Por: Patricio Julián Ávalos
Fuente: http://www.temakel.com
La posmodernidad es una noción cultural compleja. Sus aristas son múltiples. Es posible un ensayar que indague sus diversos sentidos desde numerosas ópticas interpretativas. Aquí, Patricio J. Avalos ensaya una interpretación particular sobre el vínculo entre lo posmoderno y la angustia y ciertas expresiones psico-patológicas que caracterizan al tiempo presente. Un abordaje que puede ser aceptado o no, pero que se sumerge en la complejidad del existir cotidiano y contemporáneo más allá de un mera descripción de los fenómenos sociales. (Esteban Ierardo)
Introducción
La posmodernidad, instancia posterior a la modernidad, es entendida como el fin de la idea del hombre como motor del progreso, entre otros avatares. Esta declaración ha demostrado consecuencias que no se circunscriben simplemente a la apatía y la desconfianza en el progreso, sino que revelan una suerte de reacciones violentas que atacan principalmente al individuo y su componente subjetivo, su espíritu. La idea del presente trabajo es poner en manifiesto la relación de las llamadas enfermedades de la angustia con la sociedad posmoderna, planteando la idea de que la angustia es el fantasma que acecha nuestra época. Aquí, la Angustia es entendida como el miedo a lo desconocido. Como el vació temeroso generado por el fin de las utopías, del fin del mundo del progreso, del fin del mundo de las grandes corrientes, del fin del mundo del hombre como realizador absoluto de su propio destino. Este trabajo pretende plantear a la angustia como una instancia adicional a la apatía y la resignación que trae consigo la noción de posmodernidad. El fantasma de la angustia, como aquí se presenta, será puesto en evidencia mediante sus manifestaciones físicas en el ser humano. Más concretamente, se tomara a la patología conocida como crisis de angustia o ataques de pánico como manifestación material del estado espiritual del ser humano contemporáneo, como representación del fantasma, del sentimiento de la época. Fantasma, porque su concepción resultará similar a la que plantearon Lovercraft, al decir que los fantasmas son «una fuerza oculta que vuelve del pasado», una manifestación de carácter violento como el comunismo de Karl Marx y la historia de Charles Baudelaire (Casullo, 2001), y al mismo tiempo también tendrá relación con la definición psicoanalítica de la angustia. Fantasma que se hará sentir a través de una patología psicológica, que finalmente no tendrá otra causa que el colapso de la razón.
Para abordar el trabajo, se expondrán las nociones fundamentales en relación a la posmodernidad, la angustia y, como agregado, la ciudad, entendida como ámbito de desarrollo de la sociedad contemporánea y condicionante del espíritu del hombre, y al mismo tiempo como dispositivo de control social y garante de las bases de la época. Se tomarán como sustento bibliográfico los trabajos del mencionado Nicolás Casullo, además de autores como Walter Benjamín, George Simmel, Gianni Vattimo, Argullol, Joseph Pico, Fedrich Nietzche, Sigmund Freud o Zygmunt Bauman.
Posmodernidad: El vacío y la crisis del ser humano (La Cárcel)
La leyenda antropocéntrica del progreso indefinido del hombre mediante su razón como caballo de batalla, ha llegado a su fin. Las guerras mundiales, las crisis del capitalismo, la ineficiencia de las alternativas al mencionado sistema y el desmoronamiento de la idea tradicional de sociedad ha generado consecuencias tangibles en la actitud del hombre frente a la realidad. El mundo posmoderno es el mundo de la secularización extrema, del arte, de la ciencia, de la moral. De la dispersión del lenguaje a niveles desmedidos; del fin de la emancipación social (Pico, 1988). El siglo XX ha develado las peores facetas de la cosmovisión del mundo que elaboraron las grandes revoluciones sociales que socavaron el demonizado sistema eclesiástico de la Edad Media. El mundo moderno capitalista, el de la emancipación del hombre, el del desplazamiento de la autoridad divina, el de la celebración de la razón como elemento de acción humana primordial, el mundo de los avances continuos en materia de producción y tecnología, ese mundo íntegramente manejado por el hombre y el mercado, ha visto resquebrajar sus cimientos a través de una serie continua de crisis. En este sentido, Nicolas Casullo distingue seis elementos críticos que marcaron a fuego la cosmovisión de la época.
«(…)Crisis del sistema capitalista (entendida como) una crisis de reformulación (…). La Crisis del llamado Estado de Bienestar (…) del Estado que interviene en la sociedad decidida y categóricamente, tratando de ordenar lo social (…). (La) Crisis del proyecto político e ideológico alternativo al sistema capitalista. Crisis teórica, ideológica, pragmática de los proyectos socialistas, comunistas, nacionalistas (…). La crisis de los sujetos sociales históricos (…) La crisis de la sociedad de trabajo (…) La crisis de las formas burguesas de lo político y la política (…)»(Casullo, 2001)
De estos seis elementos, se desprenden las bases que configuran la cosmovisión contemporánea del mundo. El Estado que protege, que otorga beneficios, que da trabajo y que ordena lo social y político frente a situaciones de inestabilidad, se derrumba. Primera cuestión: ya no existe un protector supraindividual que regule los conflictos sociales. El «capital de inversión industrial» retrocede frente al «capital especulativo financiero» (Casullo, 2001), formándose el germen de las políticas neoliberales, en las cuales la desigualdad estructural es condición necesaria de la organización política, social y económica. El sentido del concepto sociedad de trabajo se ve difuso ante el desarrollo tecnológico. Así el ser humano es cada vez mas equiparado a la idea de un elemento más en la oficina, que a su vez ve retroceder sus oportunidades frente al avance tecnológico que reemplaza operarios por placas madre. La clase obrera no logra la imposición de un nuevo modelo de vida; la caída de la URSS y la decadencia del socialismo como modelo plausible de reemplazar al capitalismo, dan por tierra con la formación de modelos alternativos. La sensación, entonces, es que las deficiencias antes mencionadas responden a un modelo de realidad que parece no tener una alternativa fuerte que propicie un futuro diferente. Por último, la perdida de capacidad de acción de la burguesía como actor político, sumado la crisis de representación y persuasión menoscaban la legitimidad y confianza en los dispositivos de acción política tradicionales.
La consecuencia lógica de este proceso cargado de «crisis» es la perdida de confianza en el sistema, sumado a la incertidumbre de «qué va a pasar» o «qué nueva crisis se puede dar». Al mismo tiempo, la reacción mas común parece ser la apatía y la resignación, ya que pocas son las esperanzas puestas en el futuro. Los grandes discursos han dado lugar a la palabrería insignificante. Walter Benjamín ya lo vislumbraba cuando preguntaba «¿Acaso dicen hoy los moribundos palabras que se transmiten de cómo un anillo de generación en generación?» en referencia a la experiencia bárbara y empobrecedora de la Guerra y la realidad vacía de misterio en general (Benjamín, 1973). Ya no se encuentra en la palabra del político, del ideólogo, del líder religioso, la capacidad de persuasión, la carga de valor en materia de capacidad de cambio, la capacidad de penetrar en lo profundo de la conciencia social y generar un consenso que lleve al hombre a intentar cambiar su destino. El discurso así como empieza, termina. El emisor es alabado por el prodestinatario, el cual generalmente se mueve por intereses que no incluyen grandes motivaciones de cambio a nivel universal; el paradestinatario mira al emisor con indiferencia y solo un reducido grupo puede llegar a captar la idea del discurso con interés, el cual se pierde a corto o largo plazo; el contradestinatario, por otra parte, goza del consenso de insignificancia de los grandes discursos para bastardear el discurso del emisor contrario, ya que el mínimo error o contradicción en las acciones y el discurso es captado por la ya instalada idea de la palabra falsa y con doble intención (Verón, 1987). El arte como señala Joseph Pico, también es victima de esta perdida de mensaje al no haber ya surgimientos novedosos en lo que a corrientes estilísticas se refiere. La excesiva caducidad y repetido surgimiento de nuevos objetos, que muchas veces son idénticos, resulta en la perdida de significancia de los grandes cambios (Pico, 1988). La sensación postmoderna es que ya nada nuevo puede cambiar al mundo, quizás porque ya no se pueda dilucidar lo realmente nuevo debido a que, como plantea Benjamín, lo «nuevo» se traduce en la «siempre misma reproducción de intercambio de valores» (Benjamín,1973).
La historia como un camino común hacia el progreso también ha perdido su valor significante. Socavados los grandes discursos, se abre el camino de la sociedad mass mediática, en la cual las imágenes y concepciones del mundo son movilizadas por los medios de comunicación. Estos no ofrecen, como indica Gianni Vattimo, una idea univoca del mundo, sino un sinfín de mensajes variados, de realidades distintas (Váttimo,1989). Se hace imposible, de esta manera, entender a la historia como un camino común a toda la humanidad, ya que es imposible establecer una realidad en común. He aquí el punto nodal al que el presente trabajo pretende llegar. Durante la Edad Media existía una «certeza», para bien o para mal: al final del camino de la vida terrenal aguardaban el paraíso o la hoguera del infierno. Todo dependía de los actos realizados en vida. Con las revoluciones sociales que llevaron al hombre a resignificarse como ser autónomo y libre de mandatos divinos, el destino o el objetivo de la vida pasaba por el camino común que recorría cada ser humano en dirección al progreso, y la plenitud del ser se lograba en vida. Hemos visto en este primer punto que la posmodernidad esta marcada por el fin de la idea de progreso, una serie de crisis que desmoronaron algunos cimientos de la estructura moderna, el fin de los grandes discursos, y la ebullición massmediatica. Un camino en el cual el edificio se desmorona y el plan de arreglo no es uno solo, sino varios. La certeza que alguna vez fue Dios y luego el ser humano racional y perseguidor de un progreso común, ahora, se podría decir, no tiene forma, yendo mas lejos, no hay una certeza. Hay vacío, hay incertidumbre. La cascada mediática de valores y mensajes tienden a reproducir millones de reglas, de objetivos, de ideales. Esto genera un doble filo: cuando los mensajes se suceden uno a otro, cuando lo objetivos cambian tan abruptamente, ya no queda algo en que creer. Toda experiencia que genere seguridad, inevitablemente será confrontada a millones de realidades incongruentes. Y así, la sensación es que, al haber tantas versiones de la existencia, es factible desconfiar de ellas, ya que la apatía o resignación generadas por los resquebrajamientos mencionados parecerían menospreciar el valor de tales visiones, si es que alguna de ellas acusara tal valor. La transición de seguridad a inseguridad dura pocos segundos. Sin palabras que puedan formar al mundo, sin un acuerdo concreto del mismo, y en lugar de ello un desacuerdo masivo y con fines aparentemente mas triviales que la realización del hombre y su universo, el sujeto se ve obligado a contemplar un vacío al mirar al frente. Y ese vacío, como veremos, ya no se contempla solo con apatía.
La ciudad y la lógica urbana (El Carcelero).
Ciudad y campo son dos espacios prácticamente antagónicos, con visiones diferentes y nociones particulares. Según el testimonio brindado por un habitante de la ciudad de Lujan de Cuyo, en la provincia argentina de Mendoza, la diferencia de «ritmos» entre los dos ambientes es notable. Un hombre dedicado al trabajo rural debe soportar horas extenuantes bajo climas castigadores y durante un lapso horario generalmente prolongado. A simple vista, la rutina laboral del típico empleado u operario urbano pareciera memos exigente: grandes oficinas aclimatadas artificialmente, exigencias físicas menores en comparación al trabajo intelectual, escritorios cómodos, horarios regulares. Sin embargo, la mayoría de casos de enfermedades psicosomáticas, se han registrado en el segundo de estos ámbitos. El entrevistado mendocino recomienda recalcar algunos puntos de relevancia en cuanto a las costumbres de un lugar y el otro. Por caso, en el campo se respetan mas los horarios de alimentación y descanso, debido a la necesidad física de adquirir energía para las exigencias físicas del trabajo rural, mientras que en la ciudad los momentos dedicados a estas necesidades del cuerpo son reducidos temporalmente, lo cual por ejemplo en el caso del almuerzo, inclina al empleado a alimentarse en lugares de comidas rápidas, muchas de ellas inadecuadas para el bienestar físico. El descanso también es reducido, ya que muchas veces el trabajo intelectual se extiende al horario extra laboral. La sensación es que parece no haber una estructuración adecuada para el desempeño laboral urbano, como sí la hay en el ámbito rural. Y asi tenemos incontables casos, como el entrevistado advierte, de «pibes con ataques de pánico, que sufren de estrés y físicamente se muestran mucho mas débiles que cualquier trabajador del campo»
George Simmel señala en «Las Grandes Ciudades y la Vida del espíritu» las diferencias entre el hombre del campo y el hombre de la ciudad. Habla el autor de la «intensificación de la vida nerviosa» como fundamento psicológico que sustenta al tipo ciudadano, el cual proviene se una «sucesión rápida e ininterrumpida de impresiones, tanto externas como internas», y al mismo tiempo señala la diferencia con el campo, entendiendo que este es un ámbito que se mueve a ritmo pausado, en base a costumbres arraigadas y poco variable, mientras que la ciudad exige un trabajo intelectual permanente y dinámico, adaptable a los continuos cambios (Simmel, 1903). El hombre urbano debe desarrollar continuamente mecanismos de adaptación, no ya al ambiente natural, sino a el sinfín de imposiciones económicas, políticas, sociales y culturales que las grandes urbes padecen (o hacen padecer) en lapsos relativamente cortos. La moda es una suerte de profeta en los adolescentes, que deben modificar continuamente su vestimenta, su lenguaje y sus objetos de goce en general. La economía y todos sus vaivenes, sobre todo en los países en desarrollo, obliga a sociedades enteras a adaptarse a situaciones de vida variadas que generalmente tienden a ser mas difíciles. El caso concreto de este último punto lo pudimos vivir en Argentina, cuando la crisis del año 2001 prácticamente dio el tiro de gracia a la clase media, la cual en su mayoría tuvo que adaptarse en esa época a condiciones económicas de subsistencia. También en nuestro país podemos encontrar ejemplos de cambios abruptos en lo político/social, golpes que en cuestión de pocos años pueden modificar la conciencia social, no siempre con rumbos hacia el progreso. Por ejemplo, durante etapa anterior al golpe militar de 1976, desde los mas diversos sectores (arte, economía, ciencia, etc.) bajaba el lema «todo es política», que llevaba al país a la lucha militante permanente, hasta que el Proceso de Reorganización Nacional acabó por medio de las armas y el terrorismo de Estado con esta sociedad de lucha, gestando así el germen de la sociedad moderada, casi apolítica. La tradición en la ciudad no existe, o por lo menos no es tomada como elemento determinante de la dinámica urbana. En este sentido, cabe evocar a Zygmunt Bauman cuando habla de una «vida líquida» y una «modernidad líquida». En relación a estos conceptos, señala:
«(…) La sociedad «moderna líquida» es aquella en que las condiciones de actuación de sus miembros cambian antes de que las formas de actuar se consoliden en unos hábitos y en unas rutinas determinadas(…) La vida liquida es una sucesión de nuevos comienzos, pero, precisamente por ello, son los breves e indoloros finales (…)los que suelen constituir sus momentos de mayor desafío y ocasionan nuestros mas irritantes dolores de cabeza(…)»(Bauman 2006).
Ambos autores coinciden en que la sociedad actual se caracteriza por el continuo padecimiento de cambios, de estímulos diferentes que exigen la adaptación continua llevando el trabajo intelectual a ritmos vertiginosos, y siempre a una velocidad constante que no siempre es equivalente a las capacidades del individuo. La ciudad se convierte en el castillo o la iglesia del medioevo, que protegía pero a la vez orientaba e imponía una pauta de existencia. Ese gran espacio al que el ciudadano debe obedecer mediante sus dispositivos de orden, que ya no son los reyes o el clero sino las grandes empresas, el mercado económico en general, los regímenes burocráticos y la cultura globalizada. A este titánico regente se debe adaptar el ser humano, a sus continuas metamorfosis. El que no logra adaptarse resulta un excluido social. En situaciones mas extremas, al no adaptarse al mercado, su poder adquisitivo se deprime y puede llegar a condenarlo a condiciones precarias de subsistencia. Sin embargo, el caso que aquí nos va a interesar es el del «excluido – incluido». El sujeto humano y social que materialmente se maneja bajo condiciones estándares dentro de lo que la ciudad permite, con sus cambios rotundos, pero que sin embargo no encuentra la plenitud de su ser y como consecuencia cae en la angustia y el miedo. Aquel sujeto que se levanta temprano (no siempre tan temprano como el hombre del campo) que se dirige a su trabajo en viajes poco agradables y que se somete a un horario laboral extenso, donde debe ejercer su fuerza intelectual cada minuto, realizando su labor, estableciendo relaciones con sus compañeros y alimentando la idea de que a menor productividad, mayor posibilidad de despido. Ya nadie tiene asegurado su porvenir sino logra demostrar su capacidad, intelectual sobre todo, de adaptación al sistema. Aquí aparece ya una posibilidad negativa, un peligro, el de perder el trabajo, indispensable para mantener las condiciones básicas de subsistencia; aparece un miedo. En este sentido, Bauman señala un aspecto fundamental que es la manipulación del mercado de esta angustia:
«Como si de efectivo liquido listo para cualquier inversión se tratara, el capital del miedo puede ser transformado en cualquier forma de rentabilidad, ya sea económica o política, como así ocurre en la practica. La seguridad personal se ha convertido en un importante (…) argumento de venta en toda suerte de estrategias de marketing.(…)» (Bauman 2006).
En resumen, la ciudad genera miedos y ofrece protección frente a los mismos, siempre exigiendo una retribución. El mercado ofrece puestos de trabajo con sueldos que a veces representan la cuarta parte de la canasta básica y «en negro» y esto es poco discutido: los sectores en situaciones de precariedad o los jóvenes que ingresan al ámbito laboral estos puestos representan una oportunidad frente a la difícil situación económica o la inexperiencia. La moda genera «exclusión y dividendos»; presenta un estilo y al mismo tiempo lo impone. Aceptado éste las opciones son, o comprar lo que vende o «quedar afuera».
El tema del mercado económico en relación con las relaciones humanas es también tomado por Simmel, en su caracterización de la reacción del ciudadano como una «abstracción» en relación con la influencia del dinero dentro de los vínculos interpersonales y la percepción de la individualidad. Señala el autor que el dinero se abstiene de considerar las individualidades, privilegiando el valor de cambio de los fenómenos, reduciendo al hombre a un mero objeto de calculo, cuya distinción del resto es irrelevante frente a su valor como producto y objeto de consumo (Simmel, 1903). Las relaciones interpersonales sufren así un duro golpe: la carga sensible del sujeto pasa a segundo plano. El hombre debe basarse de su capacidad de rendimiento y ya no de su valor subjetivo para integrar la red social.
El papel de las relaciones interpersonales resulta fundamental en este análisis, teniendo en cuenta las lascivas consecuencias que ha sufrido dentro del ámbito urbano. Los vínculos entre los seres humanos dentro de un espacio tan amplio y variado como es la ciudad, en el marco de una sociedad posmoderna, necesariamente adquieren una configuración distinta a la de otros tiempos, o sincrónicamente, a la vida dentro del ámbito rural. Retomando a Simmel, este autor considera que la actitud del hombre con sus conciudadanos se puede calificar como de reserva, entendiéndose con esto que las relaciones se basan en la desconfianza merced de las continuas modificaciones de la vida urbana (Simmel, 1903). El elemento psicológico comienza a entrar en juego: al no haber estabilidad, no puede haber seguridad, y la inseguridad se transforma en desconfianza. Desconfianza ante lo nuevo que llega y se va. Esta lógica se traslada irremediablemente hacia las relaciones humanas. El hombre se ve obligado a desconfiar de su semejante, ya que no puede predecir sus movimientos y primará seguramente, al establecer una incipiente relación, la sensación de autodefensa, propia de un ámbito de competencia, estimulada especialmente por el mercado. Bauman coincide con esta idea, resaltando la condición de humanos extraños entre si, y el riesgo inherente a esa sensación de extrañeza:
«(…) en la esencia misma de ser extraños (…) esta que las intenciones, la forma de pensar y las respuestas de aquellos a las situaciones compartidas resultan desconocidas (…) como para calcular las probabilidades de su conducta (…) Los extraños entrañan riesgo. No puede haber riesgo sin que exista, al menos, un temor residual a un posible daño o a una posible derrota (…)» (Bauman, 2006).
La Ciudad, entonces, se maneja como dispositivo de organización de la sociedad posmoderna. Crea condiciones de vida desde diferentes campos. Determina una dinámica urbana, en la cual el hombre debe adaptarse a la liquidez de la vida, entendida como la sucesión permanente de transformaciones que no permiten que las normas establecidas en un momento dado se transformen en hábitos, lo cual somete al hombre a una continua adaptación a dichas transformaciones obligándolo con ello al trabajo ininterrumpido de su intelecto racional. Responde aun sistema económico racionalizador de recursos, que reduce al hombre a objeto de consumo y material descartable, a menos que se adapte a los requerimientos del mercado laboral, que lleva en sus genes la especialización continua, la monotonía de las actividades y la tensión de estar acechado por la reducción de personal y el acoso laboral. Situaciones aprovechadas por este sistema para generar un mercado rentable en base al miedo, otorgando seguridad bajo ciertos requisitos que representan nada menos que el sometimiento del individuo. Finalmente, la ciudad condiciona las relaciones interpersonales, generando una sensación de peligro al entablar contacto con un semejante. En una situación de competencia, el otro parece ser un rival del que hay que cuidarse. La Ciudad, a fin de cuentas, «responde a sus intereses». Y esto implica apartar al hombre del centro, objetivándolo y generalizándolo en relación a sus semejantes, como bien afirmaba Nietzsche al decir «Estado llamo yo (…) al lugar en que todos, buenos y malos, se pierden a sí mismos» (Nietzsche, 1883). Queda un poco más claro por qué el hombre del campo goza de un vigor mayor al del joven de la ciudad. Su supervivencia no depende de forma tan enferma del intelecto. Al joven de ciudad se le coloca un uniforme de prisionero común (se lo objetiva) y se ofrecen un sinfín de estímulos hacia su razón, al tiempo que su espíritu se ahoga.
Angustia. Relación con la época y el espacio (El prófugo).
Retomemos por un rato el testimonio del hombre mendocino. El hombre de campo esta acostumbrado al buen comer, a trabajar al aire libre durante jornadas extenuantes bajo condiciones climáticas no siempre generosas. Caso contrario el del joven de ciudad, según su visión. Su trabajo no implica esfuerzo físico. Todo pasa por lo que procesa en la computadora. Su trabajo es intelectual. El entrevistado afirma con orgullo no acusar colesterol, no haber sufrido enfermedades cardíacas, cuenta 60 años y su estado físico es envidiable. El joven oficinista padece estrés, y su condición física evidencia una merma progresiva. ¿Qué explicación se le puede encontrar al deterioro de una persona que prácticamente no corre riesgos físicos en relación a la plenitud de un hombre ya entrado en años que se somete a condiciones de trabajo mucho mas difíciles en apariencia? Recordemos una patología que menciona el entrevistado: ataques de pánico. Pánico, miedo, angustia. La procedencia del mal no es el cuerpo en si, sino la psiquis. De los tres síntomas mencionados, vamos a centrarnos en el mas importante para el presente trabajo: la angustia.
Cabe, antes de comenzar con el punto de análisis, abrir un paréntesis para establecer las semejanzas y diferencias entre la noción de angustia que pretende presentarse, de otros enfoques, como puede ser el del Romanticismo. Argullol planteó la angustia ligada a la razón, entendiendo que la primera se da por el temor que se generó el hombre a sí mismo al desterrar a Dios del centro, instancia que llevó a la construcción del universo de la ciencia (Argullol, 1982). En un comienzo, y más adelante se planteará, esta idea encuentra punto de comparación con la que se plantea aquí, ya que ambas plantean la idea de pérdida de identidad en el sujeto. Sin embargo, en la angustia renacentista de la razón, se produce la construcción de un universo determinado, el de la ciencia. En términos de Kuhn, se podría afirmar que se plantean cuestiones de paradigma; formas de concebir la existencia y moldearla con fines determinados que apuntan a la plenitud del ser humano. La angustia posmoderna, por el contrario, encuentra su fundamento en la falta de estos paradigmas y no en su disputa. Hay angustia porque ya no hay un proyecto elaborado, y el hombre, que parece no haber cedido en su interés por el futuro (al tiempo que, por argumentos anteriormente expuestos, se le obliga constantemente a pensar en él) ve un vacío que lo abruma.
Los primero trabajos respecto a la angustia aparecen dentro del campo del psicoanálisis, de la mano de Sigmun Freud. El padre de la disciplina psicoanalítica diferencia en primera instancia a la angustia del miedo, entendiendo que este ultimo es una reacción a un objeto o situación conocida, que aparece en escena, mientras que la angustia se manifiesta frente a situaciones a priori desconocidas. Relaciona la angustia con su concepción del Ello, el Yo y el Superyó y partir de aquí distingue tres tipos de angustia: la angustia realista, entendida como la angustia frente a los peligros del mundo exterior, la angustia neurotica, que se produce debido a la tensión entre el Yo (instancia de represión) y el Ello (albergue de los impulsos de satisfacción que no miden situaciones objetivas), y finalmente la angustia social, en la cual el Superyó, receptor de los mandamientos morales y culturales entra en conflicto con la conformación del ideal que pretende el Yo. Mas adelante, llegará Freud a la conclusión de que la angustia es productora de represión (Freud, 1917).
La crisis de angustia, en la actualidad, es relacionada con los denominados Ataques de Pánico o Crisis de Pánico. La Organización Mundial de la Salud, en su Décima Clasificación Internacional de las enfermedades, describe los síntomas de la crisis de pánico o «ansiedad episódica paroxística»:
Palpitaciones o golpeo del corazón o ritmo cardíaco acelerado.
Escalofríos.
Temblores o sacudidas.
Sequedad de boca (no debida a medicación o deshidratación).
Dificultad para respirar.
Sensación de ahogo.
Dolor o malestar en el pecho.
Náusea o malestar abdominal (p.e. estómago revuelto).
Sensación de mareo, inestabilidad o desvanecimiento.
Sensación de irrealidad (desrealización), o de sentirse fuera de la situación (despersonalización)
Sensación de ir a perder el control, de volverse loco o de ir a perder el conocimiento.
Miedo a morir.
Oleadas de calor o escalofríos.
Adormecimiento o sensación de hormigueo.(OMS, 1996)
A continuación, para el presente trabajo se toma un caso de un estudiante de la Carrera de Ciencias de la comunicación, presenta el testimonio de su caso particular:
«Me acuerdo que estaba estudiando Semiología en mi habitación. Había fumado y estaba tomando café para mantenerme despierto. En ese tiempo trabajaba de 6 de la mañana a 5 de la tarde y después iba a la facultad a cursar el CBC. Me levantaba temprano y me acostaba tarde. En un momento sentí que me bajó la presión. Me recosté en mi cama y cuando me quise levantar de vuelta se me movió todo (sic) y empecé a sentir agitación. El corazón me latía fuerte. Llamé a mi mamá y fuimos al hospital. No tenía nada, no me encontraron nada raro. Para descartar cualquier cosa, fui a hacerme ergometrías, ecocardiogramas, electros, holters, pero nunca me salió nada. Empecé a tener miedo de tomar café y fumar, pensando que me podía dar un infarto. Después hasta tenia miedo de correr o de hacer esfuerzos físicos. Cada vez me costaba más salir a la calle. Llamaba a la guardia del hospital todo el tiempo, pensando que me iba a morir, pero cuando llegaban no me encontraban nada. Tuve que empezar el psicólogo y ahí tome dimensión de mi problema. Tenia ataques de pánico.»
Resulta importante analizar la primera parte del testimonio. El entrevistado se levantaba dos horas antes de su horario de trabajo para poder llegar. Trabajaba 12 horas como personal de limpieza y después iba a cursar el Ciclo Básico de la UBA en la sede Drago de Villa Urquiza. EL trabajaba en el Centro de Buenos Aires. También mencionó, en otra parte de la entrevista, que cuando empezó a cursar la carrera, se anotó sin estar seguro de su vocación. Dejó de cursar el primer cuatrimestre y consiguió el trabajo de personal de maestranza. Según cuenta, se deprimió mucho al ver que «había pasado de estar en la UBA a levantar baldes y trapos de piso», y aclara que en ese momento comenzó a trabajar por necesidad, ya que su familia pasaba un mal momento económico. Un año antes había terminado la secundaria con un relativamente alto promedio general. Llegado el segundo cuatrimestre de cursada, retomo la carrera universitaria, sin dejar de trabajar. Al mismo tiempo, había cortado relación con su grupo de amigos, en un intento de abandonar los excesos de la droga. Resulta relativamente evidente que el ritmo de vida en relación al trabajo, los estudios y las preocupaciones personales en cuanto a su familia y su entorno había influido significativamente en sus síntomas. Su iniciación universitaria, como el menciona, no fue producto de un sentimiento de vocación o atracción hacia la carrera, sino mas bien parece haber sido una especie de acatamiento de una orden implícita: terminar la escuela secundaria, empezar la universidad y conseguir empleo. Había elegido un camino que respondía más a la urgencia que a la búsqueda de plenitud
Retomando nuevamente a Simmel, este planteaba la noción de «hombre hastiado», entendido como un sujeto que ya no puede reaccionar con la misma potencia frente a los variados estímulos, lo cual lo hace indiferente a las particularidades de los objetos, perdiendo la preferencia por alguno de ellos (Simmel, 1903). Fue la «urgencia», como se mencionó la que lo llevo a tomar tal trabajo y cual carrera. Se podría decir que, así como el entorno lo generaliza, el generaliza a su entorno. Esta urgencia que se ha nombrado es producto de la dinámica social de la actualidad, en la cual la particularidad del hombre es subordinada a las necesidades de un mercado que, por lo menos en teoría busca establecer sus bases en las cuales las condiciones son desiguales (aquí, un rasgo fundamental de la posmodernidad: la idea de igualdad es mas que nunca un ideal que pocos son proclives a realizar) y los mecanismos de la sociedad de masas buscan la formación de un entramado común de sujetos/objetos, usando entre tantos otros armamentos, el marketing del miedo que enunciara Bauman anteriormente. Una frase de un articulo del Lic. Jorge Llaneza refuerza con claridad esta idea:
«(…)El ataque de pánico es una señal de que algo anda mal. La sociedad, los medios de comunicación, se expresan de manera violenta hacia cada uno de nosotros, nos quitan privacidad y nos invaden constantemente con estímulos que inducen al consumo, llegando al extremo de transformarnos nosotros mismos en objetos de consumo. El ataque de pánico es una manera estruendosa de decir que no somos objetos. (…)»(Llaneza, 2007).
«No somos objetos», reza la ultima frase del anterior artículo. No somos esa generalización que pregona la cultura del dinero, como planteaba Simmel anteriormente. La angustia, instancia no racional del ser humano, llega (o vuelve) para recordarnos que «sujeto» es un termino que remite a un particularismo. Los románticos, críticos de la extrema racionalización, ya alguna vez hablaron de la angustia de la razón y revelaron la necesidad de ensamblar el componente subjetivo y sensible a la lógica de esta misma razón. Necesidad que hoy se hace presente, como situación irresuelta en la estructura de la realidad, y se manifiesta en el individuo. He aquí la presencia del fantasma. Lo que no se ve y se manifiesta o regresa del olvido para subrayar que hay una necesidad insatisfecha (Casullo, 2001). Y como hemos visto, la posmodernidad ha develado las incapacidades de los sistemas dominantes para satisfacer necesidades. No ha sido capaz de ordenar y proteger a la sociedad, no ha podido alimentar las esperanzas de cambio en el sujeto, no ha logrado reordenar el curso de la humanidad hacia la plenitud de su ser. En cambio, ha degradado al mismo a las condiciones de existencia típicas de las grandes ciudades: relaciones personales conflictivas, condiciones de trabajo perversas, en las cuales el trabajador es tan descartable como un modelo antiguo de computadora, continua necesidad de adaptación a las imposiciones de la moda y los medios, apatía frente al futuro. Al respecto, el Lic. En Psicología Andrés Alegre comienza su artículo sobre los ataques de pánico con las causas posibles a nivel laboral y/o social:
«(…) Tenemos las presiones (tema muy común hoy), los miedos por las reducciones de personal, la fatiga por laborar tiempos excesivos, etc.
Las empresas generan depresiones (…) Pero también pueden resaltarse la inadecuada organización del trabajo o incluso malas relaciones interpersonales entre compañeros o entre jefes y subordinados. (…) En el medio social, el hombre también vive las vicisitudes o consecuencias de los actos de gobierno (…)Y que pasa con el individuo que habiendo atravesado parte o todas estas patologías se tiene que enfrentar al día a día. Es lógico de pensar que algún problema debe tener y ni que hablar de las noticias que los medios se encargan de invadirlo (…)»(Alegre, 2005).
Ya no puede dejar de considerarse la relación entre las enfermedades de la angustia y la presiones de la época. Es individuo se ve inevitablemente envuelto en una relación violenta con el mercado laboral, que condiciona su supervivencia en un mundo regido por el dinero; con el semejante, al que inevitablemente ve con desconfianza en un ambiente de continua competencia; con los modelos impuestos por los medios y la moda, los cuales son cambiantes a corto plazo y generan una necesidad de adaptación para no resultar excluido; con el orden político, como instancia de toma de decisiones, en donde los clásicos modelos de acción han mostrado incapacidad para resolver los conflictos sociales y los rumbos establecidos parecen beneficiar mas a un sistema de lógicas perversas que a las necesidades del individuo. Y es ahí donde aparece la angustia, en un grito desesperado. Y cuan significantes son los síntomas del ataque de pánico en este sentido. Sensación de ahogo, en un mundo que oprime lo afectivo y encierra al hombre en esa cárcel de razonamiento excesivo, como también enunció Max Weber (Pico, 1988). Aceleración cardíaca, como en el caso de nuestro entrevistado, el cual debía absorber demandas como trabajo y estudio, en medio de una situación personal difícil, en un margen de tiempo que no daba lugar a descanso ni actividades de goce personal. Miedo a la muerte. Un miedo que en el medioevo era paliado con la idea de un «mas allá» y que en la modernidad era confrontado con la idea de plenitud humana dentro de su contingencia y no después de su tiempo, hoy no encuentra contrapeso. No esta generalizada la idea de una vida después de la muerte y la plenitud antes de la llegada de esta última se ve difícil, ya que por encima se impone la lógica del sistema que responde a instituciones abstractas y/o totalizantes y no a la realización del individuo, que pasa a ser un objeto, vacío de valor individual y maleable o no a las circunstancias. Se hace difícil especular o formar teorías sobre la muerte. Para el hombre posmoderno la muerte es simplemente la muerte. Como todo lo que pretenda tener valor o esconda algún mito, se objetiva. Y la muerte es un miedo, en principio porque no se sabe nada de ella, pero se supone que es el final de todo, tras lo cual ya no hay posibilidad de auto realización. Al ser esta auto realización cada vez mas difícil de lograr en vida, se llega a la angustia de la muerte, al miedo a morir, porque el goce personal, la satisfacción espiritual parece no llegar nunca, mientras la muerte inevitablemente se acerca cada vez más. Los conceptos freudianos Ello, Yo y Superyó entran en conflicto permanente. La liberación del instinto y del goce (Ello) es frenada por la instancia de represión (Yo) que a su vez entra en conflicto con los mandatos culturales, cada vez mas difusos que intenta reconocer el Superyó. Los mandatos morales y culturales, justamente parecen ser los que agravan el problema. Actualmente hay miles de mandatos culturales y miles de mandatos morales. Siendo el Yo una instancia represiva que busca la conformación de una situación ideal, es lógico que el choque con los variados mandatos que debe condensar el Superyó sea mas fuerte que en épocas anteriores. La angustia social se refuerza y se suma a la angustia neurótica. Siendo la angustia productora de represión, es lógico que una carga creciente de la misma genera una represión aun mayor. Entonces el fantasma se vuelve mas grande y cada vez mas incapaz de mantenerse oculto. Se manifiesta como la enfermedad del individuo, que reclama ser oído, tras haber sido corrido de escena por estructuras supraindividuales que no lo tienen en cuenta. Reclama su plenitud la cual parece haber sido desestimada.
Conclusión
La Posmodernidad es la época de la crisis del ser humano. Del ser humano como realizador absoluto de su destino, del ser humano como perseguidor del progreso común, del ser humano como constructor único e ideal del mundo. Las utopías, los grandes discursos, la legitimidad política, los grandes símbolos y las grandes creaciones son banalizadas a tal punto de perder su significancia. El timón de la existencia se ha cedido a una suerte de instituciones supraindividuales y a grupos de poder que responden a esas instituciones. El precio ha sido ni mas ni menos que el alma. Las ciudades reciben el cobro, al homologar a todas ellas en una generalización alienante. Se la somete a las lógicas de el sistema, se la encarcela en esas grandes ciudades que pretenden reducir al individuo a un simple engranaje, y en caso de no hacerlo, se lo tira a la «papelera de reciclaje». Se establece la lógica de la competencia en la cual todo ser humano es enemigo hasta demostrarse lo contrario. Se bombardea al individuo con estímulos diferentes y contradictorios entres sí. El hombre debe adaptarse por medio de su intelecto. Si se rebela, corre el riesgo de perder el privilegio de gozar de las condiciones mas básicas de vida. Ya no importa la vocación, la capacidad, el goce que el individuo pueda tener sobre las estructuras de la realidad: debe someterse o «desaparecer».
¿Y que pasa con los discursos revolucionarios de antaño que prometían cambios radicales en la estructura del mundo? Son, hoy por hoy, una caricatura de sí mismos. Nadie cree que el socialista, el comunista o el anarquista pueda enfrentar con garantías al sistema capitalista global que rige la época posmoderna. La sensación es que nada va a cambiar.
Frente a esto, el alma empeñada emite su grito de desesperación. Se manifiesta y exclama «aquí estoy Yo, y Yo soy diferente a otros». Ahí aparece la angustia. Los síntomas de los ataques de pánico parecen ser una sacudida del espíritu al hombre reificado que se cree totalmente sometido y despojado de su ser. Manifiestan la presencia tenebrosa, escalofriante del fantasma que nos recuerda que algo malo ha pasado, que algo malo esta pasando y que algo malo va a pasar si nada se hace al respecto. La angustia es el padre de Hamlet, quien viene a develar la presencia de algo sombrío. La posmodernidad, entonces, no solo trae apatía y resignación. También trae angustia. Trae angustia frente a eso que ya no tiene forma, frente a ese destino que se ha desdibujado y que ahora se ve como vacío. Un vacío que asusta, porque, como todo vacío, alberga tanto la esperanza de encontrar algo, como de no encontrar nada. Pero quizás, el mensaje de la angustia, y del presente trabajo, es que este fantasma, la angustia, no debe ser visto como un enemigo, sino como, al igual que el padre de Hamlet una oportunidad. No como un fantasma que viene a destruirnos, sino como un fantasma que viene a mostrarnos que hay algo que debe resolverse, que hay que levantar una nueva obra de teatro, desenmascarar al asesino y destronarlo. Quizás su furia, síntomas mediante, haya sido la única forma de sacudirnos la modorra que genera la apatía y la resignación posmoderna y hacernos ver que el camino no ha sido totalmente recorrido, y que el ser humano no ha perdido su hambre de plenitud.(*)
(*) Fuente: Patricio Julián Ávalos, «La sociedad posmoderna y las enfermedades de la angustia», trabajo realizado en el contexto de la materia Principales corrientes del pensamiento contemporáneo de la Carrera de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires, en 2008.
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