueran acrecentando más aún sus inicia1es oposiciones; sobretodo, cuando tras las verdades del platonismo, tras el intento de conocimiento de Sócrates, tras el Dios único del cristianismo, tras la norma moral inapelable, se escucha la gran carcajada de Nietzsche, quien manda al diablo estas pretenensiones por considerarlas propias de una modernidad débil y enfermiza.
De otra parte, bien sabidas son las dificultades que tuvo para editar algunas de sus obras más importantes. Así, por ejemplo, el año 1871 publicó en Basilea, en edición pagada de su propio bolsillo, una obra titulada “Sócrates y la tragedia griega “. También, la primera edición de “Más allá del bien y del mal” fue financiada con sus propios recursos. Y más aún, no encontrando quien editara la cuarta parte de su libro más famoso (Z), se vio obligado a financiar 40 ejemplares de su propio peculio. Por cierto, ya muchos lectores no le quedaban, logrando finalmente regalar siete. Diversas otras dificultades e incomprensiones lo llevarán a un estado de soledad que expresa en los términos siguientes:
«La soledad tiene siete pieles; nada pasa ya a través de ellas. Se ve a los hombres, se saluda a los amigos: nuevo desierto, ninguna mirada saluda ya» (EH).

No obstante, a pesar de encontrarse solo contra el mundo, no por ello dejó de tener fe en lo que estaba creando, cuestión que en “Ecce Horno” dejará en clara evidencia al incluir los siguientes subtítulos: “Porque soy tan sabio “, “Porque soy tan inteligente “, “Porque escribo tan buenos libros “, “Porque soy un destino “. Incluso más, en el mismo texto, entre otros juicios, agregará:
«Entre la grandeza de mi tarea y la pequeñez de mis contemporáneos se ha puesto de manifiesto en el hecho de que ni me han oído ni tampoco me han visto siquiera».
«Quien sabe respirar el aire de mis escritos sabe que es un aire de alturas, un aire fuerte».
«Oh!, cuán lejos me encontraba yo entonces todavía de lo que soy hoy, del lugar en que me encuentro hoy -en una altura en la que ya no hablo con palabras, sino con rayos-…»

Varios intérpretes han querido ver en estos juicios una pura y simple megalomanía; sin embargo, ello pierde efectividad si pensamos que no podría ser otro que el propio filósofo el que tendría que haber hecho reivindicación de su pensamiento y obra. Sólo él, y nadie más que él, podía entender que era único en el campo del pensamiento filosófico; los demás estimaron más cómodo o atacarlo o simplemente ignorarlo: «Mi tiempo no es todavía… sólo me pertenece el día de pasado mañana». Y si se tratara sólo del desprecio del ambiente intelectual y de los que fueron sus amigos; se decepciona también de sus dos más grandes ídolos: Schopenhaüer y Wagner. Más aún, el único afecto sentimental que se le conoce (Lou von Salomé) termina por darle calabazas. Empiezan los síntomas de su enfermedad ya 20 años antes de su muerte; todo pareciera apuntar a que sus padecimientos vienen a ser el efecto de sus numerosos disgustos, por el atrevimiento de sentir la necesidad de retar a las falsedades de la época.
No obstante, sin lugar a equívocos, podemos concluir que Nietzsche, sobreponiéndose a las dificultades que tuvo que enfrentar, tiene el mérito de habernos logrado introducir en una nueva ilustración filosófica, consumando aquello a lo que no se atrevió la filosofía tradicional, demasiado ocupada de dar cuenta sólo de aquello que pudiera estar sometido a la justificación y la prueba. Por ello, quien se decida a conocer su pensamiento y obra tendrá que estar agradecido de quien supo brindar la consecuencia de su pensar y de su humano sacrificio.

LA CRÍTICA

La historia de las ideas ha sabido mostrar, de cuando en vez, a más de un aguafiestas que se ha resistido a las ideas imperantes de su época. En tal disposición, incluso, algunos hasta llegaron a sacrificar sus propias vidas, como fueron, por ejemplo, los casos de Giordano Bruno, quemado en una plaza de Roma (1600) y, tres siglos después (1900), la muerte de Federico Nietzsche completamente loco.
Y si en la filosofía siempre han existido aguafiestas (Marx, Stirner, Schopenhaüer, etc.,), Nietzsche lo es por excelencia representando al arquetipo de crítico radical, puesto que su crítica apuntará contra los fundamentos mismos que han sustentado la filosofía por más de dos mil años; esto es, su horizonte ontológico, la metafísica, las cuestiones relativas al ser y todas esas cosas. Y sj bien, antes, entre otros, Hume, Locke, Schopenhaüer y Kant, también apuntaron sus críticas en contra de dicho horizonte, sus alcances no fueron tan profundos ni radicales como las de éste. Un crítico diferente, pues, al contrario de las ideas filosóficas dominantes, no lo vemos entusiasmado en la búsqueda del Bien ni mejoramiento de la humanidad, a lo menos, mientras el hombre siga posando sus pies sobre esta tierra y mientras siga siendo hereditario de una cultura portadora de valores falsos.
Un crítico distinto, puesto que si Marx, a pesar de su crítica. no deja de ser materialista, y Kant idealista, y Schopenhaüer pesimista, quiere decir que siguen perteneciendo a ciertos fundamentos de la esfera que critican. En cambio, Nietzsche, ¿a qué tendencia filosófica podría adscribírsele? Intentos en tal sentido no han faltado pretendiendo calificarlo como el último de los románticos, o bien, escéptico, irracionalista, existencialista, pesimista, etc., al considerar el hecho de que en algún momento de la evolución de su pensamiento tomó para sí algunos elementos de dichas tendencias. Pero, a decir verdad, Nietzsche no se estacionó en ninguna de dichas doctrinas, por lo que resulta un error atribuirle supuestas tendencias filosóficas ya que, en el sucesivo replanteamiento que van a ir teniendo sus ideas, de haber existido éstas, pronto se irán diluyendo. En efecto, ¿cómo podría adscribírsele a algunas de dichas tendencias si él ataca a toda la filosofía y a todos los filósofos? Vano intento, por cierto, para el más radical de los filósofos, para aquel que no se deja cazar por doctrina alguna, ni pretende ser fundador de ninguna escuela del pensamiento filosófico. Como veremos más adelante, Nietzsche manifiesta una clara insatisfacción por la situación de la filosofía, desplegando sus ideas en franca oposición a lo que se entendía por filosofía en su época; es más, según su propio decir: “no hay filosofías, sólo existen los filósofos”.
Si queremos insistir en este punto, bien podríamos considerarlo irracionalista, del momento que reivindica los instintos, la voluntad, la pasión, los deseos, los afectos, la voluptuosidad, etc. Y si bien esto es cierto, de ello no podemos concluir que niegue el racionalismo, ya que nada hay más ajeno a él que la de ser un espíritu negador. Por el contrario, su aceptación de la vida, el sí dado a la misma (amor fati), implica que todas las categorías tienen cabida; sólo critica la irritante posición de privilegio que el racionalismo ha venido ocupando en el pensamiento filosófico y en todos los ámbitos de las humanidades y la cultura.
En efecto, Nietzsche considera que todas las verdades (ser, sujeto, causa, etc.) no lo son, sino a título de ser sólo seudo verdades. Ello, porque han surgido por aquella necesidad de tomar al incierto mundo deviniente en algo estable, en algo que pueda ser formulable y manejable al más entero arbitrio. No obstante, en ningún momento, con su crítica intentará rechazar el carácter raciona1 de dichas categorías; es más, las justifica, precisamente, en virtud de esa necesidad de orden y estabilidad. Lo que Nietzsche rechaza en sí, es el olvido del origen de dichas verdades, olvido que ha permitido la generación de un mundo trascendente que se nutre en un suelo puramente metafísico sin dejar otras posibilidades.
Desde otra visión, hay quienes piensan que Nietzsche es anti filósofo, ello porque según Alan Badiou, la anti filosofía «es siempre lo que, en la plenitud de sí misma, enuncia el nuevo deber de la filosofía o su nueva posibilidad en la figura de un nuevo deber». Claro está, en lo personal, no podría estar de acuerdo con este juicio, porque en dicho caso hasta Marx sería un anti filósofo, al imponerle a la filosofía un nuevo deber: “transformar la realidad y no interpretarla”. Cito la referencia para dejar constancia que,en materia de interpretaciones, Nietzsche da para todos s gustos. Y si bien, no puede ser encasillado en tal o cual tendencia, no por ello dejará de ser filósofo; porque no puede dejar de serlo quien le hace el mayor favor a la filosofía, en cuanto querer sacarla de su enclaustramiento no reduciéndola, sino ampliándola, haciéndola más vasta, más plural.
Pero Nietzsche no es sólo crítico de la filosofía, sino también de la cultura. Una crítica cultural que no se detiene en tales o cua1es aspectos, sino en todos los aspectos involucrados. Ello, porque sólo la radicalidad de la crítica podrá ejercer sus efectos sobre aquello que se critica. En esto, para él, no hay vuelta atrás, la crítica para ser tal, no puede hacerse a medias; explorar las bases culturales, especialmente de la cultura burguesa, bajo el pretexto de profundizarla y hacerla soportable siempre equivaldrá a legitimarla humanamente.
Sin embargo, no debemos llamamos a engaño con su crítica, porque cuando critica algo no es para negar lo que critica; por el contrario, no hará más que afirmar aquello que está criticando. Así, por ejemplo, cuando critica la filosofía no hace más que afirmarla en tanto pretensión de sustraerla de su estado que la sumergió en un gran error. Lo mismo, cuando critica los valores, con ello sólo reafirma el concepto mismo de valor para superar los vigentes, invirtiéndolos (transvalorándolos). Nietzsche, a no olvidar, es el mayor reivindicador de todo lo existente, porque para él nada hay de indiferente y ninguna cosa está demás. Todas las cosas son acogidas por él, muchas de ellas con extremada devoción, así sean aquellas que aparezcan ante nuestros ojos como las más nimias e innecesarias. Por eso, su defensa de la negación adquiere otro sentido, ya que es negación para afirmar lo múltiple, lo existente; es decir, todo lo contrario a la negación dialéctica, aquella que afirma parte de lo existente pero negando a la otra. Por eso, en defensa de la negación y la crítica, llegará a decir:
«Negamos, debemos negar, porque hay algo en nosotros que quiere vivir y afirmarse, ¡algo que tal vez nos es desconocido, que no vemos aún! -Dicho sea esto en favor de la crítica» (307, GC)

UN PARTICULAR ESTILO

¿Cómo se las arregla Nietzsche para traspasar sus pensamientos al papel cuando en “Ecce Homo” confiesa que no es un hombre sino dinamita, y que ya no habla «con palabras sino con rayos»? Y, más aún, ¿de quien afirma que escribía con todo su cuerpo y su vida y que no sabía lo que querían decir problemas puramente intelectuales? Ciertamente, Nietzsche no es una nueva irrupción sólo en los modos de pensar la filosofía, sino también en los modos de escribirla.
Lo dicho, porque siendo su filosofía autobiográfica, en lo literario, sus emociones y experiencias quedarán prontamente al descubierto en el papel. Y esto tiene que ser así, porque cuando el filósofo tiene que luchar por una expresión que comunique sus experiencias insólitas y desconocidas, tiene necesariamente que hacerlo reinventando constantemente la función de su pensamiento, urgido por la necesidad de encontrar un adecuado lenguaje fiel a su subjetividad, no articulado por ningún filósofo hasta entonces. Para el caso, el primer problema que tendrá que enfrentar será que la lógica y el lenguaje, al uso en la escritura de su tiempo, de poco o nada le van a servir, puesto que presentan limitaciones para expresar la exuberante variedad de interpretaciones que admite lo real. Para salvar esta situación tendrá que resolver el problema de cómo poder llevar su crítica sin utilizar un lenguaje, una gramática y una lógica cuyas reglas reflejan ya de antemano lo que quiere criticar o invertir. En efecto, Nietzsche ha tenido que tomar conciencia del contrasentido que supone expresar su particular filosofía en la prosa al uso, en aquella que se encuentra presente en los libros eruditos y académicos, pues las reglas gramaticales que allí se contienen ya se encuentran determinadas por las concepciones vigentes y, por tal, le resultan inapropiadas para expresarse, lo que lo obliga a tener que crear su propio medio de comunicación. La solución la encuentra en la escritura fragmentaria, en donde la utilización del aforismo, sentencias y máximas no serán -como suele creerse- un mero subterfugio para encubrir lo que quiere decir, sino un intento por evadir las reglas de la gramática, del lenguaje y de la lógica que le son insuficientes para expresar su particular tarea de subversión filosófica. Y, sobre todo! evadir los fastidiosos sistemas y coherencias a que obliga la escritura convencional.
Entonces, en sus escritos privilegiará el uso del aforismo puesto que, considerado éste formalmente como fragmento, representa la forma del pensamiento pluralista; aforismo que de ningún modo pretende dar curso a ideas extendidas, por el contrario, su característica será la brevedad en donde nada hay demás, ni repeticiones, ni extensiones, ni refuerzos enfáticos ni afecciones. Sin embargo, a pesar de su brevedad, el aforismo será el recurso literario que le permitirá expresar posibilidades múltiples, ya que en cada aforismo hay un cuidadoso trabajo estilístico, un pincelar los bordes en las palabras de modo que, aún en su estado comprimido, deja abiertas las posibilidades para dar curso a la imaginación:
«El aforismo y la sentencia son las formas de la eternidad; ambiciono decir en diez frases lo que otro cualquiera dice en un libro, lo que otro cualquiera no dice en un libro» (Correrías de un hombre inactual. (51, OI).

De otra parte, no traspasa su pensar al papel a través de ese acostumbrado pathos de la distancia que obliga al pensador tradicional y metafísico a hablar en tercera persona; al contrario, Nietzsche siempre nos hablará en primera persona, en una especie de monólogo, pero no al modo habitual, no para hablar de sí, sino desde sí; haciendo de la filosofía algo personal, pero sin que esta personalización aleje su mente del hombre y del mundo en general. En referencia a su estilo literario, Enrique López Castellón, en una introducción a la “Gaya Ciencia“, dirá:
«En principio, el estilo discursivo, razonador, deductivo de la filosofía destinada a convencer -cuya máxima expresión sería sin duda la Ética de Spinoza-, cede aquí el puesto a la literatura discontinua, al aforismo en el que brilla el relampagueo de un pensamiento cazado al vuelo. No se trata de demostrar nada, no se esperan contra argumentos por parte del oyente o del lector, no hay un razonamiento articulado tras la enumeración nietzscheana de los fragmentos de sus libros».

En efecto, su voluntad de ruptura para con el discurso filosófico tradicional le imponen efectuar una profunda transformación en las maneras del decir propias de la filosofía. Ello, porque su marcada fuerza polémica no lo conformaba sólo en contradecir a tal o cual filósofo, en tales o cuales aspectos; o bien, sustituir un concepto por otro, o negar donde los otros afirmaban y alabar aquello que los mismos denigraban. Mucho más que eso, Nietzsche se sintió emplazado al envite de una ruptura total con la tradición entera del pensamiento occidental, lo que lo obligó a pensar de modo diferente; dando luz a nuevas formas, sobrepasando los marcos dentro de los cuales el Occidente platónico y cristiano acostumbraba darse a entender. Para él, no hay una sola manera de pensar y actuar; el pensar no puede auto limitarse imponiéndose arribar a una verdad única. Por eso, introducir la cuestión del estilo en filosofía significará, para Nietzsche, una defensa del pluralismo contra todo dogmatismo del pensamiento, aquel dogmatismo a que nos ha llevado el platonismo y el cristianismo no dejándonos más posibilidad que pensar siempre metafisicamente, induciéndonos así a reducir todo nuestro pensamiento a la cuestión ontológica, a la cuestión del ser y de la trascendencia.
Ahora bien, ¿y si Nietzsche innova el estilo de escritura propia que le era a la filosofía, cuál será la actitud del lector no acostumbrado a este nuevo estilo? Por cierto, sus libros no serán bien vistos ni serán los más apropiados para el tipo de lector que abunda en la modernidad. Para ello necesitará de un lector calmo, solitario y que tenga cierta madurez para reflexionar; alguien que no sea un engranaje del apuro vertiginoso y del abanico de placeres idólatras en el que los hombres calculan el valor de cada cual por el tiempo ahorrado. Al contrario, su discurso se dirige a aqueIlos que aún tienen tiempo, si no para filosofar, a lo menos, para que se impongan cierto esfuerzo para pensar y reflexionar. Consciente Nietzsche de que su nueva escritura requiere de un nuevo tipo de lector, hará ciertas recomendaciones y advertencias a los que puedan ser sus potenciales lectores:
«Un aforismo cuya fundición e impacto sean los que deban ser, no está descifrado por haberse leído: queda mucho aún, porque entonces la interpretación no ha hecho más que empezar» (Prefacio, 8. GM).
«Todo lo dicho brevemente puede ser fruto de algo profundamente meditado; pero el lector que sobre esto es novicio y además poco reflexivo, ve algo embrionario en todo lo breve y censura al autor que ha osado presentarle un alimento crudo todavía» (127, Contra los que censuran la brevedad. MSD).

Para el caso, advertirá que sus textos requieren de un nuevo tipo de lector dotado del arte de rumiar. En el sentido literario, Nietzsche entiende el rumiar como la capacidad que se tenga de volver la mirada sobre el texto cuantas veces sea necesario; deletrear cada palabra, interpretar cada símbolo; hacer la pausa necesaria justo en el momento más preciso; en último término, saber detenerse a tiempo, justo en el instante en donde el pensamiento corra el peligro de extraviarse, etc.
Sin duda, su nuevo estilo literario nos llevará a tomar partido sin términos medios: o bien nos gustará, o bien nos defraudará; todo dependerá de nuestra capacidad de poder o no rumiar sus libros. Esto quiere decir que, para asimilar su escritura, tenemos que ser vacas, porque sólo quien domine el arte de rumiar podrá comprender lo que el filósofo nos quiere decir en cada aforismo o palabra que escribe.

PREJUICIOS

¿Qué es lo que ha hecho que las ideas filosóficas de Nietzsche hayan sido prejuiciadas más que las de ningún otro filósofo? Interesante pregunta cuya respuesta debemos contextualizarla, primero, en un ámbito general, para después, pasar a particularizarla.
De modo general, para que un pensamiento filosófico pueda ser objeto de prejuicios tienen que cumplirse sucesivamente algunos requisitos. En primer lugar, dicha idea tiene que ser una idea nueva, es decir, que no se encuentre socializada al interior de la comunidad filosófica e intelectual. Sin embargo, no todo pensamiento por el hecho de ser nuevo va a ser objeto de prejuicios, en cuanto necesita también cumplir con un segundo requisito, esto es, que sus alcances deben ser de magnitud y profundidad tal, de modo que puedan poner en riesgo los fundamentos que sostienen la idea que se critica. De allí que, si bien, entre otros, los discursos filosóficos de Descartes, Kant, Hegel y Comte también fueron nuevos y contradijeron pensamientos filosóficos que les antecedieron, sin embargo, su fuerza e ímpetu no fueron lo suficientemente fuertes para poner en peligro la estabilidad de la filosofía considerada como un todo; esa es la motivación central que explica el porqué las ideas de Nietzsche fueron más prejuiciadas que las de ningún otro filósofo. Es decir, que por más que dichas ideas hayan revolucionado ciertos aspectos de la filosofía, el horizonte ontológico sobre el cual han descansado sus presupuestos más fundamentales han seguido siendo los mismos; se han mantenido inconmovibles.
De otra parte, siendo lo nuevo, lo emergente, una novedad, ello lleva implícito cierto grado de desconocimiento e inestabilidad, por lo que la emergencia de pensamientos que antes no se encontraban presentes y el desconocimiento que avizora un proceso que aún no termina por consolidarse, es lo que en definitiva coloca en un estado de incertidumbre a todo aquello que, en la posibilidad de su realización, no se va a saber muy bien su grado de efectividad. Por lo mismo, las ideas prejuiciadas lo van a ser en un sentido negativo, en tanto se desconfiará de ellas por encontrarse asentadas sobre un suelo poco seguro. Y siendo que toda incertidumbre produce siempre cierto grado de temor, ello llevará a que el filósofo no pueda sustraerse a dicha impronta, por lo que preferirá aferrarse a aquello que tiene por seguro, encontrándose dispuesto a rechazar todo pensamiento radical prejuiciándolo anticipadamente, atribuyéndole de este modo los valores negativos más inimaginables.
Ahora bien, y de un modo ya más particular, las ideas de \ietzsche van a ser más vulnerables de ser prejuiciadas, en la medida que el filósofo, para expresarlas, recurre a un estilo de escritura y un lenguaje inéditos para lo que se acostumbraba al uso de la época. Efectivamente, sus aforismos y sentencias, su tono admonizador y, en último término, su inhibición para decir sus verdades, contendrán todos aquellos elementos para hacer de sus ideas objeto de prejuicios. Sus verdades y refutaciones vendrán a representar una desmesura, ya que para cualquier lógica habitual aparecerá del todo extraño que alguien se declare como “el primer inmoralista” y, más aún, confiese que lo último que se le ocurriría hacer sería “mejorar a la humanidad” (EH).
En efecto, el contenido de sus ideas y su forma de exposición harán que el lector común, acostumbrado a una sola lógica en los modos de comprensión y lectura de los textos filosóficos, no alcance a vislumbrar lo que se esconde tras cada idea, frase, o aforismo escritos por el filósofo. A Nietzsche será imposible entenderlo a través del puro significado literal de las palabras que utiliza; más bien, hay que encontrarse atentos al simbolismo que éstas encierran y las representaciones que en ellas nos quiere expresar. Por lo mismo, los muchos rechazos e incomprensiones de que fueron objeto sus ideas, son el resultado de prejuicios ante la imposibilidad, en su momento, de poder captar intelectivamente lo que de verdad el filósofo nos estaba diciendo en cada uno de sus aforismos y dichos.
Por lo demás, no debemos olvidar que, para Nietzsche, sus ideas son solamente sus verdades. Por ello, no se inhibirá respecto de lo que piensa y tiene que decir; a diferencia de sus pares, no muestra preocupación por amoldar sus textos a los sistemas y convenciones de la época; él sólo dice lo que su voluntad le indica lo que tiene que decir.

II
CONTRADICCIONES

Do I contradict myself?
Very well then… I contradict myself;
I am Large… I contain multitudes.

¿Me contradigo?
Muy bien… Me contradigo;
Soy vasto… Contengo multitudes.

Walt
Whitman

ADVERTENCIA PREVIA

No existe obra que pueda actuar como mayor antídoto para espantar cualquier entusiasmo que la de Federico Nietzsche. Ello, porque nada hay en él que se parezca al filósofo tradicional, al que estamos acostumbrados a conocer, al que se refugia en los sistemas, al atrapado en los rigores del convencionalismo. Por eso, será necesario advertir que una de las primeras dificultades que tendrán que enfrentar sus lectores, será vérselas con los juicios contradictorios del filósofo al encontrar en sus textos pasajes sobre un mismo tema, difíciles de relacionar con interpretaciones encontradas en anteriores escritos.
En un cuadro así, fácil será imaginar a un lector confundido, quien no acabará de entender el porqué en forma tan recurrente el filósofo expresa juicios tan distintos sobre una misma cosa. Quizá, al cabo de las primeras páginas, nuestro imaginario lector tendrá la esperanza de que, en las siguientes, Nietzsche pueda aclarar tan inusual actitud. Esperanza vana, porque lejos de aclarar nada, hará cerrada defensa de sus cambios de posición, al afirmar que los compromisos adquiridos de por vida son un absurdo, en cuanto el que los suscribe irá experimentando evoluciones en su personalidad que bien podrían justificar decir que, después de algunos años, la persona que conocíamos es otra; incluso más, de algunas hasta podríamos decir que han sido varias a la vez. Más aún, el desconcierto del lector será mayor, del momento que su escritura aforística contiene una engañadora antonimia: por un lado, la concisión perentoria de sus afirmaciones apodícticas dan la impresión de entregarnos una verdad íntegra y, por otro, la dialéctica infinita y perspectivesca que la misma encierra, abren las posibilidades de interpretaciones múltiples que anularían cualquier intento de sentencia admonitoria. Así, acostumbrado el lector a asimilar los textos mediante procesos de incorporación intelectual, se le hará difícil comprender que las contradicciones deberán ser soportadas y mantenidas hasta el final por el ideal de hombre que el filósofo preconiza. De este modo, asumiendo Nietzsche que sus contradicciones son expresión de su propia naturaleza, estimará que nadie tendría por qué llamarse a escándalo por ello; no encontrándose, en modo alguno, obligado a tener que dar explicaciones ante cada interpelación que se le requiera sobre el asunto. Más aún, reivindicará esta condición para todos, dejando ver que mientras los demás las ocultan, él las deja al descubierto.
Entonces, para comprender el por qué de sus contradicciones, el asunto requerirá de una explicación más particularizada si queremos servir de ayuda a los que no se encuentran familiarizados con la lectura de los textos filosóficos y para el caso, en particular, con los textos de Nietzsche. Esto será importante tenerlo presente para evitar que potenciales lectores se confundan y defrauden tempranamente con sus textos, puesto que, aún hoy, cuando contamos con suficientes elementos interpretativos que hace un tiempo no teníamos, esta imagen responde a un cuadro que aún se sigue repitiendo: una realidad que ha llevado a que muchos lectores prejuicien sus ideas, aún sin haberlo leído en sentido estricto.

FUNDAMENTOS FILOSÓFICOS

«Hay cabezas esquemáticas, de aquellas que tienen un conjunto de pensamientos por más verdadero si se deja inscribir en esquemas o tablas de categorías previamente diseñadas. Innumerables son las formas de engañarse a sí mismo en este terreno: casi todos los grandes sistemas tienen aquí su lugar. El prejuicio fundamental es, sin embargo: que el orden, el carácter sinóptico, lo sistemático tendrían que ser inherentes al verdadero ser de las cosas y que, por el contrario, el desorden, lo caótico, lo imprevisible solamente se presentarían en un mundo falso o tan solo incompletamente conocido -en una palabra, que son un error- lo cual es un prejuicio moral extraído del hecho de que el hombre veraz y digno de confianza suele ser un hombre del orden, de las máximas y en general previsible y pedante. Ahora bien, que el en-sí de las cosas se comporte conforme a esta receta de burócrata ejemplar es, sin embargo algo completamente indemostrable» (Fp).

Nietzsche hará uso de la contradicción para salirse de los cánones puramente metafísicos. Ello, porque para él, su contrario, esto es, la no contradicción, representa lo puramente sistemático, aquello que obliga a un camino para llegar a lo Ideal. De acuerdo a esto, el filósofo de cualquier signo, en su afán de mostrar continuidad con el ideal que persigue, estigmatizará la contradicción, en tanto ésta viene a representar el rompimiento del ideal que persigue. Por ello, para evitar caer en desaciertos que lo desacrediten, se sentirá obligado a amoldar su escritura a la continuidad y coherencia de un pensamiento original que tratará de preservar con todas sus fuerzas; esa ha sido la impronta del pensamiento filosófico tradicional.
Se desprende de esto que lo sistemático será una ordenación forzada de las cosas, una camisa de fuerza puesta a los conceptos y las palabras, lo que para el filósofo representa un absurdo, del momento que el carácter enigmático de la realidad no puede ser expresable en ningún tipo de sistema, ya que la vida siempre se mostrará más laberíntica, más ambigua, más misteriosa; ajena a cualquier intento del comprender humano. Por eso, las convicciones propias del hombre no contradictorio serán prisiones, opiniones que se quedan detenidas y, por tal, no invitan a perseverar en la búsqueda de una auténtica creación; en cambio, la contradicción se opondrá al dogmatismo, al contemplar la posibilidad de diversos modos de pensar.
Sin embargo, no hay que llamarse a confusión, pues el filósofo es lo bastante inteligente para no estimular la contradicción en forma arbitraria, de manera que ésta diga cosas distintas cada cinco minutos; no se trata de eso: se trata de mantener siempre el pensamiento en actitud tensa, en estado pulsional, dispuesto a emprender en la oportunidad y circunstancias necesarias una nueva campaña para acechar el lugar en el que se apoltrona el ideal. Por eso, el Nietzsche contradictorio nada tiene que ver con los cambios de opinión que hoy frecuentemente encontramos en el mundo político-intelectual; ello, por cuanto será contradictorio por motivos vitales, y no con el objetivo de justificar oportunismos para acomodarse a cada una de las situaciones coyunturales. En él, no podemos hablar tan categóricamente de contradicción, porque lo que en cualquier pensamiento lo que se prohíbe es sostener una cosa y también su contrario, en sus textos su uso no sólo está permitido sino que, incluso, está expresamente buscado. En sus aforismos tendrá especial preocupación por dejar bien sentado este carácter, recurso que empleará, incluso, cuando introduce el género poético en sus libros, encontrando en las rimas preliminares de la “Gaya Ciencia “, un buen ejemplo de ello:
«Áspero y dulce/ grosero y fino/ familiar y extraño/ inmundo y limpio/ Cita de los locos y de los sabios/ Todo esto soy/ quiero serlo/ A la vez paloma/ serpiente y cerdo».

«Ya sé cuál es mi esencia/ insaciable como la llama/Ardo y me consumo a mí mismo/ Luz es todo lo que toco/ Carbón todo lo que dejo/ Por cierto llama soy de fijo».

Más aún, Nietzsche no sólo es contradictorio en lo que escribe, sino también entre lo que escribe y lo que vive. Porque, que puede ser más contradictorio si comparamos lo que escribió con lo que vivió? Enrique Molina Garmendia (“Nietzsche dionisíaco y asceta”), deja al descubierto esta dicotomía. Según este autor, mientras su escritura es un envite a lo dionisíaco, su vida se asemeja a la de un asceta. Y no deja de tener razón, pues, en vida se alejará de los amigos y del mundo para refugiarse en la soledad más absoluta, para ser lo más fiel a su propio pensamiento; ajeno al poder, riqueza, mujeres y honores, carecerá de todo aquello que pudiera identificarlo con una vida dionisíaca. Como bien rubrica este autor:
«Nietzsche estuvo más cerca de los santos que denigraba que de los Césares y los Borgias que exaltaba. En definitiva, un dionisíaco en lo verbal y en vida todo un asceta».

En la misma línea, reafirmará este juicio Lou Von Salomé al decir de él, que nada aparentemente del hombre Nietzsche llamaba la atención de sus contemporáneos: «Calmo, no muy alto, modesta y cuidadosamente vestido, caminando prudentemente, con la espalda encorvada, y hablando bajo, podía fácilmente pasar desapercibido».
Un juicio importante, de una contemporánea y amiga privilegiada suya, que compartió e intimó con él en uno de sus periodos más importantes de su creación (“Retrato de filósofo con bigote”).

EL CAMINO A LA SABIDURÍA

El que Nietzsche sea contradictorio no quiere decir que el conjunto de su obra constituya algo caótico o resultado de un puro azar. Al contrario, quien observe atentamente sus textos podrá concluir que sus contradicciones responden a un proceso evolutivo de su pensamiento, en el que es posible advertir etapas bien diferenciadas.
Esto último será reconocido por el propio filósofo en unos fragmentos póstumos que llevan por título: “El camino a la sabiduría“, donde expone la existencia de cierto orden interno en sus libros, reconociendo así el desarrollo de su propia evolución intelectual. En esta evolución, el filósofo distinguirá tres pasos, que delineará de la siguiente manera:

PRIMER PASO:

«Admirar (y obedecer y aprender) mejor que ningún otro. Reunir en sí mismo todo lo que es digno de respeto y dejar que luchen entre sí. Soportar todo lo que es pesado. Ascetismo del espíritu. Coraje. Tiempo de la comunidad. Superación de las inclinaciones mezquinas y pequeñas. El corazón abierto: nada se conquista sino con amor. También la patria, la raza. Richard Wagner se rindió ante un corazón profundo y amante. De igual modo Schopenhaüer. Esto pertenece al primer paso».

SEGUNDO PASO:

«Romper el corazón que venera y cuando se está más fuertemente ligado a él. El espíritu libre. Independencia. El tiempo del desierto. Crítica de todo lo respetado (idealización de lo no respetado). Intento de transmutar las evaluaciones …».

TERCER PASO:

«La gran decisión, o la aptitud para una posición positiva, para la afirmación. ¡Ningún Dios, ningún hombre por encima de mí! El instinto del creador que sabe donde pone la mano. La gran responsabilidad y la inocencia (para tener alegría por algo debe aprobarse todo). Darse el derecho para actuar. Más allá del Bien y del Mal. El (creador) asume la contemplación mecánica del mundo y no se siente humillado bajo el destino: él es el destino. Tiene la suerte de la humanidad en la mano…».

IDEALISMO (PRIMER PASO)

El primer paso corresponde al periodo de su idealismo de juventud cuyos elementos más sustantivos los encontramos en sus cinco primeros libros (1872-1876): “El nacimiento de la tragedia” y sus cuatro “Intempestivas”, incluyendo, breves monografías y ensayos del periodo (“La verdad y mentira en sentido extramoral”, “La visión dionisíaca del mundo”, etc.).
En estos textos persisten en él su fidelidad a ciertos valores tradicionales, los que asume como verdaderos paradigmas (patria, familia, deber, raza, etc.); Schopenhaüer y Wagner le vienen muy a propósito en este primer proceso formativo, sobre todo, Shopenhaüer, quien lo inmuniza del contagio de Hegel, en lo concerniente a no tomar partido por una hegemonía abusiva de lo abstracto. Muestra su devoción por el hombre superior que concibe como la más alta expresión de la vida. La influencia de Wagner no hará más que prolongar esta devoción, aprendiendo de él, el sentido del heroísmo trágico y, también, su visión sobre la misión educadora del arte, como modo de dinamizar las fuerzas creadoras del hombre.
La cultura ocupará su atención preferente en este periodo, ya que sólo mediante la reconstitución de la cultura perdida el hombre podría ser restituido a su verdadera esencia; la cultura occidental, eclipsada por la racionalidad socrática se había convertido en pura superficialidad determinada por una concepción científica del mundo. Reclama, por tanto, la creación de un arte nuevo viendo en los dramas musicales de Wagner la posibilidad de reavivar el mito trágico, ya que sólo el mito podría llevar al hombre de su época a una existencia nueva. Para él, careciendo el mundo de justificación moral, sólo puede ser comprendido desde el punto de vista estético. Sin embargo, todas las artes deben intervenir de una sola vez (poesía, danza, drama, música, pantomina, etc.); consideradas éstas aisladamente “no pueden tener la expresión poderosa y de alcance sin límites que resultaba de la reunión general de todas». Sólo un arte omniabarcador posibilitaría seducir los sentidos del espectador, tal como se había dado en la Antigüedad en el teatro griego. En este arte total debe encontrarse presente el mito, pues en él las relaciones humanas se despojan de su forma convencional, inteligible sólo a la razón abstracta, despojada de sentimientos y estados anímicos más profundos.
Ante la pérdida de identidad de la cultura moderna, fundamentalmente, de la alemana, se preguntará una y otra vez: ¿cómo hacer funcionar una cultura de modo que el hombre se someta a ella sin sentirse menoscabado? Si las sociedades modernas se han planteado como fin una cierta comodidad, ¿cómo hacer para sustituirlas por sociedades que más allá de satisfacer a los hombres, los eleven? Partiendo de estas interrogantes se compromete con el proyecto cultural de Wagner, quien en sus dramas musicales representa el arte trágico antiguo, reivindicándolo para ser insertado en el corazón del pueblo alemán. Si Alemania necesitaba deshacerse de una cultura que le era ajena y extraña, requería de un rompimiento drástico con todo aquello que la alienaba; la reconstitución de la tragedia, implantada como ser en el pueblo alemán, podía devolver al espectador, mediante el mito y la música, a su propia esencia. Entre la cultura griega y la alemana existiría un humus desde donde se podría levantar una nueva cultura restituidora del mito ario:
«Toda cultura, si le falta el mito, pierde su forma natural, sana y creadora: sólo un horizonte rodeado de mitos otorga cerramiento y unidad aun movimiento cultural entero» (NT).

Desde otra perspectiva, en su primer libro, como en ningún otro, el nacionalismo se deja sentir con todas sus fuerzas. Empero, éste distaba mucho de los imperativos sociopolíticos que el Reich de Bismarck había implantado como lo genuinamente alemán. Su nacionalismo decía relación con la necesidad de un cambio cultural a partir de una cultura trágica en un momento de profunda crisis cultural. Sin embargo, si su primer libro es el punto de partida para sus particulares ideas nacionalistas, en los siguientes (Las 4 “Intempestivas”) tal pensamiento empezará a declinar, empezando a hacer una crítica, precisamente, contra todo lo que tuviera que ver con los nacionalismos, fundamentalmente, con el espíritu alemán.
De otra parte, en sus primeras obras no encontramos los elementos corrosivos en contra de la religión como en las que les precedieron Al contrario, inicialmente muestra entusiasmo por la religión, sobre todo por sus formas más arcaicas en que dioses y mitos antiguos le producen una gran predilección. Su visión idealista lo lleva a valorar y a justificar ciertos contenidos religiosos, siendo que el mito es la fuerza generadora de la religión; allí donde el mito empobrece, la religión muere o declina hacia esas formas de decadencia cultural que son, entre otras, la racionalidad y la dialéctica.
Por eso, si en este primer periodo Nietzsche deposita su fe en el arte y en la religión, sobreponiéndolas a la historia y la misa ciencia, será materia recurrente en él, el ataque y crítica de la vida moderna, fundamentalmente, en contra del positivismo científico y el historicismo imperantes en el periodo.

RUPTURA (SEGUNDO PASO)

A partir de “Humano, demasiado humano” (1878), reconocemos en Nietzsche el inicio de una visión crítica y reflexiva, contrapuesta al idealismo fulgurante anterior. Si en sus textos tempranos encontramos una cerrada crítica al historicismo y en entusiasmo por la religión, ahora, al contrario, muestra entusiasmo por el conocimiento histórico y centra su crítica en la religión. Charles Andler, de este libro advierte que el método de Nietzsche es fundamentalmente histórico y evolucionista; el gran anti historicismo del periodo anterior no puede eludir ahora la impregnación cultural de su presente histórico, comprometiéndose en un rechazo a la religión, precisamente, apelando al recurso de la historia, que antes atacaba y despreciaba.
Lo mismo pasa con el arte, apologizado en sus primeros textos, es ahora apostillado en el libro que nos sirve de referencia. El arte ya no será más el vehículo justificador de la existencia ni el elemento capaz de conducir al individuo a la aprehensión de la esencia del mundo. Ahora, el artista, al igual que el hombre metafísico y el religioso, pasa a ser también un creador de ilusiones. No se trata de esa ilusión del arte trágico antiguo que alentaba la voluntad de vivir del hombre griego; se trata ahora de que el arte se alía con la religión y la metafísica en favor de un falso ideal. El artista, en su esencia, pasa a ser un embaucador, enemigo de la verdad, amante del efectismo que cultiva, merced a sus notables dotes histriónicas.
Tampoco la ciencia se salva de este giro, la que ahora atrae mayormente su atención al dejar de creer que poetas y metafísicos podían entender la naturaleza y el alma humana sin ciencia. Reafirmará su posición en favor de la ciencia, más adelante, en la “Gaya Ciencia “. Desprendiéndose de la influencia filosófico-moral de Schopenhaüer y de la estética wagneriana, en este libro se inclina ahora por una actitud crítica y rigurosa, que utiliza la genealogía como instrumento de investigación, haciendo del filósofo un heredero directo de la Ilustración. Esto último, en cuanto “Humano demasiado humano “, representa la crónica de la liberación de todas las formas trascendentes. No sin razón Nietzsche subtituló esta obra como “Un libro para espíritus libres “, en tanto intento de recobrar su identidad y de romper con las ideas del pasado; ya sin influencias externas, sin sombras de superstición, ni resabios idealistas; liberado del espejismo metafísico que lo distrajo de su tarea de subversión y creación a la vez:
«Con una antorcha en la mano, y en verdad que el humo no velaba la luz, he proyectado una viva claridad sobre el mundo subterráneo de lo ideal. Es la guerra sí, pero la guerra sin pólvora y sin humo, sin actitudes guerreras, sin pathos, sin miembros dislocados -todo esto sería un idealismo-. Error tras error, todos los he tomado y puesto entre el hielo, y el ideal ni aún siquiera fue refutado: se heló. Aquí, por ejemplo, se hiela el ‘Genio’; en este otro rincón se hiela el ‘Santo’; bajo un grueso tampón de hielo se hiela el ‘Héroe’ y, finalmente, he aquí la ‘Fe’ congelada y la llamada ‘Convicción’; y he aquí hasta la ‘Piedad’ también considerablemente enfriada. En suma, que, casi por todas partes, se congela ‘la cosa en sí’…» (Cit. por Daniel Halévy. Vida de Nietzsche).

OPINAN SUS PARES

De sus cambios de opinión, algunos de sus intérpretes han entregado distintas interpretaciones. Así, por ejemplo, Karl Jaspers dirá sobre el particular lo siguiente:
«.. .el contradecirse constituye el rasgo fundamental del pensamiento de Nietzsche. Tratándose de él, casi siempre se puede esperar para un juicio, el juicio opuesto. Da la impresión que casi para todo tuviera dos opiniones. Debido a esto se pueden aportar, arbitrariamente y para lo que se quiera, citas de Nietzsche. Por lo mismo, cualquiera de los partidos políticos se sienten autorizados para apelar a él: ateos y creyentes, conservadores y revolucionarios, socialistas y liberales, políticos y apolíticos, libre pensadores y fanáticos…» (“Nietzsche”).

Y no deja de tener razón, porque no olvidemos que Mussolini quiso hacer un galimatías entre el pensamiento fascista, marxista y el nietzscheano; a su vez, Baumler hizo de su pensamiento el fundamento filosófico del nazismo. Del mismo modo, Charles Andler está convencido de que sus ideas son socialistas. Víctor Massuh y Lou von Salomé creyeron ver en las ideas de Nietzsche el intento de una nueva religión. A su vez, G. Lukács verá en sus ideas una apología al imperialismo; y, cosa curiosa, grupos de anarquistas lo tomaron como su apóstol, pese a que éste los criticó muy duramente, no por convocar a destruir lo existente (él también fue destructor), sino por no proponer la creación de ningún valor, etc.
A partir de “Humano, demasiado humano”, para Nietzsche la realidad carece de significado en sí: «Quizá reconozcamos… que la cosa en sí es digna de una carcajada homérica, que pareció serlo todo, y en el fondo está vacía, carente de sentido». Tampoco existe un mundo metafísico, una realidad verdadera tras las cosas; nadie ha legislado el mundo, ni existe la trascendencia, el más allá; todas las categorías tradicionales ético-filosóficas carecen de sentido. Factor fundamental en este giro es una sucesión de sucesivos rompimientos; no sólo rompe con Schopenhaüer y Wagner, sino también, poco después abandona su carrera académica. Necesita estar solo para poder adquirir un pensamiento propio desprovisto de cualquier tipo de tutelaje, y lo hace muy presente en ésta y las obras posteriores que le siguieron:
«Una impaciencia conmigo mismo hizo presa de mí; yo veía que había llegado el momento de reflexionar sobre mí. De un golpe se me hizo claro, de manera terrible, cuánto tiempo había sido ya desperdiciado, qué aspecto inútil, arbitrario ofrecía toda mi existencia de filólogo, comparada con mi tarea (…) Habían pasado diez años en los cuales la alimentación de mi espíritu había quedado propiamente detenida, en los que no había aprendido nada utilizable, en los que había olvidado una absurda cantidad de cosas a cambio de unos cachivaches de polvorienta erudición. Arrastrarme con acribia y ojos enfermos a través de los métricos antiguos, -¡a esto había llegado!- me vi, con lástima, escuálido, famélico: justo las realidades eran los que faltaban dentro de mi saber, y las idealidades ¡para qué diablos servían!- Una sed verdaderamente ardiente se apoderó de mí: a partir de ese momento no he cultivado de hecho nada más que fisiología, medicina y ciencias naturales, -incluso a auténticos estudios históricos he vuelto tan sólo cuando la tarea me ha forzado imperiosamente a ello. Entonces adiviné también por vez primera la conexión existente entre una actividad elegida contra los propios instintos, eso que se llama profesión, y que es la cosa a la que menos estamos llamados- y aquella imperiosa necesidad de lograr un adormecimiento del sentimiento de vacío y de hambre por medio de un arte narcótico- por medio del arte de Wagner, por ejemplo…»(EH).

Continuando en esta misma línea, seguirá el mismo Jaspers:
«Todo aquel que lea las cartas y escritos en orden cronológico, no puede sustraerse a la impresión de que, a partir de 1880, Nietzsche está experimentando el cambio más radical y profundo de su vida. Este cambio no sólo se expresa en el contenido de sus pensamientos, en nuevas creaciones, sino en la forma que vive sus vivencias; Nietzsche se sumerge en un ambiente nuevo, todo lo que dice adquiere otro tono; esta atmósfera que todo lo impregna no tiene precedente ni indicios antes de 1880».
Por su lado, Lou von Salomé teme que al escribir Nietzsche para sí, en estilo aforístico, en el que introduce la contradicción todo este conjunto de particularidades sea usado más adelante para fabricar consignas y cómodas fórmulas de difusión. Y no dejaba de tener razón cuando hemos sido testigos de todos los acomodos que se han hecho de los dichos del filósofo, para justificar tal o cual interpretación. Nietzsche -según la misma Lou-, consideraba obligatorio cambiar de opinión, renovar constantemente los puntos de vista, puesto que el pensamiento no es más que el resultado de nuestras vivencias, antes que el resultado de un pensamiento racional. Rubricará sus juicios diciendo: «Nietzsche no veía sus ideas desarrollarse bajo su mirada con la continuidad de un trabajo sistemático grabado sobre el papel. Escuchaba sus ideas como si fuera un diálogo franco y abierto, que cada vez trata de un tema distinto, que sus oídos hechos para oír cosas inauditas lograban captar como si fueran palabras reales».
A su vez, Susana Munich (“La verdad es mujer”) señala que los dichos del filósofo deben entenderse de acuerdo a los predicados que acompañan a los términos por él empleados. Cuando utiliza, por ejemplo, la palabra araña para referirse a Kant y Spinoza, ésta es usada con signo negativo porque se está refiriendo a sus pares como seres abominables. Distinto es, cuando él mismo atribuye para sí tal calificativo. En dicho caso, le atribuye un signo positivo, por ser creador de textos. Con la palabra artista pasa otro tanto, pues sus juicios serán ahora negativos, en tanto el artista no es creador de valores, sólo creador de ilusiones. En cambio, la palabra artista adquiere connotación positiva cuando define al filósofo artista, como creador de valores. Dice la autora, que en los textos de Nietzsche una misma palabra suele nombrar situaciones diferentes, «y la marca negativa o positiva que la acompaña depende de los distintos predicados que corresponden a la palabra en sus distintas ocurrencias».
Por lo mismo, con sus contradicciones no debemos llamarnos a engaño, queriendo ver en ellas la eliminación de algo en beneficio de su opuesto. Nada más alejado en él que eso. Cuando critica algo lo hace no para eliminar, sino para producir una afirmación o un desplazamiento; sólo pretende reivindicar la posición desmedrada en que algunas cosas se encuentran frente a otras. Por eso, cuando estemos frente a un juicio contradictorio, no caigamos en la trampa de anular o desestimar el juicio objeto de la contradicción.

OTRAS REACCIONES

Ciertamente, el libro que comentamos, más allá de las críticas que siempre provocó en el mundo intelectual, no pudo dejar de asombrar, también, al círculo más íntimo de familiares y amigos. Para el caso, dejemos oír algunas opiniones:
«Mi sorpresa por este último libro ha sido máxima, como te puedes imaginar. Te digo con toda sinceridad, amigo mío, que esta sorpresa no se ha producido sin un sentimiento doloroso. ¿Puede uno desprenderse hasta tal punto de su alma y tomar otra a cambio?…» (E. Rhode).
«i,Qué va a seguir ahora en pie, después de que usted ha llevado a cabo un cambio monstruoso y ahora desecha lo que antes anunciaba como evangelio con voz de profeta?» (Mathilde Maier).
«No leas los libros de mi hermano, son demasiado horribles para nosotras, nuestros corazones aspiran a más que la exclusiva admiración del egoísmo. ¡Ah! y no te molestes, ni atormentes, en relacionar estos libros con el Nietzsche de antaño, no es posible. Pues ¡ay! mi querida Clara, no lo digas a nadie, he vivido aquí un tiempo espantoso. Debo reconocer que Fritz ha cambiado, es como sus libros…» (E. Nietzsche a Clara Gelzer. 24.09.1882).
No me hables de Humano, demasiado humano. De lo único que quiero acordarme al escribirte, es de que tu hermano, en otros tiempos, escribió para mí algunas de las más bellas páginas que conozco… No le guardo rencor; el sufrimiento lo ha destrozado. Ha perdido el dominio de sí mismo, y esto explica su felonía» (Carta de Cósima Wagner a E. Nietzsche).

Incluso, el propio filósofo, en carta a Paul Rée (Sept. 1879), reconocerá, a partir de este libro, sus cambios de opinión, incluyendo en ésta dos epigramas del siguiente tenor:

A mis primeros cinco libritos

Antes pensaba que la A y la 0/ se hallarían en mi sabiduría/ Ahora ya no lo pienso así/ La eterna ¡ah! y ¡Oh!/ sólo las encuentro en mi juventud»

A mi último libro

Tristemente orgulloso cuando miras hacia atrás/ Frívolamente audaz cuando confías en el futuro/ ¡Oh pájaro!, te incluyo al lado de las águilas?/ ¿Eres la lechuza de Atenas?

Con este libro, Nietzsche no sólo conmovió las convenciones de la vida diaria, la fraseología de la época, sino, también, empieza su crítica deconstructiva de todos los valores existentes. Incluso, empieza a aplicar el principio de que el mejor modo de atacar las convicciones es atacando las propias antes que las de otros:
«Repito que este libro me parece hoy un libro imposible; lo encuentro mal escrito, pesado enojoso, erizado de imágenes forzadas e incoherentes, sentimental, endulzado aquí y allá hasta la afeminación, poco equilibrado, desprovisto del esfuerzo hacia la pura lógica, muy convencido, y por esto, creyéndose dispensado de suministrar pruebas, incluso dudando que le convenga probar…» (N.T Prólogo a la 2”ed. 1886).

Después de esta crítica, difícil es encontrar a alguien que se haya referido tan mal a uno de sus propios libros. En obras posteriores, seguirá reivindicando la necesidad de cambiar de opinión en aquellos pensamientos que aspiren a tener autonomía:

«No nos haremos quemar por nuestras opiniones por lo poco seguros que estamos de ellas; por el contrario, nos dejaríamos, quizá, quemar por el derecho a tener opiniones y cambiarlas» (333, CS).
«No te disimules jamás que se puede pensar contra los propios pensamientos. ¡Júralo solemnemente! Es el primer acto de lealtad que le debes a tu pensamiento. Parte cada día en campaña contra tu propio pensamiento» (A).
«El pensar no es para nosotros un medio de conocer sino de designar el devenir, de ordenarlo, de hacerlo manejable para nuestro uso: así pensamos hoy acerca del pensar: mañana quizá de manera diferente» (Fp. 1885).

Rubricará estas opiniones haciendo una alabanza a la serpiente:
«La serpiente que no puede mudar su piel, sucumbe. Asimismo los espíritus a quienes se impide cambiar de opinión, dejan de ser espíritus».

CREACIÓN (TERCER PASO)

El tercer paso corresponde a su periodo de creación, el lado afirmativo de su obra (Voluntad de poder, Eterno retorno, El Superhombre, Amor fati , etc.,). En esta etapa elabora su “nueva filosofía”, en la que se denota un tono afirmativo que contrasta con el desenfreno negador de la etapa anterior. Aquí reconoce que la etapa de negación y desenmascaramiento no fue la estación última; es el momento en que “tiene la suerte de la humanidad entre sus manos”. Etapa que corresponde al periodo intelectual comprendido entre 1882 y 1888 (Z, MBM, GM, GC, CW DD, CI, NCWy EH).
En circunstancias que este paso lo trataré pormenorizadamente en capítulos posteriores, en el momento, mucho más no tendría que decir sobre el asunto, salvo reiterar que éste es el estado cúlmine de su filosofía, en donde materializa su anuncio tempano de crear una nueva Ilustración filosófica, cuyo punto de cierre no puede ser otro que la transvaloración.
Como bien lo señala Víctor Massuh (“Nietzsche y el fin religión “), es el momento en que Nietzsche adquiere conciencia que «es preciso sobrepasar aquel nihilismo metódico que pone al descubierto la cruda realidad y volatiliza las ilusiones, con el objeto de acceder a la gran ‘afirmación’. Lo que se afirma en esta nueva etapa no es una instancia extrahumana: ¡Ningún Dios, ningún hombre por encima de mí! La realidad fundante y originaria es, aquí, la voluntad creadora».

UNA EXCEPCIÓN

De lo dicho, pudiéramos concluir que Nietzsche es contradictorio en todo lo que piensa y escribe. Sin embargo, pensarlo así sería un juicio errado, porque si bien es contradictorio en los más variados tópicos que abordó, no lo es tanto así en sus ideas filosóficas propiamente dichas. En efecto, desde sus primeros escritos –según datos entregados en la biografía de Daniel Halévy-, el filósofo manifestará una idea precisa de la filosofía, no apartándose de ella durante toda su vida. En sus cuadernos de infancia y notas de juventud, se empiezan a vislumbrar ya las orientaciones centrales de su pensamiento filosófico posterior:
«Cuando se es dueño de sí mismo -enseñaba gravemente a su hermana- se es dueño del mundo entero».
¿Qué es, pues, la humanidad? Apenas lo sabemos: ¿un grado en un conjunto, un período en un devenir, una creación arbitraria de Dios? ¿El hombre, es otra cosa que una piedra evolucionada a través de los mundos intermedios de las floras y las faunas? ¿Es ya un ser acabado, o qué le reserva la historia? ¿No tendrá fin este devenir eterno? ¿Cuáles son los resortes de este gran reloj? Están ocultos; pero, por larga que sea la duración de la gran hora que llamamos historia, son los mismos en cada instante…»
«…He ahí como se separan las vías de los hombres: si deseas el reposo del alma y la felicidad, cree; si quieres ser un discípulo de la verdad, entonces busca…».

Más importante es una anotación póstuma escrita antes de la publicación de su primer libro:
«Mi filosofía es un platonismo al revés».

En esta temprana reflexión, Nietzsche sintetiza todo el centro de su pensamiento filosófico, esto es, una enconada lucha a lo largo de su vida contra la Idea platónica, como expresión fundante de la metafísica. Más aún, el año 1862, cuando apenas se empinaba sobre los 17 años de edad, encontramos unos escritos de juventud bajo el título “Destino e Historia”; importante, en cuanto contiene aspectos sustantivos que servirán de base para el nudo central de su pensamiento filosófico posterior:
«Pero tan pronto como fuera posible, mediante una fuerte voluntad, derribar todo el pasado del mundo, nos situaríamos inmediatamente en la línea de los dioses independientes, y la historia del mundo ya no sería para nosotros sino un quimérico ensimismamiento; cae el velo y el hombre se encuentra de nuevo como un niño que juega con mundos, como un niño que despierta con el crepúsculo matutino y riendo se sacude de la frente los horribles sueños».
«…No estamos sometidos desde nuestros primeros días al yugo de la costumbre y de los prejuicios, no estamos impedidos en el desarrollo natural de nuestro espíritu por las impresiones de nuestra infancia?»

De otra parte, más adelante, en carta a su amigo Gersdorff 07.04.66), después de relatar una tormenta, agregará lo siguiente:
« ¡Qué me importaba el hombre y su intranquilo deseo! ¡Qué me importaba a mí el eterno ‘debes’, ‘no debes’! Qué diferente el rayo, la tempestad, el granizo, las fuerzas desatadas, sin ética! ¡Qué felices, qué poderosas son, pura voluntad sin la confusión del intelecto!».

Se desprende de este juicio, una temprana reivindicación del mundo sensible, al poner en primer plano las fuerzas de la naturaleza, fuerzas ajenas a todas las formulaciones arbitrarias creadas por el intelecto.
Siguiendo en la línea, poco después, en abril de 1867, Nietzsche hace una declaración a su amigo Deussen del siguiente tenor:
«Mis perspectivas para el futuro son imprecisas, por lo tanto buenas, pues sólo la certeza es horrible…».

En otra carta, enviada a su amigo Gersdorff, en una de sus partes podemos leer:
«… Que Zeus y todas las musas me preserven de ser un filisteo, un anthropos ámousos, un hombre de rebaño» (13.04.68).

Y por si fuera poco, en su primera obra (NT,1862) analiza la dicotomía conceptual entre lo apolíneo y lo dionisíaco, términos que ejercerán una función clave en todo su pensamiento filosófico posterior. De buen modo, podríamos concluir que dichos términos, en su antagonismo, podrían ser considerados como las categorías básicas de su filosofía.
Más adelante, en la década posterior al 80, sobran sus juicios para reiterar los elementos conceptuales más fundamentales que, desde sus primeros apuntes, empiezan a darnos luz de lo que irían a ser sus ideas filosóficas ya en su edad madura:
«Afortunadamente soy un ser viviente y no una mera máquina de analizar y un aparato de objetivación» (Carta a Franz Overbeck, 14.11.86).

En definitiva, Nietzsche deja en evidencia que el centro de su obra en cuanto a que la metafísica, la moral, la religión y la ciencia son ficciones creadas a partir de la necesidad básica del hombre de hacer frente a un devenir que le es incierto y que desconoce; son ideas ya anticipadas en su temprana edad. En efecto, cuando aún no pensaba ser filósofo, encontramos en sus primeras anotaciones los elementos antimetafísicos que darán cuenta más tarde de los fundamentos centrales de su filosofía.
Por ello, Ivo Frenzel, en su biografía de Nietzsche, apunta: «Los grandes temas de Nietzsche surgen en épocas tempranas y se mantienen luego con el correr de los años, de modo que aquel que pretenda iniciar el estudio del filósofo alemán, no necesita sumergirse de entrada en la intrincada problemática de las obras póstumas o de su última época. El pensamiento de Nietzsche puede también ser descubierto y comprendido a partir de sus creaciones anteriores».
Con mayor énfasis, aún, esta coherencia la destacará Maurice Blanchot, distinguiendo dos discursos: el primero, retoma los temas fundamentales de la filosofía, es sistemático y obedece a las reglas lógicas. El segundo, en cambio, es asistemático y fragmentario: «Existen dos hablas en Nietzsche. La una pertenece al discurso filosófico, a ese discurso coherente que a veces Nietzsche desea llevar a su culminación al componer una obra de envergadura análoga a las grandes obras de la tradición. Los comentaristas lo reconstruyen. Sus textos fragmentarios pueden considerarse como elementos de ese conjunto. Pero queda el hecho claro que Nietzsche no se contenta con ello. E, inclusive, si una parte de sus fragmentos pudo ser relacionada con una especie de discurso integral, es patente que éste -el cual constituye la filosofía misma- es superado siempre por Nietzsche, quien más bien lo supone en lugar de exponerlo, a fin de poder discurrir más allá, de acuerdo con un lenguaje completamente distinto, no el lenguaje del todo, sino del fragmento, el de la pluralidad y separación» (“La ausencia del libro y la escritura fragmentaria”).

III

MALENTENDIDOS, IMPOSTURAS

«La llamada relación de Nietzsche con el
nacionalsocialismo es un cuento lamentable.
Lamentable, por la bajeza de la gesticulación,
por la mezquindad de los espíritus y por la
absoluta falta de nivel de toda aquella ostentación».

(“Malentendidos de una vida filosófica”, Richard Wisser)

PREPARANDO EL ESCENARIO

Erich Fromm, refiriéndose a la doctrina de Carlos Marx, señalaba que “una de las ironías peculiares de la historia intelectual es el que no haya límites para el malentendimiento de las teorías aún en una época donde hay acceso ilimitado a las fuentes» (“Marx y su concepto del hombre”). Ahora bien, si esta referencia la hiciéramos recaer hoy sobre el pensamiento de Nietzsche, sin duda, tal juicio adquiriría mayor significado aún.
Lo dicho, porque la crítica filosófica se ha acostumbrado a atribuirle a sus ideas determinados supuestos, lo que ha llevado a Erich Podach a decir que: «Nietzsche, en su vida y obra, ha sido la figura más falseada y desenfocada de la historia de la filosofía contemporánea» y, más aún -agregaría yo-, de toda la historia filosófica hasta ahora conocida. Sin embargo, este hecho no tendría porqué haber sorprendido al filósofo, puesto que más de una vez, el mismo anunció que sus ideas no iban a ser comprendidas bien del todo:
« ¿Nos hemos quejado alguna vez de que nos comprendan mal, de que nos ignoren, de que nos confundan con otros, de que nos calumnien, de que nos escuchen o de que apenas lo hagan? Eso es precisamente lo que nos ha tocado en suerte -y lo que nos seguirá tocando mucho tiempo aún!…» (371, GC.).

En efecto, numerosos intérpretes se han encargado de postular y difundir, respecto de su pensamiento y obra, interpretaciones equívocas en tal o cual sentido, dejándose seducir por la atracción que produce su particular estilo literario, fundamentalmente, por los efectos que produce tal o cual aforismo. De ello, Nietzsche siempre tuvo conciencia, lo que queda testimoniado por las advertencias reiteradas que hace a sus lectores respecto del tema:
«Los peores lectores son aquellos que proceden como soldados saqueadores: extraen de su lectura algunas cosas que pueden serles útiles; ensucian y confunden lo restante y lo ultrajan todo» (Cit. por Richard Wisser. “Nietzsche actual e Inactual”, Vol. 2).

Así, de acuerdo al sabor que haya dejado tal o cual idea, o tal o cual aforismo, Nietzsche será utilizado como una especie de carta al gusto para las más dispares interpretaciones, las más de las veces a favor de todo aquello que él expresamente combatió. Por las investigaciones iniciadas por Karl Schlechta, mayormente documentadas después por Colli y Montanari, hemos llegado a saber, por ejemplo, que su hermana Elizabeth, estando aún él en vida, mediante falsificaciones en sus escritos, dio inicio a las innumerables leyendas que se han tejido en torno a su persona y su pensamiento. De otra parte, el libro “Mi hermana y yo”, atribuido a su autoría, ha resultado ser un plagio literario, y la “Voluntad de Poder”, con influencia notable en las investigaciones posteriores, ha resultado ser un libro que nunca llegó a escribir; todo ello, sin perjuicio de los acomodos y adulteraciones de que fue objeto, en su primera edición, su último libro “Ecce Horno “.
Sin embargo, de todos los malos manejos que se han hecho sobre su pensamiento y obra, la mayor, y más conocida de todas, ha sido aquella creencia generalizada de que habría sido el inspirador filosófico del nacionalsocialismo alemán. Un supuesto atribuido a partir de las manipulaciones que los nazis hicieron de sus ideas con el fin de proveerse de un fundamento filosófico que diera credibilidad a su nefasta doctrina. Sacando de contexto unos aforismos, los propósitos político-ideológicos promovidos por los nazis lograron ser finalmente socializados al interior del inconsciente de la opinión pública. No obstante, para que esto pudiera ser posible, tuvo que llevarse a cabo toda una trama cuyos antecedentes originarios se remontan a hechos sucedidos 50 años antes del advenimiento del régimen nazi. Entre éstos, cabe mencionar dos hechos significativos: por un lado, la fundación por Bernhard Förster, en Paraguay, de la colonia “Nueva Alemania” (1887), y por otro, la fundación por parte de Elizabeth Nietzsche, del “Archivo Nietzsche” en Weimar (1893).
Encontrándose comprometido en este trabajo la desmitificación de ciertas creencias socializadas en la opinión pública, será de interés dar a conocer entretelones de estos hechos que derivaron posteriormente a desarrollar toda una trama para atribuir supuestos al filósofo favorables al nacionalsocialismo alemán y que,. por cierto, éste nunca jamás se planteó como horizonte ni político ni ideológico.

BERNHARD FÖRSTER

«…Un amigo nuestro, el Dr. B. Fürster estuvo recientemente aquí: está lleno de un entusiasmo sin límite hacia las aspiraciones wagnerianas. Disfrutamos enormemente ora en comparación, ora en auto negación heroica, cristianismo, heroísmo, vegetarismo, cuestiones arias, colonias en el sur, etc… ¡Me resulta tan agradable todo esto, y me siento tan feliz con todas estas concepciones!…» (Elizabeth Nietzsche a Peter Gast. Naumburg, 07.01.83).

¿Quién era Bernhard Förster y qué importancia tuvo para lo que habría de ser la mayor impostura del pensamiento de Nietzsche? El que llegaría a ser el marido de la hermana del filósofo ejercía desde el año 1870 como profesor en la escuela de Bellas Artes y en un instituto de Berlín. Obligado a abandonar su puesto docente a causa de sus actividades antisemitas, viajó al Paraguay para estar de regreso en Alemania en la primavera del año 1885. De vuelta fundó una cooperativa de colonización y se dedicó a reclutar emigrantes para regresar al Paraguay y establecer allí una empresa colonizadora.
Es en el año 1876 cuando Elizabeth conoce a Bernhard en Bayreuth, quedando desde un principio influenciada por las ideas germánicas y antisemitas de éste. Y aunque ya abrazaba dichas ideas, fue el fuerte carácter de Bernhard lo que la influyó para que sus posiciones en tal sentido se radicalizaran. Estableciéndose una mutua atracción entre ambos, pronto el romance no se hizo esperar, comprometiéndose el uno al otro el año 1883. En un comienzo, el que iría a ser su cuñado no le resultó del todo antipático a Nietzsche, pues veía en las ideas de éste una visión específicamente alemana, en la cual él mismo se había encontrado comprometido en su juventud. Sin embargo, a poco andar, su distanciamiento de él empezó a hacerse cada vez más notorio, fundamentalmente, por la radical posición antisemita de éste, cuestión que a esas alturas a Nietzsche le llegaba a resultar insoportable.
En efecto, a pesar de no serle desconocido el antisemitismo, aún más, encontrándose familiarizado con tal postura por sus estrechas relaciones con el círculo de Wagner, sin embargo, dicha cercanía no había dejado de ser superficial, en cuanto vinculación dentro de un ámbito puramente intelectual. Con Förster, en cambio, se encontró involuntariamente empujado a una proximidad con la rama práctico-política del antisemitismo, lo que le permitió comprender en su verdadera dimensión los alcances que comportaba tal postura. Se tienen antecedentes de que Förster, siendo wagneriano, habría sido, probablemente, el primero que, en determinadas conferencias, habría hecho referencias hacia Nietzsche como simpatizante antisemita; a lo menos, así se lo cuenta el propio filósofo a Overbeck en marzo de 1882. Nietzsche, al parecer, a partir de ese hecho empieza a tomarle distancia precisamente, por esa licencia que se había tomado de comprometerlo con algo a lo que él ya había empezado a despreciar.
Förster, además de wagneriano era un naturista fanático, que luchó denodadamente en contra de la vivisección y en favor del vegetarianismo. Sin embargo, en su trabajo ideológico y político es donde pone toda su energía, haciendo del nacionalismo alemán y el antisemitismo fuente de todas sus actividades y preocupaciones. Como antisemita lo vemos participando activamente en el grupo de los “Siete alemanes” por cuya iniciativa en Abril d 1881 se le hizo entrega a Bismarck de una solicitud con 267.000 firmas pidiendo la eliminación de los judíos de los cargos públicos y de los sistemas de enseñanza. Con el mismo grupo fundó el “Partido del pueblo alemán “, el cual, explotando la reciente desilusión provocada por la crisis económica en Alemania incentivó el nacionalismo y antisemitismo a través de todo el territorio: «Solamente unidos todos -decía- podremos derrotar la plaga judía».
Para sus propósitos político-ideológicos, el círculo de Wagnerr resultó a Förster un lugar muy apropiado; siendo Wagner una personalidad cultural influyente en Alemania, no habría de pasar mucho tiempo para que Förster quedara encandilado con la magia que brotaba de sus palabras. Y mientras Bernhard se entusiasmaba con Wagner, Elizabeth, veía en su mujer, Cósima, el símbolo de lo que la mujer alemana podía realizar. Pero, en lo que al caso importa, Förster quedó influenciado por un escrito de Wagner del año 1880, titulado “Religión y arte “. Un escrito en que el músico reivindica la necesidad del establecimiento de una colonia puramente alemana en Sudamérica, en la que ciertamente los judíos se encontrarían proscritos. Tal idea sería el origen de lo que más tarde Förster haría en Paraguay fundando la colonia “Nueva Alemania “. Por cierto, no una colonia cualquiera, en cuanto sus propósitos estaban bien definidos: una colonia que sirviera como Estado de reserva cuando la Alemania del viejo mundo cayera alguna vez en manos de los rusos, los judíos o los romanos.
Alentando esta empresa, Elizabeth dirá: «Encuentro a Fritz cada vez menos comprensivo. Querría que compartiese las ideas de Förster, sus ideales que harán a los hombres mejores y más felices si son promocionados y llevados a la práctica. Algún día Förster será elogiado como un gran alemán benefactor de su pueblo». No obstante, a esas alturas, Nietzsche dejaba oír sus lamentaciones: «Ese maldito antisemitismo es la causa de una profunda brecha entre mi hermana y yo». Un abismo insondable se había abierto entre ambos hermanos y, tanto fue así, que el día que ésta se casó con Bernhard (22.05.85), Nietzsche se negó a asistir a la boda; sus diferencias eran ya insalvables:
«Es doloroso para mí oír la voz de mi hermana. Soy la víctima de su despiadado deseo de venganza. No hay ninguna posibilidad de reconciliación con esa gansa vengativa y antisemita».
Por eso, cuando Förster y Elizabeth partieron en su aventura colonizadora a Paraguay, Nietzsche pareció respirar aliviado, como sacándose un gran peso de encima.

LA NUEVA ALEMANIA

Nos encontramos en el momento en que los planes colonizadores de Bernhard y Elizabeth están en pleno apogeo. Por medio de una difundida propaganda empiezan a reclutar seguidores para su empresa; como principal requisito se exigía que sus participantes fueran de raza aria de cuya pureza no pudieran existir dudas. Al cabo de un año lograron reclutar a un grupo de pioneros pobres. El día de la partida (15.02.87), una gran multitud se apostó en los muelles del puerto de “Hamburgo”; Nietzsche se negó a estar presente el día de la despedida, no obstante, se daba cuenta de que, a pesar de sus diferencias con su hermana, la extrañaría.
«He perdido a mi hermana, estamos irremisiblemente separados, las ideas de mi cuñado por las que está dispuesta a vivir y a morir son mucho más extrañas para mí que el mismo Paraguay».

A bordo del vapor “Uruguay “, el viaje duró más de un mes en un agotador y caluroso viaje. En las “Bayreuther Blatter”, el 02.05.87, se registra un artículo de Förster relatando impresiones sobre las vicisitudes del viaje: «Hemos hecho nuestra entrada solemne en la nueva región». Sin embargo, pese al entusiasmo de Förster, al llegar al lugar elegido, los colonos enmudecieron ante el paisaje inhóspito y desolador que se les presentaba a su vista; sin embargo, era ya demasiado tarde para arrepentirse y regresar.
A los lugareños sólo se les permitió el acceso como sirvientes y trabajadores, quedándoles prohibido establecerse en el campamento y en sus alrededores más inmediatos. Desde un principio, Elizabeth y Bernhard mostraron predilección por toda clase de parafernalia; así lo demuestran crónicas y cartas de la época. Nietzsche, por ejemplo, por cartas de su hermana se entera de que en la ceremonia de inauguración «se habían hecho disparos aire con armas de fuego, que había habido caballos adornados, que la gente se alineaba a las puertas de sus casas para regalarles flores y cigarros y que le pedían a Elizabeth que bendijera a sus hijos. Se pronunciaron discursos, se recitaron poemas y hubo una procesión que pasó bajo un arco triunfal. A todo esto siguió un desayuno de festejo» (Cit. por Lesley Chamberlain. Nietzsche en Turín»). En sus notas, Elizabeth escribirá: «Finalmente, puse pie en el suelo de la “Nueva Alemania “, con un discurso de bienvenida un colono alzó su copa y gritó: larga vida a la madre de la colonia, lo que alegró mi corazón».
Desde el momento de su llegada, el matrimonio Förster se asignó privilegios, tanto en lo referente a su alimentación como a la misma residencia que se mandaron a construir. Elizabeth, mostrándose soberbia y altanera, siempre presumió de la gran cantidad de sirvientes y trabajadores que se encontraban a su disposición. Pese a la pesada carga de trabajo, se hacía tiempo para escribir notas tras notas: «Qué oportunidad estamos ofreciendo a los trabajadores alemanes que malgastan sus vidas en pobreza, enfermedades y desesperanza en muchas partes de la vieja Patria. Qué idílico cuadro hemos creado, nada es extranjero aquí, todo es casero y alemán».
A los pocos meses, los colonos empezaron a darse cuenta de lo serio de su situación; contrajeron enfermedades incurables y la nube de insectos de la selva era una constante amenaza a su salud y a sus propias vidas. El suelo arcilloso y seco, imposible de arar, obligaba a los colonos a vivir de una dieta de yuca, lo único cultivable en clima tan duro. Muy pronto el ánimo empezó a declinar. Förster había elegido una posición tan alejada de la civilización que el establecimiento de la colonia se hacía prácticamente inviable; al borde de la hambruna, y cada vez más desesperados por el aislamiento, los colonos empiezan a mostrar su descontento, sobre todo, volviéndose en contra de Elizabeth, quien los trataba con aire superior de ama. Esta, sin parecer darse cuenta de lo serio de la situación, seguía escribiendo una intensa propaganda: «Cuando limpiamos los bosques con el sudor de nuestra frente, preparando el fértil suelo para su cultivo, sentimos en nuestros corazones que es precisamente este tipo de trabajo el que nos hace los herederos espirituales de Ricardo Wagner».
Pese a los esfuerzos de los esposos Förster, los problemas se van haciendo cada vez más insoportables, agravado todo ello por la fuerte deuda contraída por Bernhard para el financiamiento de su empresa colonizadora. Presionado económicamente deja los asuntos coloniales en manos de Elizabeth para regresar a Alemania en una desesperada búsqueda de dinero. Pero ya todo esfuerzo parecía inútil para salvar a la colonia de un desastre; muchos empiezan a desesperarse, lo que obliga a los esposos Förster a poner mano de hierro para que no cundiera la indisciplina. En una situación insostenible, algunos colonos lograron abandonar la colonia, pero, a la vez, otros nuevos lograron ser reclutados. Uno que regresó a Alemania escribió un libro detallando las barbaridades y abusos de la pareja, revelaciones que empujaron a Förster a una fuerte depresión. Un día, abandonando inesperadamente la colonia, se fue a ahogar sus penas al hotel “Del Lago “, cerca de Asunción; la camarera del hotel encontraría su cadáver en su habitación: se había envenenado con una mezcla de estricnina y morfina (03 .06.89).
La noticia de la muerte de Förster fue un segundo gran golpe para Elizabeth que acababa de recibir noticias relacionadas con la pérdida de lucidez de su hermano. Junto a una explosión de energía creativa, el cerebro de Nietzsche había colapsado. Esta nueva situación le vino muy a propósito para desembarazarse de la colonia en el momento de su mayor crisis. Al llegar a la estación de Naumburg, ante sus ojos un patético espectáculo: Nietzsche junto a su madre saludaba a su hermana sin reconocerla.
Atrás había quedado la colonia, la que hasta hoy ha cambiado muy poco. La “Nueva Alemania “, inviolada por la civilización moderna, tiene muy poco contacto con el mundo exterior. Sus calles aún mantienen el nombre de la mujer que la cofundó. La gente que hoy ahí permanece sigue viviendo la misma vida que la de los campesinos alemanes del siglo XIX, y no saben nada de la moderna Alemania. En una zona escogida por su aislamiento, rodeada de una espesa selva y rápidos ríos, la colonia se encuentra sellada para el mundo, fosilizada en el tiempo. Los pocos alemanes que quedan allí se encuentran todos emparentados; para ellos, la lucha no es sólo por la supervivencia, sino también para conservar su identidad racial y cultural. La historia de la “Nueva Alemania” se ha transmitido de generación en generación. Su racismo se ha desplazado desde los judíos, con los que no han tenido contacto desde hace más de cien años, hasta los paraguayos que viven cerca del lugar. El primer proyecto de Elizabeth había concluido, una nueva etapa estaba por comenzar:
«Ahora debo decir adiós a los asuntos coloniales, otra gran tarea vital reclama mi tiempo y mi energía, el cuidado de mi único y querido hermano, al filósofo Nietzsche, la protección de sus obras, y la descripción de su vida y de su pensamiento».

EL ARCHIVO NIETZSCHE

El año 1893, ya sin lucidez el filósofo, su hermana Elizabeth decide que sólo ella podía administrar sus ideas y escritos, para cuyo propósito funda el “Archivo Nietzsche “. Pretendiendo inmortalizarlo de acuerdo a sus propias ideas llegará a decir: «Tengo el deber de defender, de enmendar las faltas y de representar los hechos y experiencias de la vida de mi hermano con la más escrupulosa exactitud, puesto que nadie estuvo tan cerca de él como yo».
Gracias a su perseverancia, poco a poco, logra hacer que sus libros se empiecen a vender y que su nombre sea reconocido, no sólo en Alemania, sino también en el resto de Europa. Como nunca antes, hizo que las ediciones de la obra de su hermano empezaran a conocer el éxito y, como sacerdotisa principal del culto a Nietzsche, su propia fama también empezó a crecer, la que se acrecentó más aún después del fallecimiento de su hermano (1900).
Años más tarde, durante el transcurso de la “1 Guerra Mundial” la fama de Nietzsche era innegable; como vivo testimonio han quedado las imágenes de los jóvenes wandervogel, los que antes de partir a batalla guardan en sus mochilas el libro “Así hablaba Zaratustra “. Durante la guerra, Elizabeth reavivará sus ideas nacionalistas de antaño, comprometida en una exhortación a la nación alemana para que participara en la guerra: «Es un gran reto para los alemanes el levantarse y luchar. En cada alemán hay un luchador sin importar a qué partido pertenezca y este guerrero interior surge cada vez que la patria se siente amenazada». No habiendo considerado la posibilidad de la derrota, cuando ésta se produjo mostró una gran contrariedad: «No pude soportarlo, nuestras tropas en el frente eran invencibles, pero nuestros estúpidos guardias tontos e infantiles, han apuñalado a nuestros valientes soldados por la espalda. Alemania ofrece un espectáculo deplorable. Cada día quisiera morir».
Después de la derrota, los esfuerzos publicitarios de Elizabeth no cesaron, encontrando gran receptividad en importantes figuras políticas que anunciaban ya el advenimiento del nuevo régimen nazi. Y no sólo logró la difusión masiva de los libros de su hermano, sino también, ella misma logró ocupar un puesto destacado en el campo de las letras con sus propios escritos; el año 1923, logra ser nominada, por tercera vez, al Premio Nóbel de Literatura convirtiéndose, de este modo, en la principal letrada de Alemania.
La reivindicación del nombre de su hermano tuvo tal éxito que logró, incluso, que su nombre y fama traspasara las fronteras alemanas, atrayendo la atención del mismísimo Benito Mussolini, a quien Elizabeth consideraba como el Nuevo César de Italia: «Ya no puedo privarme de expresar mi admiración por Mussolini. El no sólo es el gobernante preeminente de Europa, sino del mundo entero. Mi hermano habría sentido gran orgullo de admirar a este hombre maravilloso, un hombre alegre, poderoso y triunfador que le ofrece al hombre la esperanza de la salvación».
Con regularidad supo mantenerse en contacto con el dictador italiano llegando, en febrero de 1932, a montar en Weimar una obra escrita por éste. Impedido Mussolini de asistir, sin embargo, como contrapartida, esa noche logró conocer al hombre que ejercería una gran influencia sobre su vida y sobre la reputación de su hermano: Hitler entraba a su palco privado obsequiándole un enorme ramo de rosas. Cuando Hitler asumió al año siguiente el poder, Elizabeth se encontraba llena de júbilo: «Estamos ebrios de entusiasmo por tener a la cabeza del gobierno a un hombre tan maravilloso, a una persona fenomenal, a nuestro Canciller Adolfo Hitler. Al fin hemos encontrado a esa Alemania que durante siglos nuestros poetas han descrito anhelosamente en sus poemas y a la cual todos hemos estado esperando».
Pocos meses después, en un nuevo encuentro con Hitler, dirá: «Fue en el Teatro, en una representación de Tristán e Isolda, en honor al aniversario de la muerte de Wagner, que tuve la gran fortuna de mantener una conversación personal con nuestro maravilloso Canciller». Hitler, dándose cuenta del valor propagandístico que el Archivo podía brindarle, comienza a visitarlo asiduamente, lo que hace caer a Elizabeth en un gran entusiasmo: “Si mi hermano lo hubiera conocido su más grande deseo se hubiera hecho realidad. El cambiará a Alemania por completo, pero debemos de ser pacientes. Lo que más me agrada de Hitler es su simplicidad y naturalidad. El no quiere nada para sí mismo, sino todo para Alemania. Lo admiro profundamente».
Para los nazis, las ideas de Nietzsche les vienen muy a propósito para el esquema de su programa; Hitler y Goebbels se encontraban empeñados por sacar a luz todo lo que consideraban lo mejor de la cultura alemana y destruir todo aquello que consideraban decadente. Los libros de los autores considerados decadentes fueron incinerados salvándose los libros de Nietzsche de caer en las llamas; por el contrario, fueron colocados junto a las biblias del nazismo. Así, los escritos de Nietzsche, quien había sido el más mordaz exponente contra el antisemitismo, fueron utilizados para respaldar los decretos más abominables en contra de los judíos. Elizabeth llegará a decir: «El lazo que une a Nietzsche con el nacionalsocialismo es el heroísmo que existe en su alma».
A esas alturas, Elizabeth se daba el lujo de contar con dos patrocinadores importantes: Hitler y Mussolini; cuando éstos se reunieron en Venecia, el 14 de junio de 1934, creyó oportuno enviarles el siguiente telegrama: «El espíritu de Nietzsche envuelve este encuentro entre los dos gobernantes más importantes de Europa». Ambos dictadores agradecieron sus elogiosas palabras reconociendo que habían sentido la presencia espiritual del filósofo, confesando su veneración por Nietzsche y el respeto hacia ella como custodio de su filosofía.
A los 88 años, Elizabeth ya era tema frecuente de conversación entre los dos líderes. Hitler, abriendo una vez más espacio en su agenda la visita en el Archivo. De este encuentro, un observador dejó sus impresiones: «Así como en pasados tiempos una abnegada madre le hubiera dado la bienvenida a su hijo, bajo la sagrada llama de una sacerdotisa vigilante, nadie que lo haya presenciado olvidará nunca cómo el hombre a quien el mundo entero ve con el más agudo interés, saluda a la dama mientras ambos permanecían de pie bajo la radiante luz del sol». Elizabeth, para congraciarse con Hitler; obsequia al Führer el bastón de Nietzsche y una copia antisemítica que Förster le había presentado a Bismarck 50 años atrás.
Para 1935 su salud empeoraba. Tras la operación de uno de sus ojos, le escribió al Führer contándole que había releído su libro “Mi lucha” durante su convalecencia: «Esas poderosas y profundas percepciones y consideraciones sobre la nueva creación del carácter alemán se apoderaron de mí. Le aconsejaría a cualquier inválido sumergirse en este maravilloso libro y encontrar la fuerza y el valor para luchar contra las adversidades del destino».
Sin embargo, Elizabeth consideraba que había una persona que no había recibido aún el reconocimiento por sus servicios a la patria; decide influir en el Führer para reparar tamaña injusticia; Förster estaba a punto de ser elevado a una posición importante dentro de la mítica historiografía nazi. Hitler, en reconocimiento de que medio siglo atrás ella y su esposo habían puesto en práctica las ideas del racismo ario, envía emisarios al cementerio de la selva paraguaya donde éste había sido enterrado en 1889. Elizabeth lograba así el reconocimiento hacia su esposo por el trabajo de toda su vida a favor del nacionalismo y antisemitismo.
Al fallecer Elizabeth (09.11.35), Hitler tomó su lugar al pie del ataúd. Uno de sus lugartenientes leyó el discurso ceremonial: «Usted, mi Führer, nos ha infundido un gran respeto y admiración por esta gran mujer alemana, a quien la eterna providencia se ha llevado para reunirla con su incomparable hermano, el buscador de la verdad, el profeta de la lucha, el heroico y eminente Friedrich Nietzsche. La Alemania socialista nacional protegerá con eterno agradecimiento, el importante legado intelectual del gran filósofo Friedrich Nietzsche. El y su hermana han pasado a la inmortalidad».
La inmensa sombra de Elizabeth y la representación fraudulenta de la filosofía de su hermano, llegaron a engañar a los más reputados intelectuales de la época, los que no pudieron dejar de sustraerse a las imposturas y malinterpretaciones hechos sobre su vida y obra por Elizabeth. La influencia de las malinterpretaciones de ésta y las del Archivo Nietzsche fueron de tal alcance y magnitud, que llegaron a afectar hasta los mismos procesos judiciales de Nuremberg; tal fue así, que el fiscal francés durante el juicio en su condena llegará a exclamar: «Si es cierto que las razas superiores deben exterminar a la gente subordinada y decadente, entonces, qué métodos de exterminación usaran para intimidarlos; esto era la moralidad de la inmoralidad, el resultado de la más pura enseñanza de Nietzsche».

SUPUESTOS POLÍTICOS

Fue Alfred Baumler quien, el año 1931, descubriendo la filosofía de Nietzsche, concluye desde allí interpretaciones que sirvieran a los fundamentos teóricos de la doctrina nazi. Las dificultades que representaban los juicios anti alemanes del filósofo fueron eliminados bajo el fundamento de que: «Nietzsche lucha contra el Reich, no porque sea alemán, sino porque es alemán y cristiano. Piensa en una forma más audaz y ambiciosa de ser alemán: Alemania debe volver a dominar a Europa». Así, por voluntad de Baumler, Nietzsche ya no pertenecerá más al Occidente, pasando a ser el Sigfrido del Norte Germánico, el espíritu nórdico y pertenecerá al espíritu de la Gran Guerra: «La creadora de una Europa que sea algo más que una colonia romana, sólo puede ser la Alemania nórdica, la Alemania de Holderlin y Nietzsche».
A su vez, Alfred Rosenberg, a cargo de la educación e instrucción intelectual del partido nazi, sin encontrarse del todo convencido de los ajustes de las ideas de Nietzsche con el espíritu alemán, no tendrá reparos en eclipsar sutilmente a Nietzsche en su libro “El mito del siglo XX”, mencionándolo con marcada hostilidad, en los siguientes términos: «Bajo la bandera de Nietzsche se alinean los rojos estandartes y los predicadores nómadas del marxismo. En su nombre tuvo lugar la contaminación de razas, con la intervención de todos los sirios y negros». Sin embargo, a pesar de sus aprehensiones, pudieron más las necesidades políticas del régimen, terminando por acomodar la ideología nazi de modo que ésta apareciera impregnada de una atmósfera nietzscheana
No obstante, para ajustar las ideas del filósofo a los requerimientos del régimen nazi, necesariamente tenía que existir una gran dosis de ignorancia respecto del significado de sus ideas, lo que queda al descubierto en el momento de revelarse los verdaderos entretelones que originaron tan burda trama. En efecto, Carl August Emge -quien había sido director del Archivo- pone al descubierto esta impostura diciendo que ni a Hitler ni a Rosenberg jamás nunca se les había ocurrido formularle la menor pregunta sobre Nietzsche, expresando al respecto el siguiente juicio: “Estos frutos tan ridículos no son los frutos por los que se puede conocer a Nietzsche». Y no deja de tener razón, si se considera que Hitler en su libro (“Mi lucha”) no menciona ni una sola vez a Nietzsche.
A Benito Mussolini también le cabe cierta responsabilidad en lo que respecta a los supuestos de que fue objeto el pensamiento de Nietzsche, al confesar que sus ideas habían sido influenciadas por éste. Efectivamente, Mussolini se encuentra con la obra del filósofo en 1908, en Suiza, con ocasión de su exilio. Sintiéndose incomodado en la estructura del partido socialista, demasiado burocratizado y poco abierto para pensar, ve en la obra del filósofo la posibilidad de desesquematizar su pensamiento; lo atraía el poderoso lenguaje de Nietzsche, cuando en “Así hablaba Zaratustra “, hace referencia a un “Superhombre “, un hombre que pasa por encima de las instituciones para lograr sus fines. Sin embargo, a diferencia de Hitler, hay que reconocer en Mussolini, que estuvo siempre atento a los problemas filosóficos e intelectuales, los que seguía y estudiaba con gran interés. Imbuido en este espíritu, ve en Nietzsche un pensamiento liberador que se aviene muy bien con su carácter por su resistencia a los planteos esquemáticos y puramente intelectualistas que se encontraban en boga. Para él, la figura del “Superhombre “, fuerte, libre y crítico, transformador de un mundo lleno de tediosa inmovilidad, es lo que permite hacer de la política contingente y corrupta un acto de la “Gran Política “: «No se sorprendan si de cuando en cuando introduzco intersticios literarios en el tratamiento tan árido de esta materia para aligerarles el deber como escuchas, pues porque yo, como discípulo de Federico Nietzsche, polaco-germánico, he aprendido de él que en las cosas difíciles es necesario proceder con paso cauto pero ligero» (discurso en la Cámara de Diputados, 1934).
En este mismo sentido, evocando episodios de la primera guerra mundial, llegará a referir la siguiente relación: «…entonces elegí el mar Mediterráneo y a Nietzsche como mi gran aliado». Y rubricará: «Alemania ha regalado al mundo a los dos más grandes espíritus del siglo: Goethe y Nietzsche». Incluso, llega a elaborar un escrito dedicado al pensamiento del filósofo, bajo el título “La filosofía de la fuerza “.
Hitler, en cambio, a diferencia de Mussolini, desconocía el pensamiento filosófico de Nietzsche eludiendo referirse a él, a menos que fuera para valerse de ciertas frases sueltas que, tomadas fuera de contexto, pudieran ser usadas para propósitos de la ideología nazi. Por las investigaciones hasta ahora conocidas, todo parece indicar que Hitler no conoció la obra de Nietzsche e, incluso, que ni siquiera leyó una palabra de sus libros.
Por fortuna, una vez derrotado el régimen nazi, el armado x este fraude se viene estrepitosamente abajo. Y no podía ser de otro modo, del momento que sabemos que Nietzsche fue enemigo declarado del Estado y de los modernos movimientos de masas; paradójicamente, el fascismo hizo del Estado objeto de su adoración, y de los movimiento de masas el centro de su fuerza.

IMPOSTURAS LITERARIAS

En julio de 1945, cuando el “Ejército Rojo” se hizo cargo de la ciudad de Weimar, ésta se encontraba convertida en un centro de propaganda nazi, cuyo centro lo ocupaba el “Archivo Nietzsche “. Desde 1947, el Archivo pasa a formar parte de los lugares de conmemoración e investigación de la literatura clásica alemana. No obstante, es sólo a partir del año 1954, cuando éste fue reabierto para la investigación de todos sus documentos; desde entonces, se empieza a contar la historia de cómo se habían modificados los escritos de Nietzsche para confundirlo con los propósitos del régimen nazi. El genio que estaba detrás de ello, había sido nada menos que su hermana.
En efecto, el primer objetivo de Elizabeth, estando en vida aún su hermano, era tener acceso a sus escritos para manejarlos a su voluntad y arbitrio. Nietzsche, incapaz de sostener a esas alturas un pensamiento lúcido, se dejó llevar por los deseos de su hermana. Pero, siendo muchas sus diferencias, los propósitos de Elizabeth requerían de un gran esfuerzo, sobre todo, ante el hecho de que sus ideas sobre temas fundamentales, eran aborrecidas por el filósofo (cristianismo, moral, nacionalismo, antisemitismo, etc.). De las diferencias entre ambos, existe bastante documentación que así lo corrobora:
«Mi hermana ha descargado con toda su energía la hostilidad de su naturaleza en contra mía… Se ha desligado formalmente de mí, por el asco que le produce mi filosofía y porque yo amo el mal mientras que ella ama el bien… » (EN a Paul Rée, posiblemente el 15.09.82).
«…Querer a mi hermano, admirar su obra constituía el deber de mi vida y su centro; cierto que el amor ha quedado pero ya no puedo hacer nada por él: he perdido la fe en los efectos positivos de su filosofía…» (Elizabeth a Peter Gast, Naumburg, 07.01.83).
«Personas como ella tienen que ser irreconocibles adversarios de mi manera de pensar y de mi filosofía. Así lo quiere la naturaleza eterna de las cosas…» (F.N. a su madre, Niza, febrero de 1884).
«»Cielos! mi antisemitismo fue hasta ahora un pensamiento tan benigno y pacífico que todos mis amigos sentirán un asombro profundo al saber que éste ha podido ser la causa de nuestra separación.. .»(Elizabeth a Peter Gast, Naumburg, 26.04.84).

Al tenor de estas notas se evidencia que la separación entre ambos, no fue sólo por el antisemitismo que ésta profesaba, sino, más bien por las profundas diferencias de opinión que ésta tenía respecto del pensamiento filosófico de su hermano. Decidida a borrar esta imagen se afana por aparentar una comunión de ideas con las de su hermano, para cuyo efecto recurre a ardides no muy santos, entre otros, adulterando cartas elogiosas que él había escrito a otras personas; con simples borrones y raspaduras parecía fácil opacar sus diferencias. Mas, Elizabeth ignoraba que algunos destinatarios conservaban algunas copias facilitando así, más tarde, el descubrimiento de sus falsificaciones. Afanada en este mismo propósito, en una popular biografía sobre su hermano, introdujo inexactitudes para demostrar la intimidad de su relación con éste: «Nunca en nuestras vidas nos dijimos una sola palabra ruda». Pero, es el caso que, primero, en la biografía que publicó, y luego, en las cartas seleccionadas, sólo dio a conocer lo que de alguna manera respondía a la leyenda creada por ella. Incluso, el año 1889, su madre, que podía como nadie leer la ilegible caligrafía de su hijo, descifra las modificaciones introducidas a un fragmento de los “Ditirambos a Dionisos”; en dicha modificación, la calma se convierte en voluntad y la soledad pasa a ser un ring de boxeo, en el que el culto enfermizo a la voluntad se reduce en palabrería altisonante (Cit. por Richard Wisser. “Maluendidos de una vida filosófica”).
Así y todo, la mayor impostura literaria conocida es la publicación, bajo las órdenes de Elizabeth, de un libro hasta entonces no conocido, bajo el título «La voluntad de poder». Este libro se tuvo como la obra fundamental del filósofo sirviendo de guía para los investigadores de la época. Pero, contrariando la costumbre de entonces, Karl Schlechta ya no considera dicha obra en la suya, al contrario, nos entrega la prueba según la cual la obra citada no ha existido nunca. La colección de aforismos publicados a instancias de la hermana, no contiene nada de lo que el lector de las obras publicadas por el propio Nietzsche no conozca o pudiera haber ya conocido. En efecto, Nietzsche anunció reiteradas veces su intención de publicar una obra que incluyera la totalidad de su pensamiento filosófico. Pero es el caso que, en su momento, desistió de tal proyecto. Tal es así, que parte de las notas acumuladas para dicha obra, fueron incorporadas en el “Ocaso de los ídolos”, en “ElAnticristo” y otros textos. Sólo a Schlechta le tocó la suerte de acabar con la leyenda de la obra fundamental del filósofo, señalando al respecto: «Quien se decida por la hermana de Nietzsche se decide en contra de Nietzsche». La voluntad de poder, no sólo debe su origen a un malentendido, sino a la completa ignorancia de la señora Förster con respecto a la obra y a la filosofía de su hermano. Encontraba la falta de una obra capital y sistemática; la necesitaba, y como no la encontró, la inventó».
Con el libro “Ecce Homo” pasó algo similar. Siendo un libro que efectivamente escribió Nietzsche, su publicación posterior, 20 años después de haber sido escrito (1908), tuvo que pasar por no pocas desventuras. En efecto, Elizabeth, teniendo conocimiento de la existencia de este libro, lo rescató de manos del editor por mediación de Peter Gast. Sin embargo, éste, al leerlo, antes de entregárselo, le recomendó que destruyera el original por lo insolente de su contenido. Elizabeth, no haciendo caso de la recomendación, lo mandó a publicar con las debidas correcciones, eliminándole todo aquello que resultara molesto, en especial, los insultos contra ella y su madre. Y en lo que al caso importa, el título original que ella tenía en su poder, no incluía el título 3 denominado “Por qué soy tan sabio “, ello porque Nietzsche había enviado un nuevo original a su editor, y el que éste entregó, incluía el título que había sido tachado por el filósofo. Así, Elizabeth no tenía en su poder el total del original, y si pensamos que lo que tenía fue acondicionado a sus exigencias, tenemos otro dato de falsificación literaria. Sólo a partir de 1969, se tiene una edición del original tal cual lo escribió el filósofo. Ello, debido a que la reapertura del Archivo permitió hacer una edición de las obras completas de la obra de Nietzsche de acuerdo a las auténticas notas originales dejadas por éste. Una reconstitución que debemos a los esfuerzos de dos investigadores de excepción: G. Colli y M. Montanari.
Sin embargo, el engaño literario no se detiene ahí, porque el libro “Mi hermana y yo “, atribuido a su autoría, no figura en ninguna de las ediciones completas y en ninguna bibliografía que se precie de ser seria. Sin duda, un plagio, porque nadie ha podido ver el original para poder avalarlo; y si bien no hay pruebas, existen antecedentes de que el autor del plagio habría sido un tal George Plotkin, un falsificador profesional; a lo menos, así lo asegura el prestigioso profesor de la Universidad de Princeton, Walter Kaufmann, quien habría conocido a Plotkin y escuchado de su propia boca la confesión de éste antes de morir.
Por cierto, Nietzsche habría quedado asombrado sobre la forma en que sus ideas han sido mal usadas. Convertido en herramienta para uno de los movimientos masivos más abominables de la historia, con la reapertura del “Archivo Nietzsche” tal trama ha quedado al descubierto; sólo desde entonces el filósofo ha podido quedar libre para hablar por sí mismo:
«… Os conmino a que os perdáis y a que os encontréis a vosotros mismos: porque sólo cuando todos me hayáis negado, regresaré a vosotros…» (Prólogo. EH).

IV
LA POLÍTICA

FILOSOFÍA Y POLÍTICA

No rechazó al pueblo en su auténtica realidad
y constante posibilidad, sino en el origen
secundario de inversiones
que lo convierten en realidades no verídicas,
es decir, en irrealidades».

«Nietzsche»
(Karl Jaspers

La relación filosofía-política siempre ha sido tema discutible en tanto unos han querido ver a los filósofos encerrados en su pura esfera y, otros, en cambio, en estrecha relación con la política. Teniendo presente esta dicotomía, es del todo evidente que la relación filosofía-política es bastante clara en Platón, Hegel y Marx, también, en los filósofos griegos, preocupados éstos por los problemas de la «polis». En otros, en cambio, este nexo no se ve tan caro, más bien difuso.
En efecto, los filósofos griegos hicieron ver esta relación al mostrar interés por la vida social; Tales, Anaximandro y Pitágoras, sin duda, fueron políticos. También Parménides, al preocuparse de dar leyes a su ciudad; Zenón, al morir en su intento por liberar a su ciudad de un tirano, y Empédocles, al restaurar la democracia en Agrigento; Arquitas llegó a ser jefe de Estado.
Más contemporáneamente, Francois Chatelet, al referirse al tema ha sido bastante más claro:
«La filosofía ha ocupado a menudo una posición estratégica en los debates intelectuales y ha llegado a desempeñar, de ese modo. un papel político eminente. Desde Platón, los filósofos siempre han sido hombres comprometidos y siempre han intervenido políticamente en su tiempo. Incluso, se puede decir que tenían intenciones políticas precisas. Por cierto, con frecuencia las disimularon. Sus discursos, tomando vías indirectas, dejaban creer que hablaban de otra cosa. Que yo sepa, no existe un solo filósofo que no haya intervenido en la realidad. No temo afirmar, por mi parte, que los filósofos siempre participaron en la transformación del mundo políticamente».
En este aspecto, incluso, a Nietzsche, no se le puede desconocer su interés por los problemas políticos. Claro está, nunca fue político, entendiendo por ello una intervención directa o la pertenencia a un determinado grupo político. Para él, remitir la política dentro del ámbito en que se ha acostumbrado a contextualizarla, es reducirla en sus posibilidades, condición de la cual pretende, justamente, sustraerla. En este sentido, sus propósitos se orientarán a impedir que la política se desenvuelva sólo en los marcos de la pequeña política, postulando para ésta ser considerada dentro de una visión mucho más omniabarcadora que la que plantean los conceptos y términos de la política tradicional al uso. Si quiere transvalorar los valores, dicha transvaloración no se circunscribe sólo a los valores filosóficos, sino también a todos los valores, incluidos, por cierto, los propios valores políticos.
De este modo, hay que dejar de lado aquella creencia de que Nietzsche habría sido un filósofo que vivió apartado de la política, sobre todo, si consideramos el hecho de que supo mostrar una preocupación casi obsesiva por lo que el hombre es y por lo que éste podría llegar a ser en el futuro. Más aún, es indudable que lo que parecieran ser planteamientos puramente estéticos insoslayablemente derivan a un entronque social y político, toda vez que lo estético posee en su filosofía una relación nada accidental con lo político, en tanto ideal de comunidad y en cuanto pregunta sobre el ser o la esencia del pueblo alemán. Nietzsche ha tenido el mérito de ocuparse del hombre en forma preferente mostrando su preocupación por restituirle sus fuerzas esenciales perdidas. Mérito innegable, pues los filósofos de entonces, con excepción de Marx, se habían ocupado de los problemas puramente abstractos y especulativos olvidándose de los problemas propiamente del hombre como tal.
Por eso, si vemos a Nietzsche más preocupado por la metafísica, la moral y los valores en general, no por ello dejará de lado su preocupación por los temas políticos propiamente dichos a los que, por lo demás, se referirá recurrentemente en sus libros (pueblo, masa, Estado, democracia, nacionalismo, socialismo, Iiberalismo, etc.). En una reveladora carta enviada a su amigo Gersdorff, el filósofo señalará lo siguiente:
«. . .Mis propuestas tienen en cierto modo una posibilidad política y sería muy bueno demostrar a la gente que no vamos a vivir eternamente en lo alto y en la distancia, bajo nubes y estrellas».

LA POLÍTICA SEGÚN NIETZSCHE

Sostener que Nietzsche es un pensador que no estuvo ajeno a los problemas políticos, es una imagen que se encuentra alejada del imaginario social, puesto que la idea que se ha socializado respecto del filósofo estaría diciendo todo lo contrario; en lo fundamental, porque sus ideas s políticas se alejan bastante de las que nosotros hemos acostumbrado a asociar con ellas. En efecto, al contrario de la mayoría, no se mostrará optimista respecto de los resultados de las modalidades políticas al uso, al sostener que mientras dichas modalidades no se sustraigan de las formas gregarias de convivencia, los fines políticos que supuestamente se pretenden alcanzar no podrían ir más allá de ser el término medio de un rasero que como valor la modernidad pretende instalar. Por eso, cuando en sus textos trata temas que acostumbramos conocer como políticos, ello lo hará para develarlos en lo que son, esto es, en su imposibilidad de cumplir sus fines propuestos, sobretodo, el igualitarismo que como fin político se pretende alcanzar.
Para Nietzsche, la política pertenece al campo de la pura ilusión; un espejismo que orienta al ser humano hacia una eventual posibilidad de superación de sus males y conflictos; la política, tal cual se la ha considerado, no ha sido más que un campo de batalla en donde se enfrentan distintos intereses, proyectados en una imagen prospectiva, en algo que se promete alcanzar. Esto quiere decir que el discurso político es futurista y ofrece soluciones para un mundo dolorido que desea abrirse a mejores horizontes. Pero, en tal contexto, la política resulta un fracaso, puesto que nunca podrá solucionar el problema de la existencia, ya que siendo ésta un incesante devenir, cualquier proyección a que se la quiera someter será un imposible, justamente, en razón de que el devenir es un campo condicionado y, por tal, incierto.
Con estas ideas, no es que Nietzsche sea un pensador pesimista respecto de la política, puesto que ésta la considerará posible, siempre y cuando se encuentre orientada a la reconstrucción de los pueblos, de la comunidad; es decir, rescatándolos de aquel estado calamitoso en que se encuentran, justamente, por la acción del igualitarismo democrático promovido por la modernidad. Para él, no podrá haber auténtica política si no hay pueblo; sólo el pueblo es esencialmente político, lugar en que la política deberá llevar a cabo una síntesis práctica apelando a las categorías políticas fundamentales, esto es, a su voluntad de organización y conducción. Sólo a partir de estas ideas podremos entrar a examinar la visión que tiene el filósofo sobre algunos de los más importantes temas políticos por él abordados. Claro está, problemas políticos, no mirados desde una perspectiva puramente contingente, sino problemas políticos derivados de circunstancias y condiciones mucho más vitales.

DESPUÉS DE LA CATÁSTROFE

La Europa de mediados del siglo XIX se encontraba entrampada en una gran convulsión. Habiendo fracasado los movimientos revolucionarios de 1848-49, el viejo continente, lejos de orientarse a resolver los problemas que motivaron dichos procesos de división, cada vez más empezará a experimentar un proceso de división, no sólo enemistándose unos pueblos con otros, sino también experimentando fragmentaciones al interior de sus propias fronteras.
La caótica situación de entonces ha quedado registrada por un testigo de excepción, Ricardo Wagner, quien describió la situación del momento en los siguientes términos:
«Europa nos parecía un gigantesco volcán, de cuyo interior nacía un estruendo horrible, cada vez más fuerte, y de cuyo cráter emergían columnas de humo oscuras, tormentosas, que se elevaban hasta el cielo y, tras sumergirlo todo en la noche, se depositaban sobre la tierra, mientras ya algunos ríos de lava rompían la costra dura e invadían el valle como emisarios del fuego que todo lo destruye» (artículo publicado como anónimo en el periódico Voksblatter).

Una vez abortados los movimientos revolucionarios ninguno de los graves problemas del viejo continente quedó resuelto, ni tan siquiera el de las propias nacionalidades. Al contrario, Alemania, por ejemplo, siguió dividida en países y principados, mientras Polonia seguía oprimida e Italia fragmentada. Pronto, los Estados triunfantes empezarán a enemistarse entre sí, suscitándose una serie de interminables controversias. Diversas disputas empezarían a ser los signos que marcarían los designios de esa época, los que en la .segunda mitad del siglo XIX vienen a cristalizar en dos grandes acontecimientos: la “Comuna de París” y la “Guerra Franco-Alemana”, rubricando así el desolador panorama europeo.
Carlos Marx, atento observador de los acontecimientos, comparará los resultados de las revoluciones de entonces, con el de las revoluciones burguesas anteriores (Inglaterra y Francia).
En efecto, tanto la revolución de 1648 en Inglaterra, como la de Francia en 1789, fueron más allá de sus propios modelos. De estilo europeo, ambas habían proclamado el orden político para la nueva sociedad, marcando nítidamente el triunfo de la propiedad burguesa sobre la feudal, haciendo prevalecer el concepto de nación por sobre los provincialismos y localismos de entonces. Rubricará Marx su juicio diciendo que ambas revoluciones «expresaron en mayor medida las necesidades del mundo de la época que las necesidades de los países en las que se produjeron: Inglaterra y Francia». Como contrapartida, según el mismo Marx, la revolución de marzo en Prusia, «lejos de ser una revolución europea, no fue sino el mezquino contragolpe de un país atrasado. En lugar de adelantarse a su siglo, se atrasó en más de cincuenta años. Mientras los hombres de 1648 y de 1789 tuvieron el sentimiento de estar encabezando un sentido de creación para una nueva Europa, todo el orgullo berlinés de 1848 se reducía a pretensiones anacrónicas. Su brillo se asemeja a la luz de esas estrellas apagadas después de cien mil años y cuya luz retrasada llega todavía a la tierra».
En este cuadro, Nietzsche aparece como heredero involuntario de la caótica situación de entonces cuando apenas se empinaba por sobre los cuatro o cinco años de edad. Poco más tarde tendrá el mérito, junto a Marx, de empezar a preocuparse de los problemas del hombre y la sociedad de su tiempo, más que todos los filósofos anteriores, los que no habían podido escaparse a las consideraciones generales de los problemas especulativos y abstractos en que se había encerrado la filosofía.
Y para lo que al caso importa, Nietzsche prevé que, en la misma situación de inestabilidad política del continente, se encuentran los elementos para posibilitar su unidad. Sobre todo, el problema de los nacionalismos, los que habían proliferado a niveles provinciales y, aun, de ciertos principados que se negaban a morir en plena época moderna.

EL BUEN EUROPEO

“Mostradme a un hombre que justifique la existencia de una humanidad, un hombre por el cual pueda uno continuar creyendo en la humanidad… El carácter chato y mediocre del hombre europeo es nuestro máximo peligro, porque la vista de tal hombre nos desalienta y nos abate» (1, 12, GM).

Este juicio que aparenta demostrar un pesimismo radical no debe llamar a confusión puesto que la referencia, encontrándose hecha respecto de aquellos que llevaban dentro de sí sentidos exacerbadamente nacionalistas, no pueden esconder su esperanza de que dicho estado pudiera ser transitorio para dar paso al “buen europeo”; un europeo alejado de los nacionalismos hasta entonces imperantes, mal de males que había que superar.
Hasta entonces el espíritu europeo había seguido disperso en espíritus nacionales, unos más definidos que otros, en que el caso alemán y eslavo, por ejemplo, aparecían informes y carentes de estructuras, íntegramente consagrados a su devenir y sus nostalgias. En este contexto, a mediados de los años 70, Nietzsche se irá proyectando más como un pensador europeo antes que alemán en sentido estricto. En tal condición reivindicará, una y otra vez, la necesidad de unidad de los pueblos del viejo mundo, propugnando la eliminación de los estúpidos nacionalismos y patrioterismos que llenaban los discursos de la época.
A partir de esta idea empieza a germinar su primera concepción política, al declararse abiertamente opuesto a los naciona1ismos imperantes. Más aún, en los términos de hoy, podríamos concluir una visión geopolítica, pues la unidad que reivindica, no abarca solamente los términos políticos; incluirá también, entre otros, el campo militar y cultural: se referirá a las dos grandes tentativas hechas por superar el siglo XVIII que le antecedió:
«Napoleón, al despertar de nuevo al hombre y al soldado para la gran lucha por el poder; al concebir a Europa como una unidad política».
«Goethe, al imaginar una cultura europea que recogiese la herencia de todo lo conseguido por la humanidad» (104, VP).
Imbuido en este ánimo unitario, pronto lo veremos emplear el término buen europeo, referencia hecha respecto de aquellos que necesariamente tendrían que superar el problema estrecho de las nacionalidades. Para Nietzsche, el hecho más negativo a los propósitos unitarios de Europa, era que existían demasiados franceses, alemanes, ingleses, austríacos, etc., y ningún hombre capaz de pensar con lucidez los problemas desde un punto de vista más amplio, más omniabarcador, es decir, europeo en su sentido más estricto.
Más específicamente, a partir de “Humano, demasiado humano“, empezará a emplear este término señalando allí que “sólo el buen europeo podrá ser capaz de preparar «aquel estado de cosas, todavía hoy tan lejano, en el que a los grandes europeos les llegará la hora de realizar su gran tarea: la dirección y supervisión de la cultura entera de la Tierra».
Desde entonces, ésta es una idea que permanecerá profundamente arraigada en él hasta sus últimos días, haciendo expresión, una y otra vez, en sus aforismos de tal idea:
«La locura de las nacionalidades es la causa de que los pueblos de Europa se hayan convertido en extraños entre sí; tal locura, ha llevado a que los políticos de visión miope mantengan a los pueblos de Europa divididos (256, MBM).
«… el nacionalismo, esa neurosis nacional de la que está enferma Europa, esa perpetuación de los pequeños Estados de Europa, de la pequeña política: han hecho perder a Europa incluso su sentido, su razón -la han llevado a un callejón sin salida- ¿Conoce alguien, excepto yo, una vía para escapar del mismo?… ¿Una tarea lo suficientemente grande para unir de nuevo a los pueblos? (2, “El caso Wagner”,EH).
Hay que reconocer hoy que su temprana idea de una Europa unida viene a ser una más de sus geniales intuiciones. Ello, porque si el sueño temprano de Bolívar de una América Latina unida, todavía aparece como tarea pendiente en esta parte del mundo, en cambio, su anhelo de una Europa unida, a poco más de 50 años de su muerte, es ya casi una completa realidad. Y esto hay que destacarlo, porque ¿quién iría a pensar en su época que Europa pudiera unirse en lo político, y económico, y aún, en medidas técnico-administrativas que le permiten hoy desplazarse de un país a otro sin pasaportes ni trabas aduaneras?
En efecto, el Parlamento Europeo en lo político, el Euro, en lo económico, y diversas otras medidas en los más diversos ámbitos de las interrelaciones entre sus países (ecología, política, etc.), son elementos más que sustantivos de una unidad que se ha estado llevando a cabo en los más diferentes planos. Sólo al que marcha contra la corriente se le podría haber ocurrido, hace más de un siglo atrás, una idea tan impensable para las condiciones políticas y socioculturales de la Europa de entonces; lo que lleva a concluir que estamos asistiendo a la materialización de una más de las tantas geniales intuiciones del filósofo

NACIONALISMO

El ambiente nacionalista y bélico de la época habría hecho poco menos que imposible a los jóvenes de Europa, fundamentalmente, a los alemanes, haber tomado posiciones que no fueran a favor de dicha corriente. Por ello, cualquier supuesto nacionalismo de Nietzsche hay que entenderlo a partir de sus opiniones de juventud, respondiendo éstas a las tendencias culturales predominantes de entonces. Si a ello agregamos las condiciones de su entorno familiar, un hogar conservador conformado sólo por mujeres (madre, hermana, tía y abuela), en las que la formación cristiana nacionalista se encontraba fuertemente arraigada, cualquier posición autónoma para el joven Nietzsche era prácticamente inpensable.
En dicho entorno, lo mejor era no entrar, por el momento, en detalles acerca de las ideas que tempranamente venía madurando. En este contexto, no deben asombrar ciertas cartas suyas que lo muestran como un joven sumiso, antes que irreverente como hemos llegado a conocerlo. Para el caso, tomemos el ejemplo de una carta enviada a su madre en los siguientes términos: «El domingo no nos podremos ver, pues voy a recibir la santa comunión. Además deseo, querida mamá, la bendición de Dios».
Por cierto, dicha carta no hacía presumir que ese espíritu obediente al que llamaban el pastor, por recitar de memoria pasajes de la Biblia, se convertiría, más adelante, en el mayor blasfemo de la cristiandad y el mayor opositor a los nacionalismos imperantes en los países de Europa. Si a ello agregamos los sistemas de enseñanza en las escuelas, éstos también jugaban en contra de la libertad y autonomía en los jóvenes alemanes; la rígida disciplina impartida contenían los elementos para exaltar en los alumnos un exacerbado espíritu patriotero y nacionalista. Por eso, a pesar de su temprana naturaleza individualista, el que habría de ser uno de los más grandes disidentes de la época, en su niñez y adolescencia había terminado por aceptar las influencias de su hogar y las enseñanzas de la escuela, enmarcados en la tradición luterana.
Ahora bien, sin perjuicio de estas circunstancias, que no constituyen un dato menor para enfocar el problema, algunos intérpretes, en su afán por asociar a Nietzsche con posiciones nacionalistas, han concluido juicios a tal propósito, tomando como base que éste fue preparado militarmente en el periodo de su servicio militar y, sobre todo, por su participación activa como voluntario en la guerra franco-alemana. Siendo estos hechos ciertos, las circunstancias en que éstos se llevaron a cabo merecen explicarse en detalle.
En 1866, Prusia entra en guerra contra Sajonia, dando comienzo a lo que sería el II Reich. Es cierto que Nietzsche se declaró alguna vez prusiano fanático y se preciaba de leer los discursos de Bismarck como un “vino fuerte”, pero también es cierto que siendo llamado a alistarse para cumplir con el servicio militar (09.10.67), teniendo miopía, ello no impidió que lo alistaran por error del médico examinador, contrariando los deseos de su madre y el suyo propio. Mucho más compleja se muestran las motivaciones que tuvo para participar en la guerra franco-alemana (69-70). Ante la inminencia de esta guerra, se empeña por evitar su alistamiento para cuyo fin renuncia a la nacionalidad alemana; su actividad docente no podía ejercerla si pendía sobre él la posibilidad de ser llamado al ejército. En una carta a su amigo Brandes dirá sobre el tema: «Tuve que renunciar a mi ciudadanía alemana, pues como oficial me habrían llamado a filas a menudo, y habrían perturbado mis tareas académicas»… Entonces, ¿cuáles habrían sido los motivos para que poco después se precipitara a solicitar su participación en la guerra franco-aIemana como voluntario? Estos no se encuentran muy claros, sin embargo todo pareciera indicar que ello se originó por profundas motivaciones culturales. En efecto, siendo diletante en extremo, no podría escatimar ningún sacrificio personal para ir en defensa de la cultura, más, sobre todo, cuando sobre ella pendía una grave amenaza. La primera señal la encontramos en una carta a su madre:
“A la postre yo también me siento desanimado de ser suizo. ¡Está en juego nuestra cultura! ¡Y aquí ningún sacrificio es demasiado grande ¡Ese maldito tigre francés!»

Más tarde, Nietzsche reafirmará su diletantismo al fragor de los acontecimientos de la Comuna de París. Cuenta en sus notas Cósima Wagner que mientras recibían noticias sobre dicho acontecimiento, Ricardo Wagner irrumpe en la sala anunciando que París ardía por los cuatro costados. Nietzsche, inmediatamente, irrumpe en desconsolados sollozos; claro está, no por lo que la guerra pudiera significar en pérdidas de vidas, sino ante su creencia de que el Museo del Louvre estaba ardiendo en llamas. Corrobora este hecho una posterior carta de Nietzsche a su amigo: Gersdorff:
«Cuando me enteré de la quema de París estuve varios días totalmente aniquilado y anegado en lágrimas y desesperación: toda la existencia científica y filosófico-artística me pareció una absurdidad, cuando un solo día podía acabar con las obras más hermosas, incluso periodos enteros del arte…».
Sin perjuicio de estos u otros antecedentes, lo que sí queda fuera de toda duda es que, a partir de la década del 80 y, más precisamente, a partir de la publicación de “Humano, demasiado humano “, Nietzsche empieza a mostrar severos juicios en contra de los nacionalismos, fundamentalmente, del nacionalismo alemán. A medida que su pensamiento va madurando, atrás van quedando sus ideas nacionalistas de antaño, adoptando una nueva posición que reiterará en éste y sus posteriores libros. Desde entonces, contra los alemanes y el nacionalismo, Nietzsche las emprende una y otra vez, de lo cual en “Ecce Homo” nos entrega sobrados testimonios:
«Cuando me imagino un tipo de hombre que contraría todos mis instintos, siempre me resulta un alemán. La sola cercanía de un alemán me corta la digestión».
«El primer ataque fue para la cultura alemana, a la que ya entonces yo miraba desde arriba con inexorable desprecio…».
«… No hay peor malentendido, decía yo, que creer que el gran éxito bélico de los alemanes prueba algo en favor de esa cultura».
«Se comprenderá también de donde procede el espíritu alemán – de intestinos revueltos… El espíritu alemán es una indigestión, no da fin a nada».

ANTISEMITISMO

Desde 1945 en adelante, se ha acostumbrado a socializar el problema del antisemitismo atribuyéndole su origen desde el nacionalsocialismo alemán, sin embargo, el problema en sí es de más larga data y presenta en su origen y desarrollo elementos de mayor complejidad. Y si bien no es un problema originado estrictamente en Alemania, es en dicho país donde sus alcances derivan a elementos de mayor notoriedad.
Como está dicho, el supuesto antisemitismo de Nietzsche hay que comprenderlo a partir del uso que hizo el nazismo de las ideas del filósofo, resabios de una creencia que aún hasta hoy subsiste y, por tal, se hace necesario desmitificar.
Ciertamente, su estilo de escritura, incluidos sus aforismos y contradicciones, facilitaron el camino para que determinadas palabras, frases o párrafos pudieran ser sacadas de contexto y atribuírsele así intenciones antisemitas. No obstante, más allá de esta causa, existen varias otras razones por las que aún se sigue creyendo que Nietzsche tuvo inclinaciones antisemitas. Desde luego, en primer lugar, su gran amistad con Wagner y, especialmente, con su mujer Cósima, los que eran cabeza visible de un círculo de intelectuales y amigos de reconocida posición antisemita. De otra parte, hay que admitir cierta responsabilidad que le cupo a su editor Schmeitzner; en efecto, siendo éste uno de los líderes más activos del antisemitismo, el “Congreso Internacional Antijudío” convocado en Dresden el año 1882, lo nombra como delegado con plenos poderes. Por esta razón, al publicarse “Zaratustra “, muchos de los antisemitas pasan a considerar a Nietzsche como uno de los suyos, precisamente, por su relación con su editor, y los no antisemitas, deducen en tal sentido una estrecha colaboración entre el filósofo y éste. Por si fuera poco, está también la relación estrecha que tuvo con su hermana Elizabeth, reconocida antisemita perteneciente al círculo de Wagner, y más aún, la circunstancia de que estuviera casada con Bernhard Fórster, reconocido en toda Alemania por sus actividades antijudías.
Así, entonces, como cuñado de Bernhard Fürster, como hermano de Elizabeth, como autor de Schmeitzner y como seguidor, en una determinada época, de Wagner, eran antecedentes más que suficientes para quedar ante los ojos de la opinión pública como un seguidor o, a lo menos, como simpatizante del antisemitismo. No obstante, en lo más sustantivo, hay que reiterar: la supuesta posición antisemita del filósofo hay que extraerla a partir de la utilización de su pensamiento filosófico hecho por el nacionalsocialismo alemán; si se le atribuyó ser el inspirador filosófico del nacionalsocialismo alemán, de allí necesariamente tenía que concluirse una posición antijudía. Y si bien, las estrechas relaciones del filósofo con personas de reconocida posición antisemita bastarían para concluir en él también ideas en tal sentido, hay que señalar que esta primera impresión es errónea, pues corresponde a una posición derivada de hechos y circunstancias coyunturales remitidas a una determinada época, posición que, paulatinamente, el filósofo irá cambiando hasta dejarla completamente invertida, llegando finalmente a despreciar toda postura antisemita.
En efecto, los hechos posteriores a su primera etapa que hemos definido como idealista, comprueban su definitivo alejamiento de Wagner, no sólo motivado por el hecho de sus profundas diferencias culturales, precipitado a partir de la presentación de Parsifal, sino también, porque Nietzsche, en su momento, empezó a encontrarse hastiado de las fuertes posiciones antisemitas ventiladas en torno al círculo de Wagner:
«Ya en el verano de 1876, en plena época de los primeros festivales, le dije adiós a Wagner en mi fuero interno. Yo no soporto lo equívoco, sea cual fuere su índole; desde su radicación en Alemania, Wagner transigía gradualmente con todo lo que yo desprecio -incluso el antisemitismo» (Prólogo, NCW).
De otra parte, respecto a la relación con su hermana, hemos visto sus profundas diferencias con ella, no sólo las diferencias filosóficas existentes entre ambos, sino también en lo que respecta al problema del antisemitismo de ésta, lo que a la postre sirvió de detonante para que tomaran distancia uno de otro y, más fundamentalmente, cuando ésta había contraído matrimonio con ese «fanático antisemita» a quien el filósofo llegó finalmente a despreciar, justamente, por lo radical de su posición en tal sentido.
Entonces, si alguna posición antisemita pudiéramos atribuirle, no podríamos dar por sentado un antisemitismo genuino, entendido éste como centro de una cosmovisión con la que no puede simpatizar ningún judío, esto es, sobre la base de una cualidad biológica irrenunciable por la que se le declara, sin más ni más, enemigo universal. De allí, que sus supuestas posiciones antisemitas hay que comprenderlas por aquellas mismas razones dadas a conocer cuando desmitificamos su supuesto nacionalismo, prejuicios de juventud, motivados por la presión cultural de la época, marcado por un sentimiento excesivamente nacionalista y prusiano, en donde ser antisemita equivalía estar a la moda. Esto último el mismo filósofo lo reconoce, cuando confiesa que se dejó llevar por la estupidez antisemita no quedando inmune «a esa enfermedad y que, como un primer síntoma de infección política, al igual que todo el mundo, me haya puesto a pensar en cosas que no me incumben en absoluto» (251, MBM).
Así, para lo que al caso importa, queda en evidencia que en su pensamiento ya maduro, todo supuesto vestigio de antisemitismo queda definitivamente atrás, y más aún, evoluciona de tal forma sobre el tema que sufre una involución total, declarándose ahora un furibundo crítico de cualquier forma de antisemitismo:
«.. .Todo judío encuentra en la historia de sus padres y de sus antepasados un manantial de ejemplos de razonamiento frío y de perseverancia en situaciones terribles, del más ingenioso aprovechamiento de la desgracia y del azar… Nunca han dejado de creer que estaban llamados a los más altos destinos, ni han dejado de adornarles todas las virtudes de los que sufren. La manera que tienen de honrar a sus padres y a sus hijos, sus matrimonios y sus costumbres conyugales, les distinguen entre todos los europeos» (205, A).
«Ahora bien, habida cuenta que ya no se trata de conservar naciones, sino de producir una raza europea mezclada y lo más fuerte posible, el judío es un ingrediente tan útil y deseable como cualquier otro residuo nacional» (475, HH).

EL ESTADO

Nietzsche considera que el Estado se encuentra vaciado de su contenido original por el avance de las fuerzas reactivas que se encuentran en su interior. Cuando se glorifica al Estado -máxima glorificación de Hegel para el Estado prusiano- éste pasa a ser enemigo declarado de lo que el verdadero Estado debiera posibilitar o producir; esto es, al pueblo, su cultura y al hombre en tanto individuo creador.
Para Nietzsche, cuando el Estado invierte sus objetivos es el momento en que aniquila al pueblo; el momento cuando el «más frío de todos los monstruos» proclama la gran falsedad de que “yo el Estado, soy el pueblo”. Sin embargo, cuando el pueblo ya no identifica sus intereses con los del Estado pierde su esencia y motivación transformándose en mera masa, esto es, individuos gregarios, uniformados, domesticados y nada más que eso.
Y siendo el Estado una institución inteligente, cuyo fin es evitar que los hombres se hieran, al sobredimensionársele pierde tal cualidad, haciendo perder a los individuos su fuerza para crear lo nuevo, aprisionándolos en el aparato burocrático de su funcionamiento. Nietzsche justificará al Estado, sólo cuando a través de él se verifique la plena realización del pueblo; esto es, la posibilitación de su cultura y su desarrollo como individuo creador.
En este sentido, Nietzsche denunciará la estrecha relación que existe entre los sistemas de enseñanza y el Estado. En sus conferencias del año 1872, “Sobre el porvenir de nuestras instituciones“, denunciará la íntima imbricación existente entre ambos entes; hay una mutua retroalimentación entre éstos. Por un lado, los sistemas de enseñanza dependen de las pautas y direcciones que da el Estado y, por otro, el Estado no podría sobrevivir sin los sistemas de enseñanza que quedan bajo su dirección y tutela. Así, detrás de la libertad académica siempre se dibuja la silueta de una obligación feroz: la que impone el Estado. A través de la mal llamada libertad académica, el Estado controla todo hacer. De hecho, la autonomía de las universidades es una treta del Estado; el Estado quiere atraer hacia él funcionarios dóciles e incondicionales. Lo hace a través de obligaciones rigurosas y de controles que creen darse ellas mismas en una supuesta autonomía“…
“¿Estados ? ¿Qué es esto? Abridme ahora los oídos, pues os digo una palabra en cuanto a la muerte de los pueblos. (…) Estado, de los monstruos fríos, así se llama el más frío. Y es asimismo con frialdad que miente, al salir de su boca esta mentira: Yo el Estado soy el pueblo. Esta es la mentira. (…) Confusión de lenguas que hablan del bien y del mal, este signo os lo doy como el signo del Estado. En verdad es un querer de muerte lo que significa este signo. ¡En verdad los predicadores de muerte les hace signo! (…) Sobre la tierra nada es mayor que yo: soy el dedo de Dios que ordena, ruge así el monstruo. ¡Y no tan sólo bestias con grandes orejas y con corta vista los que caen de rodillas! (…) Estado, nombro así el lugar donde todos beben el veneno, buenos y malos; Estado, lugar en donde lentamente se dan ellos mismos la muerte, y aquello que se llama la vida”.
El Estado, como promotor de las ideas morales, para imponerlas se apoyará en los sistemas educacionales, con su cúspide, la universidad. Para tal fin, el Estado profesionaliza a los jóvenes de manera que el profesional universitario sea el individuo corriente. Se trata, de hacer aprovechables a un gran número de jóvenes a los que se les inculca la idea de la necesidad de poseer un privilegio ilustrado, de modo que antes de oponerse a esta ilustración domesticadora, ellos mismos exigen de parte del Estado poder recibirla.
Pero, es el caso que la avidez totalitaria del Estado por configurar un sistema universitario que asegure las morales y teleologías que persigue, erige a la universidad ilustrada contra lo «no-universitario», ello, a partir de su propia genealogía que establece un pensar libre y autónomo, figuras éstas que, como contracaras, se desvirtúan, invirtiéndose.
En definitiva, aunque no lo refiere explícitamente, a semejanza de Marx, Nietzsche es de la idea de que, en la medida que el hombre vaya madurando políticamente, cuestión que él lo ve sólo a través del proceso de la Gran Política, el Estado cada vez se hará más innecesario.

DEMOCRACIA

El siglo XIX, desde el cual nos habla Nietzsche, es el siglo en que democratismo y democracia son términos que están a la moda. Es un periodo de grandes contradicciones, porque negándose a morir del todo los antiguos absolutismos, sin embargo, la aspiración democrática forcejea para pasar a ocupar un lugar preeminente en la sociedad europea.
Como se sabe, la democracia en su concepción moderna, surgida en el siglo XVIII, en los albores de la ilustración, encuentra su momento cúlmine en “La Revolución francesa“, en que los principios de libertad, igualdad y fraternidad se hacen carne en el espíritu europeo del siglo XIX. Y si en su origen ilustrado la palabra libertad adquiere un significado teórico-filosófico y la fraternidad un significado social, la igualdad adquiere un significado político y, por tal, hija predilecta de todas las tendencias democráticas que empezarían a ponerse en boga. En lo político, la igualdad será un concepto que caerá bajo la atenta mirada de Nietzsche haciéndola objeto de un aguda crítica en su objetivo propuesto como tal. Pero, más allá de su significado político, Nietzsche desconfiará de la igualdad en todas sus significaciones, criticando por ello la igualdad otorgada al hombre tanto por la gracia divina, como por la razón ilustrada o por la política moderna.
Sin embargo, a pesar de su crítica, Nietzsche reconoce en ésta un avance, en cuanto retoma la razón para el hombre de suyo natural, aquella que había sido aplastada por el igualitarismo cristiano por más de dos mil años. Claro está, un igualitarismo que en su nueva forma no puede desprenderse del vicio del tú debes presente en todo tipo de moral. Y aunque la igualdad democrática no significa un cambio de rango ontológico, respecto de la asumida por el cristianismo, sin embargo produce un cambio de importancia suma, en cuanto la dependencia del tú debes moral ligado al Dios cristiano pasa ahora a una dependencia secular (al gobernante, a la Constitución, a la ley jurídica, al Estado)
Para Nietzsche, la democracia política, y el igualitarismo que promueve es una nueva forma de moral; moral secular, moral política pero, al fin y al cabo, siempre moral. Más aún, la igualdad promovida por el democratismo moderno no es más que la expresión del instinto del animal gregario, instinto que ha logrado irrumpir y predominar sobre los demás instintos; un instinto heredado del ancestral movimiento cristiano:
“…ayudada por una religión que ha favorecido y adulado los deseos más elevados del animal de rebaño, las cosas han llegado a tal extremo que hasta en las instituciones políticas y sociales cabe encontrar, cada vez más claramente, la expresión de esta moral: el movimiento democrático representa la herencia del movimiento cristiano” (202, MBM).
Según Nietzsche, la democracia moderna no sólo terminó por destronar el primado del rey y secularizar la palabra de Dios, sino también, terminó por cambiar la situación del rebaño religioso por la del rebaño político. No obstante, ahora, en este nuevo estado, el hombre sigue apocándose como tal, sacrificando su innata individualidad, rindiéndose a la mediocridad del número. El igualitarismo democrático ha terminado por convertir al hombre moderno en un mero número, en algo subjetivo, inconsistente y banal. Con el
Igualitarismo, el hombre, en vez de ganar posiciones se sigue retrotrayendo a una mínima significación; justo el momento cuando el pueblo deja de ser tal para transformarse en masa. Y es en este punto cuando Nietzsche se hace la pregunta, de que para qué diablos ha servido el inmenso proceso de democratización, en circunstancias que la moral no ha podido ser despoltronada de su sitial, sólo ha cambiado su forma, ha cambiado su sentido.

ENTRE EL YO Y EL TODO

Siempre se ha tenido la tendencia a creer que el pensamiento de Nietzsche es una reivindicación permanente de lo puramente individual. Sin embargo, en mi opinión, lo puramente individual atribuido al pensamiento de Nietzsche, no es tan así de cierto, pues quien haya seguido de cerca la evolución de su pensamiento, no podría dejar de concluir que él siempre tuvo presente, bajo cualquier circunstancia, al pueblo, a la comunidad.
En sus escritos, pareciera desprenderse un hondo desprecio hacia el pueblo al exaltar el individualismo y denostar frecuentemente a la masa, al populacho y al espíritu de rebaño; sin embargo, estos calificativos merecen un análisis más atento, si es que no queremos quedar entrampados en las puras apariencias de su significado literal. En efecto, al contrario de lo que pudiera creerse, Nietzsche siempre tuvo presente al pueblo como sujeto de su pensamiento, aunque en contra de ello sobren los puntos de apoyo en sus propios dichos. Sin duda, lo que pareciera prestarse a mayor confusión, es el hecho de que su anhelo de comunidad no lo verá posible mientras se sigan manteniendo los términos de homogeneización social a que conducen las prácticas políticas modernas; por el contrario, sólo rescatando los elementos heterogéneos existentes al interior del cuerpo social es como se llegará a posibilitar su ideal de comunidad. Eso, por un lado; por otro, también se presta a confusión el hecho de su apelación recurrente al espíritu libre, al no contextualizarse tal reivindicación dentro de una etapa meramente transitoria, como parte del proceso de adiestramiento experimental a que nos convoca en el tema de la Gran Política, cuestión ésta que, dada su importancia será, más adelante, materia de otro capítulo. Adentrándonos más en el tema, se puede señalar que ya en el “Nacimiento de la Tragedia“, Nietzsche denunció los inconvenientes a que conduce reivindicar una política sustentada en lo puramente individual; y tal es así, que en este libro expresamente denuncia el «horror de la existencia individual” reconociéndola como 1a «fuente y causa primordial de todo sufrimiento». Desde su punto de vista, el hombre que se comprende como existencia puramente individual se verá aislado de la gran causalidad de las cosas; la conciencia de verse aislado del Todo conduce a la aspiración individual de querer realizar, en el mismo momento de la experiencia de su individualidad, la identidad del Yo y del Mundo, esto es, de superar la individualización. Y más aún, es también en este primer libro donde deja traslucir la tensión entre lo apolíneo y lo dionisíaco, es decir, entre lo individual y el Todo. Y este punto es importante de destacar porque, justamente, es desde aquí que nuestro autor se empieza a colocar en el epicentro de una terrible contradicción; entre la defensa del individuo y su tremenda añoranza del Todo. Esta lucha, esta zozobra, irá adquiriendo ribetes cada vez más trágicos y desgarradores en el desarrollo de toda su obra posterior.
Ahora bien, en sus textos, su anhelo de superación de lo individual, queda explícitamente referido, entre otros, en el párrafo 224 de “Humano, demasiado humano “, en aquella parte quee dice lo siguiente:
«La historia nos enseña que en un pueblo la raza que mejor se conserva es aquella en la que la mayoría de los individuos mantienen vivo su espíritu colectivo como consecuencia de la identidad de sus grandes e indiscutibles principios consuetudinarios, como resultado, pues, de sus creencias comunes. En tal situación se fortalecen sólidamente los buenos usos, el individuo aprende a subordinarse y el carácter recibe el don de una firmeza de sentimientos que luego se ve acrecentada por la educación…».
Se desprende de este parágrafo, que la clave para que el pueblo conserve su identidad, es que la mayoría de los individuos mantengan vivo el espíritu colectivo, es decir, que las motivaciones que guíen sus existencias no dejen de tener a la vista los intereses de la comunidad de la que forman parte. Karl Jaspers, a partir de este juicio, observa en Nietzsche una visión en pro de la comunidad de importancia suma:
«Se reprocha el individualismo de Nietzsche y su carácter extraño al pueblo. De hecho, Nietzsche no es individualista. Una existencia que gira en torno de ella misma siempre le fue ajena y despreciable. Según él, lo esencial sólo puede existir sobre la base de un peculiar ser-sí mismo. A ese hecho corresponde la circunstancia de que, en sus innumerables expresiones condenatorias de la masa, no se pueda encontrar, sin embargo, su inexistente alejamiento del pueblo. Es cierto que, a veces, dice «pueblo» cuando piensa en la «masa»: pero se trata de un modo de hablar que no debe inducir a error. El pueblo propiamente dicho, en su sustancia, no sólo no le es ajeno, sino que está por completo presente en sus anhelos, y eso no se presta a confusiones» (Nietzsche).
En la misma línea de Jaspers, también Georges Bataille rechaza cualquier intento de ver en los textos de Nietzsche la idea de que la libertad radical que reivindica sea un asunto exclusivamente individual. Al contrario, sobre el punto, explícitamente señalará: «Nietzsche no dudó que la existencia de lo posible por él propuesta exigiese una comunidad. El deseo de una comunidad lo agitaba sin descanso»; y, rubricará más adelante:
«Todo lo que atañe a lo humano exige la comunidad de aquellos que lo quieren. Lo que quiere llegar lejos exige esfuerzos conjuntos o, al menos, un sucederse del uno al otro, que no debe detenerse en la posibilidad de uno …» (“Sobre Nietzsche. Voluntad de suerte”).
Aunque en forma más indirecta, Malwida von Meysenburg, cuya afinidad con el pensamiento del filósofo no se puede poner en duda, en su narración de “El sendero de la abadía” señala: “…sólo el individuo arrancado de la Unidad sufre y muere” (…). En los instantes de «la liberación de los límites de nuestra individualidad» es cuando se reconoce la «Unidad de la Vida». También, en las narraciones de Lou Von Salomé, cuya influencia del pensamiento de Nietzsche son conocidas, el problema de la individuación aparece como tema central. Dice al respecto: que, consciente el hombre de su existencia individual y una posible estabilidad en una totalidad de la vida, éste vive con la perspectiva de superar el sufrimiento causado por su aislamiento; aislamiento que, primero debe ser enteramente percibido, para hacer transparentes tanto la realidad como el propio individuo a la causa universal de todos los seres.
En este sentido tenemos que, para Nietzsche, desprecio por la masa no es sinónimo de desprecio por el pueblo. Nada hay más alejado de ese propósito en él. Más aún, el desprecio por la masa es precondición para ver en su verdadera naturaleza al pueblo, despojado de aquello que, precisamente, lo ha convertido en masa. La masa de la democracia liberal, del socialismo, del nacionalismo y todas aquellas formas de uniformidad gregaria a que llevan las formas políticas de convivencia que se encontraban en boga. Formas políticas que, pese a sus diferencias, tienen el denominador común del movimiento democrático; formas políticas que a duras penas logran disimular la descomposición que entrañan. Más aún, la masa es lo inorgánico, en tanto asociación de individuos reactivos resultante de la disociación del pueblo; en cambio, los pueblos, a diferencia de la masa, constituyen realidades orgánicas por ser totalidades singulares vivientes. Ahondando más sobre este punto, el mismo Jaspers dirá:
“En la masa se destruyen los hombres; en el pueblo, en cambio, llegan a ser ellos mismos, en tanto individuos y producen, al mismo tiempo, el ser del pueblo mediante la acción conjunta de unos y otros. En la masa los individuos no realizan nada sustancial para el pueblo. Llegan a uniformarse. De este modo nace, necesariamente, la arena de la humanidad: todos muy iguales, muy pequeños, muy redondos, muy conciliadores, muy aburridos».

IGUALITARISMO, DESIGUALDAD

Desde el punto de vista político, para Nietzsche, al pueblo le será propio la desigualdad y a la masa la uniformidad, ese será el centro de la distinción entre uno y otro sujeto; más aún, correlativamente con ello, en el pueblo distinguirá un elemento que pasará a ser esencial: la jerarquía. Sin embargo, para esta jerarquía, como categoría propia del pueblo, Nietzsche establece una distinción fundamental: se trata de una jerarquía no cuantitativa, sino cualitativa y, por tanto, no económica, no social, ni de clase. Y esto importa de destacar, en cuanto las diferencias de clases serán siempre desigualdades cuantitativas y, por tal, reductibles. En cambio, la desigualdad como noción cualitativa, siempre representará una diferencia irreductible que se dará sobre la base de la relación mandato-obediencia.
En efecto, siendo que el pueblo no podría existir sin organización ni conducción, esta relación sería imposible de establecer sin que medie entre ellas una jerarquía, pero entendida ésta no proveniente de factores externos, como lo son, por ejemplo, el dinero, las castas, poder militar y todas esas cosas. Esta idea de necesidad de unidad y organización, como requisito indispensable para la existencia de una comunidad, la refrendará el filósofo en el siguiente aforismo:
«Toda unidad es unidad únicamente como organización y como estructura, en la misma manera que es unidad una comunidad de seres humanos; es decir, como oposición a la anarquía atómica y, por lo tanto, como un modelo de hegemonía, que significa lo mismo, pero que no es uno» (VP).
En atención a estas ideas se entiende el porqué Nietzsche, en su primer periodo, deposita una fe ciega en la posibilidad del ser del pueblo a partir de una identidad perdida que hay que reconstituir. Sin embargo, al poco andar, comprueba que ello es imposible, puesto que las condiciones políticas, sociales y culturales de entonces han producido una secularización decidida, una ruptura con lo inconsciente metafísico de la existencia anterior. Es el momento cuando empieza a experimentar una ruptura, un quiebre, que lo lleva a concluir que la destrucción ha sido mucho mayor de lo que podría haber esperado, no siendo ya suficiente el surgimiento de un contra movimiento cultural que anule los efectos de una cultura alejandrina cristalizada en la modernidad.

ALEJAMIENTO, DESARRAIGO

Sabemos que, en su primer periodo, Nietzsche deposita su fe ciega en la posibilidad del ser del pueblo a partir de una identidad que hay que reconstituir porque ésta se encuentra perdida. Sin embargo, cuando un pueblo empieza a entenderse en términos histórico-fácticos y derriba las murallas míticas que lo reconstruyeron, es el momento en que se produce una ruptura con lo inconsciente metafísico de su existencia anterior. Ante dicho quiebre, siente la necesidad de alejarse de la comunidad. Ello le resulta indispensable porque de repente, en el seno de la comunidad, algo ha ocurrido lo que ha llevado a que se quiebre su unidad orgánica lo que, a su vez, hace que se quiebren también algunos de sus miembros.
Es el momento en que para Nietzsche, su propuesta de la reconstrucción de los pueblos quedará momentáneamente suspendida, hasta mientras tanto surjan los nuevos requisitos que permitan su reconstrucción. De esta separación se produce una liberación, entendida ésta, en su primer momento, como puramente negativa, fuera de casa, apartado del suelo originario; un estar confuso, un no saber adónde estar o permanecer. En su nueva condición, el nuevo espíritu ama lo incierto, el desasosiego, encontrándose atento para todo aquello que antes le era desconocido; la comunidad le es extraña, por estar allí todo instituido, gregarizado, impidiéndole su autonomía. Ahora, en su nueva condición, asume toda clase de saber, sobre todo, aquello que le había sido negado en la comunidad por imposición de una moral negadora de la realidad; espíritu nuevo que llega a gozar de lo que antes no conocía: la pluralidad, la multiplicidad, lo diverso.
Sin embargo, en este punto, Nietzsche advierte un nuevo peligro: la abundancia de posibilidades que la nueva situación ofrece. El peligro ahora está, justamente, en esa inmensa pluralidad que lo sedujo y que lo hizo alejarse de la comunidad. En este caso, fijémonos bien, aquel espíritu que se desarraigó de la comunidad, precisamente, para ser libre, ya no lo sería tanto, ya que por la superabundancia asimilada quedaría sin identidad, a merced de las circunstancias, de sus dispares estados afectivos y de sus pensamientos contrapuestos y encontrados.
¿Cómo da salida Nietzsche a esta nueva y complicada situación? Este nuevo estado lo enfrentará asumiendo ya no una libertad arbitraria, sino una libertad madura, entendida ésta como aquella que logra un centro de gravedad que le es propia, una vez que el anterior foco de atracción, a saber, el colectivo, ha dejado de representar para él un ancla. Lo importante en este punto es destacar que el nuevo espíritu se llega a dar cuenta que su nuevo estado autónomo también es una enfermedad, porque al rechazar a la comunidad ha rechazado parte importante de su propia identidad. Sólo queda la posibilidad, para salir del embrollo, de lograr una síntesis de todo lo asimilado, es decir, posicionarse de una nueva identidad que sea más adecuada a la situación de abundancia de posibilidades. Ello será urgente y necesario, más, sobre todo, cuando sólo puede vivir del experimento aquel que sea capaz de no padecer en el experimento mismo.
Así y todo, después de la necesaria experiencia de aislamiento, Nietzsche siente la necesidad de volver nuevamente su mirada hacia la comunidad abandonada, pero ahora mayormente preparado para asimilarse a ésta, ahora bajo las nuevas experiencias y conocimientos adquiridos. Y es en este punto, cuando Karl Jaspers representa el nuevo estado de ánimo del filósofo, en los siguientes términos:
«En su juventud Nietzsche creía en el pueblo: luego renunció a esa creencia y, por fin, invocándolo con desesperación, lo buscó en el futuro».

V

LA GRAN POLÍTICA

«La verdadera realización del hombre
no puede pasar nunca por una ética
desvinculada de la política.
Es más, pasa por la política,
en un sentido elevadode ésta Gran Política
que es también ética,
ética de la autoafirmación finita».

Silvio J. Maresca
(En la senda de
Nietzsche)

UNA TEMPRANA CONFUSIÓN

En sus textos, Nietzsche nos habla, algunas veces, de la política y, otras, de la Gran Política e, incluso, de la pequeña política. Sin embargo, el uso de estos términos ha dado motivo para más de una confusión. Confusión comprensible, del momento que el filósofo se ha mostrado despreocupado por fijar los límites entre una y otra esfera, lo que ha derivado en que el tema no haya sido lo suficientemente abordado. Problema difícil, por cierto, porque respecto del tema, más que en ningún otro, Nietzsche pareciera haber querido confundirnos, dejándonos entrampados en medio de una red de pistas falsas. Mas, a pesar de esta dificultad, armados de un poco de paciencia, lograremos descubrir que el problema en sí encuentra su explicación en el hecho de que cuando piensa la política, no la piensa estrictamente desde una perspectiva partidaria o ideológica, sino aprehendiéndola dentro de una visión mucho más amplia, enraizada en lo más profundo del hondón de su ser. Una política que transforma en Gran Política, entendida ésta dentro de un ámbito inconmensurablemente mucho más amplio, y plantea otras exigencias que las de la política moderna, acostumbrada a una visión inmediatista y trivial.
De allí que, si la pequeña política es referencia hecha respecto de los temas que nosotros acostumbramos a entender como políticos, el punto de arranque para la aprehensión de la Gran Política, lo encontraremos en unos apuntes tempranos del joven Nietzsche (Guerra), en donde leemos lo siguiente:
«Anhelo la curación de la política. Tiene que haber círculos, como en su día hubo órdenes monacales, sólo que con un más amplio contenido».
Concluimos entonces que, al igual como lo hace en la filosofía, Nietzsche se esforzará por derivarnos a un pensamiento mucho más elevado, orientado en la perspectiva de transvalorar los valores políticos existentes. Si en la filosofía la transvaloración a la que apunta, es en contra de los valores implantados por la metafísica y la moral, el meollo de la transvaloración política lo abordará a partir de una crítica y cerrada oposición en contra del igualitarismo promovido, fundamentalmente, a partir de los denominados movimientos democráticos modernos. Se desprende, entonces, como contrapartida, que esta transvaloración política sólo podrá hacerla efectiva a partir de la restitución de la desigualdad; aquella condición que siéndole propia a la naturaleza de cada individuo, la política moderna ha terminado por aplastar, transformándola en uniformidad a ultranza. De esto se explica el uso recurrente, por parte de él, de términos tales como: espíritu de rebaño, masa, populacho, moral del esclavo, etc., referencias hechas respecto de las formas gregarias de convivencia promovidas por el igualitarismo democrático en todas sus modalidades políticas (liberalismo, socialismo, socialdemocracia, etc.)
Y si la transvaloración política se orienta a restituirle al hombre su intrínseca desigualdad, también significará restituir al pueblo a sus condiciones naturales, vale decir, despojándolo de su condición de masa, de espíritu de rebaño, formas gregarias que, justamente, le han hecho perder su condición de tal. Para uno y otro caso, el filósofo impone previamente la necesidad de un gran acto de liberación; requisito indispensable para rescatar al hombre y al pueblo de aquel estado borreguil a que lo han conducido las prácticas gregarias propias de la política moderna. Sólo mediante un acto liberador, tanto individuo como comunidad, podrán recuperar su voluntad perdida, puesto que sin la recuperación de la voluntad perdida no podrá haber síntesis práctica, y sin síntesis práctica no podrá haber organización, ni conducción, ni tampoco, individuo, ni política; requisitos que Nietzsche impone para la existencia de una auténtica comunidad.
Sólo a partir de estos presupuestos es como Nietzsche nos logrará introducir en el tema de la Gran Política. Gran Política que, en lo sustantivo, no se limitará a los estrechos, tranquilizantes y comprensibles marcos de la política burguesa, contingente y tradicional.

A MODO DE ANUNCIO

La Gran Política será un tema que siempre encontraremos encubierto en los textos de Nietzsche, cuestión nada inusual en él, del momento que muchas de sus ideas suelen perderse en la espesura de un indefinible discurso que oculta su verdadero significado tras máscaras diversas. De allí que, siendo la Gran Política una idea que no alcanza a madurar bien del todo y, mejor aún, la deja lanzada sólo a modo de anuncio, ello quiere decir que ésta se presentará ante nosotros difusa y, por tal, nos impedirá dar una opinión que no se encuentre más allá de ser una simple hipótesis conjetural.
Por eso, si la Gran Política no es la política tradicional, aquella que acostumbramos a tratar como tal, entonces ¿en qué consiste la Gran Política? Difícil pregunta y, más aún, su respuesta, por ese empeño de Nietzsche de hablarnos en un lenguaje no siempre claro, más bien difuso. No obstante, a pesar de esta limitación, será posible aventurar ciertas intenciones a la luz de su solo anuncio.
En lo inmediato, el punto clave para encontrar la respuesta a la interrogante que nos preocupa la aporta el propio filósofo, en el momento que nos entrega un dato que, a su juicio, adquiere la mayor relevancia. La referencia la encontramos cuando anuncia haber hecho un gran descubrimiento; no uno cualquiera, sino el mayor de cuantos jamás antes la humanidad haya conocido. ¿Y cuál es este descubrimiento? Tal descubrimiento no es otro que poner al descubierto el significado que ha tenido para nuestra cultura la moral cristiana, la que nos ha impuesto por siglos metafísicamente un mundo falso y del cual no hemos podido salir. Y tan importante es este descubrimiento, que nos advierte que: «se vive antes de él y se vive después de él». Más aún, en lo que parece ser tanto o más importante, es que a partir de dicho descubrimiento, se sucede a la vez un gran acontecimiento, esto es, que «la historia de la humanidad queda partida en dos»:
«¿Se me ha entendido? -No he dicho aquí ninguna palabra que no hubiese dicho hace ya cinco años por boca de Zaratustra-. El descubrimiento de la moral cristiana es un acontecimiento que no tiene igual, una verdadera fuerza mayor, un destino -divide en dos partes la historia de la humanidad. Se vive antes de él, se vive después de él. El rayo de la verdad cayó precisamente de lo que más alto se encontraba hasta ahora: quien entiende qué es lo que aquí ha sido aniquilado, examine si todavía le queda algo en las manos» (EH. 8. Por qué soy un destino).
Más aún, en el mismo “Ecce Horno” afirmará: «Sólo a partir de mí existe en la tierra la Gran Política». Se infiere, por tanto, que la Gran Política implica no sólo un gran descubrimiento (moral cristiana), sino que, junto con ello, se produce también un gran acontecimiento (partir en dos partes la historia de la humanidad). La producción de un acontecimiento de tal naturaleza, Nietzsche la deja profusamente anunciada también en distintas cartas del mismo periodo (fines de 1888), en algunas de las cuales leemos:
«Esta vez, como un viejo soldado, despliego mi artillería gruesa. Temo hacer estallar la historia de la humanidad en dos» (Carta a Overbeck. Octubre de 1888).
«Nosotros acabamos de entrar en la Gran Política, y diría en la más grande… yo preparo un acontecimiento que, con toda seguridad va a partir la historia en dos trozos, al punto que será menester el empleo de un nuevo calendario, en el cual 1888 será el año 1» (borrador de carta a Brandes. Diciembre 88).
«Sopese la oportunidad querido señor! Es un asunto de primer orden. Porque soy lo bastante fuerte como para partir en dos la historia de la humanidad» (Carta a August Strindberg. Turín, 07.12.88).

Ahora bien, para lo que al caso importa, no escapará al buen observador que las referencias de “Ecce Horno“, así como en las cartas citadas, vale decir, «partir en dos la historia de la humanidad», son anuncios hechos en el año previo en que se manifiesta el apagamiento de su lucidez (1888). Y esto es tan así, que a los pocos meses (03.01.89), su desequilibrio mental se desata cayendo abatido en la plaza Carlos Alberto de Turín abrazado al pescuezo de un caballo. Refrendan su estado de delirio notas y cartas ininteligibles del mismo periodo enviadas a sus amigos, firmando como El Crucificado, Nietzsche César y otras extravagancias.
De lo dicho podríamos pensar que sus anuncios corresponderían a excentricidades a que suelen recurrir algunos intelectuales de renombre, pero dichas ahora en la antesala de su estado de locura y, por tal, no habría que tomarlas muy en serio. A decir verdad, esto último ha sido uno de los argumentos más recurridos por sus exégetas para entrar a descalificar no sólo sus notas de fines del año 1888, sino también sus últimas obras escritas en dicho año; concluyen que lo dicho en tal periodo es resultado de su estado de paranoia, queriendo juzgar así su pensamiento filosófico a la luz de los diagnósticos médicos. Sin embargo, un mirar tan reduccionista impide ver en sus textos de dicho periodo, la más alta expresión de su inteligencia y la más cabal exposición de su sistema abierto a interminables perspectivas.
Y aunque a los miopes exégetas pudiéramos concederles cierta dosis de razón, en lo que respecta al fundamento con que tratan de invalidar sus juicios últimos, dicho argumento queda invalidado ante el examen objetivo del contenido que nos entrega la fulgurante prosa que encontramos en sus textos del periodo. En efecto, más que creaciones podríamos decir que nos encontramos ante intuiciones e inspiraciones, escritos sólo en días, semanas, o unos pocos meses. Nadie mejor que Stefan Zweig para describir el valor y lo prolífico de su creación en tan corto periodo:
«Tal vez nunca en un intervalo de tiempo tan corto un solo genio haya pensado tanto, en forma tan intensiva, continuadora, hiperbólica y radical. Nunca un cerebro terrestre se ha visto igualmente invadido por las imágenes e inundado de música. La historia intelectual de todos los tiempos en su inmensidad, no ofrece ningún otro ejemplo, de tal abundancia, de tal éxtasis de efusiones embriagadoras, de tal furor fanático de creación» (“La lucha con el demonio”).
Ahora bien, a lo que al caso importa, el argumento que sirve de invalidación a sus últimas notas va a perder pie, en el momento que descubrimos otra carta de fecha muy anterior, en la cual ya se encuentra el germen de su idea consignada en tales notas:
«…jCielos! ¡Quién sabe lo que hay encima mío y qué fuerza necesitaría para soportarme! No sabría decir cómo llegué precisamente a eso -pero es posible que por primera vez me haya sobrevenido el pensamiento que divida en dos la historia de la humanidad.
Zaratustra no es más que el prólogo, el preámbulo, el vestíbulo
-tuve que darme ánimo a mí mismo, ya que de todas partes recibía desaliento: ¡darme ánimo para cargar con ese pensamiento! porque todavía estoy lejos de poder pronunciarlo y representarlo. Si es verdadero o más bien si es considerado verdadero, entonces todas las cosas se modificarán y darán vueltas, y todos los valores que prevalecieron hasta ahora se desvalorizarán» (Carta a Overbeck. Niza, principios de marzo de 1884).
Esta carta resulta importante para dilucidar el punto que ha derivado a tanta mala interpretación. En ella observamos los mismos conceptos que hemos extraído de “Ecce Horno” y sus cartas de 1888, por lo que podemos concluir que, si bien los temas relacionados con la Gran Política y, fundamentalmente, con ello, partir la historia de la humanidad en dos, aparecen como anuncios tardíos, lo cierto es que la idea misma se encuentra ya presente en él, a lo menos, desde el año 1884, periodo de plena lucidez y de plena producción literaria.
Despejada esta duda, recién podemos entrar a definir y diferenciar lo que Nietzsche entiende por política y Gran Política. ¿Y cuál es la diferencia?: problemas políticos, cuando son valores que hay que invertir y, por tanto, objeto de aguda crítica; Gran Política, referencia hecha respecto de aquellos nuevos valores que hay que crear.

LA REVOLUCIÓN

No es un dato menor cuando Nietzsche afirma que la historia de la humanidad ha quedado partida en dos; al contrario, es de la mayor importancia, del momento que dicho anuncio se encuentra referido a un proceso transformador, pero no de cualquier tipo, ni al modo usual, sino de una transformación que la humanidad jamás nunca antes había logrado conocer; Gran Política como proceso que se propone revolucionar a la humanidad, a un nivel mucho más radical que aquel de los cálculos de la política tradicional.
En efecto, sólo la Gran Política será un verdadero acto revolucionario, pues los intentos que le han precedido jamás lograron partir la historia en dos, hecho este último revolucionario por antonomasia. Nietzsche denuncia que la “Revolución Francesa”, y todos los intentos revolucionarios afines que le precedieron, no han hecho otra cosa que mantener vivas las formas gregarias de convivencia en la comunidad, hecho político que ha logrado imponer el igualitarismo, en desmedro de las singularidades que le son propias a cada cual. Y si partir la historia de la humanidad en dos es el hecho revolucionario por excelencia, el que conduce a la materialización del proceso de la Gran Política; ¿cuál es el objetivo mismo de este proceso? Aun a título de redundar, es importante subrayar, una y otra vez, que la transvaloración es el fin último perseguido por la Gran Política. De allí que un proceso transformador que no se proponga transvalorar los valores políticos existentes, nunca podrá llegar a ser un verdadero proceso revolucionario. Es posible advertir en este punto que la Gran Política expresa la estrecha relación que suele existir entre filosofía y política, porque siendo la transvaloración la cristalización del pensamiento filosófico de Nietzsche, no se puede soslayar que esta transvaloración deriva, también, a un fin político, como objetivo mismo de la Gran Política.
Sin embargo, la Gran Política será un largo proceso de adiestramiento y, más aún, un largo y penoso experimento que habrá que desarrollar. Ello porque, para que la Gran Política pueda hacerse efectiva, los sujetos que la han de materializar, tendrán que luchar contra las instituciones destinadas a perpetuar y consolidar la anulación de las diferencias, contra la homogeneización de lo jerárquicamente diverso, contra el arraigo de la costumbre metafísica en los modos de pensar, etc.; en fin, Gran Política también, aquella predicada por Zaratustra al oponerse al «más frío de los monstruos fríos», referencia esta última hecha al Estado.
Por último, uno de los factores para que los contenidos involucrados en el proceso de la Gran Política puedan ser cumplidos, será el de transformar radicalmente los presupuestos que sirven de sostenimiento a la educación. Esto será importante en la medida que, hasta ahora, educar ha significado siempre domesticar. Por lo mismo, para que el proceso de la Gran Política no desvirtúe sus posibilidades emancipadoras, sólo un adecuado proceso educativo podrá dar plena garantía de asegurar la continuidad del nuevo orden en un contexto ya transvalorado.

ADIESTRAMIENTO

Identificado el acontecimiento que define a la Gran Política y los fines que persigue; ¿quiénes van a ser los ejecutores del proceso transformador por venir? Pregunta obvia, más aún, si se trata del mayor proceso transformador jamás antes realizado.
En este punto, Nietzsche se separa radicalmente de los procesos revolucionarios hasta entonces conocidos, en cuanto todos ellos han terminado en el más estrepitoso de los fracasos. En efecto, después de reflexionar sobre el legado dejado por la experiencia histórica de los movimientos con pretensiones revolucionarias, Nietzsche concluye que el factor principal de tales fracasos, tiene su principal causa en el hecho de que los sujetos que tuvieron por misión conducir dichos procesos, no se encontraban lo suficientemente preparados para llevarlos a buen término. La historia revolucionaria que se ha sucedido a través de la humanidad nos da claros ejemplos de ello: los esclavos de la revolución espartaquiana, los campesinos de las revueltas de los siglos XVI y XVII, los burgueses de la Revolución Francesa y, finalmente, los proletarios de la Comuna de París.
De tales fallidas experiencias, Nietzsche concluirá que, para llevar a efecto el proceso de la Gran Política, vano será recurrir a los sujetos que se tienen a la mano en la comunidad, en tanto éstos no se encuentran lo suficientemente preparados para acometer tan trascendental objetivo. Por lo mismo, sino existen, hay que prepararlos, mejor aún, adiestrarlos. Adiestramiento que, para no confundirlo con la domesticación propia del gregarismo de los movimientos democráticos, prefiere remitirlo a un adiestramiento experimental. Experimental, en cuanto proceso que se encamina a la creación artística de un tipo de hombre nuevo que sea propiamente más que un hombre, considerado desde el punto de vista de su autonomía e independencia, respecto de una formación cultural milenaria que se hace necesario dejar atrás. Es decir, una experimentación propia de todo auténtico creador, porque como bien lo señala Pierre Klossowski: «Todo creador es, al mismo tiempo el que tienta a los demás y el que experimenta consigo mismo y con los demás, algo para crear lo que todavía no existe: un conjunto de fuerzas capaces de ejercer una acción y modificarlo que existe»… Rubricará este mismo autor: «Cualquier creación novedosa debe provocar un estado de inseguridad: la creación deja de ser un juego al margen de la realidad; en lo sucesivo, el creador no re-produce sino que él mismo produce lo real» (“El círculo vicioso”).
Según Nietzsche, «la mediocridad creciente del ser humano es precisamente la fuerza que nos impulsa a pensar en el adiestramiento de una raza más fuerte: la que justamente encontraría su excedente en todo lo que la especie mediocre fuese más débil (voluntad, responsabilidad, seguridad de sí, capacidad para fijarse metas)». Más aún, si el sentido de toda creación es romper con los hábitos gregarios que dirigen nuestras existencias, hacia fines exclusivamente útiles al régimen opresivo de la mediocridad, en el campo experimental, crear será ejercer la violencia contra todo lo que existe. Por las experiencias hasta ahora conocidas; todas fallidas, Nietzsche se encuentra convencido de que la propuesta tiene que ser así, porque, hasta entonces, el hombre había sido cultivado exclusivamente con fines gregarios, sin más objetivo que la conservación y reproducción indefinida de su propia especie. Pero, con tal único fin, el hombre sólo ha logrado acrecentar su debilitamiento, en cuanto cada vez más ha ido perdiendo aquello que le es intrínseco, vale decir, su autonomía y su propia libertad. Esto quiere decir que el hombre, sobre todo el moderno, ha sido fácil presa del asfixiante gregarismo vigente, promovido en sus inicios por el cristianismo y, más contemporáneamente, por los llamados movimientos democráticos modernos. Por ello es que, Nietzsche deja claramente establecido los propósitos de un adiestramiento experimental, para cuyo caso nos podemos referir al aforismo siguiente:
«No hay peor confusión que la que confunde el adiestramiento y la domesticación… Tal como yo lo entiendo, el adiestramiento es un medio enorme de acumulación de fuerzas de la humanidad, de tal suerte que las generaciones ulteriores puedan proseguir sobre la base del trabajo de las precedentes y crecer a partir de éstas, no solamente de forma exterior, sino interior, orgánica, en lo que tienen de más fuerte… Hay un peligro de los más graves en creer que la humanidad ha de continuar creciendo y fortificándose en tanto que totalidad, mientras los individuos se apoltronan, se igualan, no superan la media, se hacen mediocres… La humanidad es una abstracción: la meta del adiestramiento, en el caso más particular, no podría ser otra que el hombre más fuerte (el no adiestrado es débil, derrochador, inconstante)» (VP).
Para sus objetivos transformadores, Nietzsche necesitará apelar a los individuos menos contaminados por el asfixiante gregarismo vigente, por cuanto los sujetos para el proceso de la Gran Política tendrán que ser espíritus autónomos y fuertes, más sobre todo, cuando tendrán que soportar toda clase de experimentos y sortear todas las desventuras que tendrán que enfrentar. Lo dicho porque, en un primer momento, tendrán que alejarse de la comunidad, quedarse solos, a la intemperie, habitando casas provisorias y haciendo del desierto su nuevo hogar. Ciertamente, bajo los presupuestos exigidos por Nietzsche, para llevar a buen término el proceso de la Gran Política, tiene razón al afirmar que ninguno de los sujetos que se encuentran a la mano podrían servir, del momento que todos ellos se encuentran impregnados por los valores culturales asumidos desde temprana edad (religión, moral, ética, verdad, educación, etc.).
En este punto podemos advertir que los sujetos adiestrados experimentalmente serán también los filósofos del porvenir, en cuanto creadores por antonomasia. Coincidencia dada por el hecho de que éstos, en su afán creador, siempre experimental tendrán, por una parte, un pensamiento liberado del afán productivo y, en lo que más importa, por otra, liberado de las influencias de todos los sistemas cerrados:
«Los filósofos del porvenir (…) tendrán pleno derecho a ser llamados críticos y serán seguramente hombres consagrados a la experimentación. Por el nombre con que me he atrevido a bautizarlos (escépticos), ya he subrayado claramente la tentativa; esto proviene de que, críticos de cuerpo y alma, se complacen en servirse de la experimentación en un sentido nuevo, quizá más extenso, más peligroso» (MBM).
Dice Pierre Klossowski que el riesgo a que se enfrenta toda vida decidida a experimentarse como tal, es el riesgo de la muerte. Esto quiere decir que el adiestramiento experimental sólo podrá ser efectivo en la medida que afronte riesgos y los pueda salvar. De acuerdo a esto, Nietzsche se está refiriendo a una experimentación en el más alto sentido del término, en cuanto no destinada a la búsqueda de nuevas vías para llegar a lo ideal. Al contrario, experimentación en un sentido nuevo, como apertura, como respuesta y entrega al libre acaecer del azar. Experimentación que se realiza no dentro de un saber de antemano conocido, sino como experiencia que no se encuentra segura si el camino por recorrer tendrá necesariamente que fructificar, lo que, de no ser así, obligará a recomenzar todo, con todas las variables posibles que permite todo nuevo acto creador.

SUJETOS DE LA GRAN POLÍTICA

Si el adiestramiento que propone Nietzsche tiene que ser experimental, ello implica un largo proceso en el cual no habrá sólo un sujeto que la tenga que realizar. Mejor aún, para el caso, el mismo sujeto, pero transfigurado, en cuanto irá experimentando en su persona sucesivas transformaciones producto de una lenta pero sostenida evolución, justamente, como consecuencia del adiestramiento experimental a que se encontrará sometido.
La transfiguración que irá experimentando este sujeto lo será en un sentido claramente positivo, adquiriendo una formación cada vez más elevada, que lo irá dejando cada vez más en inmejorables condiciones para su nueva tarea creadora. En esta evolución distinguiremos tres estados, a saber: espíritu libre, filósofo artista y el Superhombre, respectivamente.

Espíritu libre

“Cuando no encontraba lo que necesitaba, he tenido que procurármelo artificialmente, ya sea falsificando o inventando… Por eso, cuando un día la necesité, inventé, para mi uso particular, la expresión espíritus libres, a quienes dedico este libro, fruto a la vez del desaliento y del entusiasmo… Espíritus libres así no los hay ni los ha habido nunca: pero yo precisaba entonces de su compañía para estar de buen humor entre malos humores, como compañeros atrevidos y fantásticos, con los que se bromea, se ríe y se les manda a paseo cuando se ponen pesados, en sustitución de los amigos que me faltaban. Yo seré el último en dudar que un día pueda haber espíritus libres de esta clase, que nuestra Europa cuente entre sus hijos de mañana y de pasado mañana con semejantes compañeros alegres y atrevidos, corporales y tangibles, y no, como en mi caso, a título de espectros y de sombras que vienen a entretener a un anacoreta. Ya les veo llegar lenta, muy lentamente…» (Prefacio, EH).
Siendo este un anuncio… ¿qué o quién es el espíritu libre? Para Nietzsche, el espíritu libre se diferenciará en que pensará de modo diferente a todos los demás, una vez que se haya alejado de la comunidad que habitaba. Su misión será la de preparar las condiciones primeras para efectuar la primera transfiguración del sujeto, aquel que empezará a dar los primeros pasos para hacer posible el proceso de la Gran Política.
Espíritus libres, en cuanto poseerán voluntades innovadoras a través de las cuales, mediante una acción lenta pero eficaz, irán poniendo a prueba la solidez del edificio social. En lo principal, serán los agentes generadores del cambio por venir, desconfiando de todo aquello de lo que el hombre hasta ahora se había fiado; recelarán de todo aquello que la comunidad le había comunicado y educado; con su mirada penetrante, será capaz de penetrar en los trasfondos más vitales de todos los ideales hasta entonces instituidos. Según E. Fink, el espíritu libre es, «más bien la metamorfosis del santo, del artista, y del sabio. Pues, estos tres son, ciertamente, el hombre en el modo de ser de la grandeza pero auto alienado (…). El espíritu libre es la conciencia de sí, del santo, del artista y del filósofo metafísico; el rescate de aquellas figuras alienadas, su re-conversión».
Ciertamente, el espíritu libre, para ser tal, tendrá que tomar distanciamiento de lo social, porque sólo en la soledad podrá descubrirse a sí mismo para poder tomar conciencia de sus posibilidades y de su poder. En las nuevas condiciones podrá encontrarse en situación de crear, de arrancar las verdades desnudas a una naturaleza que fluye inocentemente, ajena a todas las invenciones y artificialidades hasta entonces creadas (moral, causa, verdad, etc.). De este modo, ser libre será contradictorio con un plegarse a valores presuntamente trascendentes, puesto que sólo en su condición libre y autónomo podrá verse como un auténtico creador y dictador de valores; más aún, como un individuo capaz de invertir los valores existentes, aquellos valores que los demás veneran.
En definitiva, el espíritu libre representa la liberación del hombre para alcanzar la soberanía de sí, la toma de posición de sí mismo. Liberación realizada mediante un proceso de profunda reflexión, sobre el hecho de que la cosa en sí, la trascendencia de lo bueno, lo bello y lo santo -según el mismo Fink-, «no es más que una trascendencia aparente, una trascendencia proyectada por el hombre, pero olvidada como tal». Estos nuevos espíritus, si bien son sencillos y desprecian todos los honores, no por ello dejarán de tener conciencia de que se encuentran por encima del hombre común, ya que son capaces de descubrir todos los disfraces con los que se cubren. Y, sobre todo, los invadirá una sed de conocimiento, pero no tanto por la objetividad y utilidad que reportan, sino por las actitudes y hábitos que generan en quienes se dedican a ello. Un espíritu libre que se convierte en apátrida, viajero pertinaz que no se refugia en ningún albergue y, portal, necesita ser nómade; un alejarse cada vez más de la comunidad.

Filósofo artista

Nietzsche marca la diferencia entre espíritu libre y filósofo artista del siguiente modo:
«Después de todo esto, ¿he de decir expresamente que esos filósofos del futuro serán también espíritus muy libres, tan seguro como que no serán espíritus libres simplemente, sino algo más elevado, mayor y radicalmente más distinto, que no quiere que se le interprete ni se le confunda?» (44, MBM).
Efectivamente, al referirse al filósofo artista, tiene cuidado en advertir que no se le confunda con el espíritu libre. Ello, porque siendo el filósofo artista también un espíritu libre, se diferencia de este último en que él, además, es el creador de los nuevos valores en sentido estricto.
Es en “Humano, demasiado humano”, que Nietzsche ve aparecer en el horizonte una nueva especie de filósofo. Estos son los filósofos del futuro, los filósofos artistas, verdaderos creadores. Y si bien ellos, como todos los filósofos amarán su verdad, lo que no harán respecto de sus verdades será ser dogmáticos como los anteriores filósofos. Dirán, por lo tanto, «mi juicio es mío: difícilmente habrá otro que tenga derecho a él» (43, MBM).
Este filósofo artista, para haber llegado a estado tal, ha tenido que pasar por todos los estados anteriores. Es en este sentido que Nietzsche lo representará en los siguientes términos:
«Ha tenido él mismo que ser crítico y escéptico, dogmático e historiador, además de poeta, compilador, viajero, descifrador de enigmas, moralista, vidente, espíritu libre; en suma, casi todo, para recorrer así el círculo completo de los valores y las estimaciones valorativas del hombre y poder mirar con múltiples ojos y conciencias, desde lo alto hacia todo lo lejano, desde lo profundo hacia todo lo alto, desde lo angosto hacia todo lo amplio»
(211, MBM).
«Sin duda alguna: nadie menos que esos filósofos del futuro pueden prescindir de las características serias y no exentas de peligro que distinguen al crítico del escéptico. Me refiero a la seguridad en los criterios de valor, al uso constante de un único método, a la valentía vigilante, a la soledad y al sentido de la responsabilidad» (210, MBM).

El Superhombre

Muchas veces suele prestarse a confusión la idea que se tiene del espíritu libre, el filósofo artista y la del Superhombre, en cuanto que serían la misma cosa o algo muy parecido. Sin embargo, es sólo el Superhombre el que posee todos los estados a la vez; además de conquistar su plena autonomía y conseguir su auto liberación (espíritu libre) y llegar a ser creador de nuevos valores por antonomasia (filósofo artista), él es el único que llegará a ser el sentido de la tierra.
En efecto, el espíritu libre, siendo una constante interrogación, alcanzará a preguntarse… «j,No cabría invertir todos los valores?» Pero eso sólo queda en estado de pregunta, hasta mientras tanto no surjan los filósofos artistas, los que deberán ser los materializadores de todos los auténticos actos de creación. Sólo después de éstos vendrá el Superhombre, como sentido de la tierra, es decir, ya no aquel que justifica su existencia mirando hacia el cielo, ni más allá de este mundo, sino el que se manifiesta con sus vivencias, con sus sentidos, con su cuerpo; en fin, Superhombre como «ser viviente y no un mero aparato de abstracción». Superhombre que surgirá por sobre las ruinas del hombre viejo y decadente, esto es, manifestándose en una conducta activa, creadora y espontánea, frente al comportamiento reactivo e impotente del hombre débil. Superhombre, en fin, como aquel que permanecerá fiel a la tierra, haciendo realidad aquella súplica invocada por Zaratustra:
« iHermanos míos, permaneced fieles a la tierra, con toda la fuerza de vuestro amor! Que vuestro pródigo amor y vuestro conocimiento concuerden con el sentido de la tierra. Yo os lo suplico y os conjuro a ello.
¡No dejéis a vuestra virtud volar lejos de las cosas terrestres y aletear contra muros externos! ¡Ay, hubo siempre tanta virtud extraviada!
¡Como yo, traed de nuevo hacia la Tierra a la virtud extraviada; sí, hacia la carne y hacia la vida, a fin de que dé su sentido a la tierra, un sentido humano!”
Siendo el Superhombre de Nietzsche el que volverá a encontrarse con las raíces de la tierra, lugar desde donde todo proviene, se podrá entender su temprana comunión con el poeta Holderlin. Recordemos el juicio de este último en el cual queda en evidencia esta clara comunión:
“Y abiertamente consagré mi corazón a la tierra grave y doliente, y con frecuencia, en la noche sagrada, le prometí que la amaría fielmente hasta la muerte, sin temor, con su pesada carga de fatalidad, y que no despreciaría ninguno de sus enigmas. Así me ligué a ella con un lazo mortal” (“La muerte de Empédocles”).
Y más allá de la fidelidad del Superhombre con la tierra, éste surgirá también como producto de un contra-movimiento en contra de «un consumo cada vez más económico del ser humano y de la humanidad, ante una maquinaria de intereses y producciones cada vez más estrechamente embrollados». En oposición a la disminución y adaptación de los seres humanos a una determinada especialidad tanto económica como científica, será necesario «un movimiento inverso, la creación del ser humano que sintetice, totalice y justifique, aquel para quien esa mecanización de la humanidad constituya la condición previa a su existencia como agente sobre el que pueda inventar su forma superior de ser».
Más aún, el gran lema del Superhombre no será el tú debes de Kant y los cristianos o el tú debes que dicta la Razón de la Ilustración, ni tampoco el yo quiero o el yo soy de los dioses griegos. Muy por el contrario, no estará supeditado a deberes de esa naturaleza, puesto que representaría e último escalón del hombre, ya que a partir de él no habrá más metas, sino pura aceptación. Como bien lo señala Klossowski, el Superhombre no es un individuo, sino un estado, ya que cierto es que: «Nunca ha existido todavía el Superhombre. He visto desnudo a los dos, al hombre más grande y al hombre más pequeño: se parecen demasiado todavía» (Z).
Superhombre, en fin, como aquel que dominará la tierra, pero no un dominio al estilo del control gubernamental en el sentido estatista habitual a que hemos estado sometidos por siglos. No se trata nada de eso, se trata de producir «una raza de señores, cuya tarea no se agotase en gobernar; sino una raza que tuviese su propia esfera de vida, un excedente de fuerza para la belleza, el coraje, la cultura, refinamientos hasta en lo que hay de más espiritual…».
Entonces, el Superhombre, importante es enfatizarlo, representa el estado final del sujeto de la Gran Política, su último estado de cristalización. Superhombre, entendido como aspiración, como proyecto, pero no en el habitual sentido de postergación de la vida presente por amor hacia una vida futura, sino como auténtica creación de un valor nuevo y mucho más alto que todos los anteriormente creados. Un ser que sabemos, todavía no existe, pero que indica la meta de su existencia, la expresión final de un pensamiento filosófico, que sólo arribará a su materialización mediante la acción de la Gran Política.

VI

LOS FILÓSOFOS

«Hay en Nietzsche una crítica
de la profundidad ideal (…),
que él denuncia
como invención de los filósofos;
esta profundidad sería
búsqueda pura e interior de la verdad.
Nietzsche muestra cómo ella implica
la resignación, la hipocresía, la máscara».

Michel Foucault

LOS FILÓSOFOS SEGÚN NIETZSCHE

Si a todos los filósofos (excepción de Heráclito) Nietzsche los enjuicia duramente y los hace responsables de los males de la filosofía, quiere decir que tendremos que entrar a averiguar las razones que hubo de tener para llegar a hacer esa «crítica de la profundidad ideal», a que hace referencia Michel Foucault, en el juicio que sirve de encabezado a este título.
Insertos en esta búsqueda, descubriremos en Nietzsche que lo que más les critica a los filósofos es ese empeño por llegar a la verdad, objetivo tras el cual, para lograrlo, no dejarán de mentir una y otra vez para lograr sus propósitos. Verá en ellos una especie de mirada egipcíaca que posan sobre todas las cosas, estratificando así todo aquello que logran atrapar en las redes de sus pensamientos. Y en cuanto todo lo que han venido manipulando no han sido más que momias conceptuales, han sabido identificarse con una mentalidad egipcíaca contraviniendo así a todo pensamiento audaz. Serán pensamientos sedentarios, lo contrario al pensamiento nómade que él reivindica; un sedentarismo que impide experimentar todas las maneras posibles de ver, dejando de lado aquellas cosas que importan para crecer. Nietzsche pregonará a quien quiera escucharlo que, al contrario de lo que suele creerse, todos los filósofos han sido tallados en la misma roca, en la misma piedra.
Su crítica a los filósofos la encontramos, fundamentalmente, en “El ocaso de los ídolos” y en “Más allá del Bien y del Mal”, textos en los que pondrá al descubierto los malos manejos que han hecho de la filosofía. En lo fundamental, su pretensión de querer engañarnos haciéndonos creer que han actuado en forma independiente, en circunstancias que siempre lo han hecho en un determinado orden, en relación unos con otros, deny ando en que los conceptos por ellos creados se hayan desarrollado emparentados entre sí. De acuerdo a esto, Nietzsche no establece mucha distinción entre un filósofo y otro en cuanto todos ellos han apostado a que la falsedad del mundo en que vivimos es lo único y más verdadero que puede existir; su fe en las certezas los ha llevado a que la verdad haya pasado a ser su máximo fetiche. No obstante su empecinada voluntad de llegar a la verdad, no logran encubrir sus fracasos, puesto que no han podido hacerlo más que dejando de lado un inmenso campo de posibilidades que forman parte de la vasta realidad; opuestos a la vida, negadores de ella, al no considerarla en todas sus posibilidades.
Pero, no sólo los criticará por ser dogmáticos de la verdad, o porque buscan desesperadamente el ser, o por ser metafísicos monótono-teístas, sino también por ese afán de exhibirse como filósofos enseñantes, como si la filosofía fuera una actividad nada más que para enseñarla; filósofos enseñantes que se remiten a repetir lo que otros dicen. Nietzsche no escatimará calificativos para referirse a los filósofos enseñantes, a aquellos que confunden la erudición con la filosofía. Y no es que esté en contra de la erudición, sino de aquella pretensión de que a la filosofía se la mire, se la mida y se la viva como una pura erudición. El copamiento de la filosofía por la erudición viene a marcar los periodos intelectuales más infértiles; filósofos enseñantes, meros repetidores de una actividad que, por esencia, debe ser fundamentalmente creadora.
A su vez, la desesperación de los filósofos por identificarse dentro de un horizonte único que privilegia la identidad, lo universal, la razón y el ser, los hacen alejarse del mundo sensible al que llegan a despreciare, incluso, hasta negar:
«Hay que ser filósofo momia; representar el monótono-monoteísmo con una mímica de sepulturero! Y repudiar, sobre todo, esa deplorable idea fija de los sentidos! ¡Plagado de todas las faltas de la lógica, refutado; más aún: imposible, aunque tenga la osadía de pretender ser una cosa real!» (1, 01, La razón de la filosofía).
Para Nietzsche, lo que hay en los filósofos dogmáticos es una pura enfermedad, y cuyos intentos de curación han resultado todos fallidos a lo largo de la historia de la filosofía. Por eso, no sorprenderá que llame a los filósofos tradicionales y dogmáticos; dogmáticos, porque en su búsqueda desesperada por lo universal y el ser, momifican, estratifican la cosa queriendo hacernos creer que lo que “es” no deviene, y lo que “deviene” no es.
Siendo dogmáticos y tradicionales, Nietzsche no los considerará filósofos en sentido estricto, sino simples obreros de la filosofía, aquellos que tienen la misión de preparar las condiciones primeras para que realice su tarea el verdadero filósofo, aquel que prontamente tendrá que surgir. Entonces, si Kant, Platón, Sócrates, Aristóteles, Hegel, etc., son simples obreros de la filosofía y, además, tradicionales y dogmáticos, ¿cuáles serían los verdaderos filósofos? Nietzsche, en este punto es bastante claro, al señalar que si bien los verdaderos filósofos todavía no existen, sin embargo, los ve aparecer en el horizonte. Tales filósofos tendrán ciertas virtudes, pero no en el sentido moral acostumbrado, sino como amor a la realidad desnuda desprovista de falsos oropeles. En suma, filósofos del futuro, verdaderos creadores; filósofos artistas, aquellos a los cuales ya me he referido más de una vez.
Frente al pavoroso estado de menesterosidad de los filósofos dogmáticos, Nietzsche se empeñará por sacarlos de su confusión, tratando de erradicarles sus dogmatismos. En este sentido reivindicará en sus textos, una y otra vez, su tipo ideal de filósofo, cuyas características las establece en los siguientes términos:
«Un filósofo, es un hombre que constantemente vive, ve, oye, sospecha, espera y sueña cosas extraordinarias; alguien al que sus propios pensamientos le golpean como si llegaran de fuera, de arriba y de abajo; como si fueran acontecimientos y rayos que le asaltaran. Tal vez sea él mismo una tormenta que avanza grávida de rayos nuevos; un hombre fatal, rodeado siempre de truenos, de rugidos, de aullidos y de presagios inquietantes. Un filósofo, ¡ay!, es un ser que a menudo huye de sí mismo, que con frecuencia se teme, pero que es demasiado curioso como para no estar constantemente volviendo sobre sí mismo» (292, MBM).

LA PREGUNTA PRIMERA

un principio, los filósofos centraron sus esfuerzos por encontrarle unidad a la multiplicidad de las cosas. Por lo mismo, la filosofía más antigua se pone en marcha con la pregunta primera:
¿Qué es lo ente, lo que es, en cuanto tal? Y si definimos lo ente como la cosa, esta pregunta podríamos simplificarla del siguiente modo: ¿Qué hace que la cosa sea lo que es y no otra cosa? Esta pregunta inicial considera, pues, todo lo que es desde el punto de vista de ese “es”, de su “ser”, y no desde los diversos puntos de vista particulares a través de los cuales se pueden apreciar los fenómenos y las cosas.
Entonces, si todos los filósofos han tratado de responder a esta pregunta primera, quiere decir que la filosofía tuvo su origen como consecuencia de dicha pregunta. En efecto, siguiendo atentamente el transcurso de la historia de la filosofía podemos constatar que, a esta pregunta primera, los filósofos respondieron de distinta manera. Así, por ejemplo, para los filósofos más antiguos será la “sustancia”, el principio primero que determina la cosa como tal. En tal línea, los filósofos presocráticos no agotaron las posibilidades de la naturaleza para encontrar en ella la sustancia de la cosa; una vez fue el agua, otra el aire, la semilla, el átomo, y así sucesivamente. Sin embargo, los pitagóricos, por su parte, concibieron a los números como esencia y principio de las cosas; para ellos los números eran no sólo la expresión matemática, sino también el fundamento de todas las realidades: como los procesos surgen y acontecen según proporción y ley, entonces, el universo es un conjunto armónico, un Cosmos, y, por tanto, es número y armonía.
No obstante, para Nietzsche, en uno y otro caso, esta búsqueda ha sido una pérdida de tiempo, pues la cosa no se explica en sí misma por una causa o por un principio; al contrario, no tiene ni principio ni fin, es decir, que la cosa sólo deviene y, por tal, no tiene ser. Y si los filósofos han hecho que la cosa tenga ser, han tenido que apoyarse en un mundo creado artificialmente y que han llamado arbitrariamente verdadero:
«Las propiedades de una cosa son efectos sobre otras cosas: si se abstrae de otras cosas, entonces una cosa no tiene propiedades, es decir, no hay ninguna cosa en sí» (Fp).
En definitiva, si los filósofos han andado detrás de la sustancia para explicarse la esencia de las cosas, cada uno de ellos aportará sus particulares puntos de vista en dicha dirección. Esto obligará a Nietzsche a enfrentar a cada uno de ellos en sus propias particularidades, más allá de las generalidades que tempranamente les ha logrado descubrir. Y siendo la lista muy larga, me referiré sólo a aquellos cuyas ideas llamaron mayormente su atención y, por tal, se refirió a ellos en forma más recurrente. Encabezan la lista Parménides y Heráclito, en cuanto bifurcan la filosofía planteando la antonimia entre el ser y el devenir.

PARMÉNIDES (EL SER)

Parménides sostiene que sólo el “ser” es, y que el “no ser”, no es. Para él, la inexistencia del no ser es absoluta, de manera que el no ser ni siquiera puede ser enunciado. La reducción de la existencia verdadera al ser es producto de la desconfianza que muestra Parménides hacia el mundo sensible, hacia todo lo que pueda significar multiplicidad y cambio. El cambio y el movimiento no poseen verdadera existencia; por el contrario, el ser es lo que permanece idéntico a sí mismo, lo que no cambia. La filosofía de Parménides representa el programa de una racionalización del ente que el pensamiento occidental proseguirá hasta nuestros días.
Para Parménides, las cosas del universo «son» cuando éstas tienen consistencia, cuando son fijas, estables y sólidas; todo cuanto existe es real en cuanto se apoyan en algo sólido y estable. El ejemplo más típico lo representa la Naturaleza, en cuanto es una esfera compacta y, por tal, sólo ella merece el nombre de «ser», no así las cosas maleables, porque lo que es maleable no tiene consistencia ni solidez. En Parménides se explica, por primera vez, una unidad característicamente racional, representando el profundo cambio de mentalidad que se advierte en Grecia a comienzos del siglo V. a.C. Todos los resabios del animismo y creencias de fondo pitagórico que impregnaban el ambiente de la época, pasaron por el matiz de su reflexión personal, dirigida, fundamentalmente, a la consideración del esfuerzo cognoscitivo del hombre por valorar en sus exactos límites las posibilidades puras de la indagación racional.
La importancia de su doctrina es tal, que podríamos decir que de éste a Platón hay un solo paso. Y aunque Parménides no derivó hacia las grandes construcciones metafísicas, propias del platonismo y aristotelismo posterior, su importancia es significativa en cuanto pone las bases para una teoría del conocer. Se guiará por algo que ya no es principio cosmológico ni entidad numérica, sino una sustancia inmutable, permanente y necesaria, en cuanto es el ser mismo que garantiza nuestro pensamiento y el valor de verdad objetiva que de él se deriva. Tal profundidad de pensamiento, como punto de arranque para el impulso metafísico posterior, fue un bien que Platón supo agradecer pues desde ese momento el hombre griego empieza a estar más con la razón, extasiado con lo que el mundo del puro ser le descubre. Parménides tiene el mérito de abrir las puertas del intelecto a la formulación de los sistemas metafísicos posteriores. Es una prueba viva, irrefutable, de la gran esperanza humana en el progreso intelectual, por las únicas vías de la razón y del ser.
Obviamente, Nietzsche se opondrá frontalmente a las consideraciones filosóficas de Parménides, en cuanto éste desprecia lo sensible y apologiza el ser. Y cuando hace responsable a Platón de ser el que ontológicamente reemplazó el mundo sensible por el inteligible, es un error de apreciación, puesto que dicha acusación debiera, a lo menos, recaer también sobre el pensamiento filosófico de Parménides,

HERÁCLITO (EL DEVENIR)

«No veo más que devenir. ¡No os dejéis engañar! Vuestra miopía, y no la esencia de las cosas, es lo que os hace ver tierra firme en ese mar del devenir y del fenecer. Ponéis nombres a las cosas como si éstas subsistieran, pero no os podéis bañar dos veces en el mismo río» (“Heráclito “. Cit. por Nictzsche en FETG).
¿Soy yo y el mundo en el cual vivo un inapelable fluir o puedo buscar una relativa seguridad en algo permanente? Esta pregunta es el punto de partida, tanto para la teoría del ser de Parménides como la del fluir que tomó como base de su filosofía Heráclito. El énfasis con que Heráclito expone la fluidez equivale a retener el intelecto en lo puramente experimental y sensible, vía ineludible para todo recto filosofar.
Para Heráclito, ser equivale a «haber llegado a ser», es decir, que toda cosa posee el doble sentido de generación y acontecimiento, esto es, «un estarse produciendo» en forma constante, permanente. Sin embargo, este estarse generando, este estarse produciendo, también involucra un estarse destruyendo, y en ambos casos las disposiciones contrarias se sostienen. El pasar de un contrario a otro nos permite gustar de aquello que anhelamos, aquello que se encuentra en la expectativa: «Es la enfermedad lo que hace agradable la salud; el mal al bien; el hambre a la saciedad; el cansancio al descanso». Con esta sentencia, Heráclito supone que nada es concebible ni llega a ser sin su contrario. Los contrarios se encuentran relativamente en un plano de igualdad; se suceden, y el uno no existiría ni sería concebible sin el otro.
La sustancia de donde todo proviene es el fuego; sólo el fuego es un principio que produce una cosa nutriéndose de otras para después destruirlas. El fuego no subsiste más que consumiendo unas cosas (principio de no ser), precisamente, para que por ese mismo acto cobren su ser otras (principio de ser). Así, la unidad del ser y del no ser, no es una unidad dialéctica, sino unidad cósmica de generación y destrucción de una única fuerza natural.
Su doctrina será el antecedente que recogerá más tarde Nietzsche para reivindicar el mundo sensible, el de los sentidos, el de las apariencias, el de un constante fluir y devenir. Es el genuino defensor del continuo fluir del ser, con escasa o ninguna conexión a principios y actitudes metafísicas. La visión que sugiere del Universo y del hombre es de una transformación incesante que se realiza, no sólo en la experiencia fenoménica, sino también en todo lo íntimo de todas las cosas y de todos los acontecimientos. Todo está expuesto a tensión y oposición; no existe ley que dirija este movimiento ni fin para cuya consecución sejustifique; se extiende por igual a lo físico, a lo lógico y espiritual, a la materia, al conocimiento y a los valores.
Lo que destaca Heráclito es al hombre como ser de la sensibilidad antes que ser de las ideas o del logos. Ubicado en el cosmos, cuya naturaleza captamos a través de los sentidos, nota la fluidez, la mutabilidad y la variedad de todo lo que ante él acontece. El hombre inmerso en la fluidez, siempre estará sometido a constante mutación; el hombre es cambiante e inconstante, al igual que el cosmos en el que se encuentra sumergido. Es un extremo que nadie puede negar. Estamos comprometidos con la naturaleza, participamos de ella y con ella en sus evoluciones.
Y si los jonios veían la necesidad de un principio que reducían a algo material, Heráclito se encontrará indeciso en la admisión de tal principio. Si admite al fuego, es como mera representación de aquella idea general del fluir que se encuentra explícita e implícita en su pensamiento. Con Heráclito, se explica el ser concreto de cada cosa en particular, cada una de ellas con su entidad propia, opuesta a cualquier otra entidad.

SÓCRATES (ESTÉTICA RACIONALISTA)

“Todo en él es exageración, bufo, caricatura; todo en él es al mismo tiempo oculto, solapado, furtivo. Trato de comprender la idiosincrasia de la que deriva esa ecuación socrática: razón igual a virtud igual a felicidad; es la ecuación más bizarra que pueda darse y que en particular está reñida con todos los instintos de los primitivos helenos» (4, El problema de Sócrates. 01).
Estos términos, al lector le podrán parecer exagerados; al fin y al cabo, todo lo que ha aprendido en la escuela lo ha condicionado para hacer un ensalzamiento de su figura. Entonces, ¿cómo puede ser Nietzsche tan injusto con alguien a quien todos le hacen objeto de admiración y respeto? A decir verdad, ya está dicho, este modo de decir en él no puede extrañar, puesto que va a ser uno de sus modos habituales de referirse a sus pares y de decir sus verdades; una manera muy propia suya de hacer una crítica radical contra todo aquello que pudiera perturbarle. Y aunque el caso de Sócrates no va a ser una excepción, sin embargo éste va a ser objeto de su crítica en forma más recurrente, por estimar que le asiste una mayor responsabilidad en el inicio de la decadencia del pensamiento del mundo occidental. Por eso, para entender su crítica tendremos que acostumbrarnos a escuchar su peculiar modo de decir, no dejándonos impresionar por la forma en que lo hace, esforzándonos, por el contrario, por captar todo aquello que le es más esencial ene! fondo de sus lapidarios juicios.
Nietzsche compromete su diatriba contra Sócrates al estar convencido de que ha sido la racionalidad socrática la que ha traído como consecuencia la pérdida de la antigua tragedia griega. Habiendo implantado Sócrates los fundamentos para la aparición del hombre teorético es éste quien, con su racionalidad, impone finalmente la muerte no natural de la tragedia reemplazándola por la comedia. Para el filósofo, la pérdida de la tragedia griega reviste un hecho de suma trascendencia por lo que ello importará para los destinos del pensamiento del hombre occidental:
«La tragedia griega no terminó como todos los demás géneros artísticos de la Antigüedad, sino que se auto inmoló, a causa de un conflicto insoluble, es decir, trágico, mientras que las demás expiraron, a una edad avanzada, de muerte más bella y serena (…). La muerte de la tragedia griega, al contrario, dejó un vacío enorme, universal y profundamente sentido (…). En cierto sentido, Eurípides no era más que una simple máscara: la divinidad que hablaba por él no era Dionisos, ni Apolo, sino un demonio recién nacido llamado Sócrates. Surge un nuevo antagonismo entre lo dionisíaco y lo socrático, y a sus manos pereció la obra de arte de la tragedia griega» (SI).
Nietzsche acusa a Sócrates de que al instaurar una nueva estética racionalista desposeyó a la vida no sólo de su sentido trágico, sino, también, de todo sentido vitalista-naturalista. En efecto, en la nueva visión socrática, la concepción trágica y pesimista del mundo ya no podían influir en la vida de los griegos, del momento que en adelante «todo tiene que ser consciente para ser bueno», derivando a que el arte se auto aniquile haciendo que el crear se convierta en un disecar. Esto conlleva a que, en el orden teórico, todo lo que no puede ser acomodado en conceptos es negado y, en el orden histórico, la tragedia cada vez más irá perdiendo su peso para convertirse en una simple pieza de intriga.
Pero, más allá del hombre teorético, la racionalidad, la dialéctica, y la idea del Bien, para Nietzsche, Sócrates también es responsable del surgimiento de un mundo negador, al ser e! primero en introducir una visión nihilista en e! modo del pensar occidental, razón por la que Nietzsche lo llamará decadente, en cuanto con él empieza la decadencia en todo el mundo griego; en su afán por hacer consciente la tragedia la acaba por aniquilar. Así, Sócrates es el responsable de introducir en la mentalidad griega y, con ello, en todo el pensar occidental posterior, una visión racional del mundo y de todos los avatares humanos, según lo cual al justo no le puede suceder nada malo, ni en este ni ene! otro mundo. Por lo mismo, para Nietzsche, y esto es importante de subrayar, el desplazamiento de la tragedia griega implica no sólo un problema estético-cultural sino, sobre todo, ontológico: se trata, ni más ni menos, de que una concepción del mundo anula a otra. Si existe una estructura racional del mundo, como lo enseña Sócrates, lo trágico ya no puede tener ningún sentido; en un mundo racionalmente ordenado no puede haber ni incertidumbre, ni ambigüedad, ni excitación, ni misterio.
Y siendo Sócrates el responsable intelectual de esta pérdida, Eurípides, en el escenario, es su autor material, al transformar el mito trágico en una serie de vicisitudes racionalmente encadenadas entre sí de impronta substancialmente realista. Con Eurípides, sólo puede ser representado lo que corresponda a una estructura racional de la vida. Y más aún, en el momento que introduce en la trama el prólogo, complementa este desplazamiento al explicar la acción desde el principio, privando así a la tragedia de toda tensión y atractiva incertidumbre:
«El hecho de que un personaje individual, una divinidad o un héroe, se presente al comienzo de la pieza y cuente quien es él, qué es lo que antecede a la acción, qué es lo que ha ocurrido hasta ahora, más aún, qué es lo que ocurrirá en el transcurso de la pieza; eso, un poeta teatral moderno lo clasificaría sin más de petulante que renuncia al efecto de la tensión» (Si).
Para Nietzsche, en todas las naturalezas productivas lo inconsciente produce cabalmente un efecto creador y afirmativo, mientras que la conciencia se comporta de un modo crítico y disuasivo. Así, con la conciencia, el instinto creador queda cabeza abajo, ya no es la creatividad artística lo que ahí funciona, sino la pura producción intelectual; con ello, la creación, cuya principal característica es obedecer a lo intuitivo y lo espontáneo, se vuelve racional, desviando la atención de la tragedia para posicionarla en una vulgar pieza de intriga. Por eso, entre lo que piensa Sócrates y lo materializado por Eurípides se establece un puente. Es tan estrecha la complicidad entre ambos que Nietzsche no puede dejar de denunciarla con todo detalle en los términos siguientes:
«En torno a Eurípides hay un resplandor reflactado, peculiar de los artistas modernos: su carácter artístico casi no-griego puede resumirse con toda brevedad en el concepto de ‘socratismo’. «Todo tiene que ser consciente para ser bello», es la tesis euripidea paralela de la socrática «todo tiene que ser consciente para ser bueno». Eurípides es el poeta del racionalismo socrático. En la Antigüedad griega se tenía un sentimiento de la unidad de ambos nombres, Sócrates y Eurípides. En Atenas estaba muy difundida la opinión de que Sócrates le ayudaba a Eurípides a escribir sus obras: de lo cual puede inferirse cuán grande era la finura de oído con que la gente percibía el socratismo en la tragedia euripidea. Los partidarios de los buenos tiempos viejos solían pronunciar juntos el nombre de Sócrates y el de Eurípides como los que pervertían al pueblo…».
Sócrates, al instaurar el optimismo racionalista y la dialéctica, impone en el arte nuevas categorías, a las que Nietzsche atribuye fundamentos ontológicos. Partiendo de esta conclusión, compromete todo su esfuerzo intelectual por reintroducir lo trágico en los modos de existencia del pueblo alemán; la estética racionalista de Sócrates había logrado dejar un vasto campo de la existencia afuera, queriéndola negar. De este modo, el nihilismo, esa forma de negación que impide y coarta la creación, empezaba con Sócrates a hacer su aparición en el mundo occidental y, con ello, el inicio de su decadencia.

PLATÓN (LA IDEA)

La determinación hecha por la ciencia de un objeto que no tiene nada que ver con las cosas sensibles, es el problema abordado por Platón. Para éste, el error de los sofistas es que se niegan a ir más allá de las puras apariencias, por lo que permanecen prisioneros de éstas sin poder abarcar nada más allá de dicha esfera. De allí que todo su esfuerzo se orientará en un ir más allá del mundo de las apariencias, sobretodo, de las apariencias sensibles, postulando en el “Fedón” que la finalidad de la filosofía es apartarse de la pura investigación «hecha con los ojos, con los oídos y con los demás sentidos». Reivindica, por tanto, como finalidad última, el lograr reunir y concentrar en sí misma aquella investigación que descubra el ser en sí.
Entonces, si los presocráticos encuentran el principio de las cosas en el mundo físico, con Platón, esta concepción sufre un cambio radical, pues tal principio deja de ser explicado a partir del mundo sensible, creando un nuevo mundo: el mundo inteligible (Idea). Este mundo inteligible es un mundo suprasensible, es decir, metafísico, un mundo que se encuentra más allá del mundo físico.
Se tiene así que la metafísica surge en el momento en que Platón responde a la pregunta inicial de la filosofía, indicando claramente el movimiento del pensar desde el mundo físico hacia otro mundo situado más allá de él, hacia el mundo metafísico. De este modo, Platón da respuesta a la pregunta primera de la filosofía señalando que el ser de lo ente (la cosa) es la «Idea», la cual trasciende el mundo, y por tal, se encuentra más allá del mundo físico. Para él, lo verdadero ya no proviene de la naturaleza, no del mundo físico, sino del nuevo mundo de las ideas. La Idea pasa a ser así la forma única de lo múltiple, que aparece como tal a quien abarca este múltiple de un solo golpe de vista intelectual.
Platón, con su teoría de las Ideas, pretende llegar a determinar la verdad de las cosas, y no sólo su verdad en sí, sino también la verdad del que pregunta por las cosas, es decir, la verdad del filósofo. Esta verdad del filósofo es, ante todo, una verdad que tiene un significado y una orientación bien definida; una verdad moral y religiosa imbuida bajo la idea del Bien; el filósofo existe para anunciar a los hombres lo que deben hacer para salvarse. Una salvación que tiene un doble sentido: por un lado, para salvar al hombre en sí y, por otro, para salvar a las cosas. A los primeros, para salvarlos en su alma y, a las segundas, en su apariencia; salvar el alma y salvar las apariencias pasan a ser el objetivo final de todo el platonismo.
Según Platón, lo que permanece tras la realidad aparente no es un principio material, sino la imagen o aspecto que ofrece la cosa cuando se la contempla desde el punto de vista de lo inmutable, de lo permanente, de lo eterno; la visión que se tiene de ella cuando se mira en su verdad. Situarse por medio de la razón en el reino de las Ideas es situarse también en el reino de la verdad. La idea es lo que es, lo que funda, el modelo, el arquetipo o paradigma sobre el cual las cosas están construidas y hacia el cual las cosas aspiran. La reducción de las cosas a las ideas es así la reducción del cambio a sus momentos más estables, pero no a cualquiera de sus movimientos, sino a los principales. Si la Idea es la esencia de lo existente, la existencia de este mundo es una existencia que participa de la idea.
A partir de los fundamentos de la idea de Platón, se puede comprender todo el meollo al que apunta la filosofía de Nietzsche. Ello en cuanto el filósofo se rebela contra la concepción platónica de explicación del mundo de las cosas, entablando una lucha contra dicha concepción a modo de restituir el pensamiento del hombre a su suelo originario, esto es, su horizonte sensible, su horizonte físico. Y no podría ser de otro modo, desde el momento que el platonismo es el intento de explicar este mundo físico nuestro recurriendo a otro mundo inventado por la razón humana, intento en el cual, nuestro mundo (sensible) es interpretado como un mundo aparente y el otro, el inventado (inteligible), como el mundo verdadero. Sin duda, para Nietzsche, esta es la mayor impostura filosófica e intelectual que la humanidad haya logrado conocer, el mayor engaño de cuantos se han conocido jamás, puesto que se abandona el mundo real, aquel que existe de verdad, pasándolo a llamar mundo aparente, para pasar a ser reemplazado por un mundo inventado por la mente, producto de la idea que se tiene de él, al cual, como paradoja, se le pasa a llamar mundo verdadero.
Para Nietzsche, ésta es la génesis de todos los males que ha arrastrado por siglos la filosofía y, aún, toda la cultura de Occidente, del momento que todos los principios y valores que se han erigido hasta nuestros días, se han originado a partir de estos presupuestos equivocados. Y es tal el alcance y profundidad del idealismo platónico, que esta idea logra consolidarse y arraigarse hasta nuestros días a través del ideal cristiano:
«Mi desconfianza hacia Platón se ahonda cada vez más. Me parece que se ha desviado de todos los instintos fundamentales de los helenos; le encuentro tan impregnado de moral, tan cristiano antes del cristianismo… Platón representa esa fascinación del doble sentido llamado ideal, que engañó a los caracteres elevados de la Antigüedad y les hizo pasar el puente que conduce a la cruz. Cuántas huellas de Platón hay en la formación, el sistema y las prácticas de la Iglesia…» (2, 01. “Lo que debo a los antiguos”).

DESCARTES (RAZÓN CARTESIANA)

Según Descartes, todos nuestros conocimientos provienen de la razón: Para él, la razón es una fuerza única, infalible y omnipotente y, por tal, no necesita nada fuera de ella para alcanzar el conocimiento. Única, porque es igual en todos los hombres; infalible, porque no puede errar; omnipotente, porque extrae de sí misma sus principios; razón presentada en su punto más exultante, el máximo optimismo sobre ella; la rectora de todos nuestros actos.
El mayor esfuerzo de Descartes es perseverar en descubrir un método que, partiendo del modelo matemático, permita reconocer la verdad en cualquier área de los conocimientos. Ello, porque descansando las matemáticas en un conjunto restringido de principios de evidencia clara, una vez establecidos éstos, se deducen de ellos el conocimiento de relaciones particulares o más complejas. Deduce, por tanto, que la filosofía debiera ser capaz, al igual que las matemáticas, de deducir sus conocimientos de principios o causas primeras que pasen a ser incuestionables. Sin embargo, Descartes no llega directamente a la razón porque, previamente, la hace objeto de una duda, ubicando a esta última en el sitial del fundamento del conocimiento moderno. En tal ámbito, hace del no saber el fundamento del saber, postulando que el único camino seguro para llegar al saber verdadero, es dudar de todo lo que se nos aparece como cierto ante la posibilidad que pudiera no serlo. Esto implica fundar la empresa del conocimiento a través de una base primaria escéptica. Sin embargo, Descartes no es en propiedad un escéptico, ya que su método traduce una duda metódica puesta al servicio del conocimiento. Restituye, por tanto, la deducción como camino para llegar a la verdad, extrayendo verdades particulares para llegar a principios primeros.
Y siendo que Descartes considera que la razón es el único vehículo para llegar a conocer la verdad y la realidad, Nietzsche prontamente adereza su coraza para emprender una enconada lucha y crítica en contra de la posición cartesiana. Y no es que Nietzsche reniegue de la razón en tanto el mismo la va a utilizar, pero liberándola de sus propias aberraciones lógicas, de todos sus espectros y de sus irrisorios simulacros de verdad verdadera.
Sin embargo, ya antes de Nietzsche, el empirismo inglés le había salido al paso a la razón cartesiana fijándole ciertos límites. Así, para Locke, por ejemplo, la razón no se garantiza por ella misma, sino que hay que formarla, organizarla, mediante una adecuada disciplina; la razón puede ser tal, siempre que se encuentre sujeta a ciertos límites. A su vez, para Hume, las representaciones proceden de las sensaciones, en las que cabe distinguir la sensación y la reflexión. La sensación es la percepción de los sentidos tal cual nos es dada en los actos de la visión o del tacto; la reflexión, en cambio, es una imagen pálida y poco vivaz, un mero recuerdo de las sensaciones originarias y, a la vez, una copia de las mismas, por lo general, malas copias. La filosofía tendrá por misión examinar tales copias, ya que la impresión sensible constituye el dato primitivo que no necesita ni requiere una ulterior justificación.
Más aún, antes de Nietzsche, la razón es criticada también por Kant y Schopenhaüer cuyos elementos más sustantivos serán expuestos en los subtítulos siguientes. Pero, así y todo, la crítica de Nietzsche a Descartes será más profunda y enconada, por cuanto para éste, la razón cartesiana proviene de la prolongación de la metafísica originada en la filosofía griega; cualquier modalidad posterior no se desviará de los presupuestos primeros griegos. No obstante, existe una diferencia: la razón griega deriva a un Dios absoluto, teologizado; en cambio, la razón cartesiana desplaza al Dios trascendente y cristiano, por un Dios secularizado: la Razón.

KANT (EL CRITICISMO)

Se entiende por criticismo toda doctrina que sostiene la superioridad de la investigación del conocer, sobre la investigación del ser; la reducción de esta última a la primera. Esto quiere decir que, para el criticismo, ningún conocimiento auténtico podrá ser posible sin que sus caminos dejen de quedar previamente despejados por la crítica. Siendo Kant su fundador de ella dirá:
«La indiferencia, la duda y, por último, una severa crítica son más bien muestras de un pensamiento profundo. Y nuestra época es la propia de la crítica, a la cual todo ha de someterse. En vano pretenden escapar de ella la religión por su santidad y la legislación por su majestad, que excitarán entonces motivadas sospechas y no podrán exigir el sincero respeto que sólo concede la razón a lo que puede afrontar su público y libre examen».
Frente a la metafísica y teologías tradicionales que levantaban sus estructuras a partir del ser y de la divinidad, Kant tuvo el mérito de acotar el alcance de la razón pura, independizando así al filósofo laico de los administradores teocráticos de la sabiduría. Según Kant, la razón no puede funcionar sola en el vacío, necesita apoyarse en los sentidos. No todo puede sernos teóricamente accesible, ya que sólo podemos conocer el fenómeno de cada cosa, su apariencia sensible, a la que llegamos por intuición directa y categorizamos según nuestro entendimiento. Sólo en lo que respecta a lo que hay más allá, la esencia de la cosa, la cosa en sí, a lo que llamó Kant el noúmeno, sólo entonces ésta puede ser objeto de conjetura racional.
La crítica kantiana logró asestar un rudo golpe a las pretensiones racionales de los metafísicos y a los teólogos tradicionales herederos de la Ilustración. Sin embargo, una vez independizado de estos dominios, Kant no aspira a ir más lejos, ni mucho menos se propone un real socavamiento de las creencias religiosas y morales establecidas. Muy por el contrario, acepta que la conciencia moral y el imperativo categórico del acatamiento del deber, son categorías que soportan su propio sostenimiento. De este modo, la doctrina ético-religiosa tradicional impuesta antes autoritariamente por una jerarquía exterior, ahora se interioriza sublimada de modo tal que el individuo ya no necesita la amenaza dogmática del exterior para sustentarla.
No siendo objeto exponer la totalidad de los elementos que configuran el criticismo, a la luz de la síntesis de su noción inicial, parecerían encontrarse en ella los mismos propósitos que encontramos en la crítica de Nietzsche. Empero, ello no es así, porque la crítica nietzscheana se aleja de la kantiana, en tanto el sentido y alcance de sus ideas son muy diferentes. Ello, porque cuando Kant decide que había llegado el momento de pensar de manera crítica, a la vez sostiene que dicha manera de pensar tiene que hacerse metódicamente y teniendo conciencia de los límites de tal empresa. Es decir, una crítica que si bien cala hondo en la esencia humana tiene que descubrir sus límites y aceptarlos.
La crítica de Nietzsche se separa de la de Kant, en el momento que la apreciamos intempestiva e inactual, antes que metódica propiamente tal y, en tanto, no se impone límite alguno. Cuando Kant auto impone límites a su propia crítica, termina por aceptarla o, en el mejor de los casos, concilia con ella. Por ello, Nietzsche reducirá la crítica de Kant a la imagen del zorro que vuelve a su jaula después de haberla destruido. Nietzsche logra entrever que nunca se había fundado una crítica tan conciliadora y respetuosa como la de Kant. No le niega el carácter crítico, sólo hace la diferencia con la radicalidad de la crítica tal como él la entiende. Kant ha concebido su crítica como algo que debía arribar, más allá de cualquier otra pretensión, al conocimiento y la verdad, pero nunca por encima del propio conocimiento y de la propia verdad. Su crítica se transforma en un compromiso, remitiéndose a denunciar los malos usos, pero el carácter incriticable de cada ideal aparece salvado. Entonces, a pesar de ser Kant el primer filósofo que pone decisivamente en tela de juicio los valores tradicionales, no puede renunciar a sus prejuicios -el ideal ascético- sino que refuerza la validez de este ideal desechando sólo su cáscara.
Sobre la crítica de Kant, dirá Deleuze, que es una crítica de juez de paz: «Criticamos a los pretendientes, condenamos las usurpaciones de dominios, pero los propios dominios nos parecen sagrados». De este modo, la crítica no consiste en justificar, «sino en sentir de otra manera: otra sensibilidad». Según Deleuze, la verdadera crítica es la de Nietzsche, crítica posicionada en un nuevo horizonte, como nueva sensibilidad, de modo que la misma más que apuntar a un restablecimiento de lo verdadero a través de un discurso persuasivo encaminado a corregir errores, trate de hacer salir toda la agresividad que palpita en nuestro maltratado cuerpo, esperando un oído fino y delicado capaz de escuchar su muda voz. De acuerdo al mismo Deleuze, Kant no realizó la verdadera crítica, porque no supo plantear el problema en términos de valores. Sólo cuando Nietzsche logra instaurar la filosofía de los valores, esa «es la verdadera realización de la crítica, la única manera de realizar la crítica total».

HEGEL (LA GRAN SÍNTESIS)

En filosofía nada puede ser más diferente a Hegel que Nietzsche. Ello, porque mientras el primero es el gran metafísico por excelencia y glorificador de los grandes sistemas, Nietzsche, en cambio, es el demoledor de la metafísica y escabullidor a cualquier tipo de sistema. Se distancian más aún, en el momento que Hegel le atribuye a la filosofía el papel de llegar a la justificación racional de la realidad, en circunstancias de que Nietzsche postula que la realidad no es racional en ningún sentido.
En efecto, para Hegel todo es Razón, la que se despliega en el espacio y en el tiempo, Razón que se desarrolla y progresa plasmándose en leyes, en obras de arte en constituciones políticas, etc. Siendo sus ideas una validación total de todo lo que efectivamente es y se da, éstas cumplen una función de guía para conocer nuestra íntima imbricación con la totalidad real. De otra parte, para Hegel, la libertad de la realización del espíritu se realiza en el Estado, siendo éste en el cual el hombre puede llegar a su realización suprema; sólo con el Estado el hombre tiene existencia racional y obra según una voluntad universal. Siin embargo, siendo hasta entonces la metafísica una formulación que se fundamenta en la inmutabilidad, en lo permanente, el mayor mérito de Hegel radica en que la validación que realiza de lo real rompe el juicio inmovilista que caracterizaba a la metafísica, en cuanto lo determina a través de una sucesión de momentos o movimientos dialécticos.
Para Nietzsche, en cambio, el hombre en sí no debe obedecer ni al Estado ni a ninguna externalidad; para ser un auténtico creador debe ser libre y, por tal, no debe obrar en nombre de ninguna voluntad universal. Por lo mismo, el hombre nietzscheano, cristalizado en el Superhombre, no se encuentra ligado a ningún Dios ni a ninguna institución ni externalidad. Y si bien la grandiosidad de Hegel es lograr una síntesis de todas las contradicciones habidas en la metafísica, esta conquista pierde pie frente a Nietzsche, en cuanto es el único que verdaderamente pone a prueba y hace tambalear el sistema lógico de lo real decretado por
éste.
Así, podemos concluir, que mientras Hegel va al rescate de la metafísica, Nietzsche pretende destruirla. Sin embargo, y aunque en esencia sus pensamientos filosóficos son antagónicos y contradictorios, podemos observar algunos atisbos de coincidencias. Tal es el caso, cuando Hegel reivindica al juego diciendo de éste que, en su indiferencia y despreocupación, podemos descubrir la seriedad más sublime y la única verdadera; y cuando Nietzsche explícitamente reconoce: «La importancia de la filosofía alemana: Hegel: pensar un panteísmo en el que el mal, el error y el dolor no sean sentidos como argumentos contra la divinidad»
(VP).

SCHOPENHAÜER (VOLUNTAD, PESIMISMO)

Cuando en 1865 Nietzsche lee “El mundo como voluntad y representación“, se siente filosóficamente atraído por Schopenhaüer, por haber centrado éste su pensamiento en los sentidos y la voluntad. Más aún, el orgullo de éste, su seguridad en sí mismo, su independencia, su actitud contra los poderes establecidos y su desprecio por el academicismo filosófico, son actitudes que de ningún modo podían pasar inadvertidas para el filósofo. Nietzsche ve en él, tal como en la Antigüedad, la posibilidad de que la existencia del filósofo otra vez pudiera ser posible. Desde entonces, Schopenhaüer se convierte en su ideal de lo que debería ser un filósofo; sobre todo, porque Schopenhaüer supo ir más lejos que Kant en su crítica a la razón.
En efecto, Kant, al establecer los límites de la razón pura (teórica) y la primacía de la razón práctica, comienza a resquebrajar el racionalismo. El posterior sistema de Hegel representó un ensayo desesperado por revalidar el dogma básico de la metafísica occidental: la natural congruencia entre razón (teórica) y realidad. Schopenhaüer ahondará el abismo después de Kant, señalando que la razón teórica nada sabe de lo real. E irá más lejos aún, en un doble sentido: en primer lugar, identificará la voluntad con la cosa en sí, con el noúmeno kantiano, dejando así la voluntad concebida como esencia de las cosas; en segundo lugar, sostendrá que esa voluntad no es racional en ninguno de los sentidos, ni teórico ni práctico.
Hasta entonces, los filósofos habían colocado la esencia de la mente en el pensamiento y la conciencia; el hombre era el animal que conoce racionalmente. Sin embargo, para Schopenhaüer, lo consciente no es más que la superficie de nuestra mente de la que, como de la tierra, sólo conocemos la costra pero no su interior. Para él, debajo del intelecto consciente está la voluntad inconsciente, una fuerza vital persistente y luchadora, una actividad espontánea. Y si pudiera parecer que el intelecto conduce a la voluntad, esto es sólo una apariencia, en tanto es la voluntad la verdadera sostenedora del intelecto; mejor aún, el intelecto es el reflejo, es el espejo en el que quedan representados los deseos provenientes de la voluntad que es, en último término, lo que explica la esencia de todo cuanto es y existe.
El racionalismo imperante por más de 2.000 años en Occidente ahora se subvierte. Si Kant había dicho que la razón teórica no es apta para conocer la verdad, reflejarla y regir la vida del hombre sobre la tierra, Schopenhaüer se encontrará de acuerdo con ello, no obstante, agregará que la racionalidad es un mero instrumento de un impulso originario, extraño a la razón misma, y dicho impulso extraño es la voluntad. La voluntad de Schopenhaüer, entonces, es un impulso no consciente, en cuanto lo consciente es una superficie perteneciente a un mundo de apariencias construida por la misma conciencia.
Según Schopenhaüer, para convencer a alguien, hay que apelar a su propio interés, a sus deseos, a su voluntad. No queremos una cosa por haber hallado razones para quererla, sino que encontramos razones porque las queremos; más aún, elaboramos filosofías y teologías pasa cubrir nuestros deseos. Por ello, sólo el hombre es un animal metafísico, pues los demás animales también desean, pero sin metafísica. La inteligencia sólo se desarrolla ante el peligro, como en el zorro, o por la necesidad, como en el criminal. La inteligencia siempre se encontrará subordinada a nuestros deseos, por lo que, cuando intenta desplazar a la voluntad, se sigue una tremenda confusión; nadie es más propenso al error que el que sólo actúa por reflexión.
La voluntad de Schopenhaüer marcará todo el pensamiento filosófico de Nietzsche, a pesar de apartarse posteriormente de él. Pero este apartarse no tendrá que ver con la voluntad en sí como concepto, sino por las derivaciones que ambos concluyen a partir de él, en lo cual, evidentemente, el pesimismo radical de Schopenhaüer es el punto de mayor discordia. En efecto, toda la filosofía de Schopenhaüer, no sólo tiene su eje vectorial en la voluntad, sino que tanto o más importante aún es la génesis de su pensamiento, esto es, su pesimismo, que afirma la realidad del mal como parte esencial de la existencia fenoménica del mundo y de toda existencia. Por ello, llegará a decir: «…Mi doctrina es la única que reconoce lealmente la existencia y extensión del mal en el mundo: puede hacerlo, porque su solución al problema del origen del mal es la misma que da al origen del mundo»
Pero, cual paradoja, la supuesta imposibilidad de la voluntad de satisfacerse en el mundo de la apariencia, lo llevará a la negación de la voluntad que reivindica. Sólo con Nietzsche la primacía de la voluntad será reconocida en todas sus consecuencias. Nietzsche desplaza la negación de la voluntad de vivir de Schopenhaüer, a la afirmación de esa voluntad para vivir; a fin de cuentas, su maestro había caído, como los demás filósofos, en el nihilismo que tanto repudia el filósofo.
Justamente, si a partir de la voluntad, Schopenhaüer concluye quela realidad del mundo, con sus dolores y espantos, no se puede vivir, y se aparta del mundo refugiándose en el ascetismo y la compasión para eludirlo, Nietzsche se mostrará en desacuerdo con este pesimismo radical, lo que, a la postre, será la causa de su alejamiento de él. Y no podría ser de otro modo, porque con tal actitud, Schopenhaüer también ha quedado al descubierto en una postura nihilista; para Nietzsche, lo que vale es tomar partido por la vida, antes que negarla.
Como lo señala L. Goldmann, «Schopenhaüer, cuyo pesimismo puede ser considerado ante todo expresión de la desesperanza de la burguesía alemana y democrática después de la caída de Napoleón, que parecía el fin definitivo de la Revolución Francesa, se inclinó, precisamente a causa de esa desesperanza, hacia las tendencias místicas y reaccionarias que tienen enorme importancia en su sistema…» (Introducción a la filosofía de Kant).

VII

LA FILOSOFÍA

«El conjunto de la filosofía de Nietzsche
aparece abstracta y poco comprensible
si no se descubre en ella contra
quién va dirigida».
(Nietzsche y la filosofía)
Gules Deleuze

LA FILOSOFÍA SEGÚN NIETZSCHE

Nietzsche nunca pudo encontrarse a gusto con aquello a que se le ha llamado filosofía, no estando de acuerdo con las bondades que a ella se le han atribuido. Incluso, la negará al extremo de llegar a decir que: «no hay filosofías, sólo hay filósofos». Por ello, su crítica siempre será radical, interpelándola, sometiéndola a una constante interrogación, respecto a los fundamentos de base que la han sustentado por más de dos milenios.
Y no es que esté en contra de algo que no crea, por el contrario, la considerará como una materia muy loable, creyendo y depositando su confianza en ella, pero no precisamente en aquella que se encuentra socializada en el mundo intelectual de su época. sino en aquella que ve aparecer en un nuevo horizonte, imbuida bajo un nuevo espíritu en donde la metafísica, con su propósito de llegar al ser, a lo único, a lo universal, sea desplazada por el perspectivismo, nueva ontología filosófica en que los nuevos valores creados pasen a ser transitorios; nueva ontología que tenga a la vista las múltiples posibilidades que ofrece el devenir con su carácter siempre fluyente e incierto.
Desde estos presupuestos, su lucha contra la filosofía contendrá una doble posición: por una parte, la negará y, por otra, la afirmará; una negación de su pasado y presente y una afirmación para posicionarla en el futuro. De allí que, al contrario de lo que se suele creer, con su crítica a la filosofía, Nietzsche no hará otra cosa que defenderla, en tanto propósito de reimplantarla en el mundo del pensamiento a partir de una nueva visión, que no la considere sólo como un puro saber o algo que tenga que reproducirse indefinidamente como una mera transmisión, o confundida con la teología y la ciencia. Su propósito se orientará a convertirla en una disciplina verdaderamente autónoma, verdaderamente creativa, de modo que pueda ser construida a partir de los puros presupuestos del filósofo, sin influencias de ninguna fuerza externa a su propia voluntad; se trata, ni más ni menos, de una fidelidad a la filosofía consigo misma, por ser ella considerada como la condición misma de su existencia, no animada bajo el propósito de ser construida con fines y objetivos de antemano idealizados.
Por eso, para diferenciar la filosofía al uso en su época de la suya propia, siempre se referirá a ésta agregándole un adjetivo: dogmática, egipcíaca, tradicional, institucional, etc. Esto último, para establecer claramente que las filosofías hasta entonces consideradas como tales, ni aproximadamente lo han sido, a lo menos, de la manera como él las entiende. Su crítica la centrará en contra de todas las filosofías establecidas, en cuanto han sido tributarias de la concepción del mundo antiguo y cristiano, empeñadas en someter todo lo existente a un principio de explicación única.
Para él, todas las filosofías, sin excepción, han sido fieles representantes de la tiranía del espíritu que ha querido organizar todo desde un punto de vista único. En oposición a tal visión, Nietzsche desarrollará su nueva filosofía perspectivista, susceptible de originar nuevos y numerosos métodos.

INPRONTA FILOSÓFICA

Tal como lo señala el enunciado de este capítulo, descubrir la filosofía de Nietzsche es determinar contra qué o quiénes se encuentra dirigida. Y si bien el designio de la filosofía es haber sido contraposición a ideas y sistemas anteriores, en Nietzsche esta impronta no sigue exactamente la misma línea, pues sus ideas no son una oposición al estilo de las de Heráclito contra Parménides, o Kant contra Hume, o Marx contra Hegel, etc., sino un modo muy peculiar de oposición que lo dejan fuera de dicha impronta.
En efecto, viéndolo en una enconada oposición a las ideas de Platón, Sócrates y Kant -temas recurrentemente abordados en sus textos-, no es que se oponga a las ideas de éstos más que a las de otros, sino que tiene la convicción de que todas las filosofías han sido una y la misma cosa. No niega sus diferencias,-sólo las relega a aspectos puramente formales que, en ningún caso, les quitan el carácter de ser una y la misma cosa.
Entonces, oponiéndose a todas las filosofías, resultará obvio saber a qué es lo que se ha opuesto el filósofo, empeñándonos por identificar aquello que lo hace objeto de su enojo. En este averiguar, pronto llegaremos a descubrir la causa que lo contraría: ellas han respondido a un mismo y único horizonte ontológico derivando a lo Único, a lo Universal, a lo Trascendente, al Ser, es decir, todos aquellos elementos que conforman lo que conocemos como metafísica. Y no sólo eso, sino que su contrariedad la hará extensiva también, a aquella tendencia de la filosofía por llegar a instituir leyes y normas, confundiéndola así con la ciencia.
Por esta razón, Nietzsche -a diferencia de sus pares- se opondrá a toda filosofía que ha existido antes de él, porque respondiendo éstas al mismo horizonte ontológico, no muestran ninguna diferencia sustancial entre sí. Este punto será esencial para la comprensión del pensamiento central del filósofo y, con ello, el modo de comprender el porqué Nietzsche piensa que todas las filosofías no se diferencian, en lo esencial, unas de otras.
Entonces, si por un lado, la metafísica, desde Sócrates y Platón hasta nuestros días, ha cubierto con su manto toda la filosofía de Occidente por más de dos mil años y, por otro, Nietzsche dedica todos sus esfuerzos a socavar los fundamentos que sostienen a la metafísica, resultará lógico concluir, como cuestión previa a cualquier otra consideración, que Nietzsche, para construir su propia filosofía, tenga que hacer un reconocimiento de lo que ha sido la filosofía desde sus propios orígenes. Este reconocimiento le será necesario, no sólo para reconstruir la genealogía de la metafísica como tal, sino también como punto de partida para iniciar, primero, una labor deconstructiva de la metafísica y después, la creación de una nueva ilustración filosófica.
Por ello, para entender a qué es lo que se opone con tanta fuerza Nietzsche, junto con él, debemos de emprender el mismo reconocimiento del filósofo, lo que incluye una amplia retrospectiva de lo que ha sido la filosofía y de lo que han dicho los filósofos sobre ella, desde que ésta surgió en tiempos más remotos.

RETROSPECTIVA

La necesidad de una retrospectiva filosófica tendrá importancia no sólo para saber sobre qué bases Nietzsche va a tener que socavar la filosofía existente y así construir la suya propia, sino, también, porque parte importante de los presupuestos de sus propias ideas, se inspirarán en los presupuestos filosóficos más remotos.
Iniciando esta retrospectiva, Nicolás Abbagnano (“Historia de la filosofía”) da cuenta que la filosofía griega tuvo su antecedente primero en el mundo de los poetas, anticipando éstos las ideas básicas sobre las que proyectaron, posteriormente, sus pensamientos los filósofos de la antigua Grecia. Efectivamente, el concepto de una ley que da unidad al mundo de los hombres lo encontramos, por primera vez, en los poemas de Homero (siglo IX a.C.). Su obra, “La Odisea “, contiene los elementos conceptuales más remotos que determinan la fe en una unidad de propósitos y fines resguardados por una ley que garantice la justicia.
A su vez, Hesíodo (siglo VIII a.C.), representa la ley y la justicia en Dike, hija de Zeus, la que sentada junto a su padre, vela para que sean castigados los hombres que cometan tropelías e injusticias. También, Hesíodo, según Aristóteles, fue probablemente el primero que se preocupó por la búsqueda del principio de las cosas al decir: «lo primero de todo fue el caos, después fue la tierra del amplio seno… y el amor que resplandece entre los dioses inmortales».
Después de Hesíodo, el primer poeta cuya cosmología se conoce es Ferécides de Siro. Dice éste que antes de cualquier cosa y eternamente existían Zeus, Cronos y Ctonos; Zeus era el cielo, Cronos el tiempo y Ctonos la tierra. Zeus, transformado en Eros (amor), es el que procede a la construcción del mundo. La importancia de este mito es que aparece por primera vez la distinción entre la materia y la fuerza organizadora del mundo.
Siguiendo en la línea, el legislador Solón (VII y VI a.C.) señala que «la cosa más difícil de todas, es alcanzar la invisible medida de la sabiduría, la única que encierra en sí los límites de todas las cosas». Importa este juicio, porque la sabiduría es una propiedad humana que debe ser aplicada sobre la vida social.
De otra parte, el poeta trágico Sófocles retrotrae el problema de la justicia a periodos más remotos, señalando que hay principios superiores de la conducta que «jamás han sido escritos y que son inmutables. Pues no son de hoy ni de ayer, sino que son eternos y nadie sabe a qué pasado remontan». Con estas palabras puestas en boca de Antígona, oponiéndose a Creonte, el tirano de Tebas, Sófocles supone la ley ya no como principio proveniente de la sabiduría del hombre, sino como principio anterior natural e inmutable.
Entonces, antes que la filosofia descubriese y justificase la ley de unidad subyacente en la dispersa multiplicidad de los fenómenos naturales, la poesía griega había ya descubierto y justificado la unidad de la ley inmanente en todos los desórdenes y mudables acontecimientos de la vida social humana. La especulación filosófica jónica no hizo más que buscar en el mundo de la naturaleza aquella unidad normativa que habían adelantado los poetas más antiguos.
Proyectados estos orígenes 25 siglos después en la filosofía de Nietzsche, observamos que éste, tomando como fuente para su propia inspiración la filosofía más antigua, no puede dejar de sustraerse a las formas más arcaicas en que ésta fue escrita y anunciada por los primeros poetas griegos. Sostiene la idea de que los poetas de su época no pueden desprenderse de la luz que arrojaron los poetas más antiguos desde el pasado:
«Apartan la vista del atormentado presente o bien revisten ese presente de colores nuevos con la ayuda de una luz que hacen brillar desde el pasado. Para lograrlo, han de tener, en buena medida, la mirada vuelta hacia el pasado, de modo que puedan servir de puentes con épocas e ideas muy lejanas…» (148, H.H).
Si así reflexiona, es porque él mismo no puede dejar de desprenderse de la herencia poética que invade a la filosofía desde sus orígenes. Por lo mismo, no es casual que en sus textos, abunde la poesía; “Así hablaba Zaratustra” y los “Ditirambos a Dionisos“, son fiel expresión del nivel poético que Nietzsche alcanzó en sus libros. Lo mismo sucede con innumerables aforismos en otros textos, al punto que el lector muchas veces parece no saber si el autor del libro que tiene entre manos es más poeta que filósofo o viceversa.
Y más aún, si el lenguaje poético no puede dejar de expresar las reminiscencias del pasado, tampoco puede sustraerse a adquirir un nuevo sentido, como medio de expresión para una filosofía del futuro.

FILOSOFÍA PRESOCRÁTICA

Los presocráticos van a tener una gran influencia en el pensamiento de Nietzsche, porque siendo su filosofía un pertinaz bregar en contra de todo aquello que hiciera del principio de las cosas algo proveniente del puro mundo inteligible, la vuelta al antiguo mundo físico le resultará indispensable para construir su filosofía de la naturaleza y de los instintos. Así, naturaleza, instintos y mundo sensible serán fiel expresión del centro del pensamiento de los filósofos presocráticos, línea argumental que proyectará en su pensamiento, más de dos mil años después, Federico Nietzsche.
Entonces, punto de partida para construir su filosofía, será la filosofía presocrática. Y, siendo que la filosofía presocrática se corresponde con el pensamiento metafísico por orientarse en la búsqueda de la sustancia de la cosa para determinarle su unidad, Nietzsche la sabe valorar, en la medida que dicha unidad los presocráticos la buscan en el mundo sensible, en el mundo físico. Por lo mismo, nunca dejará de referirse a esta filosofia en términos elogiosos, porque es dicha filosofía la que logra explicar, por primera vez, los cambios que ocurren en el universo a través de uno o más principios. Y si bien son principios que, por definición, tienen que ser irreductibles, es decir, eternamente inalterables, son principios que provienen del mundo fenoménico, del mundo sensible y no del inteligible como deviene toda la filosofía posterior y, respecto de la cual, hará su radical crítica Nietzsche.
Nietzsche valora el hecho de que, a pesar de que la sustancia es, para los presocráticos, la materia de que todas las cosas se componen, al mismo tiempo, es la fuerza que también explica su composición, su nacimiento y su muerte, su perpetua mutación. Entonces, lo más importante para Nietzsche es la amplitud conferida por los presocráticos a dicho principio, por cuanto es un principio no sólo en el sentido de que explica su origen, sino también y, sobre todo, de que siendo inteligible reunifica aquella multiplicidad y mutabilidad de las cosas que parecen a primera vista tan rebeldes a cualquiera consideración unitaria.
De este modo, la filosofía presocrática, a pesar de la aparente simplicidad que encierra su especulación, logró conquistar la posibilidad de concebir la naturaleza como un mundo ya establecido, presuponiendo como base de tal posibilidad a la sustancia, entendida como principio del ser y del devenir. Al referir sus conquistas al mundo físico, resulta indudable que comportan, al menos implícitamente, conquistas referentes al mundo propio del hombre, a su vida interior. Ciertamente, estuvo el hecho de que el hombre no puede emprender una indagación sobre el mundo como objetividad, sin que se le clarifique su subjetividad; el hombre no puede ir en búsqueda de los fenómenos externos si no es sensible al valor de la unidad de su vida interior y de sus relaciones con los demás hombres.
Por ello, tema recurrente en los textos de Nietzsche será la filosofía presocrática, salvándose ésta, a modo de excepción. de caer bajo su crítica y enojo. Y es tal el entusiasmo que muestra por esta filosofía que, respecto de ella, se referirá en los siguientes términos:
«Los auténticos filósofos, entre los griegos, son los anteriores a Sócrates, puesto que con Sócrates, algo evidentemente se transforma. Eran personajes distinguidos que se situaban alejados del pueblo y de las costumbres, que habían viajado mucho, serios hasta la austeridad, de lenta mirada, instruidos en los asuntos de Estado y de la diplomacia. Anticipaban a los sabios las grandes concepciones de las cosas, puesto que, en el fondo. representaban esas grandes concepciones, que ellos mismos hacían sistema. Nada representa mejor el espíritu griego que esta fecundidad impresionante en tipos, esta integralidad involuntaria en la serie de las grandes posibilidades del ideal filosófico…» (431, VP).

¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA?

Sólo una vez reconocida la filosofía, en todo lo que ha sido su pasado y presente, Nietzsche se encontrará en condiciones para empezar a construir los fundamentos de una nueva ilustración filosófica. Como cualquier filósofo, ha comprendido que ninguna filosofía podría ser construida sin antes plantearse lo que ella es en sí. Más aún, cada nuevo sistema filosófico debe previamente responder a la pregunta de lo que es la filosofía, lo que ella representa, respuesta que, por su misma naturaleza, ha sido necesariamente parcial, incompleta, y diferente una de otra.
Y si ya en Oriente existía lo que hoy llamamos filosofía, es en la antigua Grecia que ésta deja de ser una pura y simple sabiduría, aquella que era ejercida por el sabio, el sacerdote o el legislador. Se trata, ahora, de un nuevo tipo de saber, la de un nuevo pensador enfrentado al universo; pero no al de los dioses, sino aquel universo que posee una estructura unitaria por el hecho que de él, y no de los dioses, nacen, viven y a él revierten cuando mueren todas las cosas que existen.
En un principio, este fondo universal es la Naturaleza dotada de una estructura propia, independiente de las vicisitudes eogónicas (origen de los dioses) y cosmogónicas (origen del universo). Una vez agotadas las posibilidades de la naturaleza, la filosofía pasa a ser antropológica; interesada por abocarse al problema de hallar la unidad del hombre en sí mismo y respecto a los demás (Sócrates y sofistas). Más tarde, con Platón y Aristóteles, se sucede el periodo de la relación entre el hombre y el Ser (ontología). Le sigue el periodo ético, abocado al problema de la conducta humana (epicúreos y estoicos). Ya más adelante, en la Edad Media, la filosofía aspira a encontrar el conocimiento motivado por aquello que la fe establece; ello derivará, finalmente, en el afán por encontrar la unión del hombre con Dios (neoplatonismo). La filosofía de la Edad Moderna, en tanto, buscará en la razón y, en última instancia, en el hombre mismo como ser racional, el fundamento y sanción de todo saber.
Entonces, habiendo sido tantas las cuestiones abordadas por la filosofía, no resulta extraño que Samuel Alexander haya dicho que la filosofía es simplemente «el estudio de aquellos temas que a nadie, excepto a un filósofo, se le ocurriría estudiar”. Ello porque, desde un principio, la filosofía aparece como pura especulación, y no sólo en virtud de las distintas definiciones que se han dado de su objeto, sino en virtud de presentarse como un conjunto de distintas actitudes ante cualquier objeto. Entonces, si cada nueva filosofía encierra una determinada reacción, quiere decir que comprender cada nueva propuesta filosófica implica situarla en el contexto de la conversación que la genera. Y si han sido distintas las concepciones que se han tenido sobre ella, quiere decir que tal diversidad ha significado precisamente que no sólo el contenido de sus soluciones, sino la idea misma de la filosofía continúa siendo un problema.
De esta apretada síntesis, todo pareciera indicar que cada filosofía a través de la historia ha sido distinta una de otra, siendo ésta la tendencia generalizada de creer cómo la filosofía se ha presentado ante nosotros. Sin embargo, Nietzsche piensa que ello es un error y, aún más, un engaño; allí donde los demás ven filosofías distintas, él ve una y la misma cosa que resume en pura abstracción, pura metafísica y no otra cosa.
Para cuestionar la filosofía, Nietzsche, necesariamente, tiene que entrar a hacer ciertas abstracciones de muchas de las cosas que sobre ella se han dicho, ante la imposibilidad de tomar todos los elementos que se le han atribuido. Por ello va al rescate de aquellos elementos que considera más esenciales. En tal virtud, lo primero que rescata es aquel grado de incertidumbre que le es propio a cualquier pensamiento filosófico, pero no aquella incertidumbre condenada irremisiblemente a una fatal vacuidad, sino aquella que tiene sus propios encantos, aquella que proporciona el placer de incursionar al interior de un libro abierto, señalándonos caminos de gran riqueza y fecundidad. Al reafirmar el valor de esta incertidumbre, Nietzsche nos está señalando que el filosofar es algo que deja al desnudo aquella verdad tan humana que es el reconocimiento de nuestra propia ignorancia, lo que nos obliga permanentemente a cuestionarnos, a sometemos a una interrogación tras otra.
Y si Goethe ha dicho que el hombre no nació propiamente para resolver los problemas del universo, sino para advertir dónde comienzan, quiere decir que Nietzsche no deja de tener razón cuando señalaba que el papel de la filosofía en sí, implica más preguntas que respuestas, pero, para que las preguntas tengan sentido y atraigan -lo dice Isaiah Berlin-, los filósofos tendrán que «actuar a plena luz, en vez de salvajemente en la oscuridad». Esto quiere decir que no se trata de filosofar por filosofar, sino despertar atracción, o cuando menos sensibilidad, por el tipo de preguntas que enuncia la filosofía.
Ahora bien, si cada intento filosófico ha sido el de definir la filosofía, en este punto Nietzsche nos advierte del peligro de caer una vez más en dicha tentación, puesto que para aprehenderla, antes de buscar una definición resultará mejor hacer una aproximación a su concepto. Ello, porque si definir es «indicar de manera precisa» y, definición, es enunciación de «cualidades que deben ser claras»…, ¿cuáles de las tantas definiciones que se han dado hasta el día de hoy reúnen los requisitos de ser claras y precisas? No es la noción de precisión y claridad lo que más acomoda a la filosofía, en tanto la consideremos como interrogación, investigación e interpretación de los fenómenos y las cosas. Por ello, es preferible hacer una aproximación a su concepto, teniendo a la vista que concepto es «juicio» u «opinión» sobre un objeto.
Privilegiando esta última opción, Nietzsche logra conservar en la filosofía ese rasgo que le es tan peculiar: hundir sus raíces en el carácter más general de lo humano, su tendencia de ir al encuentro de lo desconocido, enfrentándose en un cuerpo a cuerpo con lo ignoto, un desafío permanente; es decir, vivir y sentir la filosofía desposeyéndola de todo vestigio de dogmatismo, no haciéndola una pura búsqueda de la verdad, de una ley o de una norma inapelable.
Entonces, si la filosofía es algo desconcertante sobre la que no está dicha la última palabra, hay que pensar junto con Nietzsche, que la filosofía todavía no ha sido, más aún, todavía no ha existido como tal. Hasta ahora sólo ha existido aquella que él prefiere llamar tradicional y dogmática, en oposición a la verdadera filosofía, a la que todavía no existe, aquella que visualiza en el horizonte, la que podrá ser creada sólo por el espíritu libre y el filósofo artista.
En suma, Nietzsche, en su oposición a toda filosofía, para no entenderla sólo bajo sus presupuestos metafísicos, ni entenderla confundida con la ciencia, se ve en la necesidad de construir una nueva ilustración filosófica consignando para ello las oposiciones siguientes a la actual filosofía:

– Lo sensible a lo inteligible
– La inmanencia a la trascendencia
– El devenir al ser
– El perspectivismo a la metafísica y a la dialéctica
– El pensamiento circular al lineal
– La voluntad a la razón.
– El amor fati al pesimismo y al nihilismo
– El politeísmo al monoteísmo
– El relativismo al universalismo.

LA POBREZA DE LA FILOSOFÍA

De esta retrospectiva, no será necesario añadir nada más sobre las posteriores filosofías que siguieron a la griega. Para Nietzsche, todas ellas no serán más que tributarias de los presupuestos originados e instaurados por la filosofía griega más antigua. Avala esta suposición, del momento que la filosofía de la Edad Media sólo extremará la Idea platónica del Bien, al punto de convertirla en teología y palabra revelada (filosofía escolástica). Del mismo modo, la filosofía moderna, con su nuevo Dios, la Razón, no será más que la continuación del mundo de la inteligibilidad comenzada en Parménides y cristalizada en Sócrates, Platón y Aristóteles. A partir de sus presupuestos más primarios, Nietzsche concluirá que el mayor error de la filosofía ha sido que el mundo de la inteligibilidad ha dado origen a un “mundo verdadero” inventado por la Idea platónica, convirtiendo así las categorías de la razón en determinaciones de lo real.
De este modo, una vez estudiado a fondo los sistemas filosóficos hasta entonces conocidos, Nietzsche llega a determinar que toda filosofía, una vez despojada del atavismo que la recubre, deja al descubierto toda su pobreza y menesterosidad, por ese empecinado afán de ver un solo lado de la vida (lado metafísico) soslayando y despreciando aquel otro inmenso campo, queriéndolo negar (lo irracional, lo sensible, etc.). Por lo mismo, se encuentra convencido de que no hay posibilidad de ir al rescate de la filosofía, a menos de poder ser capaz de fundar una nueva ilustración filosófica, aun, alejado de aquel modelo que tanto lo inspiró: la filosofía griega, en particular, la presocrática.
¿Por qué llega Nietzsche a tan tajante conclusión? Sin duda, porque sólo desde las ruinas de lo que funda a toda filosofía, se podrá construir una nueva que prescinda del ser como esencia fundante. Para él, toda nueva filosofía -por más nueva que quiera parecer-, no será filosofía verdadera hasta mientras tanto no se desprenda de sus compromisos esenciales con las cuestiones relativas al ser. De seguir insistiendo los filósofos en tal predicamento, llevarán a que la filosofía siga siendo una filosofía «mendaz» (G. Colli); mendaz, en tanto incapaz de desprenderse de aquella base ontológica que, curiosamente, no la deja ser.
La filosofía seguirá siendo mendaz en tanto siga demostrando incapacidad para salirse del horizonte ontológico que la ha sustentado por siglos. Esta idea será esencial para comprender toda imposibilidad filosófica propiamente dicha, hasta mientras tanto no pueda desprenderse de las redes metafísicas que la aprisionan. Por lo mismo, todos aquellos que se habían creído filósofos o aspiraban a serlo, a partir de Nietzsche, se encontrarán sacudidos por un gran temor: el fin de las filosofías dogmáticas hipotecadas a un objetivo común; Nietzsche anuncia para la filosofía el advenimiento de un nuevo mediodía en que todo dogmatismo filosófico quedará definitivamente atrás.

FILOSOFÍA Y CIENCIA

Posicionados en el tercer milenio, en que el avance de la ciencia, por una parte, y el paulatino relegamiento de la filosofía, por otra, parecen ahondar distancias como guías de referencia para una humanidad paradojalmente incierta, es probable que para el común de la gente aparezca como intranscendente estar hablando de la filosofía en un momento en que la ciencia aparece copando todos los espacios.
Sin embargo, esto no siempre ha sido así, porque la relación filosofía-ciencia ha oscilado entre una y otra posición según hayan sido las circunstancias de cada época. Así, por ejemplo, hemos sabido que, en un principio, en la Antigüedad, la relación filosofía-ciencia fue bastante estrecha, al punto que en los griegos no se alcanzaba a discernir claramente, por ejemplo, si Pitágoras era más matemático que filósofo o Aristóteles más científico que filósofo.
En un contexto así, la aparición de Sócrates viene a marcar, en la Antigüedad, el momento culminante en que la filosofía logra separarse de la ciencia adquiriendo cierta autonomía. Antes de él, la mayoría de sus pares habían sido filósofos de la materia, inquiriendo sobre la naturaleza del mundo exterior, los componentes y las leyes del mundo material. Por cierto, no excluían al hombre en sus consideraciones, pero veían en él solamente una parte o un elemento de la naturaleza y no el centro de un problema específico. En este orden, para los presocráticos, los mismos principios que explican la constitución del mundo físico, explican también la del hombre. Y si bien, Sócrates no dejaba de apreciar estos temas, sostenía irreductiblemente que había un tema para los filósofos mucho más digno y mucho mayor que todos los árboles y las piedras y, aun, que las estrellas, y que ese tema no era otro que el espíritu del hombre y lo que puede llegar a ser.
Sin embargo, a poco andar, los filósofos nuevamente fueron acercando la filosofía a la ciencia y, también, a la religión. En efecto, los filósofos poco a poco fueron cayendo nuevamente en la tentación de postular normas y valores, exigiéndose a sí mismos un juicio categórico sobre la vida y el valor de la misma, con la pretensión de arribar a verdades universales. No se detuvieron a considerar que, afanados por el tema de la razón o del conocimiento, estaban particularizando, reduciendo el campo propiamente filosófico, acercándose más y más a los límites de la ciencia. Y no es que dichos temas hayan dejado de ser en sí problemas filosóficos, sino en cuanto el carácter de la búsqueda se orienta por llegar a resultados, al afán por alcanzar una meta, confundiéndose así con los objetivos de la ciencia.
Hubo de pasar mucho tiempo para que con el surgimiento del idealismo alemán, se produjera nuevamente cierto divorcio entre filosofía y ciencia, convirtiéndose la filosofía en una disciplina más autónoma, ignorando y despreciando, hasta cierto punto, los resultados de la ciencia. Sin embargo, como un ciclo sin fin, este nuevo reposicionamiento vuelve a revertirse hasta el punto de que, hoy, el tipo de filosofía predominante se hace en estrecho contacto con la ciencia. Y no es que haya que negar la necesidad de esta relación, en cuanto una filosofía ajena a los resultados y métodos de la ciencia puede perderse en pura palabrería. Del mismo modo, una ciencia pura ajena a los presupuestos filosóficos corre el riesgo de quedarse en un puro tecnicismo careciendo de sentido humano y profundidad.
Este ir y venir entre una esfera a otra, ha sido una realidad claramente percepcionada por Nietzsche y una de las causas también de su aguda crítica. Por eso, cuando niega la existencia de la filosofía (no hay filosofías, sólo filósofos), no sólo lo hará por sus presupuestos negadores implícitos en la metafísica, sino también convencido de que lo que hasta ahora se ha llamado filosofía no ha sido otra cosa que algo parecido a la ciencia:
«Los peligros que amenazan hoy al desarrollo del filósofo, son tan numerosos que cabe dudar de que ese fruto pueda madurar alguna vez. Las ciencias se han extendido tanto y es tan alta la torre que han elevado, que ha aumentado también la probabilidad de que el filósofo se canse cuando aún está en periodo de aprendizaje o que se detenga en un punto cualquiera y «se especialice»; con lo que corre el riesgo de no llegar ya nunca a su altura, es decir, a poder mirar desde arriba, y abarcar lo que debe tener por debajo…». «De hecho, durante mucho tiempo la gente no ha entendido al filósofo y lo ha confundido con el científico…» (205, MBM).
Para Nietzsche, la filosofía no ha tenido en cuenta que el valor de ella estriba, precisamente, en aceptar la difícil y azarosa tarea de abordar problemas no abiertos todavía a los métodos de la ciencia. Concebida la ciencia como una actividad positiva, el científico, fundamentalmente el moderno, se ha empecinado en la búsqueda de leyes útiles en desmedro de la comprensión de los problemas que enfrenta.
Desde esta óptica, Nietzsche considera que el filosofar va a ser siempre un «esfuerzo», una reivindicación por alcanzar lo que va a ser su objeto. De allí que, si la ciencia es la búsqueda de una verdad que siempre se encuentra dada, el papel de la actividad científica será descubrirla para develarla. En cambio, la filosofía representa una interrogación e interpretación respecto de un objeto que tiene previamente que construir, que tiene que buscar, es decir, hurgar en algo que sólo puede ser una posibilidad. En tal sentido, la reflexión filosófica se diferencia de otras formas del pensar, por el hecho de que su preocupación fundamental no es tanto obtener respuestas como obtener preguntas, preguntas que abran cada vez más un campo no protegido, y que, al contrario de lo que afirma el pensar no filosófico, no significan de ninguna manera estar cada vez más dudoso e indeciso. Desde este punto de vista no es casual que, incluso, para el mismo Platón, la filosofía se convierte en un «caro deleite» dejándonos esa entrañable sensación de que, «buscando primeramente las cosas del espíritu, el resto o nos será proporcionado, o su ausencia no será sentida por nosotros» (Bacon).
De otra parte, si en la ciencia resulta clara la noción de progreso, en cambio, en la filosofía sucede algo muy distinto. Ello, porque siempre que en la ciencia hay una nueva conquista, ésta va a desplazar la conquista anterior, siendo esa la impronta de cada conquista científica. La filosofía, en cambio, no representa un movimiento progresivo al modo de la ciencia, en cuanto produce un movimiento con avances y retrocesos, sin domicilio fijo en el tiempo. Por lo mismo, hasta la filosofía más antigua, o la más ignorada, aún puede mantener en las filosofías más nuevas sus residuos, del momento que sus postulados se revisan eternamente, circulando sucesivamente al interior de la cultura humana.
Digamos, entonces, que la filosofía no se conforma con describir los hechos como la ciencia, sino que se interesa, se afana en cerciorarse de su conexión con la experiencia en general y, por consiguiente, en describir su significado y valor, combinando las cosas en síntesis interpretativas. En tal sentido, en la filosofía no habrá nada de trivial o artificioso, y no será pura especulación por especulación del momento que sus problemas son todos problemas nuestros, eminentemente realistas, eminentemente humanos, motivados por nuestros estados afectivos más hondos y por nuestras curiosidades intelectuales más vehementes y tenaces.
En definitiva, podemos decir que para Nietzsche la filosofía no busca la verdad ni la ley universal como la ciencia, sino que es más interrogación o interpretación que otra cosa. Empero, la filosofía no debe sentirse disminuida por el hecho de no ir a la búsqueda de verdades como lo hace la ciencia. Ello, por cuanto, si miramos con atención las verdades de la ciencia, éstas nunca se dan en sentido estricto, alcanzando un grado relativo e, incluso, aI poco andar, se descubrirá que muchas de ellas han sido falsas.
No es casual, entonces, que esa vuelta atrás de que hablábamos, cuando la filosofía mostraba la tendencia a convertirse en ciencia, en el tiempo presente muestra la tendencia a invertirse. Efectivamente, sabemos hoy que cuando el científico se encuentra entrampado en su búsqueda del conocimiento y la verdad, vuelve su mirada a la filosofía para pedir orientación y apoyo. Y ello resulta lógico, porque cuando la ciencia nos embarca demasiado lejos en su abstracción simbólica metafísica, más nos aleja de nuestra propia escala humana, no siendo extraño que sus resultados resulten paradójicos y frustrantes. Por lo mismo, a su modo, pareciera ser que la ciencia ya no puede representar un fin en sí, sino un medio de comprensión igual que la filosofía. Esto, en su momento, ya lo observó Kant, señalando que:
«Si la elaboración de conocimientos ha emprendido o no el seguro camino de una ciencia, es cosa que se ve pronto por los resultados. Si después de muchos preparativos y aderezos, en cuanto comienza con su objeto, queda detenida, o si, para lograrlo, necesita una y otra vez volver al punto de partida y emprender un nuevo camino. Igualmente, si tampoco es posible poner de acuerdo a los distintos colaboradores acerca de la manera cómo ha de conducirse esta labor común, se puede tener entonces la firme persuasión de que semejante estudio no se halla, ni de lejos, en el seguro camino de una ciencia, sino que es un simple tanteo…» (Prólogo. Crítica de la Razón Pura, 2” edición).
Entonces, si la filosofía no puede entenderse desvinculada de la ciencia, ello no quiere decir que la confundamos descuidándole los presupuestos que le corresponden a su propia esfera. Este será otro de los grandes alegatos de Nietzsche, correspondiente también, con su mismo alegato, contra todo lo que huela a metafísica.

SIMBOLISMO FILOSÓFICO

¿Cuál puede ser el mejor modo de abordar la filosofía de Nietzsche?; es la primera interrogante que surge a quien quiera hacer una investigación sobre su pensamiento filosófico propiamente dicho. Lou von Salomé, por ejemplo, ha dividido su pensamiento en tres fases: a una fase temprana de entusiasmo por la «metafísica de la estética wagneriana-schopenhaueriana le sigue un periodo de racionalismo positivista, hasta culminar finalmente en el misterio de la prodigiosa apoteosis -de-sí-mismo» (Nietzsche).
Otros, en cambio, han preferido analizar cada uno de sus textos para concluir desde allí los temas filosóficos abordados en los mismos. De un modo más general —siguiendo en la línea de Lou von Salomé-, la mayoría de los investigadores han privilegiado dividir su obra en distintos periodos, según la relación de determinados temas que el filósofo abordó en sus distintas etapas evolutivas, clasificación esta última a la que el mismo filósofo no pudo escapar, confesión hecha en su ya citada obra póstuma “El camino a la sabiduría “.
Sin embargo, en el presente trabajo, haciendo abstracción de uno y otro método, optaré por abordar su filosofía recurriendo a imágenes simbólicas, por estimar que este tipo de representación es el que mejor se corresponde con el estilo utilizado por el filósofo. Como veremos más adelante, en su condición de filósofo y poeta solitario, lo encontraremos siempre apremiado por crearse un mundo suyo propio, por lo que recurrentemente apelará a la utilización de símbolos e imágenes, puesto que, para los fines anti metafísicos que persigue, con ellos podrá reemplazar conceptos y palabras al uso, al resultarle estos últimos insuficientes para transmitir su particular «filosofía del futuro».
En efecto, sus aforismos y, en general, su escritura fragmentaria, no necesariamente nos van a entregar una expresión literal de lo que nos quiere decir; por el contrario, el fragmento le servirá para dar curso a representaciones simbólicas tendientes a reemplazar el significado corriente de las palabras y conceptos al uso, puesto que éstos se encuentran impregnados de mediaciones metafísicas. Por lo mismo, en su escritura tiene que adoptar, necesariamente, un nuevo estilo, inédito para la escritura filosófica hasta entonces conocida, ya que siendo su crítica y lucha una enconada oposición a la metafísica, estaría fuera de lugar recurrir a una escritura puramente convencional, aquella que mejor recoge y lleva en sí todos los vicios de aquella metafísica que se propone criticar.
Ya tempranamente, en “El nacimiento de la tragedia“, Nietzsche expresa que: “el hombre dotado de espíritu filosófico tiene el presentimiento que detrás de la realidad en que existimos y vivimos, hay otra totalmente distinta y que, por consiguiente, la primera no es más que una apariencia”. De este modo, desde su primer libro, la exposición de sus ideas la empezará a hacer presente de manera simbólica, ya que para el filósofo sólo el símbolo podrá dar cuenta de aquella otra realidad que se encuentra detrás de la realidad puramente fenoménica. Y tanto es así que en el mito, idea central que se encuentra presente en su reavivación del símbolo, el espíritu apolíneo y el dionisíaco emergerán como dos fuerzas artísticas que brotan del seno mismo de la Naturaleza, sin mediación de ningún artista humano. Y no sólo en su primer libro, sino que a través de toda su obra, todo ha de expresarse en símbolos. Para Nietzsche, no por casualidad las fuerzas más originarias, aquellas surgidas del seno mismo de la naturaleza, se han expresado ante nosotros siempre en imágenes y símbolos antes que con conceptos y con palabras:
«De ahora en adelante la esencia de la naturaleza se expresará simbólicamente; un nuevo mundo de símbolos será necesario, toda una simbólica corporal; no sólo el símbolo de los labios, del rostro de la palabra, sino también todas las actitudes y los gestos de la danza, ritmando los movimientos de todos los miembros. Entonces, con vehemencia repentina, las otras fuerzas simbólicas, las de la música se acrecientan en ritmo, dinámica y armonía. Para comprender este desencadenamiento simultáneo de todas las fuerzas simbólicas, el hombre debe haber alcanzado ya ese grado de renunciación que quiere proclamarse simbólicamente en esas fuerzas» (2, Nl).
Más aún y, sobre todo, si consideramos su permanente reivindicación del mito y la intuición, ello nos indica claramente su temprana apertura a un mundo simbólico sin parangón, presente en toda su obra. En este sentido, en lo fundamental, la representación simbólica le servirá, en su escritura, como mejor modo de decirnos aquello que requiere de una lectura en sus múltiples significaciones. Sin embargo, mito e intuición no sólo le servirán para dar cuenta de la multiplicidad de significaciones que encierra en sí cada hecho o situación, sino también, como mejor medio para llegar a cristalizar su discurso en un simbolismo estético sin parangón. Así, por ejemplo, cuando, reconstruye y revalora los mitos y las leyendas en tal dirección, no tuvo, como tampoco lo tuvo Platón, el propósito de exhumar los fantasmas de la imaginación, sino de rehabilitar la específica facultad del hombre de ser creador de símbolos:
«La filosofía es la poesía fuera de los límites de la experiencia, la prolongación del instinto mítico: también ella se sirve esencialmente de imágenes».
Ahora bien, si partimos del hecho de que para Nietzsche, indistintamente, tanto el mundo de los fenómenos, como el mundo de la ilusión son lo verdadero, la mentira y el juego libre de las imágenes vendrían a ser para el hombre, también, un mundo absolutamente cierto. Así, frente al hombre puramente racional, aquel que se aferra a los conceptos y que se ata a la servidumbre y la menesterosidad del ideal abstracto, el hombre intuitivo se guía por intuiciones, es decir, por imágenes a partir de las cuales compone y descompone los sucesivos mundos en que piensa. Por ello, cuando determina que el tiempo cósmico es un niño que juega, no es éste la conquista del pensamiento conceptual, sino una imagen que sólo puede instituirse irrumpiendo más allá del concepto mismo, es decir, entrando a través de la simulación que procuran las imágenes en una relación más original con el fondo propio del mundo. Esta forma de decir sintiéndola de suyo natural la expresará una y otra vez en sus libros:
«Se diría en verdad, las cosas mismas vienen a nosotros deseosas de hacerse símbolos (…). Bajo el ala de cada símbolo, vuelas hacia cada verdad» (EH

APOLO Y DIONISO

Las figuras de Apolo y Dioniso, más allá del significado artístico que representan en su origen, le servirán a Nietzsche, también, para dar expresión a una de las formas en que el pensamiento se ha representado filosóficamente a través de toda la historia de la filosofía (racionalidad, irracionalidad) e, incluso, también, como representación política, cuando a través de dichas figuras plantea la disyuntiva entre el individuo y el Todo, es decir, entre individuo y comunidad.
En efecto, por una parte, en la esfera del arte, la figura apolínea representará la mesura, la claridad y la bella apariencia; su prototipo de modelo se encontrará representado en la escultura, siendo su máximo exponente Fidias («La visión inmóvil plena de la belleza»). Lo dionisíaco, en cambio, representará el desborde, lo pasional, la embriaguez, la parte oscura del mundo y de la vida; su modelo artístico se encontrará en la danza. Eso, por el lado del arte. En lo que respecta a su representación filosófica, Apolo será la figura fiel del pensamiento que expresa lo racional, y Dioniso, la del pensamiento irracional. En lo político, en tanto, lo apolíneo representará lo puramente individual y lo dionisíaco el Todo, lo universal. De un modo general, como experiencia real, lo dionisíaco pasará a tomar su lugar en el momento que el individuo toma conciencia de su limitación, es decir, cuando se evapora la posibilidad de encontrar respuestas a las preguntas por la pura razón. Apolo-Dioniso representará la tensión entre las fuerzas que pugnan por hacer aflorar al hombre ya sea en su propia individualidad, o bien, abrazado a lo universal.
Para Nietzsche, Apolo representará fundamentalmente el “principio de razón”, es decir, el mundo de la subjetividad humana, subjetividad que sólo puede aspirar al mundo fenoménico de las apariencias, nunca al de las cosas en sí. En cambio, Dioniso es el que toma conciencia del instante en donde quedan al descubierto las profundas grietas del andamiaje que sustenta a la razón; conciencia que, por lo demás, representa lo trágico que envuelve al ser humano, el momento cuando la apacible mesura apolínea ya no puede dar cuenta ni de las más mínimas formas del caos o la embriaguez. Así, por ejemplo, lo apolíneo, representante genuino de la mesura, luchará contra lo instintivo, es decir, contra Dioniso. «El pueblo apolíneo -escribe Nietzschc- es quien aherrojó al instinto prepotente con las cadenas de la belleza, él fue el que puso el yugo a los elementos más peligrosos de la naturaleza, a sus bestias más salvajes».
Estas figuras, tanto en una como otra representación (arte, filosofía y política), serán mantenidas en sus formas originales desde los primeros escritos del filósofo y, en lo que será más importante para él, la vida no se podría concebir al margen de unas de estas formas para privilegiar sólo su contrario. En efecto, la existencia no se podría vivir sólo a través de las fuerzas apolíneas, o bien, con las puras fuerzas de lo dionisíaco; ambas son necesarias, por ser intrínsecas a la naturaleza de todo ser humano. Por eso, las fuerzas apolíneas y dionisíacas estarán siempre presentes en cada uno de nosotros, pugnando por aflorar en un constante duelo, duelo que, al final, tendrá necesariamente que llevar a conciliar ambas figuras, manteniendo así permanentemente la subsistencia de las mismas. Esta constante tensión de fuerzas apolíneas y dionisíacas la sigue y seguirá viviendo el hombre moderno, enfrentado ante cualquier acción de propio suya.
Y aunque Nietzsche no puede dejar de mostrar su predilección por las fuerzas dionisíacas, ello no quiere decir que deje de lado el optimismo apolíneo. Para el filósofo, lo racionalmente puro es imposible como existencia, así como también lo irracionalmente puro. Tanto Apolo como Dioniso, figuras representativas de estas dos fuerzas, tendrán que conciliarse (no fusionarse) para un mejor vivir armónicamente en el incierto mundo. Esta idea será uno de los principios fundamentales a que Nietzsche se abocará en todos los esfuerzos de su reflexión filosófica. Por lo mismo, no es exacto cuando algunos intérpretes hacen alusión al filósofo como reinvidicador de los impulsos puramente dionisíacos y, con ello, de las fuerzas irracionales. No se ha logrado entender que esta aparente negación de lo racional no es tal, sino que una forma de poner énfasis en la necesidad de reposicionar las fuerzas irracionales del lugar del que fueron desplazadas por la racionalidad socrática.
En definitiva, con estas figuras, Nietzsche nos coloca en el epicentro de una gran contradicción, contradicción que sigue y seguirá subsistiendo en el hombre contemporáneo, hasta mientras tanto no se produzca la transvaloración de todos los valores existentes. Contradicción develada por el pensamiento nietzscheano en un triple nivel: filosófico (instinto-razón); estético (mesura-desmesura); y político (individuo-comunidad).

FILÓSOFO PÁJARO

Quedó claro en la imagen anterior, que las fuerzas representativas de Dioniso y Apolo se mantienen en su estado original a través de toda la reflexión filosófica de Nietzsche. Ahora bien, existen otras figuras representativas que no obedecen exactamente a este mismo padrón. Es el caso de los símbolos que emplea para dar cuenta del nuevo filósofo por venir, aquel que ve aparecer en el horizonte.
En efecto, para Nietzsche, el filósofo del futuro, para llegar a su estado último de cristalización, no sólo se encontrará representado en el filósofo pájaro, sino que lo encontraremos más adelante transfigurado en la figura del filósofo topo y, finalmente, en el filósofo artista. Para el análisis de estas tres imágenes nos servirán como buen punto de apoyo las nociones utilizadas por Lucía Piossek (Nietzsche actual e inactual, Vol 2), las cuales refiere en la siguiente relación:

1) Filósofo pájaro: filosofía como diagnóstico de la época
2) Filósofo topo: filosofía como actividad desenmascaradora
3) Filósofo artista: filosofía como preparación para la vida y como esfuerzo para devolver su valor al mundo sensible.

Estas nociones, la citada autora, las relaciona con tres imágenes extraídas de los propios textos de Nietzsche. La primera de estas imágenes, la del filósofo pájaro, Nietzsche la anuncia implícitamente en los siguientes términos:
«El que aquí toma ahora la palabra no ha hecho, por el contrario, hasta el presente, más que reflexionar; como filósofo y anacoreta, por instinto, que muestra mejor ventaja viviendo apartado, al margen, en la paciencia, en la demora y el rezago, como un espíritu investigador y atrevido, que ya se ha extraviado más de una vez en todos los laberintos del futuro, como un pájaro espectral y profético que mira hacia atrás cuando cuenta lo que vendrá, primer nihilista perfecto de Europa, pero que ya ha superado el nihilismo que moraba en su alma, viviéndolo hasta el fin, dejándolo tras de sí, debajo de sí, fuera de sí» (Prefacio. VP).
«…No tenerse miedo a sí mismo, no esperar nada vergonzoso de sí mismo y volar sin escrúpulos hacia donde nos lleve nuestro impulso, ¡pues somos pájaros que hemos nacido libres! Dondequiera que nos lleve nuestro vuelo, ¡siempre estaremos en un espacio libre y soleado!» (294, GC).

Como está dicho, Nietzsche, una vez alejado de la comunidad, somete todo su pasado por el tamiz de la más profunda reflexión. En su nuevo estado, todo tiene que ser sometido a una completa revisión más, sobre todo, cuando tempranamente ha intuido que, en la situación presente, algo no funciona bien, algo anda muy mal. Y si conocer el presente conlleva la revisión del pasado, ello lo lleva a adoptar el método genealógico para llegar a una comprensión de los problemas desde los orígenes mismos en donde estos se han originado. Esto quiere decir que debe necesariamente adquirir nuevos conocimientos, claro está, no motivado por afanes puramente cognoscitivos, sino como instrumento que le sirva a los propósitos de obtener un buen diagnóstico, requisito necesario para saber sobre qué bases tendrá que operar para erigir su nueva ilustración filosófica.
Es el momento en que a Nietzsche le empieza a surgir la idea de que, para un real conocer, hay que saber volar muy lejos, como el pájaro en las alturas, y así poder ver todo límpidamente sin que nada ni nadie pueda interferir ni intermediar. Empieza a introducir recurrentemente en sus textos los términos pájaro, vuelo, sobrevuelo, alciónico, altura, etc., términos que le sirven a la postre para postular su primera noción filosófica de filósofo pájaro, es decir, filósofo diagnosticador, aquel que ha tenido que verlo y oirlo todo, previo a su propósito diagnosticador.
En efecto, sólo sobrevolando la historia, en todo lo que ha sido pasado y presente, es como el filósofo podrá llevar a buen término su cometido. Y no podría ser de otro modo, porque sólo quien mira desde las alturas podrá abarcar todos aquellos rincones que para el ojo normal pasan inadvertidos: poder mirar hacia atrás y hacia adelante, tanto así, como hacia lo más alto y lo más profundo. Una vez finalizado su sobrevuelo, Nietzsche llega a la convicción de que tiene que comenzar a construirlo todo de nuevo. Años gastados en galimatías provenientes de una polvorienta erudición, sólo le habían proporcionado conceptos idealizados que de poco o nada le podían ya servir. Porque, ¿de qué le sirven las idealidades si no conoce las realidades?; será la pregunta que se hará una y otra vez el filósofo. Sin embargo, para acometer su nueva experiencia, tendrá que buscar apoyo en la historia y la ciencia, justamente aquellas disciplinas que en sus escritos de idealismo juvenil había soslayado y hasta mirado en menos. Con los nuevos conocimientos que ahora tiene incorporados, concluirá en forma inequívoca su diagnóstico definitivo: los valores se encuentran invertidos; no hay más alternativa que transmutarlos.
Ahora bien, no escapará al ojo del buen observador que la figura del filósofo pájaro se corresponde con aquella otra figura del espíritu libre, de cuyas características ya he dado cuenta en el capítulo de la Gran Política. Eugenio Fink no dejará de captar esta relación: «…la sabiduría del espíritu libre es una sabiduría de pájaro que vuela por encima de todo lo estable». Más aún, el mismo Nietzsche nos dejará ver esta relación cuando, respecto del espíritu libre, señala lo siguiente:
«Mira hacia atrás con agradecimiento por sus viajes, su su olvido de sí mismo, sus miradas hacia lo lejos y sus vuelos de pájaros por las alturas heladas. ¡Cuánto le alegra el no haberse quedado siempre en su casa, encerrado en ella y entregado a la holgazanería! No hay duda de que estaba fuera de sí» (Prefacio, 5,HH).

Más aún, refrendará esta misma idea en el momento que recomienda no adherir a nada para conservar, como el pájaro en las alturas, la anhelada libertad y, sobretodo, una auténtica autonomía:
«No adherirnos a nuestro propio desapego, a esa voluptuosa ansia de lo lejano y lo exótico, propia del pájaro que, en su huida, asciende a las alturas para ver más cosas por debajo de él, y que constituye el peligro de todos los que vuelan» (41, MBM).
Finalmente, llegamos al punto en que Nietzsche concluye, por un lado, que el mal metafísico que lleva la filosofía de su época, con las correspondientes correlaciones del caso, es el mismo mal que se encuentra presente en las filosofías más antiguas y, por otro, que, tal como están las cosas, los valores se encuentran invertidos y, por tanto, no existe más alternativa que transmutarlos.

VIII

DESCONSTRUCCIÓN, SOCAVAMIENTO

«Uno de sus grandes aportes a la filosofía
fue desconstruir derribar sistemas,
echar abajo los fundamentos
de la moral occidental.
Gritó a quien estuvo dispuesto a escucharlo
que, en vez de escribir con pluma,
él lo hacía con un martillo».

(«La verdad es mujer»,
Susana Munich)

FILÓSOFO TOPO

Nos encontramos en el momento en que Nietzsche, una vez finalizado su sobrevuelo de pájaro y concluido su diagnóstico definitivo, queda en inmejorable posición para pasar a la fase siguiente: la desconstrucción de los fundamentos que han servido de sustento a los valores falsos.
En la figura simbólica anterior, como filósofo pájaro y espíritu libre a la vez, ha logrado conocer lo que antes desconocía, condición indispensable para formarse un acabado juicio, respecto del cómo se han originado todos aquellos fundamentos que han sustentado los presupuestos filosóficos y, con ello, a la misma metafísica y a toda la cultura. En la adquisición de su nuevo saber le ha sido de gran ayuda la investigación genealógica, pues la interpretación de la situación actual y las posibilidades de su superación, imponen la necesidad de remontarse a los orígenes mismos desde donde los problemas surgen. Y esto le resulta necesario hacerlo así, por cuanto examinar los problemas sólo en sus manifestaciones finales, en su superficie, no tiene más destino que llevar a soslayar la verdadera naturaleza de los problemas objeto de la investigación; sólo hurgando en el pasado es como se logrará desenmascarar y ubicar los problemas en su verdadero contexto.
Sin embargo, no se trata de aportar un saber erudito, sino de exponer las fases de un proceso en el que se ha llevado a cabo una inversión radical. Para él, contar la historia de la metafísica y la moral equivaldrá a desenmascarar una monstruosa inversión axiológica, punto desde el cual se le ofrece la oportunidad de poner las cosas en su verdadero lugar. Y poner las cosas en su lugar significará para Nietzsche, en lo inmediato, ni más ni menos, tener que socavar los valores existentes.
En la simbología nietzscheana, esta nueva labor deconstructiva debe ser una labor de «topo», por lo que el filósofo pájaro diagnosticador es reemplazado por el filósofo topo desconstructor, socavador. Este topo deconstructor tendrá presente que la grandeza de su tarea será la de ser la mala conciencia de su época, convirtiéndose en un agudo crítico, un gran negador, martillador de todos los valores establecidos. Así, la verdad, la moral, la ciencia, los conceptos, el lenguaje y, por cierto, la misma filosofía dogmática deberán, de aquí en adelante, pasar por su criba. Esta nueva labor subterránea la anticipa en una carta dirigida a Peter Gast, en los siguientes términos:
«Me sumerjo y excavo celosamente en mis minas morales y se me antoja que me voy haciendo un ser absolutamente subterráneo; se me antoja, en este momento, haber encontrado una galería, una salida. Cien veces me sucederá lo mismo, y otras tantas quedaré decepcionado».
Sin embargo, esta nueva imagen quedará simbolizada mucho más elocuentemente en el prólogo de “Aurora “, en el que explicará más pormenorizadamente lo que tendrá que ser su nueva labor de topo. Es un hermoso aforismo que, por el significado que al tema importa, lo citaré con alguna extensión:
«Este libro es obra de un hombre subterráneo, de un hombre que taladra, que socava y que roe. Quien tenga los ojos acostumbrados a estas actividades subterráneas podrá ver con qué delicada inflexibilidad va avanzando lentamente el autor, sin que parezca afectarle el inconveniente que supone estar largo tiempo privado de aire y de luz…».
«Por supuesto que volverá a la superficie, no le preguntéis qué es lo que busca allá abajo; él mismo os lo dirá cuando vuelva a ser hombre ese Trofonio, ese sujeto de aspecto subterráneo. Y es que quienes, como él, han vivido a solas mucho tiempo llevando una existencia de «topo», no pueden permanecer en silencio».
«…En suma, la obra que yo emprendí no es apta para todos. Descendí a lo profundo, y una vez allí me puse a horadar el suelo, y empecé a examinar y a socavar una vieja fe sobre la que, durante milenios, nuestros filósofos han tratado de edificar una y otra vez como si se tratara del más sólido de los terrenos, pese a que sus edificios se han ido viniendo abajo inexorablemente. Me puse a socavar, ¿comprendéis?, nuestra fe en la moral».
Sobre el contenido de este aforismo, no podría pasar desapercibido al buen observador que ésta es una imagen invertida de la alegoría de la caverna de Platón. Como se sabe, Platón en su mito nos dice que en el mundo sensible los hombres son como esclavos, encadenados en una caverna y obligados a mirar en el fondo de ésta la sombra de los seres y de los objetos proyectados por un fuego que arde al exterior. Nietzsche, en cambio, con el filósofo topo representa la idea de que en el exterior, a plena luz, todo es confuso, porque todo está construido y plagado de puras ideas, invenciones abstractas que se alejan de la realidad. Sólo penetrando en el corazón de la naturaleza, al corazón del mundo sensible, en las profundidades de la tierra (como lo hace el topo), se podrán apreciar las cosas tal como son.
Esta nueva transfiguración es un gran momento para el filósofo; atrás quedan todas sus visiones poético-estetizantes y las construcciones mítico-metafísicas a las que lo condujo su fidelidad a Schopenhaüer; comprende que dichas visiones sólo lo habían llevado a encubrir la realidad con meras posiciones ilusorias. Se empeña, por tanto, en dejar al descubierto todas las ignominias morales, metafísicas y cristianas que encubren la realidad; hacer aflorar todos los residuos culturales que se esconden tras valores e idealizaciones abstractas. En esta etapa quiere volcarse, desde el mundo de las superestructuras culturales (moral, metafísica y religión), al mundo de lo humano, a lo concreto y lo real, al mundo de la tierra; una vuelta a las fuerzas de la naturaleza; a los instintos y a la voluntad. En fin, rechazo y negación de la metafísica platónico-hegeliana; rechazo de todas aquellas esencias que intentan explicar cada realidad humana en particular.
Incluso más, niega ahora todas las estructuras culturales que se han levantado desde el pasado y mantenidas hasta el presente, considerándose a sí mismo como el gran enjuiciador de dichas estructuras. Es un momento muy especial, de gran cambio en sus ideas y en su propia personalidad, un momento en que confía más en la soledad del desierto, prefiriendo, incluso, un mundo vacío o en ruinas, antes que confiar y dar crédito a los valores metafísicos y de la tradición. Su voluntad de crítica y nuevos conocimientos a la vez, no lo llevarán a someterse a ninguna devoción, ni a ninguna fidelidad; ahora es un auténtico espíritu libre, logrando quedar en inmejorable posición para acercarse a la etapa siguiente y última: llegar a ser un auténtico creador.
Sin embargo, para ser creador es necesario destruir, ya que sólo sobre las ruinas de lo que se destruye se podrá construir lo nuevo. Entonces, el mejor modo de develar las ficciones del presente, será entrar a desenmascarar las ficciones creadas a partir del intelecto; el desfile será interminable: metafísica, verdad, moral, conceptos, lenguaje, dialéctica, cristianismo, etc. Y siendo la lista muy larga, este filósofo topo ya no podrá perder más tiempo; su nueva labor deconstructiva deberá iniciarla de inmediato.

LA METAFÍSICA

En el capítulo de los filósofos, referencia hecha a Platón, fueron expuestos, de un modo general, los fundamentos que sustentan a la metafísica. Entrando en una particularización más profunda sobre el tema, examinaremos el problema a partir de Kant, quien en el prólogo de «La crítica de la razón pura», dirá sobre ella lo siguiente:
«La razón humana tiene, en una especie de sus conocimientos, el destino particular de verse acosada por cuestiones que no puede apartar, pues le son propuestas por la naturaleza de la razón misma, pero a la que tampoco puede contestar, porque superan las facultades de la razón humana.
«En esta perplejidad cae la razón sin su culpa. Comienza con principios, cuyo uso en el curso de la experiencia es inevitable y que al mismo tiempo se halla suficientemente garantizado por ésta. Con ello elévase siempre más arriba, a condiciones más remotas. Pero pronto advierte que de ese modo su tarea ha de permanecer siempre inacabada porque las cuestiones nunca cesan; se ve pues obligada a refugiarse en principios que exceden todo posible uso de la experiencia y que, sin embargo, parecen tan libres de toda sospecha, que incluso la razón humana ordinaria está de acuerdo con ellos. Pero así se precipita en oscuridades y contradicciones; de donde puede colegir que en alguna parte se ocultan recónditos errores, sin poder empero descubrirlos, porque los principios de que usa, como se salen de los límites de toda experiencia, no reconocen ya piedra de toque alguna en la experiencia. El teatro de estas disputas sin término llámase Metafísica».
Efectivamente, la metafísica, como teatro de disputas, sigue su curso hasta nuestros días, al actualizarse la controversia Nietzsche-Heidegger, cuestión a la que me referiré en forma más específica al final de este trabajo. Al respecto, aun a título de redundar, es de subrayar que la oposición frontal que emprende Nietzsche no es, como pudiera creerse, en contra de la razón en sí, sino en contra de la exageración de ésta de llegar a forzar el pensamiento, de absolutizarlo, para llegar a lo único, a lo trascendente, al «ser». Es decir, que si bien a la metafísica se llega por la vía de la inteligibilidad y de la razón, la metafísica monótono-teísta, objeto de la crítica de Nietzsche, implica un forzamiento, un irse al extremo en el uso de la razón.
De un modo general, lo que conocemos por metafísica no es otra cosa que la instauración de un mundo verdadero, caracterizado por su presencia sin límites; una extensión absoluta en el tiempo para hacer que la idea que se tenga sobre el objeto sea inmutable, trascendente, obviando y soslayando su mutabilidad. Esta forma de razonar es el núcleo central al que apunta la crítica de Nietzsche, por tanto, será su tarea el socavarla desde sus propios fundamentos. Una tarea deconstructiva inspirada bajo el convencimiento de que, según la tradición metafísica, es la razón la que nos conduce a la contemplación del mundo verdadero, en cambio, para Nietzsche, es la razón la artífice de la fabulación del mismo.
Y aunque Nietzsche muchas veces acusa de que la Idea de Platón es el punto de arranque de la metafísica, en su sentido más estricto, tiene razón Aristóteles cuando dice que ésta surge derivada de los estudios de la «filosofía primera». Según Aristóteles, «hay una ciencia que estudia el ser en tanto que ser y sus atributos esenciales. Esta ciencia no se confunde con ninguna de las llamadas ciencias particulares, pues ninguna de ellas considera en general el ser en tanto que ser, sino únicamente una parte del mismo». Por el contrario -prosigue Aristóteles-, esta ciencia investiga «los primeros principios y las causas más elevadas». De este razonamiento, se concluye que esta ciencia merece ser llamada filosofía primera, no sólo por su anterioridad y primacía sobre todos los saberes, sino por la anterioridad de su objeto, esto es, la sustancia inmóvil, el ser en cuanto que es y puede reflexionarse en una multiplicidad de entes. Y en cuanto la metafísica ha pretendido un saber de lo inteligible en tanto tal, y como fundamento inclusive de los inteligibles particulares, la metafísica se ha convertido, también, en ciencia de lo trascendente.
Por cierto, cuando Nietzsche responsabiliza a Platón de ser el fundador de la metafísica, lo hace en un sentido simbólico, ya que se encuentra consciente que más atrás de la «Idea» de Platón, la metafísica surge en el momento en que empieza la decadencia del mundo griego. Y esto es tan cierto que, si escarbamos más atrás de Platón, la metafísica empieza a mostrar sus primeros vestigios con Sócrates y, sobre todo, con Parménides, sin perjuicio de otros antecedentes anteriores que, al momento no viene al caso entrar a especificar. Para Nietzsche, al debilitarse interiormente el mundo helénico, el hombre griego ya no se empezará a sentir seguro en el mundo real. Por tanto, para encontrar su seguridad, se ve impelido a formarse un mundo imaginario, lo que lo lleva a producir una escisión en el mundo, creando dos mundos: el real y iideal. El mundo real es el mundo del nacer y el perecer, el del dolor, el de las contradicciones; en fin, el mundo que está en el tiempo. En cambio, el mundo ideal es el mundo construido fuera del tiempo; trascendente, perfecto, donde no existe dolor ni contradicción, en el que nos refugiamos al no poder resistir más el mundo real. Por eso no es de extrañar que Nietzsche tilde a Platón de cobarde, en cuanto pretende huir del mundo real para refugiarse en las antípodas de un mundo inventado, un mundo ideal.
De otra parte, la metafísica es para Nietzsche, la esencia, el fundamento de lo que se ha llamado filosofía, más aún, es lo que distingue el pensamiento que define toda nuestra cultura. Sobre esta base, su pensamiento será una reflexión crítica sobre la totalidad del pensamiento occidental. Ello, porque en sentido estricto, el modelo metafísico ha permeado y persistido en concepciones positivistas y empiristas de la ciencia, y se encuentra enraizada, también, en la verdad, la moral y hasta en el lenguaje común y los conceptos. Pero, en lo que es más esencial, su crítica a la metafisica va dirigida contra toda filosofía primera, en tanto elemento fundante para erigir el edificio del conocimiento, y en cuanto posibilidad de elevarse a la única actividad justificadora de la existencia.
En concordancia con lo dicho, Nietzsche ve la imposibilidad de la trascendencia para la explicación del mundo verdadero, en cuanto tal trascendencia sólo puede ser llevada a un mundo imaginario, es decir, aun mundo creado artificialmente, un mundo inventado. Por lo mismo, concluye que el “ser” es una pura invención con el propósito de negar y oponerse a lo que hay de real en todas las cosas: su devenir y constante mutación. De otra parte, siendo el pensamiento metafísico un pensamiento cuyo movimiento sigue un curso lineal, orientado a llegar a un punto final, a una meta, orientarse a dicho punto para Nietzsche ya no exige más creación por parte del hombre, por lo que ha de conformarse con una moral y un lenguaje creados acordes con el mundo imaginario al que se encuentra condenado a existir.
Por último, hay que decir que, sea como fuere, la discusión en torno a la metafísica misma ha sido uno de los grandes temas de debate filosófico de todos los tiempos. Y ello, hasta el punto de llevar a que la mayor parte de las posiciones filosóficas sólo podrán comprenderse en función de su actitud ante la filosofía primera.

LA MORAL

La moral no implica un concepto o una condición humana constitutiva en sí. Al contrario, el hombre en su origen no tuvo conciencia respecto de la moral; actuaba sólo por instinto de acuerdo a aquello que le fuera de utilidad; no tenía noción de lo que hoy se considera que es bueno o que es malo. La moral, según Nietzsche, como todos los conceptos, surge en forma arbitraria, creada como un traje a la medida a modo de dejar a todos contentos en un mundo en que cada vez más ha ido predominando lo gregario. Es en este sentido que los juicios de Nietzsche se refieren a la moral:
«Donde haya una moral, encontramos una valoración y una jerarquía de los impulsos y de los actos humanos. Tales valoraciones y jerarquías son siempre la expresión de las necesidades de una comunidad, de una masa gregaria: lo que le es provechoso en primer lugar -como lo que le es en segundo y tercer lugar- constituye también el criterio supremo para valorar a cada individuo. Por la moral se ve arrastrado a ser función del rebaño y a no atribuirse valor más que a título de función…» (116, G. C).
«Es plenamente evidente que hasta ahora la moral no ha sido un problema, sino más bien el terreno en que tras las desconfianzas, las disensiones y contradicciones, acaban todos entendiéndose mutuamente, el lugar sagrado de paz donde los pensadores, extenuados por su propia naturaleza, descansaban, respiraban, rccobrababan la vida…» (345, G.C).
Para Nietzsche, somos morales por coacción a la que nos sometemos para no suscitar problemas y evitarnos disgustos; mediante esta coacción nos sentimos impelidos a decir “tengo” o “debo” hacer tal cosa. En la medida que esto se repite como un ciclo sin fin, se transforma en un automatismo, mera repetición sin entrar a dilucidar si aquello que se está diciendo u obedeciendo responde a una naturalidad o a una imposición. Esto quiere decir que hacemos las cosas porque nos acostumbramos a hacerla de tal modo y no de otro; hacemos las cosas sólo por efecto de las costumbres y los prejuicios. Y si bien somos libres de desobedecer, estimamos mejor obedecer. En este ir y venir de situaciones forzadas que pensamos erróneamente son libres, los términos se invierten, esto es, el valor moral se convierte en instinto. De acuerdo a esto, lo instintivo rio tiene nada de biológico como suelen argumentar algunos intérpretes; por el contrario, como bien lo señala Tomás Abraham:
«…responde a un automatismo poscultural, es el efecto superlativo de los mecanismos de domesticación cultural, una vez que se los ha incorporado, cuando el valor se ha hecho cuerpo. Una vez que el automatismo se considera como libre elección, naturalidad libremente consentida, proporciona placer, es el beneficio del que cumple con la ley, nos permite considerar que estamos en la buena senda…» (“El último oficio de Nietzsche”).
Así, una vez desenmascarados los filósofos en cada uno de sus juicios particulares, Nietzsche, dando un salto cualitativo, emprende un desenmascaramiento en un ámbito más general, en el que la moral pasa a ocupar el centro de sus preocupaciones. En este sentido, sus investigaciones le permiten saber que todos los filósofos, sin excepción, bajo el aparente intento de buscar la certeza y la verdad, no hacen otra cosa que sacar de sí con todas sus fuerzas su escondida moral. El desenmascaramiento de esta moral ha requerido, por parte de Nietzsche, un trabajo genealógico que abarcará parte importante de sus obras, fundamentalmente, en “La genealogía de la moral “, “Aurora” y “Más allá del Bien y del Mal”.
Es en “Aurora” donde Nietzsche simboliza la moral como un arte de seducción, refiriéndose a ella como la Circe de los filósofos. Con esta denominación se está refiriendo a Circe, aquella hechicera mitológica que, para retener a Odiseo en su isla, convirtió a sus compañeros en cerdos. Nietzsche reemplaza en esta imagen a los cerdos por corderos. ¿Y por qué corderos? Porque ser cordero es ser parte del rebaño; querer tener en común con todo el mundo su «tú debes» y «tú no debes». Según esta representación, Nietzsche sugiere que todos los filósofos tienen su propia Circe, bajo la cual caen seducidos como por arte de encantamiento; filósofos sin ninguna curación posible, empeñados todos ellos, usando palabras de Kant, en levantar «majestuosos edificios morales».
Y tan fuerte es esta moral implantada por los filósofos, que más allá de ellos, ha seguido imperturbable su curso llegando a ser una autoridad írrecusable para todos; tal vez, la mayor autoridad que siga existiendo sobre la tierra. Y si bien, Nietzsche está de acuerdo que en toda comunidad organizada debe existir una autoridad, la autoridad moral de los filósofos, internalizada en cada uno de nosotros, nada tiene que ver con aquella autoridad jerárquica invocada por Nietzsche, en cuanto esta última, como ya vimos, es autoridad selectiva cualitativa y no cuantitativa, como sin duda lo es la autoridad moral que impone la autoridad del número; más aún, moral del rebaño, en cuanto autoridad que no permite ni la indiferencia ni la crítica, por el contrario, exige una obediencia incondicional de todos.
Los alcances de esta moral de rebaño son tan vastos, que sus juicios de valor se introducen en todas las esferas, más allá de los puros principios filosóficos que los originaron, adentrándose también en los valores de la ciencia, arte, religión, etc. Lo que Nietzsche condena en Sócrates, Platón y Aristóteles y, más aún, en todos los filósofos que le siguieron hasta nuestros días, es ese afán por ser moral a toda costa; pero no cualquier moral, con implicaciones puramente éticas, sino como moral absoluta, sin posibilidad de matices ni intermedios, soslayando la realidad trágica de la existencia, y con ello pasando por alto la vida misma. Como bien lo dice Albert Camus, la conducta moral, tal como la ilustró Sócrates, o tal como la recomienda el cristianismo, «quiere sustituir al hombre de carne por un hombre reflejo. Condena el universo de las pasiones y los gritos en nombre de un mundo armonioso completamente imaginario» (“El hombre rebelde”). En definitiva, una moral que no puede esconder su deseo de reconciliación total, de salvación definitiva de las almas, de orientarse a la idea del Bien; como si toda la vida no fuera más que razón y no, a la vez, también, lo irracional, las fuerzas de las pasiones, de la afectividad, de los sentimientos, de las pulsiones, etc.
¿Cómo es que se ha llegado a instaurar la moral en cada uno de nosotros al punto que el que la desacata es arrojado a los extramuros de la ciudad marginándosele?, es la pregunta que Nietzsche se hace para ejercitar su respuesta genealógica. Sin duda, la moral cristalizada en ley para imponerse, necesita de policías, cárceles y jueces, y diversos otros órganos institucionales. Visto así, se tendría que la intimidación y la compulsión serían las bases del poder de la moral. Sin embargo, la seguridad de la moral, según Nietzsche, proviene, no tanto de dichos medios de intimidación, sino de un arte de encantamiento que anula toda nuestra voluntad, dejándonos a merced de la Circe hechicera; desde siempre, la Circe moral ha sabido persuadir transportándonos a un especial clima de encantamiento.
En el orden práctico, uno de los aspectos que Nietzsche combate más denodadamente en la moral socialmente establecida, es el formalismo con que se presenta, es decir, el carácter legislativo de sus prescripciones. En este sentido, cada precepto moral aspira a ser universal y necesario para todos los hombres en todos los casos, no habiendo ninguna excepción a sus reglas. Prototipo de esta moral legislativa fue inaugurada por Kant, con su respeto a la ley, en el que su imperativo categórico constituye el meollo de toda auténtica moral. Y su crítica se vuelve más profunda y fuerte, en el momento que descubre que la moral se convierte en instrumento de manipulación gregaria, en manos de resentidos por su odio a lo diferente-superior, es decir, cuando en nombre de la moral se dictan leyes generales que pretenden constreñir lo irrepetible de cada acción a la homogeneidad de lo común, y la diversidad de perspectivas a algunos principios absolutos, que se pretenden sean iguales para todos.
Nietzsche, al fin y al cabo, veraz y honrado en su exigencia de no engañarnos y tampoco dejarse engañar, no podría quedar impertérrito ante una moral tan desfachatada que pretende engañarnos tan burdamente. Más, sobre todo, cuando se trata de una moral que contradice lo que él más aprecia, esto es, la naturaleza y los propios sentidos. Por eso es que no trepida en auto designarse como «el primer inmoralista» (EH) en quien se consuma la auto supresión de la moral. Su inmoralismo se traduce en combatir denodadamente a aquellos filósofos que han levantado la moral como instrumento orientado a enseñar a despreciar los primeros instintos de la vida, a aquellos que se han «imaginado por la mentira la existencia de un alma, de un espíritu, para hacer perecer el cuerpo». No es por casualidad, entonces, que Nietzsche haya definido la moral como la «idiosincrasia del decadente con la intención oculta de vengarse de la vida, habiendo sido esa intención, por desfortuna, coronada por el éxito» (EH).
Pero, en definitiva, su crítica a la moral no será más que fiel expresión de su crítica y lucha contra la metafísica considerada como un todo, aquella metafísica que se introduce no sólo en la filosofía, en la ciencia o la religión, sino la que se introduce por lodos los intersticios de nuestra propia existencia; en nuestra manera de pensar, en nuestros hábitos y costumbres más ancestrales, en fin, en la expresión de todos nuestros modos culturales. Por eso, para Nietzsche, metafísica y moral se encuentran estrechamente ligadas y, más aún, metafísica y moral son una y la misma cosa, pues la moral es metafísica y la metafísica tiene su más alta expresión práctica en la moral.
Más aún, si bien, en la mayoría de sus textos, la moral que critica se encuentra aparentemente referida a aquella que deriva de la cultura cristiana, más bien lo que singulariza la esencia de toda su crítica es su negación de toda moral, incluidas sus formas no religiosas como lo serían, por ejemplo, las que valoran y prescriben el humanitarismo, la compasión, el altruismo, etc., versiones todas ellas secularizadas del tronco cristiano. En este orden, incluye por cierto, la moral de todas las costumbres y a cuyo alcance no escapan los principios rectores de la organización de los modernos sistemas sociales, surgidos después del triunfo de la revolución de la burguesía.

LA VERDAD

«. Un mundo que no se contradiga, ni engañe, ni cambie, un mundo verdadero -un mundo en el que no se sufra contradicción, ilusión, cambio- ¡causas del sufrimiento! (…) Visiblemente la voluntad de verdad es aquí el simple deseo de encontrarse en un mundo de lo que permanece» (Fp, 1877).
Según el póstumo transcrito, todo debe amoldarse, someterse, tornarse listo para que el espíritu lo refleje como un espejo. La «voluntad de verdad» se va a manifestar como voluntad de búsqueda de lo permanente, necesitando por ello tornar pensable lodo lo que existe. Desde este punto de vista, la voluntad de verdad implica impotencia de creación, porque opera por reducción de lo múltiple a conceptos que se momifican.
Sabemos que Nietzsche escribe a toda metáfora, figura retórica que utiliza con frecuencia. Así, por ejemplo, con su frase «la verdad es mujer» (Prólogo, MBM), está señalando que, tanto la verdad como la mujer se muestran esquivas para los filósofos. Ello, porque no es de imaginar al filósofo dogmático, incapaz por más de dos mil años de conquistar la verdad, conseguir los encantos de una mujer a menos que, después de muchos rodeos y artificios, apenas si pueda conquistar a una simple «mujeruca». Esta representación, este modo de burlarse, lo encontramos muy frecuentemente en sus textos.
Ahora bien, puestos en el lado serio, Nietzsche, para ejercer su labor de topo deconstructor, además de las metáforas, utilizará los recursos de la sicología y la genealogía. Con estos recursos, intentará despojar a la verdad de aquella nobleza y dignidad con que la había revestido la tradición metafísica y la misma moral. Y tan lejos va en este afán, que tuvo la osadía de decir que la verdad no se opone al error, en cuanto ambos términos corresponden a un lenguaje arbitrario. Sin embargo, más lapidaria aún es su conclusión de que a todo lo que hasta ahora se le ha llamado verdad, no ha sido más que mentiras.
«Qué es pues la verdad? un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos; en resumen, una suma de relaciones humanas, poéticas y retóricamente elevadas, transpuestas y adornadas, y que, tras largo uso, a un pueblo se le antojan firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas que se han desgastado y han quedado sin fuerza sensorial; monedas que han perdido su imagen y ahora se toman en cuenta como metal, ya no como monedas. Seguimos siempre sin saber de dónde procede la tendencia a la verdad, pues hasta ahora sólo hemos oído hablar de la obligación que plantea la sociedad para existir; ser veraces, esto es, empicar las metáforas usuales; o sea, expresado moralmente, la obligación de mentir según una firme convención, de mentir en rebaño, en un estilo vinculante para todos» (VMSE. 1873).
Nietzsche no sólo cuestiona y hace sospechosa la presunta voluntad de verdad, sino que llega a poner en tela de juicio el valor mismo de la verdad. En este sentido, para él, la verdad que se admite no es lo contrario dialéctico del error, sino es el error mismo o, a lo menos, una modalidad de error, el más grande y grave a la vez. Por lo mismo, lo único de valioso que tiene la verdad es lo que tiene de error o falsedad; y más aún, cuando a ésta se la declara absoluta deviene en pura nihilidad. Para Nietzsche, afortunadamente, la verdad absoluta fundada en la negación resulta fácilmente refutable, proveyéndole de una gran ayuda en su labor genealógica y de topo deconstructor.
Nietzsche tiene el mérito de haber puesto al descubierto el hecho dos veces milenario, deque los filósofos, al crear sus sistemas, han andado con el error a cuestas. Este no salirse de tal estado les ha resultado una labor fácil, puesto que al espíritu de rebaño en ningún momento se le ocurrió interpel arlos por tan extraño asunto; por el contrario, terminó también por cargar sobre sus espaldas con dicho peso. Y no podría ser de otro modo, porque el espíritu de rebaño, al no querer que se le perturbe en su poquedad, siempre se mostrará receptivo a todo tipo de engaño. Por lo mismo, cuando, de vez en vez, surge algún espíritu libre que le hace ver el error de aquello que ha tomado por verdad, se refugia en su vieja moral para hacer cerrada defensa de su error, como si en ello le fuera la vida. Esa ha sido la impronta del espíritu de rebaño, en relación con el error y la verdad.
En una palabra, para Nietzsche, permanecemos bajo el mandato incondicionado de una vieja voluntad de verdad que opera sobre nosotros como un destino. La creencia en el valor de la verdad se impone como instancia suprema al mismo rango que la creencia en el valor del Bien, o en el valor de la racionalidad. Ni una ni otra serán apelables mientras sigamos viviendo en el mundo de la pura metafísica y la inteligibilidad. Sólo una radical transformación podrá poner fin a esta paradojal situación, para cuyo caso Nietzsche nos convoca a posibilitar una nueva ilustración filosófica, tendiente a transvalorar todos los valores metafísicos que impregnan nuestra cultura. Para Nietzsche, tanto la verdad como la moral no han sido más que los fundamentos sobre los cuales han levantado sus edificios los filósofos dogmáticos. El desfile es grande, todos parecieran querer colocarse en primera fila: Sócrates, Platón, Kant, Hegel y, hasta el mismo Schopenhaüer quien, pudiendo salvarse, no lo hizo, terminando por perderse definitivamente en su pesimismo radical, refugiándose en su ideal ascético, retirándose de la vida, negándola en su retiro espiritual.
Y si la razón carece de función esencialista y se nutre permanentemente de sus propios simulacros, «¿,de dónde procede en el mundo el impulso hacia la verdad?», se pregunta el filósofo. Su respuesta la orienta hacia dos vertientes: una social y, otra lingüística.
Desde el punto de vista social, Nietzsche cree descubrir el origen de la verdad. Punto de partida es el hecho de que el intelecto en estado natural, para sobrevivir, se ejercita en la simulación, en el fingir. Eso por un lado; por el otro, para vivir en sociedad es necesario fijar los términos. Esta fijación ha de ser estable y compartida hasta por los miembros más díscolos. Que la fijación de los términos se haga con verdad o no, poco importa; lo que importará es que dicha fijación provea utilidad a los miembros de la sociedad. Siendo el intelecto el que fija los términos, lo que busca es efectividad y no, contrariamente a lo que suele creerse, la verdad en sí. El impulso que el hombre siente hacia la verdad es el último estadio del proceso social: los términos han sido fijados y son creídos hasta el punto de olvidar su origen arbitrario. De este modo, el impulso que sentimos hacia la verdad no es sino expresión de la voluntad férrea por mantener fijaciones sociales estables. El impulso por la verdad, orientado a una defensa de la sociedad y del individuo en cuanto miembro de ella, adquiere inevitablemente un tinte moral. Entonces, el impulso de la verdad se origina por una necesidad social, porque para poder vivir en comunidad es preciso acabar con la guerra de «todos contra todos» y, por tanto, requiere de un verdadero «tratado de paz».
Desde el punto de vista lingüístico, Nietzsche devela que, para vivir dentro de un tratado de paz, se necesita una mediación lingüística, porque hay que ponerse de acuerdo para vivir en paz, poder hablarse unos a otros sin que la sangre llegue al río. Para su consecución, hay que convenir ciertas significaciones en el lenguaje: De nada serviría vivir juntos en comunidad si el lenguaje nos separase; si el desastre de Babel tomase cuerpo en la comunidad, el tratado de paz de nada o poco serviría. Esta necesidad de un contrato social -a lo Hobbes, o a lo Rousseau- es lo que lleva al hombre a una tendencia a confundir la supervivencia con la verdad.
En definitiva, para Nietzsche, las palabras son sólo términos, transferencia arbitraria de nuestros estímulos nerviosos en sonidos y, al mismo tiempo, igualación social de esos sonidos eliminando las diferencias. En la primera etapa no hay nada lógico; en la segunda, la lógica del beneficio; en ninguno de los dos casos existe la verdad:
«Ahora se fija lo que en lo sucesivo ha de ser verdad, esto es, se inventa una designación de las cosas uniformemente válida y vinculante, y la legislación del lenguaje da también las primeras leyes de la verdad; pues aquí surge por primera vez el contraste entre verdad y mentira (…) El hombre nada más que desea la verdad en un sentido análogamente limitado: ansía las consecuencias agradables de la verdad, aquellas que mantienen la vida.» (VMSE.1873).

CONCEPTOS, LENGUAJE

Ya en la Grecia antigua el filósofo Gorgias había puesto su atención sobre la importancia y poder que adquieren las palabras; de ahí su famosa apología: «La palabra es una gran dominadora, que con un pequeñísimo y sumamente invisible cuerpo, cumple otras divinísimas, pues puede hacer cesar el temor y quitar los dolores, infundir la alegría e inspirar la piedad… Pues el discurso, persuadiendo al alma, la constriñe, convencida, a tener fe en las palabras y a consentir en los hechos… La persuasión, unida a la palabra, impresiona al alma como ella quiere» (“Elogio de Elena”).
En la IV Intempestiva, a propósito de sus ideas sobre la música de Wagner, Nietzsche cree haberse dado cuenta de una gran calamidad que alcanza con su brazo a todas las naciones: «la enfermedad del lenguaje». Enfermedad que consiste en haberse apartado de su función primordial, esto es, dejar de expresar los sentimientos tal cual estos fluyen: con simplicidad y veracidad. Una enfermedad que habría llevado a que la fuerza del lenguaje se habría debilitado de tanto estirarse hacia la esfera del pensamiento, orientándose hacia la elaboración de los conceptos puramente abstractos y metafísicos; con ello, el lenguaje tiene como punto de partida no su fuente, sino los conceptos mismos.
De este modo, surge la gran paradoja de que el propio hombre no puede darse a conocer por medio del lenguaje, en cuanto éste se habría desgastado, desfigurado, hasta convertirse en una potencia autónoma, reina de un puro mundo fantasmal. Por ello, cuando los seres tratan de entenderse y unirse para una obra común, se apodera de ellos «la locura de los conceptos generales, más aún, de los meros sonidos de las palabras». Para Nietzsche, que el lenguaje se haya separado en exceso del sentimiento, para convertirse en una potencia autónoma, quiere decir que no plantea una tesis disarmónica con el proceso de desindividualización; es más bien un seguirleel paso, una consecuencia:
«Aquella descomunal armazón de vigas y tablas que forman los conceptos, a la vez que el hombre menesteroso se aferra de por vida para salvarse, ofrécese al intelecto que se ha liberado, tan sólo como un andamio y un juguete para sus más temerarios artificios. Y cuando la destroza, embrollando sus fragmentos, recomponiéndolos de manera irónica, apareando lo más extraño y separando lo próximo, pone de manifiesto que no necesita aquellos recursos de la menesterosidad y que ahora no lo guían los conceptos sino las intuiciones».
«Desde estas intuiciones no hay camino regular que conduzca a la tierra de los esquemas espectrales, de las abstracciones: la palabra no está hecha para aquellas: el hombre enmudece al verlas. O habla en metáforas sensiblemente prohibidas y mediante inauditas combinaciones de conceptos, para corresponder de modo creador, así tan sólo fuera a través de la destrucción y el escarnio de las viejas barreras conceptuales, a la impresión de la poderosa intuición presente» (VMSE, 1873).
Según el filósofo, toda nuestra actividad mental es lenguaje, es vaciado a lenguaje, es decir, ha de representarse en palabras. Así, el lenguaje es la realidad y la realización de nuestra vida mental, estructurándose gramaticalmente en distintas formas: sustantivos, adjetivos, verbos, etc. De este modo, la realidad no es un mundo cuya estructura supone primero conceptos fijos y luego nos sirvamos de ellos para comunicarlos en sus distintas denominaciones; por el contrario, obtenemos nuestros conceptos a partir del uso del lenguaje. Primero está el lenguaje, y después los conceptos, mediatizados mediante estructuras linguísticas. Un problema abordado tardíamente en el siglo XIX, y de cuyos presupuestos iniciales, en la esfera de la filosofía, Nietzsche tiene el mérito de ser el precursor en preocuparse del problema. No por casualidad en uno de sus cursos en Basilea dirá que: «El lenguaje es lo más cotidiano de todo; hace falta ser un filósofo para ocuparse de él». Sin duda, en filosofía, todo el estudio del lenguaje contemporáneo deriva de los estudios primeros realizados por Nietzsche.
Nietzsche, al fin y al cabo, filósofo de los sentidos no podría explicar la génesis del lenguaje más que a través de los impulsos de la voluntad, por lo que en sus «cursos de retórica» (1870) da a conocer su intuición fundamental: el lenguaje vive animado por la voluntad, no como simple revestimiento de ideas mediante vocablos para transmitir información, sino que ci impulso de la voluntad, al hacerse consciente, recoge nuestras sensaciones y experiencias dándole unidad y cuerpo en símbolos sonoros. El hombre, al formar el lenguaje, no capta cosas o procesos, sino «excitaciones»; no transmite percepciones, sino copias de percepciones. La percepción provocada por una excitación nerviosa no capta la cosa misma: esa percepción es presentada hacia afuera por una imagen, una imagen que es sonora. Entonces, no son las cosas las que entran en la conciencia, sino la manera como nos relacionamos con ella. La plena esencia de las cosas no se capta nunca. Por eso, la cuestión conclusiva del filósofo es que el lenguaje es pura retórica, pues sólo quiere transmitir una opinión y no un conocimiento.
En su temprano ensayo “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral “, formula una concepción de la metáfora que la asimila simplemente a la palabra. En la configuración del lenguaje, quien da forma a la lengua «designa tan sólo las relaciones de las cosas con los hombres, ayudándose para su expresión de las metáforas más temerarias. ¡Una excitación nerviosa, transpuesta primero a una imagen! Primera metáfora. ¡La imagen retransformada en un sonido! Segunda metáfora. Y cada vez, un completo saltar por las diversas esferas, hasta transferirse a una enteramente otra y nueva»; ese es el ciclo que recorre la ficción del lenguaje.
Por ello, para Nietzsche, el lenguaje socialmente establecido nació sólo como cristalización arbitraria de cierto sistema de metáforas que, inventado libremente como cualquier otro sistema de metáforas, se impuso luego como el único modo públicamente válido de describir el mundo; de allí, que cada lenguaje, en su origen sea metáfora, indicación de cosas mediante sonidos que no tienen nada que ver con las cosas mismas. De este modo, la sociedad surge cuando un sistema metafórico se impone sobre otros, se convierte en el modo públicamente prescrito y social- mente aceptado de señalar metafóricamente las cosas, vale decir, de «mentir». En suma, el hombre que ha cargado de reliquias el lenguaje corre el riesgo inminente de desindividualizarse. Es decir, «la esclavitud en las palabras» nos hace, a veces, esclavos de los convencionalismos que las crean.
Tanta importancia le da Nietzsche al lenguaje como elemento mistificador de la realidad, que su crítica a la metafísica asume frecuentemente el carácter de una crítica al lenguaje, porque en el lenguaje se encuentra el último reducto del platonismo. De este modo, su crítica persigue los conceptos metafísicos que se encuentran cristalizados ya en invenciones lingüísticas. Más aún, lo que se propone Nietzsche con su crítica al lenguaje, más allá del desentrañamiento de la propia metafísica, es desentrañar también las tendencias de la existencia humana que encuentran su expresión en las palabras, las que terminan por independizar- se, pasando a ejercer un poder casi mágico.
Así, sin descuidar el aspecto fundamental de su crítica, esto es, dejar al descubierto las ficciones de la metafísica, hay momentos en que Nietzsche parece pensar que más poderoso que la misma tradición metafísica y religiosa, más difícil de combatir que las universidades y las iglesias, es el combate contra el lenguaje. Ello, porque el lenguaje es el elemento en que el hombre es lo que es. En otras palabras, el mundo del lenguaje es el mundo inmediato del hombre, está tan cerca de él como su misma piel. Todas estas ideas nos llevan a comprender de mejor modo el porqué Nietzsche pensaba que el lenguaje que habría de usar para hacer expresión de sus ideas no podría sustentarse en el lenguaje común al uso; ello de ningún modo podría servirle para su propósito de subversión de la metafísica, sobretodo, porque el lenguaje se encuentra cargado de sustancia metafísica, cerrando con ello toda posibilidad hacia el paso de aquel nuevo camino que él afanosamente buscaba.

LA DIALÉCTICA

Se entiende la dialéctica como el arte de demostrar una tesis propuesta mediante la clasificación de los conceptos y la rigurosa distinción entre los mismos. Y si bien, Zenón es su fundador, adquiere su más preciso sentido en Sócrates y, fundamentalmente, en Platón.
Las proposiciones de Zenón, originadas para defender la doctrina de su maestro Parménides, es el primer antecedente que se tiene de la aparición de la dialéctica propiamente dicha. En efecto, sus proposiciones encerraban dos partes claramente diferenciadas: una de ellas contenía la suposición del adversario, y la otra, la refutación de ésta. Este sentido originario de la dialéctica ha sabido conservarse hasta hoy, pese a las distintas modalidades adquiridas hasta nuestros días (socrática, platónica, marxista, hegeliana, etc.). En la dialéctica de Zenón, ya un mismo objeto aparece como bueno o malo, como uno o múltiple, como permanente o transitorio, etc., esto es, relativizado en la dimensión misma de su ser.
Sin embargo, la dialéctica a través del tiempo, a pesar de conservar sus características originales, ha ido cambiando su forma según el sentido en que se la ha ido empleando. Así, por ejemplo, según Nietzsche, para Sócrates la dialéctica tiene el siguiente significado: «es optimista desde el fondo de su ser: cree en la causa y el efecto y, por tanto, en una relación necesaria de culpa y castigo, virtud y felicidad: sus ejemplos de cálculo matemático tienen que no dejar resto: ella niega todo lo que no pueda analizar de manera conceptual. La dialéctica alcanza continuamente su meta: cada conclusión es una fiesta de júbilo para ella, la claridad y la conciencia son el único aire en que puede respirar» (ST).
Sin embargo, es Platón quien la convierte finalmente en la disciplina suprema, en el proceso intelectual que permite llegar, a través de las definiciones, hasta el conocimiento de las ideas. Por tanto, en la acepción platónica, con la dialéctica se tiene acceso inmediato a la visión de las ideas y, en última instancia, a la intuición de la idea del Bien.
En el sistema de Hegel, en cambio, la dialéctica cambia un tanto su rango en cuanto, en un primer momento, va a significar el momento negativo de toda la realidad. Sin embargo, teniendo en cuenta la omnipresencia de los momentos implicados en el problema, y el hecho de que sólo por el proceso dialéctico del ser y del pensar puede lo concreto ser absorbido por la razón, es de estimar, en último término, a la dialéctica bajo una significación unívocamente positiva.
Nietzsche es un antidialéctico en todas sus modalidades, toda vez que para él, la observación de lo real y concreto sólo podrá hacerse desde un punto de vista perspectivesco, condición mucho más omniabarcadora de lo real que el juego contradictorio de oposiciones que contiene la dialéctica. Este será el punto central de su crítica y por ello se le opondrá acendradamente.
A este propósito, dirá G. Deleuze, que en el esquema del pensamiento de Nietzsche, la dialéctica representa una fuerza agotada que no posee la fortaleza de afirmar su diferencia, una fuerza que ya no actúa, sino que reacciona frente a las fuerzas que la dominan; sólo una fuerza así sitúa al elemento negativo en primer plano en su relación con la otra, niega todo lo que ella no es, y hace de esta negación su propia esencia y el principio de su existencia. Y tiene razón Deleuze, porque no en vano Nietzsche se pronunciará de la siguiente manera:
«Mientras la moral aristocrática nace de una triunfal afirmaciónde sí misma, la moral de los esclavos desde el principio es un no a lo que no forma parte de ella misma, a lo que es diferente a ella,a lo que es su no-yo; y éste no es su acto creador» (1, 10, CM).
De acuerdo a este juicio, no debe extrañar que Nietzsche presente a la dialéctica como la especulación de la plebe, como modo de pensar del esclavo. Más aún, la dialéctica sólo puede servir como arma defensiva, como reacción, pero nunca como acción que se oriente a crear siquiera un valor. De este modo -rubrica el mismo Deleuze-, el sí de Nietzsche se opone al no dialéctico, la afirmación a la negación dialéctica, la diferencia a la contradicción dialéctica, la ligereza y la danza a la pesadez dialéctica, la hermosa irresponsabilidad a la responsabilidad dialéctica; en suma, sólo la diferencia representa para él el motor esencial del concepto más eficaz y profundo que todo el pensamiento de la contradicción dialéctica.
Y si bien la dialéctica posee, en un principio, un movimiento interno, Nietzsche descubre en dicho movimiento una acción muy limitada, sólo orientada a llegar a una finalidad, a una meta. Así, entonces, cuando el incipiente movimiento interno dialéctico, por un juego de oposición y contradicción, deja fuera del escenario a un poio para dejar sobreviviendo a su opuesto, explícitamente, estabiliza definitivamente su incipiente movimiento, para llegar a determinar la esencia de una cosa por el solo principio de la negación de su opuesto. Pero resulta que lo que se niega, fijémonos bien, forma parte también de la existencia, y portal, forma parte también de la realidad, por lo que sólo se la puede criticar, pero en ningún caso se la puede negar.
Por último, como sabemos, Nietzsche es todo lo contrario a un espíritu negador, por lo que necesariamente tendrá que ser un antidialéctico. Por lo mismo, afirmar la esencia mediante un proceso de negación como lo hace la dialéctica, sólo podrá merecer su repudio. Y no podría ser de otro modo, porque «la fuerza que se hace obedecer no niega la otra o lo que no es, afirma su propia diferencia y goza de esta diferencia. Lo negativo no está presente en la esencia como aquello de donde la fuerza extrae su actividad; al contrario, resulta de esta actividad, de la existencia de una fuerza activa y de la afirmación de su diferencia» (G. Deleuze. “Nietzsche y la filosofta “).

EL CRISTIANISMO

Hay que distinguir en Nietzsche que la opinión que tiene sobre la religión y el cristianismo difieren substantivamente. Opinión que ha llevado a confundir a sus lectores, puesto que, muchas veces, cuando pareciera hacer referencias a la religión en verdad se está refiriendo, en particular, a una modalidad de ésta muy específica: el cristianismo.
Respecto de la religión, tomada en su sentido más general, Nietzsche no dejará de mostrar su simpatía, entendida ésta como una fe politeísta, criticando, en cambio, aquella religión cuya base contiene un fundamento monoteísta de la cual, por cierto, el cristianismo se lleva todas las palmas. Nietzs che distingue una clara escisión en la religión, desperfilándose ésta y volviéndose decadente con el surgimiento del cristianismo, lo que expresa muy claramente en los términos siguientes:
«Lo que nos asombra de la religiosidad de los antiguos griegos es la gratitud indomable y plena que de ella emana: quien adopta esa actitud ante la naturaleza y ante la vida es un tipo de hombre muy aristocrático. Posteriormente, cuando la plebe acabó preponderando en Grecia, proliferó el miedo incluso en lo religioso: era el cristianismo lo que se estaba cociendo» (49, MBM).
Cuando Nietzsche llega a esta conclusión, de ahí para adelante, sus diatribas contra el cristianismo serán una constante. Tanto es así que, en sus textos, el cristianismo ocupará amplios espacios como modo de exposición de una de las cuestiones centrales que hará recaer sobre su pensamiento filosófico mismo:
«Yo considero el cristianismo como la más nefasta mentira de seducción que haya existido hasta el presente, como la gran mentira impía… yo predico la guerra contra él» (VP).
«Yo condeno el cristianismo, yo elevo contra la Iglesia cristiana la más terrible de todas las acusaciones que jamás lanzó un acusador. Para mí la más grande de todas las corrupciones imaginables… de todo valor hizo un no valor, de toda verdad una mentira, de toda probidad una bajeza del alma» (MBM).
Nietzsche pone al descubierto al cristianismo en un doble sentido: por una parte, en su génesis y, por otra, en sus fines. Crítica de su génesis, del momento que su origen mismo coincide con el inicio de la decadencia del mundo griego y, con ello, del mundo occidental. En el momento del inicio de esa decadencia se da inicio a la desvalorización de los valores y, con ello, al advenimiento del nihilismo, entendido éste como el momento que se empiezan a desplazar los valores de la naturaleza y de vida por los valores absolutos. Como consecuencia, empiezan a cobrar inusitada importancia y fuerza los administradores terrenales de dichos valores: los sacerdotes, quienes para imponer la nueva ontología de lo absoluto, desvalorizan todo aquello que tienda a ser deviniente y perspectivesco, aquello que no puede ser encauzado dentro de los marcos del idealismo y la trascendencia
Para Nietzsche, la nueva superposición de los valores absolutos corresponde a un proceso patológico que se inicia con la mitigación de la voluntad de vivir y continúa con una inevitable desviación de la mirada, alejada de la perspectiva de mirar la verdadera realidad, alterando su capacidad de valorar. En este sentido, los valores de la moral cristiana (verdad, belleza, compasión, caridad, benevolencia, etc.), lejos de expresar un origen divino, expresan un origen inequívocamente humano, afincados en el devenir de sus pasiones y en sus necesidades y luchas por sobrevivir:
«Cuando hablamos de valores hablamos bajo la inspiración. óptica de la vida; la vida misma nos obliga a fijar valores. valora a través de nosotros, cuando los fijamos… De lo cual se infiere que esa moral antinatural que concibe a Dios como antítesis y repudio de la vida no es sino un juicio de valor de la vida; ¿qué vida?, ¿de qué clase de vida? Ya he dado la respuesta: de vida decadente, debilitada, cansada, condenada…» (5,0I la moral como antinaturalidad).
El empeño con que el cristianismo pretende imponer valores absolutos no hace más que poner al descubierto que en su base hay una errada percepción de la realidad, una mala interpretación de la misma, lo que en definitiva deriva a una desvalorización de los valores creados por él desde sus propios orígenes Esto quiere decir que los valores creados por el cristianismo tomarán como verdadero, precisamente aquello que, para la s perspectiva de la voluntad, no tiene ningún valor para la vida.
Ahora bien, desde el punto de vista de sus fines, los valores cristianos llegan a producir en el hombre un estado de beatitud y de conformismo que lo llevará a regirse por los valores que desde esa base se erigen. Esto quiere decir que, dichos valores, para haber logrado socializarse en la grey, tienen que haber contado con hombres que psicológicamente se hayan encontrado dispuestos. Para Nietzsche, estos hombres son la «plebe», aquellos que, alejados de todo signo de aristocratismo, son sensibles al resentimiento y al odio. De ello distingue una doble moral: la moral del señor y la del esclavo. A este último tipo es al que apela, en un principio, el cristianismo, ya que el fuerte, el espíritu libre, el autónomo, el que verdaderamente posee las dotes del aristocratismo, difícilmente podría dejarse penetrar por tan nefasta doctrina. Una doctrina que desprecia a los fuertes y felices, que son los menos, y adula al débil incentivando su poquedad para someterlo a su condición de esclavo. En este punto toma importancia para el filósofo el término «masa», en cuanto plebe y masa son sinónimos que se identifican entre sí. Aún más, Nietzsche agregará el término «animal de rebaño». Sin embargo, de simple moral para un determinado tipo de hombre débil, el cristianismo logra socializar sus valores para todo el género humano, haciéndolos obligatorios con absoluto desprecio por las diferencias y dando muestras de gran intolerancia.
Para Nietzsche, y tal cual lo señala Paul Valadier (“Nietzsche y el cristianismo”), el cristianismo «es una enfermedad de la voluntad, una religión de esclavos, de seres débiles e ineptos, una religión esencialmente reactiva, no creativa, no afirmativa. Una enfermedad, en primer lugar, no de la razón, sino de la voluntad. Porque nace del suelo de una voluntad débil y alimenta la debilidad de esa voluntad. Nacida de la enfermedad, la religión cristiana la cultiva». Desde este punto de vista, el sacerdote se las arreglará para persuadir al débil de que es amado por Dios, de que es su elegido. Más aún, lo persuade de que su debilidad es su propia fuerza contra los fuertes, los poderosos, y los bien nacidos.
Por último, hay que tener presente que la esclavitud a que hace referencia Nietzsche, no se refiere solamente al sometimiento del esclavo por la acción de un sistema social o una categoría sociológica determinada; lo que pone en cuestión es aquella esclavitud que tiene lugar cuando la voluntad ya no puede decidir por sí misma, la que tiene temor de sus propias posibilidades, siendo presa fácil para caer ante el encantamiento de esa divinidad que protege su propia debilidad.

LA MUERTE DE DIOS

«Dios era el sentido del mundo, el garante de las instituciones políticas, el respaldo de la autoridad, el insobornable sancionador -premio y castigo- de la moral, creador, mantenedor, rescatador de la dignidad del hombre, que sin embargo frente a él no era nada; pero Dios era también, y quizás principalmente, el significado de nuestro lenguaje, la posibilidad de un conocimiento organizado, las leyes de la naturaleza y las de la lógica, conservador de la estabilidad en la existencia de las cosas y de la identidad personal…» (F. Savater. “Idea de Nietzsche”).
En efecto, la historia nos ha enseñado que el significado de Dios ha representado todas las categorías señaladas en el juicio antedicho. Sin embargo, al contrario de lo que pudiera creerse, no fue Nietzsche el que decretó la muerte de Dios, porque ya otros, incluso, antes de Hegel y Hume lo habían hecho; a decir verdad, Dios ya venía agonizando desde los inicios mismos del Renacimiento, siendo finalmente la ilustración la que precipitó su muerte. Y si bien Nietzsche no fue el responsable directo de esta muerte, tiene el mérito de advertir lo que verdaderamente en ello se encontraba en juego.
Nietzsche, sobre la muerte de Dios reflexionará profundamente antes de lanzar una interminable serie de preguntas. Siendo una de las características de la metafísica su esfuerzo por derivar el pensamiento a la absolutez y trascendencia, y en la que la figura de Dios representaba el punto de cristalización de tal fin, ello necesariamente querría decir que la muerte de Dios tendría que haber traído un gran caos y confusión. Entonces, ¿no sería demasiado exagerado aquel optimismo dieciochesco que creía que con la muerte de Dios quedaban desembarazados de la absolutez y trascendencia a que los obligaba la existencia de Dios?
En sus comienzos, la modernidad parecía haber asistido a uno de los acontecimientos más excepcionales: la muerte de Dios. Excepcional, ya que Dios, ante todo, era el dispensador de sentido para todo lo existente. Sin el respaldo de Dios, la moral, las instituciones, nuestras leyes, y hasta nuestros conocimientos ya no podrían tener ningún sentido. Sin embargo, frente al optimismo iluminista, por el significado atribuido a esta muerte, Nietzsche se hace la siguiente pregunta: ¿cómo era posible que los hombres pudieran seguir arrastrando esa bovina tranquilidad? Si Dios había muerto, la vida tendría que haber sido necesariamente insoportable; si el justificador y sostenedor de todo lo existente moría ¿cómo es que el mundo seguía existiendo como pareciendo ignorar tan significativo hecho? Esta imagen, Nietzsche la refleja en un hermoso aforismo del siguiente tenor:
«No habéis oído hablar de aquel loco que, con una linterna encendida en pleno día, corría por la plaza y exclamaba continuamente ¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios! Y como precisamente se habían juntado allí muchos que no creían en Dios, provocó una gran hilaridad. ¿Se te ha perdido?, dijo uno. ¿Se ha extraviado como un niño dijo otro? (…) El loco se lanzó en medio de ellos y les echó penetrantes miradas. ¿Dónde está Dios?, exclamó, ¡os los voy a decir! ¡Nosotros lo hemos matado! ¡Todos somos unos asesinos! Pero ¿cómo lo hemos hecho? ¿Cómo hemos podido vaciar el mar? ¿Quién nos ha dado la esponja para borrar completamente el horizonte? ¿Qué hemos hecho para desencadenar a esta tierra de su sol? (…) ¿No nos precipitamos en una constante caída, hacia atrás, de costado, hacia adelante, en todas direcciones? ¿Sigue habiendo un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No sentimos el aliento del vacío? ¿No hace ya frío? (…) ¿No es demasiado grande para nosotros la magnitud de este hecho? (…) He llegado demasiado pronto dijo. No es mi tiempo aún. Este acontecimiento enorme está en camino, marcha, todavía no ha llegado hasta los oídos de los hombres. Es necesario dar tiempo al relámpago y al trueno, es necesario dar tiempo a la luz de los astros, tiempo a las acciones, cuando ya han sido realizadas, para ser vistas y oídas. Este acto está más lejos de los hombres que el acto más distante; y, sin embargo, ellos lo han realizado» (125, GC).
A pesar de las preguntas del loco de la linterna, los librepensadores de la época creían poco menos encontrarse en el limbo. Y no era para menos; con la muerte de Dios tendrían que haber quedado fuera de lugar los valores suprasensibles y, más aún, todas aquellas normas y fines que hasta entonces habían regido el destino humano. Sin embargo, no hubo de pasar mucho tiempo para que estos librepensadores, después de sentirse liberados de estos espejismos, cayeran en la cuenta de su exagerado optimismo al tomar conciencia, por la fuerza de los hechos, de que dicho optimismo no era más que el resultado de una nueva ilusión. Pronto descubrirían que eran demasiado débiles para afrontar las consecuencias de su propio crimen y, portal, no tardarían en empezar a adorar nuevos becerros de oro: la Razón, el Progreso, la Historia, la Ciencia, etc.
Nietzsche, con la muerte de Dios, se percató muy bien de lo que estaba en juego, lo ilusorio de dicho regocijo: si con Dios el hombre había vivido en permanente ilusión y mentira, y sin él, esas ilusiones y mentiras seguían subsistiendo, quiere decir que algo muy grave estaba pasando. Advierte que ilusiones y mentiras no sólo se mantenían, sino también, se habían profundizado. La idea monoteísta seguía impertérrita; con la muerte de Dios sólo se había hecho un ajuste de cuentas con la Iglesia cristiana: con su práctica dogmática y su poder. De buen modo, el ataque de la ilustración se había concentrado contra los dogmas teológicos de la Iglesia, contra su oscurantismo, su poder temporal, pero siguió conservando y respetando los valores derivados del dualismo cristiano:
«Dios ha muerto: pero los hombres son de tal naturaleza que, tal vez durante milenios, habrá cuevas donde seguirá proyectándose su sombra. ¡Y respecto a nosotros.. .habremos de vencer también a su sombra!». (108. G.C).
Ciertamente, un nuevo Dios surgía en el escenario: la Razón, la que conduce a la verdad, al verdadero conocimiento, formadora de leyes justas y, sobretodo, la única que podía conducir al Progreso y la felicidad. De allí, un doble beneficio: con la Razón el hombre siguió asegurando su estabilidad en el mundo, y con la sombra de Dios siguió envuelto en su legado moral, en sus instituciones y todo aquello que supo ser bien resguardado por la cultura judeo-cristiana.
Nietzsche concluye que, si bien el Dios supramundano había muerto, seguía cubriendo todo con su sombra, pese a ser reemplazado por un nuevo Dios secularizado. Tanto, en uno como en otro caso, la metafísica monoteísta seguía ejerciendo su primado. El «ser» sigue inalterable su curso y, con ello, la metafísica monoteísta sigue siendo el fundamento para la representación de un mundo que se dice «verdadero», cuando en realidad no es más que la preservación de un mundo «idealizado». Contra esta inversión luchará Nietzsche, acentuando su tarea subterránea de topo, de búsqueda por debajo de los grandes valores, por detrás de los grandes ideales.

IX

CREACIÓN, TRANSVALORACIÓN

«Pienso que la gran tarea que queda después de Nietzsche,
después del diagnóstico del filósofo pájaro,
tras la crítica radical a la metafísica occidental
(…) es el cumplimiento del intento inconcluso
del filósofo artista».

«Pensar, sujeto, lenguaje, metafísica, en un póstumo del año 85’
(Lucía Piossek Prebisch)

FILÓSOFO ARTISTA

Se ha señalado que el filósofo artista es el filósofo del futuro que, respondiendo al objetivo último de la transvaloración -fin no entendido al modo metafísico-, es el creador de valores por antonomasia; creador respecto de un proceso que, iniciado por el filósofo pájaro y seguido después, por el filósofo topo, cristaliza finalmente en un proceso eminentemente creador y afirmador.
Este nuevo filósofo será el creador de nuevos valores, porque después de la destrucción de los valores viejos el nuevo hombre por venir no podría seguir viviendo en el nihil. Sin embargo, los nuevos valores por crear no lo serán al modo metafísico, vale decir, buscando un fundamento en que estabilizarse; por el contrario, serán valores que asegurarán su carácter provisorio, ahuyentando cualquier tentación de estacionarse en un fundamento último. Esta última transfiguración se corresponde con la labor afirmativa que tiene que empezar a realizar el nuevo filósofo. Y siendo éste el que cierra el proceso de la filosofía que preconiza Nietzsche, no es de extrañar que esta última etapa, la encontremos en su pensamiento ya maduro, una vez que la radicalidad de su crítica ha despejado el camino para construir lo nuevo que ha de venir.
El filósofo artista tendrá por misión imprimir a la existencia un nuevo sello, desmitificando las verdades antiguas para crear nuevas y hermosas verdades, las que desmitificadas y remitificadas, una y otra vez, jamás volverán a esclerotizarse. No obstante, en sus descripciones más inmediatas, este nuevo filósofo no será necesariamente un filósofo del todo dado, sino que filósofo del futuro, del porvenir, toda vez que después de su labor crítica su trabajo creador tendrá que someterse a un largo proceso de experimentación, de cuyos resultados no podremos aventurar nada seguro, justamente, por ser valores expuestos a un proceso experimental para su validación.
En esta nueva imagen, la filosofía de Nietzsche adquiere un tono afirmativo, dejando de lado todo intento negativo que le predominó en su etapa anterior; prima ahora en él una atmósfera distinta, una exposición de ideas nuevas que, sin disminuir la penetración de análisis que le hemos acostumbrado a conocer, nos da a conocer un tono anunciador y profético, muy próximo a lo que podría ser el resultado de un estado lúdico. «Ningún Dios, ningún hombre por encima de mí!», es su nueva consigna, expresamente determinada en el tercer paso de su póstumo “El camino a la sabiduría “. Para él, la única realidad fundante será en adelante, la voluntad creadora, voluntad afirmativa que no volverá a actuar más bajo influencia exterior alguna.
Filósofo artista como creador, y no como mero repetidor o especulador como el monótono-teísmo de los filósofos dogmáticos. En su nuevo crear no ha de buscar la verdad, sino ejercitarse en el arte de la interpretación, pues sólo quien pueda interpretar podrá crear valores nuevos que no tiendan a la trascendencia. Una nueva labor que, apartado de los valores corrientes al uso, se orientará a la creación, pero no de cualquier valor, sino de aquel que en su estado puramente provisional pueda aprehender la realidad deviniente recreándola sucesivamente para evitar que se esclerotice, como sucede con los valores trascendentes creados para una realidad puramente metafísica.
Las formas de expresión de este nuevo filósofo cambiarán significativamente, asumiendo ahora un estilo plagado de vigorosas imágenes, con un nuevo lenguaje de mayor colorido y plasticidad; nuevo estilo que privilegia en forma más abierta el género poético, entregándonos así una nueva expresión literaria que gana en simbolismo y esteticidad.
A decir verdad, géneros diversos vendrán a enriquecer sus textos del último periodo, introduciendo en ellos un nuevo discurso que no habíamos logrado vislumbrar en sus anteriores escritos. No son ideas filosóficas propiamente dichas, sino más bien intuiciones, revelaciones o iluminaciones que no esconden su deseo de entregar a la humanidad nuevas ideas con un sentido más omniabarcador. Son temas de meditación lindantes con las grandes intuiciones proféticas que encontramos en la Biblia; se trata de un conjunto de temas que lo llevan a incursionar por zonas totalmente ignoradas por la filosofía hasta entonces conocida. Y es tal su entusiasmo que pone en sus nuevas creaciones, que no puede dejar de confesarle a Lou von Salomé «lo orgulloso y feliz que se encuentra con su obra Zaratustra»; este entusiasmo lo expondrá en forma más patente en el momento de expresar que «con esta obra, el trabajo de seis años, toda mi charlatanería ha terminado». Se asegura, en cada ocasión, dejar bien delineada la diferencia temática con sus anteriores escritos, dejando traslucir en forma desbordante lo que van a ser sus nuevas emociones:
«Cuando he echado una mirada a mi Zaratustra, me pongo después a andar durante media hora, de un lado para otro de mi cuarto, incapaz de dominar una insoportable convulsión de sollozos» (EH).
Por último, referencia ya hecha, cabe reiterar que el filósofo artista es un conocido nuestro, puesto que anteriormente ya lo habíamos visto involucrado en las tareas que dicen relación con el proceso de la Gran Política.

JUEGOS, FICCIONES

Sin duda, en esta etapa es donde vamos a encontrar mayor dificultad en la lectura y comprensión de su pensamiento filosófico propiamente dicho. Por lo mismo, no será fácil exponer esta etapa sin que ello implique un gran esfuerzo, sobre todo, cuando existe el compromiso de hacer comprensible su discurso para aquellos que no se encuentran familiarizados con el tecnicismo que le es propio al lenguaje filosófico. Esta dificultad se mostrará mayor, desde el momento que Nietzsche recurrentemente introducirá elementos como el juego y la ficción; formas que, desde el primer momento, dada su naturaleza, se mostrarán esquivas a la comprensión del lector novato. Y si a ello agregamos el hecho de que la intuición reemplaza a la lógica y la razón, esta dificultad se hará más patente aún.
En efecto, como filósofo artista, la ficción será uno de los elementos que introducirá con mayor recurrencia en sus textos del último periodo; ficciones orientadas a la entrega de un discurso que posibilite la creación de sentidos distintos, unidades múltiples y, sobre todo, capaz de incorporar lo trágico, el caos y el azar, siempre presentes en el incierto devenir, soslayados por el discurso metafísico. Y si bien, el metafísico también utiliza el recurso de la ficción como lo son sus seudo verdades, se diferencia del filósofo artista en que este último sabe y reconoce que sus ficciones son tales, que no se corresponden con una realidad última, pero que son necesarias para enfrentar la vida en el mundo del devenir.
Para Nietzsche, el pensar metafísico también es ficción, pero no ficción cualquiera, como podría ser aquella ficción de mero carácter estético o narrativo producto de una actividad metaforizada liberada del compromiso de las seguridades; al contrario, ésta es una ficción que regula, regla, pone orden, que desconoce su carácter de ficción al creer que con ella se llega a la realidad; no una realidad cualquiera, sino realidad última, realidad metafísica como tal.
Como sabemos, para Nietzsche, el caos y el azar, siempre presentes en el devenir, será imposible captarlos mediante algún fundamento metafísico, a menos que, y éste es el punto a subrayar, dichos fundamentos adquieran el carácter provisional. Nietzsche, para construir sus ficciones, -aquellas que nos llevarán a «sus verdades»-, introduce un nuevo elemento: el juego, recurso que le permite producir estados de tensión, incertidumbre, anhelo, etc.; estados con efectos contrarios a la comodidad que nos aseguran los fundamentos últimos propios de la destreza del filósofo metafísico. Y no es que el juego esté sólo presente en la filosofía de Nietzsche, porque ya el mismísimo Platón, el más metafísico de todos, había echado mano a este recurso. En efecto. Platón utiliza el juego para contraponerlo al esfuerzo serio como si fuera su reverso. Pero, puesto que la improvisación del juego puede hacer peligrar la actividad del Estado y el mantenimiento de la tradición. Platón, para introducir a los jóvenes en la recta razón, intenta disfrazar el juego, transformándolo como un elemento que sirva al orden y la seguridad, al seguimiento de una regla; Platón, al juego, por esencia de resultados impredecibles, termina por imponerle reglas. Así y todo, pese a esta deformación. Platón tiene el mérito de reconocer en el II libro de «Las Leyes «, que en la formación de las leyes, hasta el juego servirá a tales propósitos; claro está, desvirtuando su esencia, hecho este último no reconocido por él.
Más contemporáneamente, Wittgenstein también recurre al juego relacionándolo con la lingüística. Esta noción la traspone al juego de ajedrez, pues aunque siendo cada movida de piezas distinta y su desenlace incierto, el desarrollo del juego debe obedecer a reglas lógicas y matemáticas; entonces, existe el juego cuando rige un sistema de reglas claramente definidas y delimitadas
La noción de juego en Nietzsche, en cambio, es usado como símbolo del mundo y se basa primordialmente en el modelo del juego libre y espontáneo, sin reglas ni pautas fijas; típico caso: la tiradura de dados y los juegos de loterías. Nietzsche concibe un mundo que se parece a un infinito juego de azares en donde todo hombre libre participa en los misterios del azar. En este sentido, el jugador de Nietzsche acata los dictámenes del puro azar, renunciando a investigar sus redes laberínticas. Por lo mismo, no es casual que el juego que Nietzsche introduce en su filosofía es el dato que le sirve a Eugenio Fink para concluir que Nietzsche, en
dicho aspecto, ha logrado superar la metafísica.
Como paradoja, tenemos que todos los filósofos parecen llegar a un punto de encuentro, en cuanto para llegar a la verdad también recurren al juego. Sin embargo, el juego que descubrimos en Nietzsche le permite seguir siendo el antimetafísico que es, en la medida que con él forma ficciones eludiendo así las características propias asignables a los sistemas metafísicos: Juego y ficción que le sirven para forjar interpretaciones múltiples, que no degeneren en la decadencia propia que ha caracterizado a la historia de la filosofía metafísica, que no ha hecho otra cosa que construir «momias conceptuales», ataúdes, desde los cuales la vida vencida no tiene más recurso que observar a sus vencedores.Se trata, entonces, de una serie de simulacros y ficciones, unos más encubiertos que otros, lo que ha llevado a E. Fink a distinguir, por ejemplo, que el Eterno Retomo es una idea más bien aludida antes que realmente desarrollada: Nietzsche pareciera ser, como si tuviera dudas de expresarla, a extremo tal, que el centro de su pensamiento pareciera rehuir la palabra: «Es un saber secreto (…) El misterio de su idea fundamental, queda envuelto para él mismo, en las sombras de lo inquietante». Y no deja de tener razón porque, si respecto del Superhombre, Zaratustra les habla a todos desde la plaza, y de la Voluntad de Poder a muy pocos, del Eterno Retomo de lo mismo no hablará más que consigo mismo.
Ahora bien, ante una materia que pareciera exponerse en forma tan velada, quiérase o no, el momento creativo en la filosofía de Nietzsche será tema obligado para comprender todo el ciclo de su pensamiento y obra. Así, examinar el periodo de su creación será el necesario punto de cierre, respecto de una doctrina que, iniciándose en el marco de un idealismo fulgurante, y desarrollándose, más adelante, como crítica radical de todo lo existente, deriva finalmente a una labor creativa que, por sus peculiares características, lo enmarcan dentro de un marco creador sin parangón en la historia de la filosofía.

LA VOLUNTAD DE PODER

¿Y sabéis qué es para mí el mundo? se pregunta el filósofo contestándose lo siguiente: «…¡Este mundo es Voluntad de Poder y nada más! Y vosotros, vosotros sois también esta voluntad de poder y nada más» (Fp).
Habiendo adquirido una noción sobre el tema de la voluntad, en el momento de haber abordado las ideas de Schopenhaüer, es preciso ahora detenernos un instante para analizar el significado de la palabra «poder». Como juicio preliminar, huelga decir que la palabra poder se ha prestado, las más de las veces, para grandes equívocos, dado ese afán de exorcizarlo por los prejuicios que tiende a provocamos. Ello, porque el poder, hasta Nietzsche, nunca había sido pensado en términos filosóficos ni ontológicos quedando reducido, fundamentalmente, a sus efectos políticos, sociales y económicos, considerándosele casi siempre en términos puramente negativos.
En efecto, hasta ahora, el término ha logrado socializarse como algo intrínsecamente perverso, por lo que siempre se le ha combatido y nadie ha querido asumir su defensa. Esto se debe a que, a pesar de su innegable presencia en el acontecer humano, el poder tiende a ser siempre justificado ante los ojos de una moral eternamente vigilante. No le ha sido posible mostrarse en lo que ha sido su más peculiar esencia; al contrario, siempre ha mostrado la tendencia a fenomenizarse al servicio de otra cosa, como si existiera algo superior que se empecinara en negarlo como posible dimensión fundamental de la existencia. Por eso, cuando el término ha sido usado por otras disciplinas, no ha sido problematizado en profundidad; tan sólo la sociología y la ciencia política han parecido sostener con el término una relación más estrecha y privilegiada. Así y todo, sobre el tema pareciéramos quedar siempre entrampados en nuestros propios prejuicios, dejando en evidencia la poca atención que al tema le hemos prestado. Mas, en el momento en que pareciera invadimos un gran desconcierto
sobre el tema, surge en nuestra ayuda la filosofía de Nietzsche, esfera en que la palabra poder es reivindicada ontologizando su término, abriendo con ello un campo de posibilidad más extenso.
Desde un punto de vista ontológico, la Voluntad de Poder, en su significado más esencial, quiere decir que no es que el hombre posea voluntad, capacidad, o poder para realizar tal o cual cosa, sino que el hombre es Voluntad de Poder; en otras palabras, el ser del hombre es Voluntad de Poder. Por tanto, la Voluntad de Poder no es aquella voluntad vacía e indeterminada que podría llenarse con una apetencia concreta; al contrario, paradójicamente, aquí se trata de una voluntad que no quiere el poder, como podría quererse algo que no se tiene. Este es el sentido fundamental de la Voluntad de Poder en la filosofía de Nietzsche. Esta voluntad no significa que el hombre quiera el poder, en cuanto el poder no es algo así como una meta que se propusiera alcanzar la voluntad; la voluntad nietzscheana no implica deseo, ni carencia, sino virtud tanto creadora como donadora.
La vida no cabe entenderla como conciencia de la existencia, sino como Voluntad de Poder. Todo es Voluntad de Poder, incluso la metafísica y la religión objeto de la crítica de Nietzsche, ya que éstas responden a un determinado tipo de Voluntad de Poder, de una voluntad que niega los valores activos proponiendo valores reactivos que van en contra de la afirmación de la vida y la no aceptación de lo real. Y si bien este poder de la voluntad no debe ser entendido como dominio en su significado más habitual, ello no significa que esta Voluntad de Poder excluya el dominio, en cuanto la voluntad de dominar es parte también de la Voluntad de Poder, con la diferencia que no representa el aspecto principal que la caracteriza.
Por lo dicho, en la Voluntad de Poder, lo primero que hay que dejar en claro es que ésta nada tiene que ver con la creencia generalizada que pudiera deducirse de la pura significación sémica que a primera vista parecieran producir sus dos términos. De la misma manera como ocurre con otras expresiones utilizadas por el filósofo, el significado que aquí le atribuye se aleja bastante de aquella comprensión que pueda representar para una comunidad de uso. En este sentido, el poder no es una meta, un objetivo que se quiera alcanzar no constituye una propiedad de los seres, sino la esencia misma de todo cuanto es, es decir, de todo cuanto vive. Por ello, el ser no es otra cosa que Voluntad de Poder, en cuanto significado de crear y, sobre todo, valorar. De allí que querer algo que no se tiene, nada tiene que ver con el crear y el valorar como esencia y fundamento de la Voluntad de Poder. Según lo señala G. Deleuze: «… la Voluntad de Poder es esencialmente creadora. Por eso mismo el Poder no se mide nunca por la representación: nunca es representado, ni siquiera interpretado o valorado, él es lo que interpreta, él es lo que valora, él es lo que quiere».
De este modo, la Voluntad de Poder no es en sí voluntad de dominio, ni tampoco representa un mecanismo que sirva al estímulo de la violencia. En términos ontológicos, la Voluntad de Poder es el esfuerzo por encaramarse sobre la nada, por vencer aquella fatalidad que lleva indefectiblemente a la aniquilación; la Voluntad de Poder es voluntad de durar, de crecer, de extender e intensificar la vida. Sin embargo, el no querer el poder no implica renunciar al poder; se trata de combatir un específico tipo de poder, aquel de la negatividad, el de la decadencia, el de la racionalidad técnica como valor supremo; se trata, en definitiva, de hacer surgir aquel poder de la afirmación finita. Por ello, encarar el poder en su dimensión puramente afirmativa, sólo podrá hacerse viable desde un horizonte ontológico alternativo al de la metafísica tradicional; desde un horizonte de la pluralidad y la multiplicidad.
De otra parte, la Voluntad de Poder no es substancial ni tampoco tiene connotaciones puramente monistas. No es su sustancial, en el entendido que nada tiene que ver con la sustancia tomada ésta como fundamento absoluto, sino esencialmente con un significado de multiplicidad deviniente. Y tampoco es monista, en cuanto no hay «una» Voluntad de Poder, sino que ésta es una pluralidad de manifestaciones. Para Nietzsche, no hay cosas fijas, finitas; lo que aparece como singular y limitado es sólo un quántum de la Voluntad de Poder, que no se detiene, al contrario, se encontrará siempre en perpetuo movimiento. En todas las cosas que luchan interviene la Voluntad de Poder. Así, el ser de todo ente finito es la eliminación permanente de sus límites; un estado agitado de permanente movilidad de sus límites.
En definitiva, Nietzsche no sólo expresa su intención de elevar la Voluntad de Poder al estatuto axiológico de principio de toda valoración, sino también, insiste en concederle el estatuto ontológico de ser la esencia del mundo. Con este predicamento logra socavar las bases mismas de la ontología filosófica tradicional,
en cuanto el ser ha sufrido una mutación decisiva: deja de ser aquella perfección inmutable y serena, idéntica consigo misma, esa realidad acabada, simple y transparente que la razón humana puede penetrar hasta sus últimos entresijos. El ser ahora es Voluntad de Poder y, por tal, pasa a ser un perpetuo devenir, una pluralidad siempre cambiante que ofrece infinitas posibilidades de ser descifrada. Voluntad de Poder, pensada como nueva ontología, “no desde seres existentes», sino desde relaciones y campos de posibilidades siempre multiformes, siempre en cambios de posición.

EL ETERNO RETORNO

«Todo va, todo retorna, la rueda de la existencia gira eternamente. Todo muere, todo florece de nuevo…Todo se quiebra, todo se reúne de nuevo; eternamente se edifica el mismo edificio de existencias» (Z, el convaleciente).
Sin duda, el tema del Eterno Retorno es el que presenta mayor dificultad de análisis y comprensión dentro del corpus de la filosofía de Nietzsche, y tal es así, que para algunos intérpretes es éste el momento en que Nietzsche queda atrapado en la metafísica que pretende superar; según se dice, por hacer que lo inmanente se haga trascendente. ¿Será esto tan así? ¿Puede el filósofo echar por la borda todo su juicio antimetafísico anterior? Si fuera así… ¿De qué le valió tanto esfuerzo, si por un momento De inspiración a 6.500 pies de altura, todo su discurso anterior se le viene abajo? Serán algunas de las tantas preguntas a que nos convoca el tema del Eterno Retomo. Por cierto, juicios e interrogaciones que quedan a modo de supuestos, lo que obliga a interiorizar el problema hurgando en sus raíces.
A propia confesión del filósofo, nuevos pensamientos le surgen en Sils María, a 6.500 pies de altura sobre el nivel del mar, en el mes de agosto del año 1881. Para él mismo, no dejará de ser una idea que le asusta por los efectos que vendrá a producir en el pensamiento filosófico y, más fundamentalmente, las consecuencias ontológicas que de él derivarían. Para él, una tremenda idea: el tiempo, cuya duración es infinita, debe repetir de periodo en periodo una disposición idéntica de las cosas; una idea que ennoblece y exalta cada minuto de nuestras vidas: Si el instante se repite eternamente deja de ser una cosa pasajera; lo más mínimo y caduco se convierte en un momento eterno, dotado de valor infinito, pero no al modo metafísico, sino en cuanto a recurrencias de múltiples inmanencias que se recrean sucesivamente dentro de un círculo. Y siendo una idea que lo agita, no puede dejar de revelársela a su amigo Peter Gast en carta del 14 de agosto:
«En mi horizonte se levantan algunas ideas, y ¡qué ideas! Yo mismo no sospechaba nada semejante. No digo más, pues quiero mantener en mí una calma inalterable. ¡ Ay! amigo mío, a veces atraviesan mi espíritu ciertos presentimientos. Me parece que hago una vida muy peligrosa, pues mi máquina es de las que pueden saltar. La intensidad de mis sentimientos me hacen temblar y reír; ya dos veces me he visto obligado a permanecer en mi habitación por un motivo ridículo: tenía los ojos irritados. ¿Por qué? Porque, paseándome, había llorado demasiado; no lágrimas sentimentales, sino lágrimas de alegría; y cantaba y decía disparates, poseído por una nueva idea que debo proponer a los hombres…».
Ahora bien, el Eterno Retomo es una doctrina que puede tener más de una interpretación, según se le mire desde un punto de vista ontológico, narrativo, ético, cosmológico, etc. Ante una interpretación tan amplia, me detendré solamente en lo que, a mi parecer, son sus aspectos más relevantes asociados con la cuestión ontológica. En efecto, la doctrina del Eterno Retomo, en su aspecto más sustantivo, hace que lo inmanente se vuelva trascendente, ese es el meollo central explícito en la idea. Una ficción (recordemos que para Nietzsche todo es ficción), por la cual el filósofo logra derrotar la desvalorización de la inmanencia expresando la plena afirmación de ésta hasta el infinito. Eterno Retomo como propósito de rehacer la mayor debilidad de la inmanencia: recobrar para ella la eternidad, aquella que había quedado reservada sólo para la trascendencia.
Entonces, trascendencia de lo inmanente, pero no al modo metafísico, en cuanto el término de la caducidad de la inmanencia se realiza mediante un movimiento circular, que por su misma naturaleza nunca llega a un fin último; fin que es sólo provisional, recreado una y otra vez hasta el infinito. Habiendo sido esencial en su pensamiento la reivindicación de lo inmanente, el problema que tiene que abordar Nietzsche es el de cómo hacer para vaciarle al inmanentismo esa caducidad que siempre le ha acompañado. Un problema que se había mantenido insoluble hasta la aparición de su idea del Eterno Retomo de lo mismo: si la cosa es inmanente, quiere decir que tiene finitud, y esa finitud implica, a la vez, que la cosa tiene límites, por lo que más allá de esos límites la cosa es nada. Así, lo inmanente hará que la cosa en algún momento derive a la nada, lo que plantea el absurdo que la cosa nada sería. Hasta entonces, siempre se había dado por sentado que lo insoportable de ]a inmanencia era su caducidad, su inevitable perecer, todo lo contrario de la trascendencia, que había logrado subsistir gracias a la metafísica de Dios, la Razón, la Historia, la ciencia y todas isas cosas.
El problema así planteado, a toda vista insoluble, no había sido abordado seriamente por filósofo alguno; todo parecía indicar que la inmanencia quedaba irremisiblemente condenada a su caducidad; no le aguardaba otro destino. Y esto más aún, cuando la crítica ilustrada haba ahondado el problema, ya que la muerte
de Dios no significó la muerte del trascendentalismo, por el contrario, lo siguió reavivando, encamándolo en nuevas trascendencias (Razón, Progrese Estado, Historia, etc.). La Ilustración siguió manteniendo, desde el punto de vista filosófico, su condena a la inmanencia ante la ninguna posibilidad de que de ella se pudiera
desprender un rango ontológico; se sostenía que lo que irremisiblemente se encuentra condenado a perecer no puede ser capaz de fundar rango citológico alguno. Como bien lo señala F. Savater, citando a Hegel «la individualidad finita debe pagar perpetuamente a lo infinito y universal el tributo de su muerte». A pesar de la muerte de Dios, la eternidad siguió vigilando al tiempo desde fuera del tiempo, para garantizar su sentido y proporcionarle una meta final.
Sin embargo, ahora con Nietzsche, el Eterno Retomo significa un constante devenir en el tiempo en que nada perece; un concepto que incorpora el tiempo como medida de todas las cosas. Porque sólo en el tiempo que deviene se le puede tomar valor a las cosas, pero no como fundamento, sino como cariz de posibilidades múltiple. Siendo la vida deviniente caos y azar, las cosas y los hechos sólo tendrán valor si dejan de ser logificados, ya que al así hacerlo nos vemos obligados a mirar y a valorar las cosas de la forma como quisiéramos que se sucedieran, y no tal como estas van a acaecer en sí. También, el Eterno Retorno introduce una ruptura en la concepción de la historia como ordenamiento
hacia un fin último, y significa para el hombre, en primer lugar, la elección de sus propios fines dentro de un carácter provisorio y, en segundo lugar, la aceptación del azar y de lo que acontece mediante el “amor fati”, plena aceptación de la vida tal cual ésta se nos presenta.
Desde otra perspectiva, con su doctrina del Eterno Retorno, Nietzsche quiere dejar en claro el error del hombre de haber creído que retoma el dominio de las cosas a cada instante dentro de una temporalidad lineal. Nietzsche, a través de Zaratustra, nos señala que el tiempo es un círculo y que es precisamente dentro de ese círculo, el único lugar en donde se puede lograr la fusión de todas las cosas. En esta condición circular, el futuro vendrá a tener influjos sobre el pasado y viceversa. Tanto el pasado como el futuro se vienen a determinar, unos a otros, con sus respectivos influjos. Sólo bajo la condición del tiempo circular, todo devenir representa un hecho o una decisión creadora para toda la eternidad. Y más aún, en la medida que Nietzsche rechaza todo fin exterior o trascendente, y en la medida en que todo es Voluntad de Poder, dicha voluntad no puede más que quererse a sí misma determinando un proceso circular y no lineal como sucedía en todo proceso metafísico. La Voluntad de Poder, en tanto intento de permanente superación, regresa una y otra vez a sí misma, imprimiendo al devenir un movimiento siempre retornante. Ello, porque la Voluntad de Poder, en tanto exige superación constante en el sobrepasamiento de la fuerza que lo lleva a actuar, progresa continuamente en su propia esencia, pero en la medida en que no existe un fin trascendente al que se orientaría dicho progreso, determina un proceso que ya no es lineal, sino circular.
Desde otro punto de vista, si la vida es laberíntica, el pensamiento también es laberíntico; es decir, toda existencia es laberíntica en sí. Por ello, no sin razón, F. Savater concluirá que: «Lo que espera al pensamiento más audaz no es la línea recta, sino el círculo; no hay carretera limpiamente trazada sino la vida dudosa de los meandros y vericuetos. El pensamiento es alto, angosto, gira constantemente a derecha o a izquierda: no es oasis, sino perdedero; quien renuncie a perderse, renuncia a entender. Quien padezca una inequívoca vocación de brújula, quien exija un norte, aunque sea para encaminarse concienzudamente al sur, privilegia ante todo la dirección: la rosa de los vientos le encamina, pero no le da vértigo. En cambio el que flota a merced del viento…» (Cincuenta palabras de F. Nietzsche, 1972).
Pero, el Eterno Retomo no sólo se puede mirar como derrota de la caducidad de la inmanencia, o como reemplazo del movimiento lineal, típico de la metafísica, por el circular, sino también, a partir de él se pueden desprender otras lecturas. En primer lugar, que la cuestión del Eterno Retomo y la cuestión de la Voluntad de Poder, no son dos ficciones aisladas, por el contrario, son estrechamente vinculantes entre sí: «Acuñar al devenir el carácter del ser: he aquí la suprema voluntad de poder»; aquí, la adjudicación del carácter de ser para el devenir imbrica con la idea del Eterno Retomo. En segundo lugar, al no desarrollarse el devenir dentro de una sucesión lineal, se acentúa con ello la decisión sobre la totalidad, decisión que se cumple «en el instante»; en el instante se decide la totalidad y, en la medida que se decide como afirmación positiva, es un querer del querer. Así, valorizar el instante es valorizar la vida contra todo platonismo despreciador de ella; afirmar el instante es amar la vida, esa vida terrena eternamente deviniente y retornante por su ser.
Sin embargo, esta posibilidad de afirmación del instante sólo puede ser factible para un hombre distinto al hombre moderno y a todos los hombres que han existido antes de él, los cuales en virtud de las imágenes más o menos estáticas que se forjaban del mundo, si algo negaban era precisamente el instante, por su carácter fluyente, casi imposible de capturar para él. Y en la medida que la noción del instante contiene el aspecto plural, esto también es rechazado por el hombre actual inclinado al monótono-teísmo Por lo mismo, tiene que ser otro el hombre que pueda aprehender el instante mediante el “amor fati” y a partir del Eterno Retomo; tal hombre no podría ser otro que el Superhombre. De este modo, la plena afirmación de la vida (amor fati), la Voluntad de Poder, y la idea del Eterno Retomo, exigen el ideal humano del Superhombre.
Sobre las ruinas del hombre viejo y decadente, del último hombre, ha de nacer el Superhombre, que se manifiesta dentro de una conducta activa, creadora y espontánea, frente al comportamiento reactivo e impotente del hombre débil.

EL SUPERHOMBRE

El Superhombre no es una realidad, es tan sólo un anuncio. Y esto tiene que ser así, porque para alcanzar la transvaloración que Nietzsche propone, mucho camino hay que recorrer y mucho adiestramiento que experimentar. Y si la Voluntad de Poder y el Eterno Retorno son condiciones filosóficas necesarias para alcanzar la transmutación de los valores, el Superhombre será el sujeto en el que se encontrará cristalizado tal objetivo, en cuanto es el único que logrará incorporar en su ser la fuerza y voluntad implícitas en dichas doctrinas. El Superhombre representará el intento, en el campo de la filosofía, de superar y trascender al hombre tal como se había intentado en otras esferas. Por la historia hemos sabido que, desde tiempos inmemoriales, el hombre, consciente de sus limitaciones y sus debilidades para enfrentar la vida, ha sentido la necesidad de trascenderse a sí mismo. Esta necesidad, a veces obsesiva, lo ha motivado a buscar ayuda en la religión, en la política y hasta en la medicina y, por cierto, en la misma esfera de la filosofía.
Desde el punto de vista de la religión, porque ya en la Antigüedad, el hombre débil y temeroso ante la incognoscibilidad de lo que le rodeaba y acontecía, se inventó dioses asociados, en un principio, a los elementos de la naturaleza. Sin embargo, una vez consolidado su pensamiento racional, adquirió conciencia de que había logrado dominar a la naturaleza, captando sus leyes, modificándolas y transformándolas cada vez más según fueren sus deseos; siendo dominador de la naturaleza, cayó en la cuenta de que tenía que trascenderla. De este modo, lo Supremo, como fundamento de todas las cosas, ya no podían ser ni la tierra ni los árboles, menos el agua o el fuego, ni ningún elemento de la naturaleza.
En un primer momento, los dioses cosmológicos y después, el politeísmo de los dioses antropológicos (mitológicos), dan paso al Dios único. Pero, el perfeccionamiento del hombre no es sólo tarea de la religión. Ya más adelante, con el advenimiento de la Modemidad, la medicina empieza a tomar la palabra. Claros ejemplos lo constituyen la biología molecular que tiene su expresión en la manipulación del genoma humano y, más recientemente, la clonación, que encontrándose en etapa de experimentación en animales, corre el riesgo de ser experimentado también en el ser humano.
Más aún, cuando la ciencia empezaba a ejercer su primado, la mitología no dejaba de perseverar en su empeño, tal es el caso de la leyenda del Golem, un muñeco hecho a semejanza del hombre, dotado de las máximas perfecciones. La misma sociología antropológica y, sobre todo, la política, no podían haber quedado ausentes en este propósito; el hombre comunista y el hombre nuevo apuntaban en la misma dirección.
Es sólo a mitad del siglo XXI, cuando el intento de superación del hombre se da en el campo de la filosofía; el Superhombre nietzscheano es el que pasa a tomar la palabra. Cuando Zaratustra predica que «el hombre debe ser superado», quiere decir que todos los valores de la moral vulgar y corriente en él incorporados deben ser transmutados. Y cuando está convencido que eso debe ser así, y solamente así, cae en la cuenta que al haberse incorporado los valores morales corrientes, como parte misma de la esencia de ser del hombre, no podría pretenderse la inversión de los valores morales corrientes, independientemente de la inversión del hombre mismo que los lleva incorporados. De allí que, si lo propio del hombre ha sido dejarse esclavizar por las valoraciones el Superhombre, en quien la Voluntad de Poder se reconoce a si misma, se rebela contra toda norma que trate de imponérsele, conquistando una libertad creadora que no conoce otra forma de obediencia que la que su voluntad le impone a sí misma. Una voluntad propia, que se encuentra estrechamente relacionada con el cuerpo y en perfecta armonía con la naturaleza.
Como bien lo señala Klossowski, el Superhombre no es en sentido estricto un determinado hombre que fácilmente pueda ser representado, sino un estado. Un estado en el que las fuerzas activas, afirmativas de la vida, dominan coyunturalmente sobre otras que las niegan. De este modo, el Superhombre no es una consecuencia ineluctable del progreso histórico, ni menos aún, una consecuencia de la evolución biológica, ni siquiera una identidad constituida de una vez por todas; se trata, sobre todo, de una constelación pulsional que permanentemente debe estar siendo recreada, pues en su lucha con las fuerzas reactivas, será acechado por éstas en una constante amenaza para emerger en el
momento menos esperado. Y si bien el carácter del Superhombre aparece indeterminado, Zaratustra, su anunciador, no dejará de insinuar algunas características que lo diferenciarán del último hombre, la expresión más vil del hombre, aquella que hay que superar: «La grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta: lo que en el hombre se puede amar es que es un tránsito y un ocaso» (Z).

«El hombre es una cuerda tendida entre la bestia y el Superhombre; una cuerda sobre un abismo; peligrosa travesía, peligroso caminar, peligroso mirar atrás, peligroso temblar y pararse…» (Z).

Pero, en lo que será más importante, el Superhombre se encontrará ligado indefectiblemente a la tierra para no volverse a desprender jamás de ella. Esto es de importancia suma, ya que en su historia pasada el hombre, mediante un paulatino descreimiento de lo real, se aproximó a las idealizaciones absolutas y abstractas (Dios, razón, ciencia, historia, etc.), alejándose de este modo de la naturaleza, del mundo sensible; de todo aquelIo que tuviera que ver con un estrecho contacto con la tierra:
« Yo os muestro al Superhombre. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho vosotros para superarlo?… El Superhombre es el sentido de la tierra. Que vuestra voluntad grite; ¡sea el superhombre el sentido de la tierra! « ¡ Yo os exhorto, hermanos míos, a permanecer fieles a la tierra y a no creer a los que os hablen de esperanzas ultramundanas! Son envenenadores, tanto si lo saben como si no.
«Son detractores de la vida, gentes agonizantes y envenenadas, de los que la tierra está ya harta: que se marchen de una vez!
«En otros tiempos la blasfemia era la mayor ofensa a Dios, pero Dios ha muerto, y con él sus blasfemadores. Ahora blasfemar de la tierra y escudriñar las entrañas de lo impenetrable, prefiriéndolas al sentido de la tierra, es lo más terrible…» (Z).

Eugenio Fink señala que Nietzsche no coloca al hombre en el lugar de Dios; no diviniza ni idolatra la existencia finita. En el lugar de Dios, en el lugar del Dios cristiano y del platónico, reino de las ideas, coloca la tierra. «Muertos están todos los dioses: ahora queremos que viva el Superhombre». Con el Superhombre la existencia ya no se encuentra regida por la mano de Dios, i ningún Dios!; a partir de su muerte todo ofrece un aspecto nuevo; la tierra es lo único que queda para aferrarse; el gran examen de todas las cosas humanas se realiza con fidelidad a la tierra.
Desde otra perspectiva, necesario es reiterado, el Superhombre, como concepto filosófico, no podría entenderse sin la comprensión tanto de la Voluntad de Poder y del Eterno Retomo.
Si éstas, ligadas una a la otra, representan las fórmulas generales de la filosofía nietzscheana, la doctrina del Superhombre es su término final, su último estado, su cristalización. La necesidad de superación del hombre predicado por Zaratustra, no es más que la consecuencia lógica y última de un pensar filosófico que arranca de principios más primarios.
Y si para Nietzsche, el mundo no es perfecto ni presenta armonicidad en sus múltiples juegos, o sea, el mundo es tal cual es y se sucede tal cual como deviene, esto viene a marcar una diferencia radical entre su concepto del hombre y del mundo con el concepto de la vida. En tal sentido, la aceptación del mundo y de la vida no son para Nietzsche, la aceptación del hombre como criatura finita. En este punto, ve la necesidad de bifurcar este nudo con la creación del Superhombre, que no es otra cosa que transferirle al hombre la infinitud de la vida y lo ilimitado de su poder.
Desde el punto de vista filosófico, la doctrina de la Voluntad de Poder, del Eterno Retomo y del Superhombre son complementarios. Sólo bajo el dominio de estos tres conceptos se podrá entender el carácter general de la filosofía nietzscheana; filosofía que en el armado de sus eslabones conforma toda una secuencia dentro de un pensar filosófico que se muestra único y peculiar en el campo de la filosofía.

EL PERSPECTIVISMO

Habiendo expresado Nietzsche que el Eterno Retomo de lo mismo es su pensamiento más grave y, con ello, el más importante en la formulación de toda su doctrina filosófica, ello tiene que ser entendido dentro del marco del puro subjetivismo del que no puede dejar de desprenderse ninguna doctrina filosófica. Sin embargo, en mi opinión, su mayor aporte a la filosofía se produce, no en el carácter subjetivista y ficcional presentes, entre otros, en la Voluntad de Poder o el Eterno Retomo, sino por las derivaciones que se desprenden, en el orden práctico, en aquello que vivimos y experimentamos en el día a día, en lo más cotidiano de nuestras respectivas existencias. Me refiero al perspectivismo filosófico, como nuevo horizonte ontológico, omniabarcador de todas las realidades posibles, en franca oposición al fundamento único metafísico.
En efecto, al intento de imposición ontológico único del ser, Nietzsche contrapone el perspectivismo, término con el que caracteriza su posición filosófica en términos ontológicos nuevos; perspectivismo que en su época es como un adelantarse, como un avizorar lo que va a suceder más adelante y que, de algún modo, todos ahora nos encontramos experimentando. Y si Perspectivismo nietzscheano nos lleva al reencuentro de un nuevo horizonte ontológico que nos hace aterrizar en el día a día y en todo aquello que nos es cotidiano, quiere decir que, despides de Nietzsche, en la filosofía la palabra ontología conserva un sentido, en cuanto su propuesta perspectivista es primariamente ontológica, es decir, que a partir de Nietzsche el mundo es aprehendido desde el devenir y no desde el ser.
Más aún, para Nietzsche todo mirar filosófico es perspectivista, incluida la misma metafísica objeto de su crítica. Ello porque si la estructura pluralista del ser como devenir determina un conocimiento en diversas perspectivas, las verdades absolutas de la metafísica tienden a unilaterizar tales posibilidades, pretendiendo
ellas solas dar la medida de todas las cosas, a expensas de lo que pudieran mostrarnos otras. Y siendo también ficciones, son ficciones perniciosas que, olvidándose que lo son, no dejan aflorar al resto de las interpretaciones. Desde este punto de vista, para Nietzsche, hasta la metafísica platónica es perspectivista, pero con una perspectiva reduccionista, deshonesta y poco honrada a la vez. Sin duda, Nietzsche no habría llegado a tener la importancia que tiene hoy, si no es por aquella mirada más abierta a que nos estimula su perspectivismo. Cada centro de fuerza, con su propia perspectiva, es su modo de valoración, su modo de incidir, su modo de resistir a la unilateralización del modo de ver metafísico.

De otra parte, no hay que olvidar que para el pensador metafísico, la diversidad, la multiplicidad, la diferencia, son y tienen que ser, sinónimos de caos: caos que debe ser exorcizado para hacer prevalecer la tiranía de un poder externo. Por ello, las mismas posibilidades de la dialéctica, en cuanto intento de instituir incipientemente una diversidad, una diferencia, tienen que ser reducidas por el pensamiento metafísico para hacerlas aterrizar ineluctablemente a un resultado igualmente metafísico.
Y más aún, si desde siempre, en vez de concebir la diferencia como afirmación, y la identidad como negación, se las ha considerado en su lado contrario, quiere decir que el problema siempre se ha planteado al revés, reduciendo lo positivo a lo negativo y este último en su opuesto. Por eso, no deja de tener razón Nietzsche al afirmar que, desde Platón en adelante, la «cosa» ha sido negación de la diferencia, sustituyendo toda heterogeneidad «originaria» por distinciones que pasan a estabilizarse dentro de un campo de homogeneidad. En este sentido, Nietzsche tiene el mérito de haber venido a poner las cosas en su lugar, haciendo que su perspectivismo, cuyo fundamento es la pluralidad y alteridad, desenmascare a la homogeneidad metafísica, aquella que oculta la realidad de cada cosa en particular.

AMOR FATI

«Quiero aprender cada día más, ver la necesidad y la belleza de las cosas, y así llegaré a ser uno de los que las embellecen. Amor fati: ¡que esta divisa sea desde ahora mi pasión! No voy a entablar combate alguno contra la fealdad; no quiero acusar a nadie, ni siquiera a los acusadores. Mi única negación será la indiferencia. ¡En resumidas cuentas: quiero ser algún día un hombre que sólo diga sí!» («Para el año nuevo «. Cit. por Daniel Halévy. Vida de Nietzsche).
Con esta reflexión, Nietzsche ha madurado sus concepciones filosóficas hasta entonces sostenidas, sobre todo, sobrepasando el pesimismo schopenhaueriano que tanta influencia había tenido sobre su pensamiento. Alejándose de tal pesimismo, da entrada ahora a un optimismo desbordante, haciendo una aceptación de todo aquello que acontece en la vida, aun de aquello que aparezca como lo más feo y lo más abominable.
A decir verdad, lo que Nietzsche temía era el desarrollo de una futura civilización en la que a los hombres les faltara la fuerza y voluntad necesarias para convertir el miedo y la amenaza de lo irracional en una fuerza positiva para la aceptación de la vida.
Lo que con anhelo quería ver era cómo el ser humano se afirmaba a sí mismo jubilosamente, a pesar de la inexistencia de valores absolutos y respuestas fijas. La aprehensión de la incerteza existente en el mundo y la aceptación de la vida tal cual ella es, son los elementos esenciales que invoca el filósofo para que el hombre pueda vivir una existencia sin temores ni sobresaltos. Para él, no se puede temer a aquello que es inevitable en todo lo que nos depara el siempre incierto acaecer.
El rechazo de Nietzsche a toda concepción normativa y tradicionalista es la base esencial, primaria, para hacer resurgir una concepción nueva que diga «sí’ al mundo y estimule al hombre en vez de mutilarlo o anularlo. En esta idea, el «Amor fati», el sí dado a la vida, la afirmación de la vida, es correspondiente con el perspectivismo, mejor aún -en mi opinión-, es su complemento.
Amor fati es no querer nada distinto de lo que es, pura aceptación, nada de negación, aceptación de todo lo que venga, no sólo soportándolo, sino amándolo. Así, Amor fati y perspectivismo son dos estados que se complementan porque, juntos, sientan las bases para el socavamiento definitivo del nihilismo. Amor fati como plenitud de sí y de todo lo que nos rodea, aceptación de la realidad en todas sus manifestaciones; Amor fati, una victoria definitiva sobre el ascetismo, sobre lo piadoso y el mismo pesimismo; en fin, plena autorrealización del espíritu humano.
Influido por Schopenhaüer, el valor de la vida fue una constante siempre presente en el pensamiento del filósofo, y si bien, ese valor se reafirma a partir de su negación (pesimismo schopenhaueriano), el pesimismo original de Nietzsche sufre un cambio radical que lo hace separarse del que fue, filosóficamente hablando, su maestro. Efectivamente, frente a la vida solo caben dos actitudes: negarla o aceptarla. Schopenhaüer la niega, rehuye de ella refugiándose en un retiro espiritual en su ideal ascético, en cambio, Nietzsche opta por el camino contrario, haciendo de la vida pura afirmación.
Nietzsche, acostumbrado a recurrir a representaciones simbólicas, la afirmación de la vida la representa en Dioniso, quien exalta el mundo tal cual es, en oposición diametralmente opuesta a quien acepta la vida como una resignación; por el contrario, su aceptación es orgiástica e infinita, sin ningún límite ni condición:
«El decir sí a la vida incluso en sus problemas más extraños y duros; la voluntad de vida, regocijándose de su propia inagotabilidad al sacrificar a sus tipos más altos -a eso fue a lo que llamé dionisíaco, eso fue lo que yo adiviné como puente que lleva a la sicología del poeta trágico…» (3, E.H. El nacimiento de la tragedia).
Nietzsche, sirviéndose de Dioniso como puente mediador, postula que los valores fundados en la renuncia y en la disminución de la vida, aquellas virtudes llamadas a mortificar la energía vital y a empobrecer la vida, sitúan al hombre por debajo de sí mismo, siendo por tanto, indignas de él.

X

MARX Y NIETZSCHE

«… Para Marx y Engels el sujeto de ‘su gran política’
era algo palpable e implicado en luchas muy claras,
mientras que en Nietzsche este impulso
hacia la praxis existía,
pero no tenía nada en qué apoyarse…».

(Nietzsche y el nietzscheanismo)
Ernst Nolte

UNA PARADOJA

Capítulo aparte, entre los filósofos, merecen particular atención los nexos que pudieran existir entre los pensamientos de Marx y Nietzsche. En mi opinión, un caso paradojal en la historia del pensamiento filosófico-intelectual. Paradojal, pues siendo ambos furibundos críticos de la sociedad de su época, y sus respectivos pensamientos lograron permear los pensamientos de las generaciones posteriores, sin embargo, no existen antecedentes concretos de que, uno y otro se hubieran hecho referencias mutuas, a lo menos, no directamente, pese a ser connacionales y contemporáneos.
Desde este particular punto de vista, resulta motivador para cualquier investigador tratar de encontrar nexos de relación entre ambos pensamientos, más sobre todo, para quien haya leído con cierta rigurosidad la obra de estos dos intelectuales, y mejor aún, haya seguido las interpretaciones de sus innumerables exégetas, advertirá que las múltiples deformaciones que se han hecho de sus ideas provienen de la circunstancia de que los textos a los que se ha hecho referencia no han sido más que fórmulas separadas de un vasto argumento de conjunto. En efecto, si Marx o Nietzsche han logrado abreviar en un solo aforismo una suma de reflexiones, no por ello el lector se encontrará dispensado de rehacer el largo camino que conduce a tales ingeniosas concisiones. Una vasta literatura hecha sobre el pensamiento de Marx y Nietzsche atestiguan una cierta actitud común: no retener de sus obras sino algunas fórmulas, a veces aisladas de su contexto más inmediato, separadas siempre del espíritu de conjunto y de la voluntad primordial de unidad que se halla en el centro de sus pensamientos.
Un tema de interés también, teniendo a la vista el hecho de que si, por un lado, uno fue por excelencia científico y el otro, esencialmente filósofo, sin embargo, por el imperativo de las tareas que se impusieron, podemos concluir que ambos se asoman relevantes por la altura ética que impusieron a sus ideas, en la medida que la ética es, en el pensamiento de un hombre, lo que por instinto lo aleja de toda particularización empobrecedora con el fin de poder lanzar sobre las diferentes actividades una mirada de conjunto, cada vez más elevada, de modo que puedan estar más cerca, no de verdades absolutas, sino de verdades prácticas.
Y si ambos, por distintas circunstancias, fueron condenados a la existencia de ser unos parias, eligieron, en esta condición, ser pertinaces aguafiestas de una sociedad que creía encontrar su tranquilidad en el cómodo positivismo imperante; ambos van a actuar como jueces incorruptibles de su época lanzando una exhortación que les será primordial: el cambio de las condiciones existentes en su época.
Desde este punto de vista, serán espíritus originarios de los mismos horizontes intelectuales, pero siguiendo caminos divergentes, terminando por cruzarse en su condena de un mundo que siempre se las ha arreglado para ajustar su moral a las injusticias sobre las que funda su existencia parasitaria. Por un lado, toda la carrera de Marx se confundió con la de un extranjero viviendo al margen de la sociedad oficial, de la ciencia oficial, rechazado por la clase de la que provenía, y Nietzsche, por su parte, un itinerante siempre en tránsito, viviendo al margen alejado de la filosofía oficia, alejado de sus pares, alejándose cada vez más de sus semejante a quienes llegó a detestar (populacho, espíritu de rebaño, etc.)
Por último, por así decir, un interés para el investigador del momento que el desconcierto y la confusión propios del mundo en que nos encontramos viviendo, han obligado a reputados cientistas sociales y filósofos más contemporáneos a tener que remitirse a las fuentes más originarias que dieron fundamento a las doctrinas de estos dos intelectuales de excepción.
Ahora bien, por las razones que pasaré a exponer, el caso de Nietzsche es lo que más llamará mi atención, pues no habiendo hecho nunca, hasta donde se sepa, referencia alguna respecto del pensamiento y obra de Marx, sin embargo, conocidas son sus múltiples referencias hechas respecto de otros pensadores de la época, como lo fueron, por ejemplo, entre otros, los casos de Strauss, Lange y Duhring y, también, respecto de revolucionarios contemporáneos suyos, como lo fueron Bakunin, Herzen, Lasalle, Bauer, Febuerbach, etc.
Este inusitado hecho me ha llevado a hacer este apartado, motivado no por satisfacer una pura y simple curiosidad intelectual, sino en el entendido de que, si bien el recorrido que ha hecho el hombre para enfrentar los problemas que le han surgido ha sido una empresa de todos, no se puede desconocer que sólo hemos percibido esos problemas a través de ciertos individuos, a quienes las condiciones existentes les otorgaron una situación intelectual privilegiada. Sin duda, tal es el caso de Marx y Nietzsche, los que entregaron, cada uno a su modo, lo mejor de sí para damos luz en un mundo que se ha empecinado por mostramos sólo sus penumbras y oscuridades.
De allí que, tanto Marx como Nietzsche, por lo que fueron y por lo que hoy representan, han entrado por la puerta ancha en la historia del pensamiento intelectual, al marcar con sus ideas decididamente el pensamiento de las generaciones posteriores.
Por lo mismo, no es por casualidad que Maximilien Rubel haya dicho de Marx: «Hombre de inteligencia y superioridad entre todos los hombres, tiene con qué seducirnos, pero también con qué intrigarnos por la fuerza mítica de su personalidad».
Y Paul Emst, respecto de Nietzsche: «Que haya osado siquiera volvernos a mostrar una meta superior: eso basta para colocarlo para siempre entre los más grandes benefactores de la humanidad».

DESENCUENTROS

El año 1849 -cuando Nietzsche apenas se empinaba por sobre los 5 años de edad-, Marx se exilió en Londres para no regresar nunca más a Alemania, salvo en momentos muy ocasionales y por tiempo muy breve. A su vez, Nietzsche fue un filósofo errante que continuamente se trasladaba de un lugar a otro de Europa, por lo que difícilmente pudieron haberse conocido ni pudieron haber tenido contacto directo entre ambos. Descartada tal posibilidad, un análisis pormenorizado de las fechas en que se publicaron sus libros así como, también, el ámbito en que desarrollaron sus actividades y oficios, es el paso siguiente para tratar de encontrar las causas de este inusual desencuentro.

Publicaciones

Marx nació en 1818 y murió en 1883. A su vez, Nietzsche nació en 1844 y murió en 1900. Esto no es un dato menor, pues nos entrega la primera pista para explicar parte de este desencuentro.
Se sabe que sólo después de la muerte de Marx (1883), Nietzsche escribe sus más importantes obras {EH, Z, OI, CW, AC, DD, MBM, NCWy GM). Más aún, difícilmente Marx pudo haber conocido «La Gaya Ciencia «, publicada sólo 7 meses antes de morir (20.08.1882); tampoco pudo haber conocido «La Voluntad de Poder», ni menos, la gran cantidad de notas y escritos póstumos que dejó como legado. Entonces, lo que Marx pudo haber conocido se reducen a «El nacimiento de la tragedia » (1872), las cuatro «Intempestivas» (1873-76), «Humano demasiado humano» (1878), «El viajero y su sombra» (1879), y «Aurora» (1881). Por tanto, las obras que se sabe Marx nunca conoció son más numerosas que las que pudo haber conocido y, en lo que es más significativo, fueron las más importantes de Nietzsche.
Esta relación, de algún modo explicaría el porqué Marx no habría conocido la obra de Nietzsche. Sin embargo, no se puede decir lo mismo para el caso contrario, pese a la silenciosa conspiración que la burguesía mantuvo hacia la obra de Marx para que ésta no fuera conocida. En efecto, sabemos que «El 18 Brumario » fue ignorado así como, también, la «Miseria de la filosofía» y «Una contribución a la crítica de la economía política». A decir verdad, con la mayoría de sus libros pasó algo parecido. No obstante, y esto hay que destacar, la publicación del primer tomo de «El Capital» (1867) logró romper la conspiración de silencio que se había logrado mantener durante 15 largos años. Las consecuencias políticas y sociales que de allí derivaron fueron de tal impacto en la sociedad europea de entonces, que nada ni nadie podía ya impedir que la misma fuera conocida y que el nombre de Marx alcanzara un punto relevante.
Paul Lafargue, yerno de Marx, evocando recuerdos de entonces, da cuenta de antecedentes que demuestran la conmoción que produjo esta obra en su época: entre otros, Schweitzer, seguidor de Lasalle, publicó una serie de artículos para difundir «El Capital», los que fueron muy difundidos y muy bien recibidos en su época. De otra parte, por una moción de Johann Philipp Becker, el «Congreso de la Primera Internacional» (Bruselas, Sept. 1868) adoptó una resolución que atraía la atención de los socialistas de todos los países hacia «El Capital» como la «Biblia de la clase trabajadora». Desde entonces, «El Capital» se convirtió en el manual de todos los grupos socialistas del mundo y, tanto fue así, que todos los periódicos de izquierda y, aun, algunos de la propia burguesía, empezaron a publicar comentarios sobre dicha obra. Fue tal el impacto -sigue en su relato Lafargue-, que durante una huelga en Nueva York se publicaron extractos en forma de volantes, para demostrar a los trabajadores cuan justificadas eran sus demandas. También, dicha obra fue traducida a las principales lenguas europeas: ruso, francés e inglés y se publicaron fragmentos en alemán, italiano, francés, español y holandés, siendo reconocido Marx como el más grande teórico del socialismo científico, traspasando su fama todas las fronteras.
Entonces, por la conmoción que esta obra produjo, no sólo en los círculos intelectuales sino, también, en los movimientos sociales y progresistas que llenaban los discursos de la época, resulta poco creíble que Nietzsche pudiera haber desconocido esta obra. En mi opinión, sería demasiado desmerecimiento a su propia persona suponer que «El Capital» no le hubiera merecido la más mínima atención, pese al prejuicio que pudiera haber tenido hacia la economía política y hacia la misma ciencia
.
ACTIVIDADES Y OFICIOS

En una segunda línea, al parecer por sus actividades que les fueron propias, ni uno ni otro se preocuparon por temas que no fueran de interés a sus respectivas esferas. En mi opinión, esta sería la clave que explicaría de mejor manera su desencuentro.
En efecto, a saber, Nietzsche era filólogo y filósofo y sabido es que las ciencias políticas le fastidiaban en extremo, así como también la economía; en tal virtud, siempre demostró poco interés por la política contingente y, más aún, por las doctrinas que las fundamentaban. De otra parte, se encontraba muy afanado en sus propios pensamientos, proyectando numerosas obras que nunca llegó a realizar. «La Voluntad de Poder», como obra sistemática, fue un proyecto del cual finalmente desistió. En sus últimos años de lucidez no puede esconder sus deseos de pensar al hombre y la humanidad en una concepción omniabarcadora.
No por nada sus escritos no publicados ocupan hoy varios volúmenes de sus obras completas.
Como contrapartida, Marx, siendo un destacado científico, nada podría haberle resultado más fastidioso que un pensamientoo irracional que contrariara a la misma ciencia. Además, sus investigaciones lo tenían muy ocupado, al punto que no alcanzó a terminar el tercer tomo de «El Capital». Elaboró muchos otros planes que nunca fueron realizados, entre otros, escribir una Lógica y una Historia de la Filosofía. Por lo demás -según Paul Lafargue-, nunca se permitía hablar de algo antes de estudiarlo concienzudamente, lo que avalaría el hecho de que Marx nunca estudió la obra de Nietzsche o, a lo menos, no concienzudamente como para permitirse hablar de ella. Pero Marx, a diferencia de Nietzsche, no sólo fue un hombre teórico que incursionó en los campos de la filosofía y la ciencia social (economía, política, etc.), participó también activamente en las luchas sociales y políticas de su tiempo, fundamentalmente, a través de La Internacional de los Trabajadores», ocupando un puesto destacado en su organización y conducción. Las actividades de esta organización fueron vastamente conocidas en Europa y la propia Norteamérica, por lo que siendo Marx su inspirador teórico, sus actividades
propagaron por el mundo su nombre y fama y ningún intelectual que se preciara de tal, podía ya acusar ignorancia respecto de un pensador y activista de tal talla.
Por si fuera poco, debemos agregar que los acontecimientos de la Comuna de París (1871) ayudaron aún más a elevar su prestigio y fama. Ello, porque pese al fracaso de dicho movimiento, la sociedad europea se vio profundamente conmocionada por tal hecho, suscitándose permanentes comentarios en los círculos intelectuales y la clase trabajadora y, aun, en las conversaciones cotidianas de la gente. En los debates que siguieron a dicho hecho, la Internacional se mostró como su mayor defensora; siendo Marx el sostenedor teórico de sus principios, los alcances de su fama fueran tan vastos, que desde todos los rincones del mundo connotados periodistas, intelectuales y trabajadores, viajaban a Londres especialmente para conocer a tan insigne personaje. Como dato adicional, bien sabemos que las actividades de La Internacional no pasaron inadvertidas a Nietzsche, hecho que consta en una carta dirigida a Gersdorff, en una de cuyas partes leemos lo siguiente: «Pasada la contienda entre las naciones nos ha asustado esa cabeza de hidra internaciona] que de improviso apareció tan terriblemente como anuncio de luchas futuras totalmente diferentes…».
Por cierto, esa terrible cabeza de hidra no era otra que La Internacional.

APROXIMACIONES

Aunque impulsados por motivaciones distintas, en diferentes esferas, es posible advertir ciertas aproximaciones entre ambos pensamientos. Este juicio, a primera vista, podría aparecer descabellado, si consideramos que por un prolongado tiempo se ha instalado en el inconsciente colectivo la idea de que nada podría ser más contradictorio que Marx y Nietzsche. Y si bien, existen contradicciones entre ambos, sin embargo, en una visión más omniabarcadora, podremos encontrar algunas aproximaciones, más de aquellas que en un principio pudiéramos haber creído.
Incluso más, en mi opinión, creo no equivocarme al sostener que existiría una especie de deuda histórica, un vacío intelectual, ya que los escasísimos análisis que se han intentado hacer sobre la relación entre estos dos pensadores, han privilegiado más los aspectos que los separan, antes que las coincidencias de pensamientos que en ellos pudiéramos encontrar.
Por cierto que una tarea orientada a dejar al descubierto las coincidencias que pudieran existir entre ambos, tendrá necesariamente que entrar a desmitificar muchos supuestos que sobre el uno y el otro se han dicho, cuestión en la que comprometeré todo mi esfuerzo, pese a tener conciencia de las limitaciones que una tarea de tal envergadura implica. Tarea difícil, ya que muchos de los temas tratados por ambos no aparecen condensados en un tratado específico, sino más bien abordados como ideas sueltas en diferentes situaciones y en diferentes textos. En el caso de Nietzsche, esta dificultad se muestra mayor, ya que aún no contamos con una edición completa de su obra en lengua castellana.
Así, tanto lo uno y lo otro han llevado a particularizar determinadas visiones que han inducido a errores como, por ejemplo, concluir que Nietzsche apostó a favor del puro irracionalismo o del ser puramente individual o que Marx nos entregó una doctrina enteramente determinista en donde el pensamiento abierto no tendría cabida, etc. Y no es que afirmaciones tales dejen de tener algo de razón, sino que la unilateralización en la exposición de dichos puntos de vista han terminado por caer en un reduccionismo extremo, impidiendo con ello visualizar conexiones más generales, a la luz de los nuevos antecedentes que nos aportan investigaciones contemporáneas más recientes.
Respecto de estos y otros tópicos, trataré de aportar elementos de juicios orientados a ampliar el campo de visión que se ha tenido sobre el tema. Este empeño me parece hoy tanto más necesario, en la medida que el desconcierto a que hemos llegado, a partir de los acontecimientos más recientes, encuentran en estos dos pensadores fuentes de inspiración y ejemplo para un análisis más profundo sobre los problemas a los cuales nos vemos hoy enfrentados, lo que implica, en primer lugar, entrar a desmitificar una serie de malentendidos y supuestos de alcances más generales que los que hasta ahora hemos conocido.

LA CUESTIÓN FILOSÓFICA

La primera aproximación que merece destacarse entre ambos es la gran revolución que efectúan sobre los propósitos y fines que hacen recaer en la filosofía. En efecto, mientras Marx le impone a la filosofía «transformar la realidad antes que interpretaría», Nietzsche se empeña por desapoltronarla de su falso ideal. Por ello, no ha sido casualidad que Luis Meana haya dicho que, con Nietzsche, «la filosofía pasa a ser atómica: supone la desintegración interna de la idea y, consecuentemente, la desintegración absoluta del método». Por eso, contra lo que pudiera creerse, la primera gran explosión no se dio en la física del siglo XX, sino en la filosofía del XIX. La física no hará más que reproducir en el átomo lo que ya Nietzsche había producido en la idea, esto es, «desintegrarla internamente, dejar sus partículas en libre juego, librarlas de toda cohesión estructural y de toda conexión formal».
Eso, desde un punto de vista general; ahora, desde un punto de vista más particular, resultan indudables los esfuerzos de ambos en su crítica y oposición a la metafísica tradicional,, en su afán por instituirse como fundamento de lo real. En efecto, si en la filosofía se entiende por metafísica el intento de alcanzar, por la vía puramente especulativa, la supuesta esencia inmutable y eterna de las cosas, ambos se opondrán a esta concepción, en cuanto el metafísico sólo ve la estabilidad, el carácter determinado de una cosa, sin advertir su mutación y cambio. Por eso, siendo por más de dos milenios la metafísica el centro del pensamiento filosófico, tanto Marx como Nietzsche se opondrán al modo de ver metafísico:
«Hasta ahora, los hombres se han formado siempre ideas falsas acerca de sí mismos, acerca de lo que son o debieran ser. Han ajustado sus relaciones a sus ideas acerca de Dios, del hombre normal, etc. Los abortos de su cabeza han acabado por imponerse a su cabeza. Ellos, los creadores, se han rendido ante sus criaturas. Liberémolos de los fantasmas cerebrales, de las ideas, de los dogmas, de los seres imaginarios bajo cuyo yugo degeneran. Rebelémonos contra este dominio de los pensamientos».
(Marx. Prólogo. «La Ideología alemana»).
«En un mundo del devenir en que todo es condicionado, la suposición de lo incondicionado, de la sustancia, del ser, de una cosa, etc., no puede ser sino un error…» (F.N.Fp).
Marx, refutando a Hegel, sostiene que las realidades no proceden de la mente, sino que son objetos que preceden al conocimiento y lo determinan; más aún, la elucubración hegeliana se encuentra fuera de la realidad, en cuanto la producción de las cosas a partir de la mente, sólo existen en el cerebro del filósofo.
A su vez, para Nietzsche, la filosofía metafísica es un pensar «unilateral», en tanto apunta a una sola dirección; necesita desembocar en un principio último en el que descansar. La búsqueda de un fundamento último, como razón de la metafísica, representa una absolutización del aspecto del ser sobre el devenir.
Por tanto, critica la metafísica al considerar que ésta es querer la nada, querer el trasmundo, negar este mundo y afirmar al mismo tiempo un mundo que es nada.
En definitiva, de los juicios de ambos se desprende una clara oposición a la metafísica, pues prestan atención a la condición mutable que hay en todo lo existente, rechazando esa función excesivamente activa de la mente que, más que captar el objeto y entenderlo, se arroga la facultad creadora de él.

DIALÉCTICA, PERSPECTIVISMO

Marx es claramente dialéctico y Nietzsche, antidialéctíco. Sin embargo, de esta contraposición observamos a la vez una dicotomía, puesto que, pese a sus diferencias, la dialéctica marxista y el perspectivismo nietzcheano se oponen a la metafísica.
Hegel, con la dialéctica, había tejido una red de conceptos y pretendía, de este modo, alcanzar la inteligibilidad de las estructuras mismas de la realidad. Habiendo identificado el desarrollo de la Idea con el desarrollo de la realidad, su filosofía se había concentrado en la evolución de la Idea. Y si bien, es idealista, su
método dialéctico constituye un avance en cuanto introduce, por primera vez, el movimiento en los modos del pensar.
No obstante, en Marx, la palabra dialéctica no tiene ya el mismo significado que en Hegel; no deriva la palabra dialéctica únicamente a una parte de la filosofía, ni al puro conocimiento especulativo, sino al método de investigación que permite incursionar en todos los campos del pensamiento hasta entonces conocidos.
Así, en su aspecto más general, la dialéctica marxista viene a encarnar el espíritu de la investigación científica, la insatisfacción constante con los conocimientos adquiridos, la inquietud eterna, la aspiración permanente a conocer cada vez más a fondo la realidad. Excluye todo subjetivismo y unilateralidad, inculca una amplia noción del mundo y acostumbra a un enfoque universal de los fenómenos que se estudian. Obliga a examinar las cosas en todos sus aspectos, en su movimiento y desarrollo, en sus nexos y manifestaciones indirectas, en sus transformaciones recíprocas. Enseña a no limitarse a describir lo que sale a la superficie, sino a profundizar más, a penetrar en la esencia.
Nietzsche, en cambio, se resiste a considerar la dialéctica como método de oposición a la metafísica; piensa que para dicho fin se muestra del todo insuficiente, porque si bien introduce el movimiento en el pensar, no obstante dicho movimiento es sólo inicial e incipiente, en la medida que la afirmación a partir de la negación de su contrario, lleva finalmente a que dicha afirmación se estabilice como verdad, cayendo en el mismo juego de la metafísica.
Más aún, aquello que se afirma por la negación de su contrario no plantea creación de ningún valor.
Nietzsche opone a la metafísica su perspectivismo, en mi opinión, su mayor aporte a la filosofía, en cuanto implica una visión mucho más omniabarcadora que la dialéctica; ni más ni menos, un nuevo fundamento ontológico para la filosofía. El horizonte del ser que aparenta ser lo afirmativo, lo universal, paradojalmente tiene por esencia la negación; negación de la diferencia propia de toda clase de imperialismo, de una peligrosidad peculiar y extrema. Lo dicho, porque el imperialismo no se expande en nombre de dioses locales, sino en el de lo Universal, no afirmándose en su alteridad sino negando al otro, al diferente. Nietzsche ha sido el único filósofo que insistió incansablemente en que la diferencia es instancia suprema, categoría primera, naturaleza irreductible.
Con su perspectivismo, Nietzsche ha dado inicio a la destrucción de la tradición ontológica europea. Destrucción irreversible, en cuanto proceso que desenmascara la negación. Empero, para construir su perspectivismo Nietzsche tendrá que desenmascarar lo negativo que hay en el ser; sólo atentando contra dicho fundamento podrá hacer prevalecer la diferencia. Pero, superar la negación implica un gran esfuerzo, porque tendrá que desenmascarar no sólo a la metafísica sino, también, a la dialéctica en todas sus formas y modalidades, lo que representa un mayor esfuerzo aún, toda vez que, sobre la dialéctica, hemos creído
por algún tiempo que era el pensamiento de la diferencia. Para Nietzsche, la filosofía del futuro es el perspectivismo, que no es una filosofía de la subjetividad, sino de la diferencia, de la pluralidad, del devenir y del descentramiento.
Entonces, aun con todas las reservas que Nietzsche mantiene contra la dialéctica, no se puede negar que ésta, junto con el perspectivismo, se orienta hacia un discurrimiento no metafísico.
No toleran ni clisés ni moldes y son incompatibles con el dogmatismo. Para Marx y Nietzsche, el dogmatismo sitúa los fenómenos de la vida en esquemas muertos, trabando toda iniciativa creadora, por lo que ambos exigen un enfoque creador de la realidad.

PROGRESO (CÍRCULO, ESPIRAL)

Marx y Nietzsche no están de acuerdo con el significado que la Modernidad le asigna al concepto Progreso. Para ambos, la noción de Progreso, como acumulación siempre en ascenso, es una cuestión que no se da en forma estricta en el desarrollo de la sociedad y, menos, en el devenir que le es propio a la existencia.
Lo mismo pasa con el curso que sigue el movimiento en el pensamiento; para ambos, este último tampoco será lineal en ningún sentido.
En efecto, para Marx, el progreso no es una acumulación progresiva de fuerzas en forma siempre ascendente, sino que también, su movimiento implica tanto avances como retrocesos.
De allí que el movimiento del pensamiento lineal, propio del pensamiento moderno en la sociedad comunista, Marx lo reemplaza por un pensamiento cuyo movimiento va en espiral. Nietzsche, en cambio, hará recaer el movimiento del pensamiento dentro de un círculo, ya que siendo la existencia un devenir, ésta lleva en sí misma hasta el propio azar, por lo que nunca hay punto de partida ni punto de llegada como en el movimiento lineal del pensamiento metafísico. Al contrario, para Nietzsche todo movimiento es una constante recreación sobre lo mismo, una permanente vicisitud.
En este mismo sentido, la historia para Marx y Nietzsche tampoco es lineal en sentido estricto, ya que lo lineal supone un punto de inicio para desembocar en un punto de llegada. En la historia nunca habrá un estado final de reposo, aún cuando, en el caso de Marx ésta se encuentre orientada a llegar a una sociedad comunista. En efecto, ni la sociedad comunista podría implicar en su desarrollo y fluir la culminación «definitiva», un estado ideal absoluto; para Marx, la humanidad, en su incesante movimiento, jamás podrá decir: ¡Basta, no avanzamos más! Ello por cuanto cada etapa de la historia se ve privada de esta justificación ante las condiciones y requisitos nuevos, más elevados. Y así hasta el
infinito. Por eso, si Nietzsche aspira a una sociedad transvalorada y Marx a la construcción de una sociedad comunista, ello no significa en cada caso la conservación de las formas sociales concretas para siempre; tanto la transvaloración nietzscheana como el comunismo marxista no son el fin, sino el comienzo de la verdadera historia de la sociedad humana, una vez que la prehistoria ha quedado definitivamente atrás. La transición de la humanidad a una sociedad transvalorada o al comunismo será el comienzo de la dirección consciente y preencauzada de los procesos sociales por venir. Para Nietzsche, el mismo Superhombre se encontrará sometido a un proceso de permanente experimentación y, para Marx, el hombre comunista tendrá que seguir los vaivenes de los sucesivos movimientos que se encuentran en evolución; para uno, el movimiento en espiral, para el otro, el movimiento en círculo.
En efecto, la creación del materialismo dialéctico, exento de los defectos del materialismo anterior, metafísico, significa que sus creadores, Marx y Engels, no propiciaran el agotamiento de todas las verdades filosóficas. Tanto es así, que más tarde, sobre el tema, Lenin dirá: «Nosotros no consideramos en absoluto la teoría de Marx como algo acabado e intangible; estamos convencidos, por el contrario, de que esta teoría no ha hecho sino colocar las piedras angulares de la ciencia que los socialistas deben impulsar en todos los sentidos, siempre que no quieran quedar rezagados de la Vida» («Acerca de los Sindicatos»). Esto último quiere decir que la dialéctica marxista no puede dejar de desarrollarse, no puede dejar de profundizarse en consonancia con los cambios de la práctica, no puede dejar de enriquecerse con una nueva experiencia y nuevos conocimientos.
Asimismo, Nietzsche, con su sociedad transvalorada, no deriva a que los nuevos valores creados se estabilicen al modo metafísico; sólo serán valores provisorios que permanecerán siempre en un estado puramente experimental, susceptibles de ser reemplazados en cualquier instante por otros valores, en una perspectiva siempre abierta. Así, entonces, Marx, con el movimiento en espiral, y Nietzsche, con el movimiento en círculo, se opondrán al movimiento lineal propio del pensamiento metafísico. En uno y otro caso, ambos ponen fin al dogmatismo en los modos de pensar.

RAZÓN Y SIN RAZÓN

Se ha tildado a Marx como un filósofo racionalista y a Nietzsche como irracionalista. Sin entrar a discutir el racionalismo que le es propio al pensamiento de Marx, sin embargo, más discutible es el caso de Nietzsche cuando se le quiere atribuir una posición puramente irracionalista por el hecho de reivindicar las fuerzas irracionales presentes en toda naturaleza humana (pasión, instinto, voluntad, sentimientos, afectos, etc.). Sin embargo, a contrapelo de esta creencia tan generalizada, ello no es tan así de cierto.
Este tema, por haber sido ya tratado latamente en capítulos anteriores, no necesitaría más comentarios que agregar, salvo reiterar los conceptos anteriores, sobre todo, que cuando Nietzsche pone en primer plano las categorías irracionales, ello lo hace en un sentido puramente reivindicatorio, sin entrar a negar el racionalismo en cuanto tal.
Como está dicho, y valga la redundancia, Nietzsche no es un espíritu que diga no; por el contrario, todas las categorías y las cosas serán acogidas por él. Desde este punto de vista, entonces, su alegato contra el racionalismo sólo tiene el sentido de dejar establecido aquel reduccionismo que se ha hecho sobre la razón, como justificadora única y fundamento de todo lo existente, de lo real.

LA CUESTIÓN ESTÉTICA

Hasta aquí, el análisis de los capítulos precedentes ha dejado en evidencia la importancia que ha ocupado el arte y la estética en el pensamiento de Nietzsche. Como sabemos, Nietzsche destinó textos completos para analizar en forma específica estas categorías (NT,ST,VDM, etc.). Hemos visto que, en su juicio más fundamental sobre el tema, concluye que, habiendo agotado el mundo racional y metafísico, las fuerzas esenciales del hombre, para recuperarlas, a éste no quedaba más alternativa que imprimirle a su existencia una justificación estética.
No se puede decir lo mismo de la obra de Marx, ya que, en propiedad, éste no escribió ningún tratado sobre estética, hecho que no impide reconocer en sus obras de carácter filosófico, político, o económico un inusitado interés por las cuestiones estéticas en general y por el arte y la literatura, en particular. Así, pues,
si bien el pensamiento estético de Marx no constituye un cuerpo orgánico de doctrina de por sí, sin embargo, ello en modo alguno disminuye su importancia como un aspecto esencial para determinar su concepción del hombre y la sociedad.
La apreciación de las ideas estéticas de Marx, para que resplandezcan en toda su intensidad, no pueden ser consideradas al margen de las vicisitudes de su pensamiento, presentes fundamentalmente en sus obras de juventud. En efecto, Marx, concibiendo al hombre de la sociedad comunista, ya desenajenado y en plena posesión de sus fuerzas esenciales, no podría dejar de prefigurar ante sus ojos la creación artística y el goce estético como esferas que pasarían a formar parte de las fuerzas esenciales recuperadas. El dogmatismo y la esclerotización que se ha hecho recaer sobre su pensamiento, han impedido ver en toda su apertura el papel que entrarían a jugar la estética y el arte en la futura sociedad comunista; fundamentalmente, por la nociva concepción que se hizo recaer sobre el arte en el realismo socialista, sobre todo, cuando dicha concepción determinó que la estética, al dejar de postular un trato infinitamente diverso con lo real, tuviera que establecer normas y fijar modelos, convirtiéndose así en una estética normativa, incompatible con las posiciones marxistas en que pretendía fundarse.
Es en sus obras de juventud, particularmente, en sus «Manuscritos económico-filosóficos de 1844 «, donde Marx se preocupó de establecer la fuente y naturaleza de lo estético. En ese entonces, a Marx le preocupaba definir al hombre como productor, no sólo de objetos o productos materiales, sino también de obras de arte. Sin duda, había toda una dimensión estética de la existencia humana que tenía que ser explicada. Si el hombre por naturaleza es un creador, en su actividad no podría dejar de lado el problema de la estetización del mundo en que le tocaba vivir.
Se asoma Marx a lo estético, en el momento en que llega a esclarecer todo lo que el hombre ha perdido en una sociedad enajenada, vislumbrando así cuánto puede ganar en una nueva sociedad comunista en la que rijan relaciones verdaderamente humanas. Sin duda, con Marx, lo estético se integra plena y necesariamente sólo en el hombre comunista.
En este sentido, para Marx, tato el arte como el trabajo es creación de una realidad en la que se plasman fines humanos; pero en esta nueva realidad domina sobre todo su utilidad espiritual, es decir, su capacidad de expresar al ser humano en toda su plenitud, sin las limitaciones de los productos del trabajo. Entonces, la utilidad de la obra artística depende de su capacidad de satisfacer no una necesidad material determinada, sino la necesidad general que el hombre siente de humanizar todo cuanto toca, de afirmar su esencia creadora y de reconocerse en el mundo objetivo creado por él. La sensibilidad estética surge entonces, en el momento en que el ser humano requiere su afirmación frente a la necesidad física inmediata o frente; al estrecho utilitarismo; sólo en ese momento puede tener para el hombre sentido el objeto estético:
«El hombre angustiado y en la penuria no tiene el menor sentido para el más bello de los espectáculos; el tratante en minerales sólo ve el valor mercantilista, pero no la belleza ni la naturaleza peculiar de los minerales en que trafica» («Manuscritos económico-filosóficos de 1844″).
La necesidad inmediata, como tosca necesidad práctica, aprisiona y estrecha al hombre sus sentidos cerrándole las vías de acceso a la riqueza humana objetivada, que, a su vez, es inseparable de su riqueza concreto-sensible. Para Marx, en la relación estética es donde el sujeto se enfrenta al objeto con la totalidad de su riqueza humana, no sólo, en forma sensible, sino también en su forma intelectiva y afectiva.
Sin duda, el arte del realismo» socialista no tuvo en cuenta las consideraciones más vitales que Marx preconfiguró como condición para que el arte se constituyera en el estado de cristalización de las posibilidades creadoras del hombre. Y tal condición sólo podría cumplirse en el momento en que el trabajo se desenajenara, vale decir, en la sociedad comunista. En dicho estadio y sólo entonces, todo trabajo, cualquiera sea su forma, incluido por cierto el trabajo artístico, será actividad libre y creadora.
Así, tanto para Marx como para Nietzsche, el arte y la estética serán funciones y actividades que encontrarán su plenitud humana, sólo cuando el hombre logre recuperar sus fuerzas esenciales. Dicho momento, por cierto, se producirá en el instante que tome posición en la sociedad transvalorada el hombre nietzscheano (el Superhombre), o bien, en la sociedad comunista, el hombre comunista; sólo el uno y el otro habrán recuperado las fuerzas esenciales, después de haberlas perdido, por acción de la moral y la metafísica, según Nietzsche, o por acción del trabajo enajenado, según la doctrina de Marx. En las nuevas condiciones, el hombre nietzscheano (Superhombre) y el hombre comunista llegarán a ser auténticos creadores, es decir, verdaderos «hombres artistas».

LA CUESTIÓN RELIGIOSA

Por distintas motivaciones ambos pensadores centraron sus esfuerzos en una crítica a la religión. Por la profundidad de sus críticas y el alcance y proyección que las mismas tuvieron en su época y, aun, en las posteriores, esta esfera merece una particular atención para cualquier relación que se quiera establecer entre las ideas de ambos. Es más, cualquier relación quedaría trunca, si no se consideran los nexos que ambos pensamientos tuvieron dentro de esta peculiar esfera.
Para Marx, el espectáculo de la sociedad, tal cual se presenta a sus ojos, lo describe en una sola palabra: “alienación”. Marx encuentra al ser humano alienado en todos los campos. No sólo está sumido en profundos errores intelectuales, sino también mutilado en su personalidad, infravalorado en su grandeza, sumergido en la miseria material y espiritual. La alienación es un término hegeliano que representa la discrepancia que existe entre lo que el hombre debe «ser» y lo que «es». Pero, a diferencia de Hegel, Marx postula que ésta no es un dato constitutivo de la naturaleza humana y, por tanto, no causada por la libre voluntad del hombre, sino por las circunstancias concretas de su vida. Pone de relieve la suprema contradicción: el hombre libre y soberano, artífice de sí mismo y dominador de la naturaleza, ha llegado, por causa de las estructuras que él mismo ha creado, a perder su libertad y grandeza. Y siendo la alienación una condición que se encuentra concatenada en todas las esferas de la actividad humana, la más fundamental y raíz de todas ellas, es la alienación económica. Sin embargo, antes de examinar ésta, el primer fenómeno sometido a su crítica es la alienación religiosa, en cuanto manifestación superficial de desórdenes mucho más profundos que afectan al hombre y la sociedad. Por lo mismo es que, en su primer momento, llegará a decir de ésta: «La crítica de la religión es el supuesto de toda crítica».
Es fundamentalmente en los «Anales franco-alemanes», donde Marx esboza una teoría sociológica de la religión planteando un juicio de valor fundamental, esto es, que la alienación religiosa busca consuelos ilusorios, la evasión hacia lo irreal. Se infiere de este juicio, no un ataque al creyente, ni aún a la misma religión, sino a una sociedad que obliga al hombre a recurrir a la superstición religiosa como remedio para superar sus males. En la parte más sustantiva y conocida de este juicio, llegará a decir: «He aquí el fundamento de la crítica antirreligiosa: el hombre hace la religión, la religión no hace al hombre…». «La religión es el suspiro de la criatura desamparada, el corazón de un mundo sin corazón, ella es el espíritu de una existencia sin espíritu. La religión es el opio del pueblo».
Para Marx, la religión es la proyección del mundo social dividido y siendo su proyección es, al mismo tiempo, su justificación; legitima el mundo deshumanizado transfiriendo las causas de sus males a una raíz extratemporal haciendo que sus efectos sean adormecedores, impidiendo que el hombre tome conciencia de su real situación.
Y siendo que la religión nada puede hacer contra un mundo alienado, no queda más que suprimirla mediante una verdadera guerra contra las bases que la originan y sustentan. Sólo cuando la felicidad del hombre se alcance mediante el trabajo social y la técnica moderna, y no mediante una fuerza extratemporal, sólo entonces, éste podrá ser enteramente feliz aquí en la tierra; para Marx, la única actitud digna que corresponde al ser humano es la asumida por la figura mítica de Prometeo, aquel personaje atado a su roca, despreciador de los dioses, simboliza al hombre atado a la tarea de su propia gestación que se yergue para desafiar al Dios creador.
Nietzsche, por su parte, en su crítica a la metafísica comprende que está abordando un extenso campo, por lo que centrará su crítica a partir de uno de sus principales presupuestos: la crítica de la metafísica de la religión, fundamentalmente, la del cristianismo. Ello, porque si bien Sócrates y Platón son los responsables del advenimiento de la metafísica, el cristianismo es el responsable mayor, en cuanto su justificador y sostenedor por siglos. El mundo de la metafísica, en tanto esfuerzo por captar la estructura de las esencias que trascienden los fenómenos, se encuentra condicionado por la ilusión primaria que la originó, la que mantiene su continuidad a través de la religión, fundamentalmente, mediante el cristianismo.
Para Nietzsche, tanto la moral y la metafísica son una y la misma cosa, y su sostenido desarrollo y actual vigencia es obra del cristianismo. Entonces, partiendo de estas premisas, Nietzsche emprende una doble lucha: por un lado, filosófica, contraria al horizonte ontológico sobre la que ésta se ha sustentado por siglos y, por otro, cultural, contra los presupuestos morales asentados en la metafísica cristiana. En este afán, se sirve ahora de la ciencia, concluyendo que entre la religión y la ciencia no existe parentesco posible, ellas viven en planetas distintos; la religión no sirve al verdadero conocimiento, asumiendo la forma de un falso saber, pues se funda en imaginerías y creencias. Su entusiasmo por lo religioso, de su periodo idealista, se trastoca en furibunda crítica, más, sobre todo, cuando el intento de la Ilustración por socavarla había fracasado rotundamente.
Efectivamente, la Ilustración había logrado triunfar sobre la religión logrando erradicar el teocratismo político que ejercía, así como su trágica requisitoria inquisitorial y, sobre todo, el oscurantismo que irradiaba sobre todos los campos de la actividad humana. Sin embargo, el proceso de secularización iniciado por ésta resulta ficticio, en cuanto se sigue manteniendo el contenido moral de la actitud idealista; Dios había muerto, pero los valores e instituciones que de él surgieron quedaron incólumes.
De estos presupuestos, en versión muy parecida a la de Marx, toma conciencia de que una crítica de «todas las artes narcotizadoras» es condición imprescindible para una verdadera supresión de los males humanos. Ello, porque la religión actúa como anestésico que calma momentáneamente los dolores, pero no los cura. Más aún y, sobre todo, Nietzsche critica la religión por negar el cuerpo, la tierra, los instintos, en fin, todas aquellas categorías que son parte de la afirmación de la vida y no su negación; rechaza la religión que extrema la oposición entre lo divino y lo profano, entre esta vida y la otra, la que concibe un Dios lejano morando en las alturas; crítica de la religión, también, porque ésta acepta una fe que proscribe el sentido orgiástico de la alegría y hace del pecado un instrumento de temor y dominación.
A modo de conclusión, podemos decir que en su crítica a la religión, tanto Marx como Nietzsche quieren resaltar la figura del hombre real y concreto desprovisto de toda aureola metafísico-religiosa.
Pero mientras la de Marx es una crítica radical a todos los fundamentos que la sostienen, en cambio, Nietzsche, deja una ventana abierta, reivindicando su versión politeísta. De otra parte, si en Marx, posteriormente «la crítica del cielo se transforma en crítica de la tierra», no insistirá más adelante en su crítica a la religión. Nietzsche, en cambio, en su primer periodo, muestra cierto entusiasmo por la religión, posición que posteriormente cambia radicalmente, empezándola a atacar despiadadamente. De ahí en adelante, al contrario de Marx -que no vuelve a insistir más en el tema- el ataque al cristianismo será una constante que aparecerá en sus textos posteriores.
Pero Marx no estaciona su lucha -como en Nietzsche- en un mero desenmascaramiento teórico, sino implicado en una acción concreta contra ella. De nada valen una crítica conceptual, si ella no va dirigida a la transformación de la infraestructura económico-social de la sociedad. La religión no sucumbe mediante meros esclarecimientos especulativos, separándose en este punto con Feuerbach y Nietzsche, respectivamente.
Como contrapartida, coinciden ambos que la religión es una justificación ideológica para que las clases subordinadas se resignen a su propio estado. Para uno y otro, la religión es una «ilusión» que enmascara el verdadero rostro de la realidad: las creencias religiosas constituyen un modo de fuga y rechazo del mundo concreto. De este modo, niegan radicalmente la metafísica religiosa considerada como pensar dirigido a un objeto sobrehumano, suprasensible y unificador de la realidad; en tal sentido, para uno y otro, la metafísica religiosa ha caducado.

LA CUESTIÓN POLÍTICA

En términos generales, tanto Marx como Nietzsche advierten que la cultura cristiano-burguesa se encontraba en sus «límites» y, por tanto, era necesaria una transformación inmediata. Pero, para Marx, el eje de la transformación es lo «material»: primero, se deben transformar las relaciones económicas y, luego, como reflejo y derivado de lo anterior, vendría una total renovación cultural.
Para Nietzsche, en cambio, lo primero, es revolucionar los valores culturales a partir de una nueva ilustración filosófica, lo que bastaría para reordenar enseguida las demás relaciones.
En lo atingente a la política propiamente tal, no habría más que agregar a todo el significado revolucionario de la doctrina política de Marx, al postular la transformación de la sociedad capitalista por la comunista, incluida su etapa de transición socialista. Sin embargo, se sería injusto con Nietzsche, si sus intentos transformadores los circunscribiéramos a la pura esfera del pensamiento filosófico, toda vez que visualizamos en sus ideas un intento transformador también, en el campo de la política, lo que queda de manifiesto en el momento que incursionamos en su idea sobre la Gran Política, fundamentalmente, cuando anuncia su idea de «partir la historia en dos», la mayor revolución jamás antes conocida en la historia de la humanidad. También, cuando latamente ya desmitificamos aquella creencia generalizada de que Nietzsche, al reivindicar lo individual, se habría alejado de lo social, creencia esta última errada, pues Nietzsche siempre tuvo presente en su pensamiento, al pueblo, la comunidad, al Todo.
De lo dicho, entonces, tenemos que ambos, en la esfera de la política, son esencialmente revolucionarios, ya que no sólo es un hecho revolucionario en sí la transformación de la sociedad capitalista en comunista, sino también, tanto o más revolucionario es la transvaloración de los valores políticos implícitos en la Gran Política, a partir de la transformación del igualitarismo político para poner en primer plano lo heterogéneo y las desigualdades que deben prevalecer en el ámbito de las relaciones sociales.

HUMANISMO

Si entendemos por humanismo la preocupación del hombre por el hombre, no se pueden encontrar dos mayores ejemplos en que esa preocupación haya sido el centro de sus respectivos pensamientos.
Sin embargo, se sigue tildando a Nietzsche como antihumanista, sirviendo a esta opinión los propios dichos del filósofo, para lo cual en «Ecce Homo» sobran ejemplos:
«Esto hace que el trato con seres humanos sea para mí una prueba nada pequeña de paciencia; mi humanitarismo no consiste en participar del sentimiento de cómo es el hombre, sino en soportar el que yo participe de ese sentimiento».

«La náusea que el hombre, que el ‘populacho’ me producen ha sido siempre mi máximo peligro».

«La última cosa que yo pretendería sería mejorar a la humanidad».

Sin embargo, no nos debemos engañar por estos juicios viendo en ellos un pesimismo sin salida; al contrario, siempre habrá en Nietzsche un elevado respeto por la vida humana, en defensa de la cual compromete todo su esfuerzo y, aun, su propio destino. Y si, en su momento, vierte juicios como éstos, ellos no son más que el resultado de sus investigaciones genealógicas que lo llevan a concluir las reales condiciones de existencia del hombre contemporáneo. Es decir, no es que el hombre en sí le produzca náusea, toda vez que su propósito es hacerlo florecer restituyéndolo en toda su esencia creadora; el hombre sobre el cual habla es el hombre contemporáneo, o mejor aún, el hombre que presume ser moderno. Dejemos entonces que él mismo nos aclare el ámbito en que debemos de contextualizar sus juicios:
«A estas alturas no puedo evitar un suspiro. Días hay en que me domina un sentimiento más negro que la más negra melancolía: el desprecio ‘hacia los hombres’. Y para no dejar lugar a dudas acerca de qué es lo que desprecio, quién es el que desprecio, aclaro: es el hombre de ahora, el hombre del que de un modo fatal resultó contemporáneo. El hombre de ahora; me asfixia su aliento impuro» (38, AC).

Siendo el hombre contemporáneo el objeto de su crítica, y al cual le atribuye un falso humanitarismo, en el transcurso de su obra quedará reflejada su intención de rescatarlo de aquella situación que lo está llevando a su entero aniquilamiento. Todo ello, sin más armas que su propia filosofía, embarcado él solo en una empresa de humanización, que para cualquiera rebasaría sus posibilidades.
Y a pesar de las dificultades, él tiene fe en su cometido, pues conoce a fondo las causas de esta situación
Ahora bien, mucho más fácil resulta explicar el humanismo de Marx, en lo que ha dado en llamarse «humanismo marxista ». De este humanismo, Máximo Gorki dirá:
«El humanismo marxista es franco, no emplea declamaciones enfáticas y dulzonas sobre el amor a la humanidad… Su finalidad es enseñar a los hombres a no considerarse como una mercancía que se compra y se vende, como una materia prima que sirva para producir el oro y el lujo de la burguesía… Su tarea no es hacer declaraciones líricas sobre el amor, sino dar cabida a cada trabajador conciencia de la misión histórica de su clase, de su derecho al porvenir…».
En definitiva, no puede ser antihumanista quien, de por vida, ha puesto en el centro de su preocupación la condición del hombre formado en medio de situaciones y valores que le han hecho perder su condición específicamente humana. De uno u otro modo, Marx y Nietzsche se empecinaron por restituir al hombre en su auténtica humanidad.

NATURALEZA

Siendo claras las inclinaciones humanistas de ambos, resultan también coincidentes en la defensa de todo aquello que tenga que ver con el acercamiento del hombre a la naturaleza. Cito algunas referencias que me parecen más ilustrativas:
«Cuando se habla de humanidad, se piensa en un orden de sentimientos por los que el hombre se distingue de la naturaleza y se separa de ella. Pero esta separación no existe: las cualidades llamadas ‘naturales’ y las llamadas ‘humanas’ crecen juntas y mezcladas. El hombre, hasta en sus más nobles aspiraciones, continúa marcado por la siniestra naturaleza» (F.N. «La lid homérica «).
Y, por si este aforismo no fuera lo suficientemente elocuente, cito otro en que Nietzsche relaciona al hombre con la naturaleza de forma tal, que no podemos dejar de apreciar la forma estética presente en la mayoría de sus aforismos:
«Las fiestas de Dioniso no sólo establecen un pacto con los hombres, también reconcilian al ser humano con la naturaleza. De manera espontánea ofrece la tierra sus dones, pacíficamente se acercan los animales más salvajes: panteras y tigres arrastran el carro adornado con flores de Dioniso. Todas las delimitaciones de casta que la necesidad y la arbitrariedad han establecido entre los hombres desaparecen: el esclavo es hombre libre, el noble y el de humilde cuna se unen para formar los mismos coros báquicos. En muchedumbres cada vez mayores va rodando de un lugar a otro el evangelio de la armonía de los mundos… » (VDM).
Por cierto, Marx no podría ser menos elocuente para graficar esta relación. Y si Nietzsche la representa en toda su expresión simbólica, en que la estética no se encuentra ausente, en Marx apreciamos una reflexión en que la presencia de su rigor científico no se puede soslayar:
«El comunismo como superación positiva de la propiedad privada, en cuanto a auto extrañamiento del hombre, y por ello como apropiación real de la esencia humana por y para el hombre; por ello como retomo del hombre para sí en cuanto hombre social, es decir, humano; retorno pleno, consciente y efectuado dentro de toda la riqueza de la evolución humana hasta el presente. Este comunismo es, como completo naturalismo=humanismo, como completo humanismo=naturalismo; es la verdadera solución del conflicto entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre, la solución definitiva del litigio entre existencia y esencia, entre libertad y necesidad, entre individuo y género. Es el enigma resuelto de la historia y sabe que es la solución» {Manuscritos de 1844).
Así como Dioniso alumbra la identidad metafísica de todos los seres humanos, asimismo, el comunismo viene a disolver todos los litigios entre los hombres y entre éstos y la naturaleza. Las fiestas dionisíacas reconcilian al individuo con el individuo, y al individuo con la naturaleza, de la misma forma que para Marx el comunismo representa la verdadera auto identidad del hombre.
Así, la expresión marxiana de una futura «resurrección de la naturaleza » se corresponde con aquella afirmación de Nietzsche de que bajo el encanto de Dioniso, también la naturaleza enajenada celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido.

OTRAS APROXIMACIONES

Abundando en Nietzsche aforismos sobre el socialismo, no podemos excluir que incluyera el marxismo en su referencia sobre dicho movimiento. Sin embargo, alusiones directas al marxismo o a Marx, no las hay. Sólo en «Mi hermana y yo » hay referencias a Marx y su obra pero, es el caso, que ésta no es incluida en ninguna bibliografía que se precie de ser seria al presumirse que es un plagio literario.
No obstante, se sabe que Nietzsche conocía bien los escritos de Dühring, cuya doctrina se tenía como «socialismo de la libertad», precisamente, en oposición manifiesta a lo que se suponía el «servilismo estatal» de los marxistas. También se sabe que llegó a conocer las ideas de Bruno Bauer, antiguo hegeliano, llegando en su momento a decir de él, que se había convertido al final de su vida en un «nietzscheano».
De otra parte, Nietzsche sabía de las ideas de Feuerbach por las influencias que éste había tenido sobre Wagner. En efecto cuando rompe con este último, hace recuerdos de épocas más saludables, en que «Wagner ha seguido las huellas del filósofo Feuerbach». Alude a que Feuerbach había hablado de una «salud de los sentidos», actitud a la que Wagner había adherido para abandonar después. Henri de Lubac ha llegado a decir que Nietzsche «ha recibido, aunque no lo confiesa, más de esta filosofía de lo que él mismo cree por conducto de sus dos maestros: Schopenhaüer y Wagner».
Nietzsche habría conocido también las ideas de Bakunin. Incluso, en uno de sus fragmentos póstumos, hay una nota en que se refiere a él en los siguientes términos: «Bakunin en su odio contra el presente, quiere aniquilar la historia y el pasado. Ahora sería necesario, para cancelar todo pasado, exterminar a los hombres: pero él quiere solamente aniquilar la cultura habida hasta ahora, la vida espiritual en su totalidad. La nueva generación debe encontrar su nueva cultura…».
En la misma línea, se sabe que Nietzsche, a través de Malwida von Meysenburg, tuvo conocimiento de las ideas de Alexander Herzen, revolucionario ruso muy cercano a Bakunin. Específicamente, se sabe que leyó su carta «A mi hijo Alejandro «, escrita como dedicatoria de su libro de ensayos «Desde la otra orilla «. Este episodio es reconocido por Nietzsche en carta a su amiga Malwida (27.08.72). Más aún, como anécdota, Malwida intentó fallidamente matrimoniar a Nietzsche con una de las hijas de Herzen.
Hay antecedentes, también, de que Nietzsche leyó a Stirner y llegó a saber de las ideas de Lasalle. Entonces, resulta poco creíble que Nietzsche, habiendo sabido de las ideas de los revolucionarios de entonces (Bauer, Feuerbach, Bakunin, Herzen, Stirner, Lasalle, etc.) no hubiera sabido nada de las ideas del más grande teórico revolucionario de todos los tiempos.
Desde otro punto de vista, existen escritos que hacen pensar indirectamente que Nietzsche no era del todo ignorante del pensamiento de Marx. Así, por ejemplo, Georges Bataille, anota una frase póstuma de éste, de 1886, del siguiente tenor:
«Es necesario oponer una resistencia a la creciente explotación económica del hombre y de la humanidad, a un mecanismo más y más embrollado de intereses y de producción (…) los costos totales se totalizan en un gasto global; la humanidad declina al punto que uno no sabe a qué ha servido esta gigantesca evolución».
Si no fuera por la anotación de Bataille, uno pudiera creer que estos dichos corresponderían al pensamiento económico de Carlos Marx. Del mismo modo, caso similar sucede con otro aforismo, del que de su lectura cualquiera podría fácilmente concluir que lo que se encuentra leyendo correspondería al pensamiento de Marx tratando sobre el problema de la enajenación. Dicho aforismo dice lo siguiente:
«La máquina es impersonal, arrebata al trabajo ese orgullo, esas cualidades y esos defectos individuales que caracterizan a todo trabajo no mecanizado. Se le quita, en suma, al trabajo una parte de humanidad. Antiguamente, comprar a un artesano era conceder una distinción a una persona con cuyas marcas nos rodeábamos: de este modo, los objetos de uso diario y las prendas de vestir se convertían en una especie de símbolo de estimación mutua y de homogeneidad personal, mientras que hoy parece que vivimos sólo en medio de una esclavitud anónima e impersonal… » (288, V.S).
Por último, no se puede soslayar su coincidencia con Marx en su posición negativa frente a la «civilización del presente», o cuando se opone con tanta o más vehemencia a la «división del trabajo», o a lo nocivo de la tesis del «laissez faire». También, cuando se contraría porque «domina la fábrica» o cuando el hombre «se convierte en tomillo» o por el «carácter repulsivo de las clases dominantes», etc.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Lo que más destaca en estos dos pensadores es que tienen el propósito de sustraer al hombre de la situación desmejorada en que se encuentra. Coinciden en que ha situación de su desmejoramiento, no es condición sólo del homlbre moderno, sino que retrotraída a épocas más anteriores: para Nietzsche, desde la aparición del hombre teorético con Sócrates, y para Marx, desde la explotación del hombre por el hombre, retrotraída a las sociedades esclavistas más antiguas. Sin embargo, las respuestas para este propósito común se bifurcan. En efecto, Marx quiere volver al hombre a su verdadera esencia desalienándolo y desenajenándolo de las condiciones de vida en que se desenvuelve su existencia, y Nietzsche, aventándoles los fantasmas morales y metafísicos que lo hacen vivir en un mundo falso. En uno y otro caso, quieren emplazar al hombre en un mundo nuevo, en el cual pueda manifestarse libremente como auténtico creador.
En sus efectos prácticos, el Superhombre de Nietzsche podrá ejercer libremente sus actividades de creador, puesto que se encontrará en un mundo libre de nihilismo y sin las barreras de una moral y una metafísica que lo obligaban a mirar en el mundo del puro Ser. Para Marx, en cambio, sólo el hombre comunista podrá ejercer libremente su actividad de creador, y en tanto tal, será también un verdadero artista. En efecto, Marx concibe una sociedad en la que la creación artística no será la actividad que se concentra en forma exclusiva en individuos excepcionalmente dotados, ni tampoco una actividad exclusiva y única. Como bien lo señala Adolfo Sánchez Vásquez en «Las ideas estéticas de Marx»:
«Es, por un lado, una sociedad de hombres-artistas en cuanto que no sólo el arte, sino el trabajo mismo, es la expresión de la naturaleza creadora del hombre. Todo hombre por ello, en la sociedad comunista, será creador, es decir, artista. El artista de la sociedad comunista es, ante todo, un hombre concreto, total, cuya necesidad de una totalidad de manifestaciones vitales es incompatible con su limitación a una actividad exclusiva, aunque ésta sea aquélla en que se despliega más universal y profundamente: el arte».
Desde otra óptica, podemos también concluir que Marx y Nietzsche tienen el mérito de haber experimentado la modernidad como una totalidad, en un momento en que sólo una pequeña parte del mundo era verdaderamente moderna. Y esto es importante de destacar, puesto que los modernistas más contemporáneos -en momentos que la modernidad ha alcanzado el punto más alto de su desarrollo y abarcado todos los rincones del mundo-, no han podido hacer un juicio de valor respecto de la modernidad con un sentido tan omniabarcardor como lo hicieron en su tiempo estas dos cumbres del pensamiento.
Sin duda, estos dos intelectuales, hoy, hacen más falta que ayer, lo que queda de manifiesto al introducimos en los estudios filosóficos y de las ciencias sociales más contemporáneos, los que no pueden prescindir y sustraerse de las citas y referencias legadas por estos dos pensadores de excepción. Por lo mismo, no es de extrañar que un gran modernista como, sin duda lo fue. Octavio Paz, haya sentido la necesidad de traer a nuestra modernidad la dialéctica y dinamismo del siglo XIX («Corriente alterna «). En efecto, Paz se ha lamentado en este libro que la modernidad «cortada del pasado y lanzada hacia un futuro siempre inasible,
vive al día: no puede volver a sus principios y, así, recobrar sus poderes de renovación». Sostiene, de hecho, que los modernismos del pasado pueden devolvemos el sentido de nuestras propias raíces modernas.
Sobre este mismo aspecto, advierte Marshall Bermann que «podría resultar que el retroceso fuera una manera de avanzar: que recordar los modernismos del siglo XIX nos diera la visión y el valor para crear los modernismos del siglo XXI. Este acto de recuerdo podría ayudamos a devolver el modernismo a sus raíces, para que se nutra y renueve y sea capaz de afrontar las aventuras y peligros que le aguardan. Apropiarse de la modernidad de ayer puede ser a la vez una crítica de las modernidades de hoy y un afecto de fe en las modernidades -y en los hombres y mujeres modernos- de mañana y pasado mañana».
Ahora bien, habiendo dejado al descubierto los comunes propósitos entre ambos, y también la herencia que han dejado sobre el pensamiento posterior, incluidos los pensamientos más contemporáneos, podemos volver a retomar la pregunta inicial que dio inicio a este capítulo, en lo que dice relación al por qué ni
uno ni otro se hicieron referencias mutuas, ni tampoco sus numerosos intérpretes han podido establecer nexos y relaciones concretas entre ambos pensadores, salvo muy contadas excepciones.
En lo que, para al caso importa, en mi opinión, de todo lo hasta aquí dicho, se desprendería que Nietzsche tuvo que haber conocido el pensamiento y obra de Marx, más de lo que pudiera creerse. De ser esto así, ¿cuales habrían sido las razones por las que jamás lo mencionó ni tampoco se refirió directamente a su pensamiento y obra? No encontrándose precisas y claras las respuestas, me aventuro a formular la hipótesis de que Nietzsche respetaba al gran científico que era Carlos Marx. Este solo hecho habría sido el motivo para que Nietzsche no viera la conveniencia de atacarlo, ni menos mencionarlo en toda su obra, a lo menos, no directamente. Quizás, en mi opinión, un escondido temor de enfrentársele, porque Nietzsche, inteligente al fin, tiene que haber sabido que Marx, en los debates, era demoledor y, más que eso, implacable con aquellos que osaran levantar la voz en contra de la rigurosidad científica de sus ideas. Más aún, cuando según parece, Nietzsche no era un buen polemista, tan solo un buen crítico. Avala este juicio un solo ejemplo, quizá el más conocido de todos. Siendo su primer libro criticado por uno de los más prominentes filólogos de entonces, Ulrich von Wilamowitz, Rhode, a petición de Nietzsche, respondió a dicho artículo,. Más aún, el mismo Wagner en carta abierta salió en defensa de; su amigo. Sin embargo, del ofendido no salió palabra alguna, pese a la contrariedad que ello le significó para su actividad docente y su propio prestigio.
Pero, en fin, cualesquiera hayan sido los entretelones que expliquen este desconocerse el uno al otro, es de lamentar que nunca se haya dado una confrontación directa de ideas entre ambos. De seguro, de haberse producido, sin perjuicio de haber constituido el debate más interesante de la época, de ello podrían haberse extraído también, importantes conclusiones para el trabajo de los investigadores contemporáneos. Así y todo, es de pensar que nunca es tarde para profundizar abiertamente en los pensamientos de estos dos intelectuales de excepción, orientados en la perspectiva de relacionar la afinidad de sus altos propósitos, desbaratando así esa imagen que se les ha hecho recaer sobre sus pensamientos y obra, al considerárselos como algo enteramente antagónicos e irreconciliables.

XI

NIETZSCHE, HEIDEGGER

«Gris es la teoría mi amigo
y verde el
árbol de la vida «.
(Goethe)

ACTUALIZACIÓN DE UNA CONTROVERSIA

Como es sabido, Heidegger es de la idea que la filosofía occidental ha estado marcada por el sino de la metafísica, es decir, por la búsqueda de una presencia última, inconmovible, que asegurara la certeza de nuestras proposiciones. El propósito declarado en el Teeteto por Platón habría fundado, por decirlo así, la metafísica occidental. Por ello, el platonismo ha sido metafísica y toda la metafísica nada más que platonismo, es decir, búsqueda de aquella certeza apodíctica que apeteció Platón. Sin duda, Nietzsche no tendría problemas en coincidir con este juicio, no en vano se entreveró en un cuerpo a cuerpo con la Idea de Platón, por considerarla responsable de todo el discurso metafísico posterior. Pero es el caso que, Heidegger, en su mirar metafísico, se entusiasma más de la cuenta al tratar de incluir las ideas de Nietzsche dentro del juego puramente metafísico.
En efecto, a comienzos de la década del 60, Martín Heidegger afirmaba que Nietzsche había «fracasado» en sus intentos por «superar la metafísica»; por el contrario, afirma que su filosofía representa el último eslabón, el último avatar, la consumación de la metafísica; concluye, por tanto, que Nietzsche es un pensador
metafísico. En su entusiasmo metafísico, Heidegger incluye el nihilismo y la Voluntad de Poder en el mismo rango metafísico que el sujeto cartesiano, al que se debe leer en relación con el problema del ser. Con el sujeto cartesiano, qué duda cabe, pero respecto de la Voluntad de Poder, una afirmación demasiado temeraria.
Sin duda, un juicio controvertido, sobre el cual se ha suscitado un gran debate filosófico que, lejos de haberse apagado, en nuestros días se reaviva. La postura de Heidegger, en un principio, nadie pareció discutirla, tal vez temerosos los filósofos de la época de quedar en mal pie por tratarse de una afirmación proveniente, ni más ni menos, de la palabra más autorizada en las cuestiones relativas a la teoría sobre el «ser». Sin embargo, más pronto de lo esperado, las posiciones disidentes de la escuela francesa más contemporánea empezarían a contradecirlo, a los que, paulatinamente, otros filósofos de las más distintas corrientes empezarían a sumarse.
Ya hoy, esta disidencia ha logrado concitar a un abigarrado grupo de connotados filósofos en contra de la postura heideggeriana; entre ellos: Gilles Deleuze (la diferencia), Eugenio Fink (el juego) Jacques Derrida (el desconstruccionismo), Pierre Klossowski (el complot). Femando Savater (el politeísmo), Mónica Cragnolini (la razón imaginativa), Karl Lowith, Silvio J. Maresca, P. Boudout, etc.
Y no dejan de tener razón estos opositores si consideramos que, en un sentido general, nada ha sido más ajeno a los afanes de Nietzsche que la pregunta sobre el ser y su totalidad.
En efecto, si para Heidegger, «el mirar cuidadoso de la verdad» pareciera ser el nudo central de toda pregunta por el ser, Nietzsche no tendrá tal asunto entre sus preocupaciones; más bien, desplaza el problema ubicando la cuestión de la verdad en un sentido extra moral. Y más aún, siendo Nietzsche un filósofo que piensa al hombre como un «señor de la tierra» y no como humilde pastor que orienta sus pasos al encuentro del ser y, a la vez, se afana en la búsqueda genealógica de una pluralidad interpretativa, difícilmente podríamos imaginárnoslo en una supuesta búsqueda de la esencia oculta de las cosas. Por el contrario, siendo la metafísica aherrojamiento de lo heterogéneo y voluntad de unidad a ultranza, para Nietzsche ello no sería otra cosa que un intento permanente de escamoteo de la vida. Según parece, Heidegger, atraído por el espectáculo que le ofrece el mundo del ser, no presta demasiada atención al significado único y singular de un Nietzsche menos instrumentado filosóficamente.
Ahora bien, sin desmerecer los innegables aportes de Heidegger a la filosofía más contemporánea, sobre todo, en las materias relativas al ser, en mi opinión -siguiendo la línea argumental más próxima a la postura disidente-, lo que me parece más débil de su posición, es el hecho de que soslaya y, más aún, reduce los propios presupuestos que Nietzsche invocó para su filosofía. En efecto, Heidegger, para su fin, se construye artificialmente un escenario desde donde poder disparar su infundio. Utilizo la palabra infundio, por cuanto Nietzsche, a mi parecer, jamás intentó la «superación de la metafísica», a lo menos en el significado que pretende darle Heidegger. Sustento este juicio dado que Nietzsche, en ningún momento, renegó de la razón ni de ninguno de sus atributos conquistados; por el contrario, utilizó la razón intensamente para liberarla de sus aberraciones lógicas y de sus fantoches simulacros que tendían a apuntalar a la verdad como si esta fuera verdadera.
Sin embargo, en lo que me parece un dato tanto o más importante, los presupuestos de la doctrina de Nietzsche plantean una filosofía para el futuro y, cosa desacostumbrada en él en eso de poner plazos, dicha filosofía, que no es otra cosa que una nueva ilustración filosófica, la anuncia para los dos próximos siglos.
Y esto es tan así que en el prefacio de la «Voluntad de Poder», nos dice que lo que viene a contar «es la historia de los próximos dos siglos», y tal historia no es otra cosa que la historia del nihilismo.
Esto quiere decir que Nietzsche pronostica para Europa, a lo menos, dos siglos más de nihilismo y bien sabemos que las condiciones necesarias que deben darse para hacer efectiva la transvaloración de los valores y el mismo surgimiento del Superhombre, es que nos encontremos en un mundo ya sin nihil. De este modo, sólo cuando el nihilismo se encuentre ya erradicado, sería el momento de tomar posición en una nueva ilustración filosófica; el momento en que los valores antiguos se encuentren transvalorados. Y esto no es un dato menor, al contrario, reviste gran importancia para el fondo de la cuestión, ya que la precondición que impone el filósofo para que los postulados de su filosofía del futuro puedan algún día instaurarse, es cuando el nihilismo diera término a su reinado. Más aún, la voluntad retornante del Superhombre, como pura afirmación y genuina expresión de una vuelta al sentido de la tierra, sólo podría darse en un mundo sin nihil.
A partir de este dato, queda en evidencia que Heidegger ha tenido que recurrir al ardid de anticipar en el tiempo los presupuestos que Nietzsche específicamente dejó establecidos para hacer posible su nueva ilustración filosófica. Sin más ni más, Heidegger da por fracasado los intentos de Nietzsche de superación de la metafísica, soslayando y, más aún, reduciendo los presupuestos explícitamente fijados por Nietzsche, a partir de un tiempo determinado arbitrariamente por él, pero que no es el tiempo determinado por Nietzsche, por lo que su postura incurre en una evidente y grave distorsión.
En una segunda perspectiva, fijémonos atentamente en la frase que sintetiza el corpus de la controversia, esto es, la «superación de la metafísica». Cierto es que Nietzsche muchas veces usa la frase «superar» para oponerse a la metafísica, pero eso es sólo un modo de decir, que no necesariamente se corresponde con el verdadero sentido que le ha querido atribuir a su idea. Cuando emplea la palabra superar no es para negar aquello que supuestamente pretende superar; por el contrario, como ya hemos visto, para éste y todos los casos, nunca será un espíritu negador, ya que siempre reconocerá en su mirar todas las realidades existentes, aun aquellas que aparezcan como las más absurdas y las más nimias. Tanto es así, que el mundo metafísico objeto de su crítica, y que según Heidegger supuestamente pretende superar (reemplazar) por un mundo no metafísico (mundo sensible), es reconocido por él, en los siguientes términos:
«Podría existir, ciertamente, un mundo metafísico; apenas puede negarse su posibilidad absoluta. Lo consideramos todo con un cerebro hurrmano y no podemos extirpar ese cerebro. Con todo, siempre queda en pie la cuestión de saber qué sería el mundo si extirpáramos aquel (…) Aunque se demostrase la existencia de ese mundo de de la manera mejor, quedaría probado también que su conocimiento es para nosotros el más indiferente…» (9, HH, capítulo primero).
Entonces, la «superación de la metafísica» hay que entenderla en los términos en que Nietzsche lo plantea, y no en los términos de Heidegger; es decir, no como negación del pensamiento metafísico en cuanto tal, sino necesidad de desposicionarlo del irritante lugar de privilegio que ha venido ocupando en el pensamiento filosófico, cuestión que le imprime otro carácter al problema de la controversia. En otras palabras, lo que Nietzsche pretende es desplazar y no reemplazar, en cuanto reemplazar llevaría a seguir el juego de la dialéctica que tanto combatió, esto es, que por un juego de oposición y contraposición, un extremo deja fuera al otro reemplazándolo, eliminándolo. Pero, es el caso, que si reemplazar es cambiar o sustituir una cosa por otra, desplazar en cambio, es sólo un cambio de posición que no implica necesariamente dejar fuera de escenario aquello que se desplaza, y este es otro aspecto que, a mi juicio, ha sido flagrantemente soslayado por Heidegger.
Más aún, el mismo “ser”, objeto de la crítica de Nietzsche, corre la misma suerte, puesto que no es que Nietzsche se oponga al ser en sí, sino que su propósito se encamina a atribuirte el carácter de devenir, imprimiendo así al elemento fundante un carácter múltiple, en contraposición al carácter inmutable que el ser adquiere mirado desde el puro horizonte ontológíco de la metafísica.
De allí, que Nietzsche no intenta ni superar la metafísica, ni negar el ser, a lo menos, bajo los presupuestos de la posición heideggeriana. Su crítica apunta contra el carácter único y trascendente que la metafísica le asigna al ser. Y esto resulta muy claro, porque cuando Nietzsche empieza su crítica a la metafísica, es el momento en que empieza a poner en cuestión el problema del fundamento mismo que la sostiene; entonces, más que a la metafísica en sí, Nietzsche apunta contra el fundamento «monoteísta » que la sostiene. Fernando Savater ahonda más en este punto al señalar: «La reacción antiplatónica de Nietzsche llega hasta el fondo de la cuestión monoteísta, porque es una lucha metafísica contra la metafísica monoteísta occidental»).
Y esto es tan cierto, cuando descubrimos que Nietzsche aspira a construir una filosofía pagana, politeísta, frente a la culminación monoteísta de la metafísica platónica realizada por Hegel.
Lo condenable de Heidegger -sigue en su juicio Savater- es que viendo bien la apuesta metafísica que estaba en juego… «se equivoca -aún peor, falsea radicalmente a Nietzsche- al empeñarse en ontologizar su pensamiento como un último avatar crítico de la metafísica occidental». A decir verdad, Nietzsche no responde a las preguntas tradicionales de la metafísica occidental, sino que denuncia esas preguntas mismas como síntomas de un monoteísmo de base, que en Heidegger es, por ejemplo, perfectamente visible, concluye este mismo autor (“ldea de Nietzsche»‘).
En línea parecida, Karl Lowith le reprochará a Heidegger haber distorsionado el pensamiento de Nietzsche, al señalar que: «Apenas habrá un lector de su interpretación de Nietzsche que después de varias lecturas no advierta que lo que expone allí es el pensamiento mismo de Heidegger con el ropaje de Nietzsche; lo cual significa, en el fondo, que las verdaderas ideas de Nietzsche no han sido pensadas por Heidegger».
De otra parte, en un grado menor, pero no por ello menos importante, hay que destacar que Heidegger concluye su postura a partir de lo que supone es la obra fundamental del filósofo, esto es, la «Voluntad de Poder». Pero ya vimos que dicha obra fue una invención del Archivo Nietzsche y, si bien dicha invención fue construida con fragmentos del filósofo, sin embargo son invenciones los dos supuestos que se le han atribuido, esto es, que habría sido escrita por Nietzsche y que se correspondería con una sistematización de su pensamiento filosófico, supuestos que tenemos que desechar, por las razones dadas a conocer en anteriores capítulos. Así, Heidegger, ha sentado los presupuestos de su controversia a partir de una obra que pierde pie en su credibilidad, respecto de la intención con que fue reconstituida, y de la cual se hace eco. Por lo mismo, no debe extrañar que P. Boudot se haya referido en términos muy duros en contra de Heidegger, concluyendo que la labor de sastre que éste realiza a partir de una obra sistemática que nunca existió, le parece «criminal».
En otro ámbito, corresponde a G. Deleuze el mérito de haber dado comienzo a la nueva lectura de Nietzsche en Francia. Para este autor, el propósito de Nietzsche de superación de la metafísica habría sido logrado en el momento de haber introducido en su filosofía la noción de la «diferencia». Con este término, en Nietzsche, la concepción del devenir de la vida como fuerza es sobre todo un fluir que se mueve en diferentes niveles, y ello, por cierto, desde donde se mire nada tiene que ver con presupuestos metafísicos. Concluye Deleuze que Heidegger da una interpretación de la filosofía de Nietzsche más próxima a su propio pensamiento que al del propio Nietzsche. En efecto, en la doctrina del Eterno Retorno y del Superhombre, Heidegger ve la determinación «de la relación del Ser al ser del hombre como relación de este ser al Ser». Esta interpretación -prosigue este autor- descuida toda la parte crítica de la obra de Nietzsche. Descuida todo aquello contra lo que Nietzsche luchó; su oposición a cualquier concepción de la afirmación que halle su fundamento en el Ser, y su determinación en el ser del hombre.
El empeño de Heidegger por ontologizar el pensamiento de Nietzsche, es criticado también por Silvio J. Maresca, quien señala que le resulta inaceptable en la lectura heideggeriana –a pesar de sus innumerables aciertos- su insistente empeño por reincluir al filósofo en aquello que cuestionó radicalmente y ayudó a superar de modo más contundente que el propio Heidegger. Sustenta este autor que el truco de Heidegger es el siguiente: «incluir a Nietzsche dentro de la problemática y soluciones de la filosofía tradicional para restablecer luego esa misma problemática, con algunas modificaciones que correrían por cuenta propia -modificaciones, por lo demás, las más de las veces deudoras de un Nietzsche convenientemente expurgado y domesticado, de un Nietzsche «para profesionales de la filosofía-» {«En la senda de Nietzsche»).
Desde otra posición, abiertamente, P. Klossowski es de la idea que Nietzsche ha logrado superar la metafísica, sustentando dicha opinión con su tesis del complot. En efecto, asigna al Eterno Retomo el carácter de un círculo vicioso; pura insensatez del devenir, como principio selectivo en base al cual Nietzsche quiere urdir un complot que tiene como objetivo minar la sociedad del nivelamiento. Para el caso, el círculo vicioso impone que el complot se especifique como pura experimentalidad siempre de nuevo abierta, jamás aquietada por ningún resultado. Y el hecho de que el pensamiento del complot implique el delirio no lo hace patológico, sino que, de tan lúcido, llega a la altura de la interpretación
delirante, como lo exige la iniciativa experimental del hombre moderno.
Incluso, hasta el mismo Fink, quien en lo sustantivo parece seguir la línea interpretativa de Heidegger, no puede dejar de reconocer que sí, efectivamente, hay elementos en la filosofía de Nietzsche que lo apartan esencialmente de la metafísica; hay un aspecto del pensamiento nietzscheano que no posee un carácter metafísico: esta noción es la del «jugar». Un concepto clave, porque el juego es la esencia de la realidad toda, en tanto conjunto de fuerzas que retoman y, por consiguiente, define la esencia misma de lo humano. Así, el movimiento profundo de la exaltación dionisíaca, como forma y expresión de la plenitud, no es otra cosa para Nietzsche que un «juego danzante». En «efecto, la imagen de Dionisos es la de una divinidad que encarna y representa esta esencia lúdica de la realidad. Y cuando el ser humano intuye que el movimiento de las cosas, el fluir constante del mundo, no son otra cosa que una danza juguetona en la que él participa, entonces advierte que sus actos no obedecen a un mandato fatal, sino, por el contrario, son la expresión de una libertad divina. En la manifestación de su esencia lúdica, el hombre es un «participante en el juego del mundo». Con su noción de juego del mundo, Nietzsche ha trascendido la metafísica y opera en una dimensión nueva: «Allí donde Nietzsche entiende el ser y el devenir como juego ya no se encuentra más en la prisión de la metafísica», concluirá su juicio Fink.
También, Mónica Cragnolini le ha salido al paso a Heidegger, sobre todo, en aquella parte en que éste interpreta la Voluntad de Poder como voluntad calculadora y fijadora de lo que es. Y si bien es cierto que Nietzsche utiliza el término cálculo para referirse al operar de la Voluntad de Poder, sin embargo, según esta autora, Nietzsche no reduce todo su operar a dicho aspecto. «Evidentemente, Heidegger necesita esa reducción para lograr una identificación inmediata entre Voluntad de Poder y voluntad de dominio, pero esa identificación se basa en un tomar la parte por el todo», termina la misma autora. Sostendrá su tesis, oponiendo a la razón práctica e instrumental la «razón imaginativa».
Por último, en relación con el tema, agreguemos, que Heidegger sostiene que lo metafórico es metafísico, porque la metáfora «no existe más que en el interior de las fronteras de lo metafísico ». La metáfora usada y disimulada en el concepto no vendría a ser «un hecho cualquiera», sino que es «el gesto filosófico
por excelencia que, en régimen «metafísico»,, ve lo invisible a través de lo visible. Por el contrario, J. Derrida afirma que lo metafórico no es metafísico, porque toda «innovación de sentido» no es más que el resultado del uso de la metáfora y un movimiento de «idealización» por haber disimulado el origen metafórico que aparece, ahora, como «causa» (Cit. por P. Ricoeur en «La metáfora vive «).
A su vez, Derrida acusa a Heidegger en forma parecida a otros, en cuanto a que su lectura depende de su propia atalaya hermenéutica, de «delimitación de la problemática ontológica». Por ello, estima Derrida, Heidegger se mantendría siempre fiel no a los textos de Nietzsche sino a los suyos propios, «en el espacio hermenéutico de la pregunta de la verdad (del Ser)», para concluir desde allí que en el pensamiento nietzscheano «culmina la historia de la metafísica».

UN NUEVO MODO DE PENSAR

Hay que abonar a favor de Heidegger, el hecho de que no haya alcanzado a ser espectador de los últimos acontecimientos precipitados a finales de la década del 80. Sin duda, una gran desventaja, porque de haber vivido dichos acontecimientos, y haber sido testigo de las nuevas realidades que de allí han derivado, es probable que hubiera sido otra su postura o, a lo menos, podría haber
matizado su posición no llevándola a una forma tan extrema.
Como sabemos, tales acontecimientos no sólo han afectado los modos políticos de convivencia, precipitando una globalización que se ha introducido por todos los intersticios de la sociedad mundial, sino también, una gran transformación en los modos de relacionamos unos con otros y, sobre todo, precipitando un nuevo modo de ver, de pensar y de sentir respecto de todo lo que acontece a nuestro alrededor. Por ello, no ha sido casual que Lyotard, en «La condición posmoderna», haya hecho una descarnada exposición de lo que significa hoy la deslegitimación de los relatos. Nueva realidad que ha llevado a que las grandes narrativas propias de la modernidad hayan perdido la función que siempre habían tenido, deviniendo con ello una crisis en toda la filosofía metafísica y en la misma institución universitaria a que ésta se ha encontrado ligada. A partir de esta deslegitimación, la marcha de la historia la hemos tenido que empezar a apreciar en toda su discontinuidad, asincronía y desregulamiento; incluso – prosigue este autor- hasta el azar hemos tenido que pasar a reconocer como elemento constitutivo de la historia más contemporánea .
Más aún, con el derrumbe de los socialismos reales, no sólo se han derrumbado las grandes imágenes ideológicas y políticas, sino también, toda imagen de totalización social.. Junto con ello, se empiezan a deslegitimar todas aquellas representaciones que manteníamos firmes en nuestro horizonte, referencia hecha, principalmente, a todos aquellos fundamentos morales y éticos de alcance universal. Al esfumarse dichos horizontes, todas aquellas diferencias negadas sistemáticamente por la moral judeo-cristiana y el discurso monótono-teísta de la filosofía metafísica, ahora, por todos lados estallan y se multiplican. De este modo, cien años después, la reivindicación nietzscheana de lo diferente y lo plural ha dejado de ser una pura entelequia aherrojada en los marcos subjetivos de su filosofía, para convertirse en realidad concreta, hecha carne día a día en el acontecer de nuestras vidas.
Desde otra perspectiva -siguiendo con Lyotard: «Las delimitaciones clásicas de los diversos campos quedan sometidas a un trabajo de replanteamiento causal: disciplinas que desaparecen, se producen usurpaciones en las fronteras de las ciencias, de donde nacen nuevos territorios. La jerarquía especulativa de los conocimientos deja lugar a una red inmanente y, por así decir, plana de investigaciones cuyas fronteras respectivas no dejan de desplazarse. Las antiguas facultades estallan en instituciones y fundaciones de todo tipo; las universidades pierden su función de legitimación especulativa. Despojadas de la responsabilidad de la investigación, que el relato especulativo ahoga, se limitan a transmitir los saberes considerados establecidos y aseguran, por medio de la didáctica, más bien la reproducción de los profesores que la de los Savants. Es en este estado en el que Nieítzsche las encuentra y las condena», finaliza su reflexión este autor.
Más aún, la realidad actual, con insistencia llamada posmoderna, ha dejado de ser un valor de uso cuyo descubrimiento y contemplación nos enriquecía, para convertirse en mero valor de cambio similar al dinero, en algo que vale en la medida que pueda ser cambiado por otra cosa. Llama la atención que los términos valor de uso y valor de cambio son usados por los posmodernos casi en el mismo sentido que en su tiempo le asignó Marx, por lo que, según el mismo Lyotard: «El antiguo principio de que la adquisición del saber es indisociable de la formación del espíritu e, incluso, de la persona, cae y caerá todavía más en desuso. Deja de ser en sí misma su propio fin, pierde su valor de uso». Más expresivo aún, para caracterizar el tiempo actual, parece ser G. Lipovetsky al señalar que: «Por primera vez, ésta es una sociedad que, lejos de exaltar los órdenes superiores, los eufemiza y los descredibiliza, una sociedad que desvaloriza el ideal de abnegación estimulando sistemáticamente los deseos inmediatos, la pasión del ego, la felicidad intimista y materialista. La cultura cotidiana ya no está irrigada por los imperativos hiperbólicos del deber sino por el bienestar y la dinámica de los derechos subjetivos: hemos dejado de reconocer la obligación de unimos a algo que no seamos nosotros mismos».
Por eso, sobre el tema, el filósofo Rorty prefiere plantear el problema desde un punto de vista hermenéutico u holístico, conforme al cual sólo somos capaces de producir interpretaciones al interior de una práctica que es, también, interpretada. Desde el punto de vista hermenéutico, entonces, no es posible obligar compulsivamente a nadie a creer en una específica proposición, a no ser que el sujeto participe de la práctica en cuyo interior esa proposición se formula. Como en un juego, donde el conjunto de acciones son interpretadas a la luz de ciertas reglas que los partícipes aceptan y usan para guiar sus propias conductas y criticar las de los demás -el ajedrez podría ser un buen ejemplo-, así también las prácticas sociales se constituirían por un conjunto de interpretaciones sobre interpretaciones que constituyen una cierta forma de vida. De acuerdo a este punto de vista, el mismo Rorty apunta que la filosofía no tendría por objeto darse a la tarea de identificar primero y elucidar luego una presencia última que, soportada en sí misma, permita dar sentido a todo lo demás. Así, la filosofía -concluye este filósofo-, no hace más que mostramos la contingencia de nuestros relatos y facilitar una conversación con otros.
Estos, entre otros tantos juicios, apuntan a una realidad que ya pocos se atreven a negar. En efecto, hoy día, difícil es vemos afanados por alcanzar objetivos vitales como aquellos que marcaron nuestras existencias en décadas pasadas; por el contrario, todo ha quedado confiado a la diligencia de cada caso en particular. Antiguos polos de atracción, como los Estados-naciones, partidos políticos, instituciones tradicionales, etc., han acabado por perder todo su atractivo original y los modelos de referencia que nos servían de refugio y protección. Sin duda, la época en que vivimos se caracteriza por la desvalorización, el desinterés, el desconcierto y la relatividad. La realidad, según este relativismo, no es objetiva sino abstracta y, en una posición más radical, incluso ni siquiera existe; la realidad sólo sería producto de nuestras particulares interpretaciones y nada más que eso. Pana mí, esta es la realidad, para ti, la otra realidad. ¿Cuál es la verdadera? Depende, ya nada es determinante, todo es pura relatividad y, por tal, todo es nada más que interpretación; la máxima actual que prevalece es el que cada individuo fabrica su propia verdad.
De este cuadro no podemos más que concluir que nuestro mundo ha entrado en una profunda crisis que compromete los presupuestos básicos desde los cuales hemos observado0 y actuado en la sociedad. Es decir, no una crisis cualquiera, no una más de las tantas, sino una crisis que afecta de múltiples; maneras nuestras formas de vida y, fundamentalmente, nuestras formas de sentir y de pensar. Entonces, cuando se encuentra comprometida la función de nuestro pensamiento, quiere decir que la filosofía es la que debe tomar la palabra para saber dónde y en qué lugar tenemos que actuar. Como bien lo señala Rafael Echeverría, toda crisis cultural «obliga a un reencuentro entre la filosofía y el sentido común, entre filosofía y vida. La vida pareciera exigirle cuentas a la filosofía y ésta se ve compelida a sumergirse en la vida concreta del hombre y la mujer comunes para revitalizarse » («El Buho de Minerva «).

De allí que la crisis que afecta nuestros modos de pensar, nos obliga a tener que liberarnos de un pensar filosófico cuyos instrumentos intelectivos ya no responden a los nuevos requerimientos surgidos de la nueva realidad. Esto quiere decir que la Filosofía que, desde Descartes en adelante, se creyó moderna, ha permanecido escolástica en razón de mantener aún presupuestos ontológicos que se muestran ya demasiados arcaicos. El fundamento ontológico único que ha mantenido la filosofía por más de dos mil años, y que ha marcado fuertemente el pensamiento moderno, ya no puede dar cuenta de nuestro estado actual. Y es en
este punto cuando la sombra de Nietzsche resurge para hacemos presente que esto ya lo había advertido hace más de un siglo atrás.
Por lo mismo, resulta del todo irresponsable hoy hablar de una realidad virtual, justamente, cuando ésta se encuentra referida a aquella que ha surgido tan rápidamente que no la alcanzamos a capturar en su comprensibilidad. En los hechos, esta realidad virtual no existe; ha sido una nueva invención lingüística o metafórica para justificar nuestra incapacidad de comprensibilidad de los nuevos hechos y acontecimientos que se suceden con gran rapidez de desplazamiento. Siempre la realidad, en cualquier momento y circunstancia, es tal cual es en sí misma y nada más que eso.
Ahora bien, el hecho que el avance de la tecnología y los medios de comunicación hayan evolucionado mucho más rápidamente que nuestros acostumbrados modos de pensar, nos pone ante la evidencia de que los instrumentos reflexivos, propios de la filosofía metafísica, han quedado de lejos muy por detrás de aquellos que mueven a la ciencia y los medios de comunicación a una constante transformación. Por eso, el problema no radica en la incomprensibilidad del nuevo mundo que nos presenta tanto la ciencia como los medios de comunicación, sino en que nuestro acostumbrado y ancestral modo de pensar ya no puede dar cuenta de la nueva realidad, aquella a la cual se la ha querido llamar virtual. Entonces, ya no podemos seguir desarrollando nuestros modos de pensar de; acuerdo a los cánones acostumbrados; si la realidad cambia, nuestros modos de pensar tienen que acondicionarse a los nuevos cambios; nuestros instrumentos intelectivos tienen que acondicionarse a los nuevos modos de ver y de pensar que exige el momento actual. Esto quiere decir que la filosofía con fundamento ontológico monótono-teísta, aquella que busca lo inmutable y la estabilidad, ya no puede operar más en un mundo cada vez más vertiginoso y cambiante y cada día más deviniente y plural. Si el mundo es deviniente e incierto es del todo ilógico explicarlo a través de supuestos que se dan por ciertos. El cambio ontológico en la filosofía, reivindicado por Nietzsche -el paso de un monoteísmo de base a lo plural-, es una necesidad impostergable, a menos que queramos asistir al espectáculo de ver a la filosofía perecer entre estertores de una pura y simple filosofía vulgar.
Ahora bien, ¿cómo enfrentar estos cambios en nuestros modos de pensar? Quizás los inicios de la respuesta podamos encontrarlos en la propia reflexión de Echeverría en cuanto a que: «cada nuevo punto de partida deviene, en su momento, en un punto de saturación y se crean condiciones para trascender sus presupuestos. Ello está aconteciendo hoy en día». Y si esto es así, tenía razón Nietzsche cuando advertía del peligro que acechaba al espíritu libre de llegar con su autonomía y pluralidad a un punto de saturación. ¿Quiere decir esto que nosotros hemos alcanzado ese estado ideal del espíritu libre tal como lo reivindicaba Nietzsche? Por cierto que no, pero no podemos desconocer que hemos logrado mayor autonomía, asimilando una gran variedad de pluralidades que antes negábamos o desconocíamos por imponerlo una moral y una metafísica que obligaban a lo único, a lo universal.
No obstante, para que los grados de autonomía conquistado por nuestro espíritu no se esfumen, es el momento en que tenemos que hacer una síntesis de todo lo asimilado para no perder nuestra identidad a merced de las nuevas circunstancias. Como lo señalara Nietzsche, conquistar una libertad no arbitraria sino madura, entendiendo ésta como aquella que encuentra su centro de atención propio una vez que el anterior foco de atracción lo hemos dejado atrás.
A modo de conclusión, me parece importante advertir que si en todos los tiempos los filósofos no han pensado con una sola cabeza ni hablado a una sola voz, ello quiere decir el carácter relativo y contingente de todo pensamiento que se cree con arrestos de infalibilidad. De eso, la historia presente se encuentra bien documentada. Por eso, pese a todo el mérito que tiene Heidegger, por sus innegables aportes que ha hecho a la teoría del Ser, ello no quiere decir que por ser la voz más autorizada sobre la materia, tengamos que atribuirle arrestos de infalibilidad a todo lo que diga sobre el tema. Más aún, la filosofía no puede ser construida para quedar constreñida en los puros marcos metafísicos y encerrada en su pura subjetividad. Más bien, reivindicar aquella filosofía que tenga que ver con nuestro cuerpo, con la naturaleza, con nuestros deseos, en fin, con todas aquellas categorías que se encuentren relacionadas con nuestros actos y quehaceres cotidianos, cuestiones a las que Nietzsche les asignó una importancia
capital. Hasta donde se sepa, Nietzsche ha sido el único filósofo que se ha preocupado seriamente de vincular la filosofía con nuestros problemas cotidianos y, más aún, el único filósofo que con honestidad confiesa que sus verdades no pretenden ser universales, sino que una guía para una posibilidad futura, cuestión esta última que no ha sido cabalmente comprendida, aún por los más reputados de los filósofos, como nos queda claro después de conocer los presupuestos de la controversia iniciada por Heidegger.
Y si los teleologismos y la misma metafísica, como pilares de las grandes construcciones arquimédicas del pensamiento, cada vez han ido cayendo más en desuso, quiere decir que existen circunstancias y hechos reales que es necesario investigar. Conocer esos hechos y circunstancias trae aparejado la necesidad de un gran esfuerzo intelectivo, en el cual, por cierto, la esfera filosófica tiene que ocupar un lugar de privilegio y, dentro de ella, la filosofía de Nietzsche, de todos modos, y como sea, el primerísimo lugar.

APÉNDICE

SOBRE NIETZSCHE

«Nietzsche soñó con un hombre que no huyera más de un destino trágico, sino que lo amara y lo encarnara plenamente, que no se mintiera más a sí mismo y se elevara por encima del servilismo social» (Georrges Bataille).

«Olfatea con impecable seguridad todo lo que está adulterado por el moralismo, por el incienso de las iglesias, la mentiral artificial, la frase patriótica o cualquier narcótico de la conciencia; tiene un olfato privilegiado para todo lo que está podrido, corrompido y malsano, para coger ese olor de pobreza espiritual que hay en el espíritu…» (La lucha con el demonio. SStefan Zweig).

«Para nosotros los librepensadores, que ya no tienen nada sagrado para adorarlo en su grandeza religiosa o moral, existe, a pesar de todo, una grandeza que no nos obliga a adorarla, sí a sentir profundo respeto ante ella. Esta grandeza la intuí en Nietzsche…» (Diario para Paul Rée. Lou Andreass Salomé).

«Así planteadas las cosas, no pocas sorpresas esperan al lector, y ello no es en absoluto sorprendente en un hombre cuidadoso de escabullirse, de no entregarse demasiado pronto, de avanzar enmascarado, de ‘tentar’ al lector, de extraviarlo en el laberinto, a fin de sacarlo fuera de los lugares comunes y de sus prejuicios, de perderlo en su caverna» (Nietzsche y el cristianismo. Paul Valadier)
.
«Hay en Nietzsche una crítica de la profundidad ideal, de la profundidad de conciencia, que él denuncia como invención de los filósofos; esta profundidad sería búsqueda pura e interior de la verdad. Nietzsche muestra cómo ella implica la resignación, la hipocresía, la máscara» (Michel Focault).

«En los textos de Nietzsche abundan los pasajes en que se describe cariñosamente lo cotidiano. Nada pequeño escapa a esa afectuosa reflexión, en que cosas consideradas secundarias como la comida, el vestido, la habitación, los paseos, son estudiadas con prolija y amorosa aplicación» (La verdad es mujer. Susana Munich).

«Nietzsche es, por el contrario, el esteta más completo y más insalvable que la historia del espíritu conoce. Y su premisa, que contiene en sí su pesimismo dionisíaco: la premisa de que la vida es justificable tan sólo como fenómeno estético, cuadra del modo más exacto a él, a su vida, a su obra de pensamiento y de poesía; tan sólo como fenómeno estético es justificable, inteligible, venerable» (Thomas Mann).

«…También a él, que odiaba como ninguno todo lo relativo al rebaño, le sigue una manada de don nadies, cada uno de los cuales se siente un pequeño superhombre» (Ferdinand Avenarius).

«En cualquier categoría que se le sitúe queda a firme que Nietzsche realizó su labor intelectual con gran honradez y abnegación. Lo que le interesaba principalmente era decir la verdad, sus verdades. Lo demás lo sacrificó a este altísimo fin. En servicio de sus verdades defiende tesoneramente la libertad de su espíritu, la autonomía de su voluntad. De todas sus páginas parte un acento de sinceridad innegable» (Nietzsche, dionisíaco y asceta. Enrique Molina Garmendia).

«Nietzsche, el pensador, es un sincero pregonero de sus convicciones, que tiene el coraje y los temas para decir todo sin consideración a la moralidad, a la ascendencia, a la opinión pública, a la policía, al código penal, a la corrección, a la demostración y a la demostrabilidad…» (Kurt Eisner. Friedrich Nietzsche y los apóstoles del futuro).

«Él predijo sin más lo que nosotros hubimos de esforzamos por entender a base de trabajo: que el valor de la humanidad reside en el hombre, y que todo auténtico paso hacia lo alto tiene un sentido aristocrático. Y esa idea es eterna, constituye un poder que nunca puede morir ni envejecer» (Ernst Gystrow. Artículo publicado en los SozialistischeMonatshefte, 1900).

«Nietzsche ha divisado una nueva zona de la experiencia, en la que ya no valen las medidas habituales, las categorías normales. Existe un enigma por resolver, y, en contra de lo que pudiera pensarse, no está ligado a una experiencia excepcional. No hay necesidad alguna de subir hasta lo alto de un monte o de descender al fondo de los abismos. La experiencia de la que se habla es la nuestra, la de cada día» (Pier Aldo Rovatti).

«La intuición es en Nietzsche la mirada previa, que penetra como un rayo en la esencia misma; es adivinación. Sus conocimientos fundamentales poseen siempre la forma de iluminaciones » (Eugenio Fink. La filosofía de Nietzsche).

«Todo es preferible al ser torpe, a la bestezuela de rebaño bonachona y bobalicona, todo, incluso el criminal y el guerrero. Esta afirmación nietzscheana ha producido muchas confusiones y ha permitido justificar, con argumentos nietzscheanos en apariencia, actitudes que Nietzsche habría reprobado ciertamente. Para él, el criminal, el guerrero y el héroe están lejos de ser los grados más altos de la jerarquía» (Henri Lefebre. Nietzsche).

«Para quien crea que la historia humana es la crónica de nuestra liberación paulatina de las nieblas de la animalidad; para quien crea que la razón científica, objetiva y desinteresada, es el más refinado logro de la civilización; para quien piense que los valores morales vigentes, el igualitarismo cristiano consolidado por la ilustración democrática, la sublimación de las pasiones en pro de logros más elevados, son cimiento inexcusable de toda sociedad propiamente humana… para quien piense de este modo, Nietzsche es el capricho más funesto, la peor regresión imaginable,… » (Fernando Savater. Idea de Nietzsche).

«Los textos de Nietzsche siempre hablan de otra cosa y lo no dicho se apodera del discurso retorciéndolo y sofocándolo. Entre fragmento y fragmento pura intensidad sin sujeto, abandono definitivo de la palabra, superación sin atenuantes de un umbral perceptivo» (Silvio Juan Maresca. En la Senda de Nietzsche).

«Nietzsche no intenta una superación de la moral como tal, sino una superación de la moral heterónima que impone sus órdenes al individuo desde el exterior y tiene como consecuencia el entristecimiento y la sumisión del yo personal. Nietzsche desearía contraponer a esta vieja moral opuesta a la individualidad una nueva moral, autónoma que provenga directamente de la voluntad del individuo mismo y se muestre así concorde con su naturaleza » (A. Drews).

«En Nietzsche, el pensamiento lúcido, el delirio y el complot forman un todo indisoluble: indisolubilidad, en lo sucesivo criterio para todo aquello de lo que se van a sacar o no consecuencias. El hecho de que ese pensamiento implique el delirio no lo hace patológico, sino que, de tan lúcido, llega a la altura de la interpretación delirante, como lo exige la iniciativa experimental en el mundo moderno» (Fierre Klossowski. Nietzsche y el círculo vicioso).

«Para Nietzsche la razón, o lo que es lo mismo, el lenguaje, inventarán el monocultivo moderno del «método», es decir, el conjunto de reglas para la recta dirección de un espíritu extraviado. pues sólo quien está constantemente perdido puede andar a la búsqueda de un «mundo verdadero» (Jorge Lovisolo).

«Nietzsche fue una ‘excepción’; como tal llevó al máximo una de las posibilidades de ser hombre, sin contemplación de circunstancias ni consecuencias personales. Hoy debemos filosofar teniendo la vista puesta en la ‘excepción’. No para imitarla, sino para saber a qué extremos puede llegar un pensar que se encarniza consigo mismo revisando el movimiento de la razón» (Nietzsche. Karl Jaspers)

«La lucidez de la que hace gala Nietzsche lo pone entre aquellos hombres de excepción, como diría Jaspers, que no aceptaron las normas y creencias como elementos protectores de su propia vida» (Cristina Bulacio de Medici).

«El campo filosófico en que Nietzsche se mueve es tan atractivo, y tan peligroso, que nos recuerda un parque encantador aunque minado. Es preciso amurallarlo y proveerlo de carteles de advertencia, antes de que se produzca un Nietzsche comentado con criterios cristianos y humanistas» (Richard Wisser).

«La filosofía monótono-teísta puede ser calificada como ‘pensar unilateral’, que apunta en una sola dirección. Tan unilateral es el pensar de la metafísica criticada por Nietzsche que necesita desembocar en un principio último en el que descansar (…). El pensamiento necesita descansar, el hombre necesita seguridad,
pero aquí la seguridad es la seguridad última, la que ha encontrado un punto del cual difícilmente se anima a salir…» (Nietzsche, camino y demora. Mónica B. Cragnolini).

REFERENCIAS

A) TEXTOS Y PUBLICACIONES DE NIETZSCHE

Así hablaba Zaratustra.
Aurora.
Cinco prólogos para cinco libros no escritos.
Consideraciones intempestivas I .
Ecce Homo.
El Anticristo.
El caminante y su sombra.
El drama musical griego
El nacimiento de la tragedia. , , ,
El ocaso de los ídolos. .,
Homero y la filología clásica.
Humano, demasiado humano. .
La filosofía en la época trágica de los griegos
La gaya ciencia.
La genealogía de la moral.
La visión dionisíaca del mundo
Mas allá del bien y del mal.
Nietzsche contra Wagner.
Sócrates y la tragedia.
Verdad y mentira en sentido extramoral.

B) OTROS AUTORES

A propósito de Friedrich Nietzsche y su obra. Grupo Editorial
Norma.
El Buho de Minerva. Rafael Echeverría.
Desde Nietzsche. Tiempo, Arte, Política. Massimo Cacciari
Después del nihilismo. Martín Hopenhayn.
Después de Nietzsche. Giorgio Colli.
Documentos de un encuentro. Friedrich Nietzsche, Lou V.
Salomé, Paul Ree.
El águila angustiada. Wemer Ross.
El pensamiento filosófico de Lou A. Andreas Salomé. González
Arantzazu.
El último oficio de Nietzsche. Tomás Abraham.
En la senda de Nietzsche. Silvio Juan Maresca.
Federico Nietzsche. Francisco Javier Alcalde Cruchaga.
Fragmentos póstumos. Grupo Editorial Norma. Trad. Germán
Meléndez Acuña.
Friedrich Nietzsche, Poemas. Selección de Txaro Santoro,
Virginia Careaga.
Historia de la filosofía. Nicolás Abbagnano.
Historia de la filosofía. Will Durant
Homenaje a los 150 años del nacimiento de Friedrich Nietzsche. Departamento de filosofía de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad De Chile.
Idea de Nietzsche. Fernando Savater.
Introducción a Nietzsche. Gianni Vattimo.
La crítica de la Metafísica en Nietzsche. Juan Luis Vermal.
La Filosofía de Nietzsche. Eugen Fink.
La lucha con el demonio. Stefan Zweig.
La voluntad de poder Compiladores: Elizabeth Nietzsche, Peter
Gast.
Las aventuras de la diferencia. Gianni Vattimo.
Las ideas estéticas de Marx. Adolfo Sánchez Vásquez.
Mi Hermana y yo. Autor Desconocido.
Nietzsche. Henri Lefebre.
Nietzsche. Ivo Frenzel.
Nietzsche, actual e inactual. Volumen 1, compiladores: Mónica Cragnolini y Gregorio Kaminsky. Universidad de Buenos Aires.
Nietzsche, actual e inactual. Volumen 2, compiladores: Mónica Cragnolini y Gregorio Kaminsky. Universidad de Buenos Aires.
Nietzsche, camino y demora. Mónica B. Cragnolini.
Nietzsche contra Strauss. Karl Hillebrand.
Nietzsche, de filólogo a anticristo. José María Valverde.
Nietzsche, dionisíaco y asceta. Enrique Molina Garmendia.
Nietzsche, el sentido de la vida. Guillermo Martínez Ruiz.
Nietzsche: la verdad es mujer. Susana Munich.
Nietzsche, más allá de su tiempo. Coloquio De Valparaíso. Editor, Raúl Jara.
Nietzsche, un pensador póstumo. José Jara.
Nietzsche y el círculo vicioso. Pierre Klossowski.
Nietzsche y el cristianismo. Karl Jaspers.
Nietzsche y el cristianismo. Paul Valadier.
Nietzsche y el fin de la religión. Víctor Massuh.
Nietzsche y el Nietzscheanismo. Ernst Nolte.
Nietzsche y la Filosofía. Gilles Deleuze.
Nietzsche o las caras del diamante. Luis Barrientos Lagos.
Parménides, Heráclito/Fragmentos. Traducción: José Antonio Míguez. Ediciones Orbis.
Sobre Nietzsche. Voluntad de suerte. Georges Bataille. Taurus Ediciones. Trad. de Fernando Savater.
Un pensamiento intempestivo. Julio Quesada.
Vida de Nietzsche. Daniel Halévy.

C) ARTÍCULOS, MONOGRAFÍAS

El eterno retorno de la liberación. Martín Hopenhayn. La Época; 23/10/94.
El filósofo según Nietzsche. Edison Otero. Internet. Sitio Creado por Horacio Potel.
Federico Nietzsche, el solitario. Cristian Gazmuri. Artes y Letras,
Diario «El Mercurio»; 27.08.2000.
Inmoralidad. Luis Meana. Artículo diario La Época; 23/10/94.
Interpretación Heideggeriana de Nietzsche. Cristóbal Holzapfel. Artes y Letras, Diario «El Mercurio»; 27.00.00.
La beatitud reivindicada. Fernando Savater. La Época; 23/10/94.
Las peripecias vitales de Friedrich Nietzsche. Andrés Sánchez Pascal. La Época; 23/10/94.
Las voces de Zaratustra. César Vásquez. La Época; 23/10/94.
Mirada retrospectiva. Lou Andreas Salomé.
Nietzsche, lo incombustible de la razón. Eduardo Sabrovsky Artes y Letras, Diario «El Mercurio»; 27.08.2000.
Nietzsche o el fugitivo errante. María del Solar. Diario El Mercurio; 22/06/97.
Nietzsche, Wagner y la música. Francisco José Folch. Artes y Letras, Diario «El Mercurio»; 27.10.00.
Nietzsche y la filosofía. Eduardo Carrasco. Artes y Letras, diario «El Mercurio»; 27.08.2000.
Rorty: un pragmatista liberal e irónico. Carlos Peña González. Diario «El Mercurio»; 16.06.02.
Sobre Nietzsche. Hernán Montecinos. La Época; 13/04/98.
Una fuente que canta. Cristian Vila. La Época; 27/11/94.
Una perspectiva transvaloradora del hombre democrático.José Jara. Revista de Ciencias Sociales, 1991-1992. Edeval, Valparaíso.
Un particular estilo. Hernán Montecinos. Punto final N° 492, año 2000.
Zaratustra, tiempo y sufrimiento. Rafael Gandolfo. Artes y Letras, diario «El Mercurio»; 27.08.00.

D) DOCUMENTOS AUDIOVISUALES

La patria olvidada. Documental, Tv. cable, People and Art.
La madre de la patria. Documental, Tv. cable, People And Art.
Más allá del bien y del mal. Film. Italia. Dirección: Liliana Cavani.
No soy hombre, soy dinamita. Documental, Tv. cable, Deutsche Welle.
Internet. Sitio creado, mantenido y actualizado por Horacio Potel.

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