El arte como institución

El modo como nos enfrentamos evaluativamente a una obra de arte, sin embargo, no debe hacernos pasar desapercibido otro aspecto muy relevante que también hay que tener en consideración en el marco de las discusiones sobre arte y estética. Y es el hecho de que aquello que denominamos la obra de arte, como también el cúmulo de reacciones subjetivas que provoca, y su enjuiciamiento por parte del espectador, o el desarrollo más analítico y crítico de esos mismos juicios en el campo especializado de la escritura crítica, por ejemplo, todo ello, configura lo que podríamos denominar el sistema del arte. En efecto, podemos advertir que la relación entre el espectador y la obra no culmina ni se sanciona definitivamente en la experiencia estética individual. Por supuesto, esto no quiere decir que esa experiencia intransferible tenga menos importancia de lo que se presumía; más bien, podríamos añadir que aquello que llamamos «arte», y que implica un modo especial de recepción y de predisposición por parte de los «espectadores», es entendido como tal a partir de ciertas condiciones estructurales y culturales que, por la misma razón, obligan a considerar con más detención el rol del arte en el seno de las sociedades modernas y contemporáneas.

Un importante filósofo y estudioso del arte moderno, el alemán Peter BÜRGER, denominó a estas condiciones institución arte. Con ello, quería dar a entender que el modo como nos relacionamos con las obras de arte, del tipo que sean, involucra una serie de aspectos normalmente desatendidos, pero que determinan, ni más ni menos, la posibilidad misma de esa experiencia estética. El hecho de que existan el museo, la galería o la sala de conciertos, como espacios que «significan» la cita estética (la exposición, la interpretación de la orquesta, la obra representada), y que igualmente se den publicaciones, avisos publicitarios, abonos, o que se cancele un precio de entradas, así como también, por otro lado, el que haya enseñanza institucionalizada, las facultades de Bellas Artes en las universidades, las ideas y las teorías sobre el arte, los modos de recepción de las obras, su distribución y circulación, en fin, todos estos aspectos constatan que existe, desde luego, un soporte material e ideológico para todo aquello que normalmente se nos aparece como una experiencia única, mágica y personal. Se trata, en buena medida, de un aparato que genera, legitima y reproduce lo que solemos entender por «arte». Es por eso que, en atención a estos elementos, podríamos llegar a considerar que nuestra experiencia del arte está condicionada, anticipadamente, por el lugar en que se exhibe, por el costo que acarrea para nosotros, o por el modo como son exhibidas las obras de arte al interior del espacio del museo o de la galería. La experiencia estética del arte, por lo tanto, no acontece solamente en el marco de nuestra recepción subjetiva, sino que esa misma recepción es producida por las condiciones materiales a partir de las cuales accedemos al trato con las obras de arte.

Arte, autonomía y separación de la vida cotidiana

La esfera del arte, en consecuencia, es producida como un espacio determinado para un tipo de recepción en particular, que la tradición moderna acuñó, sobre todo, en el acontecimiento de la visita a museo y a la sala de conciertos. Pero esta remisión del arte a ciertas condiciones de existencia pública, señala de inmediato que esa especie de separación del arte de nuestra vida cotidiana (pensemos, por ejemplo, en el conjunto de aspectos que deben tenerse en cuenta en una sala de conciertos, o en el cine o en un museo, para dar comienzo y para desarrollar el espectáculo mismo: ciertas condiciones de recepción y de apertura como silencio, solemnidad, entrega, concentración, etc.), o sea, el conjunto de asociaciones rituales que perviven en el ceremonial artístico a fin de que tenga efectividad una experiencia estética en esos casos, sugiere finalmente que tal experiencia parece darse, sobre todo, en situaciones especiales, por no decir poco usuales.

Herbert MARCUSE, uno de los más importantes filósofos alemanes de mediados del siglo XX, y relacionado con la denominada «Escuela de Frankfurt», remarcó que la esfera autónoma del arte, su carencia de función social explícita (dicho de otro modo: su inutilidad práctica), debía ser atendida como un status específico del arte en las sociedades burguesas de los siglos XIX y XX. Este planteamiento resulta bastante interesante en este contexto, porque señala que el disfrute personal del sujeto moderno frente a la obra de arte ocultaba, en definitiva, una especie de compensación. ¿En qué sentido podría pensarse que nuestro disfrute de alguna obra de arte tiene un rol de sustitución o de compensación de otra cosa? En términos de que la satisfacción personal, sensible, que el arte proporciona al espectador, parece suministrar dosis de placer y de encuentro consigo mismo (de reintegración vital a «sí mismo» como respuesta a una escisión cotidiana en el seno del trabajo enajenado, podría decirse), que configura un espacio utópico de emancipación, de liberación personal. En nuestro acercamiento a alguna obra de arte que nos seduce o llama nuestra atención, pareciera que encontráramos cierto margen de libertad, de ensoñación, de entrega y de reconciliación con nuestros sentidos. Es como si la reacción encantada que algunas obras de arte generan en nosotros propiciaran una especie de liberación lúdica, de juego: el juego de los sentidos, plasmado en el espacio que la obra produce para nosotros. Esta filiación entre arte y juego, desde luego, debe ser nuevamente notada en este contexto.

Dicho asunto, que puede ser traducido como la relación entre arte y emancipación (de donde, por cierto, la noción de una «humanidad integrada») encuentra, como hemos podido apreciar anteriormente, un nexo directo y precursor en el trabajo de Friedrich SCHILLER sobre la educación estética. Al mismo tiempo, se hace evidente que esta faena compensatoria del arte, y de iluminación de las posibilidades utópicas liberadoras, acaba por sentenciar su propia fragilidad en el hecho mismo de su separación de la vida cotidiana. Es por eso que, al ser remitida a la esfera autónoma del arte, la viabilidad de esta utopía culmina por ser neutralizada y enfriada en la idealización de una experiencia personal. Bajo este prisma es que podría decirse con MARCUSE que la autonomía del arte ejerce, bajo cierto punto de vista, una función de compensación, tal como lo habían indicado, por lo demás, algunos pensadores modernos de las artes (por ejemplo, este tema aparece en algunos escritos del poeta y crítico francés Charles BAUDELAIRE y, aunque con alcances diferentes, en filósofos como Arthur SCHOPENHAUER y Friedrich NIETZSCHE).

Las vanguardias artísticas como ataque a la autonomía del arte

Desde esta matriz de problemas referidos a las condiciones de recepción y de circulación de la obra de arte en la modernidad, y sobre todo a partir de la ganancia de su autonomía (vale decir: la instauración del arte como una actividad u operación que hace gala de su propia jurisdicción, y que no requiere ilustrar otra cosa que la ampare y la legitime, sea la religión, el marco social o la ciencia), puede ser entendido también el desafío crucial que plantearon las vanguardias artísticas de comienzos del siglo XX, como también lo que se ha dado en llamar «la segunda vanguardia» de mediados de siglo. Si las tomamos como un conjunto (con todos los riesgos del caso), podríamos decir con el mismo Peter BÜRGER que el gran aporte del núcleo de las vanguardias consistió en la problematización del arte como un campo autónomo. Esto resultó ser una apuesta vigorosa y fecunda para el devenir de las artes del siglo XX, hasta el día de hoy: en la medida en que la protesta de la vanguardia buscó reclamar por los modos de «reclusión» del arte a ciertas esferas como las que hemos mencionado (el museo, la galería), y demandó la unión del arte con la vida cotidiana y social más allá de estos espacios restringidos, podemos entender que esta protesta determinó un sinnúmero de cuestionamientos ennquecedores a la discusión artística y estética.

¿Cómo consumar socialmente la experiencia estética, de manera que no acabara convertida solamente en una exquisita experiencia personal, sino que involucrara también posibilidades de cambios sociales, políticos y culturales a gran escala?. Como vemos, el centro de este debate implica la factibilidad de que el arte pueda propiciar, realmente, replanteamientos a escala masiva. No se trata tan sólo, para los programas históricos de las vanguardias de comienzos del siglo XX, de que el arte genere sueños de un mundo mejor, sino que, efectivamente, estimule su impulso y concreción actuales. Se trata, entonces, de que el arte cambie el mundo. De donde el conjunto de concertaciones políticas de estos movimientos artísticos, desde la filiación del surrealismo con el comunismo, por un extremo, a la espuria relación entre el futurismo y el fascismo italiano, por el otro, sin perder de vista la reactivación de los lemas surrealistas y de su espíritu (o sueño) colectivo en las revueltas estudiantiles europeas y latinoamericanas de los años sesenta, tributarias también de las demandas de esa primera vanguardia de comienzos de siglo.

Como vemos, la dificultad de escamotear el punto en que se coordinan arte, estética y ética (que resulta, por decir lo menos, confuso) está garantizada para el espectador contemporáneo, y en ese mismo sentido, puede señalarse que los límites y las garantías de inexpugnabilidad del arte no pueden ser acogidas de modo manifiesto y evidenciable a esta altura del despliegue de la cultura audiovisual y de la permanente conexión entre distintos medios y formatos de las características más variadas (aspecto ya trabajado por la vanguardia, como vimos), instancia en que estamos en presencia de una inédita forma de circulación globalizada e instantaneizada de imágenes, de estereotipos, de marcas comerciales y de industrias culturales (Internet puede ser entendida, de esta forma, como una consumación radicalizada de ese flujo de información). No se trata, por suspuesto, de celebrar este acontecimiento en forma inocente, acomodaticia o apresurada, sino, más bien, de intentar sopesar los diversos problemas e interpelaciones que supone no sólo para la experiencia artística y estética, sino también para el espectador contemporáneo como un sujeto cuya percepción se encuentra permanentemente remodelada en función de su exposición continua, cotidiana, a este cúmulo de imágenes saturadas y repetidas.

La estetizción del mundo cotidiano

Este último asunto mencionado, quizás requiera un breve examen, como conclusión de estas apreciaciones. Y es que, en vista de esta excesiva recurrencia incesante de imágenes del tipo más variado, y de los aspectos laterales derivados hacia nuestra vida y experiencia de todos los días, ¿con qué grado de certeza puede acreditarse todavía que en nuestras sociedades del espectáculo, como las denominó el sociólogo y pensador francés Guy DEBORD, no ha sucedido, en una forma de radicalización de lo señalado por Theodor ADORNO, que «lo estético» ha acabado por convertirse en la presentación de mensajes visuales. ¿Y qué tipo de desafíos, por ende, se plantean a los artistas visuales en un momento histórico en que puede decirse sin temor a la equivocación que la circulación caótica de fotografías, imágenes por internet, mensajes publicitarios y comerciales, afiches, promociones, shows de televisión, videos, telefonía celular, en fin, han terminado por estetizar el mundo en que nos desenvolvemos cotidianamente.

Como si, de algún modo extraño, la estética hubiera muerto como «disciplina» (moderna) para propagarse «ambientalmente» en los espacios públicos más impensados en la forma de diseño de signos de la más diversa contextura visual, escenográfica y cultural, quizás estemos en condiciones de señalar que nuestra situación contemporánea parece caracterizarse por una especie de máxima visibilidad, deleitable e irrigada en todos los espacios de la vida social (tal como lo atestiguan autores como el crítico norteamericano Fredric JAMESON, o el propio DEBORD), de una serie de mensajes que requieren no sólo nuestra complacencia desatendida sino, con mayor urgencia aún, nuestra capacidad de desmontaje y de decodificación, por así decir, del modus operandi de esa retórica visual y/o comunicativa, operante en todos los espacios públicos y privados que habitamos o por los cuales nos desplazamos. Es en ese tipo de afanes que la mirada crítica y agudizada del espectador alerta, tal como la vanguardia buscó establecerlo y repotenciarlo, puede ser convocada todavía.

Es probable que en ese trance se encuentre una parte considerable de la producción artística contemporánea, heredera y depositarla del legado de las vanguardias del siglo pasado. Si los intentos de estas últimas descubrieron y trabajaron el papel ideológico de la visualidad, y el modo como efectivamente opera sobre el modelamiento de nuestra percepción y de nuestra conciencia, algunas de las búsquedas más notables del arte actual parecen querer dar cuenta de la posibilidad de la crítica (del «pensamiento visual», como hemos dicho) justamente en el desmontaje de aquella operación. La «consumación» (por no decir la «muerte») de lo estético en la red globalizada y comunicacional de la información disponible y activada inmediatamente, supone, por cierto, la necesidad de pensar el estado actual del arte y de la estética de acuerdo a coordenadas que difícilmente podían ser apuntadas en momentos históricos precedentes. Es en razón de esto que el status del arte y de la estética continúan abiertos y en permanente mutación, planteando arduos desafíos y problemas al examen del crítico, del artista y del espectador contemporáneos.
 

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