Marx el modernismo y la modernización

Por: Marshall Berman
Fuente: Tomado del ensayo “Todo lo sólido se desvanece en el aire”

Hemos visto cómo el Fausto de Goethe, universalmente considerado como la primera expresión de la búsqueda espiritual moderna, alcanza su culminación —y también su catástrofe trágica— en la transformación de la vida material moderna. Pronto veremos cómo la fuerza y la originalidad reales del «materialismo histórico» de Marx residen en la luz que arroja sobre la vida espiritual moderna. Ambos autores comparten una perspectiva que en su tiempo estaba mucho más extendida que en el nuestro: la creencia de que la «vida moderna» implica un todo coherente. Ese sentido de la totalidad subyace en el juicio de Pushkin sobre Fausto como «una Ilíada de la vida moderna». Presupone una unidad entre vida y experiencia que incluye la política y la psicología modernas, la industria y la espiritualidad modernas, las clases dominantes y las clases trabajadoras modernas. Este capítulo intentará recuperar y reconstruir la visión de Marx de la vida moderna como un todo.

Vale la pena señalar que este sentido de la totalidad va a contrapelo del pensamiento contemporáneo. El pensamiento moderno sobre la modernidad está dividido en dos compartimentos diferentes, herméticamente cerrados y separados entre sí: la «modernización» en economía y política; el «modernismo» en el arte, la cultura y la sensibilidad. Si tratamos de situar a Marx en medio de este dualismo, no resulta sorprendente descubrir que está muy presente en la literatura sobre la modernización. Incluso los autores que pretenden refutarlo reconocen generalmente que para sus propias obras la de Marx es una fuente y un punto de referencia fundamentales. Por el contrario, en la literatura sobre el modernismo, Marx no es reconocido en absoluto. A menudo se retrocede hasta su generación, la generación de 1840 —a Baudelaire, Flaubert, Wagner, Kierkegaard, Dostoievski— para buscar el origen de la cultura y la conciencia modernistas, pero el propio ‘Marx ni siquiera cuenta con una rama en el árbol genealógico. Si se le llega a mencionar en esta compañía, es en calidad de ornamento o de superviviente de una época anterior y más inocente —digamos la Ilustración— cuyas visiones claras y sólidos valores han sido supuestamente destruidos por el modernismo. Algunos escritores (como Vladimir Nabokov) describen el marxismo como un peso muerto que aplasta al espíritu modernista; otros (como Georg Lukács en sus años comunistas) consideran la perspectiva de Marx como más sana, saludable y «real» que la de los modernistas; pero todos parecen estar de acuerdo en que éste y aquéllos son mundos separados.

Y sin embargo, cuanto más nos aproximamos a lo que Marx dijo en realidad, menos sentido tiene este dualismo. Tomemos una imagen como ésta: «Todo lo sólido se desvanece en el aire». La perspectiva cósmica y la grandeza visionaria de esta imagen, su fuerza dramática altamente concentrada, su tono vagamente apocalíptico, la ambigüedad de su punto de vista —la temperatura que destruye es también una energía superabundante, un exceso de vida—, todas estas cualidades son supuestamente el sello distintivo de la imaginación modernista. Son precisamente la clase de cosas que estamos dispuestos a encontrar en Rimbaud o en Nietzsche, en Rilke o en Yeats: «las cosas se disgregan, el centro no las sostiene». De hecho, esta imagen procede de Marx, y no de un temprano manuscrito esotérico oculto durante largo tiempo, del meollo del Manifiesto comunista. Aparece como el climax de la descripción que hace Marx de la «sociedad burguesa moderna». Las afinidades entre Marx y los modernistas quedan todavía más claras si observamos la totalidad de la frase de donde hemos tomado la imagen: «Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia v sus relaciones recíprocas». La segunda cláusula de Marx, en la que proclama la destrucción de todo lo sagrado, es más compleja y más interesante que la habitual afirmación materialista del siglo XIX de que Dios no existe. Marx se mueve en la dimensión del tiempo, y trabaja para evocar el drama y trauma histórico que está ocurriendo. Dice que la aureola de lo sagrado desaparece súbitamente, y que no podremos comprendernos en lo presente hasta que nos enfrentamos a lo que está ausente. La cláusula final —«y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar»— no solamente describe una confrontación con una realidad que causa perplejidad, sino que se la impone al lector y de hecho también al escritor, porque «los hombres», die Menschen, como dice Marx, están todos incluidos en ella, son a la vez sujetos y objetos del proceso imperante que hace que todo lo sólido se desvanezca en el aire.

Si seguimos esta visión modernista «evanescente», la encontraremos en todas las obras de Marx. En todas partes choca como una contracorriente con las visiones marxistas más «sólidas» que tan bien conocemos. Es especialmente nítida y llamativa en el Manifiesto comunista. De hecho abre toda una perspectiva nueva sobre el Manifiesto como arquetipo del siglo de manifiestos y movimientos modernistas que estaba por venir. El Manifiesto expresa algunas de las más profundas percepciones de la cultura modernista y, al mismo tiempo, dramatiza algunas de sus más profundas contradicciones internas.

En este punto sería razonable preguntar: ¿no hay ya más que suficientes interpretaciones de Marx? ¿Realmente necesitamos un Marx modernista, un alma gemela de Eliot, Kafka, Schoenberg, Gertrude Stein y Artaud? Creo que sí, no sólo porque está ahí, sino también porque tiene algo distintivo e importante que decir. De hecho Marx nos puede decir tanto acerca del modernismo, como éste puede decirnos acerca de él. El pensamiento moderno, tan brillante a la hora de iluminar el lado oscuro de todos y todo, tiene sin embargo sus propios y reprimidos rincones oscuros, sobre los que Marx puede arrojar una luz nueva. Específicamente, puede clarificar la relación entre la cultura modernista y la economía y la sociedad burguesas —el mundo de la «modernización»— del que aquélla emanó. Veremos que tienen mucho más en común de lo que tanto a los modernistas como a la burguesía les gustaría pensar. Veremos al marxismo, al modernismo y a la burguesía atrapados en una extraña danza dialéctica, y si seguimos sus movimientos podremos aprender algunas cosas de importancia acerca del mundo moderno que todos compartimos.

1. LA VISIÓN EVANESCENTE Y SU DIALÉCTICA

El drama básico por el que es famoso el Manifiesto es el desarrollo de la burguesía y el proletariado modernos y la lucha entre ambos. Pero podemos encontrar que dentro de este drama hay otro drama, la lucha dentro de la conciencia del autor sobre lo que está sucediendo realmente y sobre el significado de la lucha a más largo plazo. Podríamos describir este conflicto como la tensión entre su visión «sólida» y su visión «evanescente» de la vida moderna.

La primera parte del Manifiesto, «Burgueses y proletarios» se propone presentar un panorama de lo que hoy se llama el proceso de modernización y prepara el terreno para lo que Marx cree que será su clímax revolucionario. Aquí Marx describe el sólido meollo institucional de la modernidad. Ante todo está la aparición de un mercado mundial. Al expandirse, absorbe y destruye todos los mercados locales y regionales que toca. La producción y el consumo —y las necesidades humanas— se hacen cada vez más internacionales y cosmopolitas. El ámbito de los deseos y las demandas humanas se amplía muy por encima de las capacidades de las industrias locales, que en consecuencia se hunden. La escala de las comunicaciones se hace mundial, y aparecen los medios de comunicación de masas tecnológicamente sofisticados. El capital se concentra cada vez más en unas pocas manos. Los campesinos y artesanos independientes no pueden competir con la producción en serie capitalista, y se ven forzados a abandonar la tierra y cerrar sus talleres. La producción se centraliza y racionaliza más y más en fábricas sumamente automatizadas. (La situación no es diferente en las zonas rurales, donde las explotaciones se convierten en «fábricas en el campo», y los campesinos que no abandonan el campo se ven transformados en proletarios agrícolas.) Grandes cantidades de pobres desarraigados llegan a las ciudades, que experimentan un crecimiento casi mágico —y caótico— de la noche a la mañana. Para que estos grandes cambios se desarrollen con una relativa fluidez, debe producirse una cierta centralización legal, fiscal y administrativa; y se produce allí donde llega el capitalismo. Surgen los Estados nacionales, que acumulan un gran poder, aunque ese poder se ve continuamente minado por el ámbito internacional del capital. Mientras tanto, los trabajadores industriales despiertan gradualmente a algún tipo de conciencia de clase y se movilizan contra la terrible miseria y la crónica opresión en que viven. Al leer esto, nos encontramos en un terreno conocido; estos procesos todavía se están produciendo a nuestro alrededor, y un siglo de marxismo ha contribuido a fijar un lenguaje en que resultan comprensibles.

Si continuamos leyendo, sin embargo, y leemos con toda atención, comienzan a ocurrir cosas extrañas. La prosa de Marx se hace de pronto luminosa, incandescente; se suceden las imágenes brillantes, fundiéndose unas en otras; somos lanzados hacia adelante con un ímpetu temerario, con una intensidad que nos deja sin aliento. Marx no sólo describe, sino que evoca y pone en escena la marcha desesperada y el ritmo frenético que el capitalismo imparte a todas las facetas de la vida moderna. Nos hace sentir que somos parte de la acción arrastrados por la corriente, lanzados hacia adelante, sin control, deslumhrados y amenazados al mismo tiempo por la avalancha que se nos viene encima. Después de algunas páginas en ese tono, nos sentimos entusiasmados, pero perplejos; descubrimos que las sólidas formaciones sociales que nos rodean se han desvanecido. En el momento en que aparecen finalmente los proletarios de Marx, el escenario mundial en que se supone que interpretan su papel se ha desintegrado y metamorfoseado en algo irreconocible, surrealista, en una construcción móvil que se desplaza y cambia de forma bajo los pies de los intérpretes. Es como si el dinamismo innato de la visión evanescente hubiese arrastrado a Marx, llevándolo —y llevando a los trabajadores, y a nosotros— mucho más lejos de lo que había pensado, hasta un punto en que su guión revolucionario tendrá que ser radicalmente reelaborado. Las paradojas centrales del Manifiesto se hacen presentes casi en el comienzo mismo: específicamente desde el momento en que Marx empieza a describir a la burguesía. «La burguesía», comienza, «ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario». Lo sorprendente de las siguientes páginas de Marx es que parece no haber venido a encerrar a la burguesía, sino a alabarla. Escribe un elogio apasionado, entusiasta, a menudo lírico de las obras, ideas y logros de la burguesía. De hecho, en estas páginas consigue alabar a la burguesía con más profundidad y fuerza de lo que sus miembros supieran jamás alabarse.

¿Qué ha hecho la burguesía para merecer la alabanza de Marx? Ante todo, «ha sido ella la que primero ha demostrado lo que puede realizar la actividad humana». Marx no quiere decir que haya sido la que primero ha celebrado la idea de la vita activa, una actitud activista hacia el mundo. Este ha sido un tema central de la cultura occidental desde el Renacimiento, que ha adquirido nuevas profundidades y resonancias en el siglo de Marx, en la época del romanticismo y la revolución, de Napoleón y Byron, y del Fausto de Goethe. El propio Marx lo desarrollará en nuevas direcciones , y continuará evolucionando hasta nuestra era. Marx piensa que aquello con que los poetas, artistas e intelectuales modernos sólo han soñado ha sido hecho realidad por la burguesía moderna. Así, ésta «ha creado maravillas muy distintas a las pirámides de Egipto, a los acueductos romanos y a las catedrales góticas, y ha realizado campañas muy distintas a los éxodos de los pueblos y a las Cruzadas». Su genio para la acción se expresa ante todo en los grandes proyectos de construcción —talleres y fábricas, puentes y canales, ferrocarriles, todas las obras públicas que constituyen el logro final de Fausto—: éstas son las pirámides y las catedrales de la época moderna. A continuación están los inmensos desplazamientos de la población —a las ciudades, a las fronteras, a nuevas, tierras— unas veces inspirados por la burguesía, otras impuestos brutalmente, otras subvencionados, y siempre explotados en su beneficio. Marx, en un párrafo evocador y emocionante, transmite el ritmo y el drama del activismo burgués:

La burguesía, con su dominio de clase, que cuenta apenas con un siglo de existencia, ha creado fuerzas productivas más abundantes y más grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas. El sometimiento de las fuerzas de la naturaleza, el empleo de las maquinas, la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación de vapor, el ferrocarril, el telégrafo eléctrico, la adaptación para el cultivo de continentes enteros, la apertura de los ríos a la navegación, poblaciones enteras surgiendo por encanto, como si salieran de la tierra. ¿Cuál de los siglos pasados pudo sospechar siquiera que semejantes fuerzas productivas dormitasen en el seno del trabajo social?

Marx no es el primero ni será el último en celebrar los triunfos de la moderna tecnología burguesa y su organización social. Pero su cántico es característico tanto por lo que subraya, como por lo que omite. Pese a que Marx se identifica como materialista, no está primordialmente interesado en las cosas que crea la burguesía. Lo que le importa son los procesos, los poderes, las expresiones de la vida y la energía humanas: hombres que trabajan, se mueven, cultivan, se comunican, organizan y reorganizan la naturaleza y a sí mismos. Estos son los nuevos e infinitamente renovados modos de actividad que la burguesía ha hecho nacer. Marx no se detiene mucho en las invenciones e innovaciones concretas (en la tradición que va desde Saint-Simon hasta McLuhan); lo que lo interesa es el proceso activo y generador a través del cual una cosa lleva a otra, los sueños se metamorfosean en planos y las fantasías en balances, las ideas más desenfrenadas y extravagantes aparecen y desaparecen («poblaciones enteras surgiendo por encanto»), encendiendo y alimentando nuevas formas de vida y acción.

La ironía del activismo burgués, visto por Marx, es que la burguesía se ve forzada a cerrarse a sus posibilidades más ricas, posibilidades que sólo pueden ser realizadas por quienes acaban con su poder. De todos los maravillosos modos de actividad abiertos por la burguesía, la única actividad que realmente significa algo para sus miembros es hacer dinero, acumular capital, amontonar plusvalor; todas sus empresas son meramente medios para alcanzar este fin, y no tienen en sí mismas más que un interés intermediario y transitorio. Los poderes y procesos activos que tanto significan para Marx aparecen, ante los ojos de sus productores, como subproductos accesorios. No obstante, los burgueses se han erigido en la primera clase dominante cuya autoridad no se basa solamente en quiénes eran sus antepasados, sino en qué hacen ellos realmente. Han producido imágenes y paradigmas nuevos y vividos de la buena vida como una vida de acción. Han probado que es posible, a través de una acción organizada y concentrada, cambiar realmente el mundo.

Desgraciadamente, para bochorno de los burgueses, no pueden permitirse volver los ojos a los campos que han abierto: amplios horizontes pueden convertirse en abismos. Sólo pueden seguir desempeñando su papel revolucionario, si niegan toda su extensión y profundidad. Pero los pensadores y trabajadores radicales son libres para ver a dónde llevan los caminos, y para seguirlos. Si la buena vida es una vida de acción ¿por qué habría de estar limitada la gama de actividades humanas a las que resultan rentables? ¿Y por qué habrían de aceptar pasivamente los hombres modernos, que han visto lo que puede conseguir la actividad humana, la estructura de su sociedad tal como les viene dada? Puesto que la acción organizada y concertada puede cambiar el mundo de tantas maneras, ¿por qué no organizarse y trabajar unidos y luchar por cambiarlo todavía más? La «actuación «revolucionaria», práctico-crítica» que acabe con la dominación burguesa será la expresión de las energías activas y activistas que la propia burguesía ha liberado, Marx comenzó alabando a la burguesía, no enterrándola; pero si su dialéctica funciona, serán las virtudes por las que la alababa las que finalmente la enterrarán.

El segundo gran logro burgués ha sido liberar la capacidad y el impulso humanos para el desarrollo: para el cambio permanente, para la perpetua conmoción y renovación de todas las formas de vida personal y social. Este impulso, demuestra Marx, está inserto en las obras y las necesidades cotidianas de la economía burguesa. Todo el que está dentro de esta economía se encuentra sometido a la presión de una competencia incesante, ya sea desde el otro lado de la acera o desde el otro lado del mundo. Sometido a esta presión, todo burgués, desde el más pequeño al más poderoso, se ve forzado a innovar, simplemente para mantenerse a flote, junto con su empresa; aquel que no cambie activamente por propia voluntad, se convertirá en víctima pasiva de los cambios impuestos draconianamente por quienes dominan el mercado. Esto significa que la burguesía, tomada en su conjunto, «no puede existir sin revolucionar constantemente los medios de producción». Pero las fuerzas que dan forma a la economía moderna y la impulsan no pueden ser compartimentadas y cercenadas de la totalidad de la vida. La intensa e incesante presión para revolucionar la producción está abocada a desbordarse, transformando también lo que Marx llama las «condiciones de producción» (o alternativamente, las «relaciones productivas») «y, con ello, todas las relaciones sociales»».

En este punto, impulsado por el dinamismo desesperado que lucha por captar, Marx da un gran salto imaginativo: Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas, las nuevas se hacen añejas antes de haber podido osificarse. Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado, y los hombres al fin se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas . ¿Dónde nos deja todo esto a nosotros, miembros de «la sociedad burguesa moderna»? Nos deja en posiciones extrañas y paradójicas. Nuestras vidas están controladas por una clase dominante con intereses creados no solamente en el cambio, sino también en la crisis y el caos. «Una incesante conmoción, una inquietud y un movimiento constantes», en vez de subvenir esta sociedad, sirven en realidad para fortalecerla. Las catástrofes se transforman en oportunidades lucrativas de más desarrollo y renovación; la desintegración actúa como una fuerza movilizadora y, por lo tanto, integradora. El único fantasma que realmente recorre la clase dominante moderna y pone en peligro al mundo que ha creado a su imagen es aquello que las élites tradicionales (y, ya que estamos, las masas tradicionales) siempre han anhelado una sólida y prolongada estabilidad. En este mundo, la estabilidad sólo puede significar entropía, muerte lenta, en tanto que nuestro sentido del progreso y el crecimiento es nuestro único medio de saber con seguridad que estamos vivos. Decir que nuestra sociedad se está desintegrando sólo quiere decir que está viva y goza de buena salud.

¿Qué clases de personas produce esta revolución permanente? Para que la gente, cualquiera que sea su clase, pueda sobrevivir en la. sociedad moderna, su personalidad deberá adoptar la forma fluida y abierta de esta sociedad. Los hombres y las mujeres modernos deben aprender a anhelar el cambio: no solamente estar abiertos a cambios en su vida personal y social, sino pedirlos positivamente, buscarlos activamente y, llevarlos a cabo. Deben aprender no a añorar nostálgicamente «las relaciones estancadas y enmohecidas» del pasado real, o imaginario, sino a deleitarse con la movilidad, a luchar por la renovación, a esperar ansiosamente el desarroloó futuro de sus condiciones de vida y sus relaciones con sus semejantes.

Marx absorbe este ideal de desarrollo de la cultura humanista alemana de su juventud, del pensamiento de Goethe y Schiller y sus sucesores románticos. Este tema y su desarrollo, todavía muy vivo en nuestros días —Erik Erikson en su exponente más distinguido— puede ser la más profunda y duradera contribución alemana a la cultura mundial. Marx tiene una idea muy clara de sus vínculos con estos escritores, a los que cita y alude constantemente, y con su tradición intelectual. Pero comprende.-cosa que no hizo la mayoría de sus predecesores —la excepción más destacada es el viejo Goethe en Fausto, segunda parte— que el ideal humanista del autodesarrollo surge de la incipiente realidad del desarrollo económico burgués. Así, pese a sus invectivas contra la economía burguesa, Marx adopta entusiastamente la estructura de personalidad producida por esta economía. El problema del capitalismo es que, en esto como en todo, destruye las posibilidades humanas que crea. De hecho, alberga fuerzas, auto desarrollo para todos; pero las personas únicamente se pueden desarrollar de modos restringidos y distorsionados. Esos rasgos, impulsos y talentos que puede utilizar el mercado son precipitados (a menudo prematuramente) al desarrollo y desesperadamente estrujados hasta que ya no queda nada; todo lo demás dentro de nosotros, todo lo no comerciable, es draconianamente reprimido, o se marchita por falta de uso, o nunca jamás tiene la oportunidad de salir a la luz .

La solución irónica y afortunada a esta contradicción se producirá, dice Marx, cuando «el desarrollo de la gran industria socava bajo los pies de la burguesía las bases sobre las que ésta produce y se apropia lo producido». La vida interior y la energía del desarrollo burgués barrerá la clase que primero le diera vida. Podemos ver esta evolución dialéctica en la esfera del desarrollo tanto personal como económico: en un sistema en que todas las relaciones cambian ¿cómo pueden las formas de vida capitalista —propiedad privada, trabajo asalariado, valor de cambio, persecución insaciable de ganancias— mantenerse inamovibles? Allí donde los deseos y sensibilidades de las personas de todas las clases se han hecho insaciables e ilimitados, adaptados a las permanentes conmociones en todas las esferal de la vida, ¿qué puede mantenerlas estancadas y enmohecidas en sus papeles burgueses? Cuanto más vehementemente empuje la sociedad burguesa a sus miembros para que crezcan o perezcan, más probable será que éstos crezcan más que ella, más vehementemente la considerarán como un lastre para su crecimiento, más implacablemente la combatirán en nombre de la nueva vida que les ha obligado a emprender. De este modo el capitalismo se desvanecerá en el calor de sus propias energías incandescentes. Después de la Revolución, «en el curso del desarrollo», una vez que la riqueza haya sido redistribuida, los privilegios de clase hayan desaparecido, la educación sea libre y universal y los trabajadores controlen las formas de organización del trabajo, entonces —profetiza Marx en el momento culminante del Manifiesto—, finalmente, “ en sustitución de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, surgirá una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos”.

Entonces la experiencia del autodesarrollo, liberada de las demandas y distorsiones del mercado, podrá progresar libre y espontáneamente; en vez de la pesadilla en que la sociedad burguesa la ha convertido, puede ser una fuente de alegría y belleza para todos. Quisiera dejar el Manifiesto comunista por un momento, para subrayar lo fundamental que es el ideal de desarrollo para Marx, desde sus escritos más tempranos hasta los últimos. Su ensayo de juventud sobre «El trabajo enajenado» (o «alienado»), escrito en 1844, proclama como alternativa verdaderamente humana al trabajo enajenado el trabajo que permitirá al individuo el libre desarrollo de su «energía física y espiritual (o mental)» (Manuscritos de 1844). En La ideología alemana (1845-1846), la meta del comunismo es «el desarrollo de la totalidad de las capacidades de los propios individuos». Pues «solamente dentro de la comunidad con otros tiene todo individuo los medios necesarios para desarrollar sus dotes en todos los sentidos; solamente dentro de la comunidad, es posible, por tanto, la libertad personal» (La Ideología Alemana). En el libro primero de El capital, en el capítulo sobre «Maquinaria y gran industria», es esencial para el comunismo trascender la división capitalista del trabajo: “debe reemplazar al individuo parcial, al mero portador de una función social de detalle, por el individuo totalmente desarrollado, para el cual las diversas funciones sociales son modos alternativos de ponerse en actividad “. Esta visión del comunismo es inconfundiblemente moderna, ante todo por su individualismo, pero más aún por su ideal del desarrollo como la forma de una buena vida. En esto Marx se encuentra más cerca de algunos de sus enemigos burgueses y liberales que de los exponentes tradicionales del comunismo quienes, desde Platón v los Padres de la Iglesia, han santificado el autosacrificio, desconfiado o abominado del individualismo y añorado el momento de quietud en que la lucha y el esfuerzo lleguen a su fin. Una vez más descubrimos que Marx es más sensible a lo que sucede en la sociedad burguesa que los propios miembros y partidarios de la burguesía. Ve en la dinámica del desarrollo capitalista —tanto el desarrollo individual como el de la sociedad en su totalidad— una nueva imagen de la buena vida: no una vida de perfección definitiva, no la encarnación de unas esencias estáticas prescritas, sino un proceso de crecimiento continuo, incesante, abierto y sin fronteras. Así pues, espera curar las heridas de la modernidad mediante una modernidad más plena y más profunda.

Ahora podemos comprender por qué Marx se entusiasma y emociona tanto con la burguesía y el mundo que ésta ha construido. Ahora debemos hacer frente a algo todavía más inquietante: al lado del Manifiesto comunista, el conjunto de la apologética capitalista de Adam Ferguson a Milton Friedman, resulta notablemente pálida y carente de vida. Aquellos que celebran el capitalismo nos dicen sorprendentemente poco acerca de sus horizontes infinitos, su audacia y su energía revolucionarias, su creatividad dinámica, su encanto y su aventurerismo, su capacidad de hacer que los hombres se sientan no sólo más cómodos, sino también más vivos. La burguesía y sus ideólogos nunca se han hecho notar por su humildad o su modestia; sin embargo, parecen estar extrañamente empeñados en ocultar la verdad. La razón, creo, es que hay un lado oscuro de esta verdad que no pueden suprimir. Son vagamente conscientes de ello; los asusta e incomoda profundamente, hasta el punto de que ignorarán o negarán su fuerza y creatividad antes que mirar a la cara sus virtudes y vivir con ellas. ¿Qué es lo que temen reconocer en sí mismos los miembros de la burguesía? No su tendencia a explotar a las personas, a tratarlas simplemente como medios o (en un lenguaje económico más que moral) como mercancías. A la burguesía, tal como la ve Marx, esto no le quita el sueño. Después de todo, se lo hacen unos a otros, e incluso a sí mismos, así que ¿por qué no iban a hacérselo a todos los demás? La verdadera fuente de problemas es la pretensión burguesa de ser el «partido del orden» en la política y la cultura modernas. Las inmensas cantidades de dinero y energía invertidas en la construcción, y el carácter conscientemente monumental de buena parte de ella —de hecho, a lo largo del siglo de Marx, en un interior burgués no había mesa ni silla que no pareciera un monumento— testifican la sinceridad y seriedad de está pretensión. Y, sin embargo, el fondo de la cuestión, en opinión de Marx, es que todo lo que la burguesía construye, es construido para ser destruido. «Todo lo sólido» —desde las telas que nos cubren hasta los telares y los talleres que las tejen, los hombres y mujeres que manejan las maquinas, las casas y los barrios donde viven los trabajadores, las empresas que explotan a los trabajadores, los pueblos y ciudades, las regiones y hasta las naciones que los albergan—, todo está hecho para ser destruido mañana, aplastado o desgarrado, pulverizado o disuelto, para poder ser reciclado o reemplazado a la semana, siguiente, para que todo el proceso recomience una y otra vez, es de esperar que para siempre, en formas cada vez más rentables.

El patetismo de todos los monumentos burgueses es que su fuerza material y su solidez no significan nada en realidad, no soportan ningún peso, son batidos como débiles juncos por las mismas fuerzas del desarrollo capitalista que exaltan. Hasta las construcciones burguesas más hermosas e impresionantes, y las obras públicas, son desechables, capitalizadas para una rápida depreciación y planificadas para quedar obsoletas, más semejantes en sus funciones sociales a las tiendas y los campamentos que a «las pirámides de Egipto, los acueductos romanos, las catedrales góticas».

Si miramos detrás de los sobrios escenarios creados por los miembros de nuestra burguesía y vemos la forma en que realmente operan y actúan, vemos que estos sólidos ciudadanos destrozarían el mundo si ello fuese rentable. Hasta cuando atemorizan a los demás con fantasías de venganza y rapacidad proletarias, ellos mismos, con sus inagotables desarrollos y tratos, lanzan masas de seres humanos, materiales y dinero, de un lado a otro del mundo, erosionando o explotando a su paso el fundamento mismo de las vidas de todos. Su secreto —un secreto que han conseguido ocultar incluso a sí mismos— es que, detrás de sus fachadas, son la clase dominante más violentamente destructiva de la historia. Todos los impulsos anárquicos, desmedidos, explosivos que la siguiente generación bautizaría con el nombre de «nihilismo» —impulsos que Nietzsche y sus seguidores atribuirán a traumas tan cósmicos como la Muerte de Dios— son localizados por Marx en el funcionamiento cotidiano, aparentemente banal, de la economía de mercado. Pinta como nihilistas consumados a los burgueses modernos a una escala mucho más amplia de la imaginada por los intelectuales modernos. Pero estos burgueses se han alienado de su propia creatividad, porque no soportan mirar al abismo moral, social y psíquico abierto por su creatividad.

Algunas de las imágenes más vividas y sorprendentes de Marx tienen el objetivo de obligarnos a confrontar ese abismo. Así «esta sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir tan potentes medios de producción y de cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros». Esta imagen evoca los espíritus del oscuro pasado medieval supuestamente enterrado por nuestra burguesía moderna. Sus miembros se presentan como seres racionales y prácticos, no mágicos; como hijos de la Ilustración, no de la oscuridad. Cuando Marx describe a los burgueses como magos —recordemos también que su empresa ha hecho surgir «poblaciones enteras […] por encanto», sin mencionar el «fantasma del comunismo»— apunta a profundidades negadas por ellos. Las imágenes de Marx proyectan, aquí como siempre, un sentimiento de admiración ante el mundo moderno: sus poderes vitales son deslumbrantes, abrumadores, van más allá de todo lo que hubiera podido imaginar —y no digamos calcular o planificar— la burguesía. Pero las imágenes de Marx expresan también aquello que debe acompañar a todo genuino sentimiento de admiración: un sentimiento de temor. Pues este mundo mágico y milagroso es también demoníaco y aterrador: oscila de forma salvaje y sin control, amenaza y destruye ciegamente a su paso. Los miembros de la burguesía reprimen, al mismo tiempo, la admiración y el temor por lo que han construido: estos poseedores no quieren saber cuan profundamente son poseídos. Sólo aprenden en los momentos de ruina personal y general, es decir solamente cuando es demasiado tarde. El mago burgués de Marx es descendiente del Fausto de Goethe, desde luego, pero también de otra figura literaria que hizo volar la imaginación de su generación: el Frankestein de Mary Shelley. Estas figuras míticas, que luchan por expandir los poderes humanos mediante la ciencia y la racionalidad, desencadenan fuerzas demoníacas que irrumpen irracionalmente, fuera del control humano, con horribles resultados. En la segunda parte del Fausto de Goethe, la potencia infernal consumada que finalmente deja obsoleto al mago, es todo un sistema social moderno. La burguesía de Marx se mueve dentro de esta órbita trágica. Marx sitúa su mundo infernal dentro de un contexto terrenal y muestra cómo, en un millón de fábricas y talleres, bancos e intercambios, los poderes oscuros operan a plena luz del día y las fuerzas sociales son arrastradas en direcciones pavorosas por los incesantes imperativos del mercado que ni siquiera el burgués más poderoso puede controlar. Esta visión de Marx hace que el abismo se aproxime a nuestros hogares.

Así, en la primera parte del Manifiesto, Marx expone las polaridades que animarán y darán forma a la cultura del modernismo en el siglo siguiente: el tema de los deseos e impulsos insaciables, de la revolución permanente, del desarrollo infinito, de la perpetua creación y renovación de todas las esferas de la vida; y su antítesis radical, el tema del nihilismo, la destrucción insaciable, el modo en que las vidas son engullidas y destrozadas, el centro de la oscuridad, el horror. Marx muestra cómo estas dos posibilidades humanas han impregnado la vida de todos los hombres modernos a través de las presiones e impulsos de la economía burguesa. Con el transcurso del tiempo, los modernistas producirán un gran número de visiones cósmicas y apocalípticas, visiones de la felicidad más radiante y la desesperación más sombría. Muchos de los artistas modernistas más creativos, serán simultáneamente poseídos por ambas fuerzas y empujados sin cesar de un extremo a otro; su dinamismo interno reproducirá y expresará los ritmos internos que dan movimiento y vida al capitalismo moderno. Marx nos lanza a las profundidades de este proceso vital, de modo que nos sentimos cargados de una energía vital que magnifica la totalidad de nuestro ser y somos simultáneamente embargados por los golpes y convulsiones que a cada instante amenazan con aniquilarnos. Entonces, mediante la fuerza de su pensamiento y su lenguaje, trata de convencemos para que confiemos en su visión, para que nos dejemos llevar con él al climax que está justo por delante. Los aprendices de mago, los miembros del proletariado revolucionario, están destinados a arrebatar el control de las fuerzas productivas modernas a la burguesía fáustico-frankesteiniana. Cuando lo hayan hecho, transformarán estas fuerzas sociales, volátiles y explosivas, en fuentes de belleza y alegría para todos, haciendo que la historia trágica de la modernidad tenga un final feliz. Al margen de que este final llegue o no a hacerse realidad, el Manifiesto es notable por su fuerza imaginativa, su expresión y su captación de las posibilidades luminosas y terribles que impregnan la vida moderna. Además de todas las otras cosas que es, es la primera gran obra de arte modernista.

Pero aun cuando rindamos homenaje al Manifiesto como arquetipo del modernismo, debemos recordar que los modelos arquetíp-cos sirven para tipificar no sólo las verdades y fuerzas, sino también las tensiones y presiones internas. Así, en el Manifiesto, como en sus ilustres sucesores, encontraremos que, contra las intenciones del creador y probablemente sin su conocimiento, la visión de la revolución y la resolución genera su propia crítica inmanente, y nuevas contradicciones rasgan el velo tejido por esta visión. Aun cuando nos dejemos llevar por el flujo dialéctico de Marx, nos sentimos arrastrados por corrientes de incertidumbre e inquietud que no estaban en el mapa. Quedamos atrapados en una serie de tensiones radicales entre las intenciones y visiones de Marx, entre lo que quiere y lo que ve.

Tomemos, por ejemplo, la teoría de las crisis de Marx: «crisis […] que, con su retomo periódico, plantean, en forma cada vez más amenazante, la cuestión de la existencia de toda la sociedad burguesa». En estas crisis recurrentes, «se destruye sistemáticamente, no sólo una parte considerable de productos elaborados, sino incluso de las mismas fuerzas productivas ya creadas». Marx parece creer que estas crisis debilitarán de manera progresiva el capitalismo para finalmente destruirlo. Y sin embargo, su visión y su análisis de la sociedad burguesa muestran lo bien que esta sociedad puede sortear las crisis y las catástrofes: «de una parte, por la destrucción obligada a una masa de fuerzas productivas; de otra, por la conquista de nuevos mercados y la explotación más intensa de los antiguos». Las crisis pueden aniquilar a personas y grupos que, de acuerdo con las definiciones del mercado, son relativamente débiles e ineficientes; pueden abrir espacios vacíos a las nuevas inversiones y desarrollos; pueden obligar a la burguesía a innovar, a expandirse y a combinarse de manera más amplia e ingeniosa que antes: así pueden actuar como fuentes inesperadas de fortaleza y resistencia capitalista. Tal vez sea cierto que, como dice Marx, estas formas de adaptación sólo preparan «crisis más extensas y más violentas». Pero dada la capacidad burguesa para hacer rentables la destrucción y el caos, no existe una razón aparente por la cual la espiral de estas crisis no pueda mantenerse indefinidamente, aplastando a personas, familias, empresas, ciudades, pero dejando intactas las estructuras del poder y de la vida social burguesa.

A continuación podemos tomar la visión de Marx de la comunidad revolucionaria. Sus bases, irónicamente, serán sentadas por la propia burguesía. «El progreso de la industria, del que la burguesía, incapaz de oponérsele, es agente involuntario, sustituye el aislamiento de los obreros, resultante de la competencia, por su unión revolucionaria mediante la asociación. Las inmensas unidades productivas inherentes a la industria moderna reunirán a un gran número de trabajadores, los obligarán a depender unos de otros y a cooperar en el trabajo —la división moderna del trabajo requiere una intrincada cooperación momento a momento a una escala amplia— y así les enseñarán a pensar y actuar colectivamente. Los vínculos comunitarios de los trabajadores, generados inadvertidamente por la producción capitalista, a su vez generarán instituciones políticas combativas, asociaciones que se opondrán al marco privado y atomista de las relaciones sociales capitalistas y finalmente lo derribarán. Así lo cree Marx.

Y sin embargo, si es cierta su visión general de la modernidad, ¿por qué han de ser las formas de comunidad producidas por la industria capitalista más sólidas que cualquier otro producto capitalista? ¿No podrían resultar esas colectividades, como todo lo demás en. el capitalismo, únicamente temporales, provisionales, construidas para la obsolescencia? En 1856 Marx hablará de los obreros industriales como «hombres nuevos […] un invento de la época moderna, como las propias máquinas». Pero si esto es así, entonces su solidaridad, por impresionante que sea en un momento dado, puede resultar ser tan transitoria como las máquinas que manejan o los productos que producen. Hoy los trabajadores pueden apoyarse unos a otros en la cadena de montaje o en el piquete, sólo para encontrarse mañana dispersos entre las diferentes colectividades, con diferentes situaciones, diferentes procesos y productos, diferentes necesidades e intereses. Una vez más, las formas abstractas del capitalismo parecen subsistir —capital, trabajo asalariado, mercancías, explotación, plus-valor— mientras que sus contenidos humanos están sometidos a un cambio perpetuo. ¿Cómo en un terreno tan poco firme pueden desarrollarse vínculos humanos duraderos?

Incluso si los trabajadores llegaran a construir un movimiento comunista triunfante y tal movimiento generara una revolución igualmente triunfante, ¿cómo, entre las mareas de la vida moderna, se las arreglarán para construir una sólida sociedad comunista? ¿Qué evitará que las fuerzas sociales que han hecho desvanecerse al capitalismo hagan desvanecerse también al comunismo? Si todas las nuevas relaciones se hacen añejas antes de haber podido osificarse, ¿cómo podrán mantenerse vivas la solidaridad, la fraternidad y la ayuda mutua? Un gobierno comunista podría tratar de poner compuertas a la marea imponiendo restricciones radicales no solamente a las actividades y empresas económicas (todos los gobiernos socialistas lo han hecho, lo mismo que todos los Estados capitalistas del bienestar), sino también a la expresión cultural, política y personal. Pero en la medida en que tal política consiguiera su objetivo, ¿no sería una traición a la aspiración marxista de un libre desarrollo para todos y cada uno? Marx consideraba el comunismo como la culminación de la modernidad; pero ¿cómo podría el comunismo atrincherarse en el mundo moderno, sin suprimir esas mismas energías que promete liberar? Por otra parte, si diera rienda suelta a esas energías, ¿no sería posible que el flujo espontáneo de la energía popular barriera la misma nueva formación social?

Por lo tanto, con una simple lectura cuidadosa del Manifiesto, y una seria consideración de su visión de la modernidad, llegamos a plantearnos preguntas serias acerca de las respuestas de Marx. Podemos ver que el objetivo de plenitud que Marx ve a la vuelta de la esquina, podría tardar mucho tiempo en llegar, si es que llega; y podemos ver que incluso si llega, puede ser tan sólo un episodio fugaz y transitorio, esfumado en un instante, añejo antes de haber podido osificarse, barrido por la misma marca de perpetuo cambio y progreso que brevemente lo pusiera a nuestro alcance, dejándonos flotar indefinidamente, impotentemente. También podemos ver cómo el comunismo, para no desintegrarse, podría sofocar las fuerzas dinámicas, activas, de desarrollo, que le han dado vida, podría defraudar muchas de las esperanzas que lo hicieran digno de luchar por él; podría reproducir las injusticias y las contradicciones de la sociedad burguesa bajo un nuevo nombre. Irónicamente, pues, podemos ver cómo la dialéctica de la modernidad de Marx recrea el destino de la sociedad que describe, ganando energías e ideas que se desvanecen en su propio aire.

111. DESNUDEZ: EL HOMBRE DESGUARNECIDO

Ahora que hemos visto la visión «evanescente» de Marx en acción, quisiera utilizarla para explicar algunas de las imágenes de la vida moderna más poderosas del Manifiesto. En el pasaje que sigue, Marx trata de mostrar cómo el capitalismo ha transformado las relaciones de las personas entre sí y consigo mismas. Pese a que, en la sintaxis de Marx, «la burguesía» es el sujeto —en sus actividades económicas que traen consigo los grandes cambios—, los hombres y las mujeres modernos, de todas las clases, son objetos, pues todos han cambiado: Las abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus «supcriore» naturales» [la burguesía) IAS ha desgarrado sin piedad para no dejar subsistir otro vinculo entre los hombres que el frío interés, el cruel «pago al contado». Ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo del pequeño brugucs en las aguas heladas del cálculo egoísta […] La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto […] La burguesía ha desgarrado el velo de emocionante sentimentalismo que encubría las relaciones familiares, y las redujo a simples relaciones de dinero […] En lugar de la explotación velada por ilusiones religiosas y políticas, ha establecido una explotación abierta, descarada, directa y brutal.

Aquí la oposición básica de Marx es entre lo abierto y desnudo, y lo oculto, velado, cubierto. Esta polaridad, perenne tanto en el pensamiento oriental como en el occidental, simboliza en todas partes la diferencia entre un mundo «real» y otro ilusorio. En la mayor parte del pensamiento especulativo antiguo y medieval, todo el mundo de experiencia sensorial aparece como ilusorio —el «velo del maya hindú— y el mundo verdadero es considerado accesible únicamente a través de la trascendencia de los cuerpos, el espacio y el tiempo. En algunas tradiciones, la realidad es accesible a través de la meditación filosófica o religiosa; en otras, sólo nos será asequible en una existencia futura después de la muerte: «Ahora vemos a través de un vidrio oscuro, pero después lo haremos cara a cara», dijo San Pablo.

La transformación moderna, que comienza en la época del Renacimiento y la Reforma, coloca estos dos mundos sobre la tierra, en el espacio y en el tiempo, y los puebla de seres humanos. Entonces el mundo falso aparece como un pasado histórico, un mundo que hemos perdido (o que estamos perdiendo) en tanto que el mundo verdadero es el mundo físico y social que existe para nosotros aquí y ahora (o que está naciendo). En este punto surge un simbolismo nuevo. Las ropas se convierten en emblema del viejo e ilusorio modo de vida; la desnudez pasa a significar la verdad recientemente descubierta y experimentada; y el acto de quitarse la ropa se convierte en un acto de liberación espiritual, de hacerse real. La moderna poesía erótica desarrolla este tema, tal como lo han experimentado generaciones de amantes modernos, con alegre ironía; la tragedia moderna penetra en sus profundidades tenebrosas y temibles. Marx piensa y trabaja dentro de la tradición trágica. Para él las ropas son quitadas, los velos desgarrados, el proceso de despojamiento es violento y brutal; y sin embargo, de algún modo, el movimiento trágico de la historia moderna tiene una supuesta culminación en un final feliz.

La dialéctica de la desnudez que culmina en Marx es definida en el comienzo mismo de la época moderna, en El rey Lear, de Shakespeare. Para Lear, la verdad desnuda es lo oue el hombre se ve obligado a afrontar cuando ha perdido todo lo que otros hombres pueden quitarle, excepto la vida misma. Vemos cómo su voraz familia, ayudada por su propia ciega vanidad, desgarra el velo del sentimentalismo. Despojado no sólo de poder político, sino hasta de los últimos restos de dignidad humana, es arrojado a la intemperie en medio de la noche, en lo más recio de una tormenta torrencial y aterradora. A esto, dice, es a lo que se reduce al final la vida humana: los solitarios y los pobres son abandonados al frío, en tanto que los perversos y los brutales disfrutan de todo el calor que puede ofrecer el poder. Tal conocimiento parece ser excesivo para nosotros: «La naturaleza del hombre no puede soportar la aflicción ni el temor.» Pero Lear no se doblega bajo las ráfagas heladas de la tormenta, ni tampoco huye de ellas; por el contrario, se expone a la furia de la tormenta, la mira a la cara y se afirma frente a ella, aun cuando le sacuda y desgarre. Mientras vaga sin rumbo con su bufón real (acto 111, escena IV) se encuentran con Edgar, que se ha disfrazado de mendigo loco, totalmente desnudo y aparentemente aún más miserable que él. «El hombre, ¿no es más que eso?» pregunta Lear. «Sois precisamente eso: un hombre desguarnecido…» Entonces, en el climax de la obra, desgarra sus vestiduras reales —«Fuera, fuera préstamos»— y se une al «pobre Tom», en la autenticidad desnuda. Este acto, con que Lear cree haberse colocado en el nadir mismo de la existencia —«un animal pobre, desnudo, atenazado»— resulta ser, irónicamente, su primer paso hacia una plena humanidad, porque, por primera vez, reconoce la relación entre él y otro ser humano. Este reconocimiento le permite aumentar su sensibilidad y discernimiento y traspasar los límites de su amargura y su miseria ensimismadas. De pie, tiritando, cae en la cuenta de que su reino está lleno de personas cuyas vidas son consumidas por el sufrimiento abandonado e indefenso que él experimenta en ese momento. Cuando tenía el poder, nunca lo advirtió, pero ahora su visión se ensancha para incluirlos: ¡Pobres y miserables desnudos, dondequiera que os halléis, que aguantáis la descarga de esta despiadada tempestad! ¿Cómo os defenderéis de un temporal semejante, con vuestras cabezas sin abrigo, vuestros estómagos sin alimento y vuestros andrajos llenos de agujeros y aberturas? ¡Oh, cuan poco me había preocupado de ellos! Pompa, acepta esta medicina; exponte a sentir lo que sienten los desgraciados, para que puedas verter sobre ellos lo superfluo y mostrar a los cielos más justos (III, 4, 28-36). Sólo en este momento Lear está capacitado para ser lo que pretende ser, «un rey de pies a cabeza». Su tragedia es que la catástrofe que lo redime humanamente, lo destruye políticamente: la experiencia que lo capacita auténticamente para ser rey, hace imposible que lo sea. Su triunfo consiste en haberse convertido en algo con lo que nunca soñó ser, un ser humano. En esto, una dialéctica esperanzadora ilumina la desolación y la frustración. Solo, en medio del frío, el viento y la lluvia, Lear desarrolla la visión y el valor para acabar con su soledad, para acercarse a sus semejantes en busca de mutuo calor. Shakespeare nos está diciendo que la terrible realidad desnuda del «hombre desguarnecido» es el punto a partir del cual debe realizarse la guarnición, el único terreno sobre el que puede crecer una comunidad real. En el siglo XVIII, las metáforas de ¡a desnudez como verdad, y del despojamiento como descubrimiento de sí mismo adquieren una nueva resonancia política. En las Cartas persas de Montesquicu, los velos que las mujeres persas son obligadas a llevar simbolizan todas las represiones que las jerarquías sociales tradicionales imponen a las personas. En cambio, la ausencia de velos en las calles de París simboliza un nuevo tipo de sociedad donde «imperan la libertad y la igualdad» y donde, consecuentemente «todo se expresa, todo es visible, todo es audible. El corazón se muestra tan abiertamente como la cara» »’. Rousseau, en su Discurso sobre las Artes y las Ciencias, denuncia «el velo uniforme y engañoso de la urbanidad» que cubre su época y dice que «el hombre bueno es un atleta a quien le gusta luchar totalmente desnudo; desprecia todos aquellos viles ornamentos que obstaculizan el uso de sus facultades» ‘ Por tanto, el hombre desnudo no sólo será un hombre más libre y feliz, sino también un hombre mejor. Los movimientos revolucionarios liberales con que culminaría el siglo XV11I se guían por esta fe: si los privilegios hereditarios y los roles sociales son suprimidos para que todos los hombres puedan disfrutar de una libertad sin trabas, utilizando todas sus facultades, éstas serán utilizadas en bien de toda la humanidad. Encontramos aquí una sorprendente ausencia de preocupación acerca de lo que hará, o será, este ser humano desnudo. La complejidad y plenitud dialéctica que encontramos en Shakespeare se han desvanecido para dejar paso a polarizaciones estrechas. El pensamiento contrarrevolucionario de este período muestra la misma estrechez y cortedad de miras. He aquí lo que dice Burke acerca de la Revolución francesa:

Pero ahora todo va a cambiar. Todas las ilusiones placenteras que hacían que el poder fuera amable y la obediencia liberal, que armonizaban los diferentes matices de la vida […] serán disueltas por este nuevo imperio conquistador de la luz y la razón. Todo el decoroso envoltorio de la vida será desgarrado groseramente. Todas las ideas añadidas, que pertenecen al corazón, y que el entendimiento ratifica como necesarias para cubrir los defectos de nuestra débil y trémula naturaleza, y para elevarla a la dignidad en nuestra propia estimación, serán destrozadas como ridículas, absurdas y anticuadas.

Los philosophes imaginaban una desnudez idílica, que abriría nuevas visiones de belleza y felicidad para todos; para Burke representa un desastre antiidílico sin atenuantes, una caída en la nada de la que nada ni nadie podrá levantarse. Burke no puede imaginar que los hombres modernos puedan aprender algo, como aprende Lear, de su común vulnerabilidad al frío. Para Burke, la única esperanza de los hombres reside en las mentiras: en su capacidad de fabricar envoltorios míticos lo suficientemente pesados como para sofocar su terrible conocimiento de quiénes son.

Para Marx, que escribía después de las revoluciones y reacciones burguesas, y que esperaba una nueva oleada, los símbolos de la desnudez y la caída del velo recuperan la profundidad dialéctica que Shakespeare les diera dos siglos antes. Las revoluciones burguesas, al desgarrar los velos de las «ilusiones religiosas y políticas», han dejado al desnudo el poder y la explotación, la crueldad y la miseria, expuestos como heridas abiertas; al mismo tiempo han descubierto y expuesto nuevas opciones y esperanzas. Al contrario que la gente corriente de todas las épocas, traicionada y destrozada incesantemente por su devoción a sus «superiores naturales», los hombres modernos, bañados en las aguas del «frío interés» quedan liberados de toda referencia; hacia unos amos que los destruyen, y el frío, más que aturdirlos, les anima. Puesto que saben cómo pensar en, por y para sí mismos, pedirán cuentas claras de lo que sus jefes y gobernantes hacen por ellos —y les hacen— y estarán dispuestos a oponerse y rebelarse cuando no reciban nada real a cambio.

La esperanza de Marx es que una vez que los hombres desguarnecidos de clase obrera se vean «forzados a considerar […] sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas», se unirán para superar el frío que los atenaza. Su unión generará la energía colectiva que puede alimentar una nueva vida comunitaria. Uno de los objetivos fundamentales del Manifiesto es indicar el modo de escapar al frío, de nutrir y enfocar la añoranza común de un calor comunitario. Puesto que los trabajadores sólo pueden sobrellevar la aflicción y el temor si entran en contacto con los recursos más profundos de sus personas estarán dispuestos a luchar por el reconocimiento colectivo de la belleza y el valor de sus personas. Su comunismo, cuando llegue, tendrá la apariencia de un vestido transparente, que dé calor a quienes lo lleven y al mismo tiempo enmarque su belleza desnuda, a fin de que puedan reconocerse y reconocer a los demás en todo su esplendor.

Aquí, como es frecuente en Marx, la visión es deslumbrante, pero si miramos fijamente la luz parpadea. No es difícil imaginar finales alternativos para la dialéctica de la desnudez, finales menos hermosos que el de Marx, pero no menos plausibles. Bien podría ser que los hombres y mujeres modernos prefiriesen el patetismo y la grandeza solitarios de la personalidad no condicionada de Rousseau, o las comodidades colectivas de la máscara política de Burke, al intento marxista de fundir lo mejor de ambos. De hecho, el tipo de individualismo que se burla de las relaciones con los demás, y las teme como amenazas a la integridad de su personalidad, y el tipo de colectivismo que trata de sumergir la personalidad en un papel social, pueden resultar más atractivos que la síntesis marxista, puesto que intelectual y emocionalmente resultan mucho más fáciles.

Hay otro problema que podría impedir que la dialéctica marxista llegue a ponerse en marcha. Marx cree que los golpes, las conmociones y las catástrofes de la vida en la sociedad burguesa, permiten a los modernos que los experimentan, como hace Lear, descubrir quiénes «son realmente». Pero si la sociedad burguesa es tan volátil como Marx cree que es ¿cómo pueden sus miembros llegar a decidirse por una personalidad real? Con todas las posibilidades y necesidades que bombardean la personalidad y todas las tendencias desesperadas que la impulsan, ¿cómo puede alguien definir con precisión cuáles son esenciales y cuáles pasajeras? La naturaleza del nuevo hombre desnudo moderno resulta ser tan escurridiza y misteriosa como la del antiguo hombre vestido, y tal vez incluso más, puesto que ya no existe la ilusión de una personalidad real detrás de la máscara. Así pues, junto con la comunidad y la sociedad, la propia individualidad puede estar desvaneciéndose en el aire moderno.

IV. LA METAMORFOSIS DE LOS VALORES

 

Nuevamente aparece el problema del nihilismo en la siguiente línea de Marx: la burguesía «ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio. Ha sustituido las numerosas libertades escrituradas y bien adquiridas por la única y desalmada libertad de comercio». El primer punto aquí es el inmenso poder del mercado en las vidas íntimas de los hombres modernos: miran la lista de precios en busca de respuestas a preguntas que no son meramente económicas, sino metafísicas: preguntas acerca de qué merece la pena, qué es honorable, incluso qué es real. Cuando Marx dice que los otros valores son convertidos en valores de cambio, lo que quiere decir es que la sociedad burguesa no borra las antiguas estructuras del valor, sino que las incorpora. Las antiguas formas de honor y dignidad no mueren; son incorporadas al mercado, se les añade una etiqueta de precio, adquieren una nueva vida, como mercancías. Así, cualquier forma imaginable de conducta humana se hace moralmente permisible en el momento en que se hace económicamente posible y adquiere «valor»; todo vale si es rentable. En esto consiste el nihilismo moderno. Dostoievski, Nietzsche y sus sucesores del siglo XX atribuirán esta situación a la ciencia, el racionalismo, la muerte de Dios. Marx diría que su base es mucho más concreta y mundana: está inscrita en el banal funcionamiento cotidiano del orden económico burgués, un orden que equipara nuestro valor humano con nuestro precio en el mercado, ni más ni menos, y nos obliga a proyectarnos para elevar nuestro precio tanto como podamos.

 
Marx se espanta por la brutalidad destructiva a que da origen el nihilismo burgués, pero cree que posee una tendencia oculta a trascenderse. La fuente de esta tendencia es, paradójicamente, el principio «desalmado» de la libertad de comercio. Marx cree que los burgueses creen realmente en este principio —esto es, en un flujo incesante e ilimitado de mercancías en circulación, una continua metamorfosis de los valores del mercado. Si, como cree, los miembros de la burguesía quieren realmente un mercado libre, tendrán que garantizar la libertad de los nuevos productos para entrar en el mercado. A su vez esto significa que cualquier sociedad burguesa plenamente desarrollada debe ser una sociedad genuinameme abierta, no sólo económica, sino también política y culturalmente, de manera que las personas tengan libertad para comprar y buscar las mejores ofertas de ideas, asociaciones, leyes y políticas sociales, tanto como de productos. El principio desalmado de la libertad de comercio obligará a la burguesía a garantizar incluso a los comunistas los derechos básicos de que disfrutan todos los hombres de negocios, el derecho a ofrecer y promocionar y vender sus productos a todos los clientes que pueda atraer.

Así, en virtud de lo que Marx llama «libre concurrencia en el dominio de la conciencia», habría que permitir hasta las ideas y obras más subversivas —como el mismo Manifiesto— sobre la base de que pueden venderse. Marx confía en que una vez que las ideas sobre la revolución y el comunismo sean accesibles a las masas, se venderán y que el comunismo como «movimiento independiente de la inmensa mayoría en provecho de la inmensa mayoría» tendrá la acogida que merece. A la larga, Marx puede convivir con el nihilismo burgués, porque lo ve activo y dinámico, lo que Nietzsche llamaría un nihilismo fuerte. Impulsada por sus energías y tendencias nihilistas, la burguesía abrirá las compuertas políticas y culturales a través de las cuales fluirá su némesis revolucionaria.

Esta dialéctica presenta varios problemas. El primero tiene que ver con el compromiso de la burguesía con el principio desalmado de la libertad de comercio, ya sea en la economía, la política o la cultura. De hecho, a lo largo de la historia burguesa este principio ha sido por lo general más respetado para infringirlo que para observarlo. Los miembros de la burguesía, especialmente los más poderosos, han luchado por lo general para restringir, manipular y controlar sus mercados. De hecho, buena parte de su energía creativa, a través de los siglos, se ha gastado en acuerdos en este sentido —monopolios escriturados, holdings, trusts, candes y grupos de empresas, aranceles proteccionistas, fijación de precios, subvenciones estatales abiertas o encubiertas—, todos ellos acompañados de himnos de alabanza al libre mercado. Es más, incluso entre los pocos que creen realmente en el libre cambio, hay todavía menos que extenderían la libre competencia tanto a las ideas como a las cosas. Wilhem von Humboldt, J. S. Mill, los jueces Holmes y Brandéis y Douglas y Black han sido voces débiles y acalladas en la sociedad burguesa, combatidas y marginales en el mejor de los casos. Una costumbre burguesa más típica consiste en alabar la libertad, cuando se está en la oposición y reprimirla cuando se está en el poder. Aquí Marx puede verse en peligro —un peligro sorprendente para él— de dejarse llevar por lo que dicen los ideólogos burgueses, y perder de vista lo que hacen realmente quienes poseen el dinero y el poder. Este es un problema serio, porque si en realidad a los miembros de la burguesía la libertad les trae sin cuidado, actuarán en consecuencia para que las sociedades que controlan permanezcan cerradas a las nuevas ideas, haciendo todavía más difícil que arraigue el comunismo. Marx diría que la necesidad de progreso e innovación de los burgueses los obligará a abrir sus sociedades incluso a las ideas que temen. Sin embargo, su ingenio podría evitar esto a través de una innovación verdaderamente insidiosa: un consenso de mutua mediocridad, destinado a proteger a cada individuo burgués de los riesgos de la competencia, y a la sociedad burguesa en su conjunto de los riesgos del cambio.

Otro problema de la dialéctica marxista del libre mercado es que implica una extraña connivencia entre la sociedad burguesa y sus oponentes más radicales. Esta sociedad es impulsada por el principio desalmado de la libertad de comercio a abrirse a movimientos favorables a un cambio radical. Los enemigos del capitalismo pueden gozar de bastante libertad para hacer su trabajo: escribir, leer, hablar, reunirse, organizarse, manifestarse, hacer huelgas, elegir. Pero su libertad de movimiento transforma este movimiento en una empresa, y finalmente tienen que desempeñar el papel paradójico de promotores y mercaderes de la revolución, que necesariamente se convierte en una mercancía como cualquier otra. Marx no parece preocupado por las ambigüedades de este papel social: quizá porque está seguro de que se hará añejo antes de haber podido osificarse, de que la empresa revolucionaria quedará al margen del negocio por su rápido triunfo. Un siglo más tarde podemos ver cómo el negocio de promocionar la revolución está expuesto a los mismos abusos y tentaciones, fraudes manipuladores y autoengaños voluntarios, como cualquier otro tipo de promoción.

Finalmente, nuestras dudas escépticas acerca de las promesas de los promotores nos llevará a cuestionar una de las promesas fundamentales de la obra de Marx: la promesa de que el comunismo, al tiempo que mantiene y profundiza realmente las libertades que nos ha proporcionado el capitalismo, nos liberará de los horrores del nihilismo burgués. Si la sociedad burguesa es realmente la vorágine que Marx cree que es, ¿cómo puede esperar que todas sus corrientes fluyan en una sola dirección, hacia la integración y la armonía pacíficas? Aun si algún día el comunismo triunfante fluye a través de las compuertas abiertas por el libre comercio, ¿quién sabe qué terribles impulsos podrían fluir junto con él, o siguiendo su estela, o incrustados en él? Es fácil imaginar cómo una sociedad comprometida con el libre desarrollo de todos y cada uno podría desarrollar sus propias variedades de nihilismo. De hecho, un nihilismo comunista podría resultar mucho más explosivo y desintegrador que su precursor burgués —aunque también más atrevido y original— porque mientras que el capitalismo» recorta las infinitas posibilidades de la vida moderna en el límite de la línea de fondo, el comunismo de Marx podría lanzar al individuo liberado a inmensos e ignotos espacios humanos sin límite alguno.

V. LA PERDIDA DE LA AUREOLA

Todas las ambigüedades del pensamiento de Marx cristalizan en una de sus imágenes más luminosas, la última que exploraremos aquí; «La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de respeto reverente. Al médico, al jurisconsulto, al sacerdote, al poeta, al sabio, los ha convertido en sus servidores asalariados» La aureola, para Marx, es un símbolo primario de la experiencia religiosa, la experiencia de lo sagrado. Para Marx, como para su contemporáneo Kierkegaard, es la experiencia, más que la creencia, o el dogma, o la teología, la que constituye el meollo de la vida religiosa. La aureola divide la vida en lo sagrado y lo profano: crea un aura de temor y resplandor sagrados en torno a la figura que la lleva; la figura santificada es arrancada de la matriz de la condición humana, inexorablemente separada de las necesidades y presiones que animan a los hombres y mujeres que la rodean. Marx cree que el capitalismo tiende a destruir para todos esta forma de experiencia: «Todo lo sagrado es profanado»; nada es sagrado, nadie es intocable, la vida se vuelve completamente desacralizada. En algunos aspectos, Marx lo sabe, esto es horrible: bien podría ser que hombres y mujeres modernos, sin ningún miedo que los contuviera, no se detuvieran ante nada; libres de temores y temblores, también serán libres para pisotear a todo el que encuentren a su paso, si su propio interés los lleva a ello. Pero Marx también ve las virtudes de una vida sin auras: crea una situación de igualdad espiritual. Así, la burguesía moderna puede tener grandes poderes materiales sobre los trabajadores y sobre todos los demás, pero nunca conseguirá el ascendiente espiritual que las clases dominantes anteriores tenían asegurado. Por primera vez en la historia, todos se enfrentan a sí mismos y a los demás en el mismo plano.

Debemos recordar que Marx escribe en un momento histórico en que, especialmente en Inglaterra y Francia (el Manifiesto tiene, en realidad, más que ver con estos países que con la Alemania de la época de Marx), el desencanto del capitalismo es intenso y general y está casi preparado para estallar en formas revolucionarias. Durante los próximos veinte años, más o menos, la burguesía dará pruebas de una considerable inventiva para construir aureolas propias. Marx tratará de hacerlas desaparecer en el libro primero de El capital, en su análisis sobre «El fetichismo de la Mercancía», una mística que disfraza las relaciones intersubjetivas entre personas en una sociedad de mercado como relaciones puramente físicas «objetivas» e inalterables entre cosas. En el clima de 1848, esta seudorreligiosidad burguesa todavía no había arraigado. Los blancos de Marx en esto están, tanto para él como para nosotros, mucho más próximos; son aquellos profesionales e intelectuales —el médico, el jurisconsulto, el sacerdote, el poeta, el sabio»— que creen tener poder para vivir en un plano más alto que las personas corrientes, para trascender el capitalismo en su vida y en su trabajo. ¿Por qué Marx coloca en primer lugar la aureola sobre las cabezas de los profesionales e intelectuales modernos? He aquí una de las paradojas de su papel histórico: aun cuando tienden a enorgullecerse de su mentalidad emancipada y totalmente secularizada, resultan ser casi los únicos modernos que realmente creen haber sido llamados a sus vocaciones y que su trabajo es sagrado. Para cualquier lector de Marx es evidente que éste, en su entrega a su obra, comparte esta fe. Y sin embargo, aquí sugiere que en algún sentido es una mala fe, un autoengaño. Este pasaje es tan llamativo porque, al ver cómo Marx se identifica con la perspicacia y la fuerza crítica de la burguesía y se esfuerza en arrancar la aureola de las cabezas de los intelectuales modernos, nos damos cuenta de que, en alguna medida, es su propia cabeza la que deja al desnudo.

Para estos intelectuales tal como los ve Marx, el hecho básico de la vida es que son «trabajadores asalariados» de la burguesía, miembros de «la clase obrera moderna, el proletariado». Pueden negar esta identidad —después de todo ¿quién quiere pertenecer al proletariado?— pero son arrojados a la clase obrera por las condiciones históricamente definidas en las que se ven obligados a trabajar. Cuando Marx describe a los intelectuales como asalariados, está tratando de hacernos ver que la cultura moderna es parte de la industria moderna. El arte, la ciencia física, la teoría social como la del propio Marx, son modos de producción; la burguesía controla los medios de producción de la cultura, como de todo lo demás, y todo el que quiera crear, deberá trabajar en la órbita de su poder.

Los profesionales, intelectuales y artistas modernos, en la medida en que son miembros del proletariado, no viven sino a condición de encontrar trabajo, y lo encuentran únicamente mientras su trabajo acrecienta el capital. Estos obreros, obligados a venderse al detalle, son una mercancía como cualquier otro artículo de comercio, sujeta, por tanto, a todas las vicisitudes de la competencia, a todas las fluctuaciones del mercado.

Así pues, pueden escribir libros, pintar cuadros, descubrir leyes físicas o históricas, salvar vidas, solamente si alguien con capital les paga. Pero las presiones de la sociedad burguesa son tales que nadie les pagará a menos que sea rentable pagarles, esto es a menos que de alguna manera su trabajo contribuya a «acrecentar el capital». Deben «venderse al detalle» a un empresario dispuesto a explotar sus cerebros para obtener una ganancia. Deben intrigar y atropellar para presentarse bajo la luz más rentable; deben competir (a menudo de manera brutal y poco escrupulosa) por el privilegio de ser comprados, simplemente para poder continuar con su obra. Una vez que la obra está acabada se ven, como todos los demás trabajadores, separados del producto de su trabajo. Sus bienes y servicios se ponen a la venta y serán «las vicisitudes de la competencia, las fluctuaciones del mercado» antes que cualquier verdad, o belleza, o valor intrínseco —o cualquier falta de verdad, o belleza, o valor— las que determinen su suerte, Marx no espera que las grandes ideas y obras se malogren por falta de mercado: la burguesía moderna es notable por sus recursos a la hora de extraer beneficios de los pensamientos. Lo que sucederá será más bien que los procesos y productos creativos serán usados y transformados en formas que harían quedar perplejos u horrorizados a sus creadores. Pero los creadores serán impotentes para oponerse porque, para vivir, deben vender su fuerza de trabajo.

Los intelectuales ocupan una posición peculiar en la clase obrera, posición que genera privilegios especiales, pero también ironías especiales. Son beneficiarios de la demanda burguesa de innovación perpetua, que agranda considerablemente el mercado de sus productos y habilidades y a menudo estimula su audacia e imaginación creativas y —si son lo suficientemente astutos y afortunados como para explotar la necesidad de cerebros— les permite escapar de la pobreza crónica en que vive la mayoría de los trabajadores. Por otra parte, puesto que están personalmente involucrados en su obra —a diferencia de la mayoría de los asalariados, alienados e indiferentes—, las fluctuaciones del mercado los afectan de manera mucho más profunda. Al «venderse al detalle», venden no sólo su energía física, sino su mente, su sensibilidad, sus sentimientos más profundos, sus capacidades visionarias e imaginativas, prácticamente todo su ser. El Fausto de Goethe nos ofrece el arquetipo de un intelectual moderno obligado a «venderse» para crear una diferencia en el mundo. Fausto también personifica un conjunto de necesidades endémicas de los intelectuales: no sólo los impulsa la necesidad de vivir, que comparten con todos los hombres, sino también su deseo de comunicarse, de entablar un diálogo con sus semejantes. Pero el mercado de mercancías culturales ofrece el único medio en que puede darse el diálogo a escala pública: no hay una sola idea que pueda llegar, o cambiar, a los modernos a menos que haya sido comercializada y les haya sido vendida. De donde resulta que dependen del mercado, para obtener no sólo el pan, sino también el sustento espiritual, sustento que, como saben, no pueden contar con que les sea proporcionado por el mercado.

Es fácil ver por qué los intelectuales modernos, atrapados en estas ambigüedades, imaginan salidas radicales: en su situación, las ideas revolucionarias emanan de sus necesidades personales más intensas y directas. Pero las condiciones sociales que inspiran su radicalismo también contribuyen a frustrarlo. Ya vimos que hasta las ideas más subversivas debían manifestarse a través de los medios del mercado. En la medida en que estas ideas atraigan y despierten entusiasmo, extenderán y enriquecerán el mercado y consecuentemente «incrementarán el capital». Ahora bien, si la visión marxista de la sociedad burguesa es exacta, hay muchas razones para pensar que generará un mercado de ideas radicales. Este sistema requiere una revolución, perturbación y agitación constantes; debe ser perpetuamente empujado y presionado para mantener su elasticidad y capacidad de respuesta, para apropiarse de las nuevas energías y asimilarlas, para impulsarse hacia nuevas alturas de actividad y crecimiento. Esto significa, sin embargo, que los hombres y los movimientos que proclaman su enemistad con el capitalismo podrían ser justamente la clase de estimulantes que necesita el capitalismo. La sociedad burguesa, mediante su impulso insaciable de destrucción y desarrollo, y su necesidad de satisfacer las necesidades insaciables que crea, produce inevitablemente ideas y movimientos radicales que aspiran a destruirla. Pero su misma capacidad de desarrollo le permite negar sus propias negaciones internas: nutrirse y prosperar gracias a la oposición, hacerse más fuerte en medio de las presiones y crisis de lo que podría serlo jamás en tiempos de calma, transformar la enemistad en intimidad y a los atacantes en aliados que ignoran que lo son.

En esta atmósfera, por tanto, los intelectuales radicales encuentran obstáculos radicales: sus ideas y movimientos corren peligro de desvanecerse en el mismo aire moderno que descompone el orden burgués que ellos luchan por superar. Rodearse de una aureola, en esta atmósfera, es intentar destruir el peligro negándolo. Los intelectuales de la época de Marx fueron especialmente vulnerables a esta clase de mala fe. Mientras Marx descubría el socialismo en el París de la década de 1840, Gautier y Flaubert desarrollaban su mística del «arte por el arte», en tanto que el círculo que rodeaba a Auguste Comte construía paralelamente su propia mística de la «ciencia pura». Ambos grupos —unas veces enfrentados entre sí y otras veces mezclados— se consagraban como vanguardias. Eran perspicaces y agudos en su crítica del capitalismo y, al mismo tiempo, absurdamente complacientes en su fe de tener poder para trascenderlo, de poder vivir y trabajar libremente por encima de sus normas y demandas.

El propósito de Marx al arrancar las aureolas de sus cabezas es que nadie en la sociedad burguesa pueda ser tan puro, o estar tan a salvo, o ser tan libre. Las tramas y ambigüedades del mercado son tales que atrapan y enredan a todo el mundo. Los intelectuales deben reconocer las profundidades de su propia dependencia —dependencia tanto económica como espiritual— del mundo burgués que desprecian. Jamás podremos superar esas contradicciones a menos que nos enfrentemos directa y abiertamente a ellas. Despojar de las aureolas tiene este significado. Esta imagen, como todas las grandes imágenes de la historia de la literatura y el pensamiento, contiene profundidades que su creador jamás habría podido prever. Ante todo, la acusación que lanza Marx a las vanguardias científicas y artísticas del siglo XIX hiere con igual hondura a las «vanguardias» leninistas del siglo XX cuya pretensión de trascender el mundo vulgar de la necesidad, el interés, el cálculo egoísta y la explotación brutal, es idéntica e igualmente infundada. Además, suscita preguntas acerca de la imagen romántica que tenía Marx de la clase obrera. Si ser un trabajador asalariado es la antítesis de tener una aureola, ¿cómo puede Marx hablar del proletariado como una clase de hombres nuevos, singularmente capacitados para trascender las contradicciones de la vida moderna? Desde luego, es posible dar un paso más en este cuestionamiento. Si hemos seguido la forma en que Marx despliega su visión de la modernidad, y nos hemos enfrentado a todas sus endémicas ironías y ambigüedades ¿cómo podemos esperar que haya alguien que trascienda todo ello?

Una vez más, topamos con un problema que había aparecido anteriormente: la tensión entre la percepción crítica de Marx y sus esperanzas radicales. En este ensayo me he inclinado por subrayar las corrientes subterráneas autocríticas y escépticas del pensamiento de Marx. Algunos lectores se podrán sentir inclinados a tomar en serio únicamente la crítica y la autocrítica, desechando las esperanzas como utópicas e ingenuas. Hacerlo, sin embargo, sería pasar por alto lo que Marx consideraba el punto esencial del pensamiento crítico. La crítica, tal como él la entendía, formaba parte de un proceso dialéctico en desarrollo. Pretendía ser dinámica, inspirar e impulsar a la persona criticada a superar tanto a su crítico como a sí misma, llevar a ambas partes hacia una nueva síntesis. Así, desenmascarar las falsas pretensiones de transcendencia es pedir y luchar por una transcendencia real. Renunciar a la búsqueda de trascendencia es erigir una aureola en tomo a la propia resignación y al propio estancamiento, traicionando no sólo a Marx, sino también a nosotros mismos. Debemos batallar por el equilibrio precario y dinámico que Antonio Gramsci, uno de los grandes autores y dirigentes comunistas de nuestro siglo, describió como «pesimismo del intelecto, optimismo de la voluntad».

CONCLUSIÓN: LA CULTURA Y LAS CONTRADICCIONES DEL CAPITALISMO

En este ensayo he tratado de definir un espacio en el que el pensamiento de Marx converja con la tradición modernista. Ante todo, ambos son intentos de evocar y captar una experiencia diferenciadamente moderna. Ambos hacen frente a este campo con emociones entremezcladas; el júbilo y el temor se funden con un sentimiento de horror. Ambos consideran que la vida moderna está acribillada de impulsos y posibilidades contradictorios, y ambos adoptan una visión de una modernidad última o ultra —los «hombres nuevos […] invento de la época moderna, como las propias máquinas», de Marx; »faut étre absolument moderne», de Rimbaud— como el modo de atravesar y dejar atrás estas contradicciones.

En este espíritu de convergencia he tratado de interpretar a Marx como un escritor modernista, revelando la vivacidad y riqueza de su lenguaje, la profundidad y complejidad del mundo de sus imágenes —vestidos v desnudez, velos, aureolas, calor, frío— y mostrando con cuanta brillantes desarrolla los temas por los que el modernismo llegará a definirse: la gloria de la energía y el dinamismo modernos, los estragos de la desintegración y el nihilismo modernos, la extraña intimidad entre ellos; la sensación de estar atrapado en una vorágine en la que todos los hechos y valores se arremolinan, explotan, se descomponen, se recombinan; la incertidumbre básica sobre lo que es fundamental, lo que es valioso, hasta lo que es real; el estallido de las esperanzas más radicales en medio de sus radicales negaciones. Al mismo tiempo, he tratado de interpretar el modernismo de un modo marxista, sugiriendo cómo sus energías, percepciones y ansiedades características emanan de los impulsos y las tensiones de la vida económica moderna: de su incesante e insaciable presión en favor del crecimiento y el progreso; su expansión de los deseos humanos más allá de los límites locales, nacionales y morales; sus exigencias de que las personas no sólo exploten a sus semejantes, sino también a sí mismas; la infinita metamorfosis y el carácter volátil de todos sus valores en la vorágine del mercado mundial; su despiadada destrucción de todo y todos los que no pueden utilizar —buena parte del mundo premoderno, pero también buena parte de sí mismo o de su propio mundo moderno— y su capacidad de explotar la crisis y el caos como trampolín para un desarrollo todavía mayor, de alimentarse de su propia destrucción.

No pretendo ser el primero en acercar marxismo y modernismo. De hecho se han acercado por sí mismos en varios momentos del siglo pasado, de la manera más espectacular en situaciones de crisis histórica y esperanzas revolucionarias. Podemos ver su fusión en Baudelaire, Wagner, Courbet, así como en Marx, en 1848; en los expresionistas, futuristas, dadaístas y constructivistas de 1914-1925; en la fermentación y agitación de Europa oriental después de la muerte de Stalin; en las iniciativas radicales de los años sesenta, desde Praga hasta París pasando por Estados Unidos. Pero cuando las revoluciones han sido reprimidas o traicionadas, la fusión radical ha dado paso a la fisión; tanto el marxismo como el modernismo se han petrificado en ortodoxias y han seguido caminos separados, mirándose con mutua desconfianza. Los llamados marxistas ortodoxos en el mejor de los casos han ignorado al modernismo, pero con demasiada frecuencia han tratado de reprimirlo, por temor, quizá, a que (como dijo Nietzsche) si continuaban contemplando el abismo, el abismo, a su vez, comenzaría a mirarlos. Los modernistas ortodoxos, por su parte, no han ahorrado esfuerzos a la hora de remodelar para sí la aureola de un arte «puro» no condicionado, liberado de la sociedad y de la historia. Este ensayo trata de cerrar la salida a los marxistas ortodoxos mostrando cómo el abismo que temen y del cual huyen se abre dentro del propio marxismo. Pero la fuerza del marxismo ha residido siempre en su disposición a partir de unas realidades sociales aterradoras abriéndose camino en ellas hasta agotar sus posibilidades. Abandonar esta fuente fundamental de fuerza deja al marxismo con poco más que el nombre. En cuanto a los modernistas ortodoxos que evitan el pensamiento marxista por miedo a que les despoje de sus aureolas, deberían aprender que podría ofrecerles algo mejor a cambio: una capacidad superior para imaginar y expresar las relaciones infinitamente ricas, irónicas y complejas que existen entre ellos y la «sociedad burguesa moderna» que tratan de negar o desafiar. La fusión de Marx con el modernismo disolvería el cuerpo demasiado sólido del marxismo —o por lo menos lo entibiaría y ablandaría— y, al mismo tiempo, daría al arte y al pensamiento modernista una nueva solidez, dotando a sus creaciones de una insospechada resonancia y profundidad. El modernismo se revelaría como el realismo de nuestro tiempo.

Quisiera, en esta sección final, relacionar las ideas que he desarrollado aquí con algunos debates contemporáneos relativos a Marx, el modernismo y la modernización. Comenzaré por considerar las acusaciones conservadoras al modernismo desarrolladas a finales de los sesenta, que han florecido en el ambiente reaccionario de la década pasada. De acuerdo con Daniel Bell, el más serio de estos polemistas, «el modernismo ha sido el seductor» que ha inducido a hombres y .mujeres (e incluso niños) contemporáneos a abandonar sus posiciones y deberes morales, políticos y económicos. Para los autores como Bell, el capitalismo es totalmente inocente en este asunto: es retratado como una especie de Charles Bovary, poco apasionante, pero decente y cumplidor de sus deberes, que trabaja duramente para dar satisfacción a los insaciables deseos de su caprichosa mujer y pagar sus insoportables deudas. Este retrato de la inocencia capitalista tiene un delicado encanto pastoral; pero ningún capitalista podría permitirse tomarlo en serio si esperara sobrevivir una semana siquiera en el mundo real construido por el capitalismo. (Por otra parte, los capitalistas pueden ciertamente disfrutar de este cuadro como un buen ejemplo de relaciones públicas, y reírse durante todo el trayecto al banco.) También debemos admirar el ingenio de Bell al tomar una de las ortodoxias modernistas más persistentes —la autonomía de la cultura, la superioridad del artista con respecto a todas las normas y necesidades que atan a los mortales que lo rodean— y volverla contra el propio modernismo.

Pero lo que tanto modernistas como antimodernistas ocultan en este caso es el hecho de que estos movimientos espirituales y culturales, a pesar de su poder eruptivo, han sido borboteos en la superficie de un caldero social y económico que ha estado hirviendo y derramándose durante más de cien años. Es el capitalismo moderno, y no el arte y la cultura modernos, el que ha mantenido el caldero en ebullición, por reacio que sea el capitalismo a enfrentarse al calor. El nihilismo enloquecido por la droga de William Burroughs, bestia negra preferida de la polémica antimodernista, es una pálida reproducción del trust ancestral cuyos beneficios financiaron su carrera de vanguardia: la Burroughs Adding Machine Company, ahora Burroughs International, sobrios nihilistas de retaguardia. Además de estos ataques polémicos, el modernismo siempre ha provocado objeciones de orden muy diferente. Marx, en el Manifiesto, hacía suya la idea de Goethe de una incipiente «literatura mundial», explicando cómo la sociedad burguesa moderna estaba dando a luz una cultura mundial: En lugar de las antiguas necesidades, satisfechas con productos nacionales, surgen necesidades nuevas, que reclaman para su satisfacción productos de los países más apañados y de los climas más diversos. En lugar del antiguo aislamiento de las regiones y naciones que se bastaban a si mismas, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones. Y esto se refiere canto a la producción material, como a la producción intelectual (geistige). La producción intelectual de una nación se convierte en patrimonio común de todas. La estrechez y el exclusivismo nacionales resultan de día en día más imposibles; de las numerosas literaturas nacionales y locales se forma una literatura universal.

Este argumento de Marx podría servir como programa perfecto para el modernismo internacional que ha brotado entre su época y la nuestra: una cultura de mente amplia y muchas facetas, que expresa el panorama universal de los deseos modernos y que, pese a la mediación de la economía burguesa, es «patrimonio común» de la humanidad. Pero ¿y si después de todo esta cultura no fuese universal como Marx pensó que sería? ¿Y si resultara ser un asunto provinciano y exclusivamente occidental? Esta posibilidad fue planteada por primera vez a mediados del siglo XIX por varios populistas rusos. Argumentaban que la atmósfera explosiva de la modernización en Occidente —la ruptura de las comunidades y el aislamiento psíquico del individuo, el empobrecimiento masivo y la polarización clasista, una creatividad cultural nacida de una anarquía desesperada, tanto moral como espiritual— podía ser una peculiaridad cultural más que un férreo imperativo que aguardara inexorablemente a toda la humanidad. ¿Por qué no habrían las otras naciones y civilizaciones de alcanzar unas fusiones más armoniosas de las formas tradicionales de vida con las potencialidades y necesidades modernas? En resumen —unas veces esta creencia se expresó como un dogma complaciente, y otras como una esperanza desesperada— sólo era en Occidente donde «todo lo sólido se desvanece en el aire».

El siglo XX ha presenciado una gran variedad de intentos de realizar los sueños populistas del siglo XIX, al llegar al poder regímenes revolucionarios en todo el mundo subdesarrollado. Todos estos regímenes han intentado, de modos muy diversos, conseguir lo que los rusos del siglo XIX llamaban el salto del feudalismo al socialismo: en otras palabras, mediante esfuerzos heroicos, alcanzar las cimas de una comunidad moderna sin pasar por las profundidades de la desunión y fragmentación modernas. Este no es el lugar para explorar los muchos modos diferentes de modernización que se pueden encontrar en el mundo de hoy. Pero vale la pena señalar el hecho de que, a pesar de las enormes diferencias entre los sistemas políticos de hoy, muchos parecen compartir el ferviente deseo de barrer la cultura moderna de sus respectivos mapas. Su esperanza es que, si el pueblo pudiera ser protegido de esta cultura, podría entonces ser movilizado en un frente sólido para perseguir unos fines nacionales comunes, en vez de correr en una multitud de direcciones para perseguir unos fines propios, volubles e incontrolables.

Ahora bien, sería estúpido negar que la modernización puede seguir buen número de caminos diferentes. (De hecho, la teoría de la modernización lo que trata de hacer es trazar el mapa de esos caminos.) No hay ninguna razón para que todas las ciudades modernas se vean y piensen como Nueva York, Los Angeles o Tokio. Sin embargo, debemos escrutar los objetivos y finalidades de quienes desean proteger a su pueblo del modernismo por su propio bien. Si realmente esta cultura fuese exclusivamente occidental, y por tanto tan irrelevante para el Tercer Mundo como dice la mayoría de sus gobiernos, ¿necesitarían éstos derrochar tanta energía como derrochan en reprimirla? Lo que proyectan en los extraños, y prohíben como «decadencia occidental», es en realidad las energías, los deseos y el espíritu crítico de sus propios pueblos. Cuando los portavoces y propagandistas gubernamentales proclaman que sus diferentes países están libres de esta influencia extraña, lo que quieren decir realmente es que hasta ahora sólo han conseguido mantener una venda política y espiritual sobre los ojos de su pueblo. Cuando cae la venda, o es quitada, el espíritu modernista es una de las primeras cosas en aparecer: es el retorno de lo reprimido.

Es este espíritu, a la vez lírico e irónico, corrosivo y comprometido, fantástico y realista, el que ha hecho que la literatura latinoamericana sea la más excitante del mundo actual, aunque es también este espíritu el que obliga a los escritores latinoamericanos a escribir desde un exilio europeo o norteamericano para escapar a sus censores y policías. Es este espíritu el que habla desde los murales disidentes de Pekín y Shanghai, proclamando los derechos a la libre individualidad en un país que —así nos decían, solamente ayer, los mandarines de la China maoísta y sus camaradas en Occidente— ni siquiera se supone que tenga una palabra que designe la individualidad. Es la cultura del modernismo la que inspira el obsesionantemente intenso rock electrónico de Plástic People, de Praga, música grabada en cintas piratas que se escucha en miles de habitaciones acolchadas, incluso cuando los músicos languidecen en campos de prisioneros. Es la cultura modernista la que mantiene vivos el pensamiento crítico y la imaginación libre en buena parte del mundo no occidental actual.

A los gobiernos no les gusta, pero es probable que a la larga no les sea posible impedirla. Mientras se vean obligados a sumergirse o a nadar en los remolinos del mercado mundial, obligados a luchar desesperadamente para acumular capital, obligados a desarrollarse o desintegrarse —o más bien, como generalmente sucede, a desarrollarse y desintegrarse—, mientras estén, como dice Octavio Paz, «condenados a la modernidad», tenderán a producir culturas que les mostrarán lo que están haciendo y lo que son. Así, a medida que el Tercer Mundo se ve progresivamente atrapado en la dinámica de la modernización, el modernismo, lejos de agotarse, comienza a abrirse camino.

Para terminar, quiero comentar brevemente dos acusaciones a Marx —la de Herbert Marcuse y la de Hannah Arendt— que plantean algunos de los temas centrales de este libro. Marcuse y Arendt formularon sus críticas en los Estados Unidos de los años cincuenta, pero parecen haberlas concebido durante los veinte, en el ambiente del existencialismo romántico alemán. En cierto sentido sus argumentos se remontan a los debates entre Marx y los jóvenes hegelianos en la década de 1840; sin embargo, los temas que plantean tienen hoy la misma importancia de siempre. La premisa básica es que Marx celebra, acríticamente, los valores del trabajo y de la producción, descuidando otras actividades humanas y modos de ser que son, por lo menos, tan importantes, en última instancia. En otras palabras, se reprocha a Marx una carencia de imaginación moral.

La crítica más incisiva de Marcuse a Marx aparece en Eros y civilización, en que página tras página la presencia de Marx es evidente, pero curiosamente no es jamás mencionado por su nombre. Sin embargo, en un pasaje como el siguiente, donde es atacado Prometeo, el héroe cultural favorito de Marx, lo que se dice entre líneas es obvio. Prometeo es el héroe cultural del trabajo, la productividad y el progreso a través de la represión […] el embaucador y (sufriente) rebelde frente a los dioses, que crea cultura a costa de un dolor perpetuo. Simboliza la productividad, el incesante esfuerzo por dominar la vida […J Prometeo es el héroe arquetípico del principio de realización. Marcuse procede a mencionar figuras mitológicas alternativas a quienes considera más dignas de idealización: Orfeo, Narciso, Dioniso… y Baudelaire y Rilke, a quienes Marcuse ve como sus modernos devotos.

Representan una realidad muy diferente […] De ellos es la imagen de alegría y plenitud, la voz que no ordena, sino canta, la proeza que es paz y pone fin a la tarea de conquista: la liberación del tiempo une al hombre con dios, al hombre con la naturaleza […] la redención del placer, la detención del tiempo, la absorción de la muerte: silencio, sueño, noche, paraíso: el principio del Nirvana, no como muerte, sino como vida. Lo que la visión prometeico/marxista no alcanza a ver son las alegrías de la tranquilidad y la pasividad, la languidez sensual, el rapto místico, el estado de identidad con la naturaleza, en vez del dominio de ésta. Hay algo de realidad en esto —ciertamente «luxe, calme et volupté» están muy lejos de ocupar el centro de la imaginación de Marx—, pero menos de lo que pudiera parecer a primera vista. Si en algo es fetichista Marx, no es en el trabajo y la producción, sino más bien en el ideal mucho más complejo y amplio del desarrollo —«el libre desarrollo de su energía física y espiritual» (manuscritos de 1844); el «desarrollo de la totalidad de las capacidades de los propios individuos» (La ideología alemana); «el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos» (Manifiesto); «la universalidad de las necesidades, capacidades, goces, fuerzas productivas, etc., de los individuos» (Grundrisse); «el individuo completamente desarrollado» (El capital). Las experiencias y cualidades humanas que Marcuse aprecia quedarían ciertamente incluidas en esta lista, aunque sin garantías de encabezarla. Marx quiere abarcar a Prometeo y a Orfeo; considera que vale la pena luchar por el comunismo, pues por primera vez en la historia podría permitir a los hombres tener a ambos. También podría argumentar que únicamente en el contexto de la lucha prometeica, el éxtasis de Orfeo adquiere valor moral o psíquico; *luxe, calme et volupté», por sí solos, son simplemente aburridos, como bien sabía Baudelaire. Finalmente, es estimable que Marcuse proclame, como siempre ha proclamado la Escuela de Francfort, el ideal de armonía entre el hombre y la naturaleza. Pero para nosotros es igualmente importante comprender que, cualquiera que sea el contenido concreto de este equilibrio y armonía —cuestión de por sí bastante espinosa—, su creación requeriría una gran cantidad de actividad y lucha prometeica. Es más, incluso si pudiese ser creado, seguiría teniendo que ser mantenido; y dado el dinamismo de la economía moderna, la humanidad tendría que trabajar incesantemente —como Sísifo, pero esforzándose constantemente por desarrollar nuevas medidas y nuevos medios— para evitar que el precario equilibrio fuera barrido y se desvaneciera en un aire corrupto.

Arendt, en The human condition, comprende algo que generalmente escapa a los críticos liberales de Marx: el problema real de su pensamiento no es un autoritarismo draconiano, sino su polo opuesto, la falta de base para cualquier forma de autoridad. «Marx predijo correctamente, aunque con júbilo injustificado, la «extinción» del ámbito público en unas condiciones de desarrollo sin trabas de las «fuerzas productivas de la sociedad»». Los miembros de su sociedad comunista se encontrarían, irónicamente, «atrapados en la satisfacción de unas necesidades que nadie puede compartir y que nadie puede comunicar del todo.» Arendt comprende la profundidad del individualismo que subyace en el comunismo de Marx, y comprende también las direcciones nihilistas a que puede llevar ese individualismo. En una sociedad comunista en la cual el libre desarrollo de cada uno es la condición del libre desarrollo de todos, ¿qué es lo que va a mantener unidos a esos individuos que se desarrollan libremente? Podrían compartir una búsqueda común de infinita riqueza de experiencias; pero éste no sería «un verdadero ámbito público, sino solamente unas actividades privadas desplegadas abiertamente». Una sociedad así podría llegar a experimentar un sentimiento de futilidad colectiva: «la futilidad de una vida que no se fija o realiza en ningún sujeto permanente que subsista una vez que su trabajo ha concluido».

Esta crítica a Marx plantea un problema humano auténtico y urgente. Pero Arendt no está más cerca que Marx de su solución. En ésta, como en muchas de sus obras, agita una espléndida retórica de la vida y la acción públicas, pero aclara muy poco en qué se supone que consisten esta vida y esta acción, excepto que no se supone que la vida política incluya lo que las personas hacen durante todo el día, su trabajo y sus relaciones de producción. (A éstas se les confía el «cuidado del hogar», un ámbito subpolítico que Arendt considera desprovisto de la capacidad de crear valor humano.) Arendt no aclara nunca, aparte de una retórica elevada, qué pueden o deben compartir los hombres modernos. Tiene razón al decir que Marx no desarrolló nunca una teoría de la comunidad política, y también tiene razón al decir que ello representa un serio problema. Pero el problema es que, dado el impulso nihilista del desarrollo personal y social moderno, no está en absoluto claro qué vínculos políticos pueden crear los hombres modernos. Así, el problema del pensamiento de Marx resulta ser un problema que atraviesa toda la estructura de la propia vida moderna. He estado sosteniendo que aquellos de nosotros que somos más críticos con la vida moderna somos los que más necesitamos el modernismo para que nos muestre dónde estamos y dónde podemos comenzar a cambiar nuestras circunstancias y a cambiarnos nosotros mismos. En busca de un punto donde comenzar, me he remontado a uno de los primeros y más grandes modernistas, Karl Marx. Me he dirigido a él no tanto en busca de sus respuestas, como de sus preguntas. El gran obsequio que puede ofrecernos hoy, a mi entender, no es el camino para salir de las contradicciones de la vida moderna, sino un camino más seguro y profundo para entrar en esas contradicciones. El sabía que el camino que condujera más allá de esas contradicciones tendría que llevar a través de la modernidad, no fuera de ella. Sabía que debemos comenzar donde estamos: psíquicamente desnudos, despojados de toda aureola religiosa, estética, moral, y de todo velo sentimental, devueltos a nuestra voluntad y energía individual, obligados a explotar a los demás y a nosotros mismos, a fin de sobrevivir; y sin embargo, a pesar de todo, agrupados por las mismas fuerzas que nos separan, vagamente conscientes de todo lo que podríamos ser unidos, dispuestos a estirarnos para coger las nuevas posibilidades humanas, para desarrollar identidades y vínculos mutuos que puedan ayudarnos a seguir juntos, mientras el feroz aire moderno arroja sobre todos nosotros sus ráfagas frías y calientes.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

2 respuestas

  1. Te agradezco por el texto…no lo encontraba por ningún lado online
    saludos

  2. […] Marx el modernismo y la   modernización […]

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