Significado de la palabra cultura

Por: Hernán Montecinos
Fuente: Kaosenlared. net (01.12.06)

El lenguaje suele jugarnos malas pasadas. Digo esto porque, en no pocas ocasiones, cuando tratamos de explicar el significado de alguna palabra, solemos enredarnos y quedar entrampados bajo el prisma de un lenguaje conceptual con contenidos muy contradictorios…
 
A decir verdad, nadie ha podido quedar libre de esta impronta. Se sucede una especie de dicotomía, puesto que tan pronto creemos entender algo, sin embargo, cuando intentamos explicar o definir ese algo, comprobamos que nos resulta difícil así hacerlo.

Por cierto, no con todas las palabras nos sucede esto, siendo más recurrentes los casos con aquellas que contienen ideas de alta significación intelectual. Las palabras “libertad”, “democracia”, “humanismo”, “cultura”, etc., estarían en las situaciones descritas. Porque en ellas, a fin de cuentas,… ¿Quién tendría la autoridad suficiente para asegurarnos que significan tal o cual cosa? La respuesta, parece ser obvia: el diccionario. Y para el caso de nuestra lengua, tendríamos que agregar el “Diccionario de la Real Lengua Española”, en la que reconocemos autoridad sobre la materia.
Vista así las cosas, el problema parecería quedar resuelto; bastaría recurrir al diccionario para zanjar el problema. Sin embargo, la realidad suele tener más fuerza que cualquier supuesto. En efecto, enfrentado a esta disyuntiva, no pocas veces, cuando he acudido al diccionario para salir de mis dudas, cual paradoja, lo que allí encuentro, en vez de aclarar mis dudas más confuso me dejan,  por lo contradictorio y  diversidad de significados que allí encuentro. Un esfuerzo demasiado omniabarcador en sus pretensiones significantes parecen ser el distintivo y sello de ciertas palabras que encontramos en  los diccionarios. Entonces,… ¿Cómo salir del atolladero?… Por de pronto, recurriendo a lo que tengo más a la mano: el sentido común parece ser el mejor de los recursos.

Ahora bien, en sentido estricto, las palabras no tienen significados precisos y determinados para siempre, depende en el contexto que éstas se usen. Vistas las palabras en forma aislada nada parecen decirnos, es sólo cuando las intercalamos en una frase cuando vienen a adquirir un sentido específico,  pudiendo recibir las acepciones que el diccionario le asigna, pero también pudiendo asumir otras que éste no le atribuye. Una especie de  esqueleto al que se termina por ponérsele el tejido muscular y nervioso, lo que gramaticalmente reconocemos como adjetivaciones. No sin razón  ha dicho Ortega y Gasset, que los vocablos sólo son palabras cuando son dichas por alguien, así como un libro sólo existe cuando tiene un lector.

Hay que admitir que las lenguas cambian de continuo, siendo por ello que los diccionarios nunca se encuentran acabados, constituyendo obras vivas que están en constante evolución registrando nuevas formas e incorporando nuevos significados a las palabras según sea el mayor o menor grado de universalización con que éstas puedan ser aceptadas en su uso. Tenemos entonces que las palabras son agentes cambiantes, que mutan y que se reinventa continuamente. Por eso, en la lengua española, como bien lo ha subrayado el presidente de la Academia Argentina de la Lengua, Pedro Luis Barcia, “nadie puede declararse poseedor de una pureza que pueda imponerle al resto”. Por lo mismo,  si pensamos que las exigencias de una definición exacta parecen a primera vista ser razonables, la realidad nos dice que no en todas las circunstancias es posible que este deseo así se cumpla.

Gabriel García Márquez ha dicho que los diccionarios no siempre pueden trazar la dimensión subjetiva de las palabras. Cita el ejemplo de  la diferencia de significado entre un   barco y un buque. El  diccionario de la Real Academia Española  decía que  un buque es un «Barco con cubierta que, por su tamaño, solidez y fuerza es adecuado para navegaciones o empresas marítimas de importancia». Desde luego, en esta  definición se confundía el barco con el buque. lo que llevó a pensar a  García Márquez  que existía una diferencia subjetiva entre las dos palabras. En efecto, los buques no servían sino para empresas fluviales, con dos chimeneas sustentadas con leña e impulsados con una rueda de madera en la popa; mientras los barcos se utilizaban para empresas marítimas, eran únicamente los de mar. En otra ocasión quiso saber sobre las diferencias entre fantasía e imaginación, pero las definiciones del diccionario no sólo le resultaron muy poco comprensibles sino que, además, se daban al contrario.

Constituye una afición de García Márquez encontrar imbecilidades en los diccionarios y percatarse que, a veces, se dan cuenta de que han hecho el ridículo y lo corrigen en una edición posterior. Esto le pasó al de la Real Academia Española con la definición de perro: «Mamífero doméstico de la familia de los cánidos, de tamaño, forma y pelajes muy diversos, según las razas, pero siempre con la cola de menor longitud que las patas posteriores, una de las cuales levanta el macho para orinar». Una precisión excesiva que se prestó para muchas burlas.
Ahora bien, hecha esta pequeña introducción quiero referirme explícitamente al tema que rotula el encabezado de esta nota. Para ello, como lo dice el refrán popular: “para muestra basta un botón”. Y para el caso de la idea que quiero representar, mi botón de muestra la voy a dejar referida en la palabra “cultura”.

La elección de esta palabra no es arbitraria. Si la he elegido, es porque se encuentra de moda aquí en Valparaíso, a propósito de ser designada nuestra ciudad “capital cultural” de Chile. Los porteños, muy orgullosos de esta designación, han empezado a hacer de la palabra cultura su muletilla. Sin embargo, en conversaciones con amigos, comentando los derivados de esta designación, he quedado sorprendido, pues parece ser que cada cual comprende el significado de la palabra cultura del mejor modo que se le antoje. Y no podría ser de otro modo, pues siendo el concepto de «cultura» hoy uno de los conceptos centrales de la antropología filosófica, puede afirmarse que cada escuela de antropólogos ofrece un concepto de «cultura» diferente. Así, entre el mar de definiciones que encontramos a mano, se da el caso que las líneas divisorias obedecen a criterios tan misteriosos que, algunas veces, nos vemos inclinados a sospechar si no estaremos, en realidad, ante un simple «rótulo» de alcance meramente pragmático.

La Idea de Cultura es, desde luego, muy imprecisa, oscura y confusa. Sin embargo, lo más interesante del caso es que, a pesar de la oscuridad de su connotación, actúa precisamente a través de ésa su forma connotativa. Así  su prestigio, a pesar de su oscuridad, es tan notorio que no necesita de precisiones denotativas. Podríamos decir que la palabra «Cultura» es, acaso, una de las palabras que gozan de mayor prestigio en nuestro vocabulario cotidiano; incluso más, se encuentra revestida de cierta aura, tanto para la comprensión del más ilustrado como para el más lego. Su significado parece estar impulsado por una «Idea-fuerza, en virtud de la cual es capaz de incorporar a su movimiento a las más diversas ceremonias, formas o instituciones más heterogéneas, que recibirán, sin embargo, de esa incorporación su «justificación» precisa.

En una ocasión, –contaba Gustavo Bueno- que tuvo ocasión de presenciar la rueda de prensa en la que un alcalde trataba de defenderse del acoso de los periodistas por haber gastado una cantidad, al parecer excesiva, del presupuesto municipal para traer a una orquesta sinfónica extranjera a las fiestas de la ciudad. Después de unos titubeos, al alcalde se le ocurrió responder de la siguiente manera: «Porque el concierto sinfónico que hemos escuchado es una forma de cultura», para añadir en seguida,  «Acaso una de las formas más altas de la cultura.» Lo sorprendente del caso no fue tanto la ocurrencia del alcalde melómano, sino el efecto que su respuesta produjo en los periodistas. Se apaciguaron, se callaron, como si estuvieran rumiando la siguiente  reflexión: «No habíamos caído en la cuenta.» La costosa ceremonia sinfónica había quedado indudablemente justificada a través de la Idea de Cultura.

Ahora bien, anécdotas aparte, podríamos decir, en términos generales, que parte de nuestra confusión surge, por un lado, cuando se usa la palabra cultura como expresión de las bellas artes, siendo bastante recurrido esto en diarios y revistas en donde sus páginas “culturales” se remiten a expresar aquello que está en relación con la literatura y las diferentes especialidades artísticas. Se concluye, por tanto, que son personas “cultas” aquellas que son dominadoras del saber y conocedoras de las artes; por antonomasia dícese de personas “incultas” aquellas de poco saber e ignorantes de las bellas artes. En esta línea se producen confusas galimatías en el uso de los términos cultura y arte; la habitual confusión del uno por el otro, añaden variadas contradicciones en las que deben convenirse avenencias. Eso por un lado, por otro, es sabido que también se usa la palabra cultura para denominar a determinados grupos humanos. Por cierto, muchas personas quedan confundidas con esta doble significación. Los profesores, por ejemplo, parecen tener una marcada preferencia por la primera acepción, a la vez que se reconocen ellos mismos y son reconocidos por los demás como personas “cultas”. Sin embargo, usualmente transmiten en el aula una acepción que -con algunas variaciones de contenidos- se acerca más a la segunda noción, esto es, que cultura es el conjunto de costumbres y modos de vida de un pueblo, heredados y transmitidos de generación en generación.

Navegando entre estas dos aguas, y empecinado por encontrar una definición que mejor satisfaga mis requerimientos (ensayista), debo confesar que tal propósito no me ha sido tarea fácil. Habiendo hecho lectura de innumerables definiciones, éstas no me han dejado del todo satisfecho, en lo que respecta a lo noción que mi propia subjetividad presupone para dicho término. Y esto que he experimentado en lo personal, he comprobado que pasa hasta en las mejores familias. Con sólo decir que en los años cincuenta, dos antropólogos norteamericanos, Alfred Kroeber y Clyde Kluckhohn, decidieron contabilizar las diferentes acepciones de la noción de cultura. El resultado los tomó por sorpresa: llegaron a registrar más de cien definiciones distintas. El problema, evidentemente, no era teórico sino fáctico, ya que para los antropólogos cada grupo humano teje y desteje su propio universo cultural y entraña, por añadidura, una cultura específica.
En la misma línea, años más tarde, la propia UNESCO, se vio entrampada en esta misma disyuntiva. En el momento que tuvo que realizar un estudio sobre este tópico, llegó a encontrar más de 200 acepciones para la explicación del término. Finalmente llegó a sintetizar la definición de la palabra cultura en la siguiente expresión: «cultura no es un medio para el progreso material: es el fin y el alma del desarrollo visto como el florecimiento de la existencia humana en todas sus formas…» (UNESCO 1966).

A la luz del examen de las definiciones que podemos encontrar a la mano podemos concluir, en un sentido general, que la cultura sería “el conjunto de rasgos distintivos, espirituales, materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan una sociedad o grupo social”. Sin embargo, al momento de tratar de intelectualizar y aprehender esta noción, es que surge mi reparo y cuestionamiento a la misma. ¿Cuáles son los valores representativos de nuestra sociedad? ¿Qué configura para nuestra identidad las expresiones rasgos distintivos, espirituales, materiales, intelectuales y afectivos? ¿Por qué colocar en el mismo plano los rasgos espirituales, intelectivos y afectivos con los rasgos materiales?. ¿Acaso son nociones que van a un mismo ritmo? ¿Y qué hay de la diferencia entre valor y desvalor? He ahí el meollo del asunto desde donde surge mi reparo y crítica lo que, obvio está, requiere una explicación más detallada para la comprensión del lector.

Como se sabe, el uso de la palabra CULTURA fue variando a lo largo de los siglos. En el Latín hablado en Roma significaba inicialmente «cultivo de la tierra», y luego, por extensión, metafóricamente, «cultivo de las especies Humanas». Es decir, en su origen se usaba como opuesto al salvajismo, barbarie o al menos rusticidad. Un hombre culto o cultivado era el hombre educado. Esta es su verdadera génesis. Más después, desde el siglo XVIII, el romanticismo reafirmó esta idea, estableciendo sí una diferencia entre civilización y cultura. El primer término se reservaba para nombrar el desarrollo económico y tecnológico, lo material; el segundo para referirse a lo «espiritual», es decir, el «cultivo» de las facultades intelectuales. En el uso de la palabra «Cultura» cabía, entonces, todo lo que tuviera que ver con la filosofía, la ciencia, el arte, la religión, etc. Se entendía la cualidad de «culto» como un rasgo individual, por eso podía hablarse de un hombre «culto» o «inculto» según hubiera desarrollado sus condiciones intelectuales y artísticas. Esto aún hoy es muy frecuente, sobre todo cuando apelamos al campo del sentido común.

Sin embargo, en la época más contemporánea, la antropología, y también la sociología y psicología, entre otros, han venido a redefinir el término contradiciendo la concepción romántica y sus orígenes más precedentes. La definición del término se desplaza de lo puramente individual a lo social. En general, hoy se piensa a la CULTURA como el conjunto total de los actos humanos en una comunidad dada, ya sean éstos prácticas económicas, artísticas, científicas o cualesquiera otras. La palabra cultura entonces designa hoy todos los modos y costumbres que existieron o existen en cualquier pueblo, o conglomerado social específico, que respondan o hayan respondido a determinados parámetros de vida, desde las épocas más primitivas a las más contemporáneas.
Y es en este punto, en donde quiero hacer oír mi reclamo, pues observo que esta definición no hace distingos entre lo que constituye un “valor” de un desvalor. Para mí gusto, la cultura debe tener una significación siempre asociada a “valores”, nunca a “desvalores”, ese es el meollo central de mi reparo. Digo esto porque no todos los modos de vida se han orientado, por desfortuna, al mayor enriquecimiento del espíritu humano, al contrario, muchas veces lo han hecho degradarse llevándolo a retrotraerse a una profunda decadencia. Así, por ejemplo sería impropio referirse a una “cultura nazi”; más bien, lo propio sería hacer una referencia a la “barbarie nazi”. Lo mismo pasa con lo que se denomina “cultura de guerra” o más posmodernamente a lo que se denomina “cultura light”. En todos estos casos más bien, nos estamos refiriendo a “inculturas” o “contraculturas”, pero de ningún modo a culturas en el sentido que he indicado.

Sobre esto algunos pensadores contemporáneos han llamado la atención, previniéndonos, sobre el hecho de que la sociedad capitalista sea una sociedad sin cosas, ni para comer, ni para mirar, ni para usar, que sea exclusivamente un mundo de mercancías en el que desaparece toda comunidad, un mundo “sin Cultura”; un espacio virtual de no-lugares donde las cosas-símbolo son suplantadas por virtualidades fantasmales. En este sentido soy de la opinión que una definición léxica no puede contener, por una parte, una cosa, y por otra su contrario. Esto, constituiría un burdo eclectismo que, desde el punto de vista intelectual, y también desde el sentido común y de la lógica, pareciera no ser aceptable. La definición de las palabras deben de cautelar un prudente equilibrio: ni demasiado metafísico ni tampoco demasiado ecléctico

Ahora bien, esta idea fuerza que he querido hacer connotar en la noción de cultura, -preeminencia de valores y no desvalores- ha sido muy bien recogida por algunas organizaciones internacionales y por más de alguna personalidad del mundo intelectual quienes, en  mi opinión, han  apuntado al meollo en cuestión, al definir la cultura dentro de la idea fuerza expuesta en esta nota. Veamos dos ejemplos:

En la Declaración de México La UNESCO, en 1982, declaró «…que la cultura da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo. Es ella la que hace de nosotros seres específicamente humanos, racionales, críticos y éticamente comprometidos. A través de ella discernimos los valores y efectuamos opciones. A través de ella el hombre se expresa, toma conciencia de sí mismo, se reconoce como un proyecto inacabado, pone en cuestión sus propias realizaciones, busca incansablemente nuevas significaciones, y crea obras que lo trascienden.»

A su vez, el filósofo cubano Pablo Guadarrama, ha señalado que: “En mi libro Lo universal y lo específico de la cultura, defino cultura como el grado de dominio que posee el ser humano sobre sus condiciones de existencia que posibilita, con grados de libertad, el control de sus condiciones de vida y la realización en el proceso permanente de humanización frente a las formas de alienación. El ser humano es un ser que se aliena en muchas formas, pero también supera las formas de alienación históricamente, no porque el ser humano sea un sujeto alienable por naturaleza sino porque hay determinadas condiciones histórico-sociales que enajenan, que oprimen, y frente a ellas la cultura es un elemento desalienador,  emancipatorio, que da grados de libertad. Por eso José Martí decía que «ser culto es el único modo de ser libre». O sea, posibilita que el ser humano, al conocer las relaciones del mundo natural y del mundo social, pueda realmente construir su propio modelo de vida. Para mí, sostiene Guadarrama- cultura implica valor. Los «desvalores» o «antivalores» no forman parte de la cultura. Forman parte de la sociedad. Por eso, incluso llamo excrecencias sociales a esos productos del hombre que, en lugar de favorecer la condición humana, atentan contra ella. Es decir, hay muchos factores que el hombre crea y que se convierten en boomerang. A eso la escuela de Frankfurt, en particular Theodor Adorno, lo llamó contracultura. No creo que todos los filmes que se producen en Estados Unidos sean cultura. No creo que todos los productos que nos venden en los supermercados sean cultura. Ni todos los juguetes que enajenan a nuestros niños sean cultura. No creo que haya infinidad de acontecimientos sociales que sean cultura. Cultura es sólo aquello que enriquece la condición humana, que nos hace ser más humanos, que nos hace ser más libres…”

Demás está decir que con  estas dos definiciones he puesto  término  a mi larga e interminable búsqueda, sobre el significado de la palabra cultura, en la que he querido hacer prevalecer más su concepto que definición en si misma pues aún. sin pretensiones de llegar a establecer un determinismo,  éstas me han conformado plenamente en los requerimientos de mi búsqueda.  Creo, sinceramente, que ambas  vienen a rubricar y complementar el análisis que he expuesto en esta nota, dando un paso  significativo  en la aclaración del embrollo que ha originado la definición reintroducida por las distintas corrientes antropológicas más contemporáneas.

Tanto la UNESCO como  Guadarrama, indirectamente, han dejado sentado que las mayores dificultades que nos plantea la Idea de Cultura, en cuanto Idea-fuerza, proceden, en la práctica, del lado de su denotación. Rescatan así el hecho cierto de que el uso común de la palabra «cultura» como Idea-fuerza, restringe de hecho la denotación universal del término, tal como lo entienden los antropólogos, pues solemos reservar el nombre de «cultura» para designar a la música, al ballet, al teatro, al cine, a la literatura, etc.

Una denotación cuyo círculo se superpone, más o menos, con el círculo denotativo de aquello que Hegel llamó «Espíritu absoluto». Y aun cuando, antropólogos, sociólogos y psicólogos iniciaran una cruzada para que se incluyera, al lado de los contenidos de la primera y originaria noción, los contenidos de la otra cultura, la cultura que, además, representaría la vanguardia material de la humanidad –un tren de alta velocidad, un ordenador, el segundo principio de la termodinámica, etc., quiérase o no, dichos contenidos materiales son dejados de lado por el hombre común, para quedarse con la primera significación denotativa, aquella idea fuerza que se encuentra más cercana al espíritu, aquella que la caracterizó desde sus orígenes, aquella que se encuentra siempre asociada con la idea fuerza de contener algún “valor”.

Por eso, quizás no deja de tener razón Gabriel García Márquez cuando en una ocasión se refiere al diccionario de la RAE en los términos despectivos de «terrible esperpento represivo», confesando a la vez que con el tiempo terminó por adherirse más a las leyes infalibles del sentido común, al instinto del idioma según se escucha en la calle. En su entender el mejor idioma es el más impuro, el más vivo, no el más puro.

Pero quizás, el que mejor expresa su disconformidad con la significación actual que se le ha querido conferir a la palabra cultura, es el filósofo venezolano, Ludovico Silva, cuando ha dicho que: «La cultura ha llegado a producirme asco: Lo que antes fue para mi el sentido máximo de mi existencia, la puerta de oro después de la cual estaba el cielo de los elegidos, la montaña en cuyas alturas vivían lo bello y lo bueno con gran desprecio de las nimiedades de la vida corriente , todo eso ha explotado de repente ante mis ojos y me he quedado sin nada y ando con los pies cansados , cansados, sin suelo donde apoyarlos; floto en la inseguridad de quien ya no tiene otro ideal que el odio a todos los que viven engañados y nado en el desprecio…»

Una respuesta

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