Pedófilos e infantes Pliegues y Repliegues del deseo

Tesis para optar al grado de Magíster
Mención Estudios de Género y Cultura en América Latina
LEONARDO ALFONSO ARCE VIDAL
Profesora Guía: Olga Grau Duhart
SANTIAGO, CHILE 2016

Pedófilos e infantes Pliegues y repliegues del deseo

Dedicada a los niños y niñas de deseo inquieto, para que alguna vez puedan tocarse y ser tocados sin miedo ni culpa.
A los pedófilos de deseo culposo, para que exorcicen su malestar y sus temores por amar a quienes aman.
Y también a PP: recuerda, bonito, verte a través de mis ojos
cada vez que estés triste.

Agradecimientos

Esta tesis no habría sido posible sin el apoyo de una serie de personas que, tal y como las condiciones de posibilidad kantiana, son condición necesaria para proceder a una investigación de este tipo.
Primero que todo, he de agradecer a mis papás. El financiamiento económico y el financiamiento oral son, siguiendo la metáfora precedente, como el tiempo y el espacio. Eduardo Arce Cornejo, mi padre, trabajó incansablemente para poder financiar mis estudios, actualmente lo sigue haciendo y muy probablemente lo seguirá haciendo: es una bella forma de apoyo y de manifestarme que confía y cree en mí persona. Marisol Vidal Chávez, mi madre, me escuchó y discutió estos temas conmigo en nuestras onces familiares de los domingos: permitir el diálogo e incentivarlo en la once dominguera es una puesta en acto sumamente valorable y tierna. Cada uno aportó desde sus posibilidades y cada aporte fue fundamental en que este trabajo fuese un placer en su realización.
En segundo lugar, a mi abuela, mi Lelita, María Cornejo Valdés, quien desde pequeño me compró todos los libros que siempre quise, financiando e incentivando mi amor por la lectura y la investigación. Es ella quien, luego de su arrebatamiento por el alzheimer, me ha brindado múltiples descansos y juegos de cariño y cuidado en nuestras andanzas nocturnas.
Junto con ellos, un cúmulo de amistades, amores y queridos muchachos estuvo presente en sus conversaciones, comentarios, preguntas, disquisiciones. Debo, por lo mismo, agradecer a Roberto Requena por sus críticas y comentarios, su intransigencia y su saber psicoanalítico, los que me indicaron carencias teóricas que requerían un mayor análisis. También a Juan Ignacio Cisterna, alias “la Juana”, por las revisiones de los artículos derivados de esta tesis. A Diego Caroca, a pesar de él, por insistir y preguntar todo el año por la fecha de término de la tesis. A Jonathan Lagos, cuyas onces del año 2014 vieron los primeros pasos de esta investigación. A Erick Aguilera y a Guillermo Jorge Alfonso por sus invitaciones intempestivas en donde reinaba el humor y la distensión del genio, cuestión fundamental para relajar las exigencias de la vida académica. A tantos y tantas personas que en el decurso de estos años compartieron sus experiencias infantiles conmigo, abriendo la puerta de sus pasados primigenios a unos oídos que atentamente se entusiasmaban por esas vidas cruzadas por los cuerpos adultos.
De igual forma, agradezco a mi profesora de tesis, Olga Grau, por abrir nichos en los cuales gente como uno, evidentemente deschavetada, puede cobijar su locura enfermiza por tratar de ver diferente.
También agradecer al joven que me ha acompañado este año que termina, Patricio Parraguez Gómez, por sus abrazos, besos y demases caricias, por su confianza y su compañía, por nuestros diálogos nocturnos con té, café y muffin con chips de chocolate, en donde el presente se vuelve absoluto y eterno. Por sus historias y narraciones de la infancia y adolescencia, esas mismas que me hacen pensar en él como en una bella estatua hecha de la más fina roca; el material del que está hecho debe ser de muy buena calidad para que surja belleza y no fractura de los golpes y fricciones de la vida.
Por último, y no por ello menos importante, a mi gato Benito. Fiel compañero cuando tiene hambre, quien con sus irrupciones nocturnas en momentos de trabajo refrescaba la noche y el ambiente al son de su ronroneo cariñoso.

Nombre del autor: Leonardo Arce Vidal
Profesora guía: Olga Grau Duhart

Grado académico obtenido: Magister en estudios de género y cultura en américa latina Título de la tesis: Pedófilos e infantes. Pliegues y repliegues del deseo. Fecha de graduación: Primer semestre de 2017
Breve currículum: Licenciado en Filosofía por la Universidad de Chile el año 2011 y estudiante hasta la fecha de la Licenciatura en Composición Musical en la Universidad de Chile. Sus trabajos han discurrido sobre todo por temas asociados al género, al estudio de las prácticas sexuales abyectas y a la música.
Datos de contacto: leoarce7@hotmail.com

Resumen:

La presente tesis es la apuesta reflexiva de una consecuencia usualmente evitada por un cúmulo de reflexiones y disciplinas sobre la infancia que apelan a una nueva representación del infante como sujeto de derecho, sujeto con voz o sujeto completo. Se sostiene que dicho giro infantocéntrico que propugna dicha concepción de la infancia debiese considerar a la opinión del pedófilo dentro de sus reflexiones y pensamientos. Esto último, debido a que la idea de autonomía infantil conlleva aparejada la necesaria recuperación del cuerpo infantil, incluyendo dentro del mismo, la potencialidad del diálogo corporal entre adulto e infante. Por lo tanto, la usual contravención a esta conclusión derivada del giro infantocéntrico requerirá de un análisis crítico que se proponga explorar dichos límites del pensamiento reflexivos: esbozar sus limitaciones, palparlas, evidenciarlas y transgredirlas en sus diversos discursos, se constituirán como el dibujo de la palabra de los pliegues y repliegues de los deseos trasuntados en la presente investigación.

INTRODUCCIÓN

En la vasta literatura que dice relación con la vida de infantes y de pedófilos, los cruces o relaciones que se producen entre ambos se encuentran de manera dominante mediados de las palabras “abuso sexual” o “crimen”, como si la única forma de ver interactuar a estos tipos de sujetos fuesen las del trauma, del malestar, de la angustia y, en especial, de la delito y el daño.
Podemos encontrar un sinnúmero de artículos que analizan y criminalizan al pedófilo, indicando cómo suele ser su personalidad, cómo se gesta dicho sujeto, qué experiencias abusivas sufrió en su infancia a modo explicativo de su obrar adulto; por otro lado, otra cantidad inconmensurable de artículos y libros, dan cuenta de la realidad de niños y niñas, de infantes, de menores de edad, etc., discurriendo en torno a su estado de subalternidad, de su carencia de voz y voto, de las mejores formas de enseñanza, de sus potencialidades aún ocultas. Sin embargo, bien parece ser que estas potencialidades ocultas, estas ausencias de voz, esa inocencia, no aplica en relación inversa a la figura del pedófilo, la que se sigue concibiendo como un ser enfermo que se planta en la vereda opuesta a la infancia para poseerla de manera abusiva, ultrajante. No se elucida que la prohibición de pensar en el infante como ser sexuado trae aparejado al pedófilo como un criminal por desear a un sujeto que, aparentemente, se encontraría ajeno al lenguaje de lo sexual: lenguaje, por cierto, únicamente reservado al adulto.
Los dos individuos de esta peculiar pareja, como son la del pedófilo y la del infante, bien parecen transitar tan distanciados como la civilización ha podido imaginar y desear, y es que en la imaginería civilizatoria, la distinción entre lo adulto y lo infantil debe ser tajante en grado superlativo. Esta diferencia asegura, entre otras cosas, la definición (comprendida más allá de la mera de-finición, o de-limitación) de lo adulto como etapa deseable a la cual debe arribar el infante. Este mito adulto-céntrico permitiría la pedagogización del infante, así como su minusvaloración histórica, su inexistencia social, a la par que su inocencia ontológica; y es que la idea de que ser adulto es una de las metas de la vida, autoriza a pensar en que quien no lo es, carece de una comprensión cabal, o siquiera cercana, a lo que es la realidad del mundo. Esta idea validaría todo proceso de pedagogía, desde el más violento hasta el más amigable.
Por lo anterior, es que el pedófilo es una figura tan transgresora y macabra, ya que al momento de proyectar su deseo sobre el infante no sólo sexualizaría su cuerpo desexualizado socialmente, invirtiendo y poniendo en riesgo la proyección adulta que se guarda la sexualidad y la autonomía sólo para sí misma; sino que también prescribiría para el infante toda una capacidad amatoria, sexual, autónoma, que sería imprescindible que no posea para evitar toda rebelión ante la incorporación a la civilización. De esto se deriva que toda cercanía sexual entre un adulto y un infante sea considerado abusiva, a esta confusión de lenguas social. Ello, sumado al hecho de que nuestra civilización remite la sexualidad al mero acto penetrativo, desligando los potenciales afectivos y las otras múltiples formas de lo sensual, y a que lo penetrativo remite a los fluidos corporales que tanto espantan y repugnan, darán origen a una lectura criminal de este tipo de relación. Y si no es criminal, al menos enfermiza, con consecuencias perennes para el infante, quien se vería forzado a largas terapias reparatorias para sanar la vida o al menos no convertirse en un pedófilo más.
Ahora bien, muy a pesar del miedo al pedófilo, el que por cierto se ha convertido en un ser espeluznante de múltiples utilidades políticas, las concepciones de la infancia que buscan instaurar una ontología que trascienda la inocencia en la infancia y que conciban al infante ya no como un ser “sin voz” (de infans) han continuado su avance. En Historia, por ejemplo, tenemos múltiples autores de la vertiente de la historia de las mentalidades que buscan rescatar ciertas concepciones de la idea de infancia, historizando de igual forma dicho concepto, negando por lo mismo la ontología del mismo, volviéndola una concepción inmanente al tiempo y espacio en que se emplea y arguye. En el Derecho encontramos manifestaciones tales como el “bien superior del menor”, las que se encuentran tomando un giro cada vez menos paternalista. Incluso ciertas manifestaciones pedagógicas empiezan a solventar sus postulados en el bienestar del menor, procurando mostrar un cierto respeto por sus opiniones.
Sin embargo, y a pesar de todas las buenas intenciones vertidas en una gran cantidad de discursos que parecen misteriosamente virar hacia un mayor respeto del sujeto infantil, dicha consideración no ha alcanzado a la autonomía sexual. Al parecer, lo sexual sigue siendo tema complicado de imaginar incluso en la adolescencia (etapa intermedia entre infancia y adultez, se suele decir). Si en esas épocas puberales hay constricción forzosa de la sexualidad como manifiesto certificado de incorporación cultural, si dicha manipulación de la sexualidad y su detención voluntaria es prueba de una autonomía adolescente que es testeada por la adultez para ser civilizadamente certificada, entonces la posibilidad de pensar siquiera en una infancia que posea dicha libertad sobre su propio cuerpo escapa a los límites del pensamiento adulto.
Los límites del pensamiento son, por lo tanto, un tópico más que necesario de revisar, ya que ellos sustentan, en la realidad, diversos límites a las vidas de las personas. En este caso, la libertad sexual de los infantes y, por reversión, de los adultos que aman a estos infantes.
Pero, ¿por qué esta investigación se podría siquiera pensar o escribir dentro de un Magister de estudios de género? Pese a lo que pueda usualmente creerse, hablar de “género” no es hablar de “mujer”. Si bien, hay una asociación primaria entre lo que es el sexo y el género como forma de producir un concepto que teorice respecto de las imposiciones sociales derivadas del sexo biológico, la teoría de género va mucho más allá en sus análisis. Dentro de este amplio abanico de miradas críticas y revisiones que procura realizar y que permite la teoría de género, dentro de sus elaboraciones conceptuales, encontramos un particular interés sobre los sujetos marginales, excluidos o periféricos, los que en esta tesis conoceremos como los “sujetos subalternos”; y es que esta idea de subalternidad se entronca de forma exitosa tanto si pensamos en mujeres como en infantes; como también en pedófilos, homosexuales o sadomasoquistas, siendo estos últimos más cercanos a una subcategoría ligada a lo abyecto. Sin ir más lejos, la asociación entre niños y mujeres como aquellas categorías que encarnan la debilidad, la posibilidad de ser victimizadas y por lo mismo, salvadas, es tópico frecuente, al punto de ser un cliché del, por poner un ejemplo, cine dramático.
Infantes, mujeres y pedófilos comparten la cualidad primaria del infante, en cuanto a ser infans o carentes de voz. Para el caso de las mujeres bien podemos recordar el siglo pasado en donde la posibilidad de que votasen se encontraba excluida de los límites del pensamiento, al punto que las cartas constitucionales que hablaban de que “todos los ciudadanos tienen derecho al voto” y que no excluían explícitamente a las mujeres, sí se unificaban en torno a su exclusión tácita, cultural. Hay, por lo mismo, una realidad supra legal que no alcanza a ser recogida por los textos ni las leyes y que es muy difícil de modificar por el mero deseo o voluntad de una ley. Esta realidad cultural suele verse reflejada por las leyes, y no a la inversa; por lo tanto, esta cultura del castigo, de lo punitivo, difícilmente se verá modificada por el mero hecho de la modificación legal, o textual, o por la variante en el mundo de las ideas y de los pensamientos. A pesar de esto, negarse a recorrer el camino sería abandonar previo a cualquier intento. Por lo mismo, esta investigación precisa un objetivo bastante acotado, sin mayor aspavientos que el de expandir los límites del pensamiento y del imaginario social. En otras palabras, contaminar el registro de lo simbólico empleando al sujeto transgresor como eje metodológico articulador de la reflexión, lo que para esta tesis se entenderá como giro pedófilo.
El giro pedófilo, que más adelante será explicado en detalle, será el motor de esta búsqueda. La interrogante asociada a las formas de ver y de sentir de un pedófilo supuesto, de su crítica social, serán recogidas desde una perspectiva metodológica que busque tensionar las realidades del statu quo desexualizado para la infancia y proscrito para el adulto-amante de-niños. Por lo tanto, tener a la vista una amplia diversidad de historias será un paso fundamental, a la par que también lo será el analizar la forma de operar de los medios de comunicación, o el revisar los discursos normativos de la sociedad.
Por lo anterior, tenemos que la estructura del presente trabajo se dividirá en cuatro grandes secciones. La primera discurrirá en torno al giro pedófilo y a la forma en como esta idea permite solventar la crítica de las siguientes secciones. La segunda sección, dirá relación con la revisión de cierta literatura y de ciertos desarrollos cinematográficos que se involucran con el tema de la pedofilia y de la infancia. La biografía, el relato ficticio y la construcción de una historia para el cine, serán los ejemplos seleccionados para evidenciar la multiplicidad de realidades que se logran englobar en este submundo pedófilo-infantil. De igual forma, revisar la literatura infantil, la forma en cómo esta ha avanzado, o se ha detenido, será una forma de incorporar la resistencia de la infancia a las represiones civilizatorias que buscan producir un ciudadano ejemplar. Lentamente, se irá transitando entre estos dos sujetos, mostrando de cuales otras múltiples maneras pueden relacionarse, expandiendo con ello el significado de lo que concebimos como una posible relación entre pedófilo e infante.
La tercera sección, por otro lado, estará dedicada a los medios de comunicación, en particular, los medios masivos como son la televisión y los periódicos. Se analizarán un par de programas de televisión de talante investigativo que trataron temáticas afines al susodicho tema. Mediante dicho análisis se evidenciará la forzosa sinonimia entre pedofilia y abuso sexual, tan reproducida en estos discursos. De forma semejante se revisarán dos casos, uno acaecido a comienzos del siglo XX y otro a comienzos del siglo XXI. Palpable será el hecho de que las diferencias entre ambos serán mínimas a nivel actitudinal, y máximas a nivel discursivo.
La cuarta sección, por último, dará cuenta de una revisión de ciertos discursos normativos, tales como el Derecho, la Historia, la Psicología y la Pedagogía. Estos cuatro discursos, todos articuladores de la vida del infante y del pedófilo, serán revisados con el ojo crítico del giro pedófilo, con la finalidad de evidenciar que no hay tal giro infantocéntrico, como se argüiría en algunos campos teóricos al momento de explicar ciertas modificaciones de la mirada. Si bien la preocupación por la infancia se mostrará más atenta, quedará de manifiesto que dicha atención no es una atención respetuosa del sujeto infantil en cuanto tal, sino una forma intencionada de producción de un individuo cuya adaptación social sea cada vez más elevada.
La finalidad última de esta tesis, sin embargo, será la de plantear una nueva cuestión social respecto de la pedofilia y de la infancia: ¿será nuestra única respuesta social la de seguir encerrando pedófilos tras las rejas? ¿Será nuestra única forma de civilizar la de abusar psico-socialmente del infante? ¿Hay algo más allá del régimen de lo punitivo y lo carcelario que estos dos sujetos pueden mostrarnos al momento de analizar sus vidas y la forma en cómo se excluyen? Ciertamente, no hay ninguna intención de dar respuesta a estas preguntas. Ciertamente, el mero hecho de plantearlas ya es un desafío suficiente para una sociedad cuyas limitantes sobrepasan con mucho este tipo de interrogantes. Ya lograr que el lector se permita imaginar mundos paralelos a este constituirá un triunfo insoslayable.

CAPITULO I
EL GIRO PEDOFILO

«Con la ayuda de la eticidad de la costumbre y de la camisa de fuerza social el hombre fue hecho realmente calculable».
(Genealogía de la Moral. F. Nietzsche.)
Vislumbramos a un niño caminando por la calle. Va tomado de la mano de un adulto. Va vestido apropiadamente a la estación del año, con una combinación de vestimenta que no sólo se preocupa de la mezcla de colores, sino del recubrimiento de grandes zonas de piel. Va a paso acelerado, dos a tres pasitos por cada paso del adulto que lo lleva de la mano. Mientras camina contempla, inquiere, infiere, conoce y jadea. El camino por el que transita, es el camino de la vida. Caminar por aquel sendero sólo se puede hacer con la guía adecuada, con el impulso necesario y con el deseo suficiente.
¿Qué sucede con este niño? ¿Es meramente un niño o es, más bien, un adulto potencial, de menores proporciones? ¿Va cogido libremente de la mano del adulto o es arrastrado por este? ¿Va a su ritmo o debe cumplir metas exógenas? ¿Hay realmente deseo en su caminata, o es que, de buenas a primeras, está sólo en el mundo y no tiene más opciones que aferrarse a quienes se aferran a él?
Nuestra civilización no tendría problemas para dar respuesta a cada una de las interrogantes del párrafo anterior. Sin embargo, no conforme con que su respuesta fuese una entre varias, erigiría ésta en la única respuesta posible: sí, aquel niño es un adulto en potencia. Y tenemos que ayudarle a que dicha potencia se vuelva realidad de forma adecuada, sin desviaciones o mayores pérdidas de tiempo de las que son requeridas para su incorporación al mundo.
Si nos acercamos a la vida de gran parte de los infantes de esta civilización, hoy globalizada, encontraremos que tienen una vida demarcada por la teoría pedagógica, la técnica, una historia común, unos derechos universales, unas restricciones similares y una forma de educarlos semejante. Tal constelación de similitudes va desapareciendo en su superficialidad, cuando nos aproximamos a distintas localidades: la primacía de la cultura propia se yergue sobre el lenguaje y le modifica. Sin embargo, bien podemos señalar que dicha modificación no afecta los cimientos básicos sobre los cuales se erige esta posibilidad de entrecruzamientos vitales tan similares los unos con los otros. Es decir, dichas modificaciones no tocan la concepción fundadora de la infancia, de su carencia de voz y de la posibilidad que tiene, por su fundación en la carencia, de ser tomada por otros que se arroguen el derecho de llenar ese vacío que le suponen constitutivo.
¿No es extraño acaso que en China, en Canadá, en Chile y en gran parte, sino todos, de los Estados modernos, existan escuelas; que los niños caminen de la mano de sus padres o que se vean restringidos en su acceso a ciertos lugares, a ver ciertas películas, a escuchar cierto tipo de palabras? ¿No nos extraña la inamovilidad o la dificultad para cambiar la perspectiva al momento de percibir a la infancia, apelando a universales que rechazan contextos particulares en pos de la hegemonía de sólo una representación prioritaria?
Algo hay en común en todas estas agrupaciones humanas. Una idea ligada a la temporalidad y que afecta especialmente al infante. ¿Quién sino este es quien llega al mundo con una estatura y un peso determinados, y a los dos años, o tres años, o más, sus datos iniciales de peso y altura difieren tanto unos de otros, evidenciando con ello una modificación corporal acelerada? El infante será, por su manera de verse, un ser pictóricamente en desarrollo.
Antropomorfo, podríamos incluso decir. Y he ahí su bendición: gozará de los avances de la civilización: no pasará hambre (tanta), no morirá de desnutrición (si tiene suerte), no tendrá que regatear con el trueque (lo hará en moneda).
Y en este mismo antropomorfismo: su aniquilación. No basta la forma humana, se requieren modos de proceder, maneras de hablar, gestualidades y olores particulares para pertenecer a los restantes antropomorfos. El proceso no es natural, si en el sentido de natural comprendemos a aquello que se desarrolla por sí mismo, que no requiere de procesos pedagógicos ni de la guía adecuada para darse. ¿Habría acaso algo “natural” siquiera en lo humano? El proceso de antropomorfización es largo y complejo, requiere de un sinnúmero de procesos y múltiples inversiones de energía social e individual para solventarse. Como ya dijimos, no basta la forma humana, hay que volverse otro, desarraigarse de la unidad, fragmentarse, binarizarse; y ese volverse otro no es sino la introyección del sí mismo hegemonizador de la cultura del adulto. Una vez culminado el proceso el tiempo se detiene, la rutina permea a tal nivel la existencia que la libertad y el crecimiento, el aprendizaje y cambio sólo son instancias excepcionales, meras “vacaciones”.
Esta detención del tiempo marca el proceso de mayor envergadura a nivel analítico, puesto que en los instantes o momentos previos a su clausura, la temporalidad es sostén de la diferencia. Y allí mismo radicará la diferencia fundamental entre un adulto y un niño, ya no el tiempo que cada uno lleva sobre la faz de la tierra, sino en la visión que el primero tiene sobre el segundo en tanto que ser potencialmente desarrollable, y por lo mismo, adaptable, pedagogizable, sometible, devorable, negándole al infante cualquier posibilidad de apropiación, sin que dicha negación sea, por cierto, intrínseca a su ser-niño. El infante interpondrá su resistencia1se apropiará de aquello que se le pretende inculcar para subvertir el orden de las palabras y las cosas: señalará con el dedo un objeto y errará, pensaremos; sin embargo, una mirada otra podría mostrarnos este gesto y esta palabra como una apropiación del sujeto que la emite, un in-fans que se escapa de su silencio, que habla con otras lenguas.
El adulto militante, o sea, aquel que puja por la negación de cualquier posible autonomía o visión activa del infante y su troque en adulto, es también un antropófago: su deseo es devorar al otro, y no hay otro más apetitoso que aquel que ha sido sazonado a gusto, vestido como se deseaba, aprendido lo que se quería, gestualizado de manera civilizada.

1 Cf. De Certeau, Michel, La invención de lo cotidiano. 1 Artes de Hacer. Universidad iberoamericana, México, 2000.

Fagocitar al otro para tornarlo un semejante (y recién en ese momento proveerle de derechos y deberes, de existencia sociológica, de estabilidad psicológica, de confianza sobre sus secciones corporales, en fin, de autonomía e identidad diferenciada) requiere de un largo proceso de inculturación.
Para este proceso se contemplan especialistas de distintas especies y distinta influencia y distancia. De igual forma, se racionaliza a través de los discursos y se refuerza lo aprendido a través de premios. Se instituyen prácticas, excursiones, viajes, grupos, códigos. La codificación es esencial, toda vez que en ella se asienta el traslape de un uno que se vuelve otro: un signo que captura el sentido y que se vuelve significativo. Un cuerpo que captura la civilización y se vuelve real.
Este problema no es nuevo. La pedagogía tiene bastante tiempo desarrollándose. Leamos, por ejemplo, la Paideia de Werner Jaeger:
En primer lugar, la educación no es una propiedad individual, sino que pertenece, por su esencia, a la comunidad. El carácter de la comunidad se imprime en sus miembros individuales y es, en el hombre, el zoon politikón, en una medida muy superior que en los animales, fuente de toda acción y toda conducta. En parte alguna adquiere mayor fuerza el influjo de la comunidad sobre sus miembros que en el esfuerzo constante para educar a cada nueva generación de acuerdo con su propio sentido. La estructura de toda sociedad descansa en las leyes y normas escritas o no escritas que la unen y ligan a sus miembros. Así, toda educación es el producto de una conciencia viva de una norma que rige una comunidad humana, lo mismo si se trata de la familia, de una clase social o una profesión, que de una asociación más amplia, se trate de una estirpe o un estado. (Jaeger, 1957, pp. 3-4)
Y no es sólo “el producto de un conciencia viva”, sino también el productor de la misma, en la medida en que sus reproducciones no son réplicas, sino procesos de acomodamiento a los cambios sociales. Por lo mismo, proceso de civilización es todo un escollo al que debe dedicarse la humanidad adulta, para una vez trascendido volverse a repetir en la siguiente generación. Es un proceso sin fin, cada vez más largo, según parece. Y, por lo mismo, es responsabilidad de todos sostener el ciclo en este proceso, ser producido y producir para asegurar la reproducción de la civilización.
Esto que menciona Werner Jaeger no sólo aplica a la pedagogía griega y, por lo mismo, a la concepción de la infancia en Grecia; sino que es, a pesar de las importantes diferencias entre las formas de concebir la infancia, una idea general que puede aunar los modos de darse la pedagogía en distintos tiempos, a la par que dar pie para pensar en lo general dentro de la idea de infancia.
Pensemos en el término “infancia”: el gran momento en que se marca el término de la misma viene dada por el instante del trabajo. Ese momento en que la fragilidad del infante no pone en riesgo su vida si este se incorpora al trabajo diario de los adultos. Claramente que hay modificaciones sustanciales según consideremos diferentes culturas y sociedades, sobre todo teniendo presentes las distintas consideraciones que pueden tener respecto del significado de “fragilidad”.
Nuestra sociedad moderna se ha caracterizado por un concepto en particular, cual es el de la minoría de edad. Dicha minoría de edad ha sido constantemente extendida. Por ejemplo, en el Chile colonial dicha minoría variaba según el género y la clase social2. En el período medieval, sin embargo, los parámetros eran diferentes: la escasez, las múltiples necesidades familiares, inducían a desdibujar la línea divisoria entre infancia y su subsiguiente etapa.
Philippe Ariès, en su libro L’enfant et la vie familiale sous l’Ancien Régime nos cuenta, en su Prefacio lo siguiente:
La duración de la infancia estaba reducida a su período de mayor fragilidad, mientras que el pequeño hombre no era capaz de bastarse a sí mismo; el infante, empero, apenas estaba físicamente desarrollado, era tempranamente mezclado con los adultos, compartiendo sus trabajos y sus juegos. Desde muy pequeño el infante llegaba a ser inmediatamente un hombre joven, sin pasar por las etapas de la juventud,

2 Para un análisis más detallado véase infra Cap. IV

las que tal vez eran practicadas antes de la Edad Media y que han llegado a ser uno de los aspectos esenciales de las sociedades avanzadas de hoy día.3(Ariés, 1975, 5- 6)
La infancia, por lo tanto, no ha sido siempre la misma, siempre el mismo punto de inicio, siempre uniforme, siempre la perenne resolución del Edipo, la latencia, la pubertad, la adolescencia, la juventud, la adultez… Este camino no estaba escrito de antemano con la presente rigidez institucional que cuida su fiel caminata.

1.1 El bien del menor

El adulto de la imagen inicial de este “relato” no tiene porqué ser una persona. Hoy por hoy, es perfectamente plausible reemplazar a ese adulto por una institución del Estado: la escuela, el jardín infantil, la casa de acogida, el centro de detención juvenil.
Cada uno de ellos con su función determinada. La escuela como lugar seguro de aprendizaje. El jardín infantil como lugar de estímulos, que otrora fuese espacio de comunión con el mundo adulto, ahora se provee a través de pedagogías infantiles cuya finalidad es permear la sensibilidad y la percepción del infante. La casa de acogida si ha habido escisión familiar o insolvencia del hogar, ya sea insolvencia económica o ética. El centro de detención, por último, para aquellos cuya escolarización ha fracasado, cuyo proceso de civilización se ha vuelto difícil de concebir.
Cada uno de ellos con sus discursos fundadores y reproductores. La pedagogía para la escuela. La psicología para el jardín infantil. El conductismo para la casa de acogida. La pena para el centro de detención. Aunque es innegable que en estas cuatro instituciones, por nombrar algunas, se conjugan estos discursos. La pedagogía opera como una forma maleable de inducir contenidos y experiencias, la psicología entrega herramientas de medición

3“La durée de l’enfance était réduite à sa période la plus fragile, quand le petit d’ homme ne parvenait pas à se suffire; l’enfant alors, à peine physiquement débrouillé, était au plus tôt mêlé aux adultes, partageait leurs travaux et leurs jeux. De très petit enfant, il devenait tout de suite un homme jeune, sans passer par les étapes de la heunesse, qui étaient peut-être pratiquées avant le Moyen Age et qui sont devenues des aspects essentiels des sociétés évoluées d’aujourd’hui”.

respecto del desarrollo, el conductismo asegura los refuerzos positivos y articula la pena como castigo cuando la conducta realizada no coincide con la conducta deseada.
Y al fondo de todos estos discursos, una idea fija: obramos así por el bien del menor.
Le volvemos un sujeto pasivo, tornamos sus derechos en restricciones4, lo excluimos del socius5, le negamos cualquier atisbo de sexualidad, establecemos cómo debe obrar, qué debe aprender y cuándo: el sexo no es apto para menores, en Chile, hasta los 14 años al menos6, siempre y cuando ese mayor de 14 no intime con un mayor de 18. Reducimos la vida sexual de los menores de edad a meras designaciones numéricas. Reducimos la identidad de un infante a su nombre y a su apellido, en especial su apellido, organizándole como un número más en una larga lista ordenada alfabéticamente que se replica en el comienzo de cada asignatura de la loada escuela, la portadora del derecho a la educación, aquella encargada de enseñar a sumar, a escribir, a pedir permiso, a sentarse derecho, a trabajar en silencio, a reiterar una y otra vez lo mismo y a tolerar esta repetición de funciones como parte necesaria, e incluso deseable, para la vida.
Sin lugar a dudas, son muchos los puntos a los que podemos recurrir para ejemplificar la relación adulto/sociedad-infante/individuo. Es incluso plausible afirmar que la sociedad, en tanto que forma de organización, se erige sobre esta diferenciación entre adulto/infante. Es la sociedad occidental la que ha hecho circular una prolífica e incuantificable cantidad de discursos destinados a revisar esta relación. Siempre sujeta a causas nobles, al progreso y al mejor vivir.
Este bien superior del menor, sin embargo, no siempre parece ser tan nítido, ni tampoco tan verídico. Si aceptamos, siguiendo a Philippe Ariès, que es bastante reciente esta extensión de la fase de infancia junto con la incorporación de la idea de adolescencia, tendremos que necesariamente plantearnos si otras sociedades no buscaban ese bien superior con el que nos cobijamos, o bien, si es que nosotros somos quienes no lo buscamos realmente,

4 Véase infra Cap. IV, apartado 2.
5 Categoría sociológica para aludir a la sociedad. Se excluye en ella a los menores de edad. 6 Véase arts. 361, 362, 363 y 365 del Código Penal Chileno. Disponible en http://www.leychile.cl/Navegar?idNorma=1984

lo que traería como consecuencia que la idea fija de la contemporaneidad referente a la búsqueda del bien supremo del menor no es sino un mero relato que se constituye para dar cabida a un sinnúmero de actos de índole política e ideológica. Si sucediese que nuestros fines fuesen completamente diferentes a los que esbozamos en la superficie y en la retahíla repetitiva del slogan: “¡quiere alguien pensar en los niños!”7; entonces, ¿cuáles serían los profundos objetivos enmascarados por esta búsqueda ficticia?
Si el bien superior del niño fuese una idea cierta, la pregunta que debiésemos hacernos inmediatamente es cuánto de aquel bien se realiza con consentimiento del infante al que se busca proteger.
Philippe Ariès señala un elemento interesante en el mismo Prefacio de L’enfant… haciendo referencia a las crisis de la adolescencia: “Estas crisis ponen en evidencia la dificultad o reticencia de los jóvenes para ir al estado adulto. […] mis análisis sugieren que esta situación podía ser la consecuencia del aislamiento prolongado de los jóvenes en la familia y en la escuela”8. (Ibíd., 9)
O bien, podrían ser consecuencia del surgimiento de la autonomía fatalista del individuo que buscar resistir la inculturación a la cual está sometido y que se vuelve consciente de la imposibilidad de llegar a buen puerto: ya camina, ya piensa con el lenguaje, ya expresa sus emociones con gestos faciales aprendidos, ya se encuentra, en definitiva,
atrapado en una red civilizadora que le sujeta de forma positiva (le constituye) y negativa (le prohíbe). De forma positiva ha ido guiando sus procesos y desarrollos, le ha señalado el camino. De forma negativa le ha sancionado y reprimido en sus manifestaciones infantiles. Las dos caras de la moneda que en la Historia de la sexualidad trabajase Michel Foucault, dándole especial énfasis a la idea de producción como forma de llenar un vacío analítico, atendiendo el prolífico desempeño que han tenido las teorías de la represión.

7 http://www.youtube.com/watch?v=E7Z0gYGny6g
8“Ces crises mettaient en évidence la difficulté, voire la répugnance, des jeunes à passer à l’état adulte. Or mes analyses suggéraint que cette situation pouvait être la conséquence de l’isolement prolongé des jeunes dans la famille et à l’école”.

Es quizás el “darse cuenta” del adolescente que ya es demasiado tarde para rebelarse lo que lo agobia y lo vuelve “a-dolescente”. Una persona que sufre9. El drama es que el momento de la conciencia de ese dolor sólo se percibe cuando ya es demasiado tarde: la sociedad occidental basa su nacimiento, su llegada al mundo, en relatos que nos recuerdan la culpa y que asocian el pecado con el momento de la toma de conciencia de la desnudez, por pensar en Adán, Eva y el relato bíblico.
No es extraño que el momento de autoconciencia adolescente de nuestro presente, exactamente el momento en que la sociedad brinda existencia y voz10 a un individuo, este experimente una de sus fases críticas.
Previo a aquel momento, la somera idea de la autonomía no era una posibilidad. Prueba de ello es la permanente compañía y vigilancia que asumen los padres como condición impostergable, únicos responsables de estas tempranas fases de vida. Bien se lo menciona el derecho, negándole responsabilidad penal o civil y trasladándosela a sus tutores legales o progenitores. Bien se lo menciona el psicoanálisis introduciendo el poder del Estado en la tríada familiar11, ya que si algo acaece al niño, ello se debe al comportamiento paterno o materno: el síntoma del niño permite interrogar a su familia, a su entorno, a su sociedad (Cohen, 2015).
Y no es incierto dar cuenta de la fragilidad infantil. Nadie podría negar que el infante requiere de múltiples apoyos y soportes en fases tempranas de su existencia. Pero a ninguna otra sociedad se le ha ocurrido extender la minoría de edad cada vez más, hasta llegar a los 18 o incluso los 21 años12.
¿No es sospechosa tanta protección, en el discurso, de esta temprana fase? ¿No es decidora al respecto, la absoluta desprotección en la que se vive el resto de la vida? ¿No habrá alguna relación entre este discurso societario que provee de cuidados y de derechos expresos

9 Para una reflexión más acaba, véase Le Breton, David. La edad solitaria. Adolescencia y sufrimiento. Chile, LOM, 2012.
10 Infante viene de infans, que quiere decir “sin voz”.
11 Cf. Donzelot, Jacques. La police des familles. Pre-texto, México, 1998.
12 Momento en que se alcanza la mayoría de edad a nivel internacional.
15

a los niños y adolescentes y que reniega de la dignidad y el mutuo cuidado humano cuando se llegan a otros estadios de la vida como son la adultez y la tan despreocupada y sufrida vejez?13
Lloyd deMause en su The History of Childhood esboza la idea progresista de que los abusos de la humanidad a la infancia van en descenso. Articula para ello una historia de 6 pasos, tales como la etapa infanticidial, de abandono, ambivalente, intrusiva, socializadora y de ayuda (deMause, 2006, 53). Más adelante podremos contrastar estas ideas con ciertos datos y perspectivas que la contradicen; sin embargo, por ahora centrémonos en la construcción de este relato histórico acomodaticio y aterciopelado.
Si bien, deMause no es ingenuo ni tampoco busca barrer con nuestras culpas señalando un gran progreso en el cuidado y protección de la infancia, sí nos presenta una historia que podría asociar a la infancia el aumento de su autonomía, de su des-infans tización. ¿Sería verídico este relato? ¿Se escucha a los niños, incluso en materias que son tabú?

1.2 Civilización e infancia

Prueba ineludible de que esta escucha, de darse, esta sesgada y de que este relato histórico es una agasajo al progreso es el eludir los procesos civilizatorios que no dejan de darse desde el vientre hasta la mayoría de edad y que han ido acentuándose cada vez más. Si nos remitimos a las etapas de deMause, encontraremos que hay una progresiva pedagogización/civilización del niño; pedagogía que, como estamos insinuando, parece no desear al niño en su presente, sino en su potencial futuro de hombre civilizado.

13 ¿Es que acaso privar completamente de trabajos a los menores de cierta edad es la contrapartida de forzar a los adultos a experimentar los abusos laborales, las extensas jornadas laborales, los abusos policiales, los abusos del sistema y de la vida cotidiana?
16 En relación a esto, Norbert Elías se refiere al proceso de civilización en dos obras: El proceso de civilización y en La civilización de los padres, siendo este último un compendio de ensayos bastante diverso y del que rescataremos el ensayo que da nombre al libro.
Respecto del primer libro, El proceso de civilización, el autor realiza una breve reseña histórica sobre su desarrollo, situando a Erasmo de Rotterdam como su principal progenitor, al escribir el libro De civilitate morum puerilium.
¿En qué consiste este libro? Norbert Elias dice lo siguiente:
En la introducción se asegura que el arte de formar a los jóvenes tiene diversas disciplinas, que la civilitas morum es solamente una de ellas. (…) Lo que llama la atención de este escrito es su resonancia y la elevación de la palabra da su título a la condición de reflejo interpretativo de la sociedad europea.
(…) El libro de Erasmo trata de algo muy simple: de la conducta de las personas en la sociedad, especialmente (aunque no tan sólo) del extrenum corporis decorum (decoro externo del cuerpo). Está dedicado a un muchacho noble, a un hijo de un príncipe (…) (Elias, 100-101).
Líneas más arriba, dirá que el texto “empezó a implantarse (…) como libro de escuela para niños” (íbid., 100).
Este libro de educación es, siguiendo la descripción detallada de Norbert Elías, bastante preciso respecto de las conductas humanas para hacer frente a ciertas circunstancias de la vida diaria, dedicándose a aconsejar y prescribir actitudes al momento de comer, de sonarse, de vomitar y de eliminar pedos (ibíd., 101-104).
Tal es nuestra civilidad, tan exitoso ha sido el proceso de civilización de la cultura occidental que la somera lectura de estos textos puede ofender el pudor y las buenas costumbres: “oír que se habla de gran parte de lo que Erasmo trata con tanta naturalidad, produzca en nosotros una sensación de incomodidad es uno de los síntomas del proceso de civilización” (ibíd., 104).

Y si la mera lectura trae problemas, ¿qué sucede cuando un ser humano viene a transgredir estas convenciones sociales? La respuesta está al alcance de nuestra mano, sólo tenemos que mirar hacia arriba y luego hacia abajo, es decir, tenemos que contemplar y analizar la interacción humana entre el adulto civilizado y el infante bárbaro.
Norbert Elias trabaja esta relación en un artículo de menor extensión que el anterior. En este artículo, intitulado “La civilización de los padres”, menciona: “Cualquier niño pequeño sacude ineludiblemente estas barreras de pudor y de pena de los adultos. Sin que de ello tenga conocimiento, infringe tabús de los adultos” (Elias, 1998, 429).
Y es que, claramente, hay una radical diferencia entre una sociedad cuyo cúmulo de costumbres está asociado a la sobrevivencia, en relación a otra cuyo código de conducta obedece a preocupaciones de índole clasista (nobleza-villano-realeza/alta-media-baja), tales como las que se afianzan en la esquiva idea de “buenas costumbres”.
En mucho difieren, y he aquí una de las principales ideas contrarias a los argumentos progresistas de Lloyd deMause, las costumbres de los villanos en comparación con la de los nobles. De igual forma contrastan las costumbres de las clases pobres con las clases ricas de, por ejemplo, nuestro país.
Y esas diferencias también las manifiestan los niños. Si las diferencias ya son grandes cuando distinguimos entre clases de una misma sociedad, la diversidad se hace aun mayor cuando contrastamos diferentes sociedades14.
Ahora bien, asumida la amplia diversidad que puede avizorarse cuando se comparan diversas clases y diversas temporalidades en nuestra sociedad occidental, es necesario reiterar el punto en común que permite agruparlas: la infantilización del infans y, con esto, la completa alteración del desarrollo humano desde su aparición en este mundo mediante el implante de dispositivos teórico-prácticos aunados en el saber pedagógico.
No debe comprenderse, eso sí, a esta “alteración” como negativa o lamentable en sí misma. Sino que deberá comprenderse en el sentido inicial que se daba a la naturalidad del

14 Piénsese en la investigación de Erik Erikson en Childhood and Society.

desarrollo humano, en caso de existir tal posibilidad. Sí debe pensarse esta “alteración” como aquella modificación que se vuelve sustituta de una naturaleza humana que se reconoce como carenciada, en especial, en lo que concierne al instinto.
Ya bien lo dirá René Scherer en su lectura crítica del Emilio de Rousseau: “[s]eguimos encontrándonos con que Emilio no puede, como un animal pequeño, educarse por sí mismo hasta la edad adulta. En el niño, y esto es lo que lo hace educable, la pura naturaleza, en la forma de instinto, está poco presente” (Scherer, 1983, 21).
¿Será esta ausencia de instinto de sobrevivencia autónoma el total sustento de la educabilidad que, según parece, tienen los niños? No podemos saberlo a ciencia cierta, sin embargo, es perfectamente plausible que, de existir dicho instinto autónomo, es decir, de poseer el niño un forma activa de relacionarse con el mundo (y ya veremos que esto sí sucede), dichas expresiones de positiva afirmación serán despreciadas como meros berrinches o caprichos: sea cual sea la situación, la pedagogía jamás se desprenderá de su pretensión fagocitadora. Adultus dixit.
Y a medida que pasa el tiempo, que el niño abandona su forma infantil, aproximándose a la adolescencia y a la adultez, mayor será el valor que el padre de la pedagogía moderna pensará para el niño: “Un niño se vuelve más valioso al avanzar en edad. Al precio de su persona se une el de los cuidados que ha costado; a la pérdida de su vida se une en él el sentimiento de la muerte” (Rousseau, 2011, 62).
En resumidas cuentas, el niño es una inversión. Y como todo buen inversionista pedagogo, se busca obtener el mejor rédito posible, siguiendo el camino más fácil e indicado para lograrlo, evitando las desviaciones, las pérdidas de energía… los malgastos libidinales.
Involucremos a la sexualidad en estas ideas. ¿Cómo debiese reaccionar una sociedad que se considera inversora en capital humano si su objeto de inversión muestra despreocupación por el fin que se le ha otorgado? ¿No encontramos ciertos paralelos con algunas ideas psicoanalíticas asociadas al principio de realidad?
Herbert Marcuse, en Eros y Civilización da cuenta de una interesante idea ligada a la modificación de los instintos y los deseos en aras de la subyugación al principio de realidad que la vida civilizada impone:
La modificación de los instintos bajo el principio de la realidad afecta al instinto de la vida tanto como al instinto de la muerte; pero el desarrollo del último sólo llega a ser completamente comprensible a la luz del desarrollo del instinto de la vida, y por tanto, de la organización represiva de la sexualidad. El instinto sexual está marcado con el sello del principio de la realidad. Su organización culmina con la sujeción de los instintos sexuales parciales a la primacía de la genitalidad, y con su subyugación a la función de la procreación. (…) La gratificación de los instintos parciales y de la genitalidad no procreativa están, de acuerdo con su grado de independencia, convertidas en tabús como perversiones, sublimadas o transformadas en subsidiarios de la sexualidad procreativa. Más aún: esta última, en la mayor parte de las civilizaciones, está canalizada dentro de instituciones monogámicas. (Marcuse, 1981, 50)
El principio de realidad es perfectamente asociable a la idea de trabajar para vivir. Y de allí, hay un solo paso para pensar en un paralelismo básico entre energías: la energía que usa la sociedad para mantenerse, la que requiere el individuo para trabajar, la que requiere el niño para jugar. Y al ser la energía un bien escaso, su regulación es imprescindible… o al menos de esta forma se puede leer entre líneas en los planteamientos de Rousseau.
Scherer goza evidenciando el fatalismo Rousseauniano que nos lleva al borde del abismo cada vez que cometemos un error en la crianza y civilización del niño (Scherer, 23), como si la pérdida de energía fuese imperdonable, como si la inversión realizada pudiese venirse abajo. ¿Qué capacidad de aceptación a los deseos y actitudes infantiles puede tener una sociedad cuyo fundamento de ser reside en la maximización del progreso?
Marcuse nos muestra, en su crítica al Freud vencido por el principio de Realidad, que esta civilización es represiva en su esencia. Y que la única sexualidad que tolera es la procreativa, canalizando la líbido hacia las funciones genitales.
Si pensamos en un niño, en una niña, en esos cuerpos que Freud diría se hallan en una fase pre-edípica, en donde la sexualidad como la concebimos (genitalidad) aún no se articula (y tampoco pretende hacerlo), en donde residen esas fuerzas y deseos que luego se tornarán sexuales, en donde hay sensualidad y los lugares de placer son todos aquellos plausibles de sentir; si nos hayamos frente a este cúmulo de condiciones caóticas y no productivas, ¿podremos esperar una respuesta favorable o curiosa de una sociedad que se fundamenta en el pecado?
El pecado original es asociado ora al conocimiento, ora al sexo. Y ambas interpretaciones están ligadas a la primera intelección que los personajes de la novela bíblica evocan: se vieron desnudos. Es decir, supieron de la desnudez de sus cuerpos; pero también desearon dicha desnudez.
Ahora bien, no sólo la sexualidad de los niños es infértil. También lo son, siguiendo a Marcuse, todas aquellas perversiones y desviaciones que no tienen como finalidad la procreación. La lista, por lo tanto, será extensa: sadomasoquistas, fetichistas, dacrifílicos, y una gran cantidad de otros nombres que podemos encontrar en Psychopathia Sexualis. Entre ellos, el summum de la perversión: el pedófilo15.
Si bien gran parte de los perversos mencionados en la lista de Krafft-Ebing se ven en ocasiones impedidos de la procreación, no es completamente definitivo que aquello acaezca, pudiendo mezclarse las perversiones con prácticas genitales-procreativas del tipo que se encuentra en los manuales de biología, es decir, de aquellas que cuentan con el beneplácito de la oficialidad civilizada.
Sin embargo, ¿qué podemos decir de un pedófilo? Si ya sabemos que la sexualidad infantil es infértil (y qué mejor motivo que este para plantear su inexistencia), cuál es la reacción social frente al sujeto que desea dicha infertilidad, que emplea los medios de civilización, porque el pedófilo es un sujeto civilizado, para una función completamente

15 En estricto rigor, la máxima perversión, en este juego de jerarquías, sería la del incesto; sin embargo, no existe, dentro de las categorizaciones con sufijo –filia ninguna acepción que logre contener este deseo, negándosele, por lo tanto, la posibilidad misma de constituirse como tal. A tal nivel llega el tabú de ese deseo que Freud erigiera como aquel sobre el cual se funda la cultura que no hay lenguaje que le contenga. En última instancia, cabe señalar que el pedófilo puede ser asimilado con muchísima rapidez al sodomita.

ajena a la que se ha definido como la única posibilidad sana y que, el mayor de los colmos, ¡desea a un individuo que ni siquiera es considerado como tal!
Los entramados son más complejos de lo que se puede avizorar en esta primera instancia y sobre ellos discurrirá la presente investigación, profundizando en distintas instancias particulares. Para ello, y mientras tanto, será necesario dar cuenta de otros elementos generales que están a la base de la idea que titula este apartado y que sustentan el quid de toda esta investigación: el giro pedófilo.

1.3 El giro pedófilo

¿A qué refiere este giro pedófilo? Es usual encontrar en filosofía kantiana o filosofía del lenguaje la idea de un “giro hacia”. Por ejemplo, el giro kantiano hace referencia al reinado de las ideas kantianas consagradas sobre todo en su Critica de la razón pura, la que termina por imponer el concepto de “condición de posibilidad”; luego, su posterior aplicación a diversas investigaciones filosóficas ajenas a las del propio Kant terminan permitiendo que se hable de “giro kantiano”. O bien, la idea de “giro lingüístico” dice relación con la mirada imperante en la filosofía contemporánea, que asigna al lenguaje un importante valor fundacional de lo humano y que, por lo mismo, se aboca a su investigación y desentramado.
En este caso, el giro pedófilo tiene una acepción similar. El giro pedófilo es la implantación de la mirada perversa como forma de aproximarse a la sociedad occidental; constituye, por lo tanto, un método de análisis cuyos cimientos se encuentran enraizados en el deseo pedófilo16. Si, como se mencionó más arriba, la relación adulto-infantil es un indicador clave al momento de articularse una sociedad (o al menos esta será la perspectiva que fundamenta esta investigación) el giro pedófilo propondrá una forma de analizar las relaciones entre adultos e infantes desde una perspectiva proscrita.

16 En este sentido, es importante precisar que el deseo pedófilo se emplea como medio de investigación, por lo tanto, el sentido de “deseo pedófilo” será múltiple, de tal forma que su definición no clausure ninguna posibilidad de investigación y de perversión en las posibilidades del análisis y la reflexión.

Para llevar a cabo dicho análisis será imprescindible establecer la distinción fundacional del giro pedófilo, cual es que no hay sinonimia entre pedófilo y abusador de niños. Y el primer paso a realizar será precisamente el de reflexionar el porqué de la instauración de esta sinonimia.
Como bien se señaló más arriba, la infertilidad del cuerpo infantil es una idea tentadora para pensar en la inexistencia de la sexualidad y sensualidad en el mismo. La idea del pecado ligado a la sexualidad es un aliciente. La fragilidad y su sobre-estimación extreman la inocencia. Y en una sociedad donde la inocencia es ausencia de pecado, todo ser inocente no se encontrará inscrito en el discurso sexual. De ahí la idea de que cualquier tipo de relación adulto-infantil que vaya más allá de la abstracción emocional y que involucre al cuerpo (y en particular al cuerpo infantil, cruzado de discursos represivos y de potencialidades inusitadas y siempre dispuestas a satisfacer las necesidades adultas) se considere abusiva, confusa: una violación a la inocencia que inscribe tempranamente el cuerpo en el pecado. Porque el nacimiento no es el que porta el pecado, sino, como bien mencionamos antes, es la conjugación de la sexualidad con el conocimiento. Saberse sexuado es el pase al pecado.
Por ello, temas como la educación sexual son problemáticos. Y en una sociedad como la nuestra, en que la minoría de edad, es decir, el período de tiempo en que las funciones de los adultos no se encuentran dentro de las propias funciones y actividades diarias, es cada vez mayor, no es de extrañar que la Iglesia clame, educación sexual pro-abstinencia mediante, por retrasar el inicio de la inscripción de esos cuerpos en los relatos del placer y del sexo. Y no sólo la Iglesia, sino también lo padres preocupados: es bastante fácil de observar la mano de una madre o de un padre preocupado que tapa los ojos del chiquillo fascinado con un cuerpo que se bambolea en la televisión. Allí, el progenitor, amparándose en la protección del menor, evocando el miedo al cuerpo y en especial a los cuerpos sexuados y apropiándose de la intelección del infante que aprehende su mundo, contiene esta performance cognitiva con el gesto oclusivo de la mano sobre los ojos. Situaciones análogas podemos encontrar frente a palabrotas o groserías, y siendo la gran mayoría estas de origen sexual, contienen dentro de sí el derecho del adulto a, nuevamente, emplear sus manos para cooptar la aprehensión de otro de los sentidos del infante, en este caso, el sentido de la audición.
Sin embargo, por muchas zonas que se recubran, el mundo y su realidad se imponen. Muy probablemente, muchísimo antes de que el adulto militante, enceguecido por sus ideas sobre los niños, lo note. El infante, sin embargo, habrá comprendido que debe callar. Ocultará al progenitor, en un acto de rebeldía, sus deseos, sus juegos, sus roces. El incestuoso juego entre primos. La mirada seductora a otro cuerpo desconocido, más alto, más duro, diferente; será reconducida por la teoría hacia ideas neutras que permitan, al adulto, comprenderlas sin temor: mera curiosidad del infante. Esta curiosidad, para tristeza de muchos, requiere de acción, de actos, requiere de un sujeto activo que coteje y sienta su objeto. Requiere, por lo tanto, de un infante que sabe, y que sabe que ciertos actos, ciertas palabras, ciertos deseos, deben mantenerse ocultos. En cierta forma, reflejo aquello del adulto que ocultó o acalló la realidad. De otra manera, resistencia al miedo del adulto. El niño se fragmenta mucho antes de lo que se pretende, y con mucha menos sexualidad y violencia de la que se incita a creer.
Tan acostumbrados estamos, como sociedad y en nuestros discursos teóricos, a plantear el daño o la confusión a elementos traumáticos, cargados de resquemor en su pronunciación, que omitimos aquellos actos o ideas que nos parecen inofensivas y que solemos asociar a prácticas de cuidado del otro.
Pensemos, por ejemplo, en la introyección de la culpa que ocurre en el chico Ferenzciano cuando este experimenta sexualmente con un adulto. Citemos a Ferenzci:
Si el niño se recupera de la agresión, siente una confusión enorme; a decir verdad, ya está dividido, es a la vez inocente y culpable, y se ha roto su confianza en el testimonio de sus propios sentidos.
(…) Su vida sexual no se desarrolla, o adquiere formas perversas; no hablaré de la neurosis y de la psicosis que pueden resultar en estos casos. (Ferenzci, 1932, 5)
El niño de Ferenzci es un niño que se fragmenta al momento de la identificación ansiosa con el sujeto adulto, momento en que introyecta el sentimiento de culpabilidad del adulto. Este sentimiento de culpabilidad, sin embargo, es culpa por el acto pedófilo, o es una culpa de orden más general. Visto de otra forma, y apropiándonos de las mitologías que rondan a los pedófilos, ¿es posible pensar en la culpa del pedófilo por su acto de pedofilia siendo que se le suele definir como un ser abusivo, banal, poco inteligente (pero también astuto), o, en palabras de Schinaia17, personas que viven su drama de manera no conflictiva y egosintónica? (Schinaia, 2011, 59). Si bien, el mismo Cosimo Schinaia menciona en páginas previas que la culpa es anterior al acto criminal y que son los pedófilos quienes suelen dejar huellas de su actuar (para ser atrapados, podríamos fantasear); no deja de ser cuestionable esta premisa, sobre todo por los datos que el mismo Schinaia cita páginas más adelante, al rescatar la idea de Alice Miller (a quién tildará de extremista en los inicios del primer capítulo) de que “se demuestra que por cada caso denunciado, cincuenta permanecen ocultos” (Ibíd., 68).
Si la culpa fuese un factor tan preponderante en este tipo de actos, si estamos frente a una epidemia de abusos, que tiene larga data; si es que en 1988 Alice Miller mencionaba que por cada caso descubierto 50 quedaban ocultos. ¿Qué sucede con esas miles de víctimas traumatizadas que pululan por la civilización? ¿Sería posible que las relaciones sexuales entre adultos e infantes no sean tan excepcionales ni tan dañinas como apriorísticamente podemos concluir? ¿Qué está a la base, cuáles son las condiciones de posibilidad de este discurso que promueve la hipótesis traumática? ¿Cómo se inserta este discurso en el aparataje civilizador, en las ideas consideradas positivas de desarrollo, progreso y eficiencia?
Llamar al pedófilo, al monstruo, e invitarlo a presentar el mundo que sus ojos contemplan requiere una desmitificación efectiva. Para mostrar las bases de nuestras coincidencias lógicas a nivel discursivo, se hace imprescindible religar gran parte de nuestros discursos normativos a la idea de civilización. ¿Podremos comprender esta idea de civilización desde afuera? Evidentemente que no. Incluso los más excluidos, aquellos cuya voz se ocluye, son seres civilizados y, a pesar de sus transgresiones, y a pesar de nuestros intentos por volverlos sujetos peligrosos ad eternam, tienen un alto cociente de adaptación

17 Psicoanalista dedicado al tema de la pedofilia y autor del libro “Pedofilia Pedofilias”, considerado un tratado sobre el tema en cuestión.

social. Sólo los infantes están afuera. ¿Y quién está más al acecho de ellos que su más ferviente amante?
El giro pedófilo es, por lo tanto, una vía incierta. Si admitimos que el pedófilo es parte de la civilización y, por lo tanto, parte de lo que vendría siendo un “nosotros”, su potencial de acceso a niños y niñas es limitado. Sin embargo, si abrazamos la idea del pedófilo como monstruo, es factible avizorar una luz de esperanza. Puede parecer contradictorio que precisamente aquel sujeto señalado por la civilización como el predador de niños sea su mejor vía de acceso; sin embargo, es precisamente por ese mecanismo especular que se articula en los discursos normativos que su cercanía puede aportarnos una nueva perspectiva, ya que todo aquello que le es prohibido a uno, le es arrebatado al otro. Doble prohibición: se le niega la sexualidad al niño para negarle el objeto de deseo al pedófilo, y se castiga el deseo pedófilo para asegurar la asexualidad del niño. Aquello que es prohibición para uno, también lo es para el otro, así de conectados están el uno con el otro por la forma de su deseo (a veces mutuo).
Es menester, por lo tanto, dejar de lado la sinonimia entre pedófilo y abusador sexual. Por suerte para esta investigación, el pedófilo es suficientemente monstruoso por su mero deseo, de tal forma que no requiere pasar al acto, pasar “al abuso”, devenir abusador sexual, para pensarlo como un ser monstruoso. Ya lo decía Michel Foucault en su historia de la sexualidad, Tomo I:
Niños demasiado avispados, niñitas precoces, colegiales ambiguos, sirvientes y educadores dudosos, maridos crueles o maniáticos, coleccionistas solitarios, paseantes con impulsos extraños: pueblan los consejos de disciplina, los reformatorios (…); llevan a los médicos su infamia y su enfermedad a los jueces. Trátase de la innumerable familia de los perversos, vecinos de los delincuentes y parientes de los locos” (Foucault, Psiikolibro, 29).
Estos perversos lo eran en un principio por los actos cometidos, el pedófilo sería principalmente pederasta18, en tanto sujeto que acomete una relación sexual con un menor de

18 La diferenciación de estas palabras radica en su ámbito de empleo y también de su contexto histórico: pederasta es, en ciertos lugares, aquel que pasa a la acción, cometiendo el crimen; pedófilo es, por otro parte, aquel que posee meramente el deseo por los infantes. Si revisamos la diferenciación que menciona

edad. Su conversión en un sujeto pedófilo requerirá de una serie de pasos que constituyan a un sujeto derivando su identidad de los gustos y deseos a los que es proclive.
Pensemos, por ejemplo, en el sujeto homosexual. Foucault dirá al respecto en su Historia de la sexualidad que “el sodomita era un relapso, el homosexual es ahora una especie” (Foucault, 31), y con dicha aseveración buscará instaurar la diferencia entre un mero sujeto que realizaba variadas prácticas poco diferenciadas de aquel sujeto que se define identitariamente por aquellas prácticas que se abstraen y religan a un deseo definido, estudiado y anclado en una serie de discursos que buscan coagularlo para su investigación, para su persecución, para su curación. Otro caso análogo será el del sadomasoquista: primero fueron Leopold von Sacher-Masoch con sus prácticas contractuales y sus libros, y el Marqués de Sade con sus crímenes y sus panfletos; luego, fue Krafft-ebing, el gran coagulador, el médico de lo psíquico quien, amalgamando estas dos personalidades originó a un individuo pérfido y morboso: el sadomasoquista. De igual forma acaecerá con el pederasta que luego es vuelto pedófilo, es trocado en sujeto deseante y anclado a su deseo.
Sin embargo, el último paso de esta cadena de constituciones19, es el que mayor campo cubre, por su indeterminación; y es, a su vez, el que mayor poder de alcance provee al castigo, por su formulación plausible de poner en relación al derecho y a la medicina. El individuo peligroso, que páginas arriba mencionamos de pasada, aparecerá en total plenitud

Cosimo Schinaia, veremos que “pederastia, probablemente más correcta para definir una relación sexual entre un adulto y un niño, ha adquirido con el tiempo un significado equivalente a homosexualidad, no sólo en el lenguaje común, sino también en el científico (…). Dicho término quedará reservado específicamente a las relaciones sexuales entre adultos y muchachos en la antigua Grecia” (Schinaia, p. 46). Al respecto, Byrne Fone, en su libro Homofobia. Una historia, apoya la diferenciación mencionada por Schinaia, aunque con una salvedad, al referirse a la antigua Grecia: “La paiderastia, que no se debería confundir con pedofilia, no implicaba el uso sexual de niños, una práctica que la antigüedad veía con tanto horror como la consideramos hoy.” (Fone, 2008, 38). Sin embargo, páginas más adelante señala un dato relevante para solventar la idea de que pederastia y homosexualidad van de la mano en algún fragmento de su semántica: “Durante el reinado de Luis XV, la policía de París organizó las patouille de pederastie para investigar e informar sobre conocidos sodomitas” (Ibíd., 320). A pesar de estos datos históricos, esta investigación trabajará los términos pedofilia y pederastía como se señalan al inicio de este apartado. Dicho uso se puede asimilar a los que emplea, por ejemplo, Avilés y otros (2010), en su libro Delitos y delincuentes: Cómo son, cómo actúan. Por último, puede revisarse los usos de la RAE para cada uno de estos términos. 19 No necesariamente en orden cronológico. Jakobs en El derecho penal del enemigo entrega una serie de intuiciones y reflexiones de la filosofía moderna que presagia y en ciertos casos completan la definición contemporánea de individuo peligroso articulado en el derecho penal del enemigo.
como un concepto capaz de proveer a la sociedad un paso racional a la irracional persecución del chivo expiatorio, instaurando una peligrosidad perenne, medible, un riesgo plausible de sopesarse para excluir de la sociedad al individuo portador del estigma:
Eliminando el elemento de la culpa en el sistema de la responsabilidad, los civilistas introducían en el derecho la noción de probabilidad causal y de riesgo, y hacían aparecer la idea de una sanción que tendría por función defender, proteger y hacer presión sobre riesgos inevitables.
Ahora bien, de un modo bastante extraño esta despenalización de la responsabilidad civil es la que va a constituir un modelo para el derecho penal. Y ello a partir de las propuestas fundamentales formuladas por la antropología criminal. En el fondo, ¿qué es un criminal nato, o un degenerado, o una personalidad criminal, sino alguien que, siguiendo un encadenamiento causal difícil de recomponer, lleva un índice particularmente elevado de probabilidad criminal, siendo en sí mismo un riesgo de crimen?
(…) se puede hacer a un individuo penalmente responsable sin tener que determinar si era libre o si había culpa (…) La sanción, por tanto, no tendrá por objeto castigar a un sujeto de derecho que voluntariamente hubiera infringido la ley, su papel será disminuir en la medida de lo posible –ya sea por eliminación, por exclusión, por restricciones diversas o bien por medidas terapéuticas- el riesgo de criminalidad representado por el individuo en cuestión. (Foucault, 1999, 55-56)
Este riesgo potencial, aunado a la idea de la identidad religada a la constitución del deseo derivada de las prácticas bizarras de los sujetos, es un perfecto pasador entre el discurso penal, que requería de hechos, y el discurso médico, que buscaba disputar el dictamen sobre los sujetos en materias de poder.20
Ahora bien, ¿es posible que un sujeto que potencialmente contiene dentro de sí la transgresión a las bases de la civilización pueda hablar? Es claramente previsible21 que su discurso sería manipulado, redirigido hacia la patología, la incoherencia, la ironía forzada, el sarcasmo no premeditado; empujándole a la condición del otro protagonista de esta historia, el infans.

20 El individuo peligroso dará a luz, más adelante, al derecho penal del enemigo de Gunther Jakobs. Este fenómeno y su relación con la pedofilia se analizará en el capítulo IV.
21 Piénsese, por ejemplo, en el caso de los diarios de personajes tales como el joven Dippold, de quien se empleó su apellido para dar origen a una enfermedad mental. Sus diarios fueron empleados como medios de prueba para dar cuenta de su enfermedad, y ello a pesar de la coherencia de sus escritos con las filosofías pedagógicas de la modernidad. Cf. El preceptor de Michael Hagner.

Por lo anterior, el pedófilo es a quien jamás se ha oído ni buscado comprender. La única comprensión que se le asimila un poco es la del pedagogo, de quien tanto René Scherer como Cosimo Schinaia, ambos autores totalmente contrapuestos en sus premisas, reconocen como plausible de ser un semejante al pedófilo, siempre evocando la gran diferencia: la sublimación22.
Ahora bien, el pedófilo no es únicamente un sujeto carente de habla, privado de ella a la fuerza. También es un sujeto carente de defensa. Al igual que sucede con un infante, para el que recordarle su condición de tal es suficiente argumento para silenciarle (¡Silencio!, eres sólo un niño y no sabes lo que es mejor para ti), “el pedófilo” es una marca infantilizadora, puesto que se es un ser humano reducido a su deseo, controlado por él, un enfermo, un pervertido; en definitiva, un ser carente de autonomía, gobernado por su patología. Al respecto, en la brillante conversación que sostuvieron Danet, Hocquenghem y Foucault, transcrita posteriormente en un artículo titulado “La loi de la pudeur”, Hocquenghem dice que se busca: “crear una categoría de población definida por el hecho de entregarse a esos placeres [sexo entre niños y adultos]. Existe, pues, una categoría especial de pervertidos, en sentido propio, de monstruos cuyo objetivo en la vida es practicar sexo con niños” (Foucault, 2001, 769). Esto puede ser advertido un sinnúmero de veces en distintas ocasiones en que se emplea la acusación de pedofilia: la inocencia, una vez cuestionada por un deseo monstruoso, jamás se recupera, por lo que su uso como categoría que marca, que estigmatiza a quien se le adjudica, es imborrable. No deja de ser un punto de reflexión el porqué de este estigma: ¿es que acaso se produce por el horror del acto, o bien, no es sino una prolongación de las ideas de contaminación? ¿Es el infante acaso un ser humano contaminado, impuro, tal que gozar con él, desearle, es mancharse? ¿Tan potente es la marca de la infancia que quien se involucra con ella puede ser objeto de persecusiones, infantilizaciones, y padecer la derogación de su palabra? Y ello sin siquiera pretender recordar los potenciales usos destructivos de este estigma, fácil de utilizar en una sociedad perturbada y atemorizada23.

22 Véase infra cap IV, apartado titulado “Pedagogía”.
23 Al respecto del miedo, dos casos. En La loi de la pudeur, Hocquenghem señala que “la pornografía en relación a la infancia es la última pesadilla americana, y tal vez la más horrible en un país fértil en escándalos” (p. 765), citando la entradilla de un artículo de Nouvel Observateur. Por otro lado, Cosimo

El giro pedófilo es, por lo tanto, no sólo un método analítico, sino también una reivindicación de los sujetos doblegados: pedófilo e infante. Al señalar que todo pedófilo es per se un abusador sexual, es decir, un criminal, se ha imposibilitado cualquier defensa pedófila que permita a este sujeto existir en la civilización. Se ha imposibilitado cualquier inocencia del falso acusado de pedofilia, en aras de una persecución que no claudica. Hay, por lo tanto, que analizar la civilización desde la perspectiva del perseguido para evidenciar los trazos que instauran su persecución, porque dichos trazos son aquellos que, ora en sentido invertido, ora deformadamente, aprisionan al infante en la figura de un potencial adulto sano y adaptado, proscribiendo sus instancia de expresión a meros reductos espacio-temporales bien definidos y claramente acotados.
Para ello, deberemos revisar no sólo la realidad, sino también la ficción, y será precisamente por esos caminos por los que nos adentraremos ahora. El niño y el adulto del inicio serán, por un instante, amantes, y distintos nombres les personificarán. Será a través de estas relaciones, a veces ficticias, a veces literarias, a veces reales, que podremos ampliar las dimensiones y formas de comprender el mundo y quienes lo habitan: entre ellos, pedófilos e infante

Schinaia dice: “En Septiembre de 2001 el ministerio francés de Asuntos de Familia había público un estudio según el cual la pedofilia era el principal motivo de inquietud de los franceses” (Schinaia, p. 28). Concerniente a estas citas, además de señalar lo particular que puede resultar a franceses hablando sobre norteamericanos y a un italiano discurriendo sobre los franceses; es singular y destacable el hecho de que la primera conversación se da en Francia a raíz de la posibilidad de derogar ciertos artículos asociados a temas de edad de consentimiento. En La loi de la pudeur los panelistas concluyen que lo que parecía un camino hacia el liberalismo no era sino un reflujo circunstancial y momentáneo que devendría, una vez finalizada la revisión del Código Penal Francés, en mayores sanciones. Lo interesante es que esta predicción se ve refrendada por el estudio del año 2001, ya que, habiendo transcurrido 22 años después, es la pedofilia la que se asocia al miedo en esa misma Francia que años atrás debatiese sobre sexualidad infantil, pornografía y capacidad del niño para consentir y gozar.

CAPITULO II
LITERATURA, RELATO, FICCIÓN

Rememoremos la primera imagen del capítulo precedente, en donde adulto e infante caminan de la mano. ¿Qué rostros exhiben nuestros personajes? ¿Son personas de carne y hueso, con nombre y apellido y una historia que contar?
En el presente capítulo, en ciertas ocasiones, estos caminantes deambularán con un rostro claramente definido, ya sea en la historias de la realidad como en las historias de la ficción. En lo concerniente a la realidad, tomaremos como máximo paradigma dos relaciones muy particulares que sostuvo Charles Dodgson con sus amadas amigas. En lo concerniente a la ficción analizaremos una amplia gama de literatura, cine y de literatura llevada al cine.
El objetivo de estos análisis esredefinir la idea de pedofilia, y de extender los alcances de la infancia. Se comprenderá que ambos sujetos, el pedófilo y el niño, marcados por similares líneas ficticias de restricción, se encuentran separados de la sociedad. La intención final será poner en tela de juicio esta separación, dando cuenta de la cercanía que mantienen estos sujetos, a pesar de estas segregaciones, con aquello que consideramos como parte de lo humano.
2.1 Charles Dodgson, un hombre que amaba a las niñas.
Si mencionamos el nombre de Charles Dodgson muy pocos sabrán a quién nos estamos refiriendo. El nombre real de los autores que escriben con seudónimo suele ser desconocido e irrelevante para gozar de su creatividad literaria. Si, por otro lado, mencionamos el nombre de Lewis Carroll y agregamos que de quien hablamos en un principio es nada más ni nada menos que el autor del famoso libro Alicia en el País de las maravillas, es muchísimo más probable que tengamos una idea más clara de a quién nos referimos.
Pero, ¿por qué se encuentra Lewis Carroll en una tesis sobre pedofilia? ¿Y por qué se le define como un hombre que amaba a las niñas?
Carlos Perez Soto24, en una ponencia intitulada “Consideraciones en torno a la pedofilia”, inicia su exposición aludiendo a precisamente a este hombre como un paradigma memorable. La ponencia en cuestión tiene una dedicatoria: “Con cariño y solidaridad a Lewis Carrol, mi pedófilo favorito”.
¿Era pedófilo Lewis Carroll? Para responder a esta pregunta, primero tendríamos que tener una clara delimitación de lo que se entiende por pedófilo. Ya en páginas anteriores aludimos a la diferenciación entre pederasta y pedófilo, restringiendo este último término a aquellos sujetos cuyo deseo tendría, entre sus objetos, al infante.
En el caso que estamos presentando, es menester indicar ciertos elementos para proporcionar clara evidencia en favor de la presuposición de que Lewis Carroll fuese pedófilo.
El primero de ellos dice relación con su gusto por fotografiar niñas. En un artículo llamado “De Dodgson a Carroll: la pasión por Alicia y la fotografía” de Novoa y Barredo, encontramos que Dodgson no sólo fue el pionero en desarrollar la fotografía, sino que es el más destacado retratista de niños del siglo XIX, a pesar de la subsecuente quema de gran parte de su material (Novoa y Barredo, 2008, 57).
Los autores dan cuenta de que el reverendo Dodgson guardó y anotó cada una de sus conquistas, “dejo constancia en su diario de cada nueva niña” (Ibíd., 62), y podemos suponer que ello es cierto en la medida en que, tal y como se muestra en fotografías en el libro Cartas inéditas a Mabel Amy Burton, Dodgson-Carroll llevaba un registro exacto de su correspondencia, entre otras cosas.
Prosiguiendo con su interés, acondicionó el último piso de su casa para la exclusividad de la toma fotográfica: “También creó un ambiente confortable con calefacción

24 Profesor de Estado en Física y Docente de la Universidad de Santiago de Chile y de la Universidad de Chile para que sus modelos pudieran estar cómodamente con la menor cantidad de ropa posible” (Ibid., 62).

El segundo de ellos dice relación con la creación y posterior redacción de los libros que lo hicieron famoso, en particular, Alicia en el país de las maravillas, dedicada a Alice Liddell. Al respecto, la historia que narran sus protagonistas cuenta que Dodgson solía salir con las tres hermanas Liddell y que en una ocasión, en una “tarde dorada”, les fue narrada esta historia y que, por esas casualidades de la vida, le fue demandado por parte de la pequeña Alicia la retención del relato en el papel. En palabras de Dodgson:
Muchos días habíamos remado juntos por ese río tranquilo –las tres jovencitas y yo, y muchos fueron los cuentos improvisados para beneficio de ellas –tanto si en ese momento el narrador estaba “en vena” y le venían en tropel fantasías no buscadas, o era un momento en que había que espolear a la agotada Musa para que trabajase, y seguía penosamente, más porque tenía que decir algo que porque tuviera algo que decir…- Sin embargo, de toda esa cantidad de cuentos, ninguno llegó a ser escrito: nacieron y murieron, como minúsculas moscas de verano, cada uno en su correspondiente tarde dorada; hasta que llegó un día en que , por casualidad, una de mis pequeñas oyentes me pidió que escribiese el cuento. Eso fuese hace muchos años, pero recuerdo claramente, mientras escribo esto, cómo, en un desesperado intento por iniciar una nueva vía del cuento fabuloso, empecé metiendo a mi heroína por una madriguera de conejo, sin la menor idea de lo que iba a suceder después. (Gardner, 1999, 21- 22)
Fue tal la excitación de Lewis Carroll ante la petición de Alicia que el otro acompañante en el paseo de aquella tarde dorada, el reverendo Duckworth, cuenta que Dodgson “había permanecido en vela casi toda la noche, pasando a un manuscrito lo que recordaba de las extravagancias con que había alegrado la tarde. Le añadió ilustraciones de su propia mano, y le regaló el libro (…)” (Ibíd., 22-23).
Tanto fue el cuidado y el esmero entregado en la redacción y creación de la obra para Alicia que, no conforme, le escribió a Alicia Liddell, en ese entonces, Alicia Hargreaves, veinte años después para solicitar el original y el permiso de publicación de la obra, atendiendo el propio sentimiento del autor por la depositaria de su tesoro:
¿tendría inconveniente en que se publicara en facsímil el manuscrito original de Las aventuras de Alicia (que supongo aun obra en su poder). (…) Solo pienso, al considerar la extraordinaria popularidad que han alcanzado los libros (hemos vendido más de 120.000 ejemplares de ambos títulos), que a muchos les gustaría verlos en su forma original.
(Dodgson, 1885).
En tercer lugar, como forma de continuar con esta propuesta de sujeto pedófilo para con Lewis Carroll, hay que apelar a sus propias palabras. En el libro Cartas inéditas a Mabel Amy Burton, hallamos el método a través del cual Carroll lograba incluirse en la vida de sus niñas amadas.
En 1877, escribe al padre de Mabel Burton lo siguiente:

Muy señor mío:
Espero que disculpará la libertad que me tomo al dirigirme a usted, así como la libertad que me tomé hace unos cuantos días al hacer amistad con su hija pequeña, pero creo que ni siquiera alguien que no sea, como yo soy, un gran amante de los niños, podría dejar de sentirse atraído por ella. (Carroll, 2010, 35)25
Incluso a la misma Alice Hargreaves le dice lo siguiente:
Mí querida Mrs. Hargreaves:
Me imagino que la presente carta, después de tantos años de silencio, le llegará casi como una voz de ultratumba. Sin embargo, esos años no han alterado, en mi percepción, el cálido recuerdo de los días en que nos tratamos. Empiezo a experimentar cómo la memoria decreciente de un anciano es infiel en lo que concierne a hechos recientes y a nuevas amistades (por ejemplo, entablé amistad, hace pocas semanas, con una encantadora niña de unos 12 años, con quien di un paseo: ¡y ahora no puedo recordar ni siquiera su nombre!), pero la imagen de quien fue, a través de los años, mi ideal de amistad infantil, sigue tan vívida como siempre. Desde entonces he tenido veintenas de amigas, pero con ellas no ha sido lo mismo. (Carroll, 1885, 347)

25 El subrayado es mío.

Considerando estos tres puntos, la fotografía, sus obsequios infantiles y sus propias declaraciones de interés por parte de las niñas, ¿qué faltaría para considerar a Lewis Carroll como todo aquello que compone a un pedófilo?
La respuesta a la precedente pregunta es bastante evidente: la sexualidad en tanto que acto sexual. Sucede de forma análoga con la homosexualidad, en que la representación social que se figura en torno al sujeto homosexual es precisamente el acto sexual sodomizante, excluyéndose dentro de las potencialidades de una relación homosexual todos los elementos cotidianos de una vida en pareja común y silvestre, tales como las salidas al cine, las cenas y comidas acompañados, la asistencia al gimnasio o practicar algún deporte en conjunto, etc. Sucede que, con el caso de la pedofilia, el imaginario opera de forma semejante: no es concebible un pedófilo que no sea un abusador26, no se encuentra dentro de los límites de imaginación de nuestra sociedad un pedófilo que busque ser amigo de sus objetos de deseo, que busque cuidarles, protegerles, sin penetrarles violentamente. Podría incluso señalarse, en un acto de apropiación de la mentalidad pedófila que gran parte de las violaciones a menores ocurren en la imaginación de los adultos militantes antes que en la real interacción entre infantes y pederastas.
Nos encontramos, por ende, en esta instancia con una reversión de las consideraciones del capítulo precedente, en donde se explicitaba y denotaba la forzosa sinonimia que religa al pedófilo con el abusador sexual infantil. En este caso, ya no es la sinonimia lo que se muestra, sino la imposibilidad, el límite al imaginario, de proponer una relación pedófila en donde la sexualidad, en su comprensión genital, se encuentre ausente.
¿Qué es, por lo tanto, un pedófilo si no es un abusador sexual? El artículo de Novoa y Barerdo cita la definción de Philippe Forrest cuando dice: “Para Philippe Forrest es aquel que está ávido de pureza, de inocencia. La infancia es el paraíso que él ha perdido y al que debe regresar a cualquier precio. A través de los niños, el pedófilo recrea ese espacio esencial donde situar sus objetos, ya sean de satisfacción sexual o de ternura” (Novoa y Barredo,

26 Cf. Raval: del amor a los niños del periodista Arcadi Espada.

2008, 63). Y más abajo, agregará que “la infancia no existe, es el sueño del pedófilo” (Ibíd., 64).
Si el pedófilo es aquel que ama a los niños, que busca la inocencia en ellos, ¿de dónde surge esta representación tan monstruosa? ¿No es, por cierto, la pedagogía, una forma de pedofilia sublimada? ¿Qué tipo de sociedad, sino una con rasgos pedófilos, es aquella que erige al niño como su rey?
No es sólo la idea de pedofilia la que tenemos que definir, sino también la idea de sexualidad que le está asociada y que le restringe, puesto que para mantener al pedófilo dentro del registro del abusador sexual se requiere de un discurso que amarre su deseo con la genitalidad voraz e insaciable de la necesidad que cada uno porta dentro de sí. Bien podríamos cuestionarnos respecto de si la sexualidad es siempre mera genitalidad. ¿Hay erotismo? ¿Dónde está la ternura?
Carlos Perez Soto, en la ponencia citada al inicio de este capítulo busca diferenciar y volver a anudar algunos de estos términos.
Define erotismo como una “capacidad, específicamente humana, de sentir y proporcionar placer en general”, define sexualidad como “actividad corporal en la que el erotismo se expresa, como ejercicio físico” y define genitalidad como el “campo de comportamientos sexuales que incorporan de manera directa a los genitales, tanto en su relación física, como metafóricamente” (Perez Soto, 2013, 4-5). Muy a pesar de lo incompletas que puedan aparecer estas definiciones, en especial la concerniente al erotismo, es menester señalar que el objetivo del autor en esta tripartición, es explícitamente poner en juego el placer y no, por cierto, la reproducción.
Con este último giro, en donde la sexualidad se vuelve un discurso y una práctica sobre el placer, se instaura una nueva posibilidad que sólo se había insinuado tangencialmente en el capítulo precedente, siendo esta la posibilidad de pensar la sexualidad en el infante, a pesar de su incapacidad biológica para reproducirse y apelando en exclusivo a su capacidad biológica para sentir placer.
Según estas distinciones y leyendo la sexualidad desde esta perspectiva no sólo los niños son sujetos eróticos, en la medida en que son sujetos de sentir y proporcionar placer, sino que también Lewis Carroll es un sujeto pedófilo, porque su amor por los niños está en directa relación con la posibilidad de excitarles y divertirles, es decir, de hacerlos experimentar el placer a través de sus narraciones.
El eje central ya no es el tacto, no es solamente el cuerpo, sino el placer y la mutua relación que este permite sostener entre dos individuos, independiente de su edad. La somera lectura de las cartas que Carroll enviase a Mabel Amy Burton hace suponer que su autor brillaba de excitación y deleite al imaginar a su pequeña destinataria leyendo las cartas que le escribiese. A modo de ejemplo: “(…) espero que algún día pueda ir y tomarte de nuevo prestada durante unas cuantas horas, aunque desde luego será muy molesto tener que cuidar de una criatura tan fastidiosa. En cualquier caso, será sólo durante unas cuantas horas –por lo que acabará pronto-, ¡lo cual es un gran consuelo! (Carroll, 2010, 67-68).
Y dicha excitación tenía como componente fundamental, como presuponemos es fundamento de todo deseo pedófilo, que fuese una niña la receptora de dicho mensaje, de tal forma que pudiese operar todo el mecanismo de seducción que puede desplegar un amante fascinado. En los comentarios a las cartas a Mabel Amy Burton, Pierre E. Richard señala: “Un encuentro en junio de 1882, consignado en el Diario, pone de manifiesto la decepción del autor al descubrir a Mabel en el umbral de la adolescencia: “Ella ha perdido su belleza infantil y se ha cortado el pelo”. Unas pocas palabras que expresan mucho…” (Ibíd., 78-79): he aquí el lamento del pedófilo…
Ahora bien, una pregunta que tenemos que hacernos, sin lugar a dudas, cuando hablamos de pedófilos y niños es si fue o no dañina la relación entre Lewis Carroll y Alice Liddell y entre Lewis Carroll y Mabel Amy Burton.
Respecto de la relación con Alice Liddell, Novoa y Barredo, aludiendo a la fotografía de Alicia señalan que “[p]odemos detenernos un momento a observar la mirada de Alicia (la niña de la derecha) en este retrato junto a sus hermanas, porque delata la complicidad entre la niña y el hombre detrás del lente” (Novoa y Barredo, 2008, 60).27 La seducción parece operar de forma especular, no es sólo Carroll el que seduce, sino también es el que es seducido por la mirada de su Alice. Y por lo mismo, no es Alice un sujeto meramente pasivo, receptor, seducido por el adulto que le desea; sino también un sujeto activo, que busca, experimenta y desea, que posa voluntariamente, con todo su ser implicado.
En la Imagen 01 puede apreciarse la particular relación entre Alice y el fotógrafo. Mientras que sus dos hermanas parecen no alcanzar a entender de qué va la situación, Alice se encuentra fijamente mirando al hombre del lente, comprendiendo lo que él desea y dándoselo. De forma más evidente, lo rasgos de “modelo” de Alice quedan profundamente expuestos en la Imagen 02: una modelo que posa para su camarógrafo, a quien recordará toda su vida. Y he aquí un elemento importante, los recuerdos de Alicia. ¿Encontramos traumas o problemas en su desarrollo de vida? ¿O es todo lo contrario? ¿Qué recuerda esta Alicia, potencial víctima del pedófilo Carrolliano?

En Alicia anotada tenemos lo siguiente:
La mayoría de los cuentos nos los contó el señor Dodgson durante nuestras expediciones en barca a Nuneham o a Godstow, cerca de Oxford. Mi hermana mayor, hoy señora Skene, era “Prima”. Yo era “Secunda”; y “Tertia”, mi prima Edith. Creo que el principio de Alicia lo contó una tarde de verano en que el sol quemaba tanto que tuvimos que desembarcar en los prados junto al río abandonando la barca para buscar refugio en el único trocito de sombra que encontramos, al pie de un almiar recién hecho. Aquí surgió de las tres la sempiterna petición de “cuéntenos un cuento”; y así empezó el delicioso cuento. A veces, para hacernos rabiar –y quizás porque estaba verdaderamente cansado-, el señor Dodgson terminaba de repente, diciendo: “Y colorín, colorado, hasta la próxima vez”. “¡Ah, ya es la próxima vez!”, exclamábamos las tres; y tras insistirle un poco, lo reanudaba nuevamente. Otras veces, a lo mejor empezaba el cuento en la barca; y el señor Dodgson, en medio de su emocionante aventura, fingía quedarse dormido para consternación nuestra.
(…)
Creo que los cuentos que nos contó aquella tarde fueron mejores de lo normal, porque guardo un recuerdo muy claro de la excursión, y también recuerdo que al día siguiente empecé a insistirle que me escribiese el cuento, cosa que nunca había hecho yo anteriormente. Fue mi “venga, venga” y mi pesadez lo que, después de decir que lo pensaría, le movió a hacer la vacilante promesa que le obligó a escribirlo. (Carroll, 1999, 22)
Es importante destacar este requerimiento, ya que, de las miles de historias que les fueron relatadas, esta fue la única que motivó el llamado de la memoria a su suplemente en el papel: la letra. No deja de ser un elemento destacable que el deseo de Alice haya demandado la puesta por escrito de un relato que le fascinó, como queriendo plasmar en la eternidad el sempiterno recuerdo de su seducción, de su fascinación; casi volviéndose cómplice del desconocido pedófilo. Casi, podríamos fantasear, como queriendo dar a conocer la relación que ellos tenían, como si estuviese tan orgullosa de ella que la palabra se volviese un ladrillo necesario para contener el edificio de su mutuo deseo y de su sensualidad tornada relato.
El recuerdo de Alicia no es el único que persiste e insiste en el tiempo. En el caso de Mabel Amy Burton, el comentarista señala que “el recuerdo de esas horas [de paseo] había de mantenerse tan vivo en ella que, medio siglo después, recordará los menores detalles de la ropa que llevaba. (…) y en los papeles de Mabel se encuentra el ejemplar del catálogo del museo que Charles [Dodgson] le había regalado aquel día” (Carroll, 2010, 58).
El caso de Lewis Carroll-Charles Dodgson es precisamente paradigmático al momento de pensar al pedófilo y a su sexualidad. La persistente idea de que la sexualidad es mera genitalidad la podemos encontrar refrendada en la idea de sublimación. La sublimación sería aquella forma de transformar la energía sexual y reconducirla desde su cauce natural (piénsese en Reich y la energía sexual cuyo cauce natural para la curación humana es la genitalidad28) hacia otras esferas de la vida. Una mirada psicoanalítica común podría pensar que el pedófilo Carrolliano es un pedófilo que, entendiendo su “enfermedad”, decide sublimarla a través del arte. Explicación válida dentro de un sistema de veridicción determinado, en donde ciertas condiciones de verdad están asociadas a la sexualidad genitalizada como elemento natural; sin embargo, si planteamos la posibilidad de que esta creación artística no sea una sublimación de la sexualidad genitalizada, sino otro tipo diferente de sexualidad, una que se inmiscuye con la ternura y el erotismo y que desde allí figura mundos en donde pueden habitar las criaturas más fascinantes y monstruosas, entonces estaremos cuestionando no sólo la idea de la sublimación, sino la idea de que la sexualidad y la genitalidad se presentan en una unidad indisociable: estaremos creando un mundo nuevo.
El pedófilo, en la monstruosidad que se le supone, es un ser excluido a priori. Debe, para subsistir, figurarse un mundo propio, un cuarto propio en el cual poder habitar y amar. El mundo de Alicia en el país de las maravillas es un mundo bastante particular. Bien podríamos pensar que en un mundo de este estilo, en donde los gatos se desvanecen y las orugas fuman puros, también es posible imaginar que una niña llamada Alicia y un hombre llamado Lewis Carroll pueden tener ese tipo de relaciones desviadas con la paz que debió experimentarse en esos viajes, en esas tardes doradas, arriba de una barca.

28 Cf. La función del orgasmo de W. Reich.

2.2 Las letras de lo prohibido: relatos para sujetos en sombras.
La literatura infantil y sus implicancias constituyen todo un mundo plausible de analizar desde múltiples ópticas. Por ejemplo, diferente es el material escrito, cuyo destinatario es el infante (lo que presupone la existencia de un sujeto con características determinadas y el pincel de la pedagogía pintando su existencia) a uno adaptado para él (en donde la existencia del infante es un hecho y lo que está en tensión son sus categorías de desarrollo). Y, de igual forma, distinta puede ser la manera de aproximación empleada por un infante a las letras. Bien puede acercarse a través de cuentos infantiles (es decir, un acercamiento que calza con la línea sustentada por la teoría del desarrollo), o bien, leyendo novelas para adultos o no-infantes (en cuyo caso estamos frente a un quehacer activo y de apropiación por parte del sujeto); o, por el contrario, puede activamente demostrar rechazo a la lectura que se le ofrenda, aludiendo a su falta de interés en la historia, en la forma de contar el relato, en la ausencia o presencia de ilustraciones, en el realismo o fantasía presente, etc.
La importancia de esta aproximación multiscópica radica en levantar la idea de que no existe sólo una infancia (como tampoco existe un solo tipo de pedofilia), sino muchas posibilidades de infancia; en este caso, incluso podemos plantear la posibilidad de una infancia relacionada con un sujeto activo, que elige y discrimina entre aquello que le gusta y aquello que no le gusta, sin considerar a veces, las restricciones impuestas por los sellos de “No apto para menores”.
Un infante, un niño que comulga con la característica previamente enunciada, es el niño de las tres metamorfosis de Nietzsche, en Así habló Zaratustra. En este caso, siguiendo a Mauricio Díaz Amar (s/a), en su artículo “El niño en Nietzsche y Benjamin. Una búsqueda de la experiencia”, podemos afirmar con él que el niño de Nietzsche es una de las concepciones posibles de lo que éste considera como el superhombre.
Lo curioso de esta concepción es que nuestra cultura occidental, cuya flecha de tiempo está guiada por la idea de progreso, considera al niño no como una meta, un fin a lograr o un objetivo a conseguir; sino todo lo contrario, el niño es, para occidente, un proto-adulto, un adulto en potencia, carente de autonomía, pasivo en sus quehaceres diarios. ¿Quién osaría plantear al niño como una meta o, para mayor blasfemia, un avance evolutivo respecto de lo humano?
Podemos circunscribir la idea Nietzscheana a la propuesta del giro pedófilo con bastante facilidad. Sobre todo si adicionamos a estas ideas la definición de Forrest de la sección precedente: el niño sería una creación del pedófilo, la infancia sería su paraíso, su anhelo, su deseo; no sólo amar al niño, sino volverse uno con él.
En el caso de Nietzsche, esta afirmación respecto del niño como deseable desarrollo de lo humano dice relación con su idea de afirmar la vida: el niño representa no sólo lo indómito, sino también lo creativo. En el niño todo es potencia, no hay límites ni morales restrictivas, hay creatividad y, por lo mismo, está la capacidad de modificar la realidad, modificar lo humano, modificar las relaciones humanas. En dicha potencia reside el resquemor del adulto militante que se atemoriza ante el arrebatamiento infantil de la revolución que todo lo destruye y que en su destrucción vaticina un nuevo amanecer incivilizado.
Una de estas revoluciones la podemos encontrar, por ejemplo, y ahora que hablamos de literatura, en un escritor chileno, José Donoso29; y en particular, en una de sus obras, Casa de Campo.
Si bien, es sabido que Casa de Campo es una gran metáfora sobre el golpe de Estado del Chile en el ’73, la aproximación que pretendo plantear no dice relación con esta metáfora en su versión histórica, sino que es más bien una lectura extendida sobre la historia misma, sobre sus personajes, en particular, sus personajes infantiles y lo que se dice de ellos.
En Casa de Campo la propuesta del autor constituye una narración que se desmiente a sí misma y que busca, a través de estos pasajes u oberturas, sacudir al lector: la obra no es una obra cerrada, no es un mero relato, no hay un narrador que sólo cuente una historia:

29 José Donoso, escritor chileno de renombre, muy conocido por sus novelas El lugar sin límites, Casa de campo y su oscura obra El obsceno pájaro de la noche. (1924-1996)

A estas alturas de mi narración, mis lectores quizás estén pensando que no es de “buen gusto” literario que el autor tironee a cada rato la manga del que lee para recordarle su presencia, sembrando el texto con comentarios que no pasan de ser informes sobre el transcurso del tiempo o los cambios de escenografía (Donoso, 1978, 47).
Y este sacudir al lector es también una forma de abofetearle y volverle parte interesada de la obra misma, es en cierta forma una manera de solicitar su colaboración. Y es, también, una advertencia: no hay forma de apreciar la revolución, hay que vivirla, hay que hacerse cómplice de sus triunfos, sus ventajas, sus conquistas y sus horrores.
El mundo que nos presentará Donoso es horroroso. Las historias que los adultos, separados tajantemente por el rango etario, cuentan a los menores de edad son claras formas de cooptar sus atrevimientos. El paradigma de lo perverso y de la degradación humana es, en este mundo, la antropofagia (que en su metáfora histórica aludiría a la denominación de “come-guagua” con la que se designaba a los comunistas”). Todos temen a los antropófagos que, huelga decirlo, no son semejantes a los antropófagos del primer capítulo de la presente tesis.
Y en este mundo donde la antropofagia es el mayor temor de los adultos, por derivación, también lo es de los niños, aunque algunos de estos subviertan este miedo como formas de amenazar a uno de sus pares por sus conductas: “¡Y a ti, Melania, te comerán la primera! Esas tetas, esas nalgas fastuosas…, los antropófagos te violarán y después de perder tu don más preciado te comerán viva…” (Ibíd., 20). El autor de estas palabras es Wenceslao, hijo de Adriano Gomara, el único de los adultos que entró en trato con los “salvajes” “antropófagos”. De ahí que Wenceslao, siguiendo los pasos de su padre, jugase con el temor de los otros ante la antropofagia, sin nunca creer en la fidelidad ni veracidad de esa historia respecto de la realidad: “Wenceslao jamás dudó que éstos fueran otra cosa que una fantasía creada por los grandes con el fin de ejercer la represión mediante el terror, fantasía en que ellos mismos terminaron por creer, aunque este autoconvencimiento los obligara a tomar costosísimas medidas de defensa contra los hipotéticos salvajes” (Ibid., 32). Y es por esta cercanía con la antropofagia que, luego de la muerte de Adriano Gomara, a quien se tenía recluido, se perseguirá con tantas ansias a su vástago, ya que, de igual forma a como se decía de Adriano Gomara que “[su] contacto con los nativos lo precipitó en el delito, como a cualquiera que se relacione con seres que, aunque remota o simbólicamente, hayan considerado posible comer carne humana” (Ibid., 53), también se dirá que Wenceslao prepara la revolución desde afuera y que su desaparición no es sino sinónimo de una resistencia en ciernes.
Estas fantasías de los adultos no son, sin embargo, meras fantasías. Son, por el contrario, base fundamental de la realidad, ya que son los relatos de los adultos los que, en esta sociedad adultocéntrica, vienen a constituir el relato de lo humano sobre el planeta. ¿Hay alguna diferencia entre Marulanda, nombre dado por Donoso a la región en donde se desarrolla su relato, y nuestro actual mundo? También en nuestro mundo, el “real”, habitan y conviven estas fantasías y ficciones. Su “realidad”, aludiendo con ello a su capacidad de concreción, viene dada por los flujos de poder y la forma en cómo, quien instaura una de sus fantasías, logra manejarlas a su antojo. Al respecto, Malvina, la hija bastarda de Anselmo, disertando acerca de la legalidad de sus despojos y de su exclusión en la herencia, justifica sus robos aludiendo a la convencionalidad de las leyes para quienes las instauran: “En verdad, había decidido que como no tenía derecho legal al dinero debía procurárselo ilegalmente, ya que la legalidad no era sino una convención inventada para la comodidad de quienes tuvieron el privilegio de crearla” (Ibíd., 176).
Estas formas de rebelión, pequeñas a veces, pero jamás ausentes, se anidaban no sólo en Malvina, sino también en los recuerdos de los adultos:
“(…) el espanto arrasó con la epidermis de la convención que dice que hacerse mayor consiste en ser capaz de olvidar lo que uno decide olvidar: para ellos también, cuando pequeños, los insignificantes delitos habían sido la única escapatoria frente a la represión de los mayores que dictaban las leyes; la fantasía de la destrucción de sus padres no les era ajena, como tampoco el impulso de terminar con todo lo que representaban” (Ibid., 216).
E incluso en sus ideas, los “grandes” de Marulanda dudaban de sus niños, quizás rememorando precisamente estos deseos de su pasado de infantes:
“No había, ciertamente, nada que temer de niños bien educados que los adoraban. ¿Pero… y si, en el fondo, no los adoraran? ¿Si sus retoños interpretaran como odio sus desvelos por ellos, como intentos para anularlos el negarse a creer sus enfermedades, como deseo de robarles individualidad el emparejarlos con reglas que los regían por igual a todos? (Ibid., 22).
En los adultos subyacía la idea de la diferencia como un elemento identitario, ya que no sólo se diferenciaban de los antropófagos (seres cuya cercanía podría convertirlos), sino también de sus propios niños (seres que tiempo atrás fueron ellos mismos). Y tal era el gobierno que sobre los menores se ejercía, que toda infracción llevaba aparejada un castigo:
Después del toque de queda era el Mayordomo, con su tropa de lacayos, quien decidía qué era delito y qué castigo merecía. En sus manos, la justicia –si mis lectores me permiten llamarla así- resultaba imprevisible, ya que ni el Mayordomo ni sus esbirros debían dar cuenta a los Ventura de los detalles de lo que sucedía después del tercer golpe de gong: se les pagaba estupendamente para que mantuvieran el orden…, y el orden, claro, no podía existir si no se cultivaba en los corazones infantiles la imagen de padres amables y serenos. Si la ronda de lacayos estimaba, por ejemplo, que las manos debajo de las sábanas al dormirse eran delito porque los niños no deben “tocarse” –vicio inmundo de seguro origen antropófago-, el culpable era arrastrado hasta los sótanos y azotado mientras se lo interrogaba acerca de sus relaciones con los salvajes. Pero los castigos no debían dejar huellas que los niños pudieran mostrar a sus padres para reclamar justicia: cada promoción de lacayos fue perfeccionando asombrosas técnicas de disciplina (…) (Ibíd., 34)
¿Por qué estos tratos a los menores y tan diferentes tratos hacia los mayores? ¿Qué eran, acaso, los niños para esta familia de apellido Ventura? A efectos de esta investigación, la propuesta de Donoso nos muestra un panorama desolador. Un panorama, por cierto, muy semejante a las infancias del presente, susceptibles de múltiples abusos por parte de los adultos militantes que buscan categorizarlos y hacer de sus cuerpos y mentes sujetos útiles y productivos. A fin de cuenta, ¿qué era lo que buscaban los Ventura con su prole sino su estilización y sometimiento presente como forma de asegurarse un porvenir gracioso y tradicional? El reflejo de los padres que reconocen en sus hijos el propio deseo de aniquilar a los mayores es parte de aquello que los impulsa a tan poderosa constricción del cuerpo infantil. Y es precisamente este elemento un enlace de directa relación con las ideas que encontramos ligadas al giro pedófilo, ya que, inexcusablemente de la idea de la infancia desbocada en el pasado, aparece la necesidad de guiar el crecimiento y la formación, sustentadas dichas ideas en el deseo/necesidad de producir dicho crecimiento y formación. Es a través de esta relación especular que sostienen padres e hijos, y su similitud con la que se da entre un pedófilo y un infante, por la cual se valida al giro pedófilo como alternativa dentro de la lectura de la realidad.
El giro pedófilo instaura la posibilidad de leer la relación entre padres e hijos ya no como una relación meramente pedagógica, sino, rescatando el lenguaje de René Scherer, perversa30; es decir, una relación que para existir requiere no sólo del dominio del progenitor sobre su vástago, sino también de la supresión del deseo y de la posibilidad de conseguir y apropiarse del placer de éste último. Por otro lado, la relación entre dicho infante y el pedófilo sólo puede instaurarse en base al mutuo deseo, ya que, podríamos presumir que a diferencia de la relación con los padres, la relación no se sustenta en la dependencia unívoca, sino en la mutua dependencia.
Ahora bien, ¿ocurre siempre este tipo de mutua dependencia entre un infante y un pedófilo? Claramente que no. De igual forma, no todo progenitor castra a su prole. Lo realmente interesante es que, a pesar de esta carencia de lo absoluto en estas dos posibilidades, la sociedad civilizada haya, reforzando sus líneas de segregación, ligado de forma indisoluble al pedófilo con el abusador y al infante en el amor para su progenitor. La sociedad civilizada ha vuelto monstruo al abusador pedófilo y ha, de esta forma, saneado cualquier abuso cometido por los integrantes de la familia: es la visibilización del monstruo en el exterior lo que permite invisibilizarlo en el interior.
Al remitir la idea de amor al núcleo central de la familia y al erigirla como sustento y privilegiado pilar de crianza, todo aquello que ocurre dentro se ha cubierto por un tupido velo o por el inhallable bien del menor. Y esta idea se ha reforzado a través de la identidad negativa, es decir, haciendo temer al infante de los desconocidos que son, básicamente, una

30 Nótese que la idea de “perversión” en Scherer implica la negación de la sexualidad en la relación pedagógica, y no su presencia. En este sentido, toda la obra de Scherer es una perversión, una forma de mirar otra que instaura una crítica a la pedagogía anhedónica, abstracta en desmedro de una pedagogía íntima.

infinidad de personas. La familia, por lo tanto, se sustenta ficticiamente en el amor y dicha reunión se mantiene a través del miedo al otro.
El pedófilo, sin lugar a dudas, ocupa el lugar de ese otro y es, por lo mismo, el gran enemigo de la familia. Lo fue antes que él el homosexual, de quien se decía que iba convirtiendo niños en los baños31. Una vez saneado el homosexual y separado de él la idea de pedofilia y de perversión, el estereotipo del abuso y del secuestro quedó relegado con mayor exclusividad aun a la figura del pedófilo.
Ahora bien, ¿qué sucede con los niños y la familia Ventura de Marulanda? El gran temor de la familia de los Ventura no es hacia el pedófilo, sino hacia el antropófago que es, coincidentemente, un sujeto exterior, un salvaje, cercano a lo monstruoso. Y esas líneas ficticias que separan al salvaje del sujeto civilizado también corren para los menores de edad de Marulanda.
Hermógenes, el Pater Familias de los Ventura, en una acalorada discusión con Casilda, define a los niños de esta forma: “Ustedes son sólo niños. No entienden nada de estas cosas y siempre terminan por hacer tonterías y complicarlo todo. Ustedes son inconscientes, desordenados, botarates, indisciplinados como los sirvientes, perezosos como los nativos, capaces de destruirlo todo si llegan a conocer el oro antes de ser grandes.” (Ibíd., 165).
Hay, para el patriarca de los Ventura, una necesidad de exclusión. Las líneas segregadoras no son meros inventos o ficciones. Su realidad es un soporte necesario para la civilización, para el desarrollo, para contener el caos.
Y esta exclusión también la podemos encontrar reflejada en nuestros infantes, en sus historias, en sus vidas y en lo que Andrea Jeftanovic denomina subalternidad.
En la introducción al libro Hablan los hijos. Discursos y estéticas de la perspectiva infantil en la literatura contemporánea, Andrea Jeftanovic entrega dos ideas claves al momento de aproximarnos a la infancia y a las formas en que esta es reducida y constreñida

31 Véase https://es.wikipedia.org/wiki/Reclutamiento_gay

en su desarrollo. Para ambas ideas, el concepto de subalternidad provee de un sustento claro y categórico: es subalterno un sujeto “que vive al borde de la sociedad” (Jeftanovic, 2012, 29). Es decir, un sujeto subalterno es aquel que habita en la periferia, periferia respecto de un centro en donde los flujos y canales del poder se encuentran con-centrados. Es precisamente el centro por el que fluyen y se despliegan los ramales del poder, y es en la periferia donde repercuten de forma irresistible sus consecuencias… aunque siempre haya resistencia.
Un tipo de resistencia dentro de la región infantil consiste en el olvido como puerta que se cierra al llegar a la adultez. Los adultos en Marulanda intuyen vagamente dentro de sus recuerdos, pero no tienen la certeza de la infancia. Jeftanovic dice que “pareciera que nadie puede dar cuenta de los primeros años de su infancia” (Ibíd., 34). Y es esta borradura de la memoria la que impide también que haya una semblanza histórica de la infancia contada por ellos mismos. No hay algo así como una historia de la infancia que parta del sujeto sobre el que se erige el relato, toda historia de la infancia es la historia del control discursivo sobre el sujeto infantil, el sujeto subalterno.
Respecto de esta historia, Jeftanovic cita a Gabriel Salazar cuando señala lo siguiente:
Salazar, a propósito de esta visión, enuncia una serie de interrogantes relevantes, ¿la débil voz de los niños no se cruza con los grandes acontecimientos?, ¿los niños sólo “padecen” la historia?, ¿cómo atrapar documentalmente sus ecos, guiños y señales? (…) No es que en los niños no ocurran transformaciones y procesos; es que pareciera que no hay cómo registrarlos y, si algunos salen a flote, es a través de la historia pública de la policía, los jueces, de los educadores (…) (Ibíd., 26)
La historia de la infancia, sus relatos e historias quedan cooptados muchas veces por estos discursos que los constriñen. De igual forma se opera sobre la historia del pedófilo o del infante sexual y explícitamente voraz. Pocas son las excepciones.
Una de aquellas excepciones, entre otras a mencionar, la podemos encontrar en dos relatos de bastante interés para estos devaneos en torno a la literatura. Dos relatos, uno de Andrea Jeftanovic titulado No aceptes caramelos de extraños, y el otro de Simona Vinci, denominado De los niños nada se sabe, permitirán dar paso, posteriormente, al análisis de cierta filmografía afín a estas ideas.

2.3 Cuentos, novelas y memorias de infancias inquietantes: Jeftanovic, Perrault, Simona Vinci.

Cuando un autor inventa a un personaje le confiere un sinnúmero de cualidades y gestos que le hacen poseer una identidad determinada. Dichos gestos y cualidades son, por lo tanto, signos de reconocimiento. Aquello a lo que remiten estos signos puede ser, ora omitido, teniendo como finalidad que el lector interprete el signo para llegar a su representación; o bien, ser explicitado, ahorrando al lector dicha búsqueda y constituyendo dicho elemento como parte de una imagen que se quiere entregar a través de las palabras.
Estos signos se apoyan, por lo general, en una realidad exterior a la literaria y absorben desde allí su contenido. En esta realidad exterior, existe una representación del sujeto infantil carente de deseo sexual, de pasiones activas, de labia desenfrenada. El deseo sexual se ha vuelto latencia, la pasión activa se ha tornado escolaridad obligatoria, el habla se ha silenciado.
Una realidad otra, para gestarse y funcionar, deberá ser expresiva y clara. Categórica en lo que sus signos señalan. Directa. Y, sobre todo, fundacional.
Las características previamente aludidas pueden ser empleadas como una buena descripción del relato que nos brinda Andrea Jeftanovic en el primer cuento de su libro No aceptes caramelos de extraños. Este cuento, titulado “Árbol genealógico” es, si tuviésemos que elegir una de las características más destacadas, un relato (re)fundacional del vínculo humano, y ello se debe no sólo al desarrollo de la historia misma, ni a las palabras que uno de sus personajes profiere; sino también al hecho de que las imágenes y los gestos que se deslindan de sus personajes no corresponden ni se sostienen a los estereotipos cotidianos, antes bien, les hacen estallar.
El estallido, para su recta comprensión, requiere avizorarse desde el inicio. El relato, por lo mismo, da inicio indicando una anomalía. El padre, principal relator, señala su fascinación con las nalgas de los niños: “No sé en qué momento me comenzaron a interesar las nalgas de los niños. Desde que los curas, los políticos, los empresarios fueron exhibiendo sus miradas huidizas en la pantalla de televisión, y los diarios de vida infantiles eran pruebas fidedignas en los tribunales de justicia” (Jeftanovic, 2012, 11). La anomalía es evidente: no hay horror frente a las nalgas con síntomas de abusos, no hay horror frente a la intimidad de una persona expuesta a todos durante la búsqueda de la verdad del abuso. Y prosigue:
Nunca antes había sentido una palpitación por esos cuerpos incompletos, pero todo el tiempo con el bombardeo mediático de “las erosiones de cero punto siete centímetros en la zona baja del ano”. O, en el periódico, la frase “a los chicos reiteradamente abusados se les borran los pliegues del recto” (Ibíd., 11).
Cuerpos incompletos y el signo de una historia concentrado en una erosión, en una herida. “La brigada de delitos sexuales alertando a la población sobre las conductas cambiantes en los niños y el examen periódico de sus genitales. El servicio médico legal ratificando las denuncias después de los peritajes físicos” (Ibíd., 11). El infante como sujeto de análisis, de medición. Potencial persona que se ajusta a estándares y rangos que se definen por su edad, por su desarrollo aun incompleto.
La fascinación antes que el horror por la exposición mediática es el primer signo. El segundo, es que Teresa, la hija, se siente incómoda viendo estas noticias. En un inicio, sólo podemos pensar que dicha incomodidad se debe a la semejanza de su cuerpo con la historia que se narra, con el sujeto víctima; sin embargo, a medida que avanza el relato, constatamos que su incomodidad deriva más bien de un tipo de juicio que no comparte, antes que de un juicio de identificación con la víctima. No se acompleja por su similitud, se inquieta por no poder marcar su diferencia.
Y su diferencia no es otra cosa que su completitud como persona, es decir, como persona adulta. Teresa se preocupa de lo que falta en casa, expulsa a la niñera que la cuida, empieza a utilizar la ropa de su madre, a maquillarse, a evitar por todos los medios posibles ser reconocida como la figura de la víctima que se apreciaba en las noticias que le incomodaban. ¿Por qué hace esto? El único motivo por el cual busca indicar tal diferencia es porque en su objetivo subyace la idea de acercarse al relato que cuentan los periódicos, no desde el abuso, sino desde la imaginación productiva, desde la procreación, desde la plantación de un árbol genealógico.
Este desafío denota un momento completamente contrario al estereotipo infantil. Teresa habla, decide, propone e impone a su padre sus ideas. Expulsa a las potenciales amantes de su padre porque busca ocupar dicho lugar sin competidoras a la vista. Y para ello no sólo cambia sus actitudes y sus gestos, sino también su apariencia:
Su contextura infantil se veía algo grotesca con esa máscara de adulta. Pasaba por mi lado rozándome, se sentaba en mis rodillas cuando leía el diario y acomodaba sus caderas entre las mías. No sabía cómo manejar la situación, era una niña, era mi hija.
-¿Qué quieres? –le dije un día, molesto.
-Nada, verme bonita, bonita para ti. (Ibíd., 13)
La seducción invierte sus roles estereotipados. Ya no es el adulto que se encanta por la fragilidad y debilidad del infante, sino que es el infante quien busca crecer y volverse un semejante del adulto, un sujeto deseante, procreador, autónomo. Como si la infancia fuese suficiente, en cierta medida, como para reproducirse y dar a luz una nueva genealogía.
Y la seducción no sólo invierte los roles, sino que la típica incomodidad asociada al rol del seducido que no desea serlo se presenta en el padre/adulto, quien padece del abuso sexual cometido por su hija adultofílica contra él al rozarle con intenciones perversas, al acomodarse entre sus piernas (Ibíd., 13). Es perfectamente imaginable pensar en esta parte del relato como en la historia de quien sufre de acoso sexual, siendo lo único que nos recuerda al preciso relato de Jeftanovic las palabras finales: ¡era una niña, era mi hija!
Esas palabras no sólo resuenan en la cabeza del protagonista, sino que también forman parte de la autoconciencia de Teresa. Al momento de contemplar, ambos, una entrevista a un pederasta, Teresa señala la necesidad de partir antes de que les encuentren (Ibíd., 16). Y relata, a continuación, su plan: en el principio, era el incesto (Ibíd., 17).
Al final del relato, vence la seducción. Y Teresa deja de ser Teresa. Su desarrollo, su transformación la vuelve un sujeto diferente del que fue en un inicio, al punto que su padre no le reconoce al momento de la intimidad sexual. En dicho momento, ambos son sujetos de deseo, deseantes y deseados que danzan al son de sus gemidos.
Entonces, no sólo tenemos una niña de más de nueve años seduciendo a su padre, sino que encontramos que dicha seducción, dicha actividad sólo puede compatibilizarse con la idea de la diferencia respecto del sujeto infantil precedente. ¿Estamos, por lo tanto, frente a un caso de pederastia?
Es conocido que, dentro de las declaraciones de exculpación de pederastas, aparece la idea de la seducción por parte del menor. En este caso, sin embargo, lo primero que deberíamos cuestionarnos es si Teresa, a pesar de sus nueve o más años, puede ser considerada un “menor” por el mero hecho de la clasificación etaria. A nivel jurídico, no hay duda alguna. A nivel personal, hay ciertas apreciaciones que hacer.
Si nos regimos únicamente por el criterio jurídico tendríamos que considerar muy pocos elementos y descartar una gran cantidad de ideas y deseos que suceden en el personaje de Teresa. En cierta medida, atenernos al criterio jurídico es negar cualquier tipo de autonomía a Teresa, sobre todo en materia sexual.
Ahora bien, muy a pesar de lo que el discurso jurídico instaure, la realidad le desborda. Teresa desea procrear, desea crecer, desea reemplazar a su madre instaurando una nueva genealogía. Investiga para ello. Urde un plan. Lo explica. Recibe apoyo y complicidad del que fuere su padre. Si bien, seguirá siendo menor de edad, sus ideas y sus deseos sólo podrán ser considerados como los de un sujeto que desea el abuso, siempre y cuando sea observada por un agente externo que se deslinda de la subjetividad de la “abusada”. Un policía, un psicólogo, un médico, diagnosticarán enfermedad, trastorno, problemas afectivos, delito. No está, dentro de las posibilidades del sistema, reconocer autonomía sexual a los infantes, no hay ninguna variante dentro del discurso hegemónico, que permita pensar o permitir desear que una historia como el relato de Jeftanovic se vuelva realidad. Si esto es así, ¿no será precisamente porque, tal y como señalan gran parte de los artículos respecto de abusos sexuales, todo tipo de acto sexual con un menor de edad es siempre dañino y abusivo? ¿No será por ello que no hay posibilidad de pensar en la relación de Teresa con su padre como una relación posible, probable, deseable? Y aún hay más, consciente de los problemas que puede acarrearles a ambos, la niña propone la huida.
Estos niños que proponen huir sólo pueden hacerlo abandonando su cualidad de infans. De hecho, la mera idea de proponer una genealogía, apelando a la Biblia nos retrotrae al momento genealógico inicial. Y debemos recordar, como una idea primera, el hecho de que ninguno de los padres, ni Adán ni Eva, tuvieron infancia. No hay algo así como la niñez de Adán o la adolescencia de Eva. Tampoco aplican a ellos las ideas de minoría de edad, aprendizajes, desarrollo, etc.
Aproximarnos, por lo tanto, a la genealogía, marca un elemento contradictorio para nuestras fases de crecimiento: ¿cómo se entiende la infancia, en tanto que primer momento de creación de la persona si nuestro mito fundacional omite este proceso? Esta omisión no es sino el perenne signo de la historia que no registra o pasa por alto al sujeto infantil.
Ahora bien, si nos aproximamos no sólo a la literatura y a la historia de la infancia o a la historia de la literatura para la infancia y a los sujetos que recoge u omite dentro de sus personajes, y nos retrotraemos a la historia social, ¿cómo afecta el impedimento de alfabetización al momento de pensar la infancia desde la literatura?
Daniel Goldin, en su artículo “La invención del niño” da cuenta de ello cuando se interroga:
¿Es necesario recordar que lo que hoy parece obvio y natural: el acceso en la primera infancia a la lectura y la escritura, no fue siempre así, que durante siglos leer fue privilegio de unos cuantos, entre los que no se contaba a los niños ni a las mujeres (…)? (Goldin, 2001, 6).
Por lo mismo, que una niña de la naturaleza de Teresa tenga el protagonismo que tiene, en un relato de estas proporciones, podría parecernos parte de un camino cultural específico y único. Nuestros niños no podrían desear estas perversidades, ¿cierto? ¿Jamás nos dirán “hazme gozar”?
Para responder a esta pregunta, tenemos que partir con otra: ¿es nuestra definición y representación de la infancia la única que ha existido? La respuesta es notoriamente no.
Prueba de ello aparece al momento de acercarnos a la literatura de la infancia previa a la instauración de la pedagogía moderna, es decir, previo al momento en que el infante empieza a recibir una atención especial, en que empieza a plantearse estadios de desarrollo entre la mera incapacidad de la infancia y la adultez. Al respecto, la afirmación de Goldin, citando a Bettina Hürlmann, es relevante: “Perrault no sólo fue el primer autor de cuentos, sino el primero en importancia que reconoció la existencia de un mundo peculiar para niños” (Ibíd., 6).
Sin embargo, lo que se nos podría plantear, al pensar en cuentos infantiles, como aquella idílica visión en donde un padre o madre sentado en la cama lee un cuento para su pequeño infante arropado dista mucho de las versiones primigenias de Perrault, y aún más de los originales campesinos sobre los cuales se sustentan las transcripciones de Perrault. Para dar cuenta de este hecho, Goldin se apoya en Darnton, historiador de las mentalidades, de quien señala que desde la lectura que realiza Darnton, los cuentos provenientes de la narración oral, recogidos luego en la obra de Perrault, lejos de velar su mensaje con símbolos, retratan al desnudo un mundo de cruda brutalidad, al mismo tiempo que establecían un espacio donde sus habitantes compartían o procesaban experiencias extraordinarias” (Ibíd., 9).
El mundo en que acaecían estas historias, en que se narraban estos cuentos, era un mundo empobrecido, en donde hacer diferencias de edad para repartirse dentro de las camas al momento de dormir era irrisorio por su imposibilidad práctica: no habían camas para todos. Tampoco había alimentos para todos. Al respecto, el mismo Darnton, señala: “Comer o no comer era la cuestión que enfrentaban estos campesinos en su folclor y también en su vida diaria” (Darnton, 1987, 39). En páginas siguiente señalará que la importancia de la comida se evidencia en que, al momento de ofrecérsele a algún personaje, el íntegro cumplimiento de un deseo, este siempre suele señalar a la comida como su gran anhelo: “En la mayoría de los cuentos, la realización de los deseos se convierte en programa de sobrevivencia, y no en fantasía para escapar de la realidad” (Ibíd., 41).
En Perrault algunos de estos cuentos infantiles primarios son modificados atendiendo a su auditorio. No tiene mucho sentido para un niño o niña bien alimentados que el personaje desperdicie un deseo pidiendo carne. Sin embargo, en una sociedad de facto vegetariana (Ibíd., 40), esto puede tener mucho sentido.
En la medida en que cambia la clase social del oyente también cambian los deseos de sus personajes. De igual manera, la figura de Perrault vendrá a representar “algo único en la literatura francesa: el punto supremo de contacto entre los mundos aparentemente separados de la élite y de la cultura popular” (Ibíd., 71). De esta interacción podemos derivar el inicio de la progresiva hegemonía de la representación del infante por parte de la emergente burguesía. Representación que, por cierto, es meramente ideal, ya que incluso en el presente podemos encontrar excepciones, incluso dentro de la misma Francia. Si nos ponemos a pensar en el crudo relato del libro Para acabar con Eddy Bellegueule de Edouard Louis, nos encontramos con una historia de reciente data. El libro fue publicado el año 2014 y el relato que cuenta tiene una antigüedad aproximada de un poco más de 10 años.
La infancia de Eddy da cuenta de una serie de realidades que ofuscarían a cualquiera que emplease como vara de medir social el libro de Erasmo mencionado en el capítulo precedente. Partiendo por el básico hecho de que en el hogar de Eddy no había puertas, sino cortinas como forma de separar una habitación de otra y de que la delgadez de las murallas permitía a los hijos conocer el estado sexual de sus padres.
Cuando iba a la habitación de mis padres esas noches en que el miedo me paralizaba y no podía coger el sueño, los oía a través de la puerta resollar cada vez más deprisa, los gritos sofocados, el aliento audible, porque los tabiques eran muy finos. (…) Gemidos de mi madre, Qué cosa más buena, hostias, sigue, sigue.
Esperaba a que terminasen para entrar. Sabía que antes o después mi padre soltaría un grito potente y sonoro. Sabía que ese grito era algo así como una señal, la posibilidad de entrar en la habitación. Los muelles de la cama dejaban de chirriar. (Louis, 2015, 69-70)
La historia de Eddy es una historia de abuso, de incomprensión y de precariedad. El abuso en la escuela, la homofobia paterna, la pobreza. Eddy fue sodomizado por su primo a los nueve o diez años. Y esta parte no es una de aquellas que mencione con horror, sino todo lo contrario, este es su momento de liberación. El dolor en la vida de Eddy no viene dada por
su sexualidad realizada, sino por su sexualidad reprimida. La vida de Eddy sencillamente no calza dentro del ideal de infancia que se mantiene como el discurso hegemónico.
Es más, el momento de sodomización de Eddy por parte de su primo será presenciado por su madre. Lo lógico, en una sociedad burguesa temerosa del sexo es que se acuda a las autoridades para denunciar el abuso. Aquí, por otro lado, lo que sucede es diferente: se condena la homosexualidad, no la sexualidad y tampoco se hace relevante el rango etario de quienes la practican:
Un día todo se acabó.
Fue mi madre. No sabía que iba a contribuir indirectamente a que se multiplicasen en el colegio los insultos y los golpes. Estaba en el cobertizo con los otros tres. Stéphane estaba tendido sobre mi cuerpo, que la sortija que llevaba en el índice marcaba con el sello de la feminidad. Bruno estaba penetrando a Fabien. No la habíamos visto, llegaba con un recipiente de cristal en la mano, lleno de grano para dar de comer a las gallinas. Cuando me la encontré allí delante de nosotros –demasiado tarde para presenciar la ruptura, ese segundo en que tuvo que pasar del estado de la mujer que da de comer a las gallinas, gesto maquinal y cotidiano, al de la madre que ve que a su hijo de apenas diez años lo está sodomizando su propio primo, ella, mi madre, que compartía las opiniones de mi padre acerca de la homosexualidad, aunque no lo mencionase con tanta frecuencia (…).
Ni ella ni yo pudimos hacer nada por unos segundos. (…)
Era demasiado tarde.
Cuando abrí la puerta, allí estaba mi madre. Tenía clavada en la cara la misma expresión que cinco minutos antes, como si se le hubiera quedado paralizada para el resto de su vida, como si el choque la hubiera desfigurado para siempre. A su lado estaba mi padre, y una expresión igual le moldeaba los rasgos. Lo sabía todo. Se me acercó despacio, y luego la bofetada, muy fuerte; la otra mano, con la que me agarra la camiseta con tanta fuerza que se rompe; la segunda bofetada; la tercera. Y otra y otra más, siempre sin decir palabra. De pronto No lo hagas más. No vuelvas a hacerlo nunca más en la vida o esto acabará muy mal. (Ibíd., 133-134).
Si bien es importante señalar que la hombría de Eddy habría sido puesta en duda desde siempre, y que su padre defendía su desinterés por el futbol u otros deportes aduciendo su orgullo por tener un hijo diferente, sensible, artista, es claro que esta diferencia se desprendió de dicho orgullo en el momento en que empezó a significar homosexualidad. El estigma de Eddy era tal que, según cuenta en el autor, cuando esta historia salió a la luz, su primo relató que fue él, Eddy, quien se aproximó y le incitó a realizar la penetración; incluso señalando que la idea de llevar sortija había sido ideado por Eddy.
Ahora bien, lo relevante de esta historia es, precisamente, su actualidad. No es un relato ocurrido años atrás, sino en las postrimerías de nuestro presente. Su importancia viene dada, a su vez, por el hecho indiscutible de que la lectura de esta sección del relato no fue leía en la forma del abuso sexual, como podría haber sido rescatada por los medios de comunicación; sino que, de la mano de su protagonista, es exhibida como un abuso social sobre el infante y sobre el homosexual.
En tanto que infante, carece de voz para ejercer su defensa, es vulnerable y, por lo mismo, debe aceptar que su deseo e identidad sean rechazados o reprimidos como elemento de sobrevivencia. En tanto que homosexual, debe soportar las críticas de su madre y padre sobre un grupo al cual él ya tiene conciencia de pertenecer.
Muy a pesar de este relato, el mismo Eddy da cuenta de la presencia terrorífica que ejercen los pedófilos en su provincia:
A mi padre le preocupaban esas historias de raptos que oía por televisión. La pedofilia era un mito que tenía atormentado al pueblo. Cuando mencionaban en el telediario algún caso de pedofilia en el norte, cerca de donde vivíamos, mis padres me prohibían salir de casa durante varios días. A los tíos así hay que cortarles los huevos, obligarlos a que se los coman y luego matarlos, yo es que no entiendo por qué han prohibido la pena de muerte, que, la verdad, a quien se le habrá ocurrido algo así, y por eso ahora hay cada vez más violadores y mi madre Ay, sí, no entiendo por qué no matan a la gente como esa. (Ibíd., 44-45)
Pero el primo de Eddy no fue pensado como pedófilo. Ni Eddy fue considerado un niño abusado sexualmente por un pariente algo mayor que él. Eddy fue leído desde la homosexualidad y castigado por su posición de pasivo sexual, mientras que del primo nada se supo. Pese a lo doloroso de la historia para su protagonista, hay formas alternativas para enfrentarse a la sexualidad entre familiares menores de edad.
Si bien en el caso de Eddy lo que primó fue el silencio, al menos en su hogar, no sucede de igual forma en otra historia, en este caso novela, que también explora este particular mundo de la sexualidad entre niños.
En el caso de la novela De los niños nada se sabe, de Simona Vinci, encontramos un jugueteo sexual de 5 integrantes, todos menores, comandados por el de mayor edad, siendo este, según se revela a la mitad de la obra, impulsado por un par de adultos que comerciaban los videos de los juegos sexuales que los niños practicaban y que le instaban a grabar.
La historia destaca por su aproximación a los personajes infantiles. Ellos constituyen el mundo narrativo, por lo que sus temores y deseos son ejes fundamentales de las secciones descriptivas del relato32. Los personajes interactúan entre ellos de formas novedosas para sí mismos, a pesar de la experiencia y la inquietud que cada uno ya traía consigo. Por ejemplo, uno de los niños, Luca había visto a su hermana mayor y fue a través de ella que aprendió sobre besos, bragas y menstruación:
Cuando uno tiene una hermana mayor a la que puede espiar, puede aprender muchísimas cosas. Él, la historia de la menstruación la había entendido enseguida, y mejor que los demás, incluso había robado las compresas del canasto del baño para verificar las variaciones cromáticas y olfativas al correr de las horas. Para saber si era sangre de verdad u otra cosa” (Vinci, 1999, 47).
El aprendizaje de lo sexual y lo corporal se dan en relación al espionaje, a la vulneración de la intimidad de los mayores. De esta forma es como se accede a este mundo vedado. De esta forma es como se aprende y se va llenando el vacío repleto de inquietudes infantiles: con la experimentación.
Las actividades de este grupo de menores de edad en las barracas debe leerse como aquello, un experimento, en donde ellos son los experimentadores y lo experimentado son sus prácticas, sus sensaciones, sus despojos y ganancias.
Se entrevé hacia el resto que hay un cambio. Las actitudes de los niños y niñas cambian, a pesar de mantener su forma infantil exterior. El mundo de la sexualidad es un mundo de transición para nuestra sociedad, de ahí su tabú, de ahí su lectura como latencia, como momento de congelamiento y de máxima sumisión del individuo. Estado que se

32 Para otra brillante aproximación de los temores y del mundo infantil, véase de Emmanuel Carrère su novela Una semana en la nieve (1995).

volverá, luego, elemento propio y definidor de la autonomía del individuo. Precisamente por ello es que los cambios de actitudes y la incorporación de gestos de un imaginario sexual son leídos por el adulto como parte del proceso de despojo de la infancia, antes que como un desarrollo o alteración plausible de ser contenido por el concepto de infancia propiamente tal.
A modo de ejemplo, tenemos a Martina, una de las chicas de este grupo, quien recordando lo sucedido en las barracas se abstrae en su clase de gimnasia. Se va a esos recuerdos del ayer que tanto le gustaron y empieza a tocarse en su “lugar secreto”: “La maestra se da cuenta, atraviesa el gimnasio oscuro haciendo resonar las zapatillas de goma, de enfermera, se detiene ante su hamaca –una sombra maciza y oscura- y le grita en voz baja pero con rabia, le retira la mano, y dice que eso no se hace” (Ibíd., 63). La rabia, en tanto que malestar propio del adulto frente al niño que vive su mundo propio, se tuerce en responsabilidad del infante: eso no se hace y sabes que no debe hacerse. Conocimiento tácito de la prohibición de la sexualidad, del toque del cuerpo. Conocimiento explícito del acceso a los otros: que nadie te toque ahí. Y entre ambas formas de conocimiento, el reconocimiento del sujeto que es sometido: la re-instauración del orden que religa a la subalternidad al sujeto infantil.
Y a pesar de dicho lugar periférico, desde dicha zona umbrosa, los niños y niñas del grupo experimentan con sus cuerpos, aprovechando lo difuso de la sombra cambian con la experiencia, resuelven sus temores, se enfrentan a la diferencia sexual (Ibíd., 68, 80 y 150), al orgasmo carente de eyaculación (Ibíd., 75), a la inquietud verbalizada (ibíd., 85-86). Y dentro de todo este juego de experimentación y aprendizaje, también hay lugar para la docencia sexual sobre el cuerpo propio: “Martina le había enseñado a Mirko cómo se hace para tocar ese lugar, como a ella le gustaba. Se lo había explicado con palabras precisas, como si le estuviese enseñando a manipular los mandos de un videojuego” (Ibíd., 104). De esta forma, la sexualidad adquiere su cariz más natural, más propio, en tanto que interacción entre un “sí mismo” y un “otro”. La sexualidad vence el miedo que anida en su centro, cual es el miedo a la otredad, a lo que pueda pensar el otro, a lo que pueda hacer el otro, a lo que
pueda sentir el otro, al deseo del otro y a la vulnerabilidad que implica someterse a dicho deseo.
Estas experiencias tempranas son leídas con benevolencia por parte de la psicoanalista infantil Melanie Klein, quien en su artículo “Los efectos de las situaciones tempranas de ansiedad sobre el desarrollo sexual de la niña”, señala lo siguiente:
(…) la existencia de relaciones sexuales entre niños durante su vida temprana, especialmente entre hermanos y hermanas, es un hecho muy común. Los deseos libidinales de los niños pequeños, intensificados como están por sus frustraciones edípicas, junto con la ansiedad que emana de sus más profundas situaciones de peligro, los impulsan a realizar actividades sexuales desde que, como he tratado de demostrar en el capítulo presente, no sólo gratifican su libido, sino que los capacitan para obtener refutaciones a los diferentes miedos en relación con el acto sexual. (Klein, 2008, 233).
Y, más aún, si esta aproximación se da en un ambiente en donde todos son neófitos y todo paso es dado con la tranquilidad de que el error es parte fundamental del aprendizaje. Por lo mismo, esta experiencia de docencia sexual es diferente de la clásica pedagogía sexual, radicando su principal diferencia en los objetivos perseguidos: mientras que la pedagogía sexual del salón de clases busca introducir las ideas de prevención, enfermedad y su aproximación al cuerpo es meramente biológica, sanitizando sus conceptos; la docencia sexual infantil implica el roce, la secreción, e instaura como objetivo y como summum bonum el placer. El indicador de la corrección en la pedagogía sexual adulta está relacionada con un discurso y con sus condiciones de veridicción enunciativa. La docencia sexual infantil se sustenta en la piel y en sus placenteras contradicciones, por lo que carece de discurso al cual referirse en términos veritativos.
Y es precisamente desde esta anulación del proceso de veridicción que la ficción de la literatura se vuelve un elemento tan importante al buscar la transgresión de los límites del pensamiento. El giro pedófilo cobra sentido en la medida en que permite articular un discurso que se escapa de los procesos veritativos de los discursos normativos. Es un método negativo, que no busca instaurar una positividad reguladora, sino que busca evidenciar y poner bajo la lupa las condiciones de veridicción de están a la base de los discursos normativos que ordenan la realidad social y que distribuye en la periferia a los sujetos abyectos o subalternos, como son el pedófilo y el infante.
El relato de la ficción, por otro lado, no sólo se instaura en la literatura. O bien, dicho de otra forma, no sólo debemos pensar en libros o en novelas cuando hablamos de relatos. La literatura tiene devenires que, en algunas ocasiones, exceden al papel y a la palabra y se tornan imagen. Incluso cuando nos enfrentamos a un libro de papel común y corriente generamos imágenes en nuestra mente a partir de lo que vamos incorporando. Por lo mismo y reconociendo un cierto abuso, pero también rescatando la posibilidad de mutación o adaptación, de la idea de literatura a la idea del cine, se revisarán tres películas de profunda relevancia para el tema que nos convoca, precisamente por su capacidad narrativa para cimentarse en el lugar del sujeto excluido y acrecentar las diferencias que, según he ido mostrando, pueden existir en estos dos grupos cada vez menos homogéneos.

2.4 Narración en imágenes: Field, Vinterberg y Kassel. Historias de mundos alternos.

El cine, al igual que la literatura, ha sido especialista en la producción y creación de mundos diversos y disidentes del mundo que solemos conocer. Sólo entre líneas o a través de ciertas imágenes, las leyes de la gravedad, las ideas de la moral, las múltiples historias sobre un mismo hecho, han llegado a tener cuerpo y presencia. De igual forma, al ser el cine parte de la familia de las artes, la idea de la repetición se encuentra inhibida o coaccionada a desaparecer: por lo mismo, es factible encontrar historias contrapuestas de situaciones alarmantes… de ese tipo de situaciones cuya univocidad narrativa aseguran el status quo social.
Para el caso que nos convoca, cual es el de la pedofilia, el cine brinda una larga lista de filmes con temática afín. En este apartado nos centraremos en tres33: “La caza” de Vinterberg, “Little Children” de Field y “The Woodsman” de Kassel.

33 Sin que ello obste a entregar al lector la recomendación de visualizar la filmografía adicional entregada en la sección intitulada “FILMOGRAFRÍA”.

La particularidad que podemos encontrar en estos tres filmes viene dada por la contraposición al relato que usualmente captura y transmite el hecho de la vida cotidiana: los medios de comunicación. Es precisamente esta diferencia uno de los puntos de mayor cohesión entre estos filmes, es decir, su diferencia radica en que el tratamiento del tema es heterogéneo y se aparta del sensacionalismo. Esto último nos permite eludir la temática del escándalo y sus consecuencias narrativas que suelen deformar la historia en aras de una dicotomía mórbida entre víctimas y victimarios que no admite mayores lecturas salvo las clásicas, que ya hemos figurado en páginas anteriores. Por ello, el eludir la tradición es el punto de partida para comprender como se configura el relato en cada una de estas películas.
Por ejemplo, para el caso de “La caza”, el punto de partida lo da una niña enamorada de su profesor quien, al ver rechazado su beso, se hunde en el abismo de la rabia. Consultada del porqué de su malestar ella sólo atinará a mencionar a su amado como el culpable. Ello y un traslado de palabras e imágenes, intencionadas por la pequeña protagonista, darán a inicio a la cacería. La niña será como la chispa que inicia un incendio, y hasta tal punto lo será que, al igual que la mecha que cae en el olvido ante la magnificente consecuencia que conlleva su fuego inicial, será desoída cuando intente rectificarse, cuando alegue por la inocencia de su profesor Lucas.
Para la situación de “La Caza” es interesante rescatar la idea de su director. Según menciona Eduardo Bolaño en su tesis sobre “Pedofilia y representación en el cine”, Vinterberg fue visitado por un psicólogo infantil, quien le propuso la gestación de una película basada en las fantasías de los niños, “según el propio director el psicólogo hablaba de conceptos que en ese momento no le interesaron, como repressed memory y comparaba el pensamiento humano con los virus” (Bolaños, 2014, 17). Esta idea del virus que se transmite tiene su correlativo en la idea de “meme”. Un “meme” cumple la misma función que un “gen” o “gene”, cuya finalidad es la replicación y la mantención de sí mismo en distintas cadenas de genes34. En el caso del “meme” estamos hablando de una idea que se transmite y se replica. De igual forma, cuando este “meme” es comparado con un virus, la analogía implica la viralización de la idea, es decir, el momento en que la idea se asienta en

34 Véase El Gen Egoísta de R. Dawkins.

múltiples personas a través del boca a boca: el mejor ejemplo está en todo lo concerniente a la sexualidad humana.
Para el caso de Lucas, el protagonista y real víctima de “La Caza”, su vida se transforma en un infierno: es apartado de su lugar de trabajo, se le prohíbe de forma fáctica (golpes) su ingreso a locales de comida, su transitar por la calle se ve acosado por las miradas de los transeúntes, su hijo es apartado de él, “[l]a pequeña comunidad, al margen del poder policial y judicial, se toma la justicia por su mano y ataca directamente a la presunción de inocencia del protagonista” (Ibíd., 19).
Ya sea que la justicia se tome por mano propia, como que la justicia continúe en manos del poder judicial, en ambos casos nos encontramos con seres humanos juzgando a otros seres humanos, cada uno con sus prejuicios e inquietudes al momento de inferir el juicio.
Aquí, en particular en este caso, nos impacta el conocer desde un inicio cual es el germen de toda la trifulca: la actividad infantil que desea que su amor sea correspondido. Es decir, nos encontramos frente a un inocente desde principio a fin. El espectador sabe de su inocencia, sabe que está siendo sometido injustamente, que es perseguido sin mayor motivo que el miedo que se ha conjurado a su alrededor y ello permite comprender la carencia de voz que aqueja al que es acusado de abuso sexual o de pedofilia (que para estos casos es lo mismo), la misma voz hueca que persigue a los niños cuando quieren tomar decisiones en materias que los adultos militantes reconocen como impropias de sus pequeñas edades.
Un caso diferente es el que propone el film “The Woodsman” de Kassel. Aquí ya no hay presunción de inocencia, no hay algo así como juicio popular que ha de ser corregido por la justicia estatal luego de su proceso de racionalización. Este film muestra el caso de un exhibicionista (para todos los efectos, un pervert35) que lucha por reintegrarse a la sociedad.

35 Este elemento es de sumo interés. Debe considerarse que la subdivisión entre “abusador sexual”, “pedófilo”, “pederasta” y otras más que puedan existir son reunibles en la idea del “pervertido”. En el habla inglesa, un “pervert” puede ir desde la homosexualidad hasta la pedofilia sin mayor crítica. Se incluyen dentro los exhibicionistas, voyeristas, sadomasoquistas y cualquier otro que se escape a la norma genital.

Las dificultades a las que se enfrenta el protagonista de esta películas son claras: reconoce a otro pedófilo como él, debe asistir a terapia psicológica, busca ser normal, no sabe lo que es ser normal, es visitado por su oficial de palabra, es denigrado por su oficial de palabra, no tiene defensa alguna frente a estas denigraciones, es acosado en su trabajo, debe luchar contra sus demonios, debe confesarse a sí mismo y a otros. La dificultad de la condena y el peso social que ello implica da lugar a un estigma en muchas ocasiones irreparable, ya que no es sólo un castigo el que se le inflige, sino que también se le marca: una persona que abusó sexualmente de un niño es un abusador de niños. Esta lógica no admite réplica. Si el caso fuese el de una persona que meramente ingresó a una piscina a nadar 2000 metros en un día nadie diría de él que es un nadador, ya que no habría lógica que sostuviese la idea de que esta persona continuaría repitiendo dicha actividades, excepto que le haya gustado. Y allí es precisamente dónde reside la idea del acto que produce identidad, en el deseo. Pero incluso llegado ese caso, no hacemos todo lo que deseamos, ni todos nuestros deseos constituyen identidad. Se configura, por lo mismo, una identidad alterna en el individuo que es condenado y a dicha identidad forzosa es a lo que llamaremos estigma. No hay algo así como un estigma voluntario, esta marca es siempre impuesta y su inscripción está mediada por la difusión, la puesta en palabra y en papel de lo que el individuo es. Dicha inscripción asegura el estigma, pero también produce una pérdida: el estigma funciona no sólo marcando, sino que privando al sujeto de una condición universal, es decir, de su condición de persona. La particularidad de la marca le promueve a un universo paralelo en donde su humanidad es puesta en cuestión, reemplazada por el estigma que, a su vez, es también una marca. Marca y carencia unidas de la mano en un mismo cuerpo. Así es como ese cuerpo se configura en el espacio de la periferia, del otro, del extraño.
¿Cómo puede reinsertarse un pedófilo? ¿Es pedofilia o de abuso sexual de lo que estamos hablando? Cuando un pedófilo es inscrito en el registro de abusadores sexuales, cuando su vida es estigmatizada, estas diferencias ya no importan. Para el sistema penitenciario no hay mayor distinción: todo pedófilo que haya pasado al acto es un abusador sexual. No hay otra posibilidad. Y socialmente hablando es, en pocas palabras, un pervertido.
Ahora bien, para el caso de esta tesis, es importante destacar que no todo pedófilo condenado es un abusador sexual, de ahí que sea plausible pensar en el caso de “The Woodsman”, película que lleva por subtítulo en su traducción al español el de “Un crimen inconfesable”.
Y es que este tipo de delitos no solamente son inconfesables por el problema que promueven en quien contempla al sujeto y escucha su historia de vida; sino que, en ciertas ocasiones, no hay tiempo para dar cuenta de él. El sistema judicial, en varios países, ha promovido la creación de listados de personas condenadas por estos abusos, listas que, en algunas ocasiones, son eternos, asegurando la permanencia del estigma.
Estigma que, en muchas ocasiones, es asegurado no sólo por el sistema y por quienes saben, sino que también por el sujeto marcado. En el caso de “Little Children”, película en donde múltiples vidas se cruzan, el pervertido36 es quien da cuenta de su pedofilia. Adicional a esto, el pedófilo es también exhibicionista y voyerista, situaciones corroboradas al momento de masturbarse frente a la cita que le consigue su madre y a su paso por la piscina en donde, por cierto, se produce uno de los momentos más dramáticos de la película. Veamos la siguiente secuencia:

36 Nunca se dice de él que es pedófilo. La única alusión que nos hace deducirlo es un comentario que el mismo realiza a su madre, dando cuenta de su gusto por las niñas menores.

En este momento del film, el pervertido-protagonista se presenta en la piscina de la ciudad. Hace su ingreso con gualetas e implementos de buceo para piscina. Cuando se desprende del antifaz para arreglarle, es percibido por un grupo de madres y mujeres, quienes se abalanzan a la piscina gritando a sus niños que salgan de ella. Podríamos llamar a esto el efecto tiburón. En este momento todos los niños y niñas son retirados por sus padres, quienes empiezan a conformar un perímetro humano en torno al borde de la piscina. Dentro de ella quedará sólo un personaje: el pervertido. Y en el fondo sonoro, el silencio.
El aislamiento social al cual se somete al pedófilo permite someterle a un sinnúmero de vejaciones. La ausencia de palabra para su defensa y la criminalización de cualquier de sus gestos autoriza al resto a tratarle como un ser carente de humanidad, de respeto, de dignidad o de valoración alguna.
En la película aludida, un expolicía acosa y espía la casa en donde convive nuestro pedófilo con su madre. Su madre le defiende una y otra vez hasta que su corazón no resiste y se detiene. La muerte de la madre lleva aparejado el momento de la despedida: “sé un niño bueno”, le escribe a su hijo-pedófilo-pervertido. Él entiende el mensaje tal y como lo entendería quien se auto-estigmatiza, poniéndose en el lugar del adulto normal y apropiándose de las ansias tradicionales, porque es menester señalar que esta idea es tradicional, se castra a sí mismo. Cuando lo descubre otro de los protagonistas él se pone de pie, y a la par que nos muestra su ropa interior manchada de sangre, dice “ahora seré un niño bueno”; luego, se desmaya. No es menor señalar que dicho protagonista que le descubre ensangrentado es el mismo expolicía quien, arrepentido de las consecuencias de su acoso, le espía para disculparse. Son precisamente estas disculpas las que se ven intervenidas por la castración, es exactamente ese momento en que el expolicía, en representación de la sociedad castradora se reconoce en el sujeto pedófilo y reconoce su humanidad, que el pedófilo/pervert se muestra tal y como siempre se le imaginó socialmente, tal y como siempre le fue impuesta la representación del deseo del sujeto normal: pedófilo castrado-pedófilo inofensivo.
En estas tres películas cada uno de los personajes marcados por la sexualidad distinta, por la asociación o la consumación pedófila o perversa, debe resolver su situación para lograr la reinserción: En “La caza” es la inocencia, en “The Woodsman” es la transformación en anti-pedófilo y es la identificación con la víctima, en “Little Children” es la castración como forma de adaptación que provee, o al menos acerca a la muerte a quien la padece.
La pedofilia en su unión con la infancia nunca termina bien. Si hay reinserción hay negación del deseo. Si hay consumación del deseo, hay agotamiento de la relación por el devenir de los años. El amor pedófilo es una tragedia, y tampoco está dentro de los límites, ya no de nuestro imaginario, sino de nuestras emociones, el condolernos de su triste situación.

2.5 De nínfulas y viajeros: Lolita.

Uno de los últimos casos a reseñar, una de las mayores creaciones en lo concerniente a la relación entre pedófilo e infante es la que encontramos en uno de los libros cumbres del siglo XX: Lolita, de Vladimir Nabokov.
Hemos transitado por una gran cantidad de posibles pedófilos y de posibles infantes, sin embargo, aquella que de mayor forma ha marcado nuestra sociedad occidental, dando inicio a la posibilidad de pensar la relación erótica con el cuerpo juvenil, es precisamente este libro, en donde su infantil protagonista ha devenido en la jovial adolescente cuyo cuerpo se vuelve ya apetecible. Por lo mismo, el caso de Lolita es paradigmático, y dentro de sus consecuencias se encuentra el haber dado origen a la expresión “lolita” como forma de designar a las adolescentes de cierta edad y cierta figura.

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