Karl Marx

Por: Francis Wheen
Fuente: Editor digital: Spleen (ePub base r1.2)

strong>Prólogo

En los años noventa, en lo más crudo de la posmodernidad, yo estudiaba en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense. Entre otras cosas, me interesaba lo que, a grandes rasgos, se podría denominar la tradición materialista: un conjunto de autores de muy distintas disciplinas —desde la historia a la teoría literaria, pasando por la economía— que se consideraban a sí mismos afines al legado intelectual y político de Marx.
En aquel momento era un área de estudios crepuscular. El juicio unánime sobre la economía marxista era que se trataba de un cadáver conceptual que solo interesaba a un puñado de académicos que lo mismo podían haberse dedicado a discutir sobre los epiciclos ptolemaicos. La sociología de Marx, se decía, no recogía ni la complejidad de las relaciones laborales del capitalismo postindustrial ni la autopercepción de la mayor parte de la gente, que se veía a sí misma como de clase media. En términos políticos, el marxismo parecía incompatible con los nuevos movimientos sociales relacionados con la identidad cultural, el género o el medio ambiente. Y, por supuesto, para la mayor parte de los filósofos se trataba de una doctrina groseramente esencialista que había quedado superada tras el fin de los grandes «metarrelatos».
Así que, básicamente, uno tenía que estar disculpándose todo el rato por estudiar a Marx. Por ejemplo, Jacques Attali comenzaba su biografía de Marx justificando su interés por un pensador al que «casi nadie estudia» y es considerado «responsable de algunos de los mayores crímenes de la Historia». Incluso entre los marxólogos se consideraba de mal tono hablar de sus obras más conocidas y energéticas, como el Manifiesto comunista. En cambio, se preferían textos oscuros y supuestamente filosóficos, como los Grundrisse. La idea era que hurgando en el caos bibliográfico de la obra de Marx uno iba a encontrar una piedra de Rosetta que modulara su herencia teórica para adaptarla al medioambiente intelectual posmoderno.
En la segunda década del siglo XXI, las cosas han cambiado muchísimo. Tras el estallido de la crisis económica en 2008, Marx ha retornado a las bibliografías universitarias y a los anaqueles de las librerías con mucha fuerza. En 2010, el diario Público regalaba con el periódico el resumen clásico de El capital de Gabriel Deville. En la Feria del Libro de Madrid de 2012, el libro más vendido fue una edición ilustrada del Manifiesto comunista. El filósofo vivo más conocido del mundo, Slavoj Zizek, es un materialista dialéctico experto en ideología. El ensayo más comentado de 2014 ha sido un libro titulado El capital en el siglo XXI…
Este proceso de muerte y resurrección del marxismo no es, en realidad, tan novedoso. La presencia de Marx siempre ha sido muy guadianesca. El marxismo se ha ido transformando, apareciendo y desapareciendo a lo largo de la historia del capitalismo. Por supuesto, su declive a finales del siglo pasado tuvo mucho que ver con la vertiginosa e inesperada descomposición del bloque soviético a partir de 1989. Durante cincuenta años, casi un tercio de la humanidad vivió en países en los que una versión espuria y degradada del pensamiento de Marx se consideraba la «filosofía oficial». Su rostro barbudo era ubicuo en billetes de banco, monumentos públicos o instituciones oficiales. Así que no es de extrañar que el derrumbe del socialismo real arrastrara consigo el interés por el materialismo histórico al menos en Europa del Este. El marxismo occidental, por su parte, se había distanciado de forma generalizada de la ideología soviética a costa de convertir la crítica del capitalismo en una exquisita obra de orfebrería conceptual, sin duda sofisticada pero carente de punch político e incapaz de interpelar a una mayoría social.
Los neoliberales recorrieron exactamente el camino contrario. Después de la Segunda Guerra Mundial, el liberalismo radical se había convertido en una escuela marginal, una extravagancia académica que sobrevivía en unos cuantos departamentos de economía. Tres décadas después, en el contexto de la crisis de los estados del bienestar de los años setenta, los defensores del mercado libre iniciaron el asalto a los centros de poder político y económico occidentales e impulsaron una revolución ideológica que cambió la manera de pensar de millones de personas. Grandes masas de votantes de clase trabajadora apoyaron con entusiasmo políticas que apenas unos años antes hubieran considerado un atentado evidente contra sus intereses materiales más inmediatos.
Los neoliberales lograron crear un nuevo sentido común político que transformó lo que se consideraba socialmente posible, imposible, deseable y aberrante. En su estrategia ideológica desempeñó un papel importante la reactivación del marxismo —que, en realidad, en esa época no atravesaba un momento particularmente vigoroso— como enemigo de las convicciones políticas de la mayoría. En Estados Unidos, Ronald Reagan reavivó la guerra fría y el temor a la amenaza militar de la Unión Soviética. En el Reino Unido, Margaret Thatcher identificó el socialismo como responsable de una insidiosa corrupción moral e institucional que atentaba contra la libertad, la creatividad y la responsabilidad personal. «Marks and Spencer han derrotado a Marx y Engels», declaró en cierta ocasión.
Thatcher tenía razón. Más allá de las cuestiones doctrinales, la popularidad de las obras de Marx ha sido un buen termómetro histórico de la vitalidad de los movimientos antagonistas críticos del capitalismo. Y tras la caída del muro de Berlín, no parecía haber ninguna alternativa al libre mercado mundial desregulado. Los neoliberales consiguieron presentar su programa no como una opción política en disputa con otras, sino como un ecosistema social que emergía de la obsolescencia de los enfrentamientos pasados y que definía el espectro de posibilidades históricas disponibles. Uno podía escoger entre un capitalismo global despiadado y otro de rostro humano, pero las viejas categorías políticas —el conflicto entre capital y trabajo, la explotación, el intercambio desigual…— habían quedado superadas. Los grandes problemas sociales debían ser afrontados mediante una sabia combinación de mercado libre, tecnología punta y cosmopolitismo.
Así que, de algún modo, el retorno contemporáneo de Marx es el síntoma de una especie de venganza del siglo XX. La globalización capitalista decretó en falso la muerte de un conjunto de conflictos que hoy han resucitado con una violencia salvaje. La gran crisis contemporánea del capitalismo nos ha hecho descubrir que la lucha de clases, la desigualdad, la cleptocracia especulativa, la expropiación de los bienes comunes y la mercantilización extrema vivían larvados entre el multiculturalismo, el consumo sofisticado, la sociedad red y la economía del conocimiento. El siglo pasado lidió con estos desafíos a través de estrategias que, al menos en parte, se entendieron a sí mismas como recepciones antagónicas del legado marxista. Tanto los partidarios como los detractores de Marx desarrollaron una gran cantidad de interpretaciones divergentes de sus teorías, ya fuera para seguirlas u oponerse a ellas. Y hoy, de nuevo, volver a Marx es decidir a qué Marx volver.
No es un problema sencillo porque la propia recepción académica de la obra de Marx ha estado marcada por las convulsiones históricas modernas. Según algunos análisis bibliométricos, Marx es el autor científico más influyente de la historia o, al menos, el más citado. Sin embargo, por extraño que resulte, a día de hoy aún no existe una edición crítica completa en lengua alemana de sus obras. En 1921, David Riazánov fundó en Moscú el Instituto Marx-Engels donde, al año siguiente, inició un ambicioso proyecto: la publicación de las Marx-Engels Gesamtausgabe, las obras completas de Marx y Engels en 36 volúmenes (lo que se conoce como «primera MEGA»). Sin embargo, Stalin paralizó el proyecto y fusiló a Riazánov. Hubo que esperar a mediados de la década de 1970 para que, tras el deshielo, en la RDA se volviera a plantear una iniciativa de edición filológicamente rigurosa de los textos originales de Marx. Pero, de nuevo, la historia volvió a inmiscuirse. La implosión del bloque socialista interrumpió el proceso de publicación, que se reanudó a finales de la década de 1990 gracias al esfuerzo coordinado de institutos de investigación de Alemania, Holanda y Rusia. El proyecto, conocido como «segunda MEGA», es una obra editorial faraónica que avanza a buen ritmo y se espera que alcance los 120 volúmenes.
La cuestión de fondo es que la propia producción de Marx es una pesadilla editorial. Sus obras completas son un cúmulo de textos publicados en muy distintas circunstancias —libelos, tratados teóricos, artículos filosóficos, artículos de prensa…—, libros inéditos o abandonados, correspondencia y, sobre todo, una enorme cantidad de apuntes, cuadernos y anotaciones. Por supuesto, no es el único autor importante con el que pasa algo así. Leibniz o Peirce también nos han dejado auténticas montañas de papeles inmanejables. La diferencia es que, en el caso de Marx, algunos de esos textos han circulado muchísimo y son considerados una parte fundamental de su doctrina de un modo no siempre justificado. Por ejemplo, Marx declinó explícitamente publicar La ideología alemana, que, sin embargo, es la obra de referencia del materialismo histórico de la que proceden algunas de sus citas más famosas. Lo mismo ocurre con la famosísima declaración «Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo», una anotación marginal de un Marx veinteañero que jamás pretendió que viera la luz pública. El Manifiesto comunista —tal vez el texto político más influyente de la historia— fue escrito urgentemente y por encargo en los albores del estallido revolucionario de 1848, cuando Marx aún no había cumplido los treinta años. Aún peor, Marx no llegó a publicar en vida al menos dos tercios de El capital, su obra teórica más significativa. Engels tuvo que editar en solitario los libros segundo y tercero a partir de varios metros cúbicos de papeles manuscritos oscuros e incompletos que se han convertido en un rompecabezas para varias generaciones de investigadores expertos.
Por otro lado, la mayor parte de los escritos de Marx son incomprensibles si se leen sin tener en consideración el contexto biográfico e histórico en el que fueron producidos y publicados (o no). Marx simultaneó durante toda su vida la actividad teórica y la militancia política, y buena parte de sus obras consiste en textos de intervención que no pueden ser tomados como declaraciones teóricas generales. La vida de Marx fue tumultuosa, a menudo desgraciada, y eso afectó decisivamente a sus escritos. Sin embargo, los estudios biográficos sobre Marx no han ayudado mucho a cartografiar esta compleja orografía personal. La mayor parte de las biografías disponibles son o bien hagiografías muy ideologizadas o bien ataques furibundos. Otras indagan en la vida de Marx con el objeto de elucidar cuestiones teóricas que han preocupado a sus herederos.
En ese sentido al menos, esta biografía de Francis Wheen es una afortunada excepción. Se trata de uno de los pocos intentos que se han realizado por relacionar los acontecimientos de la vida de Marx con su entorno cultural y político de un modo comprensible y empático, por entender a Marx no como un héroe, un demonio o un santo, sino como un ser humano que vivió con intensidad su propia época. El Karl Marx de Wheen es «un hombre que pasó la mayor parte de su edad adulta en la pobreza, afectado de forúnculos y de enfermedades hepáticas, y que en una ocasión fue perseguido por las calles de Londres por la policía tras una noche de excesos tabernarios».
Wheen nos presenta a un Marx más modesto y limitado que el titán teórico y político —bastante antipático y sentencioso, por otro lado— que erigió la tradición socialista a mayor gloria de la revolución. Creo que también más útil y cercano a nuestra percepción cotidiana de la realidad política, marcada por incertidumbres que inevitablemente afrontamos a tientas. Los diagnósticos teóricos que realiza Marx de los procesos de acumulación ampliada de capital o sobre la naturaleza de la lucha de clases no nos proporcionan respuestas sencillas a nuestros desafíos sociales, sino que más bien señalan dilemas desgarradores, tal vez irresolubles. Al fin y al cabo, Marx explicó con un vocabulario propio del siglo XIX una realidad —el capitalismo— que en su tiempo era casi marginal y que solo en nuestra época ha llegado a consolidarse. Hoy es cuando, finalmente, todo se ha mercantilizado y está sujeto a la ley del plusvalor. Eso hace que, un siglo y medio después, el elenco de respuestas teóricas que nos proporcionó sea inevitablemente limitado mientras que las preguntas que planteó resulten más insoslayables que nunca.
Marx vivió en la encrucijada histórica entre dos inmensos procesos de transformación social que mantenían una relación conflictiva entre sí. En primer lugar, las revoluciones burguesas hicieron saltar por los aires los antiguos privilegios feudales y crearon un entorno de igualdad jurídica. Sin embargo, estas conquistas políticas se veían sistemáticamente truncadas por la desigualdad material, que en la época heroica del capitalismo se estaba incrementando con gran rapidez. La libertad de expresión, por ejemplo, es un derecho vacío si las clases privilegiadas monopolizan la propiedad y el uso de los medios de comunicación.
En segundo lugar, la revolución industrial también se caracterizaba por una dinámica contradictoria y autolimitada. El capitalismo era increíblemente expansivo pero también caótico y, así, incapaz de sacar partido de su propia potencia creativa, de su asombrosa capacidad para desarrollar las fuerzas productivas. Por eso transformaba sistemáticamente en problemas lo que intuitivamente deberían ser soluciones. En vez de abundancia, bienestar y ocio, el desarrollo económico capitalista generaba crisis de sobreproducción, desigualdad, pobreza y desempleo.
Como muchos de sus contemporáneos, Marx creía que era necesaria una confluencia de ambos procesos históricos. La revolución política y la revolución industrial tenían que ajustar cuentas. Los derechos de ciudadanía necesitaban extenderse también al ámbito de la igualdad material. La esfera económica requería de alguna tutela política que impidiera que los salarios, la producción o las condiciones laborales quedaran abandonados al azar del mercado.
Lo que ocurrió, en cambio, fue que la economía se impuso a la emancipación política. Desde mediados del siglo XIX, el conflicto entre democracia y capitalismo se resolvió a favor de este último. La economía estableció los límites que ninguna otra institución social —religiosa, política, familiar o cultural— podía rebasar. Los márgenes de beneficio de las élites económicas delimitaron los márgenes de maniobra políticos de la mayoría. La consecuencia fue un incremento de los dilemas, tensiones y conflictos relacionados con la economía y la producción que, ya en el siglo XX, condujeron a dos guerras mundiales y la mayor crisis económica que ha conocido la humanidad. La historia del marxismo se fue forjando en oposición a ese gigantesco cataclismo histórico y a menudo condujo a senderos cegados y a opciones políticas monstruosas.
Todo ello hubiera dejado perplejo a Marx, que fue mucho más optimista y nunca pensó que seríamos tan idiotas como para permitir que el capitalismo alcanzara esos niveles de degradación o que el socialismo se convirtiera en un proyecto autoritario. Así que volver al Marx histórico —liberado, por tanto, de las adherencias políticas que ha ido adquiriendo en los últimos ciento cincuenta años— es reencontrarnos con un personaje profundamente comprometido con la democracia radical en un momento en el que era una reivindicación peligrosa (ningún país europeo, por ejemplo, instauró el sufragio universal hasta bien entrado el siglo XX). Un autor que creía que la deliberación en común de la mayoría era la herramienta fundamental del progreso moral y político, no la sabiduría de las élites culturales o la destrucción creativa del mercado.
Seguramente eso es lo que hace que nos resulte tan actual. Hoy la exigencia de democracia vuelve a ser subversiva. Marx se hubiera sentido muy identificado con el lema del 15-M: «No somos mercancía en manos de políticos y banqueros». Cada vez somos más conscientes de que hemos entregado al mercado dimensiones esenciales de nuestra soberanía política, hasta el punto de que hemos incorporado esa subordinación a nuestros códigos legales fundamentales. En 2011 bastó una carta del presidente del Banco Central Europeo para que el presidente José Luis Rodríguez Zapatero y el entonces líder de la oposición Mariano Rajoy pactaran en secreto y a toda velocidad una reforma de la Carta Magna que limitaba la autonomía de nuestro país en ciertos aspectos económicos cruciales y nos sometía constitucionalmente al austericidio neoliberal.
El Marx del que nos habla Wheen —ese periodista brillante y de pluma afilada, de origen pequeñoburgués, admirador rendido del poeta Heine, preocupado por sus hijos, mal administrador…— es, en definitiva, un autor muy cercano a nuestras intuiciones morales más básicas. Noam Chomsky suele recordar que en 1976, con motivo del bicentenario de la Declaración de Independencia de Estados Unidos, se realizó una encuesta en la que se presentaban distintas afirmaciones entre las que los entrevistados tenían que elegir aquellas que pensaban que estaban recogidas en la Constitución de ese país. Una de las que obtuvo una amplia mayoría de respuestas afirmativas fue: «De cada cual según su capacidad. A cada cual según sus necesidades». En realidad, es una cita de Marx procedente de la Crítica del Programa de Gotha.

CÉSAR RENDUELES

Introducción

Tan solo once personas asistieron al entierro de Karl Marx el 17 de marzo de 1883. «Su nombre y su obra perdurarán durante muchos siglos», predijo Friedrich Engels en la oración pronunciada junto a su tumba en el cementerio de Highgate de Londres. Parecía una afirmación exagerada y jactanciosa, pero tenía mucha razón.
La historia del siglo XX ha sido el legado de Marx. Stalin, Mao, Che Guevara, Fidel Castro —ídolos y monstruos de la historia contemporánea— se han considerado a sí mismos herederos suyos. Otra cosa es que él les hubiese reconocido como tales. Incluso en vida, las andanzas de sus autoproclamados discípulos le hicieron perder la paciencia. Al enterarse de que había surgido un nuevo partido en Francia que se declaraba marxista, comentó: «Soy yo entonces el que no es marxista». A pesar de todo, cien años después de su muerte la mitad de la población mundial estaba gobernada por regímenes que profesaban el marxismo. Sus ideas transformaron el estudio de la economía, la historia, la geografía, la sociología y la literatura. Desde Jesucristo, ningún otro oscuro indigente había inspirado una devoción a escala tan grande, o había sido tan tremendamente tergiversado.
Es el momento de echar a un lado la mitología e intentar mostrar a Karl Marx en tanto que persona. Se han publicado miles de libros sobre marxismo, pero casi todos han sido escritos por intelectuales y fanáticos para los cuales era casi una blasfemia tratar a Marx como un ser de carne y hueso —un refugiado prusiano convertido en gentleman de clase media—; un agitador radical que pasó gran parte de su vida adulta en el académico silencio de la sala de lectura del Museo Británico; un sociable y cordial anfitrión que se enemistó con casi todos sus amigos; un abnegado padre de familia que dejó embarazada a la criada; y un filósofo profundamente serio al que le encantaba beber, fumar puros y contar chistes.
Para el mundo occidental, durante la guerra fría, fue el maléfico causante de todos los males del mundo, fundador de un culto siniestro, el hombre cuya funesta influencia era preciso eliminar. En la Unión Soviética de mediados del siglo XX asumió la categoría de un Dios secularizado, junto con Lenin, con Juan Bautista y, por supuesto, con el camarada Stalin en el papel de Mesías redentor. Solo esto ha sido más que suficiente para condenar a Marx como cómplice de las masacres y de las purgas: si hubiese vivido unos años más, seguro que algún osado periodista le habría señalado como principal sospechoso de los crímenes de Jack el Destripador. ¿Por qué? Evidentemente, el propio Marx jamás hubiera querido ser incluido dentro de esa Trinidad, además de que se habría sentido consternado por los crímenes cometidos en su nombre. Los credos espurios defendidos por Stalin, Mao o Kim Il-sung trataron sus obras como los cristianos actuales utilizan el Antiguo Testamento: descartan o pasan por alto una gran parte de su contenido, en tanto que unos cuantos grandilocuentes eslóganes («el opio del pueblo», «la dictadura del proletariado») son arrancados de su contexto, vueltos del revés y citados después como justificación aparentemente divina para las más brutales atrocidades. Kipling, como tantas veces, supo encontrar las palabras adecuadas:
El que tenga un evangelio
Para dárselo a la humanidad
Aunque le dedique lo mejor de sí
Cuerpo, alma y mente
Aunque vaya al Calvario
Todos los días para su mejor gloria
Será su discípulo
Quien haga vano su esfuerzo.

Solo un necio haría responsable a Marx del gulag; pero, lamentablemente, la provisión de necios es abundante. «De una u otra forma, los hechos más importantes de nuestro tiempo nos remontan a un hombre: Karl Marx —escribió Leopold Schwarzschild en 1947, en el prefacio de su iracunda biografía El prusiano rojo—. Apenas habrá nadie que ponga en duda que él está presente en la propia existencia de la Rusia soviética, y especialmente en los métodos soviéticos». El parecido entre los métodos de Marx y los del «Tío José Stalin» era aparentemente tan incontestable que Schwarzschild no se molestó en presentar prueba alguna de su absurda afirmación, limitándose a la observación de que «al árbol se le conoce por sus frutos» (que, como sucede con muchos proverbios, contiene menos verdad de lo que pudiera parecer). ¿Acaso debemos culpar a los filósofos por todas y cada una de las posteriores mutilaciones de sus ideas? Si Herr Schwarzschild se hubiese encontrado en su huerto frutas caídas comidas por las avispas —o, por ejemplo, le hubieran servido una empanada de manzana requemada en la comida—, ¿habría cogido un hacha y habría administrado justicia sumarísima al árbol culpable?
Del mismo modo que sus seguidores, necios o sedientos de poder, divinizaron a Marx, sus críticos a menudo han incurrido en el idéntico pero contrario error de imaginárselo como un enviado de Satanás. «Hubo momentos en que Marx parecía estar poseído por demonios —escribe Robert Payne, un biógrafo reciente—. Tenía una visión del mundo demoníaca, y la maldad del propio diablo. A veces parecía saber que estaba realizando acciones malignas». Esta escuela de pensamiento —más que una escuela parece un correccional— llega a su más absurda conclusión en Was Karl Marx a Satanist?, un peculiar libro publicado en 1976 por un famoso predicador fundamentalista estadounidense, el reverendo Richard Wurmbrand, autor de obras maestras imperecederas como Tortured for Christ («más de dos millones de ejemplares vendidos») y The Answer to Moscow’s Bible.
Según Wurmbrand, el joven Karl Marx fue iniciado en una «iglesia satánica ultrasecreta», a la que luego sirvió fiel y siniestramente durante el resto de su vida. Por supuesto, no existen pruebas, pero ello solo sirve para reforzar el pálpito de este detective con alzacuellos: «Como la secta satánica era ultrasecreta, tan solo tenemos algunos indicios acerca de la posibilidad de su relación con ella». ¿Cuáles son esos «indicios»? En su época de estudiante, Marx escribió una obra de teatro en verso cuyo título, Oulanem, es más o menos un anagrama de Emanuel, el nombre bíblico de Jesús (lo que «nos recuerda las inversiones de la misa negra satánica»). De lo más incriminador; pero hay más. «¿Se han fijado ustedes —nos pregunta Wurmbrand— en el peinado de Marx? En aquella época, los hombres solían llevar barba, pero no este tipo de barba… el aspecto personal de Marx era característico de los discípulos de Joanna Southcott, una sacerdotisa satánica que creía estar en contacto con el demonio Silo». La verdad es que en la Inglaterra en la que vivió Marx eran frecuentes los caballeros de poblada barba, desde el jugador de críquet W. G. Grace hasta el político lord Salisbury. ¿Se relacionaban estrechamente, ellos también, con el demonio Silo?
Con el fin de la guerra fría y el aparente triunfo de Dios sobre Satán, innumerables sabelotodos afirmaron que habíamos llegado a lo que Francis Fukuyama, petulantemente, llamaba el final de la historia. El comunismo estaba tan muerto como el propio Marx, y la espeluznante amenaza con la que terminaba el Manifiesto comunista, el panfleto político más influyente de todos los tiempos, ahora no parecía sino una pintoresca reliquia histórica: «Las clases dominantes pueden temblar ante una revolución comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo que ganar. ¡Proletarios de todos los países, uníos!». Las únicas cadenas que atan a la clase obrera en la actualidad son las de las imitaciones de los relojes Rolex, y los proletarios actuales tienen muchas más cosas que no les gustaría perder: los hornos de microondas, las vacaciones en tiempo compartido y las antenas parabólicas. Son propietarios de sus viviendas y accionistas de las empresas públicas privatizadas; consiguieron beneficios sustanciosos cuando su sociedad de ahorro y préstamo para la vivienda se convirtió en banco. En definitiva, hoy todos somos burgueses. Hasta el Partido Laborista británico se ha hecho thatcherista.
Cuando empecé la investigación para esta biografía, muchos amigos me miraban llenos de lástima e incredulidad. ¿Por qué, se preguntaban, querría nadie escribir (y menos leer) sobre una figura tan desacreditada, irrelevante y pasada de moda? Yo continué sin hacerles caso; sorprendentemente, cuanto más estudiaba a Marx, más actual me parecía. A los expertos y los políticos que se creen los pensadores de hoy se les llena la boca hablando de globalización, un latiguillo que sueltan a la menor oportunidad, sin caer en la cuenta de que Marx ya lo había advertido en 1848. El ámbito mundial en el que se mueve McDonald’s o Coca-Cola no le habría sorprendido lo más mínimo. El traslado del poder financiero del Atlántico al Pacífico —gracias a la economía del tigre asiático y al auge de la informática en la Costa Oeste de Estados Unidos— lo había predicho Marx más de un siglo antes de que naciera Bill Gates.
Hay, con todo, algo que ni Marx ni yo habíamos previsto: que, de repente, a finales de la década de 1990, mucho después de que hubiese sido enterrado tanto por los liberales a la moda o por los izquierdosos posmodernos, fuese ensalzado como un genio por los mismísimos y perversos capitalistas burgueses de toda la vida. El primer signo de esta extraña revisión de posiciones apareció en octubre de 1997, cuando en un número especial de la revista New Yorker se proclamaba a Karl Marx como «el gran pensador del futuro», un hombre que tiene mucho que enseñarnos sobre la corrupción política, la monopolización, la alienación, la desigualdad y los mercados mundiales. «Cuanto más tiempo paso en Wall Street, más me convenzo de que Marx estaba en lo cierto —declaró un rico banquero a la revista—. Estoy absolutamente convencido de que el método de Marx es el mejor para estudiar el capitalismo». Desde entonces, economistas y periodistas de derechas han hecho cola para rendirle análogo homenaje. Olvidemos todas las monsergas de los comunistas, decían. Marx, en realidad, era un «estudioso del capitalismo».
Hasta este intencionado halago solo sirve para menospreciarle. Karl Marx era filósofo, historiador, economista, lingüista, crítico literario y revolucionario. Aunque jamás tuvo un «empleo» en ninguno de estos campos, fue un extraordinario trabajador: sus obras completas, pocas de las cuales fueron publicadas en vida, llenan cincuenta volúmenes. Lo que ninguno de sus enemigos ni de sus discípulos están dispuestos a reconocer es la más evidente —y sorprendente— de sus cualidades: que este ogro y santo mítico era un ser humano. La caza de brujas del senador McCarthy en los años cincuenta, las guerras de Vietnam y Corea, la crisis de los misiles con Cuba, las invasiones de Checoslovaquia y Hungría, la masacre de los estudiantes en la plaza de Tiananmen, todas estas vergüenzas de la historia del siglo XX fueron justificadas en nombre del marxismo o del antimarxismo. Una hazaña nada despreciable para un hombre que pasó la mayor parte de su edad adulta en la pobreza, afectado de forúnculos y de enfermedades hepáticas, y que en una ocasión fue perseguido por las calles de Londres por la policía tras una noche de excesos tabernarios.

1.-

El desconocido

Un tren rechina lentamente por el valle del Mosela: inmensos pinos, viñedos en terrazas, preciosos pueblecitos, humo sereno en el cielo invernal. Un joven español que apenas puede respirar en un repleto camión de ganado, capturado cuando luchaba con la Resistencia francesa, cuenta los días y las noches mientras él y los demás prisioneros son trasladados inexorablemente desde Compiègne hasta el campo de exterminio nazi de Buchenwald. Al detenerse el tren en la estación, contempla el letrero: TRIER (Tréveris). De repente, desde el andén, un niño tira una piedra hacia la rejilla tras la cual se esconden los sentenciados pasajeros.
Así empieza la gran novela de Jorge Semprún sobre el Holocausto, El largo viaje, y nada de aquel viaje hacia la muerte —ni siquiera el conocimiento de los horrores que les aguardaban en Buchenwald— afecta de forma más agónica el corazón del narrador que ese niño cuando tira la piedra.
—¡Oh, dios, rediós, sandiós, mierda!… Es una mierda, el colmo de la estupidez, que sea Tréveris, precisamente —se lamenta.
—¿Por qué? —Pregunta un francés perplejo—. ¿Lo conocías?
—No, es decir, nunca he estado aquí.
—¿Pues conoces a alguien de aquí?
—Eso es, desde luego, eso es… —Es un amigo de la infancia, le explica. Pero en realidad está pensando en alguien anterior, un niño judío, nacido en Tréveris en las primeras horas del día 5 de mayo de 1818[*].
«Bienaventurado aquel que no tenga familia», decía quejumbroso Marx en una carta a Friedrich Engels de junio de 1854[1]. Tenía treinta y seis años y hacía tiempo que había cortado sus propias relaciones familiares. Su padre había muerto, al igual que tres de sus hermanos y una de sus cinco hermanas; otra hermana moriría dos años después, e incluso los supervivientes tuvieron muy pocas relaciones con él. Las relaciones con su madre fueron frías y distantes, entre otras cosas no menos importantes por haber tenido la poca consideración de vivir y privar de su herencia al rebelde heredero.
Marx era un judío burgués en una ciudad predominantemente católica, de un país cuya religión oficial era el protestantismo evangélico. Murió ateo y apátrida, habiendo dedicado su vida a predecir el derrocamiento de la burguesía y la disolución del Estado-nación. En este distanciamiento de la religión, de la estructura de clases y de la nacionalidad personificaba la alienación, a la que identificaba como maldición infligida por el capitalismo sobre la humanidad.
Tal vez este respetable alemán de clase media pueda parecer poco representativo de las masas oprimidas, pero su emblemática posición social no hubiese sorprendido al propio Marx, que creía que los individuos son un reflejo del mundo en el que viven. Su educación le enseñó todo lo que había que saber sobre la tiranía seductora de la religión, armándole con la elocuencia didáctica y con la confianza en sí mismo que le capacitase para exhortar a la humanidad a desprenderse de sus grilletes.
«Era un narrador de historias incomparable, excepcional[2] —explicó su hija Eleanor, en una de las pocas anécdotas que se conservan de la infancia de su padre—. He oído decir a mis tías que cuando era pequeño era terriblemente déspota con sus hermanas, sobre las que “cabalgaba” a toda velocidad por Markusberg en Tréveris, y lo que es peor, insistía en que se comiesen los “pasteles” que hacía con masa sucia y manos aún más sucias. Pero soportaban las “cabalgadas” y se comían los “pasteles” sin rechistar, a cambio de las historias que Karl les contaría como recompensa a su virtud». Más tarde —cuando las traviesas niñas se convirtieron en respetables mujeres casadas— fueron menos indulgentes hacia su caprichoso hermano. Luise Marx, que emigró a Sudáfrica, cenó una vez en su casa durante una visita a Londres. «No podía soportar que su hermano fuese dirigente de los socialistas —declaró otro de los invitados— e insistió, en mi presencia, en que ambos pertenecían a la respetada familia de un abogado que contaba con el cariño de toda la población de Tréveris[3]».
Los denodados esfuerzos de Marx para desprenderse de la influencia de la familia, la religión, la clase social y la nacionalidad nunca lograron por completo su objetivo. Cuando ya era un venerable anciano de grises barbas siguió siendo siempre el hijo pródigo, escribiendo cartas a diestro y siniestro a sus ricos tíos o tratando de congraciarse con primos lejanos dispuestos ya a redactar sus testamentos. A su muerte, encontraron en el bolsillo de su chaleco un daguerrotipo de su padre, que fue colocado en su ataúd y enterrado con él en el cementerio de Highgate.
Fue atrapado —aunque contra su voluntad— por la fuerza de su propia lógica. En un precoz trabajo escolar, Reflexiones de un joven sobre la elección de profesión, un Karl Marx de diecisiete años observaba que «no siempre podemos conseguir el puesto para el que creemos haber sido llamados; nuestras relaciones en la sociedad empiezan a establecerse, hasta cierto punto, antes de que estemos en situación de decidirlas[4]». Tal vez exagerase Franz Mehring, su primer biógrafo, al detectar el germen del marxismo en esta frase, pero no le faltaba razón. Incluso en plena madurez, Marx insistía en que los seres humanos no pueden aislarse o hacer abstracción de sus circunstancias sociales y económicas, o de la gélida impronta de sus antepasados. «La tradición de todas las generaciones muertas —escribió en El dieciocho de brumario de Luis Bonaparte— oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos[*]».
Uno de los antepasados de Marx por línea paterna, Joshue Heschel Lwow, había sido rabino de Tréveris ya en 1723, y el cargo se había convertido en una especie de sinecura familiar desde entonces. A su abuelo, Meier Halevi Marx, le sucedió Samuel, tío de Karl, como rabino de la ciudad. Aún más generaciones muertas habrían de añadirse por parte de Henriette, la madre de Karl, judía holandesa en cuya familia «los hijos habían sido rabinos durante siglos[5]», entre ellos, su propio padre. Como hijo mayor de una familia así, Karl no hubiera podido escapar de su propio y rabínico destino de no ser por esas «circunstancias sociales y económicas».
Al peso de las pasadas generaciones habría de añadirse la asfixiante tradición espiritual de Tréveris, la ciudad más antigua de Renania. Tal como Goethe observó, pesimista, tras una visita en 1793: «Dentro de sus muros está llena, mejor dicho, oprimida, por iglesias y capillas y claustros y colegios y edificios dedicados a las órdenes de caballería y a las órdenes religiosas, por no hablar de las abadías, cartujas e instituciones que la caracterizan, mejor dicho, que la cercan[6]». Sin embargo, en el período de anexión a Francia durante las guerras napoleónicas, sus habitantes habían estado expuestos a unos conceptos tan poco germánicos como la libertad de prensa, la libertad constitucional y —lo más significativo para la familia de Marx— la tolerancia religiosa. Aunque Renania se incorporó de nuevo a la Prusia imperial en el Congreso de Viena, tres años antes del nacimiento de Marx, aún perduraba el aroma seductor de la Ilustración francesa.
Hirschel, padre de Karl, era propietario de varios viñedos en la región del Mosela, y miembro moderadamente próspero de la educada clase media. Pero, además, era judío. Aunque nunca se llegaron a emancipar por completo bajo el dominio francés, los judíos renanos habían saboreado lo suficiente la libertad como para anhelarla en mayor medida. Cuando Prusia arrancó a Renania de las manos de Napoleón, Hirschel hizo una petición al nuevo gobierno para que pusiera fin a la discriminación legal contra él y sus «compañeros en la fe». Todo fue en vano: en 1812 se publicó un edicto prusiano contra los judíos, en el que se les excluía de los cargos públicos y de la práctica de las profesiones liberales. Como no quería aceptar las penalidades sociales y económicas que suponía ser un ciudadano de segunda clase, Hirschel nació de nuevo con el nombre de Heinrich Marx, alemán patriótico y cristiano luterano. Su judaísmo hacía mucho que era tan solo un accidente heredado, más que una fe profunda y sincera. («No recibí nada de mi familia —dijo—, excepto, debo confesar, el amor de mi madre»). Desconocemos la fecha de su bautismo, pero con seguridad ya se había convertido al nacer Karl: los registros oficiales nos muestran que Hirschel empezó a trabajar como abogado en 1815, y en 1819 quiso celebrar la nueva respetabilidad alcanzada por la familia trasladándose de su piso alquilado de cinco habitaciones a una casa de diez, con jardín, cerca de la antigua puerta romana de la ciudad, la Porta Nigra.
Tal vez el catolicismo hubiese sido la opción más lógica para lo que en esencia no era sino un matrimonio de conveniencia: la Iglesia de la que ahora era miembro tenía apenas 300 feligreses, en una ciudad cuya población rondaba los 11.400. Pero resulta que entre ellos se contaban algunos de los hombres más poderosos de Tréveris. Como ha observado un historiador: «Para el Estado prusiano, los miembros de su religión establecida representaban el núcleo sólido, fiable y leal en una Renania predominantemente católica y romana, y peligrosamente afrancesada[7]».
No es que Hirschel fuese inmune a los encantos galos: durante los años de dominio napoleónico había experimentado la influencia de las ideas liberales francesas en cuestión de política, religión, vida y arte, convirtiéndose en «un auténtico “francés” del siglo XVIII, que sabía citar de memoria a Voltaire y a Rousseau». También era miembro activo del Club Casino de Tréveris, donde los ciudadanos más cultos se reunían para mantener debates políticos y literarios. En enero de 1834, cuando Karl tenía quince años, Heinrich organizó un banquete en el club como homenaje a los diputados «liberales» de la Asamblea de Renania, recientemente elegidos, levantando una estruendosa ovación al brindar por el rey de Prusia, «con cuya magnanimidad estamos en deuda por las primeras instituciones de representación popular. En la plenitud de su omnipotencia, por propia voluntad ha dispuesto la convocatoria de las dietas para que la verdad logre alcanzar los peldaños de su trono».
Esta desmesura adulatoria hacia un rey débil y antisemita puede parecer sarcástica, y probablemente así fuese tomada por los más radicales de los allí reunidos. («La plenitud de su omnipotencia», en verdad). Pero Heinrich era completamente sincero; no era un revolucionario. No obstante, la mera alusión a la «representación popular», por muy cuidadosamente disfrazada que estuviese de adulación y moderación, fue suficiente para poner en guardia a las autoridades de Berlín: la ironía es a menudo la única arma que tiene el disidente en un país de censores y de informadores policiales, y a los agentes del Estado prusiano —siempre alertas— les encantaba detectar la sátira donde no la había. A la prensa local se le prohibió publicar el discurso. Tras una reunión del Club Casino, ocho días después, en la que los socios cantaron La Marsellesa y otros himnos revolucionarios, el gobierno sometió el edificio a vigilancia policial, reprendió al gobernador de la provincia por permitir estas reuniones de traidores y fichó a Heinrich Marx como agitador peligroso.
¿Qué pensaba su mujer de todo aquello? Es posible que él le hubiese ocultado la noticia. Henriette Marx no compartía las preocupaciones intelectuales de su marido: carecía de cultura —de hecho, apenas sabía leer— y sus intereses empezaban y terminaban en su familia, a la cual dedicaba todos sus desvelos. Admitía padecer un «exceso de amor materno», y en una de las pocas cartas a su hijo que se conservan —escrita cuando él estaba en la universidad— justifica ampliamente el diagnóstico: «Déjame decir, querido Carl, que jamás deberás considerar la limpieza y el orden como algo secundario, pues la salud y la alegría dependen de ellos. Sé estricto en que frieguen el suelo de tu cuarto con frecuencia y establece una hora determinada para que lo hagan; y por lo que a ti respecta, querido Carl, lávate una vez a la semana con esponja y jabón. ¿Cómo te las arreglas con el café, lo haces tú mismo? Cuéntame, por favor, todo sobre tu casa[8]». Esta imagen de la señora Marx como persona amable que se preocupa por todo fue confirmada por Heinrich: «Ya conoces a tu madre y cómo se preocupa…».
Después de independizarse, Karl tuvo muy poca relación con su madre, excepto cuando intentaba, casi nunca con éxito, engatusarla para conseguir dinero de la buena señora. Muchos años después, tras la muerte de Mary Burns, la compañera de Engels, Marx envió a su amigo una cruel carta de pésame: «Me están atosigando para que pague la cuenta del colegio, el alquiler… ¿Acaso el lugar de Mary no debería haberlo ocupado mi madre, que en cualquier caso es propensa a las enfermedades y cuya vida ya se ha alargado lo suficiente?»[9].
Karl Marx nació en el cuarto de arriba de una casa situada en el 664 de Brückergasse, una calle con mucho movimiento que baja haciendo curvas hasta el puente sobre el Mosela. Su padre había alquilado el edificio un mes antes y se trasladaron de allí cuando Karl tenía quince meses. A pesar de ello, su lugar de nacimiento, del que nada recordaba, fue comprado en abril de 1928 por el Partido Socialdemócrata Alemán y desde entonces ha sido un museo dedicado a su vida y su época, excepto durante un terrible período entre 1933 y 1945, en el que fue ocupado por los nazis y utilizado como sede de uno de sus periódicos de partido. Al concluir la guerra se enviaron cartas a muchas personas pidiendo dinero para reparar los daños causados por el salvajismo de los ocupantes hitlerianos. Una de las respuestas, fechada el 19 de marzo de 1947, procedía del secretario de relaciones internacionales del Partido Laborista británico: «Querido camarada: Siento que al Partido Laborista británico no le sea posible como organización apoyar a su comité internacional para la reconstrucción de la casa de Karl Marx en Tréveris, ya que sus fondos [para estos fines] están dedicados al mantenimiento de análogos monumentos de Karl Marx en Inglaterra. Un saludo fraternal, Denis Healey». Es probable que fuera cierto; pero los londinenses fracasarían en su intento si buscaran esos monumentos a los que, según Healey, se «dedicaban» los recursos del partido. A pesar de todo, al menos se conserva la casa. A unos cien metros se encuentra el lugar donde se levantaba la antigua sinagoga de Tréveris, a cuyo cargo estuvieron numerosos antepasados de Marx. Lo único que delata su presencia en la actualidad es un cartel fijado a una farola en la esquina de la calle: «Hier stand die frühere Trierer Synagoge, die in der Pogromnacht in November 1938 durch die Nationalsozialisten zerstört wurde».
Poco se conoce sobre los primeros años de la infancia de Karl Marx, aparte de su costumbre de obligar a sus hermanas a comer empanadas manchadas de barro. Al parecer, recibió enseñanza en su propia casa hasta 1830, fecha en que ingresó en la Escuela Superior de Tréveris, cuyo director, Hugo Wyttenbach, era amigo de Heinrich Marx y uno de los fundadores del Club Casino. Aunque luego Marx calificaría despectivamente a sus compañeros de colegio de «paletos de pueblo», los profesores en su mayor parte eran humanistas liberales, que hacían cuanto podían para civilizar a sus alumnos. En 1832, después de una concentración en Hambach en defensa de la libertad de expresión, la policía hizo una redada en el colegio, donde averiguó que la literatura sediciosa —entre ella, los discursos de la manifestación de Hambach— circulaba entre los alumnos. Uno de los chicos fue arrestado, y Wyttenbach fue sometido a estrecha vigilancia. Dos años después, a los profesores de matemáticas y de hebreo se les acusó de los despreciables y gravísimos crímenes de «ateísmo» y «materialismo» tras la famosa cena en el casino de enero de 1834. Para contrarrestar la influencia de Wyttenbach, las autoridades nombraron codirector a un lúgubre reaccionario de nombre Loers.
«Pensé que la posición del bueno de Herr Wyttenbach era extremadamente dolorosa —dijo Heinrich a su hijo tras asistir a la ceremonia de toma de posesión de Loers—. Casi se me saltan las lágrimas ante las ofensas infligidas a este hombre, cuyo único pecado es ser demasiado bondadoso. Hice cuanto pude para mostrarle la consideración en que le tengo y, entre otras cosas, le dije lo mucho que le aprecias…»[10]. Pero cuando Marx, para demostrar su aprecio, se negó a dirigirle la palabra al intruso conservador, se ganó la reprimenda de su padre. «Herr Loers no ha visto bien el que no le hicieses una visita de despedida —escribió Heinrich después de matricularse Karl en 1835—. Tú y Clemens [otro de los niños] fuisteis los únicos… Tuve que echar mano de una mentira piadosa y decirle que fuimos a verle un día que no estaba.»[11] Esta es la auténtica voz de Heinrich Marx, irritado pero tímido, descontento pero obediente, siempre dejando que un «no me atrevo» vaya en pos del «yo quisiera», como el pobre gato del cuento[*].
Su hijo, por el contrario, prefería siempre imitar al tigre en sus acciones[*]. «Las reformas sociales —escribió Karl Marx advirtiendo a la clase obrera para que no esperase filantropías del capitalismo— jamás se llevan a cabo gracias a las debilidades del fuerte; siempre es merced a la fortaleza del débil.»[12] Podría pensarse que él encarnaba este principio. Aunque su capacidad intelectual en raras ocasiones le falló, el cuerpo que habría de mantener esta tremenda fecundidad creativa era un recipiente verdaderamente débil. Podría decirse que al desafiar sus limitaciones físicas y sacar la fuerza de su propia debilidad, era como si hubiese decidido probar en su persona lo que propugnaba para el proletariado.
Incluso en el momento más vigoroso de su juventud —antes de que la pobreza, la falta de sueño, la mala alimentación, los excesos con la bebida y el tabaco le hubiesen pasado su inexorable factura— era una persona débil. «Nueve asignaturas me parecen excesivas y no me gustaría que hicieses más de lo que tu cuerpo y tu mente puedan aguantar[13]», le aconsejaba Heinrich Marx poco después de que, en 1835, su hijo de diecisiete años comenzase a estudiar en la Universidad de Bonn. «Al proveerte de alimento realmente saludable y vigoroso para tu mente, no olvides que en este miserable mundo siempre va acompañada por el cuerpo, del que depende el bienestar de toda la máquina. Un estudiante enfermizo es el ser más desgraciado de la tierra. Así pues, no estudies más de lo que tu salud te permita». Ni entonces ni nunca Karl hizo caso alguno; más tarde, a menudo trabajaba durante toda la noche, a base de cerveza barata y nauseabundos cigarros.
Con su habitual e impetuoso candor, el muchacho respondió que la verdad era que su salud no era muy buena, con lo que provocó otro serio sermón de su persistente padre. «Los pecados de juventud en toda diversión inmoderada o incluso dañina por sí misma acarrean su terrible castigo. Triste ejemplo de ello lo tenemos aquí en Herr Günster. Cierto, en su caso no es cuestión de vicios, pero fumar y beber han agravado sus problemas respiratorios y es probable que muera antes del verano[14]». Su madre, más preocupada que nunca, añadió su propia lista de mandamientos: «Deberás evitar todo aquello que empeore la situación, no te debes acalorar en exceso, no debes beber en exceso vino o café, ni comer cosas fuertes, con pimienta u otras especias. No deberás fumar ninguna clase de tabaco, ni trasnochar en exceso, y has de levantarte temprano. Ten cuidado de no coger frío y, querido Carl, hasta que te recuperes, no vuelvas a bailar[15]». Como se puede comprobar, Frau Marx no se andaba con bromas.
Poco después de cumplir dieciocho años, Marx fue eximido del servicio militar por sus problemas respiratorios, aunque tal vez exagerase la nota. (La sospecha de que fingía la enfermedad se ve confirmada en una carta de su padre en la que le aconseja cómo librarse del reclutamiento: «Querido Karl: Si puedes, haz lo posible para que te den certificados de médicos competentes y conocidos, no has de tener mala conciencia por ello… Pero para ser coherente, no fumes demasiado»). La supuesta incapacidad no le impidió disfrutar de las juergas estudiantiles. En un «Certificado de Estudios» oficial, emitido después de que Marx pasase un año en la Universidad de Bonn, a la vez que se alaban sus méritos académicos («excelente diligencia y atención»), advertía que «ha sido castigado con un día sin salir por perturbar la paz, por alboroto y ebriedad nocturnos… Posteriormente fue acusado de haber llevado armas prohibidas en Colonia. La investigación aún sigue su curso. No es sospechoso de participación en ninguna asociación prohibida de estudiantes[16]».
Las autoridades de la universidad no sabían de la misa la media. Era verdad que el Club de Poetas —al que se unió en el primer trimestre— no era una «asociación prohibida», pero tampoco era tan inocente como el nombre sugiere: los debates de poesía y retórica eran una tapadera para otras discusiones de carácter más sedicioso. «Tu pequeño club me gusta mucho más, como bien puedes comprender, que las reuniones en la cervecería», escribió Heinrich Marx, imaginando, feliz, que su hijo aprovechaba su tiempo al máximo en serios debates literarios.
En realidad, Marx también era aficionado a las tabernas. Era copresidente del Club de la Taberna de Tréveris, una asociación de unos treinta estudiantes universitarios de su ciudad cuyo objetivo fundamental era emborracharse con la máxima frecuencia y desenfreno posibles: después de una de estas correrías, el joven Karl fue detenido durante veinticuatro horas, aunque su encarcelamiento no impidió que sus amigos le llevaran más bebidas y juegos de naipes para aliviar su sentencia. En 1836 hubo una serie de peleas en las tabernas entre la banda de Tréveris y una pandilla de jóvenes del Borussia Korps, que obligaban a los estudiantes a arrodillarse y jurar lealtad a la aristocracia prusiana. Marx compró una pistola para defenderse de estas humillaciones, y cuando estuvo en Colonia, en abril, el «arma prohibida» le fue descubierta durante un registro policial. Heinrich Marx consiguió, mediante una carta de súplica a un juez de Colonia, que las autoridades no presentasen cargos. Dos meses después, tras otra trifulca con el Borussia Korps, Marx aceptó el desafío a batirse en duelo. El resultado de este enfrentamiento entre un miope empollón y un soldado experimentado era predecible, y tuvo suerte de salir parado con tan solo una pequeña herida sobre el ojo izquierdo. «¿Acaso el duelo está tan íntimamente relacionado con la filosofía?, —le preguntaba, desesperado, su padre—. No permitas que esta inclinación, y si no es inclinación, esta locura, arraigue. Al final, conseguirás privarte a ti y a tus padres de las mejores expectativas que la vida puede ofrecerte[17]».
Después de un año de «violentos altercados en Bonn», Heinrich Marx autorizó satisfecho el traslado de su hijo a la Universidad de Berlín, donde habría menos tentaciones extracurriculares. «Aquí no hay posibilidad de beber, de batirse en duelo o de hacer agradables excursiones en grupo —había comentado el filósofo Ludwig Feuerbach cuando estudió allí diez años antes—. En ninguna otra universidad se puede hallar una pasión tal por el trabajo… En comparación con este templo de laboriosidad, las otras universidades son como tabernas». No sorprende, pues, que Heinrich tuviese tantas ganas de firmar los impresos necesarios para permitir el traslado. «No solo concedo el permiso a mi hijo Karl Marx, sino que es mi deseo que ingrese en la Universidad de Berlín el próximo curso para continuar allí sus estudios de derecho…».
Las esperanzas de que el díscolo joven se concentrase ahora en sus estudios, sin distracciones, se truncaron bien pronto: Karl Marx se había enamorado.
El único amigo del colegio de Tréveris con el que Marx mantuvo contacto de mayor fue Edgar von Westphalen, un tipo afable y algo chiflado, un diletante con inclinaciones revolucionarias. Esta perdurable amistad no tenía nada que ver con las cualidades de Edgar, sino con su hermana, la encantadora Johanna Bertha Julie Jenny von Westphalen, a la que todos conocían como Jenny, y que sería la primera y única mujer de Karl Marx.
Ella era un buen partido. Al hacer una visita a su ciudad muchos años después, Karl escribió orgulloso a Jenny: «En todas partes y a todas horas me preguntan por la que fue “la niña más linda de Tréveris” y “reina del baile”. Ciertamente, es muy agradable para un hombre saber que su mujer es tenida como una “princesa encantada” en la imaginación de toda una ciudad[18]». Puede sorprender que una princesa de veintidós años perteneciente a la clase dirigente prusiana —hija del barón Ludwig von Westphalen— se enamorase de un tunante burgués y judío, cuatro años más joven, y no de un noble de uniforme lleno de entorchados y con rentas propias; pero Jenny era una chica inteligente y de ideas liberales que encontraba irresistible la arrogancia intelectual de Marx. Tras dejar plantado a su novio oficial, un respetable y joven alférez, comenzó a salir con Karl en las vacaciones de verano de 1836. Él estaba tan orgulloso que no podía reprimirse de presumir ante sus padres, pero la noticia se la ocultaron a la familia de Jenny durante casi un año.
A primera vista, las razones de este prolongado secreto son evidentes. El barón Ludwig von Westphalen, oficial de alta graduación del Real Gobierno Provincial Prusiano, era un hombre de doble linaje aristocrático: su padre había sido jefe de Estado Mayor durante la guerra de los Siete Años, y su madre, Anne Wishart, era escocesa, descendiente de los condes de Argyll. Un personaje de tan alta alcurnia difícilmente hubiese querido que su hija cargara con un descendiente, sin títulos, de un extenso linaje de rabinos.
Si nos detenemos un poco más, no obstante, la ocultación resulta más desconcertante; Von Westphalen no era ni un estirado ni un reaccionario. Después de un matrimonio convencional con una mujer de clase alta, que le dio cuatro convencionales hijos de clase alta —uno de los cuales, Ferdinand, sería luego el terriblemente tiránico ministro del Interior del gobierno prusiano—, el barón, en aquella época, estaba casado con Caroline Heubel, una sencilla y honrada hija de la clase media alemana, que fue la madre de Jenny y Edgar. (Su primera mujer, Lisette Veltheim, había muerto en 1807). Al no estar ya obligado a darse aires o a preocuparse por su situación social, el barón Ludwig había dado rienda suelta a los aspectos más naturales de su carácter culto, liberal y tolerante. Como protestante en una ciudad católica, podría haberse sentido como un intruso; sin embargo, simpatizaba con los marginados de la sociedad. En los informes oficiales que enviaba a Berlín, llamaba la atención hacia «la inmensa y cada vez mayor pobreza» de las clases bajas de Tréveris, aunque sin plantear sus causas o los posibles remedios. Era un ejemplar casi perfecto del conservador liberal de buenas intenciones, afligido por las privaciones de los pobres pero disfrutando de las comodidades de su propia situación.
De hecho, la suya era una situación parecida a la de Heinrich Marx. Ambos hombres se conocieron poco después de que Von Westphalen fuese destinado a Tréveris en 1816, y descubrieron que tenían muchas cosas en común, entre ellas su amor por la literatura y por la filosofía de la Ilustración. Aunque eran incondicionales monárquicos y patriotas, ambos propugnaban —sotto voce y con la máxima educación— tibias reformas que pudiesen suavizar los excesos del absolutismo prusiano. Al igual que Heinrich Marx, Ludwig von Westphalen se hizo socio del Club Casino, y, por tanto, recibió un trato de suspicaz cautela por parte de sus superiores en Berlín.
Las dos esposas nada tenían en común. Caroline von Westphalen era una anfitriona alegre y generosa, siempre dispuesta a organizar lecturas poéticas o soirées musicales; Henriette Marx era intolerante, incapaz de expresarse correctamente, y torpe en su comportamiento en sociedad. Para los hijos de los Marx, la casa de los Von Westphalen en la Neustrasse era un paraíso de luz y de vida. Sophie Marx y Jenny von Westphalen fueron amigas íntimas durante la mayor parte de su infancia: cuando Jenny, que contaba entonces cinco años, vio por primera vez a su futuro marido, este era aún un bebé. Al igual que su hermano, que era un año mayor que Karl, Jenny pronto cayó bajo el hechizo de este dominante niño de ojos oscuros («era un tremendo tirano») y nunca pudo escapar de su influjo.
También el barón comenzó a fijarse en el precoz compañero de juegos de sus hijos. Al contrario que su propio hijo, Edgar, el niño de los Marx tenía ansias de conocimiento y rapidez de inteligencia para absorberlo. En los largos paseos en mutua compañía, el anciano recitaba pasajes de Homero y de Shakespeare a su joven compañero. Marx llegó a saber de memoria muchos pasajes de Shakespeare, algo que supo aprovechar perfectamente, salpimentando sus escritos de madurez con oportunas citas y comparaciones tomadas de sus obras. «Su admiración por Shakespeare no tenía límites: estudió en detalle sus obras y conocía hasta los personajes menos importantes —recordaba Paul Lafargue, el yerno de Marx—. Toda su familia sentía verdadera veneración por el gran dramaturgo inglés; sus tres hijas se sabían de memoria muchas de sus obras. Cuando después de 1848 quiso perfeccionar sus conocimientos de inglés, el cual ya sabía leer, buscó y clasificó todas las expresiones originales de Shakespeare[19]».
Más adelante, Marx haría revivir esos felices momentos en compañía de Von Westphalen declamando pasajes de Shakespeare —y también de Dante y de Goethe— mientras llevaba a su familia a Hampstead Heath a pasar el domingo en el campo. «Los niños leen constantemente a Shakespeare[20]», le escribió en 1856 a Engels con gran orgullo de padre. Cuando tenía doce años, Jenny, la hija de Marx, comparaba a Wilhelm Pieper, antiguo secretario de su padre, con el Benedick de Mucho ruido y pocas nueces, en tanto que Laura, su hermana de once años, señalaba que Benedick era una persona de ingenio pero que Pieper era simplemente un payaso, «y, además, un payaso de poca monta». Durante los largos años de exilio en Londres, la única incursión de Marx en la cultura inglesa fue su asistencia ocasional al teatro para ver a Salvini y a Irving, los mejores actores en las obras del bardo. No es casualidad que una de las hijas de Marx, Eleanor, se dedicara al teatro, y otra, la pequeña Jenny, quisiese seguir el mismo camino. Como ha comentado el profesor S. S. Prawer, todos los miembros del hogar de los Marx estaban obligados a vivir «bajo un perpetuo aluvión de referencias a la literatura inglesa[21]». Siempre existía la cita adecuada para cada situación: para derrotar a un enemigo político, para dar vida a un árido texto de economía, para hacer más divertido un chiste familiar o para dar veracidad a una emoción intensa. En una carta de amor a su mujer, escrita trece años después de su boda, Marx revela de nuevo la indeleble influencia del barón Von Westphalen:
Estás ante mí, inmensa como la vida misma, y te levanto en mis brazos y te beso toda desde la cabeza a los pies y caigo de rodillas ante ti gritando: «Señora, te amo». Y en verdad te amo, con un amor mayor que el que jamás sintió el Moro de Venecia… ¿Quién de entre mis muchos calumniadores y enemigos de lengua viperina me ha reprochado jamás haber sido invitado para representar el papel de protagonista romántico en un teatro de segunda? Y, sin embargo, es verdad. Si estos bribones tuviesen dos dedos de frente, hubiesen podido representar «las relaciones sociales y de producción» a un lado, y al otro, a mí, a tus pies. Debajo hubieran escrito: «Miren este cuadro, y luego el otro[22]».
Esta última frase, como sabía Jenny perfectamente, era de Hamlet[*].
¿Por qué, pues, Karl y Jenny fueron tan reacios a informar a sus padres de su compromiso? Quizá Karl pensase que su diferencia de edad obraba en su contra: los matrimonios con mujeres mayores eran aún suficientemente raros como para parecer un crimen contra las leyes de la naturaleza. O tal vez temían que, a pesar de toda su generosidad de espíritu, el anciano intentaría disuadir a su adorada hija de empeñar su vida con un brillante pero imprevisible inconformista. La vida con Karl Marx nunca sería aburrida, si bien no era de esperar mucha estabilidad o prosperidad.
Aparte de Jenny von Westphalen, la pasión más importante de la juventud de Marx fue un filósofo ya desaparecido, G. W. F. Hegel. Siguió la misma un proceso análogo al de muchas relaciones amorosas: tímido recelo, al que sigue la emoción embriagadora del primer beso, tras lo cual viene el rechazo del amado al ir menguando el ímpetu juvenil del inicio. Pero siempre se le está agradecido por ser quien nos inicia en los secretos de la edad adulta. Mucho después de repudiar la filosofía de Hegel y de declarar su independencia intelectual, Marx hablaba con afecto del hombre que le hizo salir de la inocencia. Se había ganado el derecho de criticar a Hegel con la inquebrantable sinceridad de un amigo íntimo; los extraños no podían tomarse esas libertades.
«Critiqué hace casi treinta años el aspecto más oscuro de la dialéctica hegeliana, en una época en que aún estaba de moda —escribió en 1873—. Pero en el momento en que estaba trabajando en el primer volumen de El capital, los estúpidos, arrogantes, mediocres epígonos, que ahora hablan bien alto en la culta Alemania, a los que les encantaba tratar a Hegel del mismo modo que, en tiempos de Lessing, el valiente Moses Mendelssohn trataba a Spinoza, es decir, como un “perro muerto”. Por tanto, me confesé abiertamente discípulo del gran pensador, e incluso, aquí y allá, en el capítulo sobre la teoría del valor, coqueteé con los modos de expresión que le caracterizaban. El oscurecimiento que la dialéctica sufre a manos de Hegel en modo alguno le impide ser el primero que presenta la forma general en que actúa, de una manera consciente y completa[23].» Era muy extraño en Marx dedicar un halago así a alguien con el que estaba en desacuerdo: habitualmente, aquellos con los que se enfrentaba podían esperar ser condenados como bellacos y zopencos por los siglos de los siglos. Una excepción fue Heinrich Heine, ya que Marx creía que había que perdonar sus limitaciones a los grandes poetas; al parecer, seguía una regla análoga con los grandes filósofos, aunque no fuesen perfectos. Sin embargo, para los mediocres —poetastros, tontainas para la galería, zoquetes que se creían algo— ningún epíteto era suficientemente duro. Al ver a Hegel atacado por mentes inferiores, sabía perfectamente de qué lado ponerse.
En un aspecto aún estaba en deuda con el maestro, como admitió años después. Hegel utilizó un método radical para llegar a conclusiones conservadoras. Lo que Marx hizo fue mantener el marco dialéctico pero descartar la jerga oscurantista, del mismo modo que un hombre puede comprar una capilla desconsagrada y convertirla en una vivienda habitable y secular.
¿Qué es la dialéctica? Como cualquier niño de colegio puede comprobar con unos imanes —o si preferimos, cualquier agencia matrimonial—, los opuestos se atraen. Si no fuese así, el género humano se extinguiría. Las hembras se aparean con los machos y de su unión surge un nuevo ser que, con el tiempo, repetirá el proceso. No siempre, claro está, pero sí con la frecuencia necesaria como para asegurar la supervivencia y el progreso de la especie.
La dialéctica realiza una función muy parecida en la mente humana. Una idea, aislada, se encuentra en apasionada lucha con su antítesis, de lo cual surge la síntesis; esta, a su vez, se convierte en una nueva tesis, que será seducida debidamente por un nuevo amante maligno. De dos proposiciones equivocadas puede salir una verdadera; pero pronto, después de nacer, esa verdad se convierte en otro error que ha de ser sometido al mismo detallado escrutinio que sus antecesoras, y así sucesivamente. La propia vinculación de Marx con Hegel tenía mucho de proceso dialéctico, de la que surgió un niño aún sin nombre que habría de convertirse en el materialismo histórico.
Claro que estoy simplificando; pero hay que simplificar a Hegel, ya que, si no, gran parte de su obra permanecería impenetrablemente oscura. A los dieciocho años, el propio Marx, poco después de llegar a la Universidad de Berlín, se había burlado de su opacidad y ambigüedad en una serie de epigramas titulados Sobre Hegel:
Enseño las palabras inmensas en un encadenamiento caótico y diabólico; cada cual puede interpretarlas a su gusto, pues nada las fija dentro de límites estrechos, del mismo modo que no los tienen las palabras y los pensamientos que el poeta, inspirándose en las ondas que braman y las rocas escarpadas, dedica a su bien amada. En lo que el poeta, como yo, imagina, reconoce y experimenta, cada cual puede encontrar a su gusto el néctar reconfortante de la sabiduría, pues yo todo lo he revelado[24].
Marx incluyó este poema en un cuaderno de versos «dedicado a mi querido padre en ocasión de su cumpleaños como modesta prenda de cariño eterno». Al padre le tuvo que encantar saber que su hijo no había sucumbido a la epidemia de veneración por Hegel que estaba afectando a todas las instituciones del país. En una de sus cartas a Berlín, Heinrich prevenía a Karl contra la contagiosa influencia de los hegelianos, «los inmorales modernos que retuercen sus palabras hasta que ellos mismos no las oyen; que llaman a un torrente de palabras producto del genio por el hecho de estar vacío de ideas[25]».
Era poco probable que alguien tan absolutamente curioso y amigo de polémicas como Karl Marx pudiese resistirse mucho tiempo. Hegel había sido catedrático de filosofía en Berlín desde 1818 hasta su muerte en 1831, y cuando Marx se matriculó en la universidad, cinco años después, sus herederos intelectuales estaban aún disputándose la herencia. En su juventud, Hegel había sido un idealista defensor de la Revolución francesa, pero al igual que tantos radicales —de entonces y de ahora—, con la madurez se volvió acomodaticio y complaciente, creyendo que un hombre verdaderamente maduro debería reconocer «la necesidad objetiva y lo razonable del mundo tal como lo encuentra». El mundo en cuestión —el Estado prusiano— era una manifestación completa y definitiva de lo que él llamaba espíritu divino o idea (Geist). Con ello, nada quedaba a los filósofos para debatir. Cualquier cuestionamiento posterior del statu quo era completamente inútil.
Naturalmente, esta línea de argumentación le hizo muy popular entre las autoridades prusianas, que la esgrimían como prueba de que su sistema de gobierno no solo era inevitable, sino inmejorable. «Todo lo real es racional», había escrito Hegel; y como no había dudas de que el Estado era real, en el sentido de que existía, era, por tanto, racional e irreprochable. Los que defendían el aspecto más subversivo de sus primeras obras —los llamados Jóvenes Hegelianos— preferían citar la segunda parte de esa famosa máxima: «Todo lo que es racional es real». Una monarquía absoluta, respaldada por los censores y la policía secreta, era manifiestamente irracional y, por tanto, irreal, un espejismo o espectro que habría de desaparecer en cuanto alguien se atreviera a tocarlo.
Cuando estudiaba en la facultad de derecho de Berlín, Marx estuvo en primera fila de las disputas. Su profesor de filosofía del derecho era Friedrich Karl von Savigny, un insustancial y severo reaccionario que, aunque no era hegeliano, admitía que el desarrollo de las leyes y del gobierno de un país era un proceso orgánico que reflejaba el carácter y las tradiciones de sus pobladores. Desafiar el absolutismo prusiano era desafiar a la naturaleza: sería como exigir una reforma en la estructura de los robles, o la abolición de la lluvia. La postura contraria estaba representada por el regordete y simpático profesor de derecho penal Eduard Gans, hegeliano radical que creía que las instituciones deberían ser sometidas a la crítica racional y no a una veneración mística.
Durante su primer año en Berlín, Marx luchó por desoír las tentaciones de la filosofía: después de todo, se suponía que estaba estudiando derecho. Además, ¿acaso no había ya renegado del diabólico Hegel y de todas sus obras? En los momentos de ocio se entretenía escribiendo poesía lírica, pero solo logró «difusas e incipientes expresiones de los sentimientos, nada naturales, construido todo con cosas insustanciales, oposición absoluta entre lo que es y lo que debería ser, reflexiones retóricas en lugar de pensamientos poéticos…»[26]. (De la lucha con los demás, como diría W. B. Yeats, surge la retórica; de la lucha con nosotros mismos, surge la poesía). Luego se dedicó a redactar una filosofía del derecho —«una obra de unas 300 páginas»— y descubrió la misma y antigua distancia entre lo que es y lo que debería ser: «Lo que a mí me gustaba llamar metafísica del derecho, es decir, sus principios, reflexiones, definiciones y conceptos, [estaba] divorciado de todo el derecho real y de todas las formas reales del derecho». Peor aún, por haber fracasado al atravesar el abismo entre la teoría y la práctica, se vio incapaz de reconciliar la forma del derecho con su contenido. Su error —del que culpó a Savigny— «residía en mi creencia de que materia y forma pueden y deben desarrollarse con independencia la una de la otra, con lo que no obtenía una forma real, sino algo así como un escritorio con cajones en los que luego eché arena».
Sus esfuerzos no fueron por completo en vano. «En el curso de este trabajo —confesó— adquirí el hábito de hacer resúmenes de todos los libros que leía», un hábito que nunca abandonó. La lista de sus lecturas de esa época muestra la amplitud de esas exploraciones intelectuales: ¿quién, si no él, mientras redactaba una filosofía del derecho, creería provechoso estudiar a fondo la Historia del arte de Johann Joachim Winckelmann? Tradujo Germania de Tácito y Tristia de Ovidio, y «comencé a aprender inglés e italiano por mi cuenta, es decir, sin gramática». En el siguiente semestre, mientras devoraba decenas de libros de texto sobre procedimiento administrativo y derecho canónico, tradujo la Retórica de Aristóteles, leyó a Francis Bacon y «dediqué un tiempo considerable a Reimarus, a cuyo libro sobre los instintos artísticos de los animales apliqué mi mente con deleite».
Todo ello, sin duda, fueron buenos ejercicios para la mente; pero incluso los animales artísticos no lograron salvar su magnum opus. Abandonando, desesperado, el manuscrito de 300 páginas, el joven Karl retornó «a las danzas de las musas y a la música de los sátiros». Escribió deprisa y corriendo una corta «novela humorística», Escorpión y Félix, un torrente absurdo de fantasías y chanzas que, evidentemente, había escrito bajo el hechizo de Tristram Shandy, de Sterne. Sin embargo, contiene un pasaje que merece la pena citar:
Todo gigante… presupone un enano; todo genio, un ignorante retrógrado; y toda tormenta en el mar, el barro, y tan pronto como el primero desaparece, comienza el segundo, se sienta a la mesa, despatarrando arrogantemente sus largas piernas.
Los primeros son demasiado grandes para este mundo, y por ello son expulsados. Pero los segundos arraigan en él y permanecen, como los hechos demuestran, pues el champán deja un regusto repulsivo durante mucho tiempo, César, el héroe, deja tras él a actores, como Octavio, el emperador Napoleón y el rey burgués Luis Felipe[*]…
Ningún otro escritor anterior a Marx parece haber advertido el parecido entre este jocoso pensamiento y el famoso párrafo inicial de El dieciocho de brumario de Luis Bonaparte, escrito quince años después:
Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa. Caussidière por Danton, Louis Blanc por Robespierre, la Montaña de 1848 a 1851 por la Montaña de 1793 a 1795, el sobrino por el tío. ¡Y la misma caricatura en las circunstancias que acompañan a la segunda edición del 18 Brumario[27]!
Aparte de este sugerente eco, poco hay en Escorpión y Félix que nos haga dedicarle más tiempo; aún menos en Oulanem, un recargado drama en verso que rechina bajo el peso de la influencia de Goethe. Tras estos experimentos, Marx finalmente aceptó la muerte de sus aspiraciones literarias. «De repente, como si por un toque mágico —el toque fue al comienzo un golpe tremendo—, vislumbré el distante reino de la verdadera poesía como un lejano palacio de las hadas, y todas mis creaciones se desmoronaron y desaparecieron». El descubrimiento le costó más de una noche en vela y mucha angustia. «Había caído un telón, mi santo de los santos resultó destrozado por completo y había que instaurar nuevos dioses». Sufrió algún tipo de enfermedad orgánica y su médico le prescribió que se retirara al campo para tomarse un largo descanso. Alquiló una casa en la aldea de Stralau, junto al río Spree, en las afueras de Berlín.
En ese momento parece que sufrió algún ligero trastorno. Aún luchando por no hacer caso de los cantos de las sirenas de Hegel («cuyas grotescas y peligrosas melodías no me complacían»), escribió un diálogo de 24 páginas sobre la religión, la naturaleza y la historia, para descubrir, ante su sorpresa, que «mi última proposición era el principio del sistema hegeliano». Había caído en poder de su enemigo. «Durante unos días mi desconcierto me impedía por completo pensar; corría como loco por el jardín, junto a las sucias aguas del Spree, que “lava las almas y disuelve el té”. [Una cita de Heinrich Heine.] Incluso llegué a acompañar a mi casero a una cacería, hice una escapada a Berlín y quería abrazar a todos los vagabundos de las esquinas». Curiosamente, el propio Hegel había sufrido un ataque similar en la época en que estaba deshaciéndose de sus ideales y entrando en «la madurez». No es casualidad que tanto Hegel como Marx escribieran largo y tendido sobre el problema de la alienación, la enajenación de los humanos de ellos mismos y de su sociedad. Alienación era entonces, como ahora, sinónimo de locura o trastorno mental: por eso los psiquiatras eran conocidos como alienistas.
Durante su convalecencia —recuperando la salud mediante largos paseos, comidas regulares y durmiendo mucho—, Marx leyó a Hegel de cabo a rabo. Por medio de un amigo de la universidad, fue introducido en el Club de Doctores, un grupo de los Jóvenes Hegelianos que se reunían regularmente en el café Hippel de Berlín, y celebraban unas veladas marcadas por el debate, la algarabía y el alcohol. Entre sus miembros estaban el profesor de teología Bruno Bauer y el filósofo radical Arnold Ruge, que habrían de convertirse en colaboradores intelectuales de Marx, y, unos años más tarde, en enemigos declarados.
En la noche del 10 de noviembre de 1837, Marx escribió una larguísima carta a su padre, describiendo su conversión y las andanzas intelectuales que le habían conducido a ella. «Hay momentos en la vida —comenzaba— que son como puestos fronterizos que señalan la terminación de un período, pero que al mismo tiempo indican claramente una dirección nueva. En ese momento de transición nos sentimos obligados a contemplar el pasado y el presente con los ojos de águila del pensamiento, para tomar conciencia de nuestra verdadera posición. En verdad, la propia historia del mundo mira hacia atrás de esta manera y evalúa la situación…».
No hay aquí falsa modestia: a los diecinueve años ya se estaba probando sus ropas de hombre elegido por el destino, y vio que le quedaban perfectas. Ahora que había comenzado la siguiente etapa de la vida, quería erigir un monumento a lo que había dejado atrás: «¡Y dónde se podría encontrar un lugar más sagrado para ello que en el corazón de un padre, el juez más misericordioso, el defensor más íntimo, el sol del cariño cuyo cálido fuego se siente en la base más íntima de nuestros empeños!».
Los floridos halagos no le llevaron a ningún sitio. Heinrich ni fue defensor ni fue misericordioso cuando leyó, ante su creciente espanto, la historia completa de las aventuras intelectuales de su hijo. Tener a un hegeliano en la familia ya era vergüenza suficiente; peor aún era darse cuenta de que el chico había estado dilapidando su tiempo y su talento en la filosofía cuando debería haberse dedicado exclusivamente a obtener su título de derecho con las mejores calificaciones y un empleo lucrativo. ¿Acaso no tenía consideración para con sus sufridos padres? ¿Acaso no debía cumplir sus obligaciones para con Dios, que le había bendecido con unos dones naturales tan magníficos? Y qué decir de su responsabilidad hacia su futura esposa, «una muchacha que ha hecho un gran sacrificio, si consideramos sus sobresalientes méritos y su posición social, al abandonar su brillante situación y perspectiva por un futuro incierto y triste, encadenándose al destino de un hombre más joven». Incluso en el caso en que Karl no se preocupase en absoluto por su inquieta madre y por su achacoso padre, seguro que se sentía obligado a conseguir un futuro feliz y próspero para la preciosa Jenny; difícilmente podría conseguirlo sentado en un cuarto lleno de humo, empollando libros sobre animales artistas:
¡¡¡Dios mío de mi vida!!! Desorden, rancias correrías en todos los compartimentos del saber, calentarse la cabeza bajo una triste lámpara de aceite, carreras desenfrenadas en bata y con los cabellos descuidados, en lugar de correr desenfrenado con un vaso de cerveza; aislamiento antisocial con abandono de toda idea de decoro… ¡¿Acaso es aquí, en esta fábrica de inútil y absurda erudición, donde han de madurar los frutos con que alimentaros tú y tu amada, y la cosecha que recogerás, que ha de servir para cumplir tus sagradas obligaciones[28]?!
Esta dura reprimenda —que además es una perfecta descripción de los métodos de trabajo de Marx durante toda su vida— fue enviada en diciembre de 1837, cuando Heinrich ya estaba gravemente enfermo de tuberculosis. Parece el último y desesperado grito de un hombre que ha puesto toda su esperanza en la siguiente generación, para comprobar, con tristeza, que esas esperanzas se arrugan como si de papeles viejos se tratase. Intentando recobrarse a base de los puñados de pastillas recetadas por el médico, lanza sus cuitas a diestro y siniestro sobre el gandul de su hijo. Karl casi nunca contestaba las cartas de sus padres; jamás preguntó por su salud; había gastado 700 táleros del dinero de sus padres en un año, «mientras que los más ricos de sus compañeros gastaban menos de 500»; había debilitado su mente y su cuerpo persiguiendo abstracciones y «alumbrando monstruos»; nunca volvió a casa durante las vacaciones en la universidad, e hizo caso omiso de sus otros hermanos. Incluso Jenny von Westphalen, a la que hasta entonces había tenido en un altar, le afeó su conducta: «Apenas habías dejado atrás tus correrías de Bonn, apenas te habías deshecho de tus antiguos pecados (y en verdad que eran muchos) cuando, para nuestra consternación, aparecieron las punzadas del amor… Siendo aún tan joven te convertiste en un extraño para tu familia…». Cierto; pero esta letanía de reclamaciones poco sirvió para reunirles. Los padres de Karl le pidieron que visitara Tréveris unos días en las vacaciones de pascua de 1838; él se negó.
Lo cierto es que Marx había dejado atrás a su familia. La distancia entre ellos se puede medir en una carta de Heinrich, de marzo de 1837, en la que sugiere que Karl se dé a conocer escribiendo una oda heroica: «Debería ser a mayor gloria de Prusia y dar la oportunidad de conceder un papel al genio de la monarquía… Si se ejecuta en un espíritu patriótico y alemán, con un sentimiento profundo, esta oda sería suficiente para cimentar en ella una reputación». ¿De verdad pensaba el padre que su hijo quería glorificar a Alemania o a su monarquía? Tal vez no. «Solo puedo proponer, aconsejar —se lamenta—. Me has superado; en esta cuestión sabes más que yo, por lo que tengo que dejar que seas tú quien decidas lo que quieras[29]».
Heinrich Marx murió a los cincuenta y siete años, el 10 de mayo de 1838. Karl no asistió al entierro. El viaje desde Berlín hubiese sido demasiado largo, explicó, y tenía cosas más importantes que hacer.

2.-

El pequeño jabalí

Durante sus tres años en la Universidad de Berlín, Marx experimentó muchas dificultades económicas. La muerte de su padre significó el final de sus estipendios regulares, pero también alivió la presión paterna para que se dedicara a los estudios de derecho. «Sería estúpido —le aconsejaba Bruno Bauer— que se dedicara a una carrera práctica. La teoría es en la actualidad la más potente práctica, y somos absolutamente incapaces de predecir hasta qué inmenso grado se hará aún más práctica». La tarea de los Jóvenes Hegelianos era infiltrarse en la academia y establecer sus teorías como nueva doctrina imperante. Marx comenzó a trabajar en una tesis doctoral, que le posibilitase un puesto de profesor, con el tema Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro.
No podía haber elegido un momento menos propicio, ya que coincidió con una nueva y concienzuda purga de los discípulos de izquierdas de Hegel. Eduard Gans, el último hegeliano de la facultad de derecho, murió de repente en 1839, siendo reemplazado por el reaccionario y severo Julius Stahl. Poco después, el propio Bauer fue expulsado del departamento de teología y obligado a buscar refugio en la Universidad de Bonn. Ya en 1836, Bauer había afirmado, con cierta vehemencia, que la religión debería permanecer por encima de la crítica filosófica; y ahora proclamaba el ateísmo a los cuatro vientos. Instó a Marx para que continuase la tesis y se uniera con él en Bonn lo antes posible. Otro joven radical predijo que «si Marx, Bruno Bauer y Feuerbach se juntasen para fundar una revista teofilosófica, Dios haría bien en rodearse de todos sus ángeles y lamentar su suerte, ya que estos tres le expulsarían con seguridad de los cielos[1]». Por suerte para Dios, tenía amigos prusianos colocados en puestos clave. Tras la subida al trono de Federico Guillermo IV en 1840, se intensificó la persecución de disidentes, se impuso una estricta censura en todas las publicaciones y se puso fin a la libertad de cátedra.
Aislado en el poco hospitalario Berlín, Marx no volvió a molestarse en asistir a las clases. Durante el día permanecía en sus habitaciones, leyendo y escribiendo, y fumando; por las tardes charlaba y empinaba el codo con sus colegas del Club de Doctores, que procuraban mantener alta la moral reuniéndose casi a diario. Aunque su investigación sobre Epicuro y Demócrito pudiera parecer perfectamente inofensiva, sabía que no existía posibilidad de presentar su tesis ante los catedráticos de Berlín, sobre todo porque hubiera sido revisada por F. W. von Schelling, filósofo antihegeliano de toda la vida, que había ingresado en la universidad en 1841 por recomendación personal del nuevo rey para extirpar de raíz sus influencias malsanas. A pesar de la aparente aridez del tema, el estudio comparativo que hizo Marx entre Demócrito y Epicuro era en realidad un trabajo atrevido y original en el que se proponía demostrar que la teología ha de ceder el paso al conocimiento más elevado de la filosofía, y que el escepticismo ha de triunfar sobre el dogma. Su argumentación era arrojada como un guante en la primera página.
Siempre que una única gota de sangre fluya por su corazón conquistador del mundo y totalmente libre, la filosofía gritará continuamente a sus adversarios la máxima de Epicuro: «La impiedad no consiste en destruir a los dioses de la muchedumbre, sino en adjudicar a los dioses las ideas de la muchedumbre». La filosofía no lo oculta. La proclama de Prometeo —«En una palabra, odio a todos los dioses»— es su propia profesión, su propio lema contra todos los dioses del cielo y de la tierra que no reconozcan la propia conciencia del hombre como la máxima divinidad. Además de este, no ha de haber otro[2].
En el espíritu de beligerante transgresión que habría de caracterizar sus polémicas posteriores, Marx añadió un breve apéndice burlándose de la pérdida de la fe liberal de su propio tutor. Citando de un ensayo que Schelling había escrito más de cuarenta años antes —«Ha llegado la hora de proclamar a lo mejor de la humanidad la libertad de la mente, y no tolerar por más tiempo que se lamenten de la pérdida de sus grilletes»—, se preguntaba: «Si en 1795 ya había llegado la hora, ¿qué pasa en el año 1841?».
Schelling no tuvo oportunidad de contestar. En su lugar, Marx presentó su tesis en la Universidad de Jena, que tenía reputación de conceder los títulos sin retraso ni debate. Se vio obligado a incluir el certificado de estudios de Bonn (en el que se mencionan sus aventuras con la bebida y con las armas de fuego) y referencias de los vicerrepresentantes plenipotenciarios del gobierno real de la Universidad de Berlín, que no hallaron «nada especialmente negativo que señalar desde el punto de vista disciplinario», excepto que «en algunas ocasiones fue objeto de expediente por deudas». El decano de filosofía de Jena, el doctor Carl Friedrich Bachmann, decidió que esas faltas sin importancia podían ser pasadas por alto, ya que el trabajo sobre Demócrito y Epicuro «prueba su inteligencia y perspicacia, así como su erudición, por lo que considero al candidato especialmente apto». El 15 de abril de 1841, exactamente nueve días después de enviar su tesis a Jena, Karl Marx consiguió su título de doctor.
Herr Doktor Marx ya estaba preparado para lanzarse al mundo. No obstante, durante el siguiente año estuvo yendo y viniendo entre Bonn, Tréveris y Colonia, aparentemente sin saber muy bien qué hacer a continuación. Había dedicado su tesis «a su querido y paternal amigo, Ludwig von Westphalen… como prueba de amor filial», y durante varias visitas a Tréveris, significativamente, se olvidó de su propia madre, dedicando su tiempo al achacoso barón (que moriría en marzo de 1842) y a la paciente Jenny, cuya adoración de su «pequeño jabalí» era más intensa que nunca a pesar de sus prolongadas ausencias. «Mi pequeño corazón está lleno y rebosante de amor y anhelo y ardiente añoranza por ti, mi infinitamente amado —le escribió ella—. ¿Es cierto, verdad, que ya podemos casarnos?»[3] Claro que sí, accedió Marx, pero aún no había llegado el momento. Habrían de posponer la boda hasta que él hubiese encontrado un empleo remunerado, ya que su desdichada madre había dejado de mandarle su asignación y había retenido su parte de la herencia de Heinrich Marx.
En julio de 1841, Marx fue a vivir con Bruno Bauer en Bonn, donde los dos réprobos pasaron un sonado verano, para escándalo de la burguesía de la ciudad, emborrachándose, riéndose en la iglesia, galopando sobre asnos por las calles y (lo más subversivo) escribiendo una parodia anónima, La última trompeta del Juicio contra Hegel, el ateo y el Anticristo. A primera vista se trataba de una pía invectiva, supuestamente escrita por un cristiano devoto y conservador que quería demostrar que Hegel era un ateo revolucionario; pero pronto quedó claro su verdadero propósito, al igual que la identidad de los autores. Un periódico hegeliano comentó con complicidad que cualquier bauer («campesino» en alemán) comprendería el verdadero significado. Bruno Bauer fue expulsado de la universidad, y con él se esfumó la última oportunidad de Marx para hacer carrera docente.
«En unos cuantos días tengo que ir a Colonia —confesó Marx a Arnold Ruge, el filósofo hegeliano radical, en marzo de 1842—, ya que se me hace insoportable la proximidad de los catedráticos de Bonn. ¿Quién querría tener que hablar siempre con canallas intelectuales, con gente que estudia con el único propósito de encontrar callejones sin salida en cada rincón del mundo?»[4] Un mes después se lo pensó mejor: «He abandonado mi plan de establecerme en Colonia, pues la vida allí es demasiado ruidosa, y la abundancia de buenos amigos no conduce a hacer mejor filosofía… Así que Bonn seguirá siendo mi residencia de momento; después de todo, sería una pena si no quedase nadie aquí para que los santos se enojen con ellos[5]».
Con todo, resultaba difícil resistirse a la tentación de Colonia, ya que el «ruido» del que se quejaba sonaba curiosamente como un eco de las reuniones del Club de Doctores del café Hippel; la única diferencia era la calidad del alcohol. «Qué contenta estoy de que seas feliz —escribió Jenny a Karl en agosto de 1841— y de que bebieras champán en Colonia, y de que haya clubes hegelianos, y de que hayas estado soñando…»[6]. El champán parecía un lubricante más adecuado que la cerveza, la bebida favorita en Berlín: Colonia era la ciudad mayor y más rica de Renania, que a su vez era la región más avanzada, política e industrialmente, de Prusia, y los banqueros y hombres de negocios de la ciudad habían comenzado a moverse en favor de una forma de gobierno más adecuada a la economía moderna que el ya viejo y jadeante aparato de la monarquía absoluta y de opresión burocrática bajo el que trabajaban. Como señaló el propio Marx con bastante frecuencia en años posteriores, el carácter de la sociedad está determinado por sus formas de producción; ahora que el capitalismo industrial se había establecido, en los bares de Colonia se hablaba de que tras ello vendrían la democracia, la prensa libre y la unificación de Alemania. No sorprende, pues, que la ciudad fuese como un imán para pensadores heréticos y bohemios descontentos que ofrecían sus vastos conocimientos a cambio del conocimiento de la riqueza que ofrecían los magnates. Fruto de esta unión fue la Rheinische Zeitung, una publicación liberal fundada en el otoño de 1841 por un grupo de ricos fabricantes y financieros (incluido el presidente de la Cámara de Comercio de Colonia) para desafiar al aburrido y conservador Kölnische Zeitung.
Con la ventaja que da saber lo que pasó después, era absolutamente inevitable que Marx escribiera para la gaceta y que pronto se ganase la reputación de principal protagonista. Pero aunque el marxismo a menudo ha sido caricaturizado como doctrina de «la indefectibilidad de la historia», él sabía muy bien que los destinos de cada uno no están predeterminados, si bien tendía a minusvalorar la importancia del azar y de las coincidencias en la conformación de una vida. ¿Qué habría pasado si Bruno Bauer no hubiese sido expulsado del mundo académico? ¿Qué habría pasado si el doctor Marx hubiese conseguido un cargo universitario en lugar de ser obligado —en ausencia de nada mejor— a expresar su inquieta inteligencia por medio del periodismo?
El azar pudo haber contribuido a determinar su destino; pero fue un azar que él buscó. Fue uno de esos puestos fronterizos que señalan el territorio inexplorado que hay más allá. Hegel le había servido para sus fines, y desde que partió de Berlín, el pensamiento de Marx había ido evolucionando desde el idealismo al materialismo, desde lo abstracto a lo real. «Como toda verdadera filosofía es la quintaesencia intelectual de su época —escribió en 1842—, ha de llegar el día en que la filosofía no solo internamente, por su contenido, sino también externamente, por su forma, se ponga en contacto y actúe recíprocamente con el mundo real de su tiempo[7]». Había llegado a despreciar los argumentos nebulosos y confusos de aquellos liberales alemanes «que piensan que a la libertad se la honra colocándola en el firmamento estrellado de la imaginación en vez de sobre el terreno firme de la realidad[8]». Gracias a estos astrales soñadores, la libertad en Alemania no había sido más que una fantasía sentimental. La nueva dirección de su pensamiento requeriría, desde luego, otro exhaustivo curso de autoaprendizaje, pero esto no era óbice alguno para tan insaciable autodidacta.
Redactó su primer trabajo periodístico en febrero de 1842, cuando visitaba en Tréveris al barón Von Westphalen, a punto de morir, y se lo envió a Arnold Ruge a Dresde, para que lo publicara en su nuevo periódico de los Jóvenes Hegelianos, los Deutsche Jahrbücher. El artículo era una brillante polémica contra las últimas instrucciones de censura promulgadas por el rey Federico Guillermo IV, y como suprema pero no intencionada paradoja, fue prohibido inmediatamente por el censor. Los Deutsche Jahrbücher fueron cerrados unos meses más tarde por orden del Parlamento federal.
Protestando por «la repentina llegada de la censura sajona», Marx esperaba tener más suerte en Colonia, donde varios de sus amigos ya colaboraban en la Rheinische Zeitung. El director, Adolf Rutenberg, era un borrachín, miembro del Club de Doctores (y cuñado de Bruno Bauer), pero como habitualmente estaba bajo los efluvios etílicos, la responsabilidad de sacar adelante la gaceta recaía casi por completo en Moses Hess, un rico y joven socialista. Posteriormente, Moses Hess se convertiría en un encarnizado enemigo, al igual que casi todos los amigos de Marx, pero en esa época su actitud hacia el combativo joven era reverencial. En estos términos escribía a su amigo Berthold Auerbach:
Es una persona excepcional, que me ha producido una profunda impresión a pesar de la gran similitud de nuestros campos. Dentro de poco habrás de conocer al mayor —tal vez el único genuino— filósofo de esta generación. Cuando haga manifestaciones públicas, en forma escrita o en las salas de conferencias, va a atraer la atención de toda Alemania… El doctor Marx (así se llama mi ídolo) es aún muy joven (no más de veinticuatro años). Será él quien dé a la religión y a la filosofía medievales su tiro de gracia; reúne en su persona el máximo rigor filosófico con el ingenio más mordaz. Imagínese a Rousseau, Voltaire, Holbach, Lessing, Heine y Hegel fundidos en una sola persona —digo fundidos y no yuxtapuestos—, y tendremos al doctor Marx[9].
Marx produjo el mismo efecto en casi todos aquellos que le conocieron en esta época. Aunque los miembros del Club de Doctores de Berlín y del Círculo de Colonia eran ocho o diez años mayores que él, la mayoría le trataban como si fuese mayor que ellos. Cuando Friedrich Engels llegó a Berlín para hacer el servicio militar, pocos meses después de la partida de Marx, vio que el joven renano ya era toda una leyenda. En un poema escrito en 1842, Engels hace una vívida descripción de su futuro colaborador —al que aún no había conocido— basándose por entero en los admirados recuerdos de sus colegas intelectuales:
¿Quién llega a continuación con salvaje ímpetu?
Un individuo moreno de Tréveris, un verdadero monstruo.
Ni brinca ni salta, pero se mueve a saltos y brincos,
Despotricando en voz alta. Como si para agarrar y tirar hacia
La Tierra la espaciosa tienda de lo alto de los cielos,
Abriese sus brazos en dirección del firmamento.
Agita su malvado puño, despotrica con aire frenético,
Como si diez mil demonios le sostuvieran por los cabellos[10].

Es cierto que era de tez morena (de ahí el mote que no perdió en toda su vida, «el Moro»), acentuado el efecto por un pelo abundante y negro que parecía salir casi de cada poro de sus mejillas, brazos, oídos y nariz.
Es fácil pasar por alto lo obvio, por lo que tal vez a ello se deba que tan pocos de los que han escrito sobre Marx[11] han advertido lo más evidente: que, como Esaú, era un hombre hirsuto. En los recuerdos de los que le conocieron, sin embargo, el imponente efecto de su magnífica melena se menciona una y otra vez. Esto es lo que decía en 1842 Gustav Mevissen, un empresario de Colonia, accionista de la Rheinische Zeitung: «Karl Marx de Tréveris era un poderoso hombre de veinticuatro años, cuyo espeso pelo negro le salía de sus mejillas, brazos, nariz y orejas. Era dominante, impetuoso, apasionado, lleno de una ilimitada confianza en sí mismo…». Oigamos también al poeta George Herwegh, que conoció a Marx en París: «Un exuberante cabello negro ensombrecía su frente. Estaba perfectamente adecuado para desempeñar el papel de último de los escolásticos». Y a Pável Annenkov, que conoció a Marx en 1846: «Tenía un aspecto extraordinario. Tenía una mata de negrísimo pelo y sus manos eran velludas… parecía un hombre con el derecho y la capacidad de imponer respeto». O a Friedrich Lessner: «Su frente era ancha y bien formada, su cabello espeso y negro como el carbón… Marx era un líder natural del pueblo». Y dice Carl Schurz: «Este hombre fornido, con amplia frente, pelo y barba negras y ojos oscuros y chispeantes, atraía inmediatamente la atención de todos. Tenía fama de haber adquirido un gran conocimiento…». Wilhelm Liebknecht, en un escrito de 1896, aún temblaba al recordar el momento, hacía medio siglo, cuando por primera vez tuvo que «soportar la mirada de aquella cabeza leonina con su melena negra como el azabache».
Esta aparentemente descuidada exuberancia era algo perfectamente deliberado. Tanto Marx como Engels comprendieron el poder de los cabellos, como demostraron en una socarrona nota al margen a la mitad de su panfleto sobre el poeta y crítico Gottfried Kinkel, escrito en 1852:
Londres proveyó al muy venerado hombre de un nuevo y complejo foro en el que recibir aún más aclamación. No lo dudó: tendría que ser el nuevo león de la temporada. Con ello en mente se abstuvo de momento de toda actividad política y se retiró a la reclusión de su casa para que le creciera la barba, sin la que ningún profeta puede tener éxito[12].
Tal vez por la misma razón, Marx se dejó patillas en la universidad, cuidándolas con orgullo durante toda su vida hasta que fueron tan tupidas como un rebaño de ovejas. (Un espía prusiano en Londres, en un informe de 1852 a sus jefes de Berlín, creyó importante mencionar que «no se afeita en absoluto»).
También Friedrich Engels parece que formuló una teoría política del pelo facial, siendo muy joven. «El pasado domingo tuvimos una noche de los bigotes —escribió un Engels de diecinueve años a su hermana en 1840—. He enviado una circular a todos los muchachos capaces de dejarse bigote, diciendo que era hora de horrorizar a todos los ignorantes, y de que no había mejor forma que dejarse bigote. Todos aquellos con valor suficiente para desafiar a los mamarrachos e hipócritas y con pelo en el bigote deberían firmar. Pronto conseguí una docena de bigotes y, posteriormente, el 25 de octubre, cuando nuestros bigotes ya tenían un mes, se proclamó el día del bigote[13]». Esta fiesta capilar, celebrada en el sótano del ayuntamiento de Bremen, concluyó con un brindis desafiante:
Con el apurado más sutil
Los gaznápiros eluden
El pelo varonil.
Como no somos gaznápiros, ¡muchachos!
Dejemos florecer nuestros mostachos[*].

Aunque luego le crecería el pelo por las mejillas y el mentón, la barba rala de Engels no era competencia para el magnífico plumaje marxista. La imagen de Karl Marx, tan familiar en virtud de los carteles, pancartas revolucionarias y bustos heroicos —y la famosa lápida del cementerio de Highgate—, perdería gran parte de su resonancia icónica sin esa aureola crespa.
Marx no era demasiado buen orador —tenía un ligero defecto al pronunciar, y el áspero acento renano a menudo hacía que le entendiesen mal—, pero la mera presencia de este hirsuto jabalí era suficiente para estimular o intimidar a su auditorio. El historiador Karl Friedrich Köppen, un habitual del Club de Doctores, se sentía paralizado siempre que estaba en compañía de Marx. «De nuevo vuelvo a tener pensamientos propios —escribió poco después de que su temible amigo hubiese dejado Berlín en 1841—, mis propias ideas (por así decir), en tanto que las anteriores que tuve procedían de un lugar alejado, concretamente de la Schützenstrasse [donde vivía Marx]. Ahora puedo volver a trabajar realmente, y estoy encantado de caminar entre absolutos idiotas sin sentirme yo mismo uno de ellos…». Después de leer un artículo de Bruno Bauer sobre la política del cristianismo, Köppen le escribió a Marx: «Sometí esta idea a examen policial y le pedí el pasaporte, tras lo cual observé que también emanaba de la Schützenstrasse. Así que eres un completo almacén de ideas, una fábrica perfecta, o (en argot berlinés) tienes cerebro de empollón[14]».
Cuando Marx empezó a trabajar para la Rheinische Zeitung, sus colegas se dieron cuenta de que su inquieto espíritu intelectual se manifestaba también en un despiste encantador. Al periodista Karl Heinzen le gustaba observar a Marx, sentado en la taberna, mirando con sus ojos miopes el periódico con el café de la mañana a su lado, «y de pronto se iba a otra mesa a buscar periódicos que no había; o cuando fue al censor para protestar porque le cortaron un artículo y en lugar del artículo en cuestión se metió en el bolsillo otro periódico y un pañuelo, y salió disparado[15]».
Igualmente atractiva, para los estómagos más resistentes, era la afición de Marx por la juerga y por la gresca. Heinzen describe una noche cuando tuvo que llevar a Marx a casa tras varias botellas de vino:
Tan pronto llegué a la casa, cerró las puertas, escondió la llave y se burló de mí, diciendo que era su prisionero. Me pidió que subiera con él a su estudio. Cuando llegamos, me sentó en el sofá para ver lo que este maravilloso excéntrico era capaz de hacer. Inmediatamente se olvidó de que yo estaba allí, se sentó a horcajadas en una silla con la cabeza inclinada sobre el respaldo y empezó a declamar en tono cantarín y con gran potencia, mitad triste mitad burlón: «¡Pobre teniente, pobre teniente! ¡Pobre teniente, pobre teniente!». La lamentación se refería a un teniente prusiano al que «corrompió» enseñándole la filosofía de Hegel…
Después de compadecerse durante un rato del teniente, se levantó de pronto y descubrió de repente que yo estaba en la habitación. Se acercó a mí, trató de hacerme comprender que me tenía en su poder y, con una malicia que recordaba más a un diablillo que al pretendido demonio, comenzó a atacarme con amenazas y coscorrones. Le pedí que parase, porque iba contra mis principios pagarle con la misma moneda. Como no se detuvo, le hice una seria advertencia de que o paraba o se arrepentiría, y como tampoco esto surtió efecto, me vi obligado a empujarle a una esquina de la habitación. Cuando se levantó le dije que pensaba que era un pesado, y le pedí que abriera la puerta de la calle. Entonces le llegó su turno para sentirse triunfante. «Vete a casa, pues, hombre fuerte —se burló, esbozando una sonrisa muy cómica. Era como si estuviese recitando las palabras de Fausto—, hay un prisionero en el interior…». Al menos, el aire era parecido, aunque su mala imitación de Mefistófeles hizo que la situación fuese cómica en extremo. Al final le advertí que si no me abría la puerta, la abriría de todas formas y él habría de pagar los daños. Como solo respondió con sonrisas burlonas, bajé, desencajé la puerta y le grité desde la calle que debería cerrar la puerta para que no entraran los ladrones. Embobado de la sorpresa de que hubiese escapado de su hechizo, se asomó por la ventana y me miró fijamente con sus pequeños ojos, como si de un duende borracho se tratase.
Las consecuencias se veían venir: unos años después, Marx denunció a Heinzen por patán e ignorante («soso, pretencioso, fanfarrón, fantoche») y a su vez fue acusado por su antiguo prisionero de «egoísta de poca confianza». Luego entró Engels en liza, llamando a Heinzen «la persona más estúpida del siglo[16]», amenazándole con darle una paliza; Heinzen replicó que «un frívolo aficionado» como él no era capaz de asustarle. Y así siguieron las cosas indefinidamente. Todavía en 1860, después de emigrar a Estados Unidos, Heinzen les guardaba rencor, describiendo a Marx en un artículo como un cruce de gato y mono, sofista, simple aficionado, mentiroso e intrigante, que destacaba por su complexión amarillenta y sucia, su pelo negro alborotado, ojos diminutos poseídos por «el espíritu del fuego maligno», nariz respingona, labio inferior anormalmente grueso, una cabeza que sugería de todo menos nobleza o idealismo y un cuerpo siempre vestido con trapos sucios.
Muchas veces Marx fue acusado de ser un bravucón intelectual, especialmente por parte de aquellos que caían bajo la fuerza de sus invectivas. (Una de sus diatribas contra Heinzen, publicada en 1847, alcanza casi las 30 páginas). Sin duda le encantaba su talento para la violencia verbal. Su pluma, como señaló con admiración un amigo, era lo que el stylus era originariamente en manos de los romanos: un instrumento afilado de acero, para escribir y para apuñalar. «La pluma es la daga que ha de llegar certera al corazón[17].» Heinzen, más que una daga, pensaba en una batería de artillería —lógica, dialéctica, conocimientos— utilizada para aniquilar a cualquiera que no estuviera totalmente de acuerdo con él. Marx, decía, quería «matar mosquitos a cañonazos». Sin embargo, no se puede admitir la acusación de bravucón. Marx no era cobarde, y no se dedicaba a atormentar a aquellos que no podían contraatacar: su elección de las víctimas revela una valiente temeridad, que explica por qué pasó la mayor parte de su vida adulta en el exilio y en aislamiento político.
Como prueba de ello, no hay que buscar más allá de su primer artículo para la Rheinische Zeitung, publicado en mayo de 1842, en el que hace una fulminante exégesis de los debates de la Asamblea Provincial Renana sobre la libertad de prensa. Naturalmente, criticaba la opresiva intolerancia del absolutismo prusiano y de sus sicarios; aunque ya no nos sorprende, sí resulta valiente. Sin embargo, con el exasperado grito de «¡Dios me libre de mis amigos!», era aún más cáustico sobre la oposición liberal. En tanto que los enemigos de la libertad de prensa se movían en virtud de una emoción patológica que aportaba sentimiento y convicción a sus absurdos argumentos, «los defensores de la prensa en esta Asamblea no tienen en conjunto relación real con lo que están defendiendo. Nunca han considerado la libertad de prensa como necesidad vital. Para ellos es una cuestión racional, en la que el corazón no desempeña papel alguno». Citando a Goethe —que había dicho que un pintor solo puede tener éxito al representar un tipo de belleza femenina al que haya amado al menos un ser humano—, Marx propugnaba que la libertad de prensa tenía también su belleza, a la cual es preciso haber amado para poder defenderla. Pero los llamados liberales de la Asamblea parecían llevar unas vidas plenas y felices aun cuando la prensa estuviese prisionera.
Habiéndose hecho enemigos tanto dentro del gobierno como en la oposición, pronto se volvería hacia sus propios colegas. Georg Jung, un prestigioso abogado de Colonia relacionado con la Rheinische Zeitung, pensaba de él que era «un revolucionario diabólico», y a los jóvenes turcos que trabajaban en la gaceta se les abrió el mundo cuando Marx en octubre de 1842 fue nombrado director. Sufrirían una decepción. Planteó la política oficial del periódico en forma de réplica a la Augsburger Allgemeine Zeitung, que había acusado a su rival de coquetear con el comunismo:
La Rheinische Zeitung, que ni siquiera admite que las ideas comunistas en su forma actual posean incluso realidad teórica, y por tanto menos aún puede desear su realización práctica, o ni siquiera considerarlo posible, someterá estas ideas a una profunda crítica… Escritos como los de Leroux, Considérant, y sobre todo las agudas obras de Proudhon, no se pueden criticar basándose en destellos superficiales del pensamiento, sino tras un largo y profundo estudio[18].
Sin duda, tenía un ojo puesto en el censor; y en los accionistas de la gaceta, capitalistas burgueses sin excepción. Pero en el fondo, lo pensaba. A Marx le disgustaba la postura de colegas como el borrachín de Rutenberg (que aún seguía trabajando en la redacción, aunque su trabajo consistía principalmente en poner signos de puntuación) o Moses Hess. Aún más le irritaban las gracias de los bromistas Jóvenes Hegelianos de Berlín, que ahora se llamaban a sí mismos «los Libres», y que hacían honor al nombre criticando libremente todo —el Estado, la Iglesia, la familia—, haciendo ostentosamente del libertinaje toda una tarea política. Los consideraba tediosos y frívolos propagandistas de sí mismos. «Hemos de repudiar con la máxima resolución a los camorristas y provocadores, en un momento que exige personas serias, valientes y sensatas para conseguir sus elevadas metas», manifestó a sus lectores.
Por supuesto, había en esto un punto de hipocresía: tal como atestiguan sus compañeros de juerga de Colonia, él mismo no siempre era serio ni sensato, y la solemne condena de los métodos publicitarios para captar la atención no casaban bien con un hombre que, solo unos meses antes, había montado el escándalo por las calles de Bonn a lomos de un asno. Pero al asumir la responsabilidad de la dirección, había logrado centrarse de forma extraordinaria: las bromas de juventud ya no eran admisibles. La fuente más persistente de problemas era Eduard Meyen, a la cabeza de la camorrista camarilla berlinesa, que enviaba «montañas de escritos, llenos de revolución y vacíos de ideas». Durante la dirección débil y falta de rumbo de Rutenberg, Meyen y su grupo habían considerado a la Rheinische Zeitung su propio patio de recreo. El nuevo director había dejado claro que no iba a tolerar por más tiempo que la gaceta se empapara de vacua verborrea. «Considero inapropiado, inmoral incluso, tratar de introducir de tapadillo las doctrinas comunistas y socialistas, y por tanto una nueva visión del mundo, en unas críticas teatrales sin importancia, etc. —escribió—. Demando un debate más profundo, completamente diferente, del comunismo, en el caso de que sea verdaderamente necesario[19]».
La propia capacidad de Marx para debatir sobre el comunismo se veía dificultada por el hecho de que no sabía nada de esta doctrina. En sus años de estudios académicos había aprendido toda la filosofía, la teología y el derecho que probablemente iba a necesitar en toda su vida, pero en política y economía aún era un neófito. «Siendo redactor de la Rheinische Zeitung, me vi por vez primera en el difícil trance de tener que opinar acerca de los llamados intereses materiales[20]».
Su primera incursión en este territorio inexplorado fue una larga crítica de la nueva ley sobre los robos de leña en los bosques privados. Según una antigua costumbre, a los campesinos se les permitía recoger ramas caídas para encender fuego, pero a partir de entonces, todo aquel que cogiese una simple ramita podía enfrentarse a una sentencia de cárcel, y, lo que era aún más escandaloso, el transgresor tenía que pagar al propietario del bosque lo que este estimase como valor de la leña. Este robo legalizado obligó a Marx a pensar por primera vez en las cuestiones de clase, en la propiedad privada y el Estado. También le permitió ejercitar su talento para echar por tierra, con su propia lógica, una argumentación carente de ella. Al informar sobre un comentario hecho por uno de los patanes aristócratas de la asamblea provincial —«Precisamente porque el hurto de leña no se considera robo es por lo que ocurre con tanta frecuencia.»— continuó de forma demoledora con su característica forma de reductio ad absurdum: «Por analogía, el legislador podría haber llegado a la misma conclusión: como las bofetadas no se consideran asesinato, por eso se han hecho tan frecuentes. Por tanto, debemos decretar que la bofetada es asesinato[21]».
Tal vez esto no fuese comunismo, pero era suficientemente transgresor como para preocupar a las magistraturas prusianas, sobre todo porque la circulación y la reputación del periódico estaban creciendo rápidamente. «No se imaginen que en la región del Rin vivimos en una especie de El Dorado político —escribió Marx a Arnold Ruge, cuyo Deutsche Jahrbücher había sufrido un implacable ataque de las autoridades de Dresde—. Para sacar adelante una gaceta como la Rheinische Zeitung se requiere la más inquebrantable persistencia[22].» Durante la mayor parte de 1842, el censor permanente de la gaceta fue Laurenz Dolleschall, un estulto oficial de policía que una vez había prohibido un anuncio de la Divina Comedia de Dante basándose en que «lo divino no tenía que ser tema para una comedia». Tras recibir todas las noches las pruebas, tachaba los artículos que no entendía (la mayoría), tras lo cual el director pasaba varias horas persuadiéndole de su inocuidad, mientras los impresores tenían que esperar hasta altas horas de la noche. A Marx le gustaba citar los angustiados gemidos de Dolleschall siempre que sus superiores le reprendían por haber publicado alguna maldad: «¡Me juego el pan de mis hijos!». Casi podemos sentir pena del desventurado y servil funcionario, ya que todo censor con la suficiente mala pata para tener que bregar con Karl Marx todos los días bien podía llegar a la conclusión de que la suerte del policía no era nada envidiable. Un relato de Wilhelm Blos, un periodista de izquierdas, nos muestra el calvario por el que tenía que pasar Dolleschall:
Una noche, el censor había sido invitado, junto con su mujer y su hija casadera, a un gran baile que ofrecía el gobernador de la Provincia. Antes de salir tenía que terminar sus trabajos de censura. Pero precisamente esa noche las pruebas no llegaron a la hora acostumbrada. El censor esperó y esperó, porque no podía dejar a un lado sus tareas oficiales, a pesar de lo cual tenía que hacer acto de presencia en el baile del gobernador, aparte de las posibilidades que se le abrirían a su núbil hija. Eran ya cerca de las diez, el censor estaba extremadamente nervioso y mandó por delante a su mujer y a su hija a casa del gobernador, y envió a su sirvienta a la imprenta a recoger las pruebas.
La sirvienta volvió con la información de que la imprenta estaba cerrada. El perplejo censor fue en su coche a la casa de Marx, que estaba bastante lejos. Eran ya casi las once. Después de llamar mucho tiempo a la campana, Marx asomó la cabeza por una ventana del tercer piso.
—¡Las pruebas! —gritó el censor mirando hacia arriba.
—¡No hay! —gritó Marx hacia abajo.
—Y bien…
—¡No salimos mañana!
Tras lo cual Marx cerró de un golpe la ventana. El enfado del censor, ante la tomadura de pelo, hizo que se tragara sus propias palabras. Desde entonces, se portó con la mayor cortesía[23].
Al contrario que sus empleados, el gobernador de la Provincia que ofrecía el baile, Oberpräsident Von Schaper, se quejó en noviembre de que el tono del periódico «se iba haciendo cada vez más insolente» y exigió el despido de Rutenberg (al que, equivocadamente, creía culpable) del consejo editorial. Como en cualquier caso la responsabilidad de Rutenberg estaba empapada de alcohol, eso no supuso un sacrificio excesivo. Marx redactó una carta implorando perdón, asegurando a Su Excelencia que la Rheinische Zeitung tan solo deseaba hacerse eco «de las bendiciones que en este momento toda Alemania desea a Su Majestad el Rey en su ascendente carrera». Como comentó Franz Mehring muchos años después, la carta rezuma «una diplomática caución de la cual no hay otro ejemplo en la vida de su autor».
No logró ablandar a Herr Oberpräsident, quien, a mediados de diciembre, recomendó a los ministros responsables de la censura en Berlín que expedientasen al periódico —y al anónimo autor del artículo sobre la recogida de leña— por «insolente e irrespetuosa crítica de las actuales instituciones gubernamentales». El 21 de enero de 1843 llegó de Berlín un mensajero a caballo portador de un decreto ministerial en el que se revocaba la licencia de publicación de la Rheinische Zeitung, con efecto desde finales de marzo. Los fieles lectores de toda Renania —de Colonia, Düsseldorf, Aquisgrán, y de la propia ciudad de Marx, Tréveris— enviaron peticiones al rey pidiendo el indulto, pero sin efecto alguno. Se nombró otro censor más para impedir artimañas de última hora. «Nuestro periódico ha de ser presentado a la policía para que lo olfatee —se quejaba Marx a un amigo—, y si la nariz policial huele algo anticristiano o antiprusiano, no se le permite salir al periódico[24]».
Como no se dio explicación alguna del cierre, Marx solo podía hacer cábalas. ¿Había cundido el pánico entre las autoridades al darse cuenta de la creciente popularidad del periódico? ¿Habría sido demasiado directo en su defensa de otras víctimas de la censura, como los Deutsche Jahrbücher de Ruge? La razón más probable, suponía, era un extenso artículo publicado una semana antes del decreto, en el que acusaba a las autoridades de no tener en cuenta la difícil situación económica que estaban atravesando los viticultores del Mosela, incapaces de competir con los baratos vinos, exentos de aranceles, importados a Prusia desde otros estados alemanes.
Apenas se percató —aunque le hubiera encantado escucharlo— de que entre bastidores había unas fuerzas más poderosas. Al rey prusiano le había pedido el cierre de la gaceta el mismísimo zar Nicolás I de Rusia, su aliado más íntimo e imprescindible, ofendido por una diatriba antirrusa publicada en el número del 4 de enero de la Rheinische Zeitung. Cuatro días después, en el Palacio de Invierno, el zar lanzó una filípica al embajador prusiano ante la corte de San Petersburgo sobre la «infamia» de la prensa liberal alemana. El embajador envió un despacho urgente a Berlín informando que los rusos no podían comprender «cómo un censor al servicio del gobierno de Su Majestad podía haber dado el visto bueno a un artículo de esa clase». Eso es lo que pasó.
«Hoy el viento ha cambiado —escribió uno de los censores de la Rheinische Zeitung al día siguiente de que Marx dejara vacante el sillón de director—. Estoy muy satisfecho». El propio Marx también estaba feliz. «Había empezado a ahogarme en ese ambiente —le confesó a Ruge—. No es bueno tener que realizar tareas accesorias aunque sea a favor de la libertad; luchar a base de pequeños golpes en lugar de con garrotes. Me he cansado de la hipocresía, la estupidez, la arbitrariedad sin límites, así como de nuestra resignación y nuestros paños calientes, nuestro escurrir el bulto y nuestras discusiones bizantinas sobre meras palabras. Por consiguiente, el gobierno me ha devuelto la libertad[25]».
En Alemania no tenía futuro, pero como la mayoría de las personas e instituciones que le interesaban estaban fenecidas —su padre, el barón Von Westphalen, los Deutsche Jahrbücher, la Rheinische Zeitung—, tampoco había nada que le retuviese. Lo más significativo es que a los veinticuatro años poseyese ya una pluma que podía aterrorizar a las cabezas coronadas de Europa. Cuando Arnold Ruge decidió salir del país y crear un periódico en el exilio, los Deutsche-Französische Jahrbücher, Marx aceptó encantado la invitación de colaborar con él. Tan solo puso una condición: «Estoy comprometido para casarme y no puedo, no debo y no voy a salir de Alemania sin mi prometida».
Siete años después de prometerse en matrimonio con Jenny, incluso el insensible Karl Marx estaba empezando a tener sentimientos de culpa. «Por mí —admitía en marzo de 1843—, mi prometida ha tenido que luchar en las más violentas batallas, que casi han socavado su salud, en parte contra sus parientes aristócratas y pietistas, para los que “el Señor de los cielos” y “el señor de Berlín” son igualmente objeto de culto religioso, y en parte contra mi propia familia, en la que algunos sacerdotes y otros enemigos míos se han instalado. Durante años, pues, mi prometida y yo hemos estado implicados en más conflictos, innecesarios y agotadores, que muchos que nos triplican la edad[26].» Pero no todos los padecimientos y tormentos de este largo noviazgo se pueden achacar a los demás. Mientras Karl se divertía en Berlín, o armando líos en Colonia, Jenny estaba en su casa de Tréveris preguntándose si mañana él la seguiría queriendo. A veces estas cuitas afloran en sus cartas erróneamente interpretadas por Marx como prueba de la inconstancia de su novia. «Tus dudas sobre mi amor y fidelidad me han causado una gran impresión —protestaba en 1839—. Oh, Karl, qué poco me conoces, qué poco te das cuenta de mi situación, y qué poco sabes dónde reside mi dolor… Si tan solo pudieras ser mujer durante un tiempo, sobre todo una tan peculiar como yo».
Ella trataba de explicarle que la situación de las mujeres era diferente. Condenadas a la pasividad por el pecado original de Eva, solo podían aguardar, anhelar, sufrir y aguantar. «Por supuesto, una chica no puede dar a un hombre sino su amor y su persona, tal como es, completa y eternamente. También en condiciones normales, la mujer ha de encontrar total satisfacción en el amor del hombre, en el amor ha de olvidarse de todo». Pero ¿cómo podía olvidarse de todo mientras los presentimientos de dolor le rondaban por la cabeza como abejas dispuestas a atacar? «Ah, querido, cariño mío, ahora también te has metido en política —le escribió en agosto de 1841 mientras Marx estaba coqueteando en Bonn junto a Bruno Bauer—. Eso es lo más arriesgado de todo. Querido Karl, recuerda siempre que aquí en casa tienes a tu amada que anhela y sufre y que depende por entero de tu destino[27]».
En realidad, su actividad política era la menor de las preocupaciones de Jenny: era peligroso, por supuesto, pero también era emocionantemente heroico. No esperaba menos de su «negro jabalí», su «malvado truhán». Lo que impedía que Jenny disfrutase de felicidad era la agonía de saber «si se acabará tu ardiente amor». Había buenas razones para ser suspicaz. Cuando estaba estudiando en Berlín, cayó bajo el hechizo de la famosa poeta romántica Bettina von Arnim, que tenía edad suficiente para ser su madre, y en una ocasión con gran falta de sensibilidad y tacto, la llevó incluso a Tréveris para conocer a su prometida. Betty Lucas, una amiga de Jenny, fue testigo de aquel amargo encuentro:
Una noche entré en la habitación de Jenny, deprisa y sin llamar a la puerta, y vi en la penumbra a una pequeña figura acurrucada en un sofá, con los pies sobre él y agarrándose las rodillas con las manos, pareciendo más bien un fardo que una figura humana, Incluso hoy, diez años después, comprendo mi desilusión cuando este ser, deslizándose del sofá, me fue presentada como Bettina von Arnim… Las únicas palabras que su famosa boca pronunciaron fueron quejas sobre el calor que hacía. Entonces Marx entró en la habitación y ella le pidió, en un tono que no dejaba lugar a dudas, que la acompañara al Rheingrafenstein, lo cual hizo, aunque ya eran las nueve y les llevaría una hora llegar hasta la roca. Con una triste mirada a su novia, salió tras los pasos de la famosa dama[28].
¿Cómo podía una chica sin demasiados estudios competir con esa tentación en forma de mujer? La fuerza intelectual de Marx intimidaba a Jenny. Cuando hablaba con mediocres aristócratas en salones de baile revestidos de oro era ingeniosa, vivaz y exhibía una gran confianza en sí misma. Cuando estaba en presencia de su amado, una sola mirada de esos ojos oscuros e insondables era suficiente para dejarla sin habla: «Me pongo tan nerviosa que no puedo decir ni una palabra, la sangre deja de fluir por mis venas y mi alma tiembla».
Casi no haría falta añadir que Jenny era hija del romanticismo. Al igual que muchos espíritus inquietos de esa generación, leía y releía Prometeo liberado, de Shelley, cuyo protagonista fue encadenado a una roca por desafiar a los dioses y favorecer a la humanidad. («Prometeo —escribía Marx en su tesis doctoral— es el santo y mártir más eminente del santoral filosófico». En una caricatura alegórica publicada tras el cierre de la Rheinische Zeitung se representaba a Marx como Prometeo, encadenado a una imprenta, mientras un águila prusiana le iba picoteando el hígado). Incapaz de seguir el paso impetuoso de Karl, empezó con cosas que pudieran atarle:
Cariño, desde tu última carta me he estado torturando temiendo que te puedas ver envuelto en una pelea por mí y luego en un duelo. Día y noche te imagino herido, sangrando y enfermo, y, Karl, si quieres que te sea sincera, no me sentía del todo desgraciada ante estos pensamientos: me imaginaba vívidamente que habías perdido tu mano derecha y que yo, Karl, por esa causa estaba en un estado de éxtasis, de absoluta dicha. Ves, cariño mío, pensé que en tal caso te sería absolutamente indispensable, siempre me tendrías junto a ti y me amarías. También pensé que entonces podría poner por escrito todas tus maravillosas y sublimes ideas y serte realmente útil[29].
Aunque ella admitía que esta fantasía podría parecer «extraña», de hecho es un tema muy propio del romanticismo: el héroe misterioso y amenazador que ha de ser mutilado o castrado antes de poder ganar el corazón de una mujer. Tan solo unos años después, Charlotte Brontë utilizó la misma idea para el desenlace de Jane Eyre.
El deseo de Jenny se cumplió, en mayor o menor grado. Durante sus cuatro décadas de matrimonio, Marx estuvo con frecuencia «sangrante y enfermo»; y, puesto que su caligrafía era indescifrable para quien no la conociera, dependía de ella para transcribir sus maravillosas y sublimes ideas. El éxtasis, sin embargo, era más difícil de lograr en la vida real que en sus atribulados sueños.
Mitad Prometeo, mitad Mr. Rochester: si es así como su adorada prometida le veía, podemos imaginar cómo sería su actitud frente a sus otras relaciones más convencionales. Casarse con un judío ya era suficientemente escandaloso, pero casarse con un judío sin empleo, sin un céntimo, que incluso había alcanzado notoriedad nacional, era algo intolerable. Su reaccionario hermanastro Ferdinand, cabeza de familia desde la muerte de su padre, hizo lo imposible para impedir la unión, advirtiendo que Marx era un verdadero inútil que traería la desgracia sobre toda la estirpe de los Westphalen. Para escapar de las incesantes murmuraciones y amenazas, Jenny y su madre —que la apoyaba fielmente aunque preocupada— se marcharon a Kreuznach, un balneario de moda a ochenta kilómetros de Tréveris. Fue allí, a las diez de la mañana del 19 de junio de 1843, donde Herr Marx, de veinticinco años, doctor en filosofía, contrajo matrimonio con la señorita Johanna Bertha Julia Jenny von Westphalen, de veintinueve, «de profesión, sus labores». Los únicos invitados fueron Edgar, el bobalicón hermano de Jenny, su madre y unos cuantos amigos de la ciudad. No asistió ninguno de los parientes de Karl. La novia llevaba un vestido de seda verde y una guirnalda de rosas. El regalo de boda de la madre de Jenny fue una colección de joyas y una bandeja de plata adornada con el emblema de la familia Argyll, legado de sus ancestros escoceses. La baronesa les entregó además una gran caja con dinero para que les sirviera de ayuda durante los primeros meses de vida matrimonial, pero desgraciadamente los recién casados se llevaron consigo este cofre en su luna de miel por el Rin, regalándoselo a espuertas a todos los amigos indigentes que se encontraron en el camino. En una semana desapareció todo el dinero.
Unos días antes de la boda, ante la insistencia de Jenny, Karl había firmado un contrato poco habitual prometiendo que ambos serían «propietarios en común de los bienes», excepto aquellos que «cada uno de los cónyuges tenga que pagar por deudas contraídas, heredadas o adquiridas antes del matrimonio». Debemos suponer que esto era un intento de aplacar a la madre de Jenny, perfectamente consciente de la incapacidad de Marx para manejar dinero. No obstante, el contrato nunca se puso en práctica, aunque en pocas ocasiones Marx se vio libre de deudas desde entonces. Durante los años inmediatamente posteriores, la plata de la familia Argyll estuvo más tiempo en las casas de empeño que en el aparador de la cocina.
En el verano de 1843, después de la boda, los esposos Marx pudieron vivir casi de balde como invitados en la casa de la baronesa en Kreuznach, mientras esperaban saber por boca de Ruge cuándo —y dónde— habría de nacer su nuevo periódico. Fue un breve interludio idílico. Por las noches, Karl y Jenny paseaban hasta el río, escuchando el canto de los ruiseñores de los bosques de la otra orilla. Durante el día, el editor in pectore de los Deutsche-Französische Jahrbücher se recluía en un despacho, donde leía y escribía con furiosa intensidad.
A Marx siempre le gustaba trabajar sus ideas sobre el papel, garabateándolas en el momento en que se le ocurrían. Se conserva una página de sus cuadernos de Kreuznach, donde podemos ver el proceso:
Nota. Con Luis XVIII, la constitución por gracia del rey (privilegios otorgados por el rey); con Luis Felipe, el rey por gracia de la constitución (monarquía impuesta). En general, podemos advertir que la conversión del sujeto en predicado, y del predicado en sujeto, el intercambio entre lo que determina y lo que está determinado, es siempre la más inmediata revolución. No solo del lado revolucionario. El rey hace la ley (antigua monarquía), la ley hace al rey (nueva monarquía).
Cuando Marx empezaba con estos juegos de palabras, ya no había quien le parase. ¿Acaso el simple retruécano que convertía a los viejos monarcas en nuevos no podía explicar también los errores de la filosofía alemana? Hegel, por ejemplo, había supuesto que «la idea del Estado» era el sujeto, siendo la sociedad el predicado, en tanto que la historia demostraba lo contrario. Nada padecía Hegel que no se pudiese curar poniéndolo del revés: la religión no es la que hace al hombre, es el hombre el que hace la religión; la constitución no crea a las personas, sino que son las personas las que crean la constitución. Todo al revés, y todo encajaba.
El crédito por este descubrimiento hay que otorgarlo al filósofo alemán Ludwig Feuerbach, cuyas Tesis provisionales para la reforma de la filosofía se habían publicado en marzo de 1843. «Ser es sujeto, pensamiento [es] predicado —argumentaba—. El pensamiento surge del ser, no el ser del pensamiento». Marx llevó esta forma de pensar mucho más lejos al hacerla extensiva desde la filosofía abstracta al mundo real, sobre todo al mundo de la política, del Estado y de la sociedad. Feuerbach, discípulo de Hegel, ya había recorrido una distancia considerable desde el idealismo de su mentor hacia el materialismo (su aforismo más conocido, aún presente en los diccionarios de citas, fue «Un hombre es lo que come»); pero se trataba de un materialismo intelectualmente cerebral, sin relación con las condiciones sociales y económicas de su tiempo y su lugar. La incursión de Marx en el periodismo le había hecho convencerse de que los filósofos radicales no deberían pasar la vida sobre una elevada columna, como algún anacoreta de la Antigüedad; deberían bajar e implicarse en la lucha cotidiana.
Feuerbach era uno de los pocos escritores a los que Marx había solicitado una colaboración para los Deutsche-Französische Jahrbücher tan pronto como supo que su publicación ya era cosa segura. El 3 de octubre de 1843, justo antes de partir para unirse con Ruge en París, escribió para sugerirle un trabajo de demolición del filósofo de la corte prusiana F. W. von Schelling, su antiguo antagonista de la Universidad de Berlín. «Toda la policía alemana está a su disposición, como yo mismo pude experimentar cuando era director de la Rheinische Zeitung. Lo cual quiere decir que un orden basado en la censura puede impedir que triunfe todo aquello que se haga contra el santo Schelling… Pero ¡imagine a Schelling en París, expuesto al mundo literario francés!… Espero confiado una colaboración suya en la forma en que usted juzgue más conveniente». Como incentivo, añadía una pícara posdata: «Aunque no le conoce, mi esposa le envía saludos. No va a creer la cantidad de seguidoras que tiene entre el bello sexo[30]».
A Feuerbach no le sedujo la idea. Contestó que, en su opinión, sería precipitado pasar de la teoría a la práctica hasta que la propia teoría hubiese sido puesta a punto. Marx, por el contrario, creía que ambas eran —o debían ser— inseparables. La praxis completa [a la teoría], y la práctica más necesaria para los filósofos de la época era «la crítica despiadada de todo lo existente». Feuerbach había inspirado la crítica de Hegel; ahora, el propio Feuerbach, habiéndola utilizado para sus propios fines, debería a su vez someterse a la crítica [de Marx], especialmente en sus Tesis sobre Feuerbach, escritas en la primavera de 1845, que concluyen con el más sucinto resumen posible de la diferencia entre anacoretas y activistas: «Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo[*]».
Al contrario que la mayoría de los pensadores a los que Marx había triturado, Feuerbach se hizo acreedor a su imperecedera gratitud. «Me siento honrado de tener la oportunidad de manifestarle mi mayor respeto y, si se me permite la palabra, el amor que siento por usted —escribió a Feuerbach en 1844—. Usted ha aportado, no sé si intencionadamente, una base filosófica para el socialismo… La unión del hombre con el hombre, basada en las diferencias reales entre los hombres, el concepto de especie humana bajada desde la abstracción celestial a la realidad, ¡qué es sino el concepto de sociedad!»[31].
Durante sus últimas semanas en Kreuznach, Marx escribió dos importantes ensayos que habrían de aparecer en los Deutsche-Französische Jahrbücher. El primero, Sobre la cuestión judía, se suele mencionar únicamente de paso, en el caso de que se mencione, en las hagiografías marxistas. Sin embargo, ha servido para proveer de abundante munición a sus enemigos.
¿Era Marx un judío que renegaba de serlo? Aunque nunca negó su origen judío, tampoco hizo hincapié en ello; al contrario que su hija Eleanor, que manifestó ante un grupo de trabajadores del East End de Londres que era «una mujer judía». En su posterior correspondencia con Engels, lanzaba insultos antisemitas contra sus enemigos con cruel regocijo: al socialista alemán Ferdinand Lassalle, frecuente víctima de Marx, este le calificaba de yid, artero Efraín y negro judío: «Ahora me resulta perfectamente claro, como también lo demuestra la forma de su cabeza y su tipo de pelo, que desciende de los negros que acompañaban a Moisés en su salida de Egipto, a no ser que su madre o su abuela materna se hubiesen cruzado con un negro —escribía Marx en 1862, analizando el siempre fascinante tema de la estirpe de Lassalle—. Ahora, esta mezcla de judezno y alemán, por un lado, y linaje negroide por otro, da lugar inevitablemente a un producto peculiar. La inoportunidad del individuo también es cosa de negros[32]».
Algunos pasajes de Sobre la cuestión judía tienen asimismo un amargo regusto si se sacan de contexto, cosa que suele hacerse con frecuencia.
¿Cuál es la base profana del judaísmo? Las necesidades prácticas, sus intereses.
¿Cuál es el culto profano del judío? La usura, el chalaneo.
¿Cuál es su Dios profano? El dinero…
En el judaísmo encontramos que presenta, por tanto, un elemento antisocial de carácter general. Este elemento ha alcanzado su apogeo por un proceso histórico, al que los judíos han colaborado con todo empeño en el mal sentido indicado, apogeo que implica necesariamente la disolución.
La emancipación de los judíos significa, en última instancia, la emancipación de la humanidad frente al judaísmo[33].
Los críticos que ven en esto un anticipo de Mein Kampf dejan de advertir un punto esencial: a pesar de la torpe fraseología y sus burdos estereotipos, el ensayo fue escrito realmente en defensa de los judíos. Era una réplica a Bruno Bauer, que había declarado que los judíos no deberían gozar de todos los derechos y libertades a no ser que se bautizasen. Aunque (o tal vez por ello). Bauer hacía ostentación de su ateísmo, pensaba que el cristianismo era una fase más avanzada de la civilización que el judaísmo, y así pues, estaba un paso más cerca de la gozosa liberación que habría de seguir a la inevitable destrucción de todo tipo de religión (como el enterrador puede considerar a una temblequeante viuda mejor cliente potencial que a la reina de las fiestas del pueblo).
Esta perversa justificación de la intolerancia oficial, que vinculaba a Bauer con los mentecatos más reaccionarios de Prusia, fue echada por tierra con su característica brutalidad. Cierto que Marx parecía aceptar la caricatura de los judíos como prestamistas empedernidos, pero esa era la opinión casi generalizada. (La palabra alemana Judentum se utilizaba normalmente en aquella época como sinónimo de «comercio»). Además, lo más significativo, él no les culpaba o les acusaba por ello: si se les prohibía participar en las instituciones políticas, ¿sorprende acaso que ejercieran el único poder que se les permitía, el de ganar dinero? Dinero y religión alienan a la humanidad y, por tanto «La emancipación de los judíos significa en última instancia la emancipación de la humanidad frente al judaísmo».
Emancipación del judaísmo, no de los judíos. En última instancia, la humanidad ha de liberarse de la tiranía de todas las religiones, incluido el cristianismo, pero mientras tanto era absurdo y cruel negar a los judíos los mismos derechos de los demás ciudadanos. El compromiso de Marx con la igualdad de derechos está confirmado en una carta que envió a Arnold Ruge desde Colonia en 1843: «Acabo de recibir la visita del jefe de la comunidad judía de la ciudad, que me ha solicitado que haga una petición a favor de los judíos para la Asamblea Provincial, algo que haré con mucho gusto. Aunque me disguste profundamente la fe judía, la posición de Bauer me parece excesivamente abstracta. Lo importante es abrir la mayor cantidad de brechas posibles en el Estado cristiano y hacer entrar la mayor dosis posible de racionalidad». Otra demostración la podemos encontrar en la otra obra importante que comenzó durante el verano de 1843, después de su matrimonio, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel: una introducción, terminada en París unos meses más tarde y publicada en la primavera de 1844.
Aunque su título pueda resultar familiar solo a los iniciados, el contenido del ensayo es tan famoso como oscuro el artículo sobre el judaísmo. Muchos de aquellos que jamás han leído una palabra escrita por Marx citan su aforismo de que la religión es el opio del pueblo. Es una de sus metáforas más potentes, inspirada, se puede suponer, en la guerra del opio entre británicos y chinos, librada entre 1839 y 1842. Pero ¿acaso entienden estas palabras quienes las repiten como loros? Gracias a sus autoproclamados intérpretes en la Unión Soviética, que se apropiaron de la frase para justificar la persecución de los creyentes, se suele considerar que significa que la religión es una droga administrada por unos malvados dirigentes para mantener a las masas en un estado de narcotizada quiescencia.
La intención de Marx era mucho más sutil y comprensiva. Si bien insistía en que «la crítica de la religión es la condición primera de cualquier crítica», comprendía el impulso hacia la espiritualidad. Es comprensible que los pobres desgraciados que no esperan dicha alguna en este mundo decidan consolarse con la promesa de una vida mejor en el próximo; si el Estado no oye sus gritos y súplicas, ¿por qué no apelar a otra autoridad aún más poderosa, que había prometido que ninguna oración quedaría desatendida? La religión era una justificación de la opresión, pero también un refugio contra ella. «La miseria religiosa es, por un lado, la expresión de la miseria real, y por otro, la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de las criaturas agobiadas, el estado de ánimo de un mundo sin corazón, porque es el espíritu de los estados de cosas carentes de espíritu. La religión es el opio del pueblo[34]».
Muy elocuente. No obstante, en otros fragmentos del ensayo su facilidad verbal degenera de vez en cuando en meros malabarismos retóricos; o, francamente, en un verdadero alarde. En el siguiente pasaje nos habla de Martín Lutero y la Reforma alemana:
Acabó con la fe en la autoridad, porque restauró la autoridad de la fe. Convirtió a los curas en seglares, porque convirtió a los seglares en curas. Liberó al hombre de la religiosidad externa, porque erigió la religiosidad en el hombre interior. Emancipó de las cadenas al cuerpo, porque cargó de cadenas el corazón.
O sobre la diferencia entre Francia y Alemania:
En Francia basta con que alguien sea algo para que quiera serlo todo. En Alemania, nadie puede ser nada si no quiere verse obligado a renunciar a todo. En Francia, la emancipación parcial es el fundamento de la emancipación universal. En Alemania, la emancipación universal es la conditio sine qua non de toda emancipación parcial.
Tras algunos párrafos con este tipo de ostentación pirotécnica, uno empieza a sospechar que la propia exhibición se haya convertido en un fin más que en un medio.
Pasar por alto los excesos estilísticos de Marx es, sin embargo, no entender nada. Sus vicios son también sus virtudes, manifestaciones de una mente adicta a la paradoja y al retruécano, la antítesis y el quiasmo. A veces este celo dialéctico produce una retórica vacía, pero con mayor frecuencia le lleva a descubrimientos o formas de ver las cosas sorprendentes y originales. No daba nada por sentado, volviéndolo todo del revés, incluida la sociedad misma. ¿Cómo era posible bajar a los poderosos de su asiento y exaltar a los humildes? En la crítica de Hegel plantea por vez primera la respuesta: era precisa «en la formación de una clase con cadenas radicales, de una clase de la sociedad civil que no sea una clase de la sociedad civil; de un Estado que sea la disolución de los estados… Esta descomposición de la sociedad, en cuanto que clases particulares, es el proletariado». Esta última palabra resuena como un trueno sobre un paisaje agostado. No importa que ni en Alemania ni en Francia hubiese un proletariado que mereciese ese nombre: la tormenta se estaba aproximando.
La teoría de Marx de la lucha de clases habría de ser refinada y embellecida en los años inmediatamente siguientes —sobre todo en el Manifiesto comunista—, pero su esbozo ya estaba suficientemente claro: «Cada clase, tan pronto como empieza a luchar con la clase que está por encima de ella, se ve enredada en la lucha con la que está debajo. De aquí que los príncipes se hallen en lucha contra la burguesía, los burócratas contra la nobleza y los burgueses contra todos ellos, mientras el proletario comienza a luchar contra el burgués». El papel de emancipador pasa, así, de una clase a la siguiente, hasta que se alcanza, finalmente, la liberación universal. En Francia, la burguesía ya había derrocado a la nobleza y al clero, y otro levantamiento parecía inminente. Incluso en la vieja e imperturbable Prusia, la forma de gobierno medieval no podía prolongar indefinidamente su reinado. Con una burla de despedida a la eficiencia teutónica —«La meticulosa Alemania no puede revolucionar sin revolucionar desde el mismo fundamento»—, partió hacia París. Para él, ese era el lugar donde había que estar en ese preciso momento de la historia. «Cuando se cumplan todas estas condiciones interiores, el canto del gallo galo anunciará el día de la resurrección de Alemania».

3.-

El rey que comió hierba

«¡A París, la vieja universidad de filosofía y nueva capital del nuevo mundo!, —escribía Marx a Ruge en septiembre de 1843—. Tanto si la empresa se hace realidad, como si no, estaré en París a finales de este mes en cualquier caso, ya que el ambiente de Alemania lo convierte a uno en siervo, y no veo ninguna perspectiva de poder desarrollar una actividad en libertad». Las revoluciones de 1789 y de 1830 habían convertido a la capital de Francia en punto obligado de encuentro. Era una ciudad de conspiradores, poetas y panfletistas, sectas, salones y sociedades secretas, «centro neurálgico de la historia europea, que cada cierto tiempo envía descargas eléctricas que dan impulso al mundo». Todos los pensadores políticos más famosos de la época eran franceses: el místico socialista cristiano Pierre Leroux, los comunistas utópicos Victor Considérant y Étienne Cabet, el orador y poeta liberal Alphonse de Lamartine (o para darle su completo y glorioso nombre, Alphonse Marie Louis de Prat de Lamartine). El principal de ellos era Pierre-Joseph Proudhon, anarquista libertario, que había logrado la fama instantánea en 1840 con su libro ¿Qué es la propiedad?, cuestión que respondía en la primera página con la simple formulación: «La propiedad es un robo». Todos estos polemistas políticos serían con el tiempo zarandeados y corneados por Marx —sobre todo Proudhon, cuya obra maestra La filosofía de la miseria provocó la lacerante respuesta de Marx, La miseria de la filosofía—. Por el momento, sin embargo, el recién llegado se habría de contentar con escuchar y aprender.
Por la noche había música en los cafés, y en el ambiente, la revolución. Con la «monarquía burguesa» de Luis Felipe tambaleándose, parecía inevitable e inminente otra conmoción de gran calado. «La pérdida de prestigio del rey burgués entre el pueblo queda demostrada por los muchos intentos de asesinar al príncipe dinástico y autocrático —escribía Ruge—. Un día, al pasar junto a mí a toda velocidad en su carroza, rodeado de húsares por delante, por detrás y por los costados, observé para mi estupefacción que la escolta llevaba sus armas montadas, listas para disparar, y no al modo habitual, de adorno. ¡Así viajaba con su mala conciencia a cuestas!»[1]. Ruge, Marx y el poeta Georg Herwegh —el triunvirato que dirigía los Deutsche-Französische Jahrbücher— llegaron a París en el otoño de 1843. Ruge viajó desde Dresde en «un gran ómnibus», acompañado por su mujer, una retahíla de hijos y una gran pierna de ternera. Inspirado por el socialista utópico Charles Fourier, propuso que las tres parejas habrían de crear un «falansterio» o comuna en la que las mujeres harían por turnos la compra, la cocina y la costura. «Frau Herwegh hizo a primera vista un resumen de la situación —recordaría su hijo Marcel muchos años después—. ¿Cómo podía Frau Ruge, la agradable y menuda sajona, llevarse bien con la muy inteligente y aún más ambiciosa Frau Marx, cuyos conocimientos eran inmensamente superiores a los suyos? ¿Cómo podía Frau Herwegh, que llevaba tan poco tiempo casada y era la más joven de ellas, sentirse atraída por esta vida comunitaria?»[2]. A Georg y Emma Herwegh les gustaba el lujo y, teniendo como padre a un rico banquero, tenían los medios para conseguirlo. Rechazaron la invitación de Ruge. Pero Karl y Jenny (embarazada de cuatro meses) decidieron intentarlo. Se trasladaron al piso de Ruge en la rue Vanneau 23, al lado de las oficinas de los Jahrbücher.
El experimento de comunismo patriarcal duró dos semanas, día arriba, día abajo, hasta que los Marx levantaron el campo y encontraron su propia vivienda en la misma calle. Ruge era hogareño, remilgado y puritano, intolerante con los hábitos desorganizados e impulsivos de su colega: Marx, se quejaba Ruge, «no termina nada, deja todo a medias y se sumerge una y otra vez en un interminable mar de libros… Trabaja hasta enfermar y puede no acostarse durante tres o incluso cuatro noches seguidas…»[3]. Horrorizado por estos «trastornados métodos de trabajo», a Ruge le escandalizaban enormemente los pasatiempos de Marx. «Su mujer le regaló por su cumpleaños una fusta que le costó 100 francos —escribiría unos meses después—, y el pobre diablo ni sabe montar ni tiene caballo. Todo lo que ve quiere “tenerlo”, un coche, ropas elegantes, un jardín con flores, nuevos muebles de la Exposición; de hecho, querría la luna.»[4] Es una lista muy poco creíble: a Marx no le interesaban ni los lujos ni las fruslerías. En caso de que quisiese tales cosas, era por Jenny, a la que le encantaban. Estos primeros meses en París fueron los primeros y únicos momentos en su vida de casados en que ella se pudo permitir tales gustos, ya que el salario de Karl se vio incrementado por una donación de 1000 táleros enviada desde Colonia por los antiguos accionistas de la Rheinische Zeitung. Además, quería que ella disfrutara antes de que se viera confinada por las exigencias de la maternidad. El 1 de mayo de 1844 dio a luz a una niña, Jenny —más conocida con el diminutivo de Jennychen—, cuyos oscuros ojos y negra pelambrera le daban el aspecto de un Karl en miniatura.
Los nuevos padres, aunque la querían con locura, eran absolutamente incompetentes, y a principios de junio se llegó a la decisión de que ambas Jennys deberían ir a pasar varios meses con la baronesa Von Westphalen en Tréveris, para aprender el abecé de la maternidad. «La pobre muñequita se sintió muy mal y enferma después del viaje —escribió Jenny a Karl el 21 de junio—, y resulta que no solo sufría de estreñimiento sino de excesiva alimentación. Tuvimos que llamar al cerdo gordo [Robert Schleicher, el médico de la familia], quien decidió que era fundamental tener un ama de cría ya que con la alimentación artificial no se recobraría fácilmente… No fue fácil salvarle la vida, pero ahora casi está fuera de peligro.»[5] Mejor aún, el ama accedió a regresar a París con ellas. Pero a pesar de la felicidad de Jenny («Todo mi ser expresa satisfacción y bienestar»), no pudo disipar por completo sus antiguos presentimientos. «Querido, estoy muy preocupada por nuestro futuro… Si puedes, tranquilízame sobre ello. Todo el mundo me habla de la necesidad de un sueldo fijo». Un sueldo fijo fue una de las necesidades de la vida cuya satisfacción siempre esquivó a Karl Marx.
Su empleo en París, que parecía prometer seguridad económica, resultó más provisional incluso que su anterior trabajo de director de periódico. Tan solo apareció un número de los Deutsche-Französische Jahrbücher antes de que las diferencias con Ruge se hiciesen infranqueables, y apenas hizo honor a su título multinacional. Aunque en Francia abundaban los escritores, ninguno quiso colaborar. Para rellenar el espacio, Marx incluyó sus ensayos sobre la cuestión judía y sobre Hegel, junto con una edición revisada de su correspondencia con Ruge de los dos últimos años. La única voz no alemana fue la de Mijaíl Bakunin, un anarcocomunista ruso exiliado. «Marx, entonces, era mucho más avanzado que yo —recordaba—. Él, aunque más joven que yo, ya era ateo, materialista formado intelectualmente, y socialista consciente… Yo buscaba fervientemente su conversación, que era siempre instructiva e ingeniosa, cuando no estaba inspirada por odios acerca de cuestiones nimias, lo que, lamentablemente, sucedía muy a menudo. Nunca hubo, sin embargo, una franca intimidad entre nosotros (nuestros temperamentos no lo permitían). Me llamaba idealista y sentimental, y tenía razón; yo le llamaba vanidoso, pérfido y ladino, y también yo estaba en lo cierto.»[6]
A pesar de todos sus palmarios defectos, el primero y último número de los Jahrbücher tuvo un colaborador de talla internacional —el poeta romántico Heinrich Heine, a quien Marx reverenciaba desde su niñez, y con el que trabó amistad poco después de su llegada a París—. Heine era un ser enormemente sensible, que a menudo rompía a llorar a la más leve crítica; Marx era un crítico inmisericorde, con escasísimo tacto. Por una vez, no obstante, se resistió a sus inclinaciones iconoclastas, en deferencia hacia una verdadera figura de la literatura. Heine se hizo visitante asiduo del piso de los Marx en la rue Vanneau, donde leía en voz alta las obras en que estaba trabajando y le pedía al joven editor que le hiciese correcciones. En una ocasión, al llegar se encontró a Karl y a Jenny muy preocupados por la pequeña Jennychen, que tenía un ataque de calambres y estaba —o, al menos, eso creían ellos— a las puertas de la muerte. Heine se hizo dueño de la situación, decidiendo que «hay que bañar a la pequeña». De esta forma, según la leyenda de la familia Marx, se salvó la vida de la niña.
Heine no era comunista, al menos en el sentido marxista. Citaba un relato de un rey babilonio que se creía Dios pero cayó abatido desde la altura de su engreimiento y empezó a arrastrarse por el suelo como un animal y a comer hierba: «Este relato aparece en el magnífico Libro de Daniel. Lo recomiendo para provecho de mi buen amigo Ruge, y también para mi mucho más obstinado amigo Marx, y también para los señores Feuerbach, Daumer, Bruno Bauer, Hengstenberg y toda la multitud de autoproclamados dioses sin Dios». Consideraba con miedo la victoria del proletariado, temeroso de que ni el arte ni la belleza tuvieran lugar en ese nuevo mundo. «Los dirigentes más o menos clandestinos de los comunistas alemanes son grandes lógicos, y los mejores proceden de la escuela de Hegel —escribió en 1854 refiriéndose a Marx—. Estos doctores de la revolución y sus implacablemente decididos discípulos son los únicos hombres de Alemania con algo de vida en ellos y el futuro les pertenece, me temo». Poco antes de su muerte en 1856, escribió sus últimas voluntades y testamento, pidiendo el perdón de Dios si acaso había escrito algo «inmoral», pero Marx estaba dispuesto a no tener en cuenta este lapsus de piedad, que, de tratarse de otro, hubiese provocado su más salvaje burla. Como explicó Eleanor Marx: «Amaba al poeta tanto como a sus obras, y veía con la mayor generosidad posible sus debilidades políticas. Los poetas, explicaba, eran bichos raros a los que hay que dejar hacer lo que gusten. No se les debe juzgar con el mismo rasero que a los hombres ordinarios o extraordinarios[7]».
Es posible que los Jahrbücher fuesen un desastre financiero, pero disfrutaron de un gran prestigio, y no solo por las odas satíricas de Heinrich Heine sobre el rey Luis de Baviera. Cientos de ejemplares enviados a Alemania fueron confiscados por la policía, advertida por el gobierno prusiano de que su contenido era una incitación a la alta traición. Se promulgó una orden de arresto inmediato de Marx, Ruge y Heine si intentaban regresar a su patria. En Austria, Metternich prometió «severas penas» contra los libreros a los que se descubriera algún ejemplar de este «odioso y repugnante» documento.
Arnold Ruge, asustado, dejó a Marx en la estacada, suspendiendo la publicación y negándose a pagarle el salario prometido. Algunos historiadores han alegado que la disputa no hubiera sido definitiva «si no hubiesen surgido entre ellos, desde hacía tiempo, otras diferencias personales, especialmente en cuestiones fundamentales y de principio[8]». Pero, de hecho, la más «fundamental cuestión de principio» fue una ridícula riña sobre la vida sexual de su colega Georg Herwegh, quien ya había traicionado a su reciente esposa comenzando unos amoríos con la condesa Marie d’Agoult, antigua amante del compositor Liszt y madre de una niña, que luego sería Cosima Wagner. «Estaba indignado por la forma de vida de Herwegh y por su pereza —escribió Ruge a su madre—. Varias veces le llamé acaloradamente sinvergüenza, y le dije que cuando un hombre se casa debería saber lo que hace. Marx no dijo nada y se tomó su marcha de una manera totalmente amistosa. A la mañana siguiente me escribió diciendo que Herwegh era un genio con un gran futuro. Se indignó profundamente por haberle yo llamado sinvergüenza, y dijo que mis ideas sobre el matrimonio eran hipócritas e inhumanas. No nos hemos vuelto a ver desde entonces.»[9]
Aunque a menudo Marx clamaba contra la promiscuidad y el libertinaje con la ferocidad puritana de un Savonarola —si bien solo para demostrar que el comunismo no era sinónimo de sexo libre—, observaba las aventuras amorosas de sus amigos con regocijo y, quizá, con un toque de envidia. A Jenny, ciertamente, también le preocupaba el caso. «Aunque el espíritu está presto, la carne es débil —le escribía desde Tréveris en agosto de 1844, dos meses después de dejar solo a su marido en París—. La amenaza real de las infidelidades, las tentaciones y atractivos de la capital, son todos ellos poderes y fuerzas cuyo efecto sobre mí es más poderoso que cualquier otra cosa.»[10] No tenía por qué preocuparse. Entre las seducciones y atractivos de París, el frufrú de la falda de una condesa no podía competir con el clamor de la política. En el verano de 1844, Marx aceptó una oferta para escribir para Vorwärts!, un periódico comunista quincenal patrocinado por el compositor Meyerbeer y a la sazón dirigido por Karl Ludwig Bernays, que había colaborado en los Deutsche-Französische Jahrbücher.
Como único periódico radical en idioma alemán publicado en Europa, Vorwärts! sirvió de refugio a toda la antigua camarilla de poetas y polemistas exiliados, entre ellos Heine, Herwegh, Bakunin y Arnold Ruge. Una vez por semana se reunían en la oficina del primer piso en la esquina de la rue des Moulins con la rue Neuve des Petits, donde tenían un consejo editorial presidido por Bernays y el editor, Heinrich Börnstein, que nos recuerda así la situación:
Algunos se sentaban sobre la cama o en los baúles, otros permanecían de pie y caminaban por la habitación. Todos fumaban como posesos y discutían con gran pasión y acaloramiento. Era imposible abrir las ventanas, porque inmediatamente en la calle se reunía una multitud para averiguar cuál era la causa del violento escándalo, y muy pronto la habitación se llenaba de una nube tan densa del humo de tabaco que a los que iban por primera vez les resultaba imposible reconocer a los que allí había. Al final, ni nosotros mismos nos lográbamos reconocer[11].
Lo cual no estaba mal del todo tanto más cuanto Marx y Ruge estuvieran presentes: en caso contrario, «el violento escándalo» hubiera derivado en pelea.
En su lugar, los dos enemigos continuaban la liza en las publicaciones. En julio de 1844, firmando simplemente como «un Prusiano», Ruge escribió un largo artículo para Vorwärts! sobre la brutal represión del rey de Prusia contra los tejedores silesios, que habían destrozado las máquinas que amenazaban su sustento. Él consideraba la revuelta de los tejedores como una nadería inconsecuente, ya que Alemania carecía de «la conciencia política» necesaria para transformar un acto aislado de desobediencia en una revolución en toda regla.
La réplica de Marx, publicada diez días después, argumentaba que el abono de las revoluciones no era «la conciencia política», sino la conciencia de clase, que los silesios poseían en abundancia. Ruge (o «el supuesto Prusiano», como Marx lo llamaba) pensaba que era imposible una revolución social sin un carácter político; Marx rechazaba esta «invención absurda», afirmando que todas las revoluciones son sociales y políticas en tanto que disuelven la antigua sociedad y derrocan el antiguo poder. Incluso si la revolución se producía exclusivamente en un distrito fabril, como en el caso de los tejedores silesios, seguía amenazando a todo el Estado porque «representa la protesta del hombre contra la deshumanización de la vida[12]». Esto era un exceso de optimismo. La única influencia perdurable de la revuelta fue como inspiración de uno de los más famosos poemas de Heine, «La canción de los tejedores silesios», publicado en el mismo número de Vorwärts!
«El proletariado alemán es el teórico dentro del proletariado europeo, de la misma forma en que el proletariado inglés es su economista, y el proletariado francés su político», escribió Marx en su respuesta a Ruge, anticipando una posterior afirmación de Engels de que el propio marxismo era un híbrido de estos tres linajes. Marx, a sus veintiséis años, ya estaba bien versado en filosofía alemana y en socialismo francés; ahora se propuso aprender la árida ciencia. Durante el verano de 1844 leyó por su cuenta, sistemáticamente, el corpus completo de la economía política británica —Adam Smith, David Ricardo, James Mill— e iba escribiendo a la vez sus propios comentarios. Estas notas, que constan de unas 50 000 palabras, no se descubrieron hasta la década de 1930, cuando el investigador soviético David Riazánov las publicó con el título de Manuscritos económico-filosóficos. En la actualidad, más comúnmente conocidos como Manuscritos de París.
De la obra de Marx se ha dicho muchas veces que era «mero dogma», habitualmente por parte de personas que no muestran signo alguno de haberle leído. Sería bueno obligar a estos improvisados críticos —entre los cuales se cuenta Tony Blair, exprimer ministro británico— a que leyeran los Manuscritos de París, que revelan los métodos de una mente siempre inquisitiva, sutil y nada dogmática.
El primer manuscrito empieza con una sencilla declaración: «El salario está determinado por la lucha abierta entre capitalista y obrero. Necesariamente triunfa el capitalista. El capitalista puede vivir más tiempo sin el obrero que este sin el capitalista». De esta premisa se desprende todo lo demás. El trabajador se ha convertido en una mercancía más en busca de comprador; además, se trata de un mercado en el que el vendedor está en desventaja. En cualquier circunstancia, es el obrero el que pierde. Cuando peor lo pasa el trabajador es cuando disminuye la riqueza de la sociedad. Pero ¿qué sucede cuando aumenta la riqueza de una sociedad? «Esta situación es la única propicia para el obrero. Aquí aparece la competencia entre capitalistas y la demanda de obreros excede a la oferta, pero…».
Claro que sí. El capital no es nada más que los frutos acumulados del trabajo, y, así, los capitales y rentas de un país solo crecen «porque se ha ido arrebatando al obrero una cantidad creciente de su producto, ya que su propio trabajo se le enfrenta en medida creciente como propiedad ajena, y los medios de su existencia y de su actividad se concentran cada vez más en manos del capitalista»; como, por ejemplo, una gallina inteligente (si algo tan improbable fuese posible) sería perfectamente consciente de su impotencia cuando en su período de máxima fertilidad, poniendo docenas de huevos, comprobase que se los roban cuando aún están calientes.
Más aún, en una sociedad próspera se producirá cada vez mayor concentración de capital y una competencia más intensa. «Los capitalistas grandes arruinan a los pequeños, y una fracción de los antiguos capitalistas se hunde en la clase de los obreros, que, por obra de esta aportación, padece de nuevo la depresión del salario y cae en una dependencia aún mayor de los pocos grandes capitalistas; al disminuir el número de capitalistas, desaparece casi su competencia respecto de los obreros, y como el número de estos se ha multiplicado, la competencia entre ellos se hace tanto mayor, más antinatural y más violenta».
De esta forma, afirma Marx, aun en las condiciones económicas más propicias, la única consecuencia para el trabajador es «exceso de trabajo y muerte prematura, degradación a la condición de máquina, de esclavo del capital». La división del trabajo le hace aún más dependiente, originando la competencia de las máquinas, además de la de los hombres. «Como el obrero ha sido degradado a la condición de máquina, la máquina puede oponérsele como competidor». Finalmente, la acumulación de capital permite a la industria producir cada vez mayor cantidad de mercancías. Esto conduce a la sobreproducción y termina echando a la calle a una gran cantidad de trabajadores, o reduciendo sus sueldos a una miseria. «Estas —concluía Marx con sombría ironía— son las consecuencias de una situación social que es la más favorable para el obrero, la de la riqueza creciente y progresiva. Por último, sin embargo, el crecimiento económico ha de alcanzar alguna vez su punto culminante. ¿Cuál es entonces la situación del obrero?». Terrible, como cabría suponer.
Todas las posibilidades se acumulan irremisiblemente a favor del capital. Un gran industrial puede acumular los productos de su fábrica hasta que alcancen un precio decente, en tanto que el único producto del obrero —el sudor de su frente— pierde su valor por completo si no lo vende a cada instante. Un día de trabajo perdido tiene tan poco valor en el mercado como el periódico del día anterior, y nunca lo recobra. «El trabajo es la vida, y si cada día no se cambia por alimentos, la vida sufre y pronto perece[*].» Al contrario que otros bienes, el trabajo ni se puede acumular ni ahorrar; bien entendido, no por parte del trabajador. El empleador es más afortunado, pues el capital es «trabajo acumulado» con una vida propia indefinida.
La única defensa contra el capitalismo es la competencia, que eleva los salarios y abarata los precios. Pero por ello mismo, los grandes capitalistas tratarán siempre de eludir o torpedear la competencia. Del mismo modo que los antiguos señores feudales poseían el monopolio de la tierra, de la que la demanda es casi ilimitada, pero no así la oferta, los industriales de nuevo cuño perseguían el monopolio de la producción. Era por tanto absurdo concluir, como hacía Adam Smith, que el interés del terrateniente o del capitalista era idéntico al de la sociedad. «Bajo el dominio de la propiedad privada, el interés que cada uno tiene en la sociedad está justamente en proporción inversa del interés que la sociedad tiene en él, del mismo modo que el interés del usurero en el derrochador no es, en modo alguno, idéntico al interés del derrochador».
Marx sentía un gran respeto, aunque crítico, por Smith y Ricardo. Al igual que sucedía en el caso de Hegel, utilizaba sus propias palabras y razonamientos para mostrar los fallos de sus teorías. Y su fallo más obvio era el siguiente: «La economía política parte del hecho de la propiedad privada, pero no la explica». Los economistas clásicos consideraban la propiedad privada como requisito primordial de la condición humana, igual que la teología explicaba la existencia del demonio como referencia a la primera desobediencia del hombre y por haber probado del fruto del árbol prohibido que trajo la muerte al mundo.
Pero nada de ello era fijo e inmutable. Gracias a la revolución industrial, el poder había pasado de los señores feudales a las grandes empresas: la aristocracia del dinero había suplantado a la aristocracia de la tierra. «No compartimos las sentimentales lágrimas que los románticos vierten por esto», comentaba Marx severamente. Los terratenientes feudales habían sido ineficientes y cortos de miras al no pretender extraer el máximo beneficio de su propiedad, disfrutando de la «romántica gloria» de su noble indiferencia. Era muy aconsejable refutar este mito de bondad, así como que «la raíz de la propiedad territorial, el sucio egoísmo, aparezca también en su cínica figura». Al reducir las grandes propiedades a simples mercancías, sin ninguna mística arcádica, el capitalismo al menos era transparente en sus intenciones. La máxima medieval nulle terre sans seigneur («ninguna tierra sin dueño») dio paso a una afirmación más vulgar pero sincera: l’argent n’a pas de maître («el dinero no tiene dueño»).
Bajo esta tiranía, casi todas las personas o cosas «se objetivan». El trabajador dedica su vida a producir objetos que no posee ni controla. Su trabajo se convierte en un ser separado, externo, que «existe fuera de él, independiente, extraño, que se convierte en un poder independiente frente a él; la vida que ha prestado al objeto se le enfrenta como cosa extraña y hostil». Ningún estudioso o crítico del marxismo ha llamado la atención sobre el evidente paralelismo con Frankenstein, de Mary Shelley, el relato de un monstruo que se vuelve contra su creador. (Teniendo en cuenta la fascinación que Marx sentía por el mito de Prometeo, también deberíamos reparar en el subtítulo de la novela: El moderno Prometeo). En un momento en que sufría una erupción de forúnculos, en diciembre de 1863, Marx dijo de una persona especialmente desagradable que era «un segundo Frankenstein sobre mis espaldas[13]». «Se me ocurrió que podía ser un buen tema para un cuento —escribió a Engels—. Delante, el hombre que agasaja a su hombre interior con oporto, vino, cerveza y un enorme trozo de carne. Delante, el tragón. Pero detrás, sobre su espalda, el hombre exterior, un maldito forúnculo. Si el diablo hiciese un pacto para mantenerle a uno siempre con buena comida en circunstancias como estas, que el diablo se lleve, al diablo, digo.»[14] Marx mencionó este pustuloso íncubo a su hija Eleanor, que tenía ocho años. «Pero ¡si es tu propia carne!», comentó ella.
El concepto de alienación lo aprendieron los hijos de Marx desde la infancia, a fuerza de repetirlo, sobre todo mediante cuentos de hadas que inventaba para divertirles. «De los muchos relatos fantásticos que me contó, el más maravilloso, el más delicioso, fue “Hans Röckle”», escribió Eleanor en sus memorias:
Duraba meses y meses; era toda una serie de cuentos… Hans Röckle era un mago, como Hoffmann, que tenía una juguetería y siempre estaba sin un céntimo. Su tienda estaba llena de las cosas más maravillosas: hombres y mujeres de madera, gigantes y enanos, reyes y reinas, obreros y señores, animales y aves, tan numerosos como los que Noé metió en el arca, mesas y sillas, carruajes, cajas de todas clases y tamaños. Aunque era mago, Hans nunca podía pagar sus deudas ni con el diablo ni con el carnicero, y por tanto —contra su voluntad— se veía obligado a vender sus juguetes al diablo. Luego, estos corrían todo tipo de maravillosas aventuras que siempre concluían regresando a la tienda de Hans Röckle[15].
Muy fácil en un cuento. Pero ¿cómo podía recuperar el obrero los frutos del trabajo sin recurrir a la magia? Para Hegel, la alienación era un simple hecho de la vida, la sombra que incide entre la concepción y la creación, entre el deseo y el espasmo. En cuanto una idea se convierte en un objeto —una máquina o un libro—, «se externaliza», y por tanto se separa de su productor. La enajenación era la inevitable conclusión de todo trabajo.
Para Marx, el trabajo alienado no era un problema eterno de la conciencia humana del que no se pudiera escapar, sino el resultado de una forma particular de organización económica y social. Por ejemplo, una madre no es enajenada automáticamente de su bebé en el momento en que surge de su seno, aunque el parto sea sin duda un ejemplo de la «externalización» de Hegel. Pero se sentiría francamente alienada si cada vez que diese a luz, algún moderno Herodes le arrancase inmediatamente al lloroso infante. Este, más o menos, era el destino diario de los trabajadores, produciendo por siempre algo con lo que no se pueden quedar. Parece lógico, pues, que se sintieran infrahumanos. «El resultado es —observó Marx, en una de sus características paradojas— que el hombre (el obrero) siente que solo actúa con libertad en sus funciones más animales —comer, beber y procrear, o, como mucho, en su vivienda o en sus adornos—, en tanto que en sus funciones humanas no es nada más que un animal».
¿Cuál era la alternativa? Cuando escribió los Manuscritos de París en 1844, Marx poseía ya un formidable talento para captar los fallos estructurales de la sociedad —sus humedades, sus vigas podridas, las viguetas que ya no podían sostener el peso colocado sobre ellas— y para explicar por qué era necesaria, con urgencia, la piqueta para demolerla. Pero su talento como técnico en demoliciones no se podía equiparar aún con una visión arquitectónica original. «La abolición de la propiedad privada es… la completa emancipación de todos los sentidos y atributos humanos —escribió—. Únicamente a través del despliegue objetivo de la riqueza de las potencialidades humanas se puede cultivar o crear la potencialidad de la sensibilidad humana subjetiva: oído musical, percepción de la belleza de las formas, en una palabra, sentidos capaces de la gratificación humana». Solo el comunismo podía resolver el conflicto entre hombre y naturaleza, y entre los hombres entre sí. «Es la solución a la adivinanza de la historia —anunció con verbo grandilocuente— y [el comunismo] sabe que es la solución».
Tal vez fuera así; pero ¿qué era exactamente? Incapaz de desarrollar la idea de este vago humanismo, Marx prefirió decir lo que no era. Ninguna solución a la adivinanza de la historia se hallaría en las perogrulladas pequeñoburguesas de Proudhon («sus homilías sobre el hogar, el amor conyugal y banalidades tales»), o en las quimeras igualitaristas de Fourier o Babeuf, quienes —movidos por «la envidia y el deseo de igualar hacia abajo»— no querían abolir la propiedad privada sino simplemente redistribuirla. Su imaginario Valle Feliz era «una comunidad de trabajo y de salarios iguales, pagados por el capital comunal, la comunidad era el capitalista universal». La posesión material seguiría siendo el fin de la existencia, con la única diferencia de que todos los hombres —incluidos los anteriores capitalistas— quedarían reducidos a la condición de obrero. ¿Y qué pasaba con las mujeres? Como en sí mismo el matrimonio era una forma de propiedad privada exclusiva, supuestamente los comunistas más rudos pretendían que «las mujeres deberían pasar del matrimonio a la prostitución generalizada», convirtiéndose así en propiedad de todos. Marx retrocedió horrorizado ante esta «bestial» perspectiva.
Podemos ver por qué el intento de vida comunal con Herr y Frau Ruge tuvo tan poco éxito. A pesar de toda su burla de la moral y las costumbres burguesas, Marx era en el fondo un verdadero patriarca burgués. Cuando bebía o se carteaba con sus amigos, nada le gustaba más que un chiste verde o un estimulante escándalo sexual. En presencia de mujeres, sin embargo, mostraba una protectora caballerosidad que hubiese sido la admiración de todo páter familias victoriano. «En tanto que padre y marido, Marx, a pesar de su carácter desbordante e inquieto, es el más amable y bueno de los hombres», afirmaba con sorpresa en los años cincuenta un espía de la policía. El socialista alemán Wilhelm Liebknecht —compañero de más de una juerga por las tabernas— encontraba conmovedora y algo cómica la gazmoñería de Marx. «Aunque en el debate político y económico no acostumbraba a andarse con rodeos, y con frecuencia no medía sus palabras, en presencia de niños y mujeres su lenguaje era tan suave y refinado que ni siquiera una institutriz inglesa hubiera tenido motivo de queja. Si en tales circunstancias la conversación tomaba un giro sobre algún tema delicado, Marx se ponía nervioso y enrojecía como una jovencita de dieciséis años.»[16]
En agosto de 1844, mientras Jenny aún estaba de baja por maternidad en Tréveris y Karl trabajaba en solitario en sus cuadernos económicos en su piso de la rue Vanneau, un Friedrich Engels de veintitrés años pasó por París camino de Inglaterra, procedente de Alemania. Aunque ambos ya se conocían —cuando Engels hizo una visita a la oficina de la Rheinische Zeitung, el 16 de noviembre de 1842—, el encuentro había sido frío y poco memorable: Engels recelaba del ímpetu del joven director que «despotrica como si diez mil diablos lo tuvieran agarrado de los pelos», tal como Edgar Bauer le había prevenido; Marx fue asimismo suspicaz, suponiendo que, como Engels vivía en Berlín, probablemente era cómplice de las locuras de los Jóvenes Hegelianos, de los que formaban parte los hermanos Bruno y Edgar Bauer. Engels logró redimirse poco después trasladándose de Berlín a Manchester, y se le permitió escribir varios artículos para la Rheinische Zeitung, pero lo que de verdad despertó el interés de Marx fueron un par de artículos enviados a los Deutsche-Französische Jahrbücher: una crítica de Past and Present, de Thomas Carlyle, y una extensa Crítica de la economía política a la que Marx calificó como obra de un genio. Veremos por qué: aunque ya había decidido que el idealismo abstracto era pura palabrería, y que lo que impulsaba el motor de la historia eran las fuerzas económicas y sociales, el conocimiento práctico que Marx tenía del capitalismo era nulo. Había estado tan enfrascado en sus peleas dialécticas con los filósofos alemanes que la situación de Inglaterra —primer país industrializado y lugar de nacimiento del proletariado— se le había pasado por alto. Engels, desde su punto de observación en los ingenios algodoneros de Lancashire, estaba en situación perfecta para ponerle al corriente.
Cuando reanudaron su relación en agosto de 1844, la actitud de Marx había pasado de la desconfianza a la curiosidad respetuosa, y tras unos cuantos apéritifs en el Café de la Régence —lugar predilecto de encuentro de Voltaire y Diderot—, Marx lo invitó a la rue Vanneau para continuar la conversación. Esta se prolongó durante diez intensos días, mantenida a base de copiosas cantidades de aceite para las lámparas y de vino tinto, al final de lo cual se juraron amistad eterna.
Curiosamente, ninguno de los dos escribió jamás sobre este épico diálogo. El relato que hace Engels, en un prólogo escrito más de cuarenta años más tarde, se limita a una frase: «Cuando visité a Marx en París, en el verano de 1844, se puso de manifiesto nuestro completo acuerdo en todos los terrenos teóricos, y de ahí data nuestra colaboración[17]». C’est tout: apenas se puede traslucir de este lacónico resumen que la escala de Engels en París se pudiera calificar con justeza como diez días que conmovieron al mundo.
Los antepasados de Friedrich Engels habían vivido en Wuppertal durante más de dos siglos, dedicados a la agricultura y luego al comercio textil, bastante más lucrativo. Su padre, también llamado Friedrich Engels, había diversificado y ampliado la empresa, creando unos ingenios algodoneros en Manchester (1837), en Barmen y en Engelskirchen (1841), asociado con dos hermanos de apellido Ermen.
Friedrich hijo nació el 28 de noviembre de 1820. Su hogar era religioso, industrioso, de una estricta ortodoxia, solo en parte dulcificada por el carácter jovial de su madre, Elise, cuyo sentido del humor era «tan acusado que, incluso ya anciana, a veces se reía hasta que las lágrimas le corrían por las mejillas[18]». El padre, de carácter mucho más severo, vigilaba con preocupación a su hijo mayor por si se desviaba del camino recto. «Friedrich ha traído unas notas regulares la semana pasada —escribió a Elise el 27 de agosto de 1835—. Como sabes, sus modales han mejorado; pero a pesar de los severos castigos impuestos en el pasado, no parece estar aprendiendo a obedecer ciegamente ni siquiera por miedo al castigo. Hoy me he indignado al encontrar en su escritorio un libro obsceno que ha sacado de una biblioteca pública, un relato amoroso del siglo XIII. Que Dios proteja el corazón del niño, ya que a menudo me preocupa este hijo nuestro, que en otros aspectos tan lleno de promesas está». Aparentemente, Dios no prestaba atención: el joven Engels pronto pasaría a «libros obscenos» mucho más peligrosos.
En un aspecto sí cumplió las expectativas de los padres, al entrar en la empresa de la familia; eso sí, sin gran entusiasmo. En su informe de salida del colegio, en otoño de 1837, el director señalaba que el joven Friedrich «se creía inclinado» a dedicarse a los negocios «como profesión». En su interior ya estaban germinando otros planes. Sin embargo, necesitaba ganar dinero, y un empleo en Ermen & Engels sería un puesto interesante que le aseguraría seguridad económica y mucho tiempo libre.
Comenzó su aprendizaje en Bremen, donde su padre le encontró un puesto, no remunerado, como administrativo en un negocio de exportación, propiedad de Heinrich Leupold. «Es un tipo extremadamente agradable, estupendo, no os lo podéis imaginar», comentaba Engels de su jefe en una carta a sus antiguos amigos del colegio Friedrich y Wilhelm Graeber, fechada el 1 de septiembre de 1838. También les pedía perdón por no escribir una carta más extensa «porque el jefe está sentado aquí». Pero como vemos en el siguiente párrafo, Leupold no era demasiado estricto:
Perdonad por escribir tan mal, tengo tres botellas de cerveza en el cuerpo, ¡bien!, y no puedo escribir mucho más porque he de echarla al correo enseguida. Son ya las tres y media y las cartas hay que echarlas antes de las cuatro. ¡Madre mía!, rayos y truenos, ya veis que voy lleno de cerveza… ¡Qué lamentable estado! El viejo, es decir, el Jefe, se está marchando y estoy confundido, no sé ni lo que escribo. Todo tipo de ruidos resuenan en mi cabeza[19].
Por supuesto. Cuando no se ocupaba de sus mínimas obligaciones en la oficina, o escribía cartas inspiradas por los efluvios alcohólicos después de comer, o se quedaba tumbado en una hamaca examinando el techo a través del humo del cigarro, o de aquí para allá a caballo por las afueras de Bremen, Engels ya oía esos ruidos en su cabeza. Compuso música coral —en su mayor parte plagiada de antiguos himnos— y probó suerte con la poesía. Uno de sus poemas, «Los beduinos», fue aceptado para su publicación por el Bremisches Conversationsblatt en septiembre de 1838. Considerada como su primera obra publicada, también señala su primer encuentro con la censura de los editores burgueses.
Tal como Engels lo escribió, el poema empezaba lamentándose de que los beduinos —«hijos del desierto, orgullosos y libres»— habían sido despojados de ese orgullo y de esa libertad, y eran entonces meros actores para solaz de los turistas. Concluía con un conmovedor grito de guerra:
¡Idos de nuevo a vuestra tierra, exóticos huéspedes!
Vuestras túnicas del desierto no van bien
Con nuestros abrigos y chalecos prusianos,
¡Ni vuestra canción con nuestra literatura!

La idea, explicaría más tarde, era «confrontar a los beduinos, incluso en su condición actual, con la audiencia, totalmente extraña a esta gente». Ahora bien, en el texto publicado fue sustituido por una nueva estrofa final, añadida por el editor personalmente sin permiso del autor:
Siempre atentos al llamado del dinero,
y no a las necesidades primarias de la naturaleza.
Sus ojos están en blanco, permanecen en silencio,
Excepto uno que entona un canto fúnebre[20].

De esta manera, una exhortación airada quedaba reducida a algo melancólico, a una compungida resignación. Como se puede comprender, a Engels no le gustó nada: a su primitivo modo, ya se había dado cuenta de que la sociedad está conformada por imperativos económicos, pero el editor no le permitía nombrar o condenar a los culpables. «Me había quedado claro —concluía tras este desgraciado debut— que mis versos no sirven de nada.»[21]
Sus gustos literarios se estaban haciendo más políticos y prosaicos. Se compró un panfleto sobre temas de actualidad, Jacob Grimm über seiner Entlassung, en el que se narraba cómo la Universidad de Gotinga había expulsado a siete profesores liberales que se habían atrevido a protestar contra el tiránico régimen impuesto por Ernesto Augusto, el nuevo rey de Hannover. «Es extraordinariamente bueno y está escrito con una rara fuerza». Sobre el «affaire de Colonia» —la negativa en 1837 del arzobispo de Colonia a obedecer al rey de Prusia— leyó al menos siete panfletos. «He leído cosas y me he encontrado con expresiones (estoy cogiendo mucha práctica, sobre todo en literatura) que en nuestra región nunca dejarían que se publicaran, ideas muy liberales, etc., realmente estupendas.»[22] En una de sus cartas a los Graeber, envalentonado por la cerveza, se refería a Ernesto Augusto como «el viejo cabrón de Hannover».
Las voces más evidentemente «progresistas» de la época procedían del grupo de escritores llamado Joven Alemania, discípulos de Heine que abogaban por la libertad de expresión, la emancipación de las mujeres, el final de la tiranía religiosa y la abolición de la aristocracia hereditaria. «¿Quién puede objetar algo contra eso?», se preguntaba Engels, medio en broma medio en serio. Le ponía nervioso su liberalismo fácil y vago, pero en ausencia de nada más riguroso o analítico no tenía otra cosa a la que recurrir. «¿Qué debo hacer ahora, pobre de mí? ¿Seguir empollando por mi cuenta? No me apetece. ¿Hacerme lealista? ¡Ni hablar!». Así que, a falta de otra cosa mejor, se unió a la Joven Alemania. «No puedo dormir por las noches a causa de las ideas de nuestro siglo. Cuando voy a correos y miro el escudo prusiano, me invade el espíritu de la libertad. Cada vez que leo el periódico, busco indicios de libertad. Estos se introducen en mis poemas y se burlan de los oscurantistas con hábitos de monje o con mantos de armiño.»[23]
En su casa, en Barmen, sus padres no sabían nada de la fiebre democrática de su hijo: hizo lo que pudo para mantenerlos en la ignorancia, entonces y durante muchos años después. Incluso entrado en la madurez, cuando él y Marx esperaban jubilosamente la inminente crisis del capitalismo, Engels siempre exhibía un perfecto comportamiento durante las visitas de su padre a Manchester, desempeñando el papel de heredero consciente de sus deberes al que se le podía confiar la fortuna familiar; del mismo modo que, cabalgando con los miembros del club de caza, podía pasar perfectamente por un conservador hombre de negocios. Su comunismo, su ateísmo, su promiscuidad sexual pertenecían a una vida completamente distinta.
Para los amigos, las verdaderas opiniones de Engels sobre sus padres y su entorno ya eran evidentes en marzo de 1839, fecha en que escribió un ingenioso ataque a los petulantes y satisfechos de sí mismos burgueses de Barmen y Elberfeld para el Telegraph für Deutschland, un periódico de la Joven Alemania. Su autor, que contaba a la sazón dieciocho años, se ocultaba tras el seudónimo de Friedrich Oswald, una precaución necesaria, ya que los artículos no eran sino un verdadero parricidio periodístico. En las «lóbregas calles» de Elberfeld, informaba, todas las cervecerías estaban llenas a rebosar los sábados o domingos por la noche:
Y cuando cierran, a eso de las once, los borrachos salen de ellas y duermen la mona en la cuneta… Las razones de este estado de cosas son perfectamente claras. En primer lugar, el responsable es el trabajo en las fábricas. Trabajar en salas de techos bajos, donde las personas respiran más humo de carbón que oxígeno —y en la mayoría de los casos a partir de los seis años de edad—, les va a privar de toda su vitalidad y su alegría de vivir. Los tejedores, que tienen telares individuales en sus casas, se inclinan sobre ellos de la mañana a la noche, y se desecan la médula espinal frente a una estufa. Los que no caen en el misticismo se ven degradados por la ebriedad.
Tal como insinúa la referencia al misticismo, Engels ya había identificado la religión como sierva de la explotación y de la hipocresía: «Pues es un hecho que los pietistas, entre todos los propietarios de fábricas, tratan peor a sus trabajadores que los demás; utilizan todos los medios posibles para reducir los salarios de los trabajadores con el pretexto de así quitarles la oportunidad de emborracharse, aunque en la elección de los predicadores siempre son los primeros en sobornar a su gente». Incluso daba el nombre de algunos de estos lloriqueantes fariseos, aunque evitó mencionar a su propio padre.
Las «Cartas desde Elberfeld» fueron todo un escándalo. «¡Ja, ja, ja!, —escribía a Friedrich Graeber, uno de los pocos que conocían el secreto—. ¿Sabes quién escribió el artículo del Telegraph? Su autor es el mismo que el de estas líneas, pero te aconsejo que no digas nada. Me podría meter en un lío tremendo.»[24]
En la primavera de 1841, Engels partió de Bremen para hacer el servicio militar en Berlín, alistándose en la Artillería Real. La elección de Berlín, capital de los Jóvenes Hegelianos, no era casualidad: aunque el uniforme militar le proporcionaba un camuflaje de respetabilidad y tranquilizaba a sus padres, pasaba cada momento de asueto inmerso en la teología radical y en el periodismo. Un truco similar utilizó en el otoño de 1842, cuando fue destinado a la sucursal de Manchester de Ermen & Engels: mientras aparentemente estaba aprendiendo el negocio familiar, como era el deber de un aplicado heredero, aprovechó la oportunidad para investigar las consecuencias humanas del capitalismo. Manchester era el lugar donde había surgido la Liga contra la Ley del Trigo, núcleo de la huelga general de 1842, una ciudad repleta de cartistas, owenistas y agitadores sindicales de todo tipo. Aquí, como en ningún otro lugar, descubriría el verdadero carácter de la bestia. Durante el día era un diligente y joven gerente en la Lonja del Algodón; al acabar la jornada cambiaba de campo, explorando la terra incognita del proletario de Lancashire con el fin de reunir hechos e impresiones para su temprana obra maestra, La condición de la clase obrera en Inglaterra (1845). A menudo acompañado por su nueva amante, una obrera irlandesa de rojos cabellos llamada Mary Burns, hizo incursiones por los barrios bajos, que pocos hombres de su clase social habían visto nunca. Esta es, por ejemplo, su descripción de la «Pequeña Irlanda» la zona de Manchester situada al sudoeste de Oxford Road:
Por todas partes, montones de desperdicios, inmundicias y fango, entre charcas; la atmósfera está apestada por las emanaciones y se hace oscura y pesada por el humo de una docena de chimeneas; gran número de niños y mujeres harapientos vagan en esta localidad y están tan sucios como los cerdos que hozan en las charcas y montones de ceniza; en pocas palabras, todo el barrio presenta un aspecto tan desagradable y repugnante como el de los peores patios vecinos al Irk. Los habitantes de estos cottages, con las ventanas rotas cubiertas de papel untuoso, las puertas carcomidas y desquiciadas, sótanos oscuros y húmedos, quienes viven entre aquella suciedad infinita, aquel hedor, en aquella atmósfera casi intencionadamente cerrada, deben haber caído, en verdad, en el grado más bajo de la humanidad. Tal es la impresión y la conclusión final que se impone a una persona tras un examen superficial de este barrio. Pero ¿qué decir si nos enteramos que en estas casuchas, que contienen como mucho dos piezas y un desván, quizá un sótano, habitan, por término medio, veinte individuos[25]?
Lo que dio al libro su fuerza y profundidad fue que Engels hilvanó con habilidad (después de todo estaba en el negocio textil) observaciones de primera mano con información de las comisiones parlamentarias, de los funcionarios de salud y los diarios de sesiones del Parlamento. El Estado británico poco o nada había hecho para mejorar la suerte de los trabajadores, pero había reunido una montaña de datos sobre los horrores de la vida en las fábricas, a disposición de todo aquel que se tomase la molestia de cogerlos de una polvorienta estantería. Los reportajes de los periódicos, sobre todo de juicios penales, proporcionaban aún más detalles. El lunes, 15 de enero de 1844, Engels observaba,
fueron llevados al tribunal de policía dos muchachos que, hambrientos, habían robado en una bodega una pata de vaca medio cocida y se la habían comido enseguida. El juez hizo hacer investigaciones ulteriores, recibiendo de la policía la siguiente información: la madre de estos muchachos era viuda de un soldado, más tarde hombre de la policía; después de la muerte del marido, quedó con nueve hijos y las cosas le fueron muy mal… Cuando el agente de policía llegó a la casa encontró a la viuda con seis de sus hijos literalmente amontonados en una pieza interna, sin muebles, exceptuando dos viejas sillas de junco, desfondadas, una mesita con las patas rotas, una taza, también rota, y un platillo. En la chimenea, apenas un poco de fuego, y en un rincón, un montón de andrajos, los que podía llevar una señora en su delantal, que servían como lecho a la familia entera.
Engels estaba estupefacto de que los órganos de expresión de la burguesía británica proporcionasen tantos datos autoinculpatorios. Tras citar varios casos horripilantes de enfermedades y hambre, publicados en el Manchester Guardian, un periódico de la clase media, estaba exultante: «Disfruto con el testimonio de mis adversarios». No hay más que estudiar las citas de los Libros Azules y de The Economist del primer volumen de El capital para ver cuánto aprendió Karl Marx por este procedimiento.
Marx y Engels se complementaban perfectamente. Si bien Engels ni de lejos podía igualar la erudición de Marx, al no haber tenido la oportunidad de ir a la universidad, tenía un impagable conocimiento de primera mano de la maquinaria del capitalismo. Se podría decir, casi, que ambos personajes eran la encarnación de Tesis y Antítesis. Marx escribía con unos garabatos apretujados, con innumerables tachaduras y enmiendas, como testimonio emborronado del esfuerzo que le costaba; la caligrafía de Engels era pulcra, formal, elegante. Marx era grueso, de corta estatura y de tez morena, un judío atormentado por no sentirse a gusto con su propia raza; Engels era alto y rubio, con algo más que indicios de fanfarronería aria. Marx vivía en el caos y en la miseria; Engels era un trabajador eficaz que tenía un trabajo a tiempo completo en la empresa familiar, en tanto mantenía una impresionante producción de libros, cartas y artículos de periódico; e incluso escribía artículos que luego firmaban otros, entre ellos Marx. Sin embargo, siempre encontraba tiempo para disfrutar de las comodidades de la vida de la alta burguesía: tenía caballos en los establos, mucho vino en su bodega y una amante en la alcoba. Durante los muchos años en que Marx casi se ahogaba en la más absoluta penuria, escondiéndose de los acreedores y luchando para mantener con vida a su familia, Engels, que no tenía hijos, disfrutaba de los placeres propios de una despreocupada y próspera soltería.
A pesar de la evidente disparidad de posición, Engels sabía que nunca sería el socio principal. Cedió el puesto a Marx desde el comienzo, aceptando que era su tarea histórica apoyar y subvenir al sabio indigente sin quejas o celos, o incluso, en realidad, sin demasiada gratitud. «Sencillamente no entiendo —escribía en 1881, casi cuarenta años después de su primer encuentro— cómo nadie puede tener envidia del genio; es algo tan supremamente especial que los que no lo poseemos sabemos desde el principio que es inalcanzable; para tener envidia de algo así hay que ser tremendamente estrecho de miras.»[26] La amistad de Marx, y la triunfante culminación de su trabajo, sería recompensa más que suficiente.
No tenían secretos el uno para el otro. Tampoco tabúes: si a Marx le salía un inmenso forúnculo en el pene, no dudaba en hacerle la más completa descripción. Su voluminosa correspondencia es un sabroso estofado de historia y chismorreo, política económica y obscenidades de colegial, grandes ideales e intimidades de andar por casa. En una carta a Engels del 23 de marzo de 1853, por tomar un ejemplo más o menos al azar, Marx expone el rápido incremento de las exportaciones británicas a territorios turcos, la posición de Disraeli en el Partido Conservador, el debate en la Cámara de los Comunes de la Ley sobre las Reservas para el Clero en Canadá[*], los malos tratos a los refugiados por parte de la policía británica, las actividades de los comunistas alemanes en Nueva York, el intento del editor de Marx de estafarle, la situación de Hungría, y la supuesta flatulencia de la emperatriz Eugenia: «Ese ángel sufre, a lo que parece, de una dolencia de lo más indiscreta. Es una apasionada adicta a los pedos, y es incapaz de reprimirse, incluso en compañía. Durante una época recurrió a la equitación como remedio. Pero ahora que se lo ha prohibido Bonaparte, a lo que da rienda suelta es a las ventosidades. Es solo un ruidito, un pequeño murmullo, casi inaudible, pero ya sabes que los franceses son sensibles a la menor ráfaga de viento».
Como cosmopolitas apátridas que ambos eran, crearon incluso su propio lenguaje, un extraño galimatías anglo-franco-latino-alemán. En este libro hemos traducido todas las citas, para ahorrar al lector la angustia de tener que descifrar el código marxiano, pero una breve frase puede dar una idea de su tan expresiva como incomprensible sintaxis: «Diese excessive technicality of ancient law zeigt Jurisprudenz as feather of the same bird, als d. religiösen Formalitäten z. B. Auguris etc. od d.. Hokus Pokus des medicine man der savages». Engels aprendió a entender esta jerigonza con facilidad; y lo más impresionante, era capaz de leer la caligrafía de Marx, al igual que Jenny. Sin embargo, aparte de estos dos estrechos colaboradores, muy pocos son los que lo hayan conseguido sin desesperarse. Tras la muerte de Marx, Engels tuvo que impartir un curso de doctorado en paleografía a los socialdemócratas alemanes que querían organizar los escritos no publicados del gran hombre.
Engels era para Marx una especie de madre adoptiva que le enviaba dinero para gastos, se preocupaba por su salud y le recordaba constantemente que no abandonase sus estudios. En la carta más antigua que se conserva, escrita en octubre de 1844, ya le apuraba a Marx para que acabase sus manuscritos políticos y económicos: «Preocúpese de que el material que ha recogido sea pronto difundido a todo el mundo. ¡Ha llegado la hora, en verdad!»[27]. Y de nuevo, el 20 de enero de 1845: «Ha de hacer todo lo posible por acabar su libro político económico; aunque haya muchas cosas en él con las que no esté satisfecho, no importa demasiado; las mentes están maduras y hemos de golpear cuando el hierro aún está al rojo… Trate de acabar antes de abril; haga como yo, fije una fecha de terminación definitiva y asegúrese de que se imprima a toda prisa».
Ni por esas. El propio Engels desvió a Marx de su propósito, al proponerle que colaboraran en un panfleto contra Bruno Bauer y su troupe de payasos, con el título provisional de Crítica de la crítica crítica. Le insistió en que no serían más de cuarenta páginas, pues «cada día encuentro más tediosas todas esas bobadas teóricas y me irrita cada palabra que se gasta sobre el tema hombre, cada línea que hay que leer o escribir contra la teología y la abstracción…»[28].
Engels escribió a toda velocidad sus 20 páginas, cuando aún estaba en la rue Vanneau, y luego regresó a Renania. Varios meses más tarde, «no fue ninguna sorpresa» para él saber que el panfleto era ahora un gigantesco monstruo de más de 300 páginas; tuvieron que cambiarle el título por el de La sagrada familia. «Si mantiene mi nombre en la página de créditos, parecerá algo extraño —señaló—. Prácticamente casi no he colaborado en él». Pero esta no era la única razón para querer que su nombre fuese eliminado. «¡La Crítica crítica no ha llegado aún!, —le escribió a Marx en febrero de 1845—. Su nuevo título, La sagrada familia, me causará problemas con mi pío y ya bastante indignado progenitor, aunque usted, claro, no podía saberlo.»[29] Su despótico padre había empezado a temer por el alma cristiana de su hijo. «Si recibo cartas, las husmea por todas partes antes de que me lleguen —se quejaba—. No puedo comer, beber, dormir, tirarme un pedo sin tener que vérmelas con la misma maldita expresión de cordero de Dios.»[30] Un día, cuando Engels volvía dando tumbos a casa a las dos de la mañana, el suspicaz patriarca le preguntó si le habían arrestado. En absoluto, contestó Engels en tono tranquilizador: simplemente había estado discutiendo de comunismo con Moses Hess. «¡Con Hess! —resopló su padre—. ¡Santo cielo! ¡Hay que ver con quién te juntas!».
No sabía de la misa la media. «Ahora todo lo que mi padre tiene que hacer es descubrir la existencia de la Crítica crítica y será perfectamente capaz de echarme de casa. Además de todo, lo peor es la constante irritación de ver que nada se puede hacer con esta gente, que quieren positivamente desollarse y torturarse a sí mismos con sus infernales fantasías, y que ni siquiera se les pueden enseñar los principios más elementales de la justicia».
La sagrada familia, o Crítica de la crítica crítica: contra Bruno Bauer y consortes fue publicada en Frankfurt en la primavera de 1845. Releyendo el libro, más de veinte años más tarde, Marx se sintió «gratamente sorprendido al comprobar que no teníamos que avergonzarnos de la obra, aunque el culto a Feuerbach ahora me causa una impresión de lo más cómica[31]». Pocos lectores han compartido su satisfacción. Cuando Marx empezó a escribir esta epopeya burlesca, los hermanos Bruno, Edgar y Egbert Bauer —la sagrada familia del título— ya se habían deslizado desde el ateísmo y el comunismo militante a la mera bufonada, como hicieron los dadaístas y los futuristas hacia 1930. Lo que necesitaban era una simple bofetada, no un bombardeo a gran escala. Era matar mosquitos a cañonazos.
El fuego graneado de Marx cayó sobre otros objetivos que no escapaban a su interés. Había varios capítulos de invectivas contra Eugène Sue, autor de populares novelas sentimentales, cuyo único delito era haber alabado en Allgemeine Literatur-Zeitung a Bruno Bauer. Si bien Sue podía ser tan funesto como Marx sugería, el castigo era absurdamente desproporcionado al crimen: intentemos imaginar, poniendo un ejemplo actual, una gran obra del profesor George Steiner atacando Los puentes de Madison County. Hasta el propio Engels tuvo que admitir que Marx estaba malgastando su mordacidad en el aire del desierto. «Es demasiado largo —escribió—. El supremo desprecio que los dos sentimos por Allgemeine Literatur-Zeitung está en flagrante contradicción con los veintidós pliegos [352 páginas] que le hemos dedicado. Además, la mayor parte de la crítica de la especulación y de la existencia abstracta en general será incomprensible para la mayoría del público, además de no ser de interés general. Aparte de eso, el libro está magníficamente escrito…».
O, como dijo diplomáticamente el cura cuando su obispo le sirvió un huevo podrido: «No, monseñor, ¡hay partes que están excelentes!».

4.-

El ratón en el desván

Si Marx se hubiese limitado a tomar el pelo a hegelianos desconocidos y novelistas de segunda fila, tal vez le hubieran dejado en paz. Sin embargo, no pudo resistir la tentación de burlarse de una bestia mucho más peligrosa. En el verano de 1844, tras resultar ileso en un atentado, el rey Federico Guillermo IV de Prusia hizo público este breve mensaje de agradecimiento a sus leales súbditos antes de partir de vacaciones: «No puedo dejar el suelo de la madre patria, aunque solo por un breve tiempo, sin expresar públicamente el profundo agradecimiento Mío y en nombre de la Reina por el cual Nuestro corazón se ha conmovido». Marx pensaba que era cómico, y así lo dijo, a las claras, en un artículo para Vorwärts! La sintaxis del rey, escribió, parecía implicar que los reales pechos estaban conmovidos por el real nombre:
Si el asombro ante esta peculiar conmoción le deja a uno pensar de nuevo, se ve que la conjunción de relativo «por el cual nuestro corazón se ha conmovido» se refiere no al nombre, sino a agradecimiento más alejado… El problema reside en la combinación de tres ideas: 1) que el rey está saliendo de su país, 2) que sale por un corto tiempo, 3) que siente la necesidad de mostrar su agradecimiento al pueblo. La expresión excesivamente comprimida de estas ideas hace parecer que el rey está expresando su agradecimiento solo porque está saliendo del país[1]…
Si Marx pensaba que iba a librarse así como así de esta ofensa de lesa majestad, había olvidado que los monarcas tienen su propia y masónica solidaridad. El 7 de enero de 1845, en una audiencia con el rey Luis Felipe en París, el enviado prusiano Alexander von Humboldt le hizo entrega de dos objetos: un valioso jarrón de porcelana y una carta de Federico Guillermo IV, protestando por los intolerables insultos y libelos publicados por Vorwärts! Luis Felipe estaba de acuerdo en que había demasiados filósofos alemanes en París: la revista fue cerrada dos semanas después, y el ministro del Interior, François Guizot, ordenó la expulsión de Marx de Francia.
Y ahora, ¿adónde? El único rey de Europa continental que aún estaba dispuesto a admitir refugiados era Leopoldo I de Bélgica, aunque incluso él exigía una promesa escrita de buen comportamiento. («Para obtener permiso de residencia en Bélgica, prometo, bajo palabra de honor, no publicar en Bélgica obra alguna sobre política actual. [Firmado] Dr. Karl Marx»). Mientras Jenny se quedaba unos cuantos días para vender sus muebles y sus enseres, Marx salió de París en compañía de Heinrich Bürgers, un joven periodista de Vorwärts! que abandonaba el país indignado por «el castigo infligido a un hombre que era mi amigo y mi fiel guía en mis estudios». Mientras el carruaje pasaba traqueteando por Picardía, Bürgers intentó en vano alegrar el ánimo de su mentor cantando estribillos de canciones de taberna alemanas.
Un sueño reparador fue más confortante. A la mañana siguiente, Marx ya estaba impaciente por entrar en acción, diciéndole a Bürgers que se apurase con el desayuno porque «hemos de partir y ver a Freiligrath hoy». Ferdinand Freiligrath, otrora poeta de corte de Federico Guillermo IV, había huido a Bélgica unas semanas antes para no ser arrestado tras la publicación de una sediciosa Confesión de fe. Aunque antaño había sido blanco favorito de la antigua Rheinische Zeitung, ahora se le otorgaba indulgencia plenaria como converso a la causa antiprusiana. Entre los otros recién llegados de la diáspora radical estaban Moses Hess, Karl Heinzen, el radical suizo Sebastian Seiler, Joseph Weydemeyer, antiguo oficial de artillería (que sería su amigo durante toda la vida), un grupo de socialistas polacos, y, lo más importante, Friedrich Engels, que poca persuasión necesitaba para escapar de los asfixiantes convencionalismos sociales de Barmen y seguir a Marx al exilio. Edgar von Westphalen, hermano de Jenny, el adorable aunque incontrolable cachorro de la familia, también viajó con ellos.
Cuando la mujer y la hija de Marx se le unieron, este ya había vuelto a sus hábitos de siempre: leer, escribir, beber, conspirar. «Estábamos locos de contentos —recordaría Weydemeyer—. Largas mañanas en los cafés y aún más largas noches jugando a las cartas y conversando animadamente bajo el influjo de la bebida». Por una vez, y sin que sirviera de precedente, hasta la economía familiar marchaba bien: dos días antes de salir de París, un editor de Darmstadt le dio a Marx un anticipo de 1500 francos por su embriónica obra sobre economía política, y una colecta hecha por Engels añadió otros 1000 francos al fondo común, en su mayor parte procedente de sus partidarios alemanes. Engels entregó también sus honorarios por su libro La condición de la clase obrera en Inglaterra, para que «al menos los bellacos no tengan la satisfacción de ver que su infamia le produce a usted problemas económicos». Pero luego añadía, premonitoriamente, «temo que al final tampoco en Bélgica le van a dejar en paz, por lo que no le quedará más remedio que ir a Inglaterra[2]».
Jenny, embarazada de nuevo, intentó ocultar su decepción de tener que renunciar a las tiendas y salons de París por la aburrida Bruselas, pero a su madre le preocupó tanto esta última conmoción familiar que le envió a Helene Demuth, su sirvienta de Tréveris, en préstamo indefinido. Helene Demuth, que habría de pasar el resto de su vida tratando de mantener unida a la familia a través de incontables crisis y vicisitudes, tenía entonces veinticinco años, y era una mujer pequeña, con gracia, de origen campesino, con cara redonda y ojos azules y siempre inmaculadamente pulcra y acicalada, incluso cuando se veían rodeados de miseria. Su eficiencia doméstica era impresionante y constante. En fecha tan tardía como 1922, una mujer inglesa que había estado en casa de los Marx cuando era una niña, recordaba las excelencias culinarias de Helene: «Sus tartaletas de mermelada siguen siendo hasta hoy un dulce y perdurable recuerdo[3]». No era en absoluto una dócil empleada doméstica: protegía a sus nuevos jefes con la ferocidad de un tigre, y todos los invitados que se quedaban más de lo debido debían enfrentarse a un severo ataque.
Durante el primer par de meses, Marx y su familia se alojaron en hoteles o en casas de amigos. Pero en cuanto pudieron encontrar un alojamiento más permanente —una pequeña casa adosada en la rue D’Alliance 5, en la parte oriental de la ciudad—, Jenny partió con su hija y su sirvienta para pasar las vacaciones de verano en la residencia de la baronesa Von Westphalen en Alemania, dejando que fuese Karl el que hiciese habitable la casa. «La casita puede servirnos perfectamente», escribió desde Tréveris. Había que reservar una habitación para el parto, pero «después de terminar mi importante asunto en el piso de arriba, me trasladaré de nuevo abajo. Entonces podrás dormir en lo que hoy es tu estudio y podrás montar tu campamento en el inmenso salón; no le veo problemas. Arriba estarás aislado y no te molestará el ruido de los niños en el piso de abajo. Luego me iré contigo cuando todo esté tranquilo… ¡Te has fijado que Bruselas se va a convertir en una verdadera colonia de indigentes!»[4] El 26 de septiembre, solo quince días después de regresar de Tréveris, Jenny engrosó la colonia con otro miembro, al dar a luz a otra hija, Laura.
Marx había prometido a las autoridades belgas no publicar nada sobre la política del momento, pero pensó que entraba dentro de lo permitido participar en política y continuar sus estudios de historia económica. Por eso es por lo que convocó a Engels, por entonces ya su imprescindible lugarteniente. En el verano de 1845, ambos hicieron un viaje de seis semanas a Inglaterra, en parte para consultar las bien provistas bibliotecas de Manchester y Londres, pero también para conocer a los dirigentes cartistas, el primer movimiento obrero del mundo. A su regreso, Engels alquiló una casa junto a la de los Marx y se puso a organizar los restos del naufragio socialista en Bruselas para convertirlo en una verdadera formación política.
Primero, no obstante, estaba el asunto del libro de Marx. El viaje de estudio a Inglaterra y las muchas horas que pasaba en la biblioteca municipal de Bruselas hubieron de infundir nuevas esperanzas en su editor, Karl Leske, que aguardaba la Crítica de economía y política para finales de verano. Pero Marx ya había dejado a un lado el manuscrito sin haber escrito más que el índice de materias. «Me parecía muy importante —le explicaba a Leske— preceder mi obra científica con una obra polémica contra la filosofía alemana y el socialismo alemán hasta el momento presente. Ello es necesario con el fin de preparar al público para el punto de vista utilizado en mi Economía, que es diametralmente opuesto a la doctrina alemana, pasada y presente… Si fuera preciso, le podría enseñar numerosas cartas que he recibido de Alemania y Francia como prueba de que esta obra es esperada como agua de mayo por parte del público.»[5]
Nada de eso: su «obra polémica», La ideología alemana, no encontró editor hasta 1932. La única demanda pública de la obra procedía del propio Marx, que en este momento era caricaturizado por los Jóvenes Hegelianos como discípulo inconsciente de Ludwig Feuerbach. Esto le enfureció: la desmitificación de Hegel hecha por Feuerbach, era verdad, había sido un glorioso momento de revelación, como el primer contacto de Keats con la traducción de Homero de Chapman; pero Marx hacía mucho que había llegado a la conclusión de que la crítica sustituía simplemente un mito por otro. Feuerbach, el hombre que había vuelto del revés a Hegel, necesitaba el mismo tratamiento, o, en palabras de Marx, un «ajuste de cuentas».
Este ejercicio de «contabilidad» filosófica comenzó en la primavera de 1845, cuando garabateó las breves notas de lo que conocemos como las Tesis sobre Feuerbach. «El defecto fundamental de todo el materialismo anterior (incluido el de Feuerbach) es que solo concibe las cosas, la realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contemplación, pero no como actividad sensorial humana, no como práctica.»[6] Feuerbach había explicado el fundamento secular de la religión, pero luego había permitido que el propio dominio de lo secular flotase hasta convertirse en nubes de abstracción. «El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva —argumentaba Marx— no es un problema teórico, sino un problema práctico… La vida social es, en esencia, práctica: Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo». La teoría sin la práctica era una forma de masturbación escolástica, ciertamente placentera, pero, en resumidas cuentas, estéril y sin consecuencias. No obstante, Marx y Engels pasaron el invierno de 1845-1846 teorizando como posesos para redactar La ideología alemana.
El libro comienza con una de esas generalizaciones de Marx que captan al punto nuestra atención: «Hasta ahora, los hombres se han formado siempre ideas falsas acerca de sí mismos, acerca de lo que son o debían ser[*]». A ello seguía otro de sus trucos favoritos, la parábola provocativa:
Un hombre listo dio una vez en pensar que los hombres se hundían en el agua y se ahogaban simplemente porque se dejaban llevar por la idea de la gravedad. Tan pronto como se quitaran esta idea de la cabeza, considerándola, por ejemplo, como una idea nacida de la superstición como una idea religiosa, quedarían sustraídos del peligro de ahogarse. Ese hombre se pasó la vida luchando contra la ilusión de la gravedad, de cuyas nocivas consecuencias le aportaban nuevas y abundantes pruebas todas las estadísticas. Ese hombre listo era el prototipo de los nuevos filósofos alemanes[7].
Estos pensadores eran ovejas que vivían bajo la ilusión de ser lobos, cuyos insulsos balidos «se reducen a imitar en forma filosófica las concepciones de la clase media alemana».
Una de las ovejas era el propio Ludwig Feuerbach, cuya concepción del mundo «se limita, por una parte, a su mera contemplación, y, por otra, a la mera sensación». De esta forma, no lograba darse cuenta de que hasta los objetos naturales más simples son de hecho producto de la circunstancia histórica. Por ejemplo: «Así es sabido que el cerezo, como casi todos los árboles frutales, fue trasplantado a nuestra zona hace pocos siglos por obra del comercio, y tan solo por medio de esta acción de una determinada sociedad y de una determinada época fue entregado a la certeza sensorial». Para Feuerbach, el cerezo estaba simplemente allí, como uno de los dones altruistas de la naturaleza.
Curiosamente, aunque el libro se había pensado como un ajuste de cuentas con Feuerbach, este no merece más que un par de capítulos breves. Bruno Bauer —«san Bruno»— fue despachado con similar rapidez. Pero 300 páginas ilegibles fueron dedicadas a las excentricidades de Max Stirner, un anárquico escritor joven hegeliano que proponía que el egoísmo heroico y la fe en las propias capacidades liberarían a los individuos de su imaginaria opresión. Aunque el credo existencialista de Stirner merecía lo suyo, un rápido corte con el estilete hubiese sido más eficaz que el ampuloso sarcasmo de Marx, que, irónicamente, se parecía mucho al egoísmo autocomplaciente que defendía Stirner.
A pesar de sus momentos de langor, La ideología alemana es un relato muy revelador de lo que un Marx de veintisiete años había aprendido de sus aventuras filosóficas y políticas. Habiendo rechazado uno tras otro a Dios, a Hegel y a Feuerbach, él y Engels estaban listos para desvelar sus propias ideas sobre la teoría práctica o la práctica teórica, lo que se suele conocer como materialismo histórico. «Las premisas de las que partimos no tienen nada arbitrario, no son ninguna clase de dogmas, sino premisas reales, de las que solo es posible abstraerse en la imaginación. Son los individuos reales, su acción y sus condiciones materiales de vida… Estas premisas pueden comprobarse, consiguientemente, por la vía puramente empírica». En tanto que Feuerbach había dicho que se es lo que se come, Marx y Engels insistían en que se es lo que se produce, y cómo se produce. «La división del trabajo dentro de una nación se traduce, ante todo, en la separación del trabajo industrial y comercial con respecto al trabajo agrícola, y, con ello, en la separación de la ciudad y el campo y en la contradicción de los intereses entre una y otro. Su desarrollo ulterior conduce a la separación del trabajo comercial del industrial», etc. Estos sucesivos procesos de refinamiento en la división del trabajo eran reflejo del proceso experimentado por la propiedad, de la propiedad tribal primitiva a la antigua propiedad comunal y estatal, y de ahí a la propiedad feudal o de la tierra para pasar a la propiedad burguesa. «La organización social y el Estado brotan constantemente del proceso de vida de determinados individuos… No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia». La esclavitud no se podía abolir sin la máquina de vapor o la hiladora mecánica, de igual modo que la servidumbre no se pudo abolir sin las mejoras en la agricultura, y en general «las personas no se pueden liberar mientras no sean capaces de obtener comida y bebida, casa y ropa en calidad y cantidad adecuadas».
¿Cómo sería esta liberación? Aunque el nuevo materialismo de Marx y Engels se presentaba como negación del idealismo, su propia visión del paraíso resultó ser un idilio pastoral, tremendamente paradójico, dado el desprecio que Marx sentía por la vida del campo, a la que solía calificar como «idiotez rural». En la actual división del trabajo, afirmaban, todos los hombres se ven atrapados en una esfera de actividad exclusiva:
El hombre es cazador, pescador, pastor o crítico crítico, y no tiene más remedio que seguirlo siendo si no quiere verse privado de los medios de vida, al paso que en la sociedad comunista, donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente posible que pueda dedicarse hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico.
Un nirvana un poco agotador, pueden pensar algunos. A Engels le gustaba ciertamente la caza y la crítica, pero ¿se emocionaba realmente su corazón con la perspectiva de arrear ganado después de comer?
El paraíso marxista es evocado de manera más tentadora en la interminable diatriba contra Stirner, que había sugerido que la división del trabajo solo se aplicaba a aquellas tareas que cualquier persona razonablemente adiestrada podía hacer; hacer pan o arar, por ejemplo. Nadie, afirmaba, podía haber hecho las obras de Rafael, excepto el propio artista. El ejemplo no era demasiado afortunado: Rafael contaba con equipos de asistentes y discípulos que terminaban sus frescos, como señalaron Marx y Engels inmediatamente. Además, los comunistas no creían que todos deberían o podrían producir las obras de Rafael, sino tan solo que a los Rafaeles en potencia habría que permitirles su desarrollo sin estorbo.
Sancho [por Stirner] se imagina que Rafael pintó sus cuadros independientemente de la división del trabajo que en su tiempo existía en Roma. Si compara a Rafael con Leonardo da Vinci y Tiziano, podrá ver hasta qué punto las obras de arte del primero se hallaban condicionadas por el florecimiento a que entonces había llegado Roma bajo el influjo de Florencia, como más tarde las del tercero por el desarrollo, totalmente distinto, de Venecia. Rafael, ni más ni menos que cualquier otro artista, se hallaba condicionado por los progresos técnicos del arte logrados antes de venir él, por la organización de la sociedad y la división del trabajo… En una sociedad comunista no habrá pintores, sino, a lo sumo, hombres que, entre otras cosas, se ocupen también de pintar.
Actividades como la caza, la pesca, el esquileo de las ovejas, tal vez. La cuestión de quién fregará los retretes o extraerá el carbón era una pregunta que ni se formulaba ni se respondía. Cuando algún sabihondo alemán trataba de pillarle preguntándose en voz alta quién habría de lustrar los zapatos en el comunismo, Marx replicaba, irritado: «Usted mismo». Una amiga sugirió en una ocasión que no se imaginaba a Marx viviendo tranquilo y feliz en una sociedad igualitaria. «Tampoco yo —contestó él—; ese tiempo llegará, pero no viviremos para verlo».
Desde su tardía publicación, ya en el siglo XX, se llegaron a hacer exageradas afirmaciones de que La ideología alemana era una «exposición completa» de la concepción marxista de la historia. El propio Marx era más realista sobre sus limitaciones. «Abandonamos el manuscrito a la persistente crítica de los ratones —escribió— de bastante buen grado, pues habíamos conseguido nuestro principal objetivo: nuestra propia clarificación». Las destrozadas páginas del manuscrito que conservamos parecen de verdad que han sido mordisqueadas en sus márgenes por pequeños roedores, tal vez recalcitrantes hegelianos.
Una vez que lograron organizar la teoría a su satisfacción, Marx y Engels pasaron prestos a la práctica, «para ganar a nuestras posiciones al proletariado europeo y en primer lugar al alemán». ¿Dónde iban a encontrar al proletariado alemán? En París, Londres y Bruselas, por supuesto.
La primera organización de comunistas alemanes en el exilio, la Liga de los Justicieros, había sido fundada en París en 1834. Sus miembros eran en su mayor parte intelectuales de clase media —«los elementos de mente más adormilada», como Engels les llamaba—, que pronto se dormirían por completo. La clandestina Liga de los Justos, que se había escindido de ella en 1836, fue un equipo mucho más activo, dirigido por artesanos autodidactas que pasaban felices muchas noches planeando golpes y conspiraciones. Su política, a pesar de todo, se reducía apenas a un vago igualitarismo, procedente del pensador utópico del siglo XVIII Gracchus Babeuf. Después de participar en la chapucera sublevación de París de mayo de 1839, algunos de los dirigentes de la Liga huyeron a Londres, donde crearon una Asociación Educativa de los Trabajadores Alemanes, de respetable nombre, como tapadera de su sociedad secreta. Las figuras más destacadas fueron Karl Schapper, un fornido cajista y, a veces, trabajador forestal, que había conseguido sus galones de revolucionario durante el ataque a una comisaría de policía de Frankfurt en 1833; Heinrich Bauer, un ingenioso zapatero de Franconia, de pequeña estatura, y Joseph Moll, un relojero de Colonia de mediana estatura pero de inmenso coraje físico… «¡Cuántas veces —escribió Engels—, Schapper y él habían defendido la entrada a una sala ante el ataque de cientos de adversarios!». (Heroico hasta el final, Moll fue muerto de un disparo durante el levantamiento de Baden en 1849).
Engels conoció al triunvirato durante su estancia en Londres en 1843. Fueron los primeros revolucionarios de clase obrera que había conocido, y para un impresionable jovenzuelo burgués, su condición de «hombres reales» compensaba fácilmente lo limitado e ingenuo de su ideología. Además, sin duda, eran eficientes: habiendo conseguido reconstruir la Liga de los Justos de Londres hasta convertirla en una próspera organización, crearon una red de partidarios en Suiza, Alemania y Francia. Allí donde estaban prohibidas por ley las asociaciones obreras, disfrazaban sus logias de sociedades corales o de clubes gimnásticos.
Aunque estos conspiradores todavía volvían sus ojos a París como ciudad madre de todas las revoluciones, dejaron de tratar a la filosofía francesa con el antiguo y reverencial respeto y deferencia. La Liga, por aquel entonces, contaba ya con su propio teórico, el oficial sastre Wilhelm Weitling, cuyo libro La humanidad tal como es y cómo debería ser, había sido publicado por la Liga en 1838.
Weitling, hijo ilegítimo de una lavandera alemana, poseía la actitud pía y angustiada de un profeta martirizado. Se hubiera sentido perfectamente a gusto entre los predicadores milenaristas itinerantes de la Edad Media, o entre las sectas comunistas que florecieron en la época de la guerra civil inglesa, pero tenía muy poco en común con los pensadores o agitadores de la revolución del siglo XIX. Su credo era un cóctel casero de Apocalipsis y de Sermón de la Montaña, en el que el empalagoso dulzor de la homilía de la escuela dominical estaba levemente sazonado con fuego y azufre. Cuando no advertía acerca de un inminente Armagedón, farfullaba feliz sobre un retorno al Edén, una Arcadia en la que el odio y la envidia no existirían. Era como si uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis hubiese desmontado de repente para acariciar a un gato.
Sin embargo, era innegable la fuerza de su evangelismo. «El respeto de que gozaba en nuestros círculos era ilimitado —escribió Friedrich Lessner, otro sastre comunista alemán—. Era el ídolo de sus partidarios». Y debido a sus correrías por Europa, estos discípulos formaban una impresionante brigada multinacional. Huido Weitling a Suiza tras la frustrada rebelión de 1839 en Francia, estableció sucursales de la Liga de los Justos en Ginebra y Zurich, que con el tiempo le pusieron bajo la atenta mirada de las autoridades suizas. Durante una redada en su casa, la policía halló más pruebas inculpatorias de su maldad —un manuscrito autobiográfico, El evangelio de un pobre pecador—, en el que se comparaba con Jesucristo, como un pobre marginado de la sociedad que había sido crucificado por atreverse a hablar contra la injusticia. Esta osadía le valió seis meses de cárcel por blasfemia, a lo que siguió su deportación a Alemania, donde pronto fue arrestado de nuevo, esta vez por desertar del ejército para escapar del servicio obligatorio. Cuando llegó a Londres en 1844, el sastre de treinta y seis años era ya una figura legendaria, que convocaba a una gran cantidad de socialistas alemanes exiliados y de cartistas ingleses con su retórica religiosa de nuevo cuño. En uno de sus golpes de efecto favoritos, se remangaba su elegante pantalón (como era sastre, siempre llevaba unos trajes de impecable corte) para mostrar las amoratadas cicatrices dejadas por las cadenas y los grilletes de sus carceleros.
Es difícil imaginar a alguien menos del gusto de Marx que este vano soñador utópico, cuyo programa político quedaba resumido en un prefacio a su libro Garantías de la armonía y la libertad que da vergüenza ajena leerlo: «Deseamos ser libres como los pájaros del cielo; queremos pasar por la vida como ellos, en despreocupado y jubiloso vuelo y en dulce armonía». La mejor manera para conseguir despegar, sugería Weitling, era reclutar un ejército de 40 000 ladrones y atracadores convictos, que, impulsados por su ferviente rencor contra la propiedad privada, derrocarían a los poderosos de sus puestos y anunciarían una nueva era de paz y alegría. «Los criminales son producto del orden actual de la sociedad —escribía—, y bajo el comunismo dejarían de ser criminales». En el paraíso terrenal de Weitling todos tendrían idénticas ropas (diseñadas, sin duda, por él mismo), y los que quisieran ponerse algo distinto tendrían que ganárselo haciendo horas extras. Las comidas se harían en comedores comunitarios, aunque aún había que decidir la política concerniente a la cubertería. («Estos sastres son realmente increíbles —comentó Engels al conocer a algunos de los seguidores de Weitling—. Hace poco estaban debatiendo muy seriamente la cuestión de los cuchillos y tenedores»). Cuando las personas cumpliesen los cincuenta años serían apartadas de la fuerza de trabajo y enviadas a una colonia de jubilación, una especie de Eastbourne comunista, aunque tal vez sin su club de petanca.
Casi podemos oír resoplar a Marx con desdén ante tantas estupideces. Sin embargo, dudaba sobre si condenarlas en público o no. Aunque él había proclamado en 1844, con patriótica hipérbole, que «el proletariado alemán es el teórico dentro del proletariado europeo», lo cierto era que hasta mediados de la década de 1840 había conocido a muy pocos trabajadores alemanes. («Lo que hace el proletariado no lo sabemos, y es difícil que lo sepamos», le recordaba Engels en marzo de 1845). En un principio, pues, su reacción ante el surgimiento de un pensador verdaderamente obrero en Alemania era como la del doctor Johnson al ver al perro caminar sobre sus patas traseras[*]: no lo hace bien, pero sorprende que lo haga, y, por consiguiente, hay que recompensar al chucho con exagerado encomio. «¿Dónde encontramos en la burguesía (incluidos sus filósofos y sus más doctos escritores) un libro sobre la emancipación de la burguesía (emancipación política) análoga a la obra de Weitling, Garantías de la armonía y la libertad?, —se preguntaba—. Basta comparar la mezquina y pusilánime mediocridad de la literatura política alemana con este vehemente y brillante debut literario de los obreros alemanes; basta comparar estos gigantescos zapatos de niño del proletariado con los zapatos enanos y gastados de la burguesía alemana, y no tendremos más remedio que profetizar que la Cenicienta alemana tendrá algún día la figura de un atleta…»[8].
La itinerante Cenicienta nunca llegó a ir al baile, ni con zapatillas de cristal ni con zapatillas de deporte. Aunque los Schapper, Bauer y Moll le dieron a Weitling una calurosa acogida cuando llegó a Londres en 1845, pronto concluyeron que sus ideas eran excesivamente estrafalarias. Sufrió una dolorosa decepción cuando no quisieron invertir en sus muchos e ingeniosos planes —la creación de un nuevo lenguaje universal, la invención de una máquina para hacer sombreros de paja para señoras—, y más aún cuando se negaron a elegirle presidente de su asociación. A comienzos de 1846 partió a probar suerte en Bruselas.
«Si te dijera la clase de vida que llevamos aquí, ciertamente no te sorprenderías de los comunistas —escribía Joseph Weydemeyer a su novia en febrero—. Como guinda de todas estas locuras, Weitling, el cuñado de Marx y yo estuvimos toda la noche jugando a las cartas. Weitling fue el primero que se cansó. Marx y yo dormimos unas horas en el sofá y perdimos todo el día siguiente en compañía de su mujer y de su cuñado de la manera más absurda. A primera hora de la mañana fuimos a una taberna, luego nos dirigimos en tren a Villeworde, un pueblecito cercano, donde comimos, y luego retornamos felices y contentos en el último tren.»[9] Debemos advertir que Weitling, después de retirarse pronto, no participó en las diversiones de la mañana siguiente: su halo de santidad hacía que no fuese buena compañía, sobre todo para los intelectuales burgueses. Como escribió Engels: «Era el gran hombre que se creía perseguido por los envidiosos de su superioridad, el que veía en todas partes rivales, enemigos secretos y celadas; el profeta acosado de país en país, que guarda en el bolsillo la receta para hacer descender el Cielo sobre la Tierra y se imagina que todos quieren robársela[10]».
Cuando Heinrich Heine conoció a Weitling, le indignó «la profunda falta de respeto del individuo mientras conversaba conmigo. No se quitó la gorra, y, mientras yo estaba de pie ante él, permaneció sentado, con la rodilla derecha levantada hasta la barbilla con ayuda de su mano derecha, frotándose constantemente la pierna levantada con la mano izquierda, justo por encima del tobillo[11]». Recuérdese el truco de la pierna del pantalón y las cicatrices de la prisión; pero ni siquiera esto logró conmover a Heine. «Confieso que retrocedí cuando el sastre Weitling me contó lo de las cadenas. Yo, que en una ocasión, en Münster, había besado con ardientes labios las reliquias del sastre Juan de Leiden (las cadenas que había llevado, las tenazas con las que había sido torturado y que se conservan en el Ayuntamiento de Münster), yo, que había hecho un exaltado culto del sastre muerto, ahora sentía una insuperable aversión por este sastre vivo, Wilhelm Weitling, aunque ambos eran apóstoles y mártires por la misma causa».
Marx y Engels sentían una repugnancia análoga, sobre todo cuando a Weitling le daba por dirigirse a ellos como «mis queridos y jóvenes colegas», pero hicieron lo que pudieron por ocultarlo, aunque solo fuese por su condición de proletario y sus muchos años de persecución. A principios de 1846, le invitaron para que entrase a formar parte, como miembro fundador, del nuevo Comité de Correspondencia Comunista de Bruselas, cuyo objetivo era mantener «un continuo intercambio de cartas» con la Liga de los Justos y otras asociaciones fraternales de Europa occidental. Dado que este comité fue el Adán del que todos los posteriores partidos comunistas descienden, merece la pena dar una relación de los dieciocho signatarios fundadores: Karl Marx, Friedrich Engels, Jenny Marx, Edgar von Westphalen, Ferdinand Freiligrath, Joseph Weydemeyer, Moses Hess, Hermann Kriege, Wilhelm Weitling, Ernst Dronke, Louis Heilberg, Georg Weerth, Sebastian Seiler, Philippe Gigot, Wilhelm Wolff, Ferdinand Wolff, Karl Wallau, Stephan Born. Al igual que sus sucesores del siglo XX, esta célula comunista imponía su autoridad purgando a todo sospechoso de desviarse de la ortodoxia oficial; como no podía ser de otro modo, Weitling fue elegido como primera víctima propiciatoria.
La ocasión para su ritual de humillación fue una reunión celebrada la noche del 30 de marzo de 1846, a la que asistieron más de media docena de los miembros más un observador independiente, Pável Annenkov, un joven ruso «turista estético» que había hecho acto de presencia hacía poco en Bruselas con una carta de presentación de uno de los antiguos amigos de Marx en París. Aunque no era socialista, Annenkov quedó fascinado por el carácter de su anfitrión:
Marx era el tipo de hombre compuesto de energía, voluntad e inquebrantable convicción. Su aspecto era absolutamente extraordinario. Tenía una mata de pelo negrísimo, sus manos eran velludas y llevaba el abrigo mal abotonado; pero tenía el aspecto de ser un hombre con el derecho y el poder para exigir respeto, independientemente de su aspecto e independientemente de lo que hiciera… Siempre hablaba con palabras imperativas que no toleraban contradicción y que aún resultaban más bruscas por la casi dolorosa impresión del tono que destilaba en todo lo que decía. Este tono expresaba la firme convicción de su misión para dominar las mentes de los hombres y otorgarles sus leyes. Ante mí estaba la personificación de un dictador democrático[12].
El atildado Weitling, por el contrario, parecía más un viajante de comercio que un adalid de la causa obrera.
Tras las presentaciones de rigor, todos se reunieron en torno a una mesita verde del salón de Marx para debatir la táctica de la revolución. Engels, alto, erguido y con aspecto señorial, habló de la necesidad de acordar una doctrina única y común por el bien de los trabajadores, a los que faltaba el tiempo y la oportunidad de estudiar la teoría. Antes de que pudiera acabar, no obstante, Marx ya estaba buscando pelea. «Díganos, Weitling —le atajó, mirándole desafiante desde el otro lado de la mesa—, usted que ha causado tanto revuelo en Alemania con su predicación, ¿sobre qué argumentos justifica su actividad y sobre qué pretende basarla en el futuro?».
Weitling, que no esperaba más que una velada de lugares comunes liberales, se vio sorprendido por este abrupto desafío. Se lanzó a un largo e intrincado monólogo, haciendo frecuentes pausas para repetirse o corregirse al explicar que su objetivo no era crear nuevas teorías económicas, sino adoptar las que fuesen «más apropiadas». Marx intervino entonces dispuesto a acabar con él. Enardecer a los obreros sin ofrecer ninguna idea científica ni doctrina constructiva, dijo, era «equivalente a un juego de predicación deshonesto y vano que exige un profeta inspirado, a un lado, y en el otro, únicamente borricos boquiabiertos».
Las pálidas mejillas de Weitling enrojecieron. Con voz trémula protestó de que se tratase así a un hombre que había reunido bajo el mismo estandarte en nombre de la justicia y la solidaridad a cientos de personas. Se consolaba a sí mismo recordando las innumerables cartas de agradecimiento que había recibido, así como con el pensamiento de que su «modesto trabajo preparatorio era quizá de mayor peso para la causa común que la crítica y el análisis de salón de doctrinas muy alejadas del mundo del sufrimiento y la aflicción del pueblo». Este intento de jugar la carta proletaria era más de lo que Marx podía soportar. Saltando de su asiento, y dando en la mesa un puñetazo tan fuerte que la lámpara que había sobre ella se movió y chirrió, gritó: «¡Que se sepa, la ignorancia no ha ayudado a nadie!». La reunión fue suspendida en medio de un gran tumulto. «Mientras Marx caminaba de un lado a otro de la habitación, muy irritado y enojado —cuenta Annenkov—, me despedí apresuradamente de él y de sus interlocutores y me fui a casa, asombrado de todo lo que había visto y oído». Nadie que conociese bien a Marx se hubiese asombrado tanto: a lo largo de toda su vida creía necesario y divertido denunciar a los falsos dioses y a los profetas demagogos del movimiento comunista.
Sorprendentemente, Weitling siguió visitando la casa de Marx durante algunas semanas después, y en mayo estuvo presente en otro juicio ejemplarizante. El acusado, condenado in absentia esta vez, fue el joven estudiante de Westfalia Hermann Kriege, que había emigrado hacía poco a Nueva York para publicar un periódico en alemán. En una reunión celebrada el 11 de mayo se aprobó la siguiente moción, con el único voto en contra de Weitling:
1. La línea seguida por el director de Volks-Tribun, Hermann Kriege, no es comunista.
2. La infantil ampulosidad de Kriege en apoyo de esta línea compromete en alto grado al Partido Comunista, tanto de Europa como de Estados Unidos, en tanto en cuanto se le considera representante del comunismo alemán en Nueva York.
3. El fantasioso sentimentalismo con el que Kriege predica en Nueva York en nombre del «comunismo» ha de tener un efecto muy perjudicial sobre la moral de los trabajadores si fuese adoptado por ellos.
En apoyo de su acusación, Marx y Engels redactaron una «Circular contra Kriege», burlándose del sensiblero sentimentalismo de su periódico, el Volks-Tribun, que calificaba a las mujeres como «ojos llameantes de la humanidad», «verdaderas sacerdotisas del amor» y «amadas hermanas», cuya sacrosanta tarea era conducir a los hombres «al reino del gozo». ¿Qué sería la mujer, se preguntaba Kriege en un editorial, sin el hombre al que ama, ante quien puede rendir su alma temblorosa? Marx y Engels dijeron que este apasionado baboseo «presenta al comunismo como algo opuesto al egoísmo, donde prima el amor, y reduce al movimiento revolucionario, de importancia histórica mundial, a unas pocas palabras: amor-odio, comunismo-egoísmo… Dejemos que Kriege medite sobre el enervante efecto que esta enfermedad de amor ha de tener necesariamente en ambos sexos, y en la histeria y anemia masiva que ha de producir en las “vírgenes[13]”».
De esta forma, los dieciocho miembros fundadores quedaron reducidos a dieciséis, y pronto a quince, ya que Moses Hess dimitió antes de que se le expulsase a él también. Ahora, con la reputación que se estaba ganando Marx de «dictador democrático», era difícil encontrar nuevos reclutas para este club de correspondencia. En mayo, mientras echaba a Weitling y a Kriege, invitó a unirse al club a Pierre Joseph Proudhon. «En lo que a Francia respecta, todos nosotros creemos que no hemos de hallar mejor corresponsal que usted. Como sabe, los ingleses y los alemanes le han tenido en más alta estima que sus propios compatriotas… Procure darnos una pronta respuesta. Nuestra más sincera amistad, sinceramente, Karl Marx.»[14] La profesión de respeto y amistad, y la afirmación de que el comité estaba dedicado a un civilizado «intercambio de ideas», perdía credibilidad en virtud de una posdata garabateada por Marx: «PD.: Debo denunciar ante usted al señor Grün de París. Este individuo no es más que un estafador literario, una especie de charlatán, que pretende traficar con las ideas modernas. Intenta ocultar su ignorancia con frases ampulosas y arrogantes, pero solo consigue quedar en ridículo con sus sandeces … En su libro sobre los “socialistas franceses” tiene la audacia de proclamarse tutor de Proudhon… Cuídese de este parásito».
Lamentablemente, Proudhon, en realidad, tenía buena opinión de Karl Grün, un conocido divulgador del «Verdadero Socialismo», y juzgó la advertencia errada y de mal gusto. «Grün está en el exilio, sin dinero, con una mujer y dos hijos que alimentar, viviendo de su pluma. ¿De qué quiere usted que viva si no es de las ideas modernas?… No veo aquí sino infortunio y extrema necesidad, por lo que tiene mi indulgencia». El afán de venganza de Marx preocupaba a Proudhon mucho más que la inocua vanidad de Grün. «Colaboremos, si usted quiere, para tratar de descubrir las leyes de la sociedad», le propuso.
Pero, por Dios, después de que hayamos demolido todos los dogmatismos a priori no intentemos jamás, a nuestra vez, inculcar otro tipo de dogma en el pueblo… Con todo mi corazón aplaudo su idea de sacar a la luz todas las opiniones. Tengamos honestas y sinceras polémicas. Demos al mundo un ejemplo de tolerancia culta y con visión de futuro. Pero, sencillamente, al estar a la cabeza del movimiento no nos convirtamos en líderes de una nueva intolerancia… Nunca demos una cuestión por agotada, e incluso cuando hayamos empleado hasta el último de nuestros argumentos, comencemos de nuevo si fuese necesario, con elocuencia e ironía. En estas condiciones me uniré a su asociación. ¡En caso contrario, no[15]!
Marx no podía dejar impune semejante desaire; tal como Proudhon había anticipado hacia el final de su carta: «Aquí, mi querido filósofo, es donde me hallo en este momento; a no ser que, claro, esté equivocado y surja la ocasión de recibir un palo suyo, al que me someteré de buen talante…», la ocasión para este castigo surgió solo unos meses después, cuando Proudhon dio a conocer una obra en dos volúmenes sobre La filosofía de la miseria. Marx contraatacó con una filípica de 100 páginas titulada La miseria de la filosofía, publicada en París y en Bruselas en junio de 1847, que ridiculizaba al gurú galo por su inconmensurable ignorancia. En el prefacio escribió:
Proudhon tiene la desgracia de ser singularmente [incomprendido] en Europa. En Francia puede permitirse ser mal economista, porque pasa por ser un buen filósofo alemán. En Alemania puede ser mal filósofo, porque pasa por ser entre los economistas franceses uno de los más superiores. En nuestra calidad de alemán y de economista a la vez, hemos querido protestar contra este doble error. El lector comprenderá perfectamente que en una tarea tan ingrata hemos tenido necesidad muchas veces de abandonar la crítica de Proudhon para hacer la de la filosofía alemana, y dar al mismo tiempo ciertas nociones de economía política[16].
Aunque los ataques personales contra Proudhon son bastante divertidos, son sus «observaciones» sobre economía y filosofía las que confieren al libro su perdurable valor. Con La ideología alemana arrumbada en un desván lleno de ratones, La miseria de la filosofía es la primera obra publicada de Marx en la que plantea su noción materialista de la historia. Las categorías económicas como «la división del trabajo» eran, argumentaba, únicamente la expresión teórica y transitoria de las condiciones reales de producción. Pero Proudhon —«poniendo las cosas del revés, como un verdadero filósofo»— pensaba que estas condiciones reales eran solo la encarnación de leyes económicas intemporales, de lo que concluía que la división del trabajo formaba parte ineludible de la realidad de la vida. Marx echó por tierra esta lógica invertida en un párrafo justamente célebre:
Proudhon el economista ha comprendido perfectamente que los hombres hacen el paño, el lienzo y las telas de seda en relaciones determinadas de producción. Pero lo que no ha comprendido es que estas relaciones sociales determinadas son productos de los hombres, ni más ni menos que el lienzo, la seda, etc. Las relaciones sociales se hallan íntimamente ligadas con las fuerzas productivas. Al adquirir nuevas fuerzas productivas, los hombres mudan su sistema de producción, y al mudar el modo o sistema de producción, o sea, la manera de ganarse la vida, mudan todas sus relaciones sociales. El molino de mano nos dará la sociedad con el señor feudal; el molino de vapor, la sociedad con el capitalista industrial.
Para el ojo implacable de Marx, el manifiesto socialista de Proudhon parecía sospechosamente una aceptación a regañadientes de la situación. Los obreros no debían organizarse para exigir mayores sueldos, advertía Proudhon, ya que luego tendrían que pagar su propia factura en forma de precios más altos. Nada se ganaba con la violencia revolucionaria. De hecho, era difícil decir lo que proponía, aparte de una nebulosa confianza en la «providencia».
¿Cuándo, preguntaba Marx, ha logrado jamás algo la sumisa aquiescencia? En la página final de La miseria de la filosofía, su indignación hierve hasta desbordarse:
El antagonismo entre el proletariado y la burguesía es una lucha de clase contra clase, lucha que, llevada a su más alta expresión, es una revolución total. Por lo demás, ¿hay que extrañarse de que una sociedad fundada en la oposición de clases se resuelva en la contradicción brutal, en un choque cuerpo a cuerpo como último desenlace?
Y no se diga que el movimiento social excluye el movimiento político. No hay ni ha habido nunca movimiento político que no sea al mismo tiempo social.
Solo cuando exista un orden de cosas en el que no haya clases ni antagonismo de clases, las evoluciones sociales cesarán de ser revoluciones políticas; hasta entonces, ante cada cambio generacional de la sociedad, la última expresión de la ciencia social será siempre: «El combate o la muerte; la lucha sangrienta o la nada. Así es como la cuestión se halla planteada de una manera invencible». (George Sand).
Proudhon no respondió públicamente a La miseria de la filosofía, pero su propio ejemplar está lleno de furiosos garabatos al margen casi en todas las páginas: «absurdo», «mentira», «majadería», «plagio», «descarada calumnia» y «en realidad, Marx está celoso». En un apartado de uno de sus cuadernos describe a Marx como «la solitaria del socialismo».
El Comité de Correspondencia Comunista tendría que encontrar a otro para ser su representante en Francia. Engels viajó a París en agosto de 1846 para hacer tareas de reconocimiento. «Nuestra causa prosperará mucho aquí —informó después de hablar con August Hermann Ewerbeck, un dirigente local de la Liga de los Justos—. Lo que resta aquí de los weitlingianos, una camarilla de sastres, está en proceso de disolución… De los ebanistas y curtidores, por otro lado, se dice que son tipos estupendos.»[17] Ewerbeck había identificado a cuatro o cinco de ellos suficientemente fiables como para que se pudiesen unir a la red de corresponsales. (Era difícil desprenderse de la suposición de que todos los revolucionarios tenían que ser artesanos: ese mismo mes el periódico parisino Journal des Économistes calificaba a Marx de «zapatero» con inclinación hacia las «fórmulas abstractas»).
Unas semanas después, tras asistir a varias reuniones de la Liga, Engels ya no parecía tan contento. Ewerbeck, aunque afable y bienintencionado, era un pesado irremisible, especializado en disquisiciones bizantinas sobre el «verdadero valor» y en conferencias sobre etimología del alemán antiguo. Lo peor, él y sus socios consideraban las efusiones de Proudhon y de Grün como si de las Sagradas Escrituras se tratase. «Es una vergüenza que todavía tengamos que vérnoslas contra tanta bárbara estulticia. Pero hay que tener paciencia, y no les dejaré marchar hasta que se hayan olvidado de Grün y hayan barrido las telarañas de sus cerebros.»[18]
Puso en práctica su golpe de timón a mediados de octubre, iniciando un debate en la Liga sobre los pros y los contras del comunismo, forzando así a los artesanos parisinos a decidir si eran verdaderos comunistas o meramente estaban «a favor del bien de la humanidad», como preferían Grün y sus seguidores. Engels advertía que si se votaba en su contra los «mandaría a tomar viento» y no asistiría más a sus reuniones. «A fuerza de paciencia y algo de terrorismo oratorio —le comunicó a Marx— he salido victorioso y la mayoría me respalda.»[19] El principal discípulo de Grün, un viejo carpintero llamado Eisermann, se asustó tanto del ariete verbal de Engels que jamás volvió a aparecer.
Estos ruidosos debates atrajeron pronto la atención de Gabriel Delessert, director de la policía de Francia. Cuando a Engels le llegaron noticias de que se podría dictar una orden de expulsión contra él y Ewerbeck, decidió mantenerse alejado de la Liga hasta que el revuelo remitiese. «Estoy en deuda con Monsieur Delessert por algunos deliciosos encuentros con las grisettes[*] y por momentos de placer —confesaba pícaramente—, ya que quería aprovechar al máximo los días y noches que bien podían ser los últimos en París». Tras satisfacer sus apetitos carnales pasó una semana en Sarcelles en casa de Karl Ludwig Bernays, antiguo director de Marx en Vorwärts!, pero halló el ambiente intolerablemente fétido: «El hedor es como el de cinco mil camas de plumas, multiplicado por la emisión de innumerables pedos, consecuencia de la cocina austríaca a base de verduras[20]». También escribió un panfleto satírico «plagado de chistes obscenos» sobre Lola Montes, la bailarina española cuya influencia sobre el rey Luis de Baviera era causa de divertido escándalo para Marx y para Engels. Ningún editor lo aceptó, y el manuscrito desapareció hace mucho tiempo.
Como se puede inferir de todos estos divertissements, a Engels le faltaban estímulos intelectuales. «Haga todo lo posible por venir aquí en abril[21]», le pedía a Marx a principios de marzo:
El 7 de abril me cambiaré de casa —aún no sé dónde— y por esas fechas tendré también algo de dinero. Por lo tanto, durante un tiempo podremos disfrutar de miedo, despilfarrándolo todo en tabernas… Si tuviese unos ingresos de 5000 fr., no haría otra cosa que trabajar y divertirme con mujeres hasta caer deshecho. Si no hubiese francesas, la vida no merecería la pena. ¡Pero en tanto que haya grisettes, todo marcha bien! Eso no le impide a uno de vez en cuando querer debatir un asunto que merezca la pena o disfrutar de la vida con cierto refinamiento; ninguna de ambas cosas es posible con nadie de mi círculo de conocidos. Debe venir para acá.
Tal vez tanta jarana había embotado el cerebro de Engels. Tres meses antes de que escribiera esta carta, Jenny Marx había dado a luz a su primer hijo varón, Edgar, hermano de Jennychen que ahora tenía dos años y de Laura, de doce meses. Como único proveedor de una esposa exhausta tras el parto, tres niños pequeños y una criada, Marx mal que bien podía permitirse una juerga de solteros en el alegre París. Sin empleo y prácticamente sin perspectivas de tenerlo, ni siquiera podía reunir dinero para pagar el pasaje a Londres, un viaje más importante, donde la Liga de los Justos había convocado una conferencia en junio para debatir la fusión con el círculo de correspondencia bruselense.
No era tanto una fusión como una absorción. Marx se había negado a unir fuerzas con los londinenses —Schapper, Bauer, Moll— hasta que reorganizasen una Liga Comunista, deshaciéndose de las simplonas devociones con las que la Liga de los Justos se había asociado. En ese momento estaban dispuestos a cumplir sus condiciones. Proudhon, Grün y Weitling deberían ser ritualmente denunciados por «hostilidad para con los comunistas», y el antiguo eslogan de la Liga que tanto odiaba Marx —«Todos los hombres son iguales»— fue sustituido por el imperativo «¡Proletarios de todos los países, uníos!».
Dos meses después de la reunión fundacional de la Liga Comunista en Londres, el comité de correspondencia de Bruselas se convirtió en una rama (o comunidad) de la Liga, con Marx de presidente. Bajo las nuevas reglas, cada comunidad debería contar al menos con tres miembros y como máximo doce, cada uno de los cuales tenía que «dar su palabra de honor de trabajar con lealtad y guardar secreto[22]». Era, después de todo, una organización ilegal. Siguiendo el ejemplo de Londres, sin embargo, Marx fundó también una Asociación de Obreros, más abierta y menos política, que organizaba debates cuasiparlamentarios, además de «cantar, recitar, representar obras de teatro, etc.». En las dos primeras semanas se afiliaron más de cien trabajadores. «Por pequeña que sea —escribió Marx a George Herwegh—, la actividad pública es infinitamente refrescante.»[23]
Sus intereses estuvieron representados en el congreso de junio en Londres por otro comunista alemán de Bruselas, Wilhelm Wolff, además de un delegado de la rama parisina de la Liga, un tal F. Engels, que había llegado con un borrador de declaración de principios para la nueva Liga Comunista. Aunque no se le dio carácter oficial, fue enviado a todas las comunidades de Europa «para que fuese considerado con seriedad y madurez». Como se explicaba en una circular de la sede central: «Hemos intentado, por un lado, abstenernos de todo comunismo retórico y fabricante de dogmas, y, por el otro, evitar el fatuo y vacuo sentimentalismo de los comunistas lacrimógenos y emotivos [es decir, utópicos como Weitling]… Esperamos que la Autoridad Central reciba de todos ustedes muchísimas propuestas de adiciones o enmiendas, y les volveremos a convocar para discutir el proyecto con especial celo[24]». Nadie recibió la invitación con mayor celo que Marx, que en menos de un año había transformado el credo embrionario de Engels en uno de los más influyentes libros jamás publicados.

5.-

El temible duende

El Manifiesto del Partido Comunista puede ser tal vez el panfleto político más leído de la historia, pero también es el que posee el título más engañoso: el supuesto partido no existía. Tampoco fue concebido como un manifiesto. Lo que los miembros de la Liga querían en 1847 era hacer una «profesión de fe», y en uno de los primeros borradores, escrito por Engels en junio de 1847, se puede ver que aún estaban comprometidos con los rituales de iniciación practicados por las sectas secretas francesas:
PREGUNTA 1: ¿Eres comunista?
RESPUESTA: Sí.
PREGUNTA 2: ¿Cuál es el objetivo de los comunistas?
RESPUESTA: Organizar la sociedad de tal modo que todos sus miembros puedan desarrollar y utilizar sus capacidades sin infringir por ello las condiciones de partida de esta sociedad.
PREGUNTA 3: ¿Cómo quieres lograr este objetivo?
RESPUESTA: Mediante la abolición de la propiedad privada y su sustitución por la propiedad comunitaria[1].
Y así sucesivamente durante siete páginas más, culminando en la Pregunta 22 («¿Rechazan los comunistas las religiones existentes?»), para la que la respuesta correcta era que el comunismo «hace que todas las religiones existentes sean innecesarias y las sustituye». Visto desde hoy, con la ventaja que da el tiempo, este laborioso ejercicio de preguntas y respuestas no puede por menos que recordarnos el sketch de los Monty Python en el que Marx aparece en un concurso de preguntas y respuestas de televisión, presentado por Eric Idle:
IDLE: El desarrollo del proletariado industrial, ¿está condicionado por otros acontecimientos?
MARX: Por el desarrollo de la burguesía industrial.
IDLE: Muy bien. ¡Perfecto, Karl! ¡Estás en el camino de conseguir el traje! Vamos ahora con la segunda pregunta. La lucha de una clase contra otra, ¿qué tipo de lucha es?
MARX: Una lucha política.
IDLE: ¡Muy bien! La última pregunta, y ese magnífico y no materialista traje será tuyo. ¿Listo, Karl? Lo estás haciendo muy bien. La pregunta final: ¿quién ganó la copa en 1949?
MARX: Hum, eh… ¿el control de los medios de producción por parte de los trabajadores? ¿L… la lucha del proletariado urbano?
IDLE: No, fue el Wolverhampton, que venció al Leicester por 3 a 1.
MARX: ¡Mierda!
El catecismo de Engels podía haber sido adecuado para una sociedad secreta como la antigua Liga de los Proscritos o la Liga de los Justos; pero esa era la tradición clandestina, conspirativa, de la que Marx quería rescatar a la nueva Liga Comunista. ¿Por qué, preguntaba, deben los revolucionarios ocultar sus opiniones y sus intenciones?
Engels lo aceptó, admitiendo que «ya que en él hay que contar algo de historia, la forma empleada es bastante inapropiada». De regreso a París, en octubre, tras una prolongada estancia en Bruselas, descubrió que Moses Hess había preparado otra «profesión de fe» que apestaba a utopismo y que casi ni mencionaba al proletariado. Engels ridiculizó este documento, línea por línea, en una reunión de la Liga Comunista local. «Y aún no había llegado a la mitad cuando los muchachos se declararon satisfaits —informó en tono triunfal a Marx en Bruselas—. Sin oposición alguna, les convencí de que me confiaran la tarea de hacer un nuevo borrador que sería discutido el viernes siguiente en el distrito y sería enviado a Londres a espaldas de las comunidades. Naturalmente, nadie ha de saber de esto, o en caso contrario perderemos el puesto y se formará un jaleo de mil demonios.»[2]
En pocos días, Engels había acabado la nueva versión, menos parecida a un credo y más a un ejercicio de examen, con un largo relato histórico sobre los orígenes y la evolución del proletariado, además de «todo tipo de cuestiones secundarias». No obstante, aún estaba escrito en el estilo de preguntas y respuestas del anterior. («¿Qué es el comunismo? Respuesta. El comunismo es la doctrina de las condiciones de la liberación del proletariado. ¿Qué es el proletariado? Respuesta. El proletariado es la base de la sociedad que obtiene su sustento exclusivamente a partir de la venta de su trabajo…»). «Piense un poco en la profesión de fe —escribió a Marx el 23 de noviembre de 1847—. Creo que haríamos mejor abandonando la forma de catecismo, llamándolo Manifiesto comunista.»[3] Cinco días después, ambos se reunieron en Ostende, camino de Londres, para asistir al segundo congreso de la Liga Comunista.
El lugar de celebración del congreso era la sede de la Asociación Educativa de los Trabajadores Alemanes, encima de la taberna Red Lion, en Great Windmill Street, en Soho; la intensidad de los debates se puede calibrar por el hecho de que se prolongó durante diez días, y sin duda con ocasionales incursiones al piso de abajo para un necesario solaz. Pocos son los documentos contemporáneos que se conservan, pero la presencia dominante de Marx sería descrita años más tarde en unas memorias escritas por Friedrich Lessner, un oficial de sastrería de Hamburgo que había vivido en Londres desde abril de 1847:
Marx era un líder nato. Su oratoria era breve, convincente, y persuasiva su argumentación. Jamás decía una palabra de más; cada frase era un pensamiento y cada pensamiento era un eslabón imprescindible en la cadena de su demostración. Marx no tenía nada de soñador. Cuanto más clara yo veía la diferencia entre el comunismo de la época de Weitling y el del Manifiesto comunista, más claro veía que Marx representaba la madurez del pensamiento socialista[4].
Al final del maratón de diez días, Marx y Engels se habían llevado todo por delante. El congreso de junio, al que Marx no había asistido, había declarado simplemente que la Liga «pretende la emancipación de la humanidad difundiendo la teoría de la propiedad comunitaria y su introducción de la forma más rápida posible[5]». Los estatutos aprobados en el segundo congreso fueron mucho más beligerantes y contundentes: «El propósito de la Liga es el derrocamiento de la burguesía, el gobierno del proletariado, la abolición de la antigua sociedad burguesa basada en el antagonismo de las clases, y la fundación de una nueva sociedad sin clases y sin propiedad privada[6]». Los delegados aprobaron por unanimidad estos principios fundamentales, y a Marx y a Engels se les encargó que redactaran lo antes posible un manifiesto que resumiese la nueva doctrina.
Marx parecía no tener gran prisa en cumplir el compromiso. Después de regresar de Bruselas a mediados de diciembre, dio una serie de conferencias sobre economía política en la Asociación Educativa de los Trabajadores Alemanes, afirmando que el capital no era un objeto inanimado, sino una «relación social». Escribió varios artículos para la Deutsche-Brüsseler-Zeitung, en defensa de los comunistas y anticipando con entusiasmo la inminente revolución en Francia. Pronunció un largo discurso sobre el libre comercio. En la fiesta de Nochevieja celebrada por la Asociación de los Trabajadores, propuso un brindis por Bélgica, expresando enérgicamente «el aprecio de los beneficios de una constitución liberal de un país donde hay libertad de debate, libertad de asociación y donde la semilla humanista puede florecer por el bien de toda Europa». (Difícilmente podía adivinar que dentro de un par de meses estaría denunciando «la brutalidad sin precedentes» y «la furia reaccionaria» de ese paraíso liberal de antaño, cuando el gobierno belga le expulsó del país dándole un plazo de veinticuatro horas para abandonarlo). Desde el 17 hasta el 23 de enero estuvo en Gante para establecer una rama local de la Asociación Democrática.
La mayoría de los escritores reconocerán los síntomas: falta de decisión, búsqueda de distracciones, deseo de hacer todo tipo de cosas menos el trabajo entre manos. De igual manera, la mayoría de los editores estarían de acuerdo con la impaciencia cada vez mayor de los dirigentes londinenses de la Liga Comunista, que enviaron un ultimátum a Bruselas el 24 de enero de 1848:
El Comité Central encarga a su comité regional de Bruselas que se comunique con el ciudadano Marx y le diga que si el Manifiesto del Partido Comunista, a cuya elaboración se comprometió en el reciente congreso, no llega a Londres antes del 1 de febrero del año en curso, se tomarán otras medidas en su contra. En el caso de que el ciudadano Marx no cumpla su tarea, el Comité Central exige la inmediata devolución de los documentos puestos a disposición del ciudadano Marx[7].
Cuando mejor funcionaba Marx es cuando tenía una fecha final de entrega, y esta advertencia última parece haber obrado el milagro. Aunque todas las modernas ediciones del Manifiesto llevan los nombres de Marx y Engels —e indudablemente las ideas de Engels tuvieron su influencia—, el texto que finalmente llegó a Londres a principios de febrero había sido escrito exclusivamente por Karl Marx, en su estudio de la rue d’Orléans 42, garabateándolo con furia durante toda la noche entre una densa nube de humo de tabaco.
Kierkegaard escribió en algún lugar que la vida ha de vivirse hacia delante, pero que solo puede ser entendida hacia atrás. Esto sirve también para las eras y las épocas: la realidad de una época en concreto no puede hacerse aparente hasta que está tocando a su fin. O, como Hegel escribió en su Filosofía del derecho, «el búho de Minerva extiende sus alas solo al caer el ocaso». Cuando Marx escribió el Manifiesto comunista en enero de 1848 imaginaba que podía ver al sabio búho preparándose una vez más para volar: la breve pero brillante era del capitalismo burgués había cumplido su transitorio fin y pronto quedaría enterrada bajo sus propias contradicciones. Al llevar a los hasta entonces aislados obreros a los talleres y las fábricas, la industria moderna había creado las condiciones en las que el proletariado se podría asociar y crear una fuerza dominante. «La burguesía produce, ante todo, sus propios sepultureros —señalaba con satisfacción al final de la primera parte del manifiesto—. Su hundimiento y la victoria del proletariado son igualmente inevitables[*].»
Quizá, como creía que estaba ensayando una oración fúnebre, podía permitirse ser generoso con el enemigo vencido. Los que nunca hayan leído a Marx, y le conozcan meramente como una especie de ogro sediento de sangre cuyo nombre es invocado para aterrorizar a la clase media, se suelen sorprender al descubrir que no escatima halagos hacia la burguesía. No era de los que subestimaban los logros del enemigo:
La burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario. Dondequiera que ha conquistado el poder, la burguesía ha destruido las relaciones feudales, patriarcales, idílicas. Las abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus «superiores naturales» las ha desgarrado sin piedad para no dejar subsistir otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel «pago al contado». Ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo del pequeñoburgués en las aguas heladas del cálculo egoísta. Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio. Ha sustituido las numerosas libertades estatuidas y adquiridas por la única y desalmada libertad de comercio. En una palabra, en lugar de la explotación velada por ilusiones religiosas y políticas, ha establecido una explotación abierta, descarada, directa y escueta…
La burguesía ha revelado que la brutal manifestación de la fuerza en la Edad Media, tan admirada por la reacción, tenía su complemento natural en la más indolente holgazanería. Ha sido ella la primera en demostrar lo que puede realizar la actividad humana; ha creado maravillas muy distintas a las pirámides de Egipto, a los acueductos romanos y a las catedrales góticas, y ha realizado campañas muy distintas de las migraciones de los pueblos y de las cruzadas[*].
Un crítico actual ha calificado el Manifiesto como «una lírica loa de los logros de la burguesía[8]». Y en cierto modo tiene razón: Marx loaba al capitalismo como fenómeno temporal, como precursor de una verdadera revolución. Pero lo que creyó que eran estertores de muerte no eran sino dolores de parto. Los síntomas que malinterpretó —los alaridos, la agitación de las extremidades, las sábanas salpicadas de sangre— son más conspicuos hoy que en su propia época, aunque pocas veces se le dé crédito por haberlos advertido. «Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía ha dado un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países —señalaba—. En lugar de las antiguas necesidades, satisfechas con productos nacionales, surgen necesidades nuevas, que reclaman para su satisfacción productos de los países más apartados y de los climas más diversos». Quienquiera que examine el mostrador de frutas y verduras de un supermercado —lleno de mangos, aguacates, fruta de la pasión y fresas tempranas— puede comprobar lo que quería decir.
En tanto que importa objetos exóticos, la burguesía le impone sus propios productos, gustos y costumbres al resto de la gente: «En una palabra, se forja un mundo a su imagen y semejanza». Para comprender la exactitud de esta afirmación, no hay más que visitar Pekín —capital de un país que se declara comunista—, donde el centro de la ciudad, extrañamente, se parece a una calle principal de Estados Unidos, con sus McDonald’s, Kentucky Fried Chicken, Häagen-Dazs y Pizza Hut, además de varias sucursales del Chase Manhattan y del Citibank en que depositar los beneficios.
«Y esto se refiere tanto a la producción material como a la intelectual —continúa el Manifiesto—. Los productos intelectuales de las diversas naciones se convierten en patrimonio común… Mediante el rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción y la infinita facilitación de las comunicaciones, la burguesía arrastra a la corriente de la civilización a todas las naciones, hasta a las más bárbaras». Se podría discutir si Arnold Schwarzenegger, John Grisham y Coca-Cola constituyen verdaderamente la «civilización», pero la verdad esencial de esta percepción no se puede negar. También comprendió que el ritmo del cambio tecnológico sería cada vez más frenético, siendo este capaz de crear una especie de revolución permanente en la que cualquier programa de ordenador comprado hace más de dos años se queda absolutamente obsoleto. «La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales… Una revolución continua en la producción, una conmoción ininterrumpida de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las demás. Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de llegar a osificarse. Todo lo mental y estable se evapora…».
En 1998, en conmemoración del 150 aniversario del Manifiesto, innumerables académicos y políticos se aprestaron a regodearse ante la imbecilidad del viejo revolucionario. Un intelectual británico, lord Skidelsky, se burlaba del error de Marx al predecir la inminencia de la revolución y de que su obra no merecía, por tanto, una segunda lectura. En realidad, la revolución estalló a los pocos días de la publicación del Manifiesto, primero en París, y luego, como un reguero de pólvora, en gran parte de Europa. Pero fue sofocada con la misma rapidez, y el triunfalismo burgués comenzó su largo reinado. En ese sentido, el optimismo de Marx estaba errado, aun cuando su visión del mercado global fue asombrosamente premonitoria.
¿Cómo pudo estar tan equivocado y a la vez estar tan cargado de razón? Cuando adoptaba una actitud profética, Marx, a veces, pensaba que era como un jugador de ajedrez diseñando un movimiento envolvente definitivo sobre el rey negro en seis jugadas, sin darse cuenta, en ese proceso, de que su oponente le podía dar mate mucho antes. Si el otro jugador hubiese cometido una equivocación, los cálculos de Marx habrían estado en lo cierto. Incluso si Marx perdía, podía decir que habría tenido razón solo con que la batalla hubiese durado unos minutos más.
Conocemos bien a este tipo de jugadores de ajedrez —brillante estrategia, frágil táctica—, y ciertamente Marx era uno de ellos. Aunque imbatible a las damas o a otros juegos, carecía de la astuta paciencia que se requiere ante las complejidades infinitas del tablero de ajedrez. Su estilo era acalorado, irascible, le encantaba discutir. A principios de la década de 1850, poco después de su llegada a Londres, acabó más de una noche enfurecido cuando otro exiliado alemán arrinconaba a su rey. «Un día —recordaba Wilhelm Liebknecht— Marx anunció triunfantemente que había descubierto un nuevo movimiento que nos obligaría a todos a tener que tomar medidas de protección. El desafío fue aceptado. Y realmente, nos venció a todos uno tras otro. Poco a poco, sin embargo, aprendimos de las derrotas y pude dar jaque mate a Marx. Se había hecho muy tarde, y exigió con gravedad la revancha para la mañana siguiente, en su casa».
A las once de la mañana del día siguiente, Liebknecht se presentó, cabalmente, en la vivienda de Marx en Dean Street, viendo que el maestro había permanecido en vela toda la noche refinando y perfeccionando su «nuevo movimiento». De nuevo pareció, en principio, que funcionaba, y Marx celebró su triunfo haciendo que les llevaran bebidas y bocadillos. Pero entonces la lucha comenzó en serio: durante toda la tarde y la noche ambos se enfrentaron con denuedo sobre el campo de batalla blanco y negro, hasta que, a medianoche, Liebknecht consiguió dar mate a su oponente dos veces seguidas. Marx quería continuar hasta el alba, pero su terca ama de llaves, Helene Demuth, ya no aguantó más: «¡Ya basta!», ordenó a los contendientes, que no podían mantener los ojos abiertos.
Temprano al día siguiente, Liebknecht saltó de la cama al oír que golpeaban a su puerta. Era Helene, portadora del siguiente mensaje: «La señora Marx le pide que no juegue más al ajedrez con el Moro por las noches; cuando pierde, se pone de lo más desagradable[*]».
Liebknecht nunca volvió a jugar al ajedrez con Marx; pero su descripción de la técnica marxiana —«Trataba de compensar lo que le faltaba de ciencia con celo y el ímpetu del ataque y la sorpresa»— se podría aplicar al Manifiesto comunista. Reyes, damas, alfiles y caballos, antes o después, serían dominados, vencidos por la propia determinación de sus enemigos. Al igual que el «nuevo movimiento» del que tan orgulloso estaba, el Manifiesto era un arma de revancha contra la superior fuerza de sus petulantes adversarios, forjada y creada durante noches insomnes de intenso estudio. Sus igualmente petulantes detractores actuales no lo llegan a comprender. En todos los textos de los años cuarenta hay pasajes que hoy nos pueden parecer extraños y pasados de moda; lo mismo se podría decir de muchos manifiestos electorales o de editoriales de periódicos publicados hace un par de años. El Manifiesto no fue pensado para ser un texto sagrado intemporal, aunque generaciones de discípulos a veces lo hayan considerado así. En el mismísimo primer párrafo —con sus referencias a Metternich, Guizot y el zar— pone de manifiesto que se trata de una mercancía perecedera, escrito en un momento específico y con un objetivo determinado, sin pensar en la posteridad.
Lo más notable del Manifiesto es, pues, que aún siga teniendo resonancias que nos parezcan actuales. Hace poco, en una librería de Londres pude contar no menos de nueve ediciones en inglés en las estanterías. Incluso Karl Marx, que nunca se caracterizó por su falsa modestia, jamás hubiese supuesto que su pequeño folleto seguiría siendo un éxito de ventas al final del milenio.
La inolvidable primera frase del Manifiesto comunista tiene la fuerza de un rayo: «Un temible duende recorre Europa…». Así, al menos, fue como apareció en la primera edición inglesa, publicada por el periódico Red Republican en 1850 y traducido por Helen Macfarlane, una feminista cartista que conoció a Marx y a Engels y que era muy admirada por ambos. Sin embargo, lamentablemente, el temible duende no llegó a cuajar. La versión que todos conocemos es la traducción de Samuel Moore, publicada en 1888 y reimpresa en innumerables ocasiones desde entonces: «Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada para cazar a este fantasma: el papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los policías alemanes».
Esta primera andanada ya estaba pasada de moda poco después de que Marx la disparase. La edición alemana original del Manifiesto fue publicada hacia el 24 de febrero de 1848, compuesta su tipografía por la Asociación Educativa de los Trabajadores Alemanes de Londres (empleando unos nuevos tipos góticos que habían comprado) y luego llevado a toda prisa a un impresor, cerca de Liverpool Street, por el joven y entusiasta Friedrich Lessner. «Estábamos borrachos de entusiasmo», recuerda Lessner. Cuando recogió los primeros ejemplares acabados —encuadernados en un apropiadamente alegre papel amarillo—, llegaban noticias de Francia de que la revolución había comenzado y de que se luchaba tras las barricadas en las calles de París. François Guizot, el hombre que había firmado la orden de expulsión de Marx en 1845, fue cesado como presidente de gobierno el 23 de febrero. El rey Luis Felipe abdicó al día siguiente, con el trono literalmente en llamas. Otra de las bestias negras de Marx, el canciller Metternich, fue derrocado en tres semanas. El 18 de marzo, los disturbios llegaron hasta Berlín.
El gallo francés había cantado, y toda Europa se había despertado súbitamente. «Nuestra era, la era de la democracia, se está desmoronando —escribió Engels en un despacho eufórico para la Deutsche-Brüsseler-Zeitung—. Las llamas de las Tullerías y del Palais Royal son el alba del proletariado. En todas partes, el gobierno de la burguesía se desmoronará y saltará hecho añicos. Alemania, esperamos, la seguirá. Es la última oportunidad para que se levante de su postración…»[9] Alemania —o, mejor dicho, el rey de Prusia— tenía otras ideas. Sus espías en Bélgica habían estado observando a la Deutsche-Brüsseler-Zeitung con creciente espanto:
Este nocivo periódico [informaba un agente de la policía] ha de ejercer sin duda la más corruptora de las influencias sobre el público menos instruido al que va dirigido. La seductora teoría de repartir la riqueza se presenta ante los trabajadores de las fábricas y los jornaleros del campo como un derecho innato, y se les inculca un profundo odio hacia los gobernantes y hacia el resto de la comunidad. Habría una sombría perspectiva para la madre patria y para la civilización si tales actividades lograsen socavar la religión y el respeto por las leyes y en buena medida pudiesen infectar a las clases inferiores del pueblo.
Ya en abril de 1847, el embajador prusiano exigía la clausura de este incendiario periodicucho, que «atacaba al gobierno de Su Majestad con repugnantes insidias y salvajismo». No sucedió nada. Pero con la proclamación de la república en Francia, cundió el pánico entre la policía belga. A media tarde del 3 de marzo de 1848, Marx recibió un Real decreto firmado por el rey Leopoldo I de Bélgica ordenándole que abandonase el país en un plazo de veinticuatro horas, prohibiéndole regresar.
Por una feliz coincidencia, ya estaba pensando en su salida. Era en París donde se estaba desarrollando la acción, y Ferdinand Flocon, director de La Réforme y, a la sazón, miembro del gobierno provisional de Francia, le acababa de enviar una invitación amistosa. «¡Menudo borrico está hecho Flocon!», había escrito Engels solo cuatro meses antes, calificándolo despreciativamente de tonto de remate «que lo ve todo a través de los ojos de un funcionario de tercera de un banco de cuarta[10]». Si Flocon era consciente del desprecio que Marx y Engels sentían por él, su mensaje no lo deja traslucir:
Mi bueno y leal Marx:
El suelo de la República francesa es un campo de refugio y asilo para todos los amigos de la libertad.
La tiranía le ha exiliado; ahora, la Francia libre le abre sus puertas, así como a todos los que luchen por la santa causa, la causa fraternal de todos los pueblos[11].
Marx no necesitaba más para hacer las maletas; y durante el resto de la noche no hizo otra cosa. A la una de la madrugada, sin embargo, diez oficiales de policía irrumpieron en su casa y lo llevaron a rastras a un calabozo del ayuntamiento, donde fue encerrado con un «loco de atar» que pasó la mayor parte de la noche tratando de darle un puñetazo en la nariz. La razón oficial que se dio para su detención fue que «su pasaporte no estaba en regla», aun cuando presentó a sus captores no menos de tres pasaportes, todos ellos correctamente sellados y fechados, además de la orden de expulsión firmada por el rey. Pero las sospechas policiales sobre Marx quizá no eran tan arbitrarias como pudiera parecer. A mediados de febrero, su madre le mandaba con retraso la enorme suma de 6000 francos en oro, que era su parte del legado del viejo Heinrich Marx, y la mayor parte de esta suma caída del cielo fue inmediatamente destinada a un uso subversivo. Según uno de los más recientes biógrafos de Marx, David McLellan, «la policía sospechaba (no había pruebas) que estaba utilizando el dinero para financiar el movimiento revolucionario». De hecho, existen muchas pruebas, de las cuales no es la menos importante el testimonio de la propia Jenny Marx. «Los trabajadores alemanes [de Bruselas] decidieron armarse —admitía—. Se estaban procurando dagas, revólveres, etc. Karl les daba de buen grado el dinero, ya que había recibido una herencia. Todo esto fue considerado por el gobierno conspiración y planes criminales: Marx recibe dinero y compra armas; así pues, había que deshacerse de él.»[12]
El tono de mancillada inocencia apenas se justifica en su confesión: si las autoridades podían relacionar a su marido con el arsenal de «dagas, revólveres, etc.», tenía que estar metido hasta las cejas. Profundamente alarmada, salió disparada a dar la noticia de su arresto a un abogado de izquierdas, dejando a los tres pequeños a cargo de Helene. Cuando regresó a primera hora del día siguiente, la puerta estaba custodiada por un policía que le dijo, con intachable educación, que si quería hablar con Monsieur Marx, con gusto la escoltaría. Pero nada más llegar a la comisaría, Jenny fue arrestada por «vagabundeo» —acusación apoyada, aparentemente, en que no llevaba consigo la documentación— y confinada a una oscura celda con «prostitutas de la peor condición».
Cuando, al día siguiente, Jenny fue llevada a los tribunales, el juez expresó sarcásticamente su sorpresa de que la policía no hubiese arrestado también a los pequeños aprovechando el viaje. Ella y Karl fueron liberados sin cargos a las tres de la tarde[13], lo que les dejó solo dos horas para ordenar todos sus asuntos, recoger a los niños y coger el tren de París. Jenny vendió apresuradamente algunas de sus pertenencias, pero tuvo que dejar la plata familiar y su mejor ropa de casa a cargo de un librero amigo. Los Marx fueron obligados a viajar con escolta policial hasta la frontera, tal vez para darles una última muestra de la hospitalidad belga.
Aún cansados por la noche en los calabozos, Karl y Jenny tuvieron un éxodo agotador. No había asientos libres y apenas lugar para ir de pie, ya que la mayor parte de los vagones habían sido requisados por las tropas belgas para desplazarse hacia el sur en defensa de la frontera contra el contagio revolucionario. En la parte francesa del viaje, los pasajeros tuvieron que bajarse y continuar en ómnibus en Valenciennes, donde los cocheros luditas habían aprovechado la confusión para levantar las vías y destruir las locomotoras que les estaban quitando el pan.
Al llegar a París el 5 de marzo, Marx encontró las calles llenas de vidrios rotos y adoquines. Como queriendo compensar todo lo que se había perdido, se lanzó a la lucha sin demora. Al día siguiente informó a la Liga Comunista de Londres de que la sede del comité ejecutivo había sido trasladada a París; el 9 de marzo, por unanimidad, la Liga aprobó su propuesta de que todos sus miembros deberían llevar una «cinta roja sangre» en sus abrigos. Como la Liga era aún una organización semiclandestina, fundó también un Club de Trabajadores Alemanes, cuyo comité se anunciaba en el periódico La Réforme de la siguiente forma: «H. Bauer, zapatero; Hermann, ebanista; J. Moll, relojero; Wallau, impresor; Charles Marx; Charles Schapper». En realidad, Karl Schapper era cajista, pero era difícil imaginar a qué tipo de artesanía podría haberse apuntado Marx; «alborotador», quizá.
Así es ciertamente como era considerado por algunos paisanos exiliados, sobre todo por su antiguo colaborador Georg Herwegh y por el exoficial del ejército prusiano, Adalbert von Bornstedt, que había ideado un plan alocado y romántico para formar una «legión alemana» que marcharía triunfalmente hacia su patria y la liberaría. Después, invadirían Rusia. «¡Por una vez en la vida, atrévete!», era el eslogan de reclutamiento de Herwegh. El gobierno provisional francés, deseoso de ver marchar a estos quijotescos extranjeros, ofrecía pasajes gratis y un sueldo diario de cincuenta céntimos para todos los voluntarios.
Marx acusó a Herwegh y a Bornstedt de «comportarse como bribones», calificando su plan de arrogante aventura destinada a acabar ignominiosamente. Estaba en lo cierto: el variopinto ejército de Herwegh, de no más de mil hombres, partió hacia Alemania el día de los inocentes[*] y fue aplastado por completo nada más cruzar la frontera.
Lo que se necesitaba para la revolución en Alemania, afirmaba Marx, no era un regimiento de poetas y profesores esgrimiendo bayonetas de segunda mano, sino una constante agitación y propaganda. Tan pronto como Engels se le unió en París el 21 de marzo, publicaron un panfleto con el título Reivindicaciones del Partido Comunista en Alemania, que fue rápidamente reimpreso por los periódicos democráticos de Berlín, Tréveris y Düsseldorf. Un crítico moderno ha propuesto que este programa de diecisiete puntos estaba «pensado para intimidar a la burguesía». En absoluto: como en Alemania no existía un proletariado capaz de justificar el nombre, Marx se dio cuenta de que la primera etapa de su campaña debería ser la revolución burguesa. Para lo que cabría suponer, sus «reivindicaciones» eran sorprendentemente modestas. Incluían solo cuatro de los diez puntos del Manifiesto comunista: impuestos progresivos, escolarización gratuita, propiedad estatal de todos los medios de transporte y la creación de un banco nacional. Para dejar claras sus intenciones, Marx añadía que el banco estatal reemplazaría las monedas metálicas por papel moneda, abaratando así el medio universal de intercambio y liberando el oro y la plata para su utilización en el comercio exterior. «Esta medida —escribió— es necesaria para vincular los intereses de la burguesía conservadora a la causa de la revolución».
Además, se hacían concesiones significativas. El Manifiesto comunista abogaba por «la abolición de todo derecho de herencia» (aunque ello no impidió que Marx aceptase el legado paterno de 6000 francos); en las Reivindicaciones se sugería simplemente que las herencias se deberían «restringir». Allí donde el Manifiesto proponía la nacionalización de todas las tierras, en las Reivindicaciones se limitaba a «las propiedades feudales y principescas». Incluso intentó cortejar a los campesinos y a los pequeños propietarios agrícolas —a los que en privado despreciaba— ofreciéndoles hipotecas estatales, asesoramiento legal gratuito y el fin de todos los diezmos y obligaciones feudales. Para demostrar la moderación de estas Reivindicaciones del Partido Comunista solo hay que señalar que muchas de ellas —incluida la del sufragio universal de las personas adultas, el pago de salarios a los representantes parlamentarios y la transformación de Alemania en una «república única e indivisible»— han sido desde entonces aceptadas por gobiernos cuyas credenciales capitalistas nadie pone en duda.
Las concesiones a los campesinos y pequeñoburgueses estaban muy bien, pero la tarea más urgente de Marx era ahora elevar la conciencia de las masas teutónicas. A finales de marzo y principios de abril, los partidarios de la Liga Comunista en París partieron hacia Alemania, la mayoría a sus respectivos pueblos para comenzar el proceso de educación y organización. Karl Schapper fue a Nassau, Wilhelm Wolff a Breslau. «La Liga se ha disuelto; está en todas partes y en ninguna», escribía Stephan Born, un cajista revolucionario que se instaló en Berlín. (Born, cuyo nombre real era Simon Buttermilch, abandonó el comunismo y se hizo maestro de escuela en Suiza).
El arma favorita de Marx, como tantas veces, era el periodismo. «Se publicará en Colonia un nuevo diario —anunció—. Se llamará Neue Rheinische Zeitung y será dirigido por Herr Karl Marx». Había buenas razones para la elección geográfica. Colonia, capital de Renania, era una ciudad que conocía bien desde su fugaz paso como director de la anterior Rheinische Zeitung. Aún mantenía relaciones de amistad con algunos de los antiguos accionistas y esperaba que respaldasen su nueva empresa. Tal vez lo más importante era que el Código Napoleónico —un legado de los años de ocupación francesa— aún estaba vigente, lo que permitía cierta libertad de prensa.
Los Marx salieron de París durante la primera semana de abril de 1848, acompañados por Engels y Ernst Dronke, un alemán radical de veintiséis años que ya contaba a su favor con una novela, una sentencia de cárcel y una fuga audaz. Tras una breve escala en Maguncia, siguieron caminos diferentes: Engels a Wuppertal, con la esperanza de persuadir a su padre y amigos de que invirtieran en el nuevo periódico; Dronke, a ver a un tío en Coblenza; Jenny y los niños, a Tréveris, donde pretendía permanecer unas semanas con su madre hasta que Karl obtuviese el permiso de residencia.
Tan pronto como llegó a Colonia, Marx pidió debidamente a las autoridades policiales que le devolvieran su ciudadanía prusiana, que le había sido retirada en 1845. Manifestó que deseaba establecerse allí con su familia para escribir «un libro de economía», manteniendo discreción sobre su plan de crear un diario popular. Sea como fuere, las autoridades rechazaron la propuesta, dejando abierta la posibilidad de expulsarle si les incordiaba demasiado.
También Engels se vio coartado a cada rato. «Aquí hay pocas perspectivas de colocar acciones —escribió desde Barmen el 25 de abril—. La cuestión, en el fondo, es que hasta estos burgueses radicales nos ven como sus futuros enemigos principales y no tienen la intención de poner en nuestras manos armas que pronto hemos de apuntar contra ellos.»[14] Bien pudiera ser, ya que esa era, precisamente, la intención de Marx. «Nada en absoluto voy a conseguir de mi padre —continuaba Engels—. Antes que darnos 1000 táleros, nos acribillaría con mil fragmentos de metralla». Al final Marx tuvo que recurrir a lo que quedaba de su propia herencia para asegurarse de que el periódico empezaría a publicarse el 1 de junio de 1848. La fecha de salida debería haber sido el 1 de julio, pero «la renovada insolencia de los reaccionarios» le había persuadido de que no había tiempo que perder. («Nuestros lectores habrán de tener paciencia con nosotros —escribió en el número inicial— si durante los primeros días no podemos ofrecer la abundante variedad de noticias y reportajes que nuestras amplias conexiones nos han de permitir hacer. En unos días estaremos en condiciones de satisfacer todas las exigencias»).
El consejo editorial estaba controlado por antiguos miembros de la Liga Comunista, entre ellos el poeta revolucionario Georg Weerth, Ernst Dronke y los periodistas Ferdinand Wolff y Wilhelm Wolff. (Para evitar confusiones, a estos Wolff, que no eran parientes, se les apodaba «Lobo Rojo» y «Lupus», respectivamente). Pero, como Engels admitía, el periódico era fundamentalmente «una mera dictadura de Marx». Según Stephan Born, que estuvo en la oficina unos meses después, hasta para los súbditos más leales al tirano, les resultaba difícil a veces soportar su caótica autocracia. «Las quejas más amargas sobre Marx procedían de Engels. “No es periodista —había dicho— y nunca lo será. Se enfrasca todo un día sobre un artículo de fondo que a otro le llevaría un par de horas, como si se tratase de un profundo problema filosófico. Cambia y pule y cambia el cambio, y debido a su infatigable meticulosidad jamás puede estar listo a tiempo”. Para Engels era una verdadera liberación poder de vez en cuando airear lo que le molestaba.»[15] Aunque sin duda Marx era de los que agotaban los plazos hasta el último segundo, tal vez Born exagerase. La Neue Rheinische Zeitung se publicaba diariamente, a menudo con un voluminoso suplemento para incluir todas las noticias y artículos de fondo que no cabían en la sección principal; en las ocasiones especiales sacaba también una edición de tarde. Si el director hubiese retrasado tanto las cosas como decía Born, el periódico nunca hubiese llegado a la imprenta.
Lo que diferenciaba a la Neue Rheinische Zeitung del resto de la prensa «democrática» de Alemania era su preferencia por la información por encima de las interminables teorías. Disponiendo cuidadosamente los hechos para adecuarse a sus propósitos, Marx creía que podría conseguir bastante más que muchos estudiosos liberales reflexionando sobre el significado del republicanismo. También prestaba especial atención a las actividades de los cartistas en Inglaterra y a las de los modernos jacobinos de Francia, esperando que ello alertase a sus lectores sobre el antagonismo necesario entre la burguesía y el proletariado, un antagonismo que no se atrevía a expresar de manera más explícita. (Lo primero que hizo al llegar a Colonia fue suscribirse a tres periódicos ingleses, The Times, The Telegraph y The Economist).
A los doce meses que Marx pasó en Alemania durante 1848 y 1849 se les suele conocer como «el año loco», y ciertamente parece haberse hallado en estado de furia durante gran parte del período —también consigo mismo— al tratar de casar dos impulsos totalmente irreconciliables. El dilema resulta evidente para todo el que estudie el Manifiesto comunista, en el que afirmaba que los comunistas deberían exhortar al proletariado a apoyar a la burguesía «siempre que actuase de manera revolucionaria», mientras inculcaba al mismo tiempo en los trabajadores «la conciencia más clara posible del hostil antagonismo entre burguesía y proletariado». Ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio, como dice la canción[*].
La burguesía liberal, incluidos algunos de sus accionistas, estaba depositando sus esperanzas en dos instituciones democráticas creadas tras los disturbios de marzo, la Asamblea Nacional Alemana, en Frankfurt, y la Asamblea Prusiana, en Berlín. Al director de periódico que quisiese tranquilizar a los inquietos lectores de clase media sobre sus intenciones, bien se le podría haber aconsejado que les otorgase a estos incipientes parlamentos el beneficio de la duda, al menos durante uno o dos meses. Pero la impaciencia siempre le ganaba la batalla: en el primer número se incluía un mordaz e inmisericorde relato de la asamblea de Frankfurt escrito por Engels.
«Desde hace dos semanas, Alemania posee una Asamblea Nacional Constituyente surgida del voto de todo el pueblo alemán —informaba—. El primer acto de la Asamblea Nacional debía ser el de proclamar públicamente y de viva voz esa soberanía del pueblo alemán. Su segundo acto debía ser el de elaborar la Constitución alemana sobre la base de la soberanía popular.»[16] Por el contrario, «los ignorantes elegidos» —la mayoría de los cuales eran abogados y maestros— habían perdido el tiempo con «nuevas enmiendas y nuevas digresiones… interminables discursos y confusión sin cuento». Siempre que parecía que se podría tomar una decisión, los representantes aplazaban la cuestión y suspendían la sesión para comer. Varios empresarios que habían invertido dinero en el periódico retiraron inmediatamente su apoyo. «Nos costó la mitad de los accionistas», confesó Engels. Habiendo puesto en su contra a los moderados, Marx buscó el enfrentamiento con el socialista más popular de la ciudad, Andreas Gottschalk, que no solo era presidente de la recientemente formada Asociación de Trabajadores de Colonia, sino también la principal figura de la rama local de la Liga Comunista.
La violenta animosidad entre ambos hombres es difícil de explicar o justificar, aunque puede que los celos tuvieran algo que ver. Como ya había demostrado anteriormente, a Marx le disgustaban las organizaciones o instituciones que no pudiese controlar; y Gottschalk, un médico muy estimado por su trabajo profesional entre los pobres, tenía bastantes más discípulos que el irascible director de periódico. La Neue Rheinische Zeitung estaba vendiendo cinco mil ejemplares, una tirada considerable para la época; sin embargo, la Asociación de Trabajadores de Colonia de Gottschalk tenía ocho mil miembros a pocas semanas de su fundación.
Marx censuraba a Gottschalk por sectarismo izquierdista y por haber comprometido el «frente unido» de la burguesía y del proletariado fundando un grupo de presión exclusivamente obrero; y, lo que era peor, propugnando un boicot a las elecciones a los parlamentos de Berlín y Frankfurt. Dada la propia proclividad de Marx a satirizar a la Asamblea Nacional Alemana, calificándola como nido de pedantes camineros, algunos pudieran pensar que su crítica era una farsa. Además, de forma aviesa, acusaba a Gottschalk de pretender aceptar una monarquía constitucional limitada en lugar de exigir directamente la república. Con todo, el propio Marx manifestaba en un editorial del 7 de junio: «No hacemos la utópica reivindicación de que se deba proclamar desde un principio la república alemana única e indivisible».
El bueno de Gottschalk se vio condenado a la vez por timidez y por exceso de celo; no nos extraña que dimitiese de la Liga Comunista semanas después de la ruidosa llegada de Marx a Colonia. Incluso cuando Gottschalk y su amigo Friedrich Anneke fueron arrestados, acusados de incitación a la violencia, a principios de julio, la Neue Rheinische Zeitung reaccionó con aparente frialdad. «Reservamos nuestra opinión, pues aún nos falta información contrastada sobre su arresto y sobra la manera en que fue realizado —comentaba Marx en un breve editorial del 4 de julio—. Los trabajadores han de ser suficientemente sensatos como para no caer en la provocación para organizar altercados». En el periódico del día siguiente aparecía un reportaje más completo, que se centraba en el trato recibido por Anneke por parte de los oficiales que le arrestaron: acusaba al fiscal, Herr Hecker, de llegar a la casa media hora después de la policía para darles tiempo de golpear al sospechoso y aterrorizar a su esposa embarazada. «Herr Hecker respondió que él no había dado órdenes para que se cometieran brutalidades —señalaba Marx sarcásticamente—. ¡Como si Herr Hecker pudiese ordenar brutalidades!». Del desventurado Gottschalk, sin embargo, apenas se hacía mención.
Gottschalk estuvo en prisión los siguientes cinco meses a la espera de juicio. Un cínico podría sospechar que a Marx no le disgustaba del todo la ausencia de su rival de la escena, ya que le daba ocasión de imponer su propia autoridad política y unir a las facciones enfrentadas. Pero Marx, por naturaleza, nunca fue conciliador. Carl Schurz, un estudiante de Bonn, le observó actuar en una reunión de los demócratas de Colonia en agosto de 1848:
En esa época no podría tener mucho más de treinta años, pero ya se le reconocía como cabeza de la escuela socialista avanzada… No he visto jamás a un hombre cuya actitud sea tan provocativa e insoportable. A ninguna opinión que difiriese de la suya le concedía el honor de darle una condescendiente consideración. A todos los que le contradecían los trataba con enorme desprecio; a todos los argumentos que no le gustaban respondía, bien con cáustica burla de la inmensa ignorancia que la había provocado, bien poniendo ignominiosamente en entredicho los motivos del que había hecho la propuesta. Recuerdo muy bien el cortante desdén con el que pronunciaba la palabra «burgués»; y de «burgués» —es decir, de detestable ejemplo de la más profunda degeneración mental y moral— acusaba a todos los que se atrevieran a contradecir sus opiniones… Resultaba muy evidente que además de no conseguir partidarios, había conseguido el rechazo de muchos otros que, en caso contrario, se habrían hecho seguidores suyos[17].
Debe observarse que esto fue escrito más de cincuenta años después, mucho después de que Schurz emigrase a Estados Unidos y se convirtiese en un respetable hombre de Estado, como senador y como secretario del Interior. No obstante, tiene trazas de ser cierto. Dado que Marx raras veces era capaz de mantenerse en términos educados incluso con sus camaradas más cercanos, era absurdo imaginar que pudiera aportar armonía a una coalición ya de por sí desunida de liberales e izquierdistas, de campesinos y proletarios. En sus discursos y editoriales insistía en que Alemania debía tener un gobierno democrático compuesto por «los individuos más heterogéneos» y no una dictadura de brillantes comunistas como él mismo; pero la vehemencia con que exponía estas opiniones —lanzando insultos y mostrando su desprecio a todo aquel que se atreviese a no estar de acuerdo— sugería que era una persona que no reconocería el pluralismo ni aunque se lo sirviesen en bandeja de plata.
Las autoridades prusianas no se dejaron engañar ni por un momento por su pretendida actitud benéfico-reformista. El inspector Hünermund, de la policía de Colonia, había advertido a sus superiores acerca del «poco fiable políticamente doctor Marx» ya en abril, y cuando la Neue Rheinische Zeitung publicó su cáustico relato del arresto de Anneke, aprovecharon su oportunidad. El 7 de julio, Marx fue llevado ante el juez por «insultar o calumniar al fiscal jefe», mientras los agentes registraban su oficina en busca de cualquier trozo de papel que pudiese identificar al anónimo autor del ofensivo artículo. Dos semanas después fue llevado para continuar el interrogatorio, y en agosto, sus colegas Dronke y Engels fueron llamados como testigos. El 6 de septiembre, la revista informó acerca de unos preocupantes sucesos: «Ayer, uno de nuestros directores, Friedrich Engels, fue convocado de nuevo ante el juez en la investigación contra Marx y sus compañeros, pero esta vez no como testigo, sino como acusado».
El hostigamiento contra «Marx y sus compañeros» no logró intimidarles o silenciarles; por el contrario, se hicieron más temerarios. «Uno de los rasgos característicos de Renania —dijo Engels en una reunión de los demócratas de Colonia celebrada a mediados de agosto— es el odio a las autoridades prusianas y al prusianismo recalcitrante; es de esperar que esta actitud permanezca.»[18] Como él debía de saber, a las autoridades prusianas no les preocupaba que se les pellizcara la cola. El ejército, en particular, parecía estar por entero fuera de control, saboteando a sus anchas al llamado «Gobierno de Acción» que se había formado tan solo un par de meses antes. En agosto, la Asamblea Prusiana de Berlín exigió la expulsión de todos los oficiales que no estuviesen dispuestos a aceptar el nuevo sistema constitucional. El ministro de la Guerra no hizo caso, y el 8 de septiembre el gobierno fue derrocado merced a un voto de censura de la Asamblea propuesto por los representantes de la izquierda y del centro.
Da la coincidencia que el propio Marx estaba en Berlín en ese momento, de regreso de un viaje para recaudar fondos en Viena. «Estalló un júbilo indescriptible cuando la noticia de la derrota del gobierno llegó a la multitud congregada —informó a Engels, que estaba al frente del periódico en su ausencia—. Miles de personas se unieron a esta procesión, y entre interminables ¡vivas!, las masas atravesaron la plaza de la Ópera. Nunca antes se había dado aquí una expresión de júbilo igual.»[19]
Fue una victoria pírrica. Atrapado en la euforia de la muchedumbre, Marx había supuesto alegremente que surgiría entonces un gobierno de centro-izquierda. Un instante de reflexión le hubiese hecho ver que el rey de Prusia nunca hubiese tolerado tamaña afrenta. Efectivamente, cuando Marx regresó a Colonia, la contrarrevolución había empezado. Desafiando la voluntad de los representantes del pueblo en Berlín, el rey empezó a formar un nuevo gabinete de burócratas reaccionarios y de oficiales del ejército. «Se enfrentan la Corona y la Asamblea —escribió Marx el 14 de septiembre—. Es posible que las armas decidan la cuestión. El bando que tenga mayor coraje y coherencia será el vencedor».
Craso error, por supuesto: el valor cuenta poco contra el poder intimidatorio del Estado. Poco después del amanecer del 25 de septiembre, la policía de Colonia arrestaba a varios dirigentes del recientemente creado Comité de Seguridad Pública, entre ellos Karl Schapper y Hermann Becker; fueron también a por Engels, pero este logró escabullirse. Al mediodía, Marx se dirigió a la muchedumbre concentrada en la antigua plaza del mercado, previniendo a los trabajadores para que no reaccionasen ante estas «provocaciones policiales» levantando barricadas. Aún no había llegado la hora de la lucha en la calle.
Pero el tiempo, como los membrillos y los aguacates, tiene la cualidad de pudrirse antes de madurar. El 25 de septiembre se declaró la ley marcial en Colonia, y el gobernador militar suspendió inmediatamente la publicación de la Neue Rheinische Zeitung. Marx sacó un folleto dirigido a los suscriptores explicando que «la pluma ha de rendirse ante el sable», no sin antes prometer que el periódico aparecería pronto de nuevo «en un formato mayor».
Con varios de los periodistas ya en la cárcel y los accionistas negándose a subvencionar un periódico en el limbo, la afirmación parecía excesivamente optimista, sobre todo al haber partido Engels, el más valioso colaborador de Marx, tan pronto supo que la policía le buscaba, haciendo una breve parada en Barmen para dar la noticia a sus horrorizados padres antes de huir al refugio de Bélgica. El periódico rival, Kölnische Zeitung, más patriótico y legalista que nunca, publicó su orden de arresto:
Nombre: Friedrich Engels; ocupación: comerciante; lugar de nacimiento y residencia: Barmen; religión: evangélica; edad: 27 años; estatura: 1,72 m; pelo y cejas: rubio oscuro; frente: normal; ojos: grises; nariz y boca: bien proporcionadas; dientes: en buen estado: barba: marrón; barbilla y cara: oval; constitución: saludable; figura: delgada[20].
En definitiva, una magnífica propaganda para el estilo de vida de los revolucionarios. El propietario de esta saludable constitución y bien proporcionada nariz llegó a Bruselas el 5 de octubre, acompañado de Ernst Dronke, pero apenas los dos fugitivos se habían sentado para cenar en el hotel, un grupo de policías los llevaron a la prisión de Petits-Carmes, haciendo uso de la ley contra los «vagabundos» que había funcionado tan bien con Jenny Marx. Dos horas después, Engels y Dronke fueron llevados a la estación en un coche sellado y escoltados hasta el siguiente tren para París.
Tan pronto como la Neue Rheinische Zeitung reanudó su publicación, al ser levantada la ley marcial el 12 de octubre, Marx escribió un airado editorial sobre el «trato brutal» recibido por sus amigos. «Queda claro que el gobierno belga está aprendiendo rápidamente a saber de qué lado está», comentó:
Los belgas se están convirtiendo poco a poco en policías de sus vecinos, y saltan de gozo cuando son felicitados por su callado y sumiso comportamiento. No obstante, hay algo de ridículo en los buenos de los policías belgas. Incluso el serio Times reconocía medio en broma el deseo de los belgas por agradar. Hace poco aconsejaba a la nación belga, después de que se hubiese deshecho de todos los clubes [de obreros], que se convirtiese en un gran club bajo el lema: Ne risquez rien! Ni que decir tiene que la prensa oficial belga, en su cretinismo, también reprodujo esta adulación y la recibió jubilosamente[21].
La lucha para salvar la incipiente democracia alemana estaba alcanzando su punto culminante, con levantamientos revolucionarios en Viena y lucha callejera en Berlín. En cuanto Marx fue elegido presidente de la Asociación de Trabajadores de Colonia el 22 de octubre, el director del periódico de la Asociación fue sentenciado a un mes de cárcel por difamar a Herr Hecker. Envalentonado por su pequeña victoria sobre sus enemigos, el vengativo fiscal presentó nuevos cargos contra Marx, afirmando que sus discursos eran constitutivos de «alta traición». Absurdamente, inició también un expediente por libelo en relación con una noticia publicada por la Neue Rheinische Zeitung con la firma de «Hecker», aunque el artículo era sencillamente un mensaje de despedida al pueblo alemán del republicano Friedrich Hecker, que marchaba a Estados Unidos a iniciar una nueva vida. Sin embargo, este Torquemada de pacotilla de Colonia afirmaba que los lectores podían suponer que reflejaba sus propias opiniones. Marx se preguntaba, incrédulo, si pensaba acaso el demandante que «este periódico, con su ingeniosa malicia, había puesto la firma “Hecker” en su propia proclama para que el pueblo alemán creyese que Hecker, el fiscal, estaba emigrando a Nueva York, que Hecker, el fiscal, defiende la república alemana, que Hecker, el fiscal, sanciona oficialmente los píos deseos revolucionarios…»[22]. Probablemente, no: pero era otra ocasión de perseguir y hostigar a los enemigos del Estado prusiano.
En vez de apresurarse a volver a su país hasta el desenlace de estos dramas —mitad tragedia, mitad farsa—, Engels se olvidó de ellos por completo. Tras unos pocos días de descanso en París, emprendió en solitario un extraño y sinuoso periplo por la campiña francesa más o menos en dirección a Suiza, aunque con más de un placentero desvío en el camino. Como él mismo admitió, «no es fácil partir de Francia». Ya podían los camaradas de Colonia estar luchando por su vida y su libertad, que él no tenía mucha prisa para unírseles. ¿Acaso se había asustado?
El diario no publicado de Engels sobre esta odisea de un mes, en la que apenas se menciona la crisis en que estaba sumida Alemania, está escrito con el asombro de un turista novato. «¿Qué país de Europa podría medirse con Francia en materia de riqueza, plantaciones y productos, de su universalidad?, —afirmaba, deshaciéndose en elogios—. ¡Y qué vino! ¡Qué variedad, desde el Burdeos al Borgoña, del Borgoña al pesado Saint Georges, al Lünel y al Frontignan del sur, y de este al burbujeante champán!»[23] Al parecer, todo el tiempo estuvo más o menos achispado, sobre todo en Auxerre, donde llegó a tiempo para celebrar la cosecha de Borgoña. «La vendimia de 1848 fue tan infinitamente abundante que no pudieron conseguir número suficiente de barricas para recoger todo el vino. Y, por añadidura, de excelente calidad: ¡mejor que la del 46, y acaso mejor que la del 34!».
No solo era el vino lo que le embriagaba: «A cada paso encontraba yo las compañías más alegres, las uvas más dulces y las muchachas más bonitas». Tras una investigación experta y exhaustiva, llegó a la conclusión de que «las bien lavadas, peinadas y esbeltas» mujeres de Borgoña eran preferibles a sus «sucias» e «hirsutas» colegas entre el Sena y el Loira. «Podrá creérseme de buena gana que estuve durante más tiempo con los viñateros y sus muchachas comiendo uvas, bebiendo vino, platicando y riendo acostado en la hierba que ascendiendo la montaña».
Podemos comprender por qué el viaje duró tanto, y por qué estaba en la ruina cuando por fin llegó a Suiza. Habiendo recurrido tanto a su padre como a Marx para que le enviasen donativos, y al no tener noticias de ninguno, volvió a escribir a Colonia, preguntándose si el director le había repudiado por ausentarse sin permiso. «Querido Engels —replicó Marx—. Estoy verdaderamente sorprendido de que aún no haya recibido el dinero que le he enviado. Yo (no el departamento de envíos) le envié hace siglos 61 táleros… Suponer que le pueda dejar en la estacada ni por un momento no es más que pura fantasía. Siempre seguirá siendo mi amigo y confidente al igual que seguiré siéndolo yo de usted. K. Marx.»[24] Luego añadió una posdata jubilosamente combativa: «Su padre es un cerdo y le escribiremos una carta leyéndole la cartilla». Pero pronto se le ocurrió que tal vez no sería una forma efectiva de conseguir fondos. «He pensado un plan infalible para sacarle dinero a su padre, ya que ahora no tenemos nada —le escribió el 29 de noviembre, tras reflexionarlo más—. Escríbame una carta de súplica (lo más descarnada posible) en la que cuente con todo detalle sus pasadas vicisitudes, pero de tal forma que pueda hacérsela llegar a su madre. El viejo está empezando a alarmarse.»[25] Billy Bunter[*], como podrá recordarse, echó mano igualmente de la comprensión materna al intentar conseguir giros de su padre, y no con más éxito que Marx y Engels.
Por Navidad, Engels ya se había aburrido de la «vida pecaminosa» y de «haraganear por tierras extranjeras». En una carta desde Berna ofrecía una nueva y ridícula excusa para su absentismo: «Si hay suficientes motivos para creer que no seré detenido para interrogarme, iré inmediatamente. Después, pueden, en lo que a mí respecta, llevarme ante 10 000 jurados, pero cuando el arresto es para ser interrogado, a uno no se le permite fumar, y eso no lo consiento».
Tras ser convencido de que no habría de renunciar a sus cigarros por la causa, Engels retornó a Alemania en enero, viendo que la revolución casi se había terminado. Se había formado un nuevo gobierno, presidido por el reaccionario conde Brandenburg, hijo bastardo de Federico Guillermo II, y el rey había disuelto la Asamblea Prusiana. «La burguesía no movió un dedo; simplemente dejaron que el pueblo luchase por ellos», refunfuñaba Marx en la Neue Rheinische Zeitung, admitiendo que su idea de una gran alianza entre los trabajadores y la clase media no había sido más que una quimera. La débâcle en Prusia había demostrado que la revolución burguesa era imposible en Alemania; ahora, como mínimo, sería necesaria una insurrección republicana. Pero la clase obrera alemana era incapaz de prepararse para la acción sin estímulo del exterior, sobre todo de Francia. Tras reflexionar sobre las lecciones del año anterior, publicó el 1 de enero de 1849 una revisión del menú revolucionario:
El derrocamiento de la burguesía en Francia, el triunfo de la clase obrera francesa, la emancipación de la clase trabajadora en general, es el grito de llamada de la liberación europea.
Pero Inglaterra, el país que convierte en sus propios proletarios a naciones enteras, que abarca a todo el mundo en su inmenso abrazo… Inglaterra parece ser la roca contra la que rompen las olas revolucionarias, el país donde la nueva sociedad se está ahogando en el propio seno materno[26].
Toda la agitación social en Francia estaba destinada a verse coartada por el poder industrial y comercial de la clase media inglesa, «y solo una guerra mundial podrá derrocar a la Vieja Inglaterra, al igual que solo esto puede dar a los cartistas, el partido de los trabajadores ingleses organizados, las condiciones de un levantamiento victorioso contra sus gigantescos opresores». Este juego de causas y efectos —al que más de un siglo después se llamaría teoría del dominó— llevaba a una indefectible y apocalíptica conclusión. «El índice para 1849 dice: Levantamiento revolucionario de la clase obrera francesa, guerra mundial».
Y de postre, ¿qué? Durante 1848, la clase obrera había sido derrotada por completo siempre que había sacado la cabeza por encima de las barricadas, en Francia, Prusia, Austria y también en la propia Inglaterra, donde una multitudinaria manifestación en Kennington, al sur de Londres, supuso el final de la amenaza cartista. Pero con su talento para las paradojas y para darle la vuelta a todo, Marx podía ver un potencial triunfo en cada desastre, siempre pensando que no había mal que por bien no viniera, siempre un nuevo amanecer tras la noche más infernal. Los contrarrevolucionarios habían vencido, ¡y qué! Eso serviría de acicate para que los obreros hicieran la próxima vez un ataque de caballería en toda regla. Confiaba en la antigua táctica de esperar el momento oportuno, o, como dicen los franceses, réculer pour mieux sauter.
Al final, 1849 fue un triste epílogo de 1848. Un mes después de publicar el mensaje de Año Nuevo, Marx y Engels fueron llevados a juicio por el ya familiar cargo de insultos al fiscal. En un discurso de una hora de duración desde el banquillo, Marx demostró la mente tan brillante que había perdido la profesión jurídica cuando no quiso seguir la carrera de su padre, desmontando los artículos 222 y 367 del Código Penal Napoleónico hasta que no quedó más que un puñado de polvo. Aleccionó al jurado, de forma algo pedante, sobre la importante diferencia entre comentarios insultantes y calumnia; afirmaba que el fiscal debía probar no solo el insulto, sino también la intención de insultar, ya que el artículo 367 permitía al periodista publicar «hechos», aunque ellos provocaran ofensa. En su exégesis del artículo 222 (que prohibía los insultos contra los funcionarios públicos), señaló que el Código Penal, al igual que la ley prusiana, no incluía el delito de lèse-majesté; y como el rey de Prusia no era un funcionario, no se podía servir tampoco del artículo 222. «¿Por qué se me permite insultar al rey, mientras que no se me permite insultar al fiscal general?».
Marx presentó la mayor parte de su defensa con aire calmado y profesional, con los habituales trucos o adornos retóricos, pero en su parlamento acabó apelando a la conciencia política de los miembros del jurado:
Prefiero seguir los grandes acontecimientos del mundo, analizar el curso de la historia, que ocuparme de caciques locales, de la policía o de los fiscales. Por muy importantes que estos caballeros se puedan creer en su propia imaginación, no son nada, absolutamente nada, en las gigantescas batallas de la época que vivimos. Considero que estamos haciendo un auténtico sacrificio cuando decidimos enfrentarnos a estos oponentes. Pero, en primer lugar, es deber de la prensa salir en defensa de los oprimidos allí donde se encuentren… El primer deber de la prensa en el momento presente es socavar todos los cimientos de la actual situación política.
Después se sentó, entre los encendidos aplausos de la repleta sala: Marx y Engels habían obtenido la absolución. Con todo y eso, tuvieron poco tiempo para celebraciones. Al día siguiente, 8 de febrero, Marx regresó al banquillo de los acusados con dos de sus colegas del Comité del Distrito de los Demócratas Renanos, acusado esta vez de «incitación a la sublevación».
La acusación partía de los desórdenes de noviembre de 1848, cuando los miembros de la Asamblea Nacional Prusiana —que estaban siendo expulsados de la sala de sesiones a punta de pistola por parte de las tropas gubernamentales— habían hecho un llamamiento al impago de impuestos como protesta. En una proclama, fechada el 18 de noviembre de 1848, el comité de Marx declaró que «había que negarse en toda forma y lugar» a la recaudación obligatoria de impuestos, y que se debería crear una milicia popular para «rechazar al enemigo». Dado que sin duda esto era incitación a la revuelta, tal como Marx admitió ante el tribunal, lo único que quedaba era demostrar «si los acusados estaban autorizados, en virtud de la decisión de la Asamblea Nacional sobre la negativa a pagar impuestos, a hacer un llamamiento a la resistencia al poder estatal [y] a organizar una fuerza armada contra el Estado». Tras una breve discusión, el jurado decidió unánimemente que se había comportado con perfecta corrección constitucional. En palabras del Deutsche Londoner Zeitung, un semanario liberal para los exiliados alemanes en Inglaterra: «En los juicios políticos, al gobierno no le acompaña la suerte con los miembros del jurado[27]». Pero el gobierno tenía otro cartucho en la recámara. El coronel Friedrich Engels, de inoportuno nombre, subcomandante de la guarnición de Colonia, informó al Oberpräsident de Renania que Marx «se estaba haciendo cada vez más osado ahora que había sido absuelto por el jurado, y me parece que ya es hora de que este individuo sea deportado, pues, ciertamente, no hay que aguantar a un extranjero, apenas tolerado en nuestro medio, que ensucia todo con su venenosa lengua, especialmente cuando nuestros propios gusanos hacen lo mismo de forma harto competente[28]».
Mientras el coronel Engels esperaba una respuesta, dos de sus suboficiales de la 8.ª Compañía de Infantería asumieron la tarea de intimidar por su propia cuenta, presentándose en casa de Marx la tarde del 2 de marzo, exigiendo saber quién había escrito un reciente artículo aparecido en la Neue Rheinische Zeitung sobre la corrupción militar, que aparentemente había causado una grave ofensa «al conjunto de la 8.ª Compañía». El director indicó que el artículo en cuestión era de hecho un anuncio, por el que no asumía ninguna responsabilidad. Sus uniformados visitantes, literalmente haciendo sonar sus sables, le advirtieron que «algo malo podría suceder» si se negaba a dar el nombre del autor. Como respuesta, Marx les hizo advertir la culata de una pistola que salía del bolsillo de su bata. Ambos hombres salieron disparados.
«La relajación de la disciplina ha de haber ido muy lejos —escribió Marx al coronel Engels—, y todo sentido de la legalidad ha de haber cesado si, como si de una banda de ladrones se tratara, una compañía puede enviar delegados a un ciudadano particular e intentar con amenazas extraer esta u otra confesión de él. Le debo rogar, señor, que instruya una investigación sobre este incidente y que me dé una explicación de este singular atrevimiento. Sentiría verme obligado a airear el asunto.»[29] La pluma de Marx fue una amenaza más efectiva que los sables de los suboficiales. El desdichado comandante le aseguró que los hombres habían sido reprendidos y agradecía a la Neue Rheinische Zeitung su discreción por no informar del incidente. Magnánimo en la victoria, Marx le dijo al coronel que el silencio del periódico demostraba «cuánta era la importancia que concedían al actual clima de malestar social».
Verosímil. Aunque Marx estaba siendo criticado por izquierdistas como el doctor Gottschalk (ya puesto en libertad) por falta de compromiso, lo que publicó era francamente provocativo, incluida la despiadada burla del «despotismo burocrático-feudal-militar», presidido por el rey y su nuevo y aristocrático ministro del Interior, el barón Von Manteuffel. «Los gobiernos están preparando abiertamente golpes de Estado con el fin de completar la contrarrevolución —predijo el 12 de marzo—. Consecuentemente, el pueblo está plenamente justificado para prepararse ante la insurrección». También añadió que el pueblo no debería caer en esta «torpe trampa», pero solo porque él creía que pronto habría una oportunidad mejor. El 8 de mayo, tras un estallido de motines y de acciones guerrilleras en Dresde y en el Palatinado, la Neue Rheinische Zeitung dio la buena noticia de que «la revolución se acerca más y más».
«Hubo quien se asombró —escribió Engels muchos años después— de que llevásemos a cabo nuestras actividades sin preocuparnos de una fortaleza prusiana de primer orden, frente a una guarnición de 8000 efectivos y frente al cuerpo de guardia; pero teniendo en cuenta los ocho fusiles con bayonetas y los 250 cartuchos que había en la redacción, y las rojas gorras jacobinas de los cajistas, nuestra sede era considerada análogamente por los oficiales como una fortaleza que no se podría tomar simplemente mediante un coup de main.»[30] De hecho, la fortaleza se rindió sin disparar un tiro. El 16 de mayo, las autoridades prusianas procesaron a la mitad de la redacción recomendando para la otra mitad —los no prusianos, incluido Marx— la deportación. Nada más se podía hacer. En el último número, impreso desafiantemente en luminosa tinta roja, los directores anunciaban que «su última palabra siempre y en todo lugar sería: ¡emancipación de la clase obrera!». Luego, Marx y sus periodistas salieron del edificio, agarrando con firmeza sus armas y su equipaje, al son de una banda y mientras la bandera roja ondeaba orgullosamente en el tejado.
Después de liquidarlo todo —incluidas las imprentas del periódico, que eran propiedad personal suya, y los muebles de su casa—, Marx pudo cancelar las deudas pendientes. Se quedó sin un céntimo. La plata de la familia de Jenny fue llevada a una casa de empeño, esta vez en Frankfurt, mientras ella y los niños se pusieron de nuevo en camino a casa de su madre en Tréveris. Marx y Engels partieron para Frankfurt con la esperanza de convencer a los diputados de izquierda de la Asamblea Nacional Prusiana de que apoyasen a las tropas insurgentes del sudoeste de Alemania, que oponían aún una fuerte resistencia en nombre del «gobierno provisional» de Baden y el Palatinado. No haciéndoles caso nadie, al día siguiente viajaron hasta Baden y exhortaron a las fuerzas revolucionarias a que marchasen sobre Frankfurt aunque no hubiesen sido llamadas. De nuevo su exhortación cayó en saco roto, si bien tuvieron un amistoso encuentro con su antiguo colega Willich, que ahora estaba al mando de un contingente de partisanos. Engels, estudiante toda su vida de la estrategia militar, no pudo resistir la tentación de ponerse un uniforme y participar en una guerra de verdad. Se alistó voluntario y pronto fue el principal ayudante de Willich, dirigiendo conjuntamente las operaciones y las campañas, y durante las siguientes semanas participó en cuatro escaramuzas, todas ellas con resultado negativo. Su descubrimiento más importante, le contó a Jenny Marx, fue «que el tan cacareado valor bajo el fuego enemigo es la cualidad más normal que se puede poseer. El silbido de las balas es realmente una cuestión trivial[31]». Vio pocos casos de cobardía, pero muchos de «audaz estupidez».
Marx, que no tenía la inclinación ni el físico para ser soldado, se dio cuenta de que no había nada más que él pudiera hacer en Alemania. A principios de junio partió hacia París, viajando con pasaporte falso, presentándose a los franceses como enviado oficial del gobierno revolucionario del Palatinado. En el momento de su llegada, París, empero, estaba en manos de la reacción monárquica y afectado por una epidemia de cólera. «Por todo ello —escribió jubilosamente a Engels el 7 de junio—, jamás una colosal erupción del volcán revolucionario ha sido más inminente que en el París de hoy… Estoy en tratos con el conjunto del partido revolucionario y en unos días tendré a mi disposición todos los periódicos revolucionarios.»[32]
A los pocos días, no habría periódicos revolucionarios que leer. Cuando la facción montagnard de la Asamblea Nacional Francesa convocó una manifestación de masas el 13 de junio, las tropas del gobierno despejaron violentamente las calles de manifestantes y arrestaron a los cabecillas. Así terminaron las revoluciones comenzadas en 1848: al gallo francés, después de haber cantado y de haberse mostrado orgulloso, le retorcieron el pescuezo.
Jenny, embarazada de su cuarto hijo, se unió a su marido en París a principios de julio. «Si mi esposa no estuviese en un état par trop intéressant, gustosamente me iría de París en cuanto económicamente me fuera posible[33]», escribió a Engels. Pero la decisión ya no dependía de él. Los victoriosos reaccionarios se afanaban en buscar y expulsar a los revolucionarios extranjeros de la nuevamente plácida capital, y en la soleada mañana del 19 de marzo un sargento de policía se presentó en la puerta de los Marx en la rue de Lille 45 para entregar una orden oficial desterrándole al departamento de Morbihan, en Bretaña. La única sorpresa es que no fuese expulsado antes. Parece que la policía no había podido encontrarle durante algunas semanas, quizá porque había tomado la precaución de alquilar su alojamiento con el seudónimo de «Monsieur Ramboz».
Se las arregló para retrasar lo inevitable apelando al Ministerio del Interior. El 16 de agosto, el jefe de policía de París le informó de que la orden había sido confirmada, aunque se le daba permiso a Jenny para quedarse un mes más. Marx calificó a Morbihan como «las marismas de las Pontinas en Bretaña», una ciénaga infestada de malaria que sin duda habría de acabar con él y con su familia, en la que todos sus miembros tenían la salud delicada. «No hace falta decir —informó a Engels— que no he de consentir este disimulado intento de acabar con mi vida. Me voy de Francia.»[34] Ni Alemania ni Bélgica le permitirían entrar, y los suizos rechazaron su petición de pasaporte; de todas formas, no se puede decir que tuviese particulares deseos de vivir en esa «ratonera» de país. Entonces decidió dirigirse al que sería el último refugio del desarraigado revolucionario. Cuando el vapor City of Boulogne arribó a Dover el 27 de agosto de 1849, el capitán notificó al Ministerio del Interior acerca de «todos los extranjeros que están ahora en mi mencionado barco[35]», tal como exigía la ley: entre ellos había un actor griego, un caballero francés, un catedrático polaco y un tal Charles Marx, que dijo ser de profesión «doctor».
«Debe usted partir al punto para Londres —escribió Marx a Engels, que se estaba recuperando de sus esfuerzos militares dedicado al vino y a las mujeres en Lausana—. Cuento con ello. No puede quedarse en Suiza. En Londres nos pondremos a trabajar.»[36]

6.-

El megalosaurio

El último refugio de Karl Marx era la mayor y más próspera de las metrópolis del mundo. Londres había sido la primera ciudad en alcanzar el millón de habitantes, un gran quiste que crecía y crecía sin llegar nunca a estallar. Cuando el periodista Henry Mayhew se elevó en un globo de aire caliente con la esperanza de verla en su totalidad, no fue capaz de decir «dónde empezaba o terminaba la monstruosa ciudad porque no solo los edificios se extendían hasta el horizonte a uno y otro lado, sino mucho más lejos… donde la ciudad parecía mezclarse con el cielo». Las cifras del censo muestran que 300 000 nuevos pobladores se asentaron en la capital entre 1841 y 1851, incluidos cientos de exiliados que, como Marx, se vieron seducidos por su reputación de refugio político.
Pero esta «superciudad de lujo» era también el monstruo oscuro y húmedo que aparece amenazador en los párrafos iniciales de Casa desolada, escrita tres años después de la llegada de Marx:
Tiempo implacable de noviembre. Hay tanto barro en las calles que parece como si las aguas acabasen de retirarse nuevamente de la faz de la tierra. Y no resultaría asombroso que tropezásemos con un enorme megalosaurio andando como un inmenso lagarto por las colinas de Holborn. El humo desciende de las chimeneas formando una suave llovizna negra, como enlutada por la muerte del sol, con volutas de hollín del tamaño de los copos de nieve[1].
Más allá de los lujosos salones de Mayfair y Piccadilly se extendía una ciudad descontrolada, de chabolas, tugurios y talleres clandestinos, de burdeles y ennegrecidas fábricas. «Es como si el corazón del universo y el flujo de los esfuerzos humanos saliese y entrase en ella con una violencia que casi anula el sentido —escribía Thomas Carlyle a su hermano—. ¡Ojalá nuestro padre viese Holborn en la niebla!, con el humo negro flotando encima como si fuese tinta líquida; y los coches y las carretas y las ovejas y los bueyes y gente frenética corriendo de un lado para otro con gritos y chillidos y ruido de truenos, como si toda la tierra estuviese trastornada». La gente padecía todo tipo de enfermedades, lo que no resulta extraño, ya que las alcantarillas vertían al Támesis, que es de donde se extraía la mayor parte del suministro de agua. Solo un mes antes de la llegada de Marx a Londres, cuando la ciudad estaba sufriendo una de sus periódicas epidemias de cólera, The Times publicó el siguiente grito de ayuda en su página de cartas:
Señor: pedimos y suplicamos su protección y su poder. Estamos, señor, viviendo ciertamente en el lugar más desconocido, si consideramos que el resto de Londres no sabe nada de nosotros; ni ricos ni poderosos se preocupan [por este lugar]. Vivimos sobre la basura y la inmundicia. Carecemos de retretes, cubos de basura, drenaje o suministro de agua; ni una alcantarilla en todo el lugar. En la Compañía del Alcantarillado, en Greek Street, Soho Square, todos los hombres importantes, ricos y poderosos no hacen caso en absoluto de nuestras quejas. El olor del sumidero es insoportable. Todos sufrimos y muchos están enfermos, y si llega el cólera, que Dios nos ayude[2].
En algunos distritos, un niño de cada tres moría antes de haber cumplido el año.
Las maravillas y monstruosidades del Londres victoriano, que tanto asombraron a muchos visitantes extranjeros, permanecieron invisibles para Marx. A pesar de sus cualidades como reportero y analista social, curiosamente solía olvidarse de su propio entorno inmediato: al contrario que Dickens, que se sumergió en la mugre para obtener observaciones vívidas y de primera mano, él prefería informarse por los periódicos o por los diarios de sesiones del Parlamento. Tampoco mostró el más mínimo interés por los gustos y costumbres de sus nuevos compatriotas (su forma de vestir, sus juegos, sus canciones populares). Cierto, en julio de 1850 se sintió «jubiloso y entusiasmado» al ver una maqueta de una locomotora eléctrica en movimiento en el escaparate de una tienda de Regent Street, pero aun entonces fueron sus implicaciones económicas más que la emoción de la novedad lo que le interesó. «El problema está resuelto, las consecuencias son impredecibles», les dijo a los demás curiosos, explicándoles que del mismo modo que el Rey Vapor había transformado el mundo durante el último siglo, ahora era la chispa de la electricidad la que marcaría el inicio de una nueva revolución. «En la estela de la revolución económica, la política ha de seguir necesariamente, pues esta última es solo expresión de aquella». Es poco probable que nadie más entre la muchedumbre que pasaba por Regent Street se hubiera parado a considerar las consecuencias de ese caballo de Troya de hierro; para Marx, sin embargo, era lo único que importaba. Si se hubiese encontrado al megalosaurio de Dickens en el barro de Holborn Hill, apenas se habría vuelto para mirarlo de nuevo.
El trabajo era la única manera infalible de poder olvidarse de su lamentable situación. Sin esperar a aclimatarse, se dispuso a establecer una nueva sede de la Liga Comunista en las oficinas de la Asociación Educativa de los Trabajadores Alemanes de Londres, uno de los muchos grupos políticos de la diáspora revolucionaria. A mediados de septiembre ya había sido elegido, también, miembro de un Comité de Ayuda a los Exiliados Alemanes. «Estoy ahora en una situación verdaderamente difícil —le escribió a Ferdinand Freiligrath el 5 de septiembre de 1849, poco más de una semana después de llegar a Inglaterra—. Mi mujer está en avanzado estado de gestación, y la obligan a salir de París el día 15 y no sé cómo conseguir dinero para su viaje y para instalarla aquí. Por otro lado, hay muchas posibilidades de que pueda iniciar aquí la publicación de una revista mensual…»[3]
Pocos refugiados requerían más ayuda urgente que los Marx. Jenny llegó a Londres el 17 de septiembre, enferma y agotada, con «mis pobres tres hijitos perseguidos». Jennychen había nacido en Francia, Laura y Edgar en Bélgica, y este récord de peripatéticos partos se mantuvo con el de su segundo hijo varón, que vino al mundo el 5 de noviembre de 1849, bajo el ruido de los fuegos artificiales con que los londinenses celebran cada año el fracasado intento de Guido «Guy». Fawkes de incendiar el Parlamento en 1605. En homenaje al gran conspirador, el niño recibió el nombre de Heinrich Guido e inmediatamente el apodo de «Fawkesy» (luego germanizado a «Foxchen»).
Marx tenía una encantadora pasión por los sobrenombres y los seudónimos. A veces, claro está, eran una necesidad política: de ahí el alias cómico de «Monsieur Ramboz» adoptado cuando trataba de ocultarse en París. Incluso en el liberal Londres, donde no había demasiada necesidad de subterfugios, a veces firmaba sus cartas como «A. Williams» para pasar inadvertido a los soplones de la policía en la oficina de clasificación postal. Pero la mayoría de los motes que aplicaba de manera tan frecuente a los amigos o a su familia eran puro capricho. A Engels, el soldado de salón, se dirigía por su imaginario rango, «General». El ama de llaves, Helene Demuth, era «Lenchen», o, a veces, «Nym», Jennychen disfrutaba del título, si no del boato, de «Qui Qui, emperador de China», en tanto que Laura se convirtió en «Kakadou» y «la Hotentote». A Marx, llamado por los íntimos «el Moro», le gustaba que sus hijos le llamasen «Viejo Nick» y «Charley». Paradójicamente, el signo más seguro de su desprecio hacia alguien era usar habitualmente su verdadero nombre: al poeta Kinkel, antihéroe del panfleto de Marx Los grandes hombres del exilio, se refiere siempre como «Gottfried».
«¿Sabes que mi esposa ha aumentado el censo del mundo en un ciudadano?», escribió Marx a Joseph Weydemeyer, que se hallaba en Frankfurt, poco después del nacimiento de Fawkesy. El tono de broma ocultaba un profundo temor: ¿cómo iba a mantener a los cuatro niños y a una esposa enferma? Al igual que Mr. Micawber[*], se convenció a sí mismo de que algo surgiría. En octubre se había trasladado a una casa en Anderson Street, Chelsea (entonces como ahora uno de los barrios más de moda y caros), con un alquiler de 6 libras al mes, mucho más de lo que se podía permitir.
Un exiliado, sin un céntimo, desarraigado en una tierra extraña, podría parecer que necesitaría a todos los amigos que pudiese reunir; pero Marx no. El único aliado que necesitaba era Engels, que, fiel como siempre, se trasladó a Londres el 12 de noviembre, preparado para la lucha contra los renegados y traidores. En una reunión de la Asociación Educativa de los Trabajadores Alemanes, seis días después, Marx cambió el nombre del comité de ayuda a los refugiados para diferenciarlo de un grupo rival fundado por «liberales» tan remilgados como Gustav von Struve, Karl Heinzen y el nuevo médico de cabecera de los Marx, Louis Bauer. Con severo formalismo, informó al doctor Bauer que «en vista de las hostiles relaciones hoy imperantes entre las dos sociedades a las que pertenecemos (en vista de sus ataques directos contra el comité de refugiados que yo represento, al menos contra amigos y colegas míos pertenecientes al mismo), debemos romper nuestras relaciones sociales… Ayer por la noche no creí oportuno, en presencia de mi esposa, expresar mis opiniones sobre este enfrentamiento. Expresando mi mayor agradecimiento a usted por su asistencia médica, le ruego me envíe la cuenta[4]». No obstante, en cuanto le fue presentada la cuenta, Marx acusó al doctor de intentar desplumarle y se negó a pagarle.
Por Navidad, Engels pudo informar a otro camarada alemán que, «a pesar de todo, las cosas por aquí van bastante bien. Struve y Heinzen están intrigando con todo bicho viviente contra la Asociación de los Trabajadores y contra nosotros mismos, aunque sin éxito. Ellos, junto con algunos llorones de convicciones moderadas que han sido expulsados de nuestro grupo, forman un selecto club ante el que Heinzen airea sus cuitas sobre las nocivas doctrinas de los comunistas[5]». Una vez que The Times calificó a Heinzen de «brillante luz del Partido Socialdemócrata Alemán», Engels envió un duro desmentido al Northern Star, un periódico de los cartistas: «Herr Heinzen, lejos de servir de brillante luz al partido en cuestión, por el contrario, desde 1842 se ha opuesto con todas sus fuerzas, aunque sin éxito, a todo lo que huela a socialismo o comunismo[6]». Era exactamente como en los viejos tiempos de París o Bruselas: un torbellino de intrigas, ajustes de cuentas y luchas por el poder. En la sede de la Asociación, en Great Windmill Street, Soho, Marx asumió la responsabilidad de examinar a los nuevos miembros y de ser él quien diese las órdenes.
Wilhelm Liebknecht, que huyó a Londres en 1850, dejó un vívido relato de los métodos intimidatorios mediante los cuales Marx imponía su autoridad. En una comida campestre de la Asociación, poco después de su llegada, fue llevado a un lado por «Père Marx», que empezó una minuciosa inspección de la forma de su cráneo. Al no poder encontrar ninguna anormalidad, Marx le invitó al «salón privado» de Great Windmill Street al día siguiente para un estudio más detenido:
Yo no sabía lo que era el salón privado, y tenía el presentimiento de que se acercaba el momento del examen «principal», pero fui confiado. Marx, que me había hecho la misma simpática impresión que el día anterior, tenía la cualidad de inspirar confianza. Me cogió del brazo y me condujo al salón privado; es decir, el salón privado del dueño de la casa (¿o era una dueña?), donde Engels, que ya se había provisto de un jarro de peltre lleno de cerveza negra, me había recibido una vez con divertidas bromas… La pesada mesa de caoba, los brillantes jarros de peltre, la espumeante cerveza, la perspectiva de un auténtico bistec inglés con su acompañamiento, las largas pipas de arcilla invitando a fumar, todo era realmente confortable y recordaba vivamente una determinada imagen de las ilustraciones inglesas de «Boz». Pero con todo y eso, no fue sino un examen[7].
Los examinadores habían hecho sus deberes. Citando un artículo escrito por Liebknecht en 1848 para un periódico alemán, le acusaron de pequeñoburgués y de «sentimental vaguedad propia del sur de Alemania». Tras una larga intervención en su propia defensa, el candidato fue perdonado. Pero su odisea aún no había acabado: el frenólogo de plantilla de los comunistas fue llamado para hacer una investigación detallada del contorno craneal de Liebknecht. «Bueno, mi cráneo fue inspeccionado oficialmente por Karl Pfänder y nada se halló que hubiese impedido mi admisión en el sanctasanctórum de la Liga Comunista. Pero los exámenes no cesaron…». Marx, que era solo cinco o seis años mayor que los «jovencitos» como Wilhelm Liebknecht, les hacía preguntas como si fuese un profesor poniendo a prueba a una clase de estudiantes bobos, esgrimiendo su colosal conocimiento y fabulosa memoria como instrumento de tortura. «Cómo se regocijaba cuando había convencido a un “estudiantillo” de probar suerte y le demostraba en sus propias carnes lo inadecuado de nuestras universidades y de la cultura académica».
Sin duda, Marx era un tremendo fanfarrón y un sádico matón intelectual. Pero también era un profesor brillante, que enseñaba a los jóvenes refugiados español, griego, latín, filosofía y economía política. «¡Y qué paciente era enseñando, él, que era tan violentamente impaciente en otras ocasiones!». A partir de noviembre de 1849 impartió un largo ciclo de conferencias con el título «¿Qué es la propiedad burguesa», que lograba llenar por completo la sala del piso alto de Great Windmill Street? «Él planteaba una proposición (cuanto más corta, mejor) y luego la demostraba en una explicación más extensa, procurando evitar con el máximo cuidado todas aquellas expresiones incomprensibles para los trabajadores —recuerda Liebknecht—. Luego solicitaba que le hicieran preguntas. Si no se las planteaban, comenzaba a examinar a los trabajadores, y lo hacía con tanta habilidad pedagógica que siempre se daba cuenta de los errores o de las faltas de comprensión… También utilizaba una pizarra sobre la que escribía las fórmulas, entre ellas las que nos son tan familiares del comienzo de El capital».
Los inquilinos de Great Windmill Street tenían unos horarios muy apretados. Los domingos había conferencias sobre historia, geografía y astronomía, tras lo cual había «cuestiones sobre la situación actual de los trabajadores y su actitud con respecto a la burguesía». Los debates sobre el comunismo ocupaban la mayor parte de los lunes y los martes, pero los restantes días de la semana el programa incluía canto, lengua, clases de dibujo e incluso de baile. Los sábados por la noche se dedicaban a «música, recitación y lectura de interesantes artículos de periódico». En los momentos libres, Marx paseaba hasta Rathbone Place, junto a Oxford Street, donde un grupo de exiliados franceses habían abierto un salón en el que se podía practicar esgrima con sable, espada y florete. Según Liebknecht, la técnica de defensa y ataque de Marx era rudimentaria pero efectiva. «Lo que carecía de ciencia, intentaba suplirlo con agresividad. Y a no ser que estuvieses muy concentrado, podía llegar a sorprenderte».
Lo mismo que con el florete hacía con su más que poderosa pluma: cuando no estaba blandiendo la espada estaba preparándose para desenfundar otro periódico con el que herir a los ignorantes. A principios de 1850 apareció en la prensa alemana el siguiente anuncio: «La Neue Rheinische Zeitung. Politisch-ökonomische Revue, editada por Karl Marx, aparecerá en enero de 1850… La revista será publicada en números mensuales de al menos cinco pliegos con un precio de suscripción de 24 groschen de plata al trimestre[8]». El director comercial sería Conrad Schramm, otro revolucionario alemán independiente que había llegado a Londres unos meses atrás.
Las ambiciones que Marx tenía acerca de la revista eran inmensamente grandes. «Tengo muy pocas dudas de que cuando hayan aparecido tres, o tal vez dos, números mensuales, sobrevendrá una conflagración mundial[9]», predijo. Mientras tanto, sin embargo, estaba el nimio pero agotador problema de las finanzas. Convencido de que «solo obtendrían dinero en América», Marx decidió enviar a Conrad Schramm en un viaje transatlántico para recaudar fondos, hasta que al final cayó en la cuenta de que un viaje tan largo no haría sino agravar aún más la situación.
El nuevo periódico, que fue renqueando durante cinco números antes de cerrarse, estuvo gafado desde el comienzo. El primer número fue pospuesto cuando Marx cayó enfermo durante dos semanas; la incapacidad de los cajistas para descifrar sus garabatos causaron aún más retraso; discutía continuamente con el editor y con el distribuidor, sospechando que pudiesen estar compinchados con los censores. El milagro es que saliera a la calle algún número.
Aparecieron muchas cosas interesantes en la Revue, sobre todo una larga serie de artículos en los que Marx empleaba todo su ingenio dialéctico para cuestionar el concepto, usualmente admitido, de que la Revolución francesa de 1848 había fracasado. «Pero lo que sucumbía en estas derrotas no era la revolución. Eran los tradicionales apéndices prerrevolucionarios, resultado de relaciones sociales que aún no se habían agudizado lo suficiente como para tomar una forma bien precisa de contradicciones de clase…»[10] El éxito hubiese sido un desastre disfrazado: solo en virtud de una serie de reveses era como el partido revolucionario podía liberarse de conceptos ilusorios y de dirigentes oportunistas. «En una palabra: el progreso revolucionario no se abrió paso con sus conquistas directas tragicómicas, sino, por el contrario, engendrando una contrarrevolución cerrada y potente». Habiendo probado esta tesis contraria a su plena satisfacción («¡La revolución ha muerto! …¡Larga vida a la revolución!»), pasó a debatir la espectacular victoria de Luis Napoleón en las elecciones presidenciales de diciembre de 1848. ¿Por qué habían votado los franceses, en tan gran medida, a favor de ese ridículo oportunista, «torpe y astuto, pícaro y cándido, majadero y sublime, de superstición calculada, de burla patética, de anacronismo genial y necio, bufonada histórico-universal, jeroglífico indescifrable»? Sencillo: la mera vacuidad del joven Bonaparte permitía que todas las clases sociales y todos los individuos lo reinventaran a su propia imagen. Para el campesinado, era enemigo de los ricos; para el proletariado, representaba el derrocamiento del republicanismo burgués; para la alta burguesía, ofrecía la esperanza de restauración monárquica; para el ejército, las perspectivas de guerra. Sucedió así que el hombre más tonto de Francia adquirió la más compleja trascendencia: «Precisamente porque no era nada, podía significarlo todo».
A pesar de su audacia y brillantez, la Revue no se desvió de su camino para atraer suscriptores. Tal como E. H. Carr ha señalado, «todo estaba sazonado discretamente de mordaces ataques a los demás refugiados alemanes en Londres, que eran casi los únicos lectores potenciales de la publicación[11]». La circulación fue escasísima, y los ingresos, prácticamente nulos. En mayo de 1850, Jenny Marx escribió en tono de súplica a Weydemeyer en Frankfurt: «Le pido que nos envíe lo antes posible el dinero que haya llegado o llegue de la Revue. Nos hace mucha falta[12]». El propio Marx reaccionó estoicamente ante el fracaso de un proyecto en el que había invertido tantas esperanzas y energías. Como señaló Jenny con admiración, nunca perdió su buen humor o su firme confianza en el futuro, ni siquiera en «los más espantosos momentos», de los cuales hubo en abundancia en 1850. «Le ruego que no se ofenda por las agitadas cartas de mi esposa —tranquilizaba a Weydemeyer—. Está criando a su bebé y nuestra situación aquí es tan extraordinariamente terrible que es excusable cualquier arrebato de impaciencia.»[13]
Este lacónico resumen apenas dejaba traslucir el verdadero horror de su lucha por la supervivencia. En una larga y desgarradora carta escrita en mayo de 1850, Jenny Marx describía una escena que podía perfectamente figurar en una novela de Dickens:
Me va a permitir que le describa cómo era en realidad un día cualquiera de nuestras vidas y se dará cuenta de que no es probable que haya muchos refugiados que hayan padecido una experiencia similar. Como aquí las amas de cría son desorbitadamente caras, estaba decidida a dar de mamar a mi bebé yo misma, por muy horrible que fuese el dolor en el pecho y en la espalda. Pero el pobre angelito absorbía con mi leche tantas ansiedades y penas nunca expresadas que siempre estaba enfermo y con grandes dolores, de día y de noche. Desde que llegó al mundo, nunca ha dormido una noche de un tirón; como mucho, dos o tres horas. Últimamente, también, se han producido violentas convulsiones, por lo que el niño ha estado siempre entre la muerte y una vida miserable. En su dolor, mamaba con tanta fuerza que me salió una úlcera en el pecho, una úlcera abierta; a menudo le saltaba la sangre a su pequeña y trémula boca. Estaba sentada así un día cuando de repente entró la casera, a la que habíamos pagado más de 250 táleros a lo largo del invierno, y con la cual habíamos acordado por contrato que a partir de entonces no le pagaríamos a ella sino a su propio casero, el cual la había embargado anteriormente; ahora negaba la existencia de este contrato, exigía las 5 libras que aún le debíamos y, como no las teníamos… dos alguaciles entraron en la casa y embargaron lo poco que yo poseía: camas, ropas de la casa, prendas de vestir, todo, hasta la cuna de mi pobre bebé, y los mejores juguetes de las niñas, que rompieron a llorar. Amenazaron con llevarse todo en cuestión de horas, dejándome tendida en el desnudo suelo, con mis hijos tiritando y mi pecho ulcerado. Nuestro amigo Schramm salió a toda prisa hacia la ciudad en busca de ayuda. Se metió en un coche, los caballos se espantaron, se cayó del vehículo y fue traído sangrando de nuevo a la casa, donde estaba yo lamentándome en compañía de mis pobrecitos y temblorosos niños.
Al día siguiente tuvimos que dejar la casa, hacía frío, el tiempo estaba húmedo y cubierto, mi marido fue a buscar alojamiento; al mencionar a nuestros cuatro hijos, nadie nos quería alojar. Al final salió un amigo en nuestra ayuda, pagamos y a toda prisa vendí todas mis camas para estar en paz con boticarios, panaderos, carniceros y el lechero, que, atemorizados por el escándalo de los alguaciles, me asediaron de pronto con sus cuentas. ¿Qué sucedió después? El sol se había puesto hacía rato, y las camas que había vendido fueron sacadas a la acera y cargadas en una carreta, algo que prohíbe la ley inglesa. El casero viene amenazante hacia nosotros con varios agentes de policía, declarando que podríamos haber incluido parte de sus enseres con los nuestros y que nos estamos marchando al extranjero sin avisar. En menos de cinco minutos se forma una multitud de doscientas o trescientas personas en la puerta, mirando, toda la chusma de Chelsea. Adentro van las camas de nuevo; no se le pueden entregar al comprador hasta mañana, después del amanecer; pagado hasta el último céntimo con la venta de todo lo que poseíamos, trasladé a mis pequeños a las dos habitaciones que ahora ocupamos en el hotel Alemán, 1 Leicester Street, Leicester Square, donde se nos dio acogida humanitaria a cambio de 5,10 libras a la semana[14].
A los pocos días los Marx encontraron refugio provisional en la casa de un comerciante judío de encajes en 64 Dean Street, Soho, donde pasaron un terrible verano al borde de la indigencia. Jenny se quedó embarazada de nuevo y siempre estaba enferma. En agosto, las cosas estaban tan mal que ella tuvo que marchar a Holanda y acogerse a la misericordia del tío materno de Karl, Lion Philips, un rico empresario holandés (cuya empresa epónima sigue prosperando en la actualidad con la venta de todo tipo de productos electrónicos, desde televisores hasta tostadoras). No se tenía que haber molestado: Philips, que estaba «mal predispuesto por el negativo efecto que la revolución había tenido en su negocio», solo ofreció un abrazo amistoso y un pequeño regalo para el pequeño Fawkesy. Cuando ella le advirtió que tendrían que emigrar a Estados Unidos si él no podía ayudarles, Philips replicó que pensaba que esa sería una excelente idea. «Me temo, querido Karl, que vuelvo a casa, contigo, con las manos vacías, defraudada, desgarrada y torturada por miedo a la muerte —escribió Jenny—. Oh, si supieras cuánto deseo verte a ti y a los pequeños. No puedo escribir nada sobre los niños, me empiezan a temblar los ojos…».
Muchos revolucionarios exiliados en Londres eran artesanos (cajistas, zapateros, relojeros). Otros ganaban unas cuantas libras enseñando inglés o alemán. Pero Marx no estaba hecho por naturaleza para un empleo fijo. Consideró la posibilidad de emigrar, aunque descubrió que los pasajes para el viaje serían «endemoniadamente caros»; si hubiera sabido que había pasajes subvencionados, tal vez habría cogido el próximo barco. Como siempre, Engels salvó la situación, sacrificando sus propias ambiciones periodísticas en Londres para aceptar un empleo en la oficina de Manchester de la empresa textil de su padre, Ermen & Engels. Permaneció allí casi durante veinte años. «Mi marido y todos los demás le hemos echado mucho de menos y a menudo hemos deseado verle —escribió Jenny poco después de su marcha en diciembre de 1850—. Sin embargo, estoy muy contenta de que se haya ido y esté en camino de convertirse en un gran magnate del algodón.»[15]
Engels no tenía deseo de convertirse en nada parecido, y consideraba el «vil comercio» como una penitencia que había que soportar. Si bien Engels pronto asumiría el aspecto exterior de un empresario de Lancashire —afiliándose a los clubes más exclusivos, llenando su bodega de champán, cazando a caballo junto con el Cheshire Hunt[*]—, nunca olvidó que el principal propósito era mantener a su brillante pero menesteroso amigo. Actuaba como una especie de agente secreto tras las líneas enemigas, enviando a Marx detalles confidenciales sobre el mercado algodonero, observaciones de primera mano sobre la situación de los mercados internacionales y, lo más esencial, una asignación de billetes pequeños, escamoteados de la caja chica o astutamente extraídos de la cuenta bancaria de la empresa. (Como precaución contra los hurtos postales hacía dos partes, echando al correo cada mitad en sobres diferentes). Una medida de lo descuidadamente que se llevaba la oficina es que ni su padre ni el socio de este en Manchester, Peter Ermen, jamás advirtieron nada irregular.
Con todo, Engels tenía cuidado de no despertar sospechas, incluso cuando ello significase dejar sin un penique a la familia Marx. «Le escribo hoy solo para decirle que desgraciadamente no puedo mandarle las dos libras que le prometí —escribió en noviembre—. Ermen ha salido por unos días y, como no se ha autorizado a representante alguno ante el banco, no podemos hacer envíos y hemos de contentarnos con los pocos pagos que entran. La cantidad total en caja es de solo 4 libras aproximadamente, y, por tanto, se dará cuenta de que debo esperar un poco.»[16] Cuando su padre estuvo en la oficina de Manchester unos meses más tarde, Engels negoció con él una «asignación para gastos y diversiones» de 200 libras al año. «Con este salario, todo ha de ir bien, y si no hay complicaciones antes del próximo balance y si el negocio prospera aquí, tendrá que pagar una cuenta muy diferente: incluso este año me he excedido con mucho de las 200 libras —informaba—. Como el negocio ha ido muy bien y es ahora más del doble de rico que en 1837, ni que decir tiene que no he de ser innecesariamente escrupuloso.»[17] Pronto, Engels padre se lo pensó mejor, y decidió que Friedrich estaba gastando demasiado dinero y que tendría que arreglárselas con 150 libras. Aunque el hijo pródigo se irritó ante esta «ridícula imposición», esta no entorpeció excesivamente su generosidad. En 1853 ya era capaz de alardear de que «el último año, gracias a Dios, me fundí la mitad de los beneficios del negocio[18]». Incluso se podía permitir tener dos lugares de residencia: en uno de ellos, una elegante casa urbana, recibía a la gente rica y encopetada, mientras que en el otro estableció un ménage à trois con su amante, Mary Burns, y con Lizzie, la hermana de esta.
El 15 de junio de 1850, poco antes de que Engels comenzara su prolongado exilio norteño, The Spectator londinense publicó una carta de los señores «Charles Marx» y «Fredc. Engels», de 64 Dean Street, Soho. «Ciertamente, señor, nunca hubiésemos pensado que existieran en este país tantos informadores de la policía como hemos tenido la buena fortuna de conocer en el corto lapso de una semana —escribieron—. No solo sucede que las puertas de las casas en que vivimos son estrechamente vigiladas por individuos de aspecto más que dudoso, que toman nota descaradamente cada vez que alguien entra o sale de la casa; no podemos dar un paso sin ser seguidos por ellos a todos los lugares donde vamos. No podemos subir a un ómnibus o entrar en un café sin ser honrados con la compañía de al menos uno de estos desconocidos amigos.»[19]
Bien hecho, podrían pensar los lectores de The Spectator, sobre todo porque los autores orgullosamente se identificaban a sí mismos como revolucionarios que habían huido de su tierra natal. Pero Marx y Engels se anticiparon a esta objeción apelando astutamente a la vanidad y a la germanofobia inglesa, revelando que en sus anteriores refugios —Francia, Bélgica, Suiza— no habían podido escapar del siniestro poder del rey de Prusia. «Si, en virtud de sus influencias, se nos obliga a abandonar este nuestro último refugio que nos queda en Europa, entonces Prusia se creerá la potencia gobernante del mundo… Creemos, señor, que en estas circunstancias, lo mejor que podemos hacer es dar a conocer el caso. Creemos que los ingleses están interesados en todo aquello por lo cual la inveterada reputación de Inglaterra como asilo más seguro para los refugiados de todos los partidos y países pueda verse afectada en una u otra medida».
A despecho del tono jocoso, Marx necesitaba desesperadamente asegurarse de que la vieja Inglaterra no le dejaría en la estacada. A raíz de un reciente intento de asesinato del rey Federico Guillermo IV, el ministro del Interior prusiano había intensificado su campaña contra «los conspiradores políticos», enviando informadores policiales y agents provocateurs a las capitales de Europa, sobre todo a Londres, y sobre todo a Dean Street, Soho. No sin razón: el ministro del Interior no era otro sino el reaccionario hermanastro de Jenny, Ferdinand von Westphalen. Habiendo fracasado en impedir que Marx entrase en su familia por la vía del matrimonio siete años antes, estaba empeñado en vengarse.
En la carta a The Spectator, Marx alegaba que dos semanas antes del atentado del rey Federico Guillermo, «personas de las cuales tenemos razones suficientes para pensar que son agentes del gobierno prusiano o de los ultramonárquicos, se presentaron ante nosotros y casi directamente nos trataron de hacer entrar en conspiraciones para organizar el regicidio en Berlín y en otros lugares. Ni que decir tiene que estas personas no tenían la menor oportunidad de embaucarnos». El objetivo de ellos, explicaba Marx, era persuadir a las autoridades británicas de que «expulsasen del país a los pretendidos jefes de la pretendida conspiración». Uno de estos no identificados agentes era Wilhelm Stieber, que luego sería jefe del servicio secreto de Bismarck, llegado a Londres en la primavera de 1850, camuflado de periodista, con el nombre de Schmidt. Stieber, que había recibido instrucciones de mantener bajo estrecha vigilancia a Karl Marx, y después de infiltrarse en la sede central de los comunistas de 20 Great Windmill Street, envió un cable urgente confirmando todas las sospechas de Von Westphalen sobre su nefando cuñado. «Se enseña y debate el magnicidio», informaba:
En una reunión celebrada anteayer a la que asistí, presidida por Wolff y Marx, oí a uno de los oradores afirmar que «tampoco la Imbécil [la reina Victoria] escapará a su destino. Los aceros ingleses son los mejores, las hachas cortan especialmente bien en este país, y la guillotina espera por todas las cabezas coronadas». Así, el asesinato de la reina de Inglaterra es proclamado por unos alemanes a unas pocas yardas de Buckingham Palace… Antes de la conclusión de la reunión, Marx dijo a su auditorio que podían estar completamente tranquilos, sus hombres estaban en sus puestos en todas partes. El momento decisivo se estaba aproximando y se estaban tomando medidas infalibles para que ninguno de los regios verdugos europeos pudiera escapar[20].
Un biógrafo anterior de Karl Marx ha afirmado que «este informe es extrañamente convincente[21]». En realidad, es manifiestamente absurdo, tal como reconoció el gobierno británico de la época. Aunque el ministro del Interior prusiano envió el despacho a Londres, lord Palmerston lo consignó a los archivos del Foreign Office, donde aún se conserva hoy. Por lo que sabemos, ni se molestó en alertar a Scotland Yard. Cuando el embajador austríaco en Londres se quejó al secretario del Interior, George Grey, de que Marx y sus colegas de la Liga Comunista debatían sobre el regicidio, fue contestado con un breve y altanero sermón sobre la naturaleza de la democracia liberal: «Bajo nuestras leyes, la mera discusión del regicidio, siempre que no se refiera a la reina de Inglaterra y en tanto en cuanto no haya un plan en concreto, no constituye base suficiente para el arresto de los conspiradores». Un plan para asesinar a la reina Victoria era precisamente la clase de absurda maniobra que Marx aborrecía. Despreciaba a esos revolucionarios que preferían los gestos grandilocuentes al aburrido pero necesario proceso de preparación ante la crisis económica que precipitaría la victoria del proletariado. De hecho, fue su empecinamiento en esta cuestión lo que acabó con la Liga Comunista de Londres, cuando los miembros más impacientes del comité se irritaban ante su insistencia de que deberían aguardar el momento oportuno.
El cabecilla de los descontentos era August Willich, el antiguo jefe militar de Engels en la campaña del 49 en Baden, que se había convertido en un verdadero estorbo después de unirse a la diáspora germana en Inglaterra. «Venía a visitarme —escribió Jenny Marx muchos años después— porque quería buscar al gusano que anida en todo matrimonio, y hacer que saliera». A Marx le irritaba casi todo lo concerniente a Willich: su pose y su vanidad, sus vistosas ropas, su ruidosa forma de hacerse oír. En el verano de 1850 ya estaba denunciando abiertamente al marido de Jenny como «reaccionario». Marx, que jamás perdía ocasión de vituperar a alguien, contraatacó calificándolo despreciativamente de «inculto, borrico cuatricornudo». En una agitada reunión del comité central de la Liga, el 1 de septiembre, Willich desafió a duelo a Marx.
Como Willich era un magnífico tirador que podía atinar al as de corazones a veinte pasos, Marx tuvo la suficiente sensatez como para rechazarlo; pero su entusiasta lugarteniente, Conrad Schramm, que en su vida había disparado una pistola, recogió enseguida el guante y partió con Willich hacia Amberes —al ser ilegal el duelo en Gran Bretaña—, dispuesto a saldar definitivamente las cuentas. Karl y Jenny se temieron lo peor, sobre todo cuando se enteraron de que Willich llevaba como padrino a Emmanuel Barthélemy. Barthélemy, un musculoso rufián de feroz mirada, había sido condenado por asesinato de un policía cuando tenía diecisiete años, y todavía llevaba en su hombro la marca indeleble de los condenados. Huido a Londres tan solo unas semanas antes, tras escapar de una prisión francesa, se le había oído decir que traidores como Marx y sus compinches merecían la muerte. Dada su destreza con la pistola y el sable, como había demostrado en el salón de Rathbone Place, no era una vana amenaza.
¿Qué esperanza le quedaba al valiente pero débil Schramm contra la formidable destreza de Willich y Barthélemy? El día señalado, Marx y Jenny aguardaban desconsolados, junto a Wilhelm Liebknecht, contando los minutos que faltaban para que muriera su joven camarada. A la noche siguiente, el propio Barthélemy llegó a la puerta y anunció con voz sepulcral: «Schramm a une balle dans la tète!». Tras una formal reverencia, se marchó sin más palabras.
«Por supuesto, dimos a Schramm por muerto —escribió Liebknecht—. Al día siguiente, mientras hablábamos compungidos sobre él, la puerta se abrió y apareció el objeto de nuestra aflicción con la cabeza vendada, pero riéndose alegremente, y nos dijo que la bala le pasó de refilón y le dejó sin sentido; al recobrar la conciencia estaba solo a la orilla del mar, con su padrino y el médico». Dando por seguro que la herida había sido mortal, Willich y Barthélemy habían cogido en Ostende el siguiente vapor de vuelta.
Así terminó el sueño de Marx de dirigir la Liga Comunista desde Inglaterra. En su última reunión, el 15 de septiembre de 1850, propuso que el Comité Central debía trasladarse a Colonia, ya que los camorristas agitadores de Londres eran incapaces de dirigir nada. Era una buena razón, si no fuese porque los comunistas de Colonia ya tenían bastantes problemas sin que les vinieran otros de fuera. El gobierno prusiano había redoblado la persecución de los elementos subversivos desde el atentado contra el rey Federico Guillermo IV, y en el verano de 1851 los once miembros del Comité Central de Colonia estaban en la cárcel a la espera de juicio, acusados de conspiración. El pobre Marx, que esperaba un bien merecido descanso en relación con la Liga Comunista, se vio arrastrado a regañadientes en sus asuntos y comenzó a moverse y a protestar en nombre de los «conspiradores» alemanes. No era mero altruismo: ante su irritación, había sido señalado por el fiscal como el genio malévolo que estaba detrás de los planes y golpes sangrientos que se imputaban a los acusados. Trabajaba día y noche, creando comités de defensa, recaudando dinero, escribiendo cartas de protesta a los periódicos. «Se ha montado en nuestra casa una verdadera oficina —le contó Jenny a un amigo—. Dos o tres personas escriben, otras traen y llevan cosas, otros consiguen algo de dinero para que los escritores puedan subsistir y demuestren que las autoridades son culpables del más indignante escándalo. En medio de todo, mis tres alegres hijos cantan y silban, a menudo siendo reprendidos severamente por su papá. ¡Qué bullicio!»[22]
Siete de los once acusados fueron encarcelados. La Liga Comunista había muerto y habrían de pasar muchos años hasta que Marx se afiliase a otra organización. Comprensiblemente desfallecido por comités, sociedades y ligas, que exigían tanto y conseguían tan poco, se recluyó en la sala de lectura del Museo Británico, a diez minutos a pie de Dean Street, y se aplicó a la ambiciosa tarea de dar una explicación completa y sistemática de la economía política: el monumental proyecto que habría de ser El capital.
A finales de 1850 —tras seis terribles meses en 64 Dean Street—, Karl y Jenny Marx hallaron una vivienda, ya no tan provisional, a cien metros en la misma calle, en dos habitaciones del piso alto del número 28. Hoy el edificio es un restaurante de lujo dirigido por el famoso cocinero Marco-Pierre White; una pequeña placa azul en la fachada, colocada por el desaparecido Greater London Council[*], nos recuerda que «Karl Marx, 1818-1883, vivió aquí de 1851 a 1856». Este es el único monumento oficial a sus treinta y cuatro años en Inglaterra, un país que nunca ha sabido si sentir orgullo o vergüenza por su relación con el padre de la revolución proletaria. Como no podía ser de otro modo, las fechas del letrero están equivocadas.
El annus horribilis casi había pasado, pero aún le quedaban otras crueldades. Dos semanas antes de que los Marx se trasladasen a 28 Dean Street, su pequeño incendiario, Heinrich Guido, «Fawkesy», murió de repente tras un ataque de convulsiones. «Unos minutos antes estaba riendo y haciendo bromas —le contó Marx a Engels—. Puedes imaginar cómo nos sentimos. Su ausencia en este particular momento nos hace sentirnos muy solos.»[23] Jenny estaba consternada, «en un peligroso estado de excitación y agotamiento», mientras Karl expresaba su pena a su particular manera, denunciando la perfidia de sus camaradas. El blanco principal esta vez era el impulsivo Conrad Schramm, que unas semanas antes había arriesgado su vida para defender el honor de Marx.
«Durante dos días completos, el 19 y 20 de noviembre, no ha aparecido por la casa —se quejaba Marx lleno de rabia—. Luego vino un momento, desapareciendo inmediatamente después, tras una o dos observaciones estúpidas. Se había ofrecido a acompañarnos el día del entierro; llegó uno o dos minutos antes de la hora señalada, no dijo ni una palabra sobre el entierro, y le dijo a mi mujer que tenía que irse a toda prisa para no llegar tarde a comer con su hermano.»[24] De esta manera, Schramm pasó a formar parte de una lista de traidores cada vez más extensa. Rudolf Schramm, hermano de Conrad, ya figuraba en ella por haber tenido la osadía de organizar una reunión de los alemanes de Londres sin invitar a algunos compañeros de Marx y Engels.
Otro de estos proscritos era Eduard von Müller-Tellering, antiguo corresponsal de la Neue Rheinische Zeitung, conocido por ser un «camorrista de marca mayor», pero que se encontró con la horma de su zapato al intentar buscarle las cosquillas a Marx. Como suele suceder tan a menudo en estas vendettas internas, el casus belli original era ridículamente nimio. Tellering le pidió a Engels, con muy poca antelación, una entrada para el baile organizado por la Asociación Educativa de los Trabajadores Alemanes; Engels, explicándole que la solicitud estaba fuera de plazo, no pudo resistir señalar que Tellering nunca había asistido a las reuniones de la Sociedad, y que ni siquiera había recogido su carnet, «y anteayer, sin ir más lejos, un individuo en situación parecida fue expulsado de la sociedad». Entendiendo la indirecta, el «tribunal de honor» de la Asociación, presidido por Willich, dio de baja a Tellering. Este replicó con una andanada de ataques difamatorios sobre la camarilla formada por Marx y Engels, o, como ya se le solía llamar, el Partido de Marx.
Llegados a este punto, el líder del partido en persona entró en la refriega. «Por la carta que usted escribió ayer a la Asociación de Trabajadores, le retaría a un desafío, en el caso de que aún sea capaz de darme satisfacción —bramó Marx—. Le espero en un campo diferente para despojarle de su hipócrita máscara de fanatismo revolucionario tras la cual ha conseguido hábilmente esconder sus mezquinos intereses, su envidia, su insaciable vanidad y su irritación porque el mundo no aprecia su genio, una falta de aprecio que comenzó cuando no logró pasar su examen.»[25] Había sido Marx quien había alentado las ambiciones periodísticas de Tellering y le había recomendado para su ingreso en la Asociación; y ahora era el propio Marx el que condenaba a su indigno servidor a la más absoluta oscuridad. Tras un violento contraataque final, un panfleto lleno de histéricos insultos antisemitas, Tellering emigró a Estados Unidos, donde no se volvió a hablar más de él.
Marx disfrutaba con los conflictos y siempre estaba alerta ante cualquier desaire, real o imaginario. Tellering y Rudolf Schramm eran «esos desgraciados»; los dirigentes de la Asociación Democrática —un grupo rival de la Asociación Educativa de los Trabajadores Alemanes— eran «charlatanes y estafadores»; otro grupo de refugiados recién llegados eran «otro enjambre de truhanes demócratas». Si estos desgraciados y truhanes eran tan despreciables, podríamos preguntarnos por qué no se desentendía simplemente del asunto. Cuando un desconocido político suizo de nombre Karl Vogt le difamó en una publicación, ¿a santo de qué tuvo que redactar una invectiva de 200 páginas —Señor Vogt— como respuesta? Marx no era el único al que disgustaba el vanidoso y jactancioso poeta revolucionario Gottfried Kinkel, pero ningún otro creyó necesario someter a las estupideces de Kinkel a 100 apretadas páginas de escabrosa burla, publicadas con el sarcástico título de Los grandes hombres del exilio. Siempre que sus amigos, con la mejor intención, le sugerían que un león no debería perder el tiempo luchando contra escarabajos peloteros, Marx replicaba que la despiadada denuncia de los charlatanes utópicos no era ni más ni menos que su deber revolucionario: «Nuestra tarea ha de ser la crítica implacable, dirigida más incluso contra nuestros supuestos amigos que contra nuestros enemigos declarados».
Además, todo eso le divertía. No hay más que leer algunos de los retratos a pluma que hace en Los grandes hombres del exilio para ver con qué placer se dedicaba a ensartar a sus víctimas. Rudolf Schramm: «Un pendenciero bocazas y tremendamente confuso maniquí, cuyo lema en la vida procedía de El sobrino de Rameau[*]: “Prefiero ser un charlatán insolente que nada en absoluto”». Gustav von Struve: «Al primer vistazo de su curtido aspecto, sus ojos saltones con su maliciosa y estúpida expresión, el brillo mate de su calva y sus rasgos medio eslavos, medio mongólicos, no se puede dudar de que se está en presencia de un hombre poco corriente…». Arnold Ruge: «No se puede decir que este noble hombre destaque por su notable y bien parecido aspecto externo; sus conocidos de París solían resumir sus rasgos pomerano-eslavos con el término “cara de hurón”… El puesto de Ruge en la revolución alemana es como esos carteles que hay en las esquinas de algunas calles: se permite hacer aguas aquí».
Lejos de disipar su fuerza, estos terribles ataques parecían renovársela. La furia volcánica que se desataba contra desconocidos revisionistas o necios era la misma fiera pasión que iluminaba sus explicaciones sobre el capitalismo y sus contradicciones. Para trabajar a gusto, Marx tenía que estar en un estado de furiosa excitación, tanto en los interminables desastres domésticos que le acuciaban en su lamentable mala salud, como ante los memos que se atrevían a cuestionar su superior sabiduría. Mientras escribía El capital, hacía votos por que la burguesía tuviera buenas razones para recordar sus forúnculos que tanto dolor le causaban y que le hacían estar de un humor de perros. Los Vogt y los Kinkel servían para el mismo fin: no tanto para matar mosquitos a cañonazos, sino como forúnculos purulentos en el trasero.
Sus condiciones de vida podían haber sido especialmente pensadas para no dejarle nunca satisfecho. Los muebles y los accesorios del piso de dos habitaciones en que vivían estaban rotos, raídos o desgarrados, con un dedo de polvo cubriéndolo todo. En el centro del salón principal que daba a Dean Street había una gran mesa cubierta con un hule en el que se apilaban manuscritos, libros y periódicos de Marx, además de los juguetes de los niños, trapos y retales del costurero de su mujer, varias tazas con los bordes desportillados, cuchillos, tenedores, lámparas, un tintero, vasos, pipas de arcilla holandesas y una gruesa capa de cenizas de tabaco. Encontrar un lugar donde sentarse no estaba exento de peligro. «Hay una silla con solo tres patas; en otra silla, los niños han estado jugando a las cocinillas; casualmente esta silla tiene cuatro patas —informó un invitado—. Esta era la que se ofrecía a las visitas, pero los potingues de los niños no han sido retirados; si uno se sienta, se arriesga a perder un par de pantalones».
Uno de los pocos informadores policiales prusianos que logró entrar en esa caverna llena de humo se sintió impresionado por los caóticos hábitos de Marx:
Lleva una vida de auténtico intelectual bohemio. En contadas ocasiones lava, cepilla o cambia la ropa de la casa. Además, le gusta emborracharse. Si bien a menudo no hace nada durante varios días seguidos, cuando tiene mucha tarea trabaja día y noche con infatigable tesón. No tiene horas fijas para ir a dormir o para despertarse. A menudo se queda despierto toda la noche y luego se tumba totalmente vestido en el sofá a mediodía y duerme hasta la noche, sin que le molesten las idas y venidas de todo el mundo[26].
La renuencia de Marx a irse a la cama parece absolutamente razonable, ya que toda su familia —incluida el ama de llaves, Helene «Lenchen». Demuth— tenía que dormir en una habitación pequeña en la parte trasera del edificio. Cómo Karl y Jenny hallaban tiempo e intimidad para la procreación, es un misterio; se supone que aprovechaban la oportunidad cuando Lenchen sacaba a los niños de paseo. Con Jenny enferma y Karl preocupado, la tarea de preservar cualquier parecido con el orden doméstico recaía por entero en su sirvienta. «Si supieras cuánto te echo de menos a ti y a los pequeños —escribió Jenny a Karl durante su infructuosa expedición a Holanda en 1850—. Sé que tú y Lenchen cuidaréis de ellos. Sin Lenchen no me sentiría tranquila aquí».
En realidad, Lenchen desempeñaba las tareas habituales de Jenny, incluidas las del lecho conyugal. Nueve meses después dio a luz a un niño varón. En el certificado de nacimiento del joven Henry Frederick Demuth, al que luego llamarían Freddy, el espacio para el nombre y la ocupación del padre fue dejado en blanco. El niño fue dado poco después a unos padres adoptivos, probablemente una pareja de trabajadores de apellido Lewis que vivían en el este de Londres. (Solo hay pruebas circunstanciales: el hijo de Lenchen cambió su nombre por el de Frederick Lewis Demuth y pasó toda su edad adulta en el barrio de Hackney. Se convertiría en un cualificado tornero y trabajaría en varias fábricas del East End, miembro incondicional del Amalgamated Engineering Union[*] y miembro fundador del Partido Laborista de Hackney. Decían sus colegas que era un hombre callado que nunca hablaba de su familia. Murió el 28 de enero de 1929).
Puesto que Freddy había nacido en la pequeña habitación trasera de 28 Dean Street —y el abultado vientre de Lenchen debió haber sido muy visible las semanas anteriores—, no pudieron ocultar a Jenny esta aparentemente milagrosa concepción. Aunque muy disgustada y enojada, estuvo de acuerdo en que la noticia les habría provisto de munición letal a los enemigos de Marx si se llegaba a saber. Así empezó uno de los primeros y más logrados encubrimientos jamás organizados por el bien de la causa comunista. Hubo muchos rumores de que Marx había sido padre de un hijo ilegítimo, pero la primera referencia pública sobre la verdadera paternidad de Freddy no apareció hasta 1962, cuando el historiador alemán Werner Blumenberg publicó un documento encontrado en el inmenso archivo marxista del Instituto Internacional de Historia Social de Amsterdam. Se trata de una carta escrita el 2 de septiembre de 1898 por Louise Freyberger, una amiga de Helene Demuth y ama de llaves de Engels, en la que se cuenta la confesión en el lecho de muerte de su señor:
Sé por el propio General [Engels] que Freddy Demuth es hijo de Marx. Tussy [Eleanor, hija menor de Marx] fue la que me insistió en que le preguntase directamente al patrón. El General se asombró mucho de que Tussy se aferrase tan obstinadamente a esa idea. Me dijo que, si fuese necesario, debería desmentir el rumor de que se negaba a reconocer a su hijo. Recordarás que te lo dije mucho antes de la muerte del General.
Además, el hecho de que Frederick Demuth fuese hijo de Karl Marx y de Helene Demuth fue de nuevo confirmado por el General unos días antes de su muerte en una declaración a Mr. Moore [Samuel Moore, traductor del Manifiesto comunista y de El capital], que luego fue a ver a Tussy en Orpington y se lo contó. Tussy sostenía que el General mentía y que él siempre había admitido ser el padre. Moore regresó de Orpington e interrogó más detenidamente al General. Pero el patrón mantuvo su afirmación de que Freddy era hijo de Marx, diciéndole a Moore: «Tussy quiere hacer un ídolo de su padre».
El domingo, es decir, el día antes de morir, el General en persona se lo escribió en la pizarra a Tussy, y Tussy salió tan abatida que olvidó todo el odio que me tenía y lloró amargamente en mi hombro.
El General nos dio… permiso para utilizar la información solo si se le acusaba a él de haber tratado mal a Freddy. Dijo que no quería que su nombre fuese calumniado, sobre todo porque a nadie haría ya bien. Al haber asumido la responsabilidad de Marx, le salvó de un serio conflicto doméstico. Aparte de nosotros y de Mr. Moore y de los hijos de Mr. Marx (creo que Laura sabía la historia aunque tal vez no la hubiese oído exactamente), los únicos que sabían que Marx tenía un hijo eran Lessner y Pfänder. Después de que se publicaran las cartas de Freddy, Lessner me dijo: «Por supuesto, Freddy es hermano de Tussy, todos lo sabíamos, pero nunca pudimos averiguar dónde se crió el muchacho».
Freddy se parece mucho a Marx, y, con esa cara de auténtico judío y con ese pelo negro y espeso, solo un ciego prejuicio podría ver en él un parecido con el General. He visto la carta que Marx escribió al General en Manchester en esa época (por supuesto, el General, por entonces, aún no vivía en Londres); pero pienso que el General destruyó esa carta, como tantas otras que habían intercambiado.
Esto es todo lo que sé sobre el asunto. Freddy nunca supo, ni por su madre ni por el General, quién era realmente su padre…
Estoy leyendo de nuevo las pocas líneas que me escribiste sobre el asunto. Marx era siempre consciente de la posibilidad del divorcio, ya que su mujer era tremendamente celosa. Él no amaba al niño, y el escándalo hubiese sido mayúsculo si se hubiese atrevido a hacer algo por él[27].
Desde que se hizo público en 1962, la mayoría de los expertos marxistas han aceptado este documento como prueba concluyente de la infidelidad de Karl. Pero hay uno o dos escépticos. La biógrafa de Eleanor Marx, Yvonne Kapp, ha calificado la carta de Freyberger de «completa fantasía» que «carece de credibilidad en muchos aspectos»; a pesar de lo cual admite que «no puede haber duda razonable de que él [Freddy] era hijo de Marx[28]». El profesor Terrell Carver, autor de una biografía de Engels, va mucho más allá. Se niega a admitir que Marx o Engels pudiesen haber sido padres de Freddy Demuth, y califica la carta de falsificación, «posiblemente hecha por agentes nazis para desacreditar el socialismo[29]». Señala que la versión del archivo de Amsterdam es una carta escrita a máquina de procedencia desconocida, y que del original (si es que lo hubo) jamás se ha sabido nada.
Ciertamente, algunas de las afirmaciones del documento van contra toda lógica o sentido común. Consideremos la «carta» que se supone Marx envió a Engels en el momento del nacimiento, y que Louise Freyberger dice haber visto. Como Freyberger había nacido en 1860 y no empezó a trabajar para Engels hasta 1890, ello significa que tenía que haberla guardado entre sus papeles durante muchas décadas. ¿Por qué, habiéndose tomado la molestia de conservarla, destruyó la única evidencia para «desmentir el rumor de que se negaba a reconocer a su hijo»?
Hay, además, una evidente falta de verosimilitud de tipo psicológico. Si Jenny Marx hubiera descubierto que su sirvienta y su marido se entendían a sus espaldas —mientras ella estaba embarazada— probablemente habría echado de inmediato a la traidora de Lenchen de su casa, o al menos la habría tratado con fría desconfianza. Sin embargo, ambas mujeres siguieron siendo afectuosas compañeras durante el resto de sus vidas. «La investigación sobre la vida de Frederick Demuth y de sus parientes no ha aportado ningún fruto en lo que concierne a la identidad de su padre, e incluso la supuesta afirmación de Engels de que él de alguna forma había aceptado la paternidad carece de hechos que la prueben —concluye el profesor Carver—. La correspondencia y las memorias que se conservan no proporcionan una base que sustente el relato de Louise Freyberger.»[30]
No es del todo cierto. Aunque los papeles de Marx y Engels fueron cuidadosamente expurgados por sus albaceas, que no querían empañar la imagen de las grandes figuras del comunismo, se han conservado unos pocos fragmentos reveladores. El primero es una carta de Eleanor Marx a su hermana Laura, datada el 17 de mayo de 1882, que demuestra que las hijas de Marx habían aceptado la versión de la paternidad de Engels: «Freddy se ha portado admirablemente en todos los aspectos, y la irritación de Engels contra él es tan injusta como incomprensible. A nadie le gusta encontrarse con su pasado, en carne y hueso. Sé que siempre que estoy con Freddy tengo un sentimiento de culpa y de haber obrado mal. ¡Qué vida ha llevado! Oírselo contar me hace sentir vergüenza y malestar». Diez años después, el 26 de julio de 1892, Eleanor volvía sobre el asunto: «Puede que sea “sentimental”, pero no puedo evitar sentir que a Freddy se le ha hecho una injusticia toda su vida. ¿Acaso no es extraordinario, cuando se miran las cosas de frente, cuán pocas veces practicamos las cosas que predicamos a los demás?». A la luz de la carta anterior, su pulla va dirigida claramente a Engels.
Tanto Karl Marx como su esposa dejaron pequeñas pero significativas pistas de lo que en realidad sucedió. El ensayo autobiográfico de Jenny, A Short Sketch of an Eventful Life, escrito en 1865, incluye un curioso y revelador comentario: «A principios del verano de 1851 ocurrió un hecho que no quiero relatar aquí en detalle, aunque contribuyó a aumentar nuestras preocupaciones, personales y de otra índole». El hecho en cuestión solo puede haber sido el nacimiento de Freddy. Si a Helene Demuth la hubiese dejado embarazada cualquier otro amante, ¿por qué le habría de causar a Jenny un dolor tan íntimo y duradero?
Más extraña aún resulta una carta enviada por Marx a Engels el 31 de marzo de 1851, cuando Helene estaba embarazada de seis meses. Tras una épica queja sobre sus deudas, sus acreedores y su tacaña madre, Marx añade: «Admitirá que esto es un tremendo lío y que estoy hasta el cuello de porquería pequeñoburguesa… Pero finalmente, para dar al asunto un sesgo tragicómico, hay además un mystère que le voy a revelar en très peu de mots. Sin embargo, me acaban de interrumpir y debo ayudar a cuidar de mi esposa. El resto, pues, en que también aparece usted, en la próxima carta». En su siguiente carta ya había cambiado de opinión. «No le voy a escribir sobre el mystère, pues, coûte que coûte, iré a visitarle en cualquier caso a finales de abril. Debo desaparecer de aquí por una semana».
¿Cuál era el mystère sino la gestación de Lenchen? Los evasivos recursos al eufemismo en francés sin duda lo demuestran, ya que ese era su lenguaje habitual para referirse al embarazo. (Durante los embarazos de Jenny a menudo le decía a Engels que ella estaba en un état trop intéressant). Su renuencia a dar más detalles por escrito queda ampliamente explicada después en la misma carta: «Mi mujer, lamentablemente, ha traído al mundo una niña, y no un garçon. Y, lo que es peor, su salud está muy delicada». ¿Era Frau Marx o Franziska, su nueva hija, la que estaba «delicada»? Probablemente, ambas. Sabemos por las memorias de Jenny que estuvo deprimida desde principios del verano de 1851, y la carta de Marx de 31 de marzo así lo confirma: «Mi esposa cayó en cama el 28 de marzo. Aunque el parto fue fácil, ahora está muy enferma en casa, pero las causas son más domésticas que físicas». A principios de marzo, con las dos madres criando a sus hijos y compartiendo el atestado espacio de Dean Street, otros emigrantes estaban empezando a murmurar sobre Marx. «Mis circunstancias son muy tristes —confesaba a su amigo Weydemeyer—. Mi esposa va a derrumbarse si las cosas siguen así mucho tiempo más. Las constantes preocupaciones, la más leve lucha diaria, la agotan; y encima, están las infamias de mis adversarios que nunca antes habían intentado atacarme tanto en lo más íntimo, que buscan vengar su impotencia lanzando sospechas sobre mi vida privada y difundiendo las más inenarrables infamias acerca de mi persona. Willich, Schapper, Ruge y otra innumerable chusma democrática han hecho de ello la razón de su existencia». Rudolf Schramm, hermano del duelista Conrad, comentaba a sus conocidos que «sea cual fuere el resultado de la revolución, Marx está perdu».
«Yo, claro está, me tomaría a broma todo este juego sucio —escribe Marx—. Ni por un momento permito que interfiera en mi trabajo, pero como comprenderá, mi esposa, que está mal de salud y que está de la mañana a la noche en el más desagradable de los dilemas domésticos, y cuyo sistema nervioso está afectado, no se restablece al exhalar la pestilente basura democrática que le es administrada por necios correveidiles. La falta de tacto de algunos individuos a este respecto puede ser colosal.»[31] ¿De qué trata todo esto sino de la misteriosa concepción del pequeño Freddy Demuth? Resulta curioso que Marx, en realidad, nunca niegue los «incalificables» rumores, sino que deplore la falta de tacto de quienes los difunden.
Las cosas no podían ir peor; pero lo fueron. En la Pascua de 1852, poco después de cumplir su primer año, Franziska tuvo un grave ataque de bronquitis. El 14 de abril, Marx escribió una breve carta a Engels: «Querido Frederic: Solo unas cuantas líneas para hacerle saber que nuestra hija murió esta mañana a la una y cuarto». Este anuncio, carente de emoción, no alcanza a describir la agonía y desesperación en que estaba sumido el hogar de los Marx. Debemos recurrir a A Short Sketch of an Eventful Life, de Jenny. «Ella sufría terriblemente. Cuando murió, dejamos su cuerpecito sin vida en la habitación posterior, fuimos a la habitación del frente e hicimos las camas en el suelo. Los otros tres niños se echaron junto a nosotros y todos lloramos por el angelito, cuyo cuerpo lívido y sin vida estaba en la habitación contigua». En un primer momento los Marx no podían ni pagar el entierro, pero un vecino francés de Dean Street se apiadó de ellos y les prestó dos libras. «Ese dinero se utilizó para pagar el ataúd en el que mi pequeña descansa en paz. No tenía cuna cuando llegó al mundo, y durante mucho tiempo se le negó un lugar de descanso eterno».
Marx solo llevaba en Londres algo más de dos años y ya había sufrido dos muertes. Engels averiguó la probable razón: «¡Si hubiese algún medio —se lamentaba en su carta de condolencia— de que usted y su familia se pudiesen trasladar a un barrio más saludable y a una vivienda más espaciosa!»[32]. Fuese o no la miseria la que acabó con la vida de Franziska, ciertamente dificultó su enterramiento. Durante las anteriores semanas, Marx había tenido la esperanza de estabilizar su economía gracias a donaciones procedentes de simpatizantes de Estados Unidos, pero la misma mañana del funeral recibió un mensaje de Weydemeyer, que ahora vivía en Nueva York, advirtiéndole de que, desde esas tierras, había poca esperanza de salvación. «Se dará cuenta de que la carta de Weydemeyer ha causado una muy desagradable impresión, sobre todo a mi esposa —le escribió Marx a Engels—. Van ya dos años en que ha visto que todas mis empresas indefectiblemente se van al traste».

7.-

Los lobos hambrientos

Cierta mañana de abril de 1853, se presentó un panadero en 28 Dean Street para advertir que no llevaría más pan hasta que su abultada cuenta fuese pagada. Fue recibido por Edgar Marx, un niño de seis años de mofletes regordetes que ya estaba tan versado en la escuela de la calle como si del mismísimo Perillán[*] se tratase. La escasa estatura de Edgar le valió el mote de «Musch» («mosca») cuando era pequeño, pero luego se transformó en «coronel Musch» en homenaje a sus tácticas.
—¿Está Mr. Marx en casa? —preguntó el caballero.
—No, no está arriba —replicó el golfillo con acento cockney, y luego salió disparado como una flecha con tres barras de pan.
El padre de Musch sintió un gran orgullo por el chiquillo, pero no podía esperar deshacerse de todos los acreedores con igual facilidad. En todos los años pasados en Soho, los Marx vivieron en estado de sitio: repugnantes informadores policiales de Prusia acechaban conspicuamente desde fuera, anotando todas las idas y venidas, en tanto los airados carniceros, panaderos y alguaciles aporreaban la puerta.
Sus cartas a Engels son una incesante letanía de desgracias y tribulaciones. «Hace una semana llegué al agradable punto en el que no puedo salir de casa por carecer del abrigo, que he empeñado, y no puedo comer carne por carecer de crédito. Puede que sea algo insignificante, pero me temo que algún día pueda convertirse en un escándalo». (27 de febrero de 1852). «Mi esposa está enferma. La pequeña Jenny está enferma. Lenchen tiene una especie de fiebre nerviosa. Ni podía ni puedo llamar al médico porque no tengo dinero para pagar medicinas. Durante los últimos ocho o diez días he estado alimentando a mi familia exclusivamente de pan y patatas, pero dudo que hoy pueda conseguir algo… ¿Cómo voy a salir de esta infernal situación?». (8 de septiembre de 1852). «Nuestras desgracias han alcanzado su peor momento». (21 de enero de 1853). «Durante los últimos diez días no ha habido un sou[*] en la casa». (8 de octubre de 1853). «En el momento presente tengo que pagar el 25 por ciento [de los ingresos familiares] solo a la casa de empeño, y en general nunca puedo poner las cosas en orden por los atrasos… La absoluta carencia de dinero es aún más terrible (aparte del hecho de que las necesidades familiares no cesan ni un solo instante) porque, al ser el Soho un distrito azotado por el cólera, la gente muere como chinches (por ejemplo, una media de tres por casa en Broad Street), siendo los “víveres” la mejor defensa contra el monstruo». (13 de septiembre de 1854). «Mientras estaba en el piso de arriba ocupado escribiéndole mi última carta, mi esposa, abajo, estaba rodeada de lobos hambrientos, todos los cuales utilizaban el pretexto de los “tiempos difíciles” para exigirle un dinero que no tenía». (8 de diciembre de 1857). «Acabo de recibir la tercera y final advertencia del asqueroso recaudador de impuestos con el efecto de que si no he pagado antes del lunes, pondrán el lunes por la tarde un agente de embargos en la casa. Así pues, si fuese posible, mándeme unas pocas libras…». (18 de diciembre de 1857).
Estas «pocas libras» acumuladas suponían un subsidio nada despreciable. Incluso en 1851, uno de los años de mayor estrechez de Marx, recibió de Engels y de otros amigos un mínimo de 150 libras, una cantidad con la cual una familia de clase media baja podía vivir desahogadamente. Ese otoño fue nombrado corresponsal en Europa de The New York Daily Tribune, el periódico de mayor circulación del mundo, para el que regularmente enviaba dos artículos a la semana a 2 libras cada uno. Aunque sus ingresos del Tribune disminuyeron ligeramente después de 1854, por entonces también recibía 50 libras al año por su colaboración en el Neue Oder-Zeitung, de Breslau. En resumen, desde 1852 en adelante tuvo unos ingresos mínimos de 200 libras. La renta anual de la casa de Dean Street era de solo 22 libras. ¿Por qué siempre estaba, pues, en la más absoluta miseria?
Si Marx hubiese sido el descuidado bohemio descrito en tantos informes policiales, se las hubiese podido arreglar bastante bien. En realidad pertenecía a esa clase de gente de buena familia venida a menos, desesperada por mantener las apariencias sin querer prescindir de sus hábitos burgueses. Durante la mayor parte de los años cincuenta, apenas podía alimentar a sus propios hijos, pero se empeñaba en tener a su servicio a un secretario, el joven filólogo alemán Wilhelm Pieper, aunque Jenny Marx estaba deseando hacer el trabajo.
Pieper, calificado por Jenny como «desaseado cabeza hueca», se las apañaba para poseer la extraña cualidad de ser frívolo y dogmático a la vez. Además, carecía de tacto, era grosero, extraordinariamente fanfarrón e insaciablemente libidinoso. Algunas visitas femeninas al hogar de los Marx se echaban a llorar por sus zafias arengas políticas (y otras, por su descarada lascivia). Se consideraba a sí mismo «Byron y Leibniz en una misma persona[1]». Pero en relación con lo que ahora nos atañe, como secretario era absolutamente inútil. Su principal tarea era transcribir y traducir los artículos de periódico de Marx, pero sus traducciones eran tan imprevisibles que Engels solía rehacerlas de cabo a rabo. En cualquier caso, desde la primavera de 1853 Marx ya se creía capaz de escribir en inglés. «No concibo para qué lo necesita aún[2]», protestaba Engels. Luego, durante el mismo verano, Pieper pasó quince días en el hospital, donde un pequeño letrero a los pies de la cama mostraba a todos su vergüenza: «Wilhelm Pieper, Syphilis secundarius». Aunque prometió elegir con más cuidado en el futuro, sus desordenados devaneos continuaron y poco después estuvo de vuelta en el hospital con una segunda recaída.
Un día llegó una carta para él a Dean Street, escrita de puño femenino, pidiéndole una cita. Como la firma no le decía nada a Pieper, se la pasó a Jenny Marx, que reconoció que se trataba de su antigua ama, «una vieja y desaseada gorda irlandesa». Karl y Jenny se burlaban de él en relación con su última admiradora; pero como señaló Marx, «mantuvo su cita con la vieja vaca[3]». Unas semanas más tarde estaba declarando su ilimitado amor a la hija de un verdulero del sur de Londres, descrita por Marx como una vela de sebo con gafas verdes: «Toda su persona [era] verde, más como verdín que como verduras, verduras, que para colmo no iban acompañadas de carne alguna[4]». El objetivo principal del cortejo era, a lo que parecía, que Pieper esperaba poder sablear al padre de ella veinte libras en préstamo, pero, como todos sus planes, terminó en desastre: el verdulero se negó a dejarle ni un penique y la enamoriscada hija se precipitó a Dean Street, proponiéndole que se fugase con ella inmediatamente.
A veces Pieper desaparecía durante varias semanas, en busca de unas tentadoras enaguas o intentando una nueva profesión —como periodista, corrector de pruebas, funcionario municipal, vendedor de lámparas, maestro—, pero sus sueños de amor y dinero nunca llegaron a nada; así, volvía a Dean Street en un estado desaliñado, suplicando cobijo y comida. «Nuevamente se me ha encasquetado Pieper —gemía Marx en julio de 1854—, que parece un lechón famélico hervido en leche después de haber vivido dos semanas con una puta a la que califica de un bijou. Ha derrochado unas 20 libras en quince días y ahora sus dos bolsas[*] están igualmente vacías. Con este tiempo es una lata tener al individuo holgazaneando por ahí, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Además, me distrae de mi trabajo.»[5] Debido a las condiciones de hacinamiento del piso, Pieper tenía que compartir cama con Marx. Peor aún, Pieper insistía en tocarle las nuevas obras de Richard Wagner —«la música del futuro»—, que a Marx le disgustaban profundamente.
En 1857, Pieper anunció que le habían ofrecido un puesto de profesor de alemán en un colegio privado de Bognor, con la esperanza, aparentemente, de que Marx le insistiese en quedarse en condiciones más favorables. A la larga, el farol quedó en evidencia, y Jenny ocupó de mil amores su lugar. «Resultó que su “indispensabilidad” era meramente producto de su propia imaginación —escribió Marx, olvidando añadir que él también se había creído el cuento—. Mi esposa cumple las funciones de secretaria sin los problemas causados por el noble joven… No lo necesito en absoluto.»[6] Como ella ya lo había demostrado en varias ocasiones en que Marx estuvo enfermo y Pieper estaba por ahí recorriendo burdeles, ¿por qué tardó tanto en percatarse? Durante varios años se había sentido irritado a causa de este poco fiable factótum, refiriéndose a él en privado como payaso con cabeza de chorlito y borrico estúpido. «La combinación de diletantismo y petulancia, vacuidad y pedantería, lo hace aún más difícil de digerir. Y como suele suceder en estos muchachuelos, bajo un temperamento aparentemente jovial se esconde mucha irritabilidad, mal humor e inmoderado pesimismo.»[7]
La contratación de Pieper fue desde el principio un derroche innecesario, pero se le había dejado continuar porque Marx pensaba que no era apropiado para una persona de su posición no tener un secretario particular, al igual que vacaciones anuales en la playa, las clases de piano para los niños y todos esos costosos ajilimójilis que acarrea la respetabilidad. Por muy vacíos que estuviesen sus bolsillos, sencillamente se negaba a aceptar una forma de vida «subproletaria», como él decía. Lo que para otros refugiados podían parecer lujos se convertían, pues, en «absolutas necesidades», en tanto que las exigencias más imperativas, como pagar al tendero, eran consideradas como algo secundario.
Esta inversión de prioridades queda clara en una carta de súplica enviada e Engels en junio de 1854, cuando Jenny se estaba recuperando de su enfermedad y el doctor Freund, su médico de cabecera, estaba clamando por que le pagasen sus honorarios. «Estoy en un aprieto —escribió Marx, explicando que su cuenta del trimestre estaba irremisiblemente en números rojos—, ya que tenía que pagar 12 libras para la casa y el total recibido se vio reducido considerablemente por cosas no previstas, aparte de las cuales solo la cuenta del boticario se tragó una gran parte del presupuesto.»[8] El efecto conmovedor de esta súplica queda sin efecto en la siguiente frase, cuando menciona que Jenny, los niños y el ama de llaves se disponían a pasar quince días de vacaciones en una villa de Edmonton, tras lo cual «el aire del campo la habrá recuperado lo bastante como para lograr hacer el viaje a Tréveris». Si Marx estaba tan pelado como para no poder pagar a su propio médico, se podía haber preguntado Engels, ¿cómo podía pagar el viaje a Alemania? La pregunta ciertamente se la hicieron sus sufridos acreedores cuando supieron que Jenny se había pertrechado con un nuevo guardarropa para el viaje. Marx fingía no comprender su indignación, argumentando que la hija de un barón alemán «naturalmente, no podía llegar a Tréveris con aspecto desaliñado».
Se sentía ridículamente orgulloso de haberse casado con una mujer de buena familia. De ahí las cartas de visita que le hizo («Mme. Jenny Marx, née baronesa de Westphalen»), que a veces aireaba con la esperanza de impresionar a tenderos y a tories. «El mar le está haciendo mucho bien a mi esposa —señalaba después de las vacaciones de Jenny—. En Ramsgate ha conocido a refinadas y, horribile dictu, inteligentes damas inglesas. Después de años en los cuales solo ha disfrutado de personas inferiores a ella, cuando no ha estado sola, la relación con personas de su propia clase parece sentarle bien.»[9] Jenny tuvo pocas oportunidades en ese sentido, y Marx estaba angustiado por su responsabilidad en el miserable destino a que había condenado a la exprincesa de la sociedad de Tréveris. Un humillante recordatorio de hasta qué punto había llegado la miseria se produjo cuando fue arrestado al intentar empeñar la plata de los Argyll, los antepasados escoceses de Jenny, sospechando la policía, con razón, de que un desharrapado refugiado alemán pudiese haber adquirido esos tesoros ducales de forma legítima. Marx pasó una noche en los calabozos hasta que Jenny pudo convencerles de su aristocrático linaje.
Incapaz de mantener a su esposa de la manera apropiada para las «personas de su categoría», Marx, al menos, se esforzó por conseguir algo mejor para sus hijos. Por supuesto, las niñas habrían de hacer una buena boda, y para atraer a los pretendientes adecuados necesitarían vestidos de baile, clases de danza y todos los demás privilegios sociales, para los cuales hacía falta dinero, aunque ese dinero en cuestión hubiese que gorroneárselo a alguien. Engels, acostumbrado desde hacía mucho a ser ese alguien, nunca cuestionó la suposición de su amigo de que valía la pena vivir por encima de las posibilidades de uno para evitar perder la posición social, y de que una costosa ostentación de elegancia en realidad proporcionaría beneficios a largo plazo. «Por mi parte, no me importaría vivir en Whitechapel —afirmaba Marx—, pero no sería apropiado ahora que las niñas van creciendo.»[10] En su adolescencia, las niñas de los Marx asistían a un «colegio de señoritas» que les costaba 8 libras al trimestre, además de lo cual estaban apuntadas a clases particulares de francés, italiano, dibujo y música. «Es cierto que vivimos por encima de nuestras posibilidades —admitió Marx a Engels en 1865, después de trasladarse a una mansión en el norte de Londres—. Pero es la única manera de que las pequeñas adquieran relaciones sociales con vistas a asegurar su futuro… Creo que usted mismo sería de la opinión de que incluso desde el punto de vista exclusivamente comercial, mantener un hogar puramente proletario no sería apropiado dadas las circunstancias, aunque sería perfecto si mi esposa y yo estuviéramos solos o si las niñas fuesen niños.»[11]
Ni siquiera Engels podía cubrir todos los gastos de preparar una promoción de jovencitas casaderas. Tras muchos quebraderos de cabeza, decidió que la esperanza de salvación de Marx residía en un préstamo de una sociedad de previsión social, la People’s Provident Assurance Society: «Aunque me he estrujado el cerebro, no se me ocurre ningún otro método de conseguir dinero en Inglaterra. Me parece que ha llegado el momento de que lo intente…»[12]. Un método más obvio —conseguir un empleo— no había pasado por su mente, aunque en otras ocasiones estuvo presto a recomendarlo como un curalotodo para sus paisanos refugiados. «Me gustaría que nuestros muchachos de Londres consiguieran un trabajo más o menos estable y sentaran la cabeza —le dijo a Marx en una ocasión, no sin intención irónica—, pues se están convirtiendo en empedernidos holgazanes.»[13]
Durante sus treinta y cuatro años en Londres solo hubo dos ocasiones en que Marx buscó empleo remunerado. En una carta de 1852 a Joseph Weydemeyer, que por entonces vivía en Estados Unidos, nos habla de un «barniz laca recientemente inventado» del que le había hablado su nuevo amigo, el coronel Bangya, un misterioso exiliado húngaro que luego resultó ser agente encubierto de la mitad de los monarcas de Europa. Weydemeyer debería reservar un puesto en la Exposición Industrial Internacional de Nueva York, donde los clientes se quedarían tan deslumbrados por el invento que «le puede hacer ganar mucho dinero con rapidez», y, por supuesto, enviar unos buenos beneficios para sus socios de Londres. «Escríbame enseguida, diciéndome todos los detalles de los gastos que tenga», le aconsejaba Marx. Nunca volveremos a oír hablar de este barniz mágico, que parece haber seguido el mismo destino que el ingenioso artilugio de Weitling para fabricar sombreros de paja para señoras. Diez años después, cuando sus deudas eran más espantosas que nunca, Marx pidió desesperado un empleo de administrativo en los ferrocarriles, pero fue rechazado por su ilegible caligrafía.
Sin su benefactor, escribió Marx, «hace mucho que me hubiera visto obligado a desempeñar un “oficio[14]”». Casi podemos sentir las náuseas que ello le producía representadas por las comillas. En realidad, gracias a la generosidad de Engels pudo pasar la mayor parte del tiempo en la sala de lectura del Museo Británico, reanudando sus estudios de economía, hacía tiempo abandonados. Tras la disolución de la Liga Comunista en 1852, no tuvo tareas políticas que le distrajeran, y cumplió las exigencias del Tribune de Nueva York, subcontratando la mayor parte del trabajo a Engels. «Tiene que ayudarme, ahora que estoy tan ocupado con la economía política —le suplicaba el 14 de agosto de 1851—. Escriba una serie de artículos sobre Alemania, desde 1848 en adelante. Ingeniosos y desenfadados». Así, la primera serie importante con la firma de Marx en el Tribune —«Revolución y Contrarrevolución en Alemania», que apareció en ocho entregas entre octubre de 1851 y octubre de 1852— fue escrita en realidad por completo por Engels. Un artículo sobre la marcha de la guerra rusoturca, publicado como editorial anónimo en diciembre de 1853, mostraba un conocimiento tan experto de la estrategia militar que los mentideros de Nueva York lo atribuyeron a un famoso militar estadounidense de la época, el general Winfield Scott. El director, Charles Dana, citaba estos rumores en una carta a Jenny Marx como prueba del talento de su marido, sin suponer que el autor era el «General». Engels, soldado raso en la campaña del Palatinado.
«Ciertamente, Engels tiene demasiado trabajo —admitía Marx—, pero por ser una auténtica enciclopedia ambulante es capaz, borracho o sobrio, de trabajar a cualquier hora del día o de la noche, escribe muy deprisa y sabe coger las cosas al vuelo.»[15] Aunque le encantaba responsabilizarse de esta carga adicional, Engels se encontraba tan agotado por las muchas horas que pasaba en la fábrica de algodón que no se podía esperar de él que escribiese todo aquello que se le encargase. Tampoco Marx se lo pedía: los numerosos e influyentes lectores del Tribune —solo de su edición semanal vendía más de 200 000 ejemplares— eran un irresistible reclamo para un hombre acostumbrado a dirigirse a auditorios de unas cuantas decenas de personas en la sala superior de una taberna de Londres. A veces enviaba un esquema a Manchester que luego Engels se encargaba de completar; en otras ocasiones —cuando, por ejemplo, el periódico quería algo sobre la guerra, o «sobre la cuestión oriental»— el escritor en la sombra tenía que hacerlo todo él, ya que Marx «no tenía la más mínima» idea de esas cosas.
Con todo, se puede atribuir a la autoría de Marx al menos la mitad de los quinientos artículos, aproximadamente, que envió al Tribune. En sus momentos de mayor agotamiento a veces abandonaba la máxima periodística de atrapar desde el comienzo la atención del lector («Poco interés ofrecen los debates parlamentarios de esta semana[16]» es la poco feliz frase inicial de un despacho de marzo de 1853), pero la mayoría de estos comentarios, sobre todo acerca de la política británica, están plagados de sus huellas. Tenemos aquí, por ejemplo, un relato de las elecciones de 1852: «Los días de elecciones generales en Gran Bretaña son, tradicionalmente, bacanales de borrachera y libertinaje, términos convencionales en el mundo de la Bolsa, para saldar las conciencias políticas, el agosto de los publicanos… Saturnales en el sentido de la antigua Roma. El patrón se convertía en siervo y el siervo, en patrón. Si el sirviente se convirtiera en patrono por un día, tal día reinaría la barbarie[17]». Sus comentarios sobre la violenta insurrección de los sepoys, soldados nativos del ejército angloindio, son aún mejores: «Hay algo en la historia humana que se parece a la represalia; y la ley de la represalia histórica es que su instrumento sea forjado no por los ofendidos, sino por el ofensor. El primer golpe asestado a la monarquía francesa procedía de la nobleza, no de los campesinos. La revuelta india no comienza con los ryots, torturados, deshonrados y despojados por los británicos, sino por los sepoys, vestidos, alimentados, acariciados, engordados y mimados por ellos[18]».
Resulta sorprendente —o, más bien, deprimentemente previsible— que ninguno de estos certeros dardos periodísticos haya encontrado acomodo en ningún diccionario de citas. ¿Hay alguien que haya lanceado a Palmerston de forma más letal?: «No le preocupa la esencia, sino la mera apariencia del éxito. Si no puede hacer nada, es capaz de inventarlo todo. Donde no se atreve a interferir, hace de intermediario. No siendo capaz de disputar con un enemigo poderoso, improvisa uno débil… Ante sus ojos, el movimiento de la historia no es sino un pasatiempo, expresamente inventado para satisfacción particular del noble vizconde Palmerston de Palmerston[19]». O esta joya, sobre el atribulado y avergonzado lord John Russell: «Ningún otro hombre ha confirmado en tal grado la verdad del axioma bíblico de que ningún hombre es capaz de añadir una sola pulgada a su estatura natural. Situado por nacimiento, relaciones y avatares sociales en un pedestal colosal, siguió siendo siempre el mismo homúnculo, un maligno y desfigurado enano, sobre una pirámide».
Si hubiese tenido ambición y tiempo suficientes, Marx habría podido seguir así indefinidamente y ganar reputación como el periodista polémico más agudo del siglo. Pero a sus espaldas siempre podía oír la acuciante voz de la conciencia susurrándole: «C’est magnifique, mais ce n’est pas la guerre». Ya en abril de 1851, Marx afirmaba estar «tan adelantado que habré acabado toda la parte económica en cinco semanas. Con eso hecho, terminaré en casa la política económica y me dedicaré a otra rama del saber en el museo[20]». Durante los dos meses siguientes, casi todos los días se sentó en la sala de lectura desde las nueve de la mañana hasta las siete de la tarde. «Marx lleva una vida retirado del mundo —informaba Wilhelm Pieper—; sus únicos amigos son John Stuart Mill y Loyd [el economista Samuel Jones Loyd], y siempre que voy a verle me recibe con conceptos económicos en vez de con saludos.»[21]
Pero todavía la hercúlea tarea que se había impuesto no había tocado a su fin. «Los materiales con los que estoy trabajando son tan endemoniadamente enrevesados que, por mucho que me esfuerce, no acabaré en otras seis u ocho semanas —le dijo a Weydemeyer en junio—. Hay, además, constantes interrupciones de carácter práctico, inevitables en las lamentables circunstancias en que estamos vegetando aquí. Con todo y eso, todo y eso, la cosa se aproxima a su terminación. Llegará un momento en que a la fuerza tenga que cortar.»[22]
Resulta cómico lo poco que se conocía a sí mismo. Marx «cortaría» perfectamente con sus antiguos amigos o asociaciones políticas con impetuosa despreocupación, pero no tenía esa cualidad para desprenderse de su trabajo; sobre todo no de ese trabajo, de ese vasto compendio de estadística, historia y filosofía que por fin revelaría las vergüenzas del capitalismo. Cuanto más escribía y estudiaba, más lejos parecía estar el libro de su conclusión: tal como le sucedía a la interminable «Clave de todas las mitologías» de Casaubon en Middlemarch, siempre había nuevas pistas que seguir, oscuros datos que continuar investigando. (De hecho, a Marx le encantaban las novelas de George Eliot. «Bueno, nuestro amigo Dakyns es una especie de Felix Holt, con menos afectación y más conocimiento —escribió a su hija Jenny tras visitar al geólogo J. R. Dakyns en 1869—. Por supuesto, no pude resistirme a hacer alguna broma a su costa, advirtiéndole que evitase conocer a Mrs. Eliot, que al punto haría de él su propiedad literaria[23]»).
«Lo principal —aconsejaba Engels en noviembre de 1851— es que debería usted volver a presentarse al público con un gran libro… Es absolutamente esencial romper el hechizo creado por su prolongada ausencia del mercado editorial alemán». A pesar de todo, durante los siguientes cuatro años el proyecto fue dejado de lado, víctima de esas «constantes interrupciones» (muchas de las cuales, podríamos añadir, eran de su entera responsabilidad). Inmediatamente después del coup de diciembre de 1851 en Francia, empezó a escribir El dieciocho de brumario de Luis Bonaparte a petición del nuevo semanario estadounidense Die Revolution, fundado por su amigo Joseph Weydemeyer: tal vez le superasen los grandes libros, pero no había perdido un ápice de su brío en la escritura de panfletos.
Lamentablemente, algunas de sus habilidades más discutibles tampoco le habían abandonado. En la primavera de 1852, Marx dilapidó varios meses redactando Los grandes hombres del exilio, su ampulosa sátira sobre «los más notables borricos» y «sinvergüenzas demócratas» de la diáspora socialista. El principal villano de esta galería de granujas era Gottfried Kinkel, poeta ocasional y durante un tiempo preso político que en ese momento estaba siendo tratado como un gran personaje por importantes damas de la sociedad londinense, como la baronesa Von Brüningk, anfitriona de un agradable salón situado en Saint John’s Wood. Marx pasó todo el mes de junio en Manchester con Engels, sazonando el texto con insultos cada vez más alambicados contra Kinkel y otros rufianes. «El proceso de curado de este pescado en salazón —escribió— nos hacer reír hasta saltársenos las lágrimas.»[24] Afortunadamente para su reputación, esta locura compartida no pasó de ser una broma íntima. Cuando Marx le confió el manuscrito al coronel Bangya para que lo entregara al editor alemán, el traicionero rufián se lo vendió al punto a la policía prusiana. Languideció sin que nadie lo viera durante casi un siglo, y todo aquel que lea hoy el libro, podrá comprobar que no fue una gran pérdida.
Pero no había acabado de preparar el pescado salado. En julio le llegaron rumores de que Kinkel, durante una gira para recaudar fondos por Estados Unidos, había dicho en una reunión en Cincinnati: «Marx y Engels no son revolucionarios, son un par de canallas que han sido expulsados de las tabernas por los trabajadores de Londres». Marx le exigió que desmintiera la historia: «Espero su respuesta a vuelta de correo. El silencio será considerado como asentimiento[25]». Kinkel respondió que ya que él había sido atacado por Marx en la Neue Rheinische Zeitung en 1850, cuando aún estaba encarcelado en Alemania, «hubiera deseado no tener que ver nunca más con usted».
Si usted cree que puede… presentar prueba de que yo he dicho o publicado algo faltando a la verdad, en detrimento de su honor y del de Mr. Engels, debo señalarle, como haría con todo aquel con el que no hubiese mantenido contactos políticos o personales, el procedimiento habitual, según la ley, para quienes se sientan insultados o difamados. Excepto por este procedimiento, no tendré más trato con usted[26].
A Marx le sentó fatal que su desafío no hubiese sido aceptado. («Con qué descaro se rechaza todo aquello que huela a duelo o a algo parecido»). Una acusación por libelo estaba descartada, ya que los tribunales británicos difícilmente podían emitir un juicio sobre insultos realizados en Cincinnati. Suponiendo que Kinkel haría caso omiso de todas las cartas que le llegasen con matasellos de Soho, Marx ideó una compleja estratagema. Convenció a Ernest Jones, dirigente cartista, para que dirigiese un sobre a Kinkel (previendo que sus propios garabatos de mosca serían reconocidos inmediatamente) y luego le pidió a Wilhelm Wolff que lo echase al correo en Windsor. La carta de amor en su interior, escrita en papel de color, adornado con un ramillete de nomeolvides y rosas, estaba llena de las previsibles dulces naderías que Marx otorgaba a sus enemigos.
Marx se sentía muy orgulloso de su infantil broma. «Lo mejor del chiste —se regodeaba— solo lo entenderá Kinkel más tarde, cuando aparezca la primera entrega de Los grandes hombres del exilio. Concretamente, poco antes de este tímido ataque contra Gottfried, me divertí infligiéndole a él un daño directo y personal, en tanto que me justificaba a mí mismo a los ojos de los patanes de los refugiados. Con ese fin necesitaba tener algo escrito de su puño y letra, de Johann, etc. Ahora pasemos a asuntos más importantes…»[27].
Estos «asuntos importantes» resultaron ser aún más peleas internas, avivadas por el inicio del juicio a los comunistas de Colonia en octubre de 1852, tanto tiempo pospuesto. Como las pruebas más inculpatorias en el juicio eran libros de actas e informes en los que se propugnaba la insurrección armada, supuestamente sustraídos de la Liga Comunista de Londres, Marx pasó el verano y el otoño reuniendo declaraciones juradas que confirmasen que los documentos habían sido falsificados. Cuando hubo concluido el juicio, se sintió en la obligación de escribir un artículo defendiéndose de las calumnias contra el «grupo marxista» que se habían aireado en el tribunal de Colonia, y de paso ensañarse con la facción de Willich-Schapper de la Liga Comunista. Inevitablemente, este artículo pronto se convirtió en un libro, Revelaciones sobre el proceso a los comunistas de Colonia, que, también inevitablemente, fue denunciado por August Willich. Entonces, Marx escribió a toda velocidad otro panfleto, El caballero de la noble conciencia, atacando sin piedad «el altanero engreimiento» y «las repugnantes insinuaciones» de su antiguo camarada, etcétera.
Con inusual discreción, omitió un hecho que perjudicaba al innoble caballero. Durante 1852, Willich recibió alojamiento gratuito en casa de la baronesa Von Brüningk, en el norte de Londres, y según un relato, transmitido a Engels por Marx, ella «solía disfrutar flirteando con este viejo cabrón, como con los otros antiguos colaboradores. Un día la sangre se sube a la cabeza de nuestro asceta y hace un brutal y salvaje ataque contra madame, siendo expulsado con cajas destempladas de la casa. ¡Fin del amor! ¡Fin de la pensión gratuita!»[28]. Con su reputación por los suelos en Londres, Willich emigró a Estados Unidos poco después, donde luchó con gran valor en la guerra civil. Incluso Marx tuvo que conceder, muchos años después, que el viejo cabrón al menos se había redimido en parte.
¿Por qué, hemos de preguntarnos de nuevo, dilapidaba Marx su talento en estas ridículas venganzas? Una explicación es que el caos doméstico no le permitía una obra de mayor calado o más compleja. («Todo lo que se puede hacer —suspiraba— es producir estercoleros en miniatura»). Quizá, también, la antigua cicatriz del duelo en que participó cuando era estudiante nunca había acabado de curar. Cuando el periódico alemán de Londres How Do You Do? apuntó que estaba conchabado en secreto con su cuñado Ferdinand von Westphalen, el tiránico y salvaje ministro del Interior prusiano, Marx fue caminando a grandes zancadas hasta su oficina y retó al director a un duelo. El aterrorizado gacetillero publicó inmediatamente una disculpa. En octubre de 1852 utilizó la misma amenaza contra el barón Von Brüningk, que le había acusado de difundir el rumor de que la coqueta baronesa era espía rusa. Marx propuso un encuentro en el que demostraría su inocencia, «y si mi explicación no basta, estaré dispuesto a darle la satisfacción habitual entre caballeros[29]». Finalmente, la disputa quedó resuelta sin derramamiento de sangre mediante un intercambio formal de cartas. Pero un mes después volvía a las andadas, esta vez enviando un iracundo mensaje al historiador de izquierdas Karl Eduard Vehse, que aparentemente estaba difundiendo habladurías «insolentes» e «impertinentes» en Dresde acerca del panfleto de Marx sobre Los grandes hombres del exilio. «Si esta carta le resulta ofensiva —concluía tras varios párrafos preñados de improperios—, solo tiene que venir a Londres; sabe dónde vivo y puede estar seguro de que siempre me hallará preparado para darle la satisfacción acostumbrada en estos casos.»[30]
Los únicos que probablemente veían con satisfacción este canibalismo comunista eran las autoridades prusianas: las venganzas de Marx contra hombres como Willich eran mucho más efectivas que los fallidos intentos de sabotaje y las provocaciones de sus propios Keystone Cops[*]. Aunque era consciente de que estaba proporcionando ayuda y cooperación al enemigo, Marx afirmaba que los conspiradores a los que atacaba eran en realidad peligrosos enemigos porque su canto de sirena de la revolución inmediata podía engatusar a los socialistas para que cayesen en algún tipo de maniobra prematura y de resultado catastrófico. Los falsos Mesías, si no se les desenmascaraba, resultaban mucho más atractivos para las masas que los auténticos monarcas. Los panfletos de carácter personal, y las amenazas de las pistolas al amanecer, eran, pues, unas actuaciones políticas imprescindibles y no simples manifestaciones de despecho y de orgullo herido; o al menos, así se convencía a sí mismo. «Estoy implicado —decía— en una lucha a muerte contra los falsos liberales.»[31] El arma más mortífera contra estos cobardes sería un ejemplar impreso de su gran obra, demostrando de una vez por todas por qué los revolucionarios jamás lograrán sus propósitos sin hacer antes sus deberes en el estudio de la economía. «Los ingenuos democráticos a los que les llega la inspiración “de lo alto” no necesitan aplicarse así, por supuesto —decía con sorna—. ¿Por qué estos individuos, nacidos con la fortuna de cara, van a llenarse la cabeza de cuestiones de economía y de historia? Realmente todo es tan simple como el valiente Willich me solía decir. ¡Todo tan sencillo para estas aturulladas mentes!»[32].
Los enemigos de Marx, entonces y después, han atribuido su antipatía por Willich y los otros «grandes hombres del exilio» a los celos. Tras el fracaso de las revoluciones de 1848, muchos de los héroes de esa gloriosa derrota habían llegado a Londres, decorados con medallas conseguidas en el campo de batalla y con una aureola de romanticismo; hombres como Mazzini en Italia, Louis Blanc en Francia, Kossuth en Hungría, Kinkel en Alemania. Las señoras de la alta sociedad se disputaban su atención; se celebraban en su honor esplendorosos banquetes; se encargaban retratos suyos. Gottfried Kinkel, que había huido a Inglaterra tras una audaz fuga de la prisión de Spandau, fue alabado por Dickens en Household Words. Luego dictó una serie de conferencias sobre teatro y literatura para las que se vendían entradas por la sorprendente suma de una guinea. Como decía Marx: «Ninguna tomadura de pelo, ningún reclamo publicitario, ningún embuste, ninguna importunidad eran indignas de él; a cambio, no salió sin su recompensa. Gottfried tomaba el sol satisfecho en el espejo de su propia fama y en el gigantesco espejo del Crystal Palace[*] del mundo[33]». Pese a estar atrapado en la pobreza, en la oscuridad y próximo a la inanición, Marx jamás envidió la fama de estos fanfarrones liberadores del mundo. A menudo citaba la máxima de Dante, «Segui il tuo corso, e lascia dir le genti». («Sigue tu camino y que hablen las gentes»). Lo que admiraba de Robert Owen, precursor del movimiento cooperativo británico, era que siempre que sus ideas se hacían populares, inmediatamente decía algo atroz para recobrar la impopularidad.
«Odiaba a los oradores elegantes, y pobre de aquel que utilizase frases bonitas —observó Liebknecht—. No dejaba de inculcarnos, a los “jovenzuelos”, la necesidad del pensamiento lógico y de la claridad de expresión y nos obligaba a estudiar… Mientras que los otros refugiados políticos planeaban diariamente una revolución mundial, y un día tras otro, noche tras noche, se intoxicaban con el estupefaciente lema “¡Comenzará mañana!”, nosotros, “la Banda del Azufre”, “los bandidos”, “la escoria de la humanidad”, pasábamos el tiempo en el Museo Británico e intentábamos aprender y preparar armas y municiones para la lucha futura». Su relato favorito sobre los peligros de las actuaciones políticas de cara a la galería concernía a Louis Blanc, un hombre muy pequeño pero extraordinariamente vanidoso que se presentó en Dean Street una mañana temprano y al que Lenchen le dijo que esperase en la salita del frente mientras Marx se vestía. Mirando a hurtadillas a través de la puerta entreabierta, Karl y Jenny tuvieron que morderse los labios para no reírse. El gran historiador y político, antiguo miembro del gobierno provisional de Francia, se estaba pavoneando frente a un destartalado espejo de un rincón, contemplándose con fruición y acicalándose con arrebato. Pasados un par de minutos divirtiéndose de esta guisa, Marx carraspeó para anunciar su presencia. El peripuesto tribuno se alejó de los placeres narcisistas del espejo y «se apresuró a adoptar una actitud lo más natural de que era capaz».
El aplauso de la multitud era inútil hasta que los trabajadores se hubiesen «empapado espiritualmente» de las ideas socialistas mediante la formación, no la elocuencia, y la organización política más que mediante el pavoneo. ¿Y dónde mejor podrían comenzar la tarea? Inglaterra no solo era la cuna del capitalismo, sino también lugar de nacimiento del cartismo. En tanto que los otros refugiados políticos se contentaban con las sociedades secretas y los salones, los ingleses ya habían reclutado un inmenso ejército para la resistencia proletaria. «Los trabajadores ingleses son los hijos primogénitos de la industria moderna —declaró Marx—. Ciertamente, no serán, pues, los últimos en contribuir a la revolución social que la industria crea».
El cartismo debe su nombre y su inspiración a la Carta del Pueblo, de mayo de 1838, en la que se incluían seis reivindicaciones fundamentales: sufragio universal para los hombres; voto secreto; convocatoria anual de elecciones; asignación de sueldo a los parlamentarios; abolición de los requisitos de propiedad para los miembros del Parlamento, y abolición de las circunscripciones «podridas[*]». Aunque acosados entre los partidarios de la insurrección violenta y los que confiaban en la «fuerza moral», los cartistas siguieron siendo una amenaza potencial al orden establecido durante gran parte de la década siguiente. Uno de sus periódicos, el Northern Star, tiraba más de 30 000 ejemplares semanales, y como la mayoría se vendían en tabernas o fábricas, los lectores reales eran muchos más. Se libraron verdaderas batallas campales con la policía, sobre todo en Birmingham y Monmouthshire, tras lo cual varios dirigentes fueron encarcelados o desterrados. Una de las peticiones cartistas, presentada al Parlamento en 1842 —rechazada, como cabría suponer—, estaba avalada por 3 317 702 firmas y tenía más de ocho kilómetros de longitud. Ese verano, una huelga general de dos semanas en apoyo de la Carta paralizó las regiones de las Midlands, el norte de Inglaterra y parte de Gales.
En abril de 1848, en tanto se derrumbaban los regímenes del antiguo régimen de Europa, los cartistas convocaron una concentración en Kennington Common, cerca del Támesis, al sur, para marchar sobre el Parlamento. La noticia provocó un pánico tal entre las clases gobernantes que el duque de Wellington en persona, el héroe de Waterloo, fue sacado de su retiro para impedir que los manifestantes cruzasen el río. Fue el último grito del cartismo. Tres años después, también se concentraba en el centro de la ciudad una gran multitud, esta vez para visitar la Exposición Internacional de Hyde Park. Con su riqueza industrial, la fortaleza de su clase media y su ubicua policía, Inglaterra aparentemente había capeado los temporales revolucionarios bastante mejor que sus vecinos europeos. Aun así, se conservaba un cierto radicalismo larvado. El libro de Henry Mayhew London Labour and the London Poor; publicado en 1851, reflejaba que «los artesanos casi unánimemente son entusiastas proletarios, que albergan violentas opiniones».
Karl Marx no tenía tiempo que dedicar al dirigente cartista Feargus O’Connor, un demagogo irlandés brillante pero cada vez más enloquecido. Le preocupaban más dos de sus subalternos, George Julian Harney y Ernest Jones, a los que había conocido en su primera visita a Inglaterra en el verano de 1845. Engels escribió ese año una serie de artículos sobre Alemania para el Northern Star de Harney, y poco después le invitó a unirse a la red de correspondencia comunista. Harney y Jones asistieron al segundo congreso de la Liga Comunista en noviembre de 1847, en el que se les pidió a Marx y a Engels que redactasen su Manifiesto.
Alarmado por el galopante optimismo de estos revolucionarios germanos, Harney tiró desesperadamente de las riendas. «Su predicción de que conseguiremos la Carta en el curso del presente año, y la abolición de la propiedad privada en tres años, con seguridad no se cumplirá —advertía a Engels en 1846—. El conjunto del pueblo inglés, sin haberse convertido en esclavos, se ha convertido en un pueblo eminentemente pacífico… Conflictos organizados como los que podemos encontrar en Francia, Alemania, Italia y España no se pueden producir en este país. Organizar o planificar una revolución en este país sería un proyecto vano y absurdo.»[34] Engels pasó por alto las señales de advertencia. Inmediatamente después de la concentración de Kennington Common de abril de 1848, le dijo a su comunista cuñado, Emil Blank, que «la burguesía inglesa nos dará una sorpresa cuando los cartistas den el primer paso. El asunto de la marcha fue una mera bagatela. En un par de meses, mi amigo G. Julian Harney… ocupará el puesto de Palmerston. Le apuesto dos peniques o cualquier otra cantidad[35]». Dos meses después —y de hecho, un par de años más—, Palmerston seguía dirigiendo el Foreign Office.
¿Qué había salido mal? El 1 de enero de 1849, Marx revisaba en la Neue Rheinische Zeitung las fallidas revoluciones de 1848 y predecía lo que habría de pasar el año siguiente: «Inglaterra, el país que convierte en sus propios proletarios a naciones enteras, que abarca a todo el mundo en su inmenso abrazo que ya ha sufragado el coste de una restauración europea, el país en el que las contradicciones de clase han alcanzado su forma más aguda y descarada, Inglaterra parece ser la roca contra la que rompen las olas revolucionarias, el país donde la nueva sociedad se está ahogando en el propio seno materno». El mercado mundial estaba dominado por Inglaterra, e Inglaterra estaba dominada por la burguesía. «Solo cuando los cartistas encabecen el gobierno inglés, la revolución social pasará de la esfera de la utopía a la de la realidad».
En pocas palabras, el futuro de la revolución mundial dependía de Harney y sus colegas, una pesada responsabilidad que Marx cargaría sobre ellos, aunque también un noble tributo a sus proezas. Lamentablemente para su predicción, ya se estaban desintegrando en facciones y en grupos escindidos. Alentado por Marx y Engels, George Julian Harney rompió con O’Connor en 1849 y fundó una sucesión de evanescentes aunque enérgicos periódicos: The Democratic Review, Red Republican (cuyo principal logro, durante sus escasos seis meses de vida, fue publicar la primera traducción inglesa del Manifiesto comunista) y The Friend of the People.
Para indignación de Marx y Engels, Harney practicaba lo que predicaba sobre «la hermandad de los hombres», una frase que Marx detestaba, ya que había muchos hombres cuyo hermano no hubiese querido ser jamás bajo ningún concepto. El diplomático Harney extendía ampliamente sus favores políticos, aplaudiendo a «los enemigos sinvergüenzas» de Marx entre los demócratas del resto de Europa —Mazzini, Ledru-Rollin, Louis Blanc, Ruge, Schapper— y amañándoselas de alguna manera para estar a bien con todas las partes tras la disolución de la Liga Comunista. Marx, más que malvado, le creía simplemente impresionable: «Impresionable ante los grandes nombres a cuya sombra se siente conmovido y honrado[36]». En su correspondencia privada con Engels, Marx apodaba a este arengador falto de discernimiento como «Ciudadano Hiphiphiphurrah», o a veces «Nuestro Querido», una alusión burlona a su empalagosamente cariñosa y atenta esposa, Mary Harney. «Estoy fatigué de tanto incienso público utilizado tan incansablemente por Harney para llenar las narices de les petits grands hommes[37]», se quejaba en febrero de 1851.
Sin embargo, la promiscuidad ideológica de Harney tenía un mérito: le dejó a Marx una vez más sin aliados leales. «Estoy muy complacido del auténtico y público aislamiento en que ahora nosotros dos, usted y yo, nos encontramos —escribió a Engels—. Está por completo de acuerdo con nuestra actitud y principios. El sistema de concesiones mutuas, medias tintas toleradas en aras de la buena educación, y la obligación de soportar la parte alícuota de ridículo público en el partido junto con estos asnos, todo eso se ha terminado… Apenas veo a nadie aquí [en Londres] excepto a Pieper, y vivo en completo retiro».
Engels estaba de acuerdo sin reservas:
Encuentro la inanidad y la falta de tacto de Harney más irritantes que cualquier otra cosa. Pero, en el fondo, no es demasiado importante. Por fin tenemos de nuevo la oportunidad —la primera vez en mucho tiempo— de demostrar que no necesitamos ni popularidad ni apoyo de ningún partido en ningún país, y que nuestra posición es completamente independiente de esas ridículas minucias. De ahora en adelante solo somos responsables ante nosotros mismos, y, llegada la hora en que estos burgueses nos necesiten, estaremos en situación de establecer nuestros propios términos. Hasta entonces, al menos, tendremos paz y tranquilidad… ¿Cómo puede gente como nosotros, que rechazamos nombramientos oficiales como la plaga, encajar en un «partido»? ¿Y qué tenemos nosotros —que escupimos en la popularidad, que no sabemos qué hacer si vemos signos de popularidad— que ver con un «partido», es decir, una reata de borricos que nos apoyan porque creen que estamos cortados por el mismo patrón? Cierto, nada se pierde si ya no se nos considera ser «expresión correcta y adecuada» de ignorantes bellacos con los cuales nos ha tocado convivir durante los últimos años[38].
Al igual que otro famoso Marx contemporáneo nuestro, desdeñaba cualquier club que les aceptase como miembros: «Despiadada crítica de todo el mundo», era ahora su lema. «¿Qué valor puede tener el chismorreo que toda la multitud de refugiados pueda reunir en contra suya —preguntaba Engels—, cuando usted responde con su política económica?».
Este altivo desprecio por el chismorreo era por completo falso: Marx y Engels tenían mucha necesidad del cotilleo de los exiliados, y durante el resto de su vida jamás perdieron ocasión de divertirse o de irritarse al enfrentarse a los rumores. La indignación alcanzó sus cotas más altas en febrero de 1851, cuando Harney ayudó a organizar un banquete en Londres en el que el invitado de honor era Louis Blanc. Dos de los pocos aliados que le quedaban a Marx entre los expatriados en Londres, Conrad Schramm y Wilhelm Pieper, fueron enviados para observar lo que pasaba, viéndose sacados a rastras del salón, denunciados por espías y molidos a puntapiés y puñetazos por unas doscientas personas, incluidos muchos miembros de los mal llamados «Fraternales Demócratas» de Harney. Schramm pidió ayuda a Landolphe, uno de los organizadores, sin resultado. Luego, como Marx informó a Engels, «no llegó otro sino Nuestro Querido; sin embargo, en vez de intervenir enérgicamente, dijo algo entre dientes sobre que conocía a esa gente y se dedicó a dar largas explicaciones. Buen remedio, por supuesto, en ese momento[39]». Engels sugirió que Pieper y Schramm se vengaran dándole a Landolphe un buen bofetón. Marx, como era de suponer, pensaba que como mínimo un duelo proveería la necesaria satisfacción, y «si hay que herir a alguien, ese debe ser el pequeño Hiphiphiphurrah escocés, George Julian Harney, solo él, por lo que deberá ser Harney quien tendrá que practicar el tiro».
Desde entonces, para lo único que les servía el ciudadano Hiphiphiphurrah a Marx y a Engels era como objeto de sus bromas. Con todo, siguieron estando en términos cordiales con Ernest Jones, que no había asistido al infausto banquete. Al haber pasado su infancia en Alemania, se le consideraba «no inglés», el mayor elogio que podían hacer de un ciudadano británico. (En 1846, aún bajo los primeros síntomas del enamoriscamiento, Engels decía de Harney que era «más francés que inglés».)[40] Marx colaboraba con la revista de Jones, People’s Paper, y también en sus artículos en otros periódicos alababa la insistencia de los cartistas en ampliar el derecho al voto. «Tras los experimentos que socavaron el sufragio universal en Francia en 1848, los europeos del continente propenden a minusvalorar la importancia y significado de la Carta inglesa —escribía en el Neue Oder-Zeitung—. Pasan por alto el hecho de que dos tercios de la población de Francia son campesinos y un tercio vive en las ciudades, en tanto que en Inglaterra más de dos tercios viven en las ciudades y menos de un tercio en el campo. De ahí que los resultados del sufragio universal en Inglaterra deban ser inversamente proporcionales, por tanto, de los de Francia, tal como la proporción de ciudad y campo en ambos estados.»[41] En Francia, el voto era una reivindicación política apoyada en mayor o menor medida por casi todas las personas «instruidas». En Gran Bretaña era una cuestión social, que marcaba la división entre aristocracia y burguesía, por un lado, y «el pueblo», por otro. La preocupación en Inglaterra por el sufragio había experimentado un «desarrollo histórico» antes de convertirse en eslogan de las masas; en Francia, el eslogan vino primero, sin gestación previa. Vemos aquí, una vez más, la curiosa ambivalencia de la actitud de Marx en relación con su país de adopción. Al contrario que sus vecinos, infestados de campesinos, Inglaterra contaba con un proletariado urbano numeroso e instruido: estaba por lo tanto más «avanzado» y preparado para la revolución. Sin embargo, Inglaterra poseía también una burguesía con una inmensa confianza en sí misma, la roca contra la que las olas revolucionarias rompían en vano. A veces se convencía a sí mismo de que un cataclismo político en Gran Bretaña era no solo inevitable, sino inminente; otras veces se desesperaba ante el necio conservadurismo de sus habitantes. Pero ¿qué podría esperarse? Marx, en mayor grado que cualquier otro pensador de su generación, era un gran experto en paradojas y contradicciones, ya que eran esas mismas contradicciones las que garantizaban la extinción del capitalismo.
«Hay un hecho importante, característico del siglo XIX que nos ha tocado vivir, un hecho que ningún partido se atreve a negar —dijo en abril de 1856 en una cena en Londres en conmemoración del cuarto aniversario del People’s Paper—. Por un lado, han nacido unas fuerzas industriales y científicas de las que en ninguna otra época de la historia pasada de la humanidad ni siquiera se había sospechado. Por otro, hay síntomas de decadencia que sobrepasan con mucho los horrores que se conocen de los últimos tiempos del Imperio romano. En nuestros días todo parece preñado de su contrario.»[42] Las máquinas, bendecidas con el poder de acortar y de hacer fructificar el trabajo de las personas, habían servido, por el contrario, para matarlas de hambre y para explotarlas. Las nuevas fuentes de riqueza, por alguna inversión alquímica, se habían convertido en causas de necesidad. Gran Bretaña —la sociedad más próspera e industrial del mundo— era también la más madura para su destrucción. «La historia es el juez, el proletariado su verdugo».
Hasta un auditorio de sobremesa compuesto por jacobinos ingleses, fortificados por «las mejores viandas y condimentos de la estación», hubiera fruncido burlonamente el ceño ante esta apocalíptica retórica. ¿Acaso Inglaterra —centro financiero e industrial del mundo, núcleo del mayor imperio de la historia, palpitante corazón del capitalismo— podía ser tan endeble y frágil? Para Marx, la paradoja era más aparente que real. Había una «antigua máxima históricamente demostrada»: que las fuerzas sociales obsoletas echan mano de toda su fuerza antes de su final agonía mortal y, por tanto, son más débiles cuanto más intimidatorias parecen. «Esa es la oligarquía inglesa en la actualidad».
Nos podríamos preguntar si alguno de los que le escuchaban recordaba el tono bastante más cauto de su ensayo sobre la guerra civil en Francia, escrito para la Neue Rheinische Zeitung en 1850. «En Inglaterra se produce siempre el proceso originario: Inglaterra es el demiurgo del cosmos burgués», había afirmado entonces. Pero mientras Inglaterra rebosaba de prosperidad burguesa, «no se podía ni pensar en una verdadera revolución. Una nueva revolución solo es posible como consecuencia de una nueva crisis. Pero es también tan segura como esta».
Él había estado aguardando desde entonces, con cierta impaciencia, la llegada de la crisis, leyendo las runas, buscando presagios. «Suponiendo que nada perjudicial suceda en las próximas seis semanas, la cosecha de algodón de este año ascenderá a 3 000 000 de balas —le informaba Engels en julio de 1851—. Si el derrumbe del mercado coincidiese con esa gigantesca cosecha, la situación sería ciertamente optimista. Peter Ermen ya se está cagando en los pantalones solo con pensarlo, y la ranita de árbol es un buen barómetro.»[43] Un colapso de las fortunas de la industria textil también pondría fin a los subsidios regulares de Marx procedentes de la caja chica de Ermen & Engels, pero aparentemente ese era el precio que había que pagar por la ruina total de todas las ranitas de árbol. Se relamía ante «la muy placentera perspectiva de una crisis comercial[44]». En septiembre, no obstante, no aparecieron señales de ninguna crisis. Por el contrario, el descubrimiento de oro en el estado de Victoria, en el sur de Australia, en realidad podía abrir nuevos mercados y precipitar una expansión del mercado mundial y de los créditos, como sucedió con la fiebre del oro en California en 1848. «Esperemos que el negocio del oro australiano no interfiera en la crisis comercial», comentaba inquieto Engels. Él se consolaba pensando que incluso si el capitalismo era rescatado por el éxito en las antípodas, al menos habrían tenido razón en algo: «En seis meses habrá comenzado la circunnavegación del mundo en barco de vapor y nuestras predicciones sobre la supremacía del océano Pacífico se cumplirán aun antes de lo que habíamos previsto[45]». Australia —«esos estados unidos de asesinos deportados, ladrones, violadores y carteristas»— sorprendería al mundo mostrando las maravillas que puede hacer una nación de indisimulados granujas. «Dejarán a California a la altura del betún». En cualquier caso, la demanda del algodón de Lancashire se seguía desplomando agradablemente, y pronto «tendremos una sobreproducción tal que se derretirá usted de placer».
Un mes después hubo otro placentero informe del caballo de Troya que Marx tenía en la fortaleza del capitalismo. «El mercado del hierro está totalmente paralizado, y dos de los principales bancos que le suministran dinero —los de Newport— han quebrado… Existe la perspectiva, aunque no la certeza, de que las convulsiones de la próxima primavera en el continente coincidan con una oportuna crisis. Incluso Australia parece incapaz de hacer demasiado; desde lo de California, el descubrimiento de oro ya es algo archisabido y el mundo se ha hecho indiferente…»[46]. Dos días después de la Navidad de 1851, Marx envió un jovial mensaje de fin de año al poeta Ferdinand Freiligrath: «Según me cuenta Engels, los comerciantes de la ciudad también comparten nuestra opinión de que la crisis, contenida por todo tipo de factores (entre ellos, por ejemplo, los recelos políticos, el alto precio del algodón del año pasado, etc.), ha de explotar como más tarde el próximo otoño. Y con los últimos acontecimientos estoy más convencido que nunca de que no habrá una revolución en serio sin una crisis comercial[47]». La caída de la administración whig de Russell en febrero de 1852, y la investidura de un gobierno tory encabezado por lord Derby, parecía que podía acelerar la llegada del feliz día. «En Inglaterra, nuestro movimiento puede progresar solamente bajo los tories —explicaba Marx—. Los whigs están siempre tratando de conciliar a todo el mundo y arrullar a todos para que se duerman. Además, tenemos la crisis comercial que se acerca cada vez más y cuyos primeros síntomas aparecen por doquier. Les choses marchent.»[48] El sistema de librecambio y la caída del precio del algodón podían mantener a flote la economía inglesa hasta el otoño, pero luego empezaría la diversión.
Engels no estaba tan seguro. Aunque la crisis debería llegar, ciertamente, a finales de 1852 «según todas las reglas», la fortaleza de los mercados en la India y el bajo precio de las materias primas indicaban otra cosa. «Casi siente uno la tentación de predecir que el actual período de prosperidad será de una duración excepcionalmente larga. En cualquier caso, bien pudiera ser que todo dure hasta la primavera.»[49] Así fue; y quizá Marx no se sintiera decepcionado del todo. «La revolución puede llegar antes de lo que nos gustaría —escribió en agosto, advirtiendo una oleada de quiebras y de cosechas excepcionalmente malas—. Nada habría peor que el que los revolucionarios tengan que proveerse de pan». En este caso estaba echando mano de su propia y contundente lógica: si la revolución dependía de una catástrofe económica, como él insistía, heredaría un mundo sin pan. No obstante, durante los siguientes dos años aún estaba optimistamente seguro de que la crisis se hallaba a la vuelta de la esquina. «Con la actual situación de las cosechas de invierno, estoy convencido de que la crisis ha de llegar» (enero de 1853). «Las condiciones actuales… en mi opinión han de conducir pronto a un terremoto» (marzo de 1853). «Les choses marchent merveilleusement. Se desatarán todos los demonios en Francia cuando estalle la burbuja financiera» (septiembre de 1853[50]).
En ausencia de una crisis económica terminal, Marx empezó a preguntarse si alguna otra chispa podría iniciar la conflagración. ¿La guerra de Crimea, tal vez? «No debemos olvidar que existe una sexta potencia en Europa —escribía en The New York Daily Tribune el 2 de febrero de 1854— que en determinados momentos afirma su supremacía sobre el conjunto de las llamadas “grandes” potencias y que las hace temblar, a todas y a cada una de ellas. Esa potencia es la Revolución… Solo se precisa una señal, y la sexta y mayor de las potencias europeas aparecerá, con resplandeciente armadura, empuñando la espada, como Minerva de la cabeza de Zeus. Esta señal la dará la inminente guerra europea…».
No tuvieron esa suerte. Olvidando aparentemente su insistencia de que la revolución solo sería posible como consecuencia de un desastre económico, escrutó el horizonte en busca de algún otro oscuro nubarrón. El 24 de junio de 1855, los cartistas hicieron una concentración en Hyde Park en protesta por la nueva Sunday Trading Bill[*], que prohibía la apertura de las tabernas y la impresión de periódicos los domingos. Las damas y los caballeros que cabalgaban por Rotten Row tuvieron que aguantar el acoso de los manifestantes; algunos fueron obligados a desmontar y huir. «Lo vimos todo de principio a fin —escribió Marx en el Neue Oder-Zeitung—, y no pienso que exageremos al decir que la revolución inglesa empezó ayer en Hyde Park.»[51]
Una concentración similar, una semana después, congregó a una multitud aún mayor, provocando otro vívido despacho de Marx a la Neue Oder-Zeitung. «Enseguida la policía salió de su escondite, sacaron sus porras, empezaron a golpear a la gente en la cabeza hasta que la sangre corría con profusión, sacaban a empujones a algunos, aquí y allá, de la enorme multitud (hubo un total de 104 personas arrestadas), y les arrastraron a unos improvisados fortines.»[52] Pero el carácter de la escena era muy diferente del de la improvisada guerra de clases de la semana anterior:
El pasado domingo las masas se enfrentaron a la clase dirigente en tanto que individuos. Esta vez apareció en forma de poder estatal, de la ley y de las porras. Esta vez, resistencia significaba insurrección, y al inglés hay que provocarle durante mucho tiempo para que se subleve. De ahí que la respuesta se limitase fundamentalmente a abucheos, silbidos e imprecaciones dirigidos a los furgones policiales, a tímidos intentos de liberar a los detenidos, pero sobre todo a una resistencia pasiva negándose flemáticamente a moverse del sitio.
Así se esfumó la «revolución inglesa», solo siete días después de la osada fanfarria de Marx; y la causa de todo era la timidez respetuosa de los ingleses frente a la majestad del poder instituido. Se parece muchísimo a una escena de una opereta de Gilbert y Sullivan en la que los piratas de Penzance, sedientos de sangre y habiendo capturado a un grupo de agentes de policía, se encuentran de pie sobre sus víctimas blandiendo las espadas. «¡Les exijo que se entreguen —ordena un sargento de la policía desde su postrada posición— en nombre de la reina Victoria!». El cabecilla de los piratas no puede por menos que obedecer: «Nos rendimos prestos, con rostros humillados, / Porque, a pesar de nuestras faltas, amamos a nuestra Reina».
Durante el resto de su vida, la opinión de Marx sobre el proletariado inglés osciló entre la reverencia y el desdén. En enero de 1862 citaba el apoyo de los trabajadores británicos a los estados del Norte en la guerra civil de Estados Unidos como «una nueva y magnífica prueba de la indestructible solidez de las masas populares en Inglaterra, esa solidez que es el secreto de la grandeza inglesa[53]». Pero cuando los manifestantes contra el gobierno echaron abajo las verjas de Hyde Park en julio de 1866, se desesperaba ante su moderación. «Los ingleses necesitan antes una educación revolucionaria, por supuesto —escribió a Engels—. Si las verjas, que se derrumbaron con un soplo, se hubieran utilizado como defensa y ataque contra la policía, y si hubiesen golpeado a una veintena de los miembros de esta, los militares habrían tenido que “intervenir” en vez de dedicarse únicamente a desfilar. Entonces sí que habría sido divertido. Hay algo que es seguro, estos obtusos John Bulls[*], cuyos cráneos parecen haber sido especialmente fabricados para las porras de los policías, nunca llegarán a nada sin un encuentro realmente sangriento con las fuerzas del poder.»[54] Como él admitía, sin embargo, no existía mucha probabilidad de un combate serio: los trabajadores eran «serviles» y «gregarios», y estaban incurablemente debilitados por una «infección burguesa».
Esta enfermedad tenía muchos síntomas menores pero muy significativos. El historiador Keith Thomas ha sugerido que «la pasión por la jardinería, por los animales de compañía, la pesca y otras aficiones ayuda a explicar la relativa falta de impulsos radicales y políticos entre el proletariado británico[55]». De ahí la popularidad que alcanzaron las casas con parcela en el siglo XIX, y la sorprendente escasez de bloques en altura, que «hubieran privado a los trabajadores de los jardines que consideraban una necesidad». Por cada trabajador que arrancó las verjas de Hyde Park, había decenas que solo querían sacar a pasear al perro o cuidar sus arriates.
Incluso Ernest Jones, el dirigente cartista al que tanto admiraba Marx, pronto se mostraría como un diletante de clase media al propugnar una coalición entre los cartistas y los perfectamente burgueses radicales. «Lo de Jones es repugnante —escribía Engels después de haberle oído hablar en un mitin en Manchester—. Uno casi está obligado a creer que el movimiento proletario inglés en su antigua y tradicional forma cartista ha de perecer por completo antes de que pueda adoptar una forma nueva y viable». Pero ¿cuál había de ser esa forma? Como anticipó Engels premonitoriamente, «el proletariado inglés se está haciendo, en realidad, cada vez más burgués, por lo que esta, la más burguesa de las naciones, aparentemente aspira en resumidas cuentas a la existencia de una aristocracia burguesa y de un proletariado burgués, además de a una burguesía[56]». Así sucedió en efecto: en Inglaterra, aún hoy, los ricos y los trabajadores compran por igual la comida en los supermercados Tesco y ven el sorteo de la Lotería Nacional los sábados por la noche. Si los fantasmas de Marx y Engels regresaran, advertirían además la contradicción más absoluta de todas, una monarquía burguesa, cuyos príncipes llevan gorras de béisbol, comen Big Macs y pasan sus vacaciones en Eurodisney. En Hyde Park, donde antaño los cartistas hostigaron a los aristócratas y Karl Marx pensó que la revolución había empezado, tuvo lugar la mayor concentración que se recuerda, el 6 de septiembre de 1997, con ocasión del funeral de Diana, la princesa de Gales.
El veredicto final de Marx sobre su país adoptivo lo podemos ver en una carta escrita poco antes de su muerte en 1883. Tras mofarse de «los pobres burgueses británicos que se quejan cuando tienen que asumir más y más responsabilidades en servicio de su histórica misión, mientras protestan en vano contra ello», concluía con un grito de exasperación: «¡Malditos británicos!»[57].
La apostasía de Ernest Jones, al unirse a las fuerzas de los liberales de clase media, merecía el más severo castigo que Marx y Engels podían imponer: se le tachó de «oportunista». Unos años más tarde pronunciaron idéntica sentencia contra Ferdinand Lassalle por su propuesta de que los trabajadores y los nobles prusianos se coaligasen contra la burguesía industrial. A pesar de todo, mientras batallaba contra esos cínicos matrimonios de conveniencia, el propio Marx estaba creando asociaciones oportunistas con algunos tipos de lo más extraño.
El más extraño de todos fue David Urquhart, un excéntrico aristócrata escocés que había sido parlamentario por los tories, al que hoy se le recuerda, si acaso, por ser quien introdujo los baños turcos en Inglaterra. «Para la mayoría de sus partidarios, hacia el final de su vida, Urquhart era el bajá, el jefe, el profeta, casi “el enviado de Dios” —recuerda uno de sus discípulos—. A su hijita, cuando soñaba con su padre… no le parecía extraño que ese mismo padre se transmutase, en la extraña manera de los sueños, en Cristo. “¿Acaso no es realmente lo mismo, mamá?”, decía.»[58] Para los observadores menos fieles, era una vieja morsa cascarrabias con bigote torcido, pajarita torcida y opiniones extraordinariamente torcidas. «No hay arte que haya practicado con tanta asiduidad como el de hacer que los hombres me odien —presumía Urquhart—. Así se elimina la apatía. Puedes hacer que hablen. Luego puedes apropiarte de sus palabras y arrojarlas de nuevo contra ellos para demolerlos». Muchas eminencias de mediados de la época victoriana podrían testificar el éxito de esta técnica: tenía enemigos para dar y tomar.
Nacido en Escocia en 1805, educado en Francia, Suiza y España, Urquhart descubrió su duradera obsesión por Oriente cuando, a la edad de veintiún años, se embarcó —por consejo de Jeremy Bentham, un admirador— para tomar parte en la guerra de Independencia de Grecia, resultando herido de gravedad en el asedio de Quíos. Habiendo captado la atención de Herbert Taylor, secretario privado de Guillermo IV, fue enviado en misiones diplomáticas secretas a Constantinopla, donde de repente cambió de bando. «Este individuo fue a Grecia como filoheleno y a los tres años de lucha contra los turcos se marchó a Turquía y se deshizo en elogios sobre esos mismos turcos[59]», escribió Marx en marzo de 1853, después de desternillarse de risa leyendo el libro de Urquhart Turkey and Its Resources.
Se entusiasma con el islam sobre el principio de que «si no fuese calvinista, solo podría ser mahometano». Los turcos, especialmente los del Imperio otomano en su momento de mayor esplendor, son la nación más perfecta de la tierra en todos los sentidos. La lengua turca es la más perfecta y melodiosa del mundo… Si un europeo sufre malos tratos en Turquía es por su culpa; este turco no odia ni la religión de los francos ni su carácter, únicamente sus estrechos pantalones. La imitación de la arquitectura turca, su etiqueta, etc., es altamente recomendable. El propio autor sufrió algunos varapalos por parte de los turcos, pero luego se dio cuenta de que había sido por su culpa… En resumen, solo los turcos son caballeros y la libertad solo existe en Turquía.
Los anfitriones de Urquhart en Constantinopla estaban deslumbrados por su extravagante turcofilia. «Las autoridades turcas confiaron de tal modo en Urquhart —según el Dictionary of National Biography— que le mantenían informado puntualmente de todas las comunicaciones que les enviaba el embajador ruso. Lord Palmerston, sin embargo, se alarmó… y escribió al embajador, lord Ponsonby, para que le sacase de Constantinopla por constituir un peligro para la paz en Europa». Con razón. La apasionada parcialidad de Urquhart —a favor de Turquía y contra Rusia— le ponía en contra de la política británica y le convenció de que el gobierno de su propio país había sido secuestrado por fuerzas siniestras. En resumidas cuentas, llegó a la conclusión de que Palmerston, el ministro de Asuntos Exteriores, tenía que ser un agente secreto ruso. A su regreso a Inglaterra, fundó varios periódicos y una red nacional de «comités de asuntos exteriores» para difundir su audaz teoría de la conspiración. Después de entrar en el Parlamento en 1847, lanzó una andanada de discursos exigiendo una investigación inmediata de la conducta del Foreign Office, «con vistas a la destitución del Muy Honorable Henry John Temple, vizconde de Palmerston».
En esencia un reaccionario romántico, Urquhart se las arregló, a pesar de todo, para convencer a algunos radicales de que estaba de verdad de su lado, hablando a favor de los pisoteados obreros y en contra de sus arteros y trapaceros gobernantes. Aunque los cartistas más revolucionarios le calificaban de espía de los tories, cuya populista cruzada contra lord Palmerston era solo una «maniobra de distracción», otros alababan su denuncia del «daño infligido al trabajo y al capital de este país por la expansión del Imperio ruso, y el ejercicio casi universal de la influencia rusa, todo ello dirigido a la destrucción del comercio británico».
Esto sintonizaba a las mil maravillas con el odio y la desconfianza que el propio Karl Marx sentía hacia la Rusia zarista. «Impulsado pero no convencido» por las afirmaciones de Urquhart, se puso a trabajar con característica diligencia, estudiando antiguas actas parlamentarias e informes diplomáticos, en busca de pruebas. Podemos seguir su avance por el tono cambiante de sus cartas a Engels. En la primavera de 1853 calificaba a Urquhart en tono de burla de «loco parlamentario que acusa a Palmerston de estar a sueldo de Rusia». Ese mismo verano ya mostraba algo más de respeto: «En el Advertiser, cuatro cartas de D. Urquhart sobre la cuestión oriental contenían mucho de interesante, a pesar de sus peculiaridades[60]». Antes de concluir el otoño, la conversión al urquhartismo —aunque no al propio Urquhart— era total: «He llegado a la misma conclusión que ese monomaníaco de Urquhart; concretamente, que durante varias décadas Palmerston ha estado a sueldo de Rusia —escribía el 2 de noviembre—. Me alegro de que el azar haya querido que estudie más a fondo la política exterior (la diplomacia) de los últimos veinte años. Hemos abandonado en grado sumo este aspecto, y uno debería saber con quién está tratando».
El primer fruto de estas investigaciones fueron una serie de artículos para The New York Daily Tribune a finales de 1853, en los que se describían las «conexiones» clandestinas de Palmerston con el gobierno ruso. Urquhart, comprensiblemente contento, organizó una reunión con el autor a principios de 1854, al que tributó los mayores elogios, a su manera, diciendo que «los artículos se pueden leer como si estuvieran escritos por un turco». Marx, bastante fastidiado, señaló que en realidad él era un revolucionario alemán.
«Es un completo maníaco», informó Marx poco después de este extraño encuentro:
Está firmemente convencido que un día será Premier de Inglaterra. Mientras todos los demás estén oprimidos, Inglaterra irá a él a decirle «¡Sálvenos, Urquhart!». Y entonces él la salvará. Cuando habla, sobre todo si se le lleva la contraria, le dan ataques… La idea más graciosa de este individuo es esta: Rusia dirige el mundo en virtud de una superabundancia de inteligencia. Para hacerle frente, un hombre ha de tener la inteligencia de un Urquhart, y si tiene el infortunio de no ser Urquhart en persona, al menos debería ser urquhartista, es decir, debería creer en lo que cree Urquhart, su «metafísica», su «economía política», etc. Es preciso haber estado en «Oriente», o al menos haber sido absorbido por el «espíritu» turco, etc[61].
Cuando algunos de los artículos de Marx sobre Palmerston en el Tribune fueron reimpresos en forma de panfleto, se horrorizó al descubrir que en la misma serie aparecían también artículos de Urquhart, y al punto impidió que se siguieran publicando los suyos. «No quiero que me cuenten entre los seguidores de ese caballero —explicaba a Ferdinand Lassalle—, con el cual lo único que tengo en común, a saber, son mis opiniones sobre Palmerston, pero con quien en otras cuestiones estoy en diametral oposición.»[62]
Podría inferirse de esto que cualquier oferta o propuesta del maníaco sería declinada con un enérgico Vade retro, Satanas! Pero Marx no se pudo permitir el lujo de mantener sus principios durante mucho tiempo. Agobiado por sus impacientes acreedores, le resultó difícil negarse al encargo de escribir una serie para uno de los periódicos de Urquhart, el Free Press de Sheffield, en el verano de 1856. «Los urquhartistas están siendo condenadamente pertinaces —protestaba—. Está bien desde el punto de vista financiero. Pero no sé si políticamente debería comprometerme demasiado con estos individuos.»[63] Los artículos causaron un gran impacto, como no podía ser menos: afirmaba haber descubierto, entre los manuscritos diplomáticos del Museo Británico, «una serie de documentos que se remontaban a finales del siglo XVIII, en época de Pedro el Grande, que revelaban la colaboración permanente y secreta de los gobiernos de Londres y de San Petersburgo». Más alarmante aún, el propósito de Rusia durante todo este período había sido ni más ni menos que la conquista de la tierra. «Sigue siendo la política de Pedro el Grande, y de la Rusia moderna, cualesquiera que hayan sido los cambios de nombre, lugar y carácter que el poder hostil empleado haya experimentado. Pedro el Grande es, ciertamente, el inventor de la política de la Rusia moderna, pero ello se debió a que despojó al antiguo método moscovita de su carácter meramente local y de sus aditamentos accidentales, destilándolo hasta convertirlo en una fórmula abstracta, generalizando sus propósitos y ampliando su objetivo, desde el derrocamiento de ciertos límites establecidos de poder hasta la aspiración al poder ilimitado».
Había un fallo bastante evidente en la teoría de que Inglaterra y Rusia habían estado confabuladas durante los ciento cincuenta años anteriores: la guerra de Crimea. Urquhart y Marx tenían una fácil explicación. La guerra había sido un hábil complot para despistar a los sabuesos de la pista de la corrupta alianza de Palmerston con Rusia; Inglaterra, deliberadamente, había librado la guerra de la manera más incompetente posible. Para los auténticos teóricos de las conspiraciones, todo es explicable, y cualquier hecho que pueda resultar inconveniente es sencillamente una confirmación adicional de la diabólica astucia de su presa.
Puede que Marx se hubiese convencido a sí mismo, pero pocos otros lo hicieron. Sus filípicas contra Palmerston y Rusia fueron reeditadas en 1899 por su hija Eleanor en sendos libritos, The Secret Diplomatic History of the Eighteenth Century y The Story of the Life of Lord Palmerston[*], aunque se suprimieron algunos de los pasajes más provocativos. Durante la mayor parte del siglo XX permanecieron agotados y casi completamente olvidados. El Instituto de Marxismo-Leninismo de Moscú los omitió en sus, por otra parte exhaustivas, Obras completas, tal vez porque los editores soviéticos no podían admitir que el inspirador de la Revolución rusa hubiese sido de hecho un ferviente rusófobo. Los hagiógrafos marxistas de Occidente han sido también reacios a llamar la atención hacia esta vergonzosa asociación entre revolucionario y reaccionario. Un ejemplo típico es The Life and Teaching of Karl Marx, de John Lewis, publicado en 1965; el lector curioso puede buscar en el texto alguna mención a David Urquhart, o la contribución de Marx a su obsesiva cruzada; pero será en vano.
Posteriormente, el propio Urquhart dirigió su atención a otras causas igualmente quijotescas. Devoto católico, aunque no ortodoxo, pasó muchos años apelando al papa Pío IX para que restaurase la Ley Canónica, en tanto que incansablemente captaba prosélitos en nombre de los baños turcos. («¿Acaso no ha visto, en uno de los Guardian que me ha enviado, el artículo en el que David Urquhart figura como infanticida?, —escribió Marx a Engels en 1858—. El muy loco le administró a su bebé de trece meses un baño turco, que quiso el infortunio que contribuyera a la congestión del cerebro del pequeño y a su muerte subsiguiente. La investigación del forense del caso duró tres días, y por un pelo Urquhart se libró de un veredicto de homicidio.»[64]) La casa de Urquhart en Rickmansworth, Hertfordshire, fue descrita por un visitante como «un palacio oriental, con baño turco… que en lujo no le iba a la zaga a ninguno de Constantinopla[65]». Una sesión en este lujoso baño de vapor les podría haber sentado a las mil maravillas a los forúnculos de Marx, pero por lo que hemos podido averiguar, nunca pudo darse tal placer.

8.-

El héroe a caballo

Poco antes del amanecer del 16 de enero de 1855, Jenny Marx dio a luz a otra hija, Eleanor. Al padre no le hizo demasiada gracia. «Desafortunadamente, del “sexo” par excellence —le dijo a Engels—. Si hubiera sido niño, mejor que mejor.»[1] Su anuncio del nacimiento de Franziska, cuatro años antes, había carecido igualmente de entusiasmo. Sería fácil inferir que Marx solo sentía un tibio afecto por sus hijas; fácil pero equivocado. Sus propias cartas y notas autobiográficas demuestran que el Moro era un devoto padre que inspiró a su vez una enorme devoción. Al contrario que muchos hombres de su generación, trataba a las niñas como inteligentes adultos en potencia. A Eleanor, como a sus hermanas antes que a ella, le leyó todas las obras de Homero, Shakespeare, el Cantar de los nibelungos, Gudrun, Don Quijote, Las mil y una noches y muchos libros más. Cuando cumplió seis años le regalaron su primera novela, Peter Simple de Marryat, a la que pronto seguirían las obras completas de este autor, las de Cooper y Walter Scott. Temas que hubieran sido tabú devant les enfants en otros hogares de clase media victorianos —el ateísmo, el socialismo— no solo eran permitidos, sino que se fomentaban. Una vez en que la familia salió a oír misa cantada en una iglesia católica, cuando Eleanor tenía cinco años aproximadamente, ella confesó sentir «ciertas dudas religiosas». Luego su padre «dejó todas las cosas claras», esclareciendo pacientemente el relato del carpintero al que los ricos dieron muerte. «Podemos perdonar muchas cosas al cristianismo —le dijo— porque nos enseñó el culto al niño».
La lamentación de Marx ante el «desafortunado» género de su nuevo retoño no se debe tomar, pues, como prueba de misoginia o de indiferencia paternal. Simplemente se estaba planteando unos hechos sociales y económicos: como se suponía que las niñas de clase media no se habrían de ganar la vida o valerse por sí mismas, Eleanor sería una carga económica más para su ya agotado peculio.
Con todo, no hay duda de que Edgar —el pícaro coronel Musch de cara redonda— era el favorito. Niño enfermizo, cuya enorme cabeza parecía demasiado pesada para su endeble cuerpo, era, no obstante, una fuente inagotable de bromas y alegrías. Cuando sus padres caían en el abatimiento, siempre les subía el ánimo cantando disparatadas cancioncillas —también La Marsellesa— con gran sentimiento y con la máxima potencia de su voz. Cuando le regalaron, al cumplir cinco años, una bonita bolsa de viaje, Wilhelm Pieper, el secretario de Marx, lamentó el incitador regalo y amenazó con quitárselo. «Moro, lo he escondido bien —confesó Musch a su papá—, y si Pieper pregunta por ella, le diré que se la he dado a un pobre».
Marx adoraba a este astuto pilluelo, «un amigo más querido personalmente que cualquier otro[2]». El orden de precedencia queda confirmado en una carta a Engels de 3 de marzo de 1855, en la que enumera las distintas enfermedades que estaban convirtiendo su piso en un hospital. Edgar estaba enfermo de algún tipo de enfermedad gástrica; el propio Karl estaba en cama con una preocupante tos; Jenny tenía un doloroso y molesto panadizo en un dedo; la pequeña Eleanor estaba peligrosamente delicada y cada día se debilitaba más. «Esta —decía de la enfermedad de Edgar— es la peor de todas». Sorprendente opinión, cuando la propia vida de Eleanor parecía en peligro, en tanto que Edgar estaba «mejorando a pasos agigantados» en unos pocos días.
Pero la mejoría fue terriblemente breve. Cuando Edgar, a finales de marzo, empeoró seriamente, el doctor le diagnosticó tuberculosis y advirtió que no había esperanzas de recuperación. «Aunque mi corazón sangra y mi cabeza está en llamas, debo, por supuesto, conservar la compostura —escribió Marx—. Ni por un momento durante su enfermedad el niño ha traicionado su buen carácter ni su independencia.»[3] Edgar murió en brazos de su padre poco antes de las seis de la mañana del 6 de abril. Era Viernes Santo, el día más triste del calendario cristiano, por lo que la muerte del pequeño estuvo marcada por el solemne repique de las campanas. Wilhelm Liebknecht llegó a Dean Street poco después y se encontró a Jenny llorando en silencio sobre el cuerpo, mientras Laura y Jennychen se aferraban denodadamente a su falda como si quisieran defenderse contra la fuerza maligna que les había sustraído a sus hermanos y a su hermana. Marx, casi fuera de sí, rechazaba furiosa y violentamente cualquier expresión de condolencia.
El funeral tuvo lugar dos días después en el tabernáculo de Whitefield, en Tottenham Court Road, donde ya habían enterrado a Fawkesy y Franziska. Durante el breve viaje en coche al cementerio, Liebknecht acariciaba la frente de Marx e intentaba, absurdamente, recordarle que había mucha gente que le quería: su esposa, sus hijas, sus amigos. «¡No me pueden devolver a mi hijo!», gemía Marx tapándose la cara con las manos. Cuando el ataúd estaba siendo introducido en la fosa, dio un paso hacia delante, y, por un momento, los demás asistentes al duelo creyeron que se arrojaría detrás de él. Liebknecht le sujetó con su brazo, por si acaso.
A Marx le costó mucho regresar a Dean Street, que parecía insoportablemente desolada sin su bufón de corte. «Ya he tenido mi parte correspondiente de infortunio —le contó a Engels—, pero hasta hoy no me he dado cuenta de lo que es la auténtica desgracia. Estoy destrozado.»[4] Durante varios días tuvo la «suerte» de padecer unas jaquecas tan terribles que ni podía pensar, oír o ver. Una de las pocas cosas que le mantenían a flote era la amistad de Engels, que invitó a Karl y a Jenny a pasar unos días en Manchester para que cambiaran de aires y salieran del malhadado piso del Soho. (Años más tarde, mucho después de que se hubiesen trasladado de barrio, Marx dijo que «la zona de Soho Square aún me hace sentir un estremecimiento en la espina dorsal si me acerco por allí».)[5] Pero tan pronto como volvieron a Londres, las antiguas señales de la presencia de Edgar —sus libros, sus juguetes— les sumieron en una congoja mayor. «Bacon dice que las personas verdaderamente importantes tienen tantas relaciones con la naturaleza y el mundo, tantas cosas que son objeto de su interés, que se sobreponen fácilmente de cualquier pérdida —escribió a Ferdinand Lassalle tres meses después—. Yo no soy una de esas personas importantes. La muerte de mi hijo me ha destrozado hasta la médula y siento la pérdida tan intensamente como el primer día. Mi pobre esposa también está completamente deshecha.»[6]
Entre julio y septiembre, la familia se trasladó al barrio de Camberwell, al sur de Londres, donde el refugiado alemán Peter Imandt les había ofrecido su piso mientras estuviese en Escocia. Aunque se alegraron de alejarse de Dean Street, la principal razón del cambio de casa fue para esconderse de los muchos acreedores que estaban de nuevo acosándoles, sobre todo el vengativo doctor Freund, que ahora amenazaba con tomar acciones legales en relación con las cuentas impagadas. A mediados de septiembre, cuando Freund descubrió su paradero, Marx tuvo que hacer una pronta escapada, inspirada, o al menos eso decía él, en la apresurada retirada táctica de las tropas rusas del extremo sur de Sebastopol, la semana anterior, tras su derrota a manos de los franceses en la batalla de Chernaya. «He sido obligado por force supérieure a evacuar al flanco sur sin tener que hacer volar todo a mis espaldas —informaba a Engels desde Camberwell, en un despacho del frente de batalla—. Mi guarnición permanecerá calladamente aquí, en tanto que yo me propongo regresar en una semana más o menos. En otras palabras, me veo obligado a retroceder hasta Manchester por unos días, y llegaré mañana por la noche. Tendré que permanecer allí de incógnito, por lo que no comunique a nadie mi presencia.»[7]
Dos días después de leer esta carta, Engels envió a The New York Daily Tribune un extenso artículo sobre la «Perspectiva de Crimea» —con el nombre de Marx, como de costumbre— en el que justificaba la aparentemente innecesaria huida de los rusos del sur de Sebastopol. «La resistencia en una plaza sitiada es por sí misma desmoralizante a la larga —afirmaba—. Implica penalidades, falta de descanso, enfermedades, y la presencia no de ese agudo peligro que se cierne, sino del peligro crónico que en última instancia ablanda la mente… No resulta asombroso que esta desmoralización afecte finalmente a la guarnición; lo que sorprende es que no lo haya hecho mucho antes». Es difícil creer que Engels redactase este juicio táctico sin tener, al menos, un ojo puesto en su propio agotado y asediado aliado.
Durante la primavera de 1855, entre el nacimiento de Eleanor y la muerte de Musch, hubo una noticia familiar que le proporcionó a Marx un absoluto placer. «Ayer fuimos informados de un acontecimiento muy feliz —escribió el 8 de marzo—: la muerte del tío de mi mujer, a la edad de noventa años». No es que tuviera ninguna rencilla particular con Heinrich Georg von Westphalen, inofensivo abogado e historiador, excepto que la longevidad del anciano había retrasado el reparto de su considerable fortuna. Durante los años anteriores, a este indestructible tío se le llamaba, en el hogar de los Marx, «el frustraherencias». El legado de Jenny, de aproximadamente 100 libras, llegó a finales de año, y en el verano de 1856 recibió otras 120 a la muerte de su madre. Esta vez hasta Marx tuvo el tacto suficiente para no alegrarse abiertamente, sobre todo porque Jenny había estado junto al lecho de la baronesa en Tréveris durante sus últimos días. «Parece muy afectada por la muerte de su madre», observó en un tono de ligera sorpresa.
Estos dos ingresos no previstos le proporcionaron por fin los medios para escapar del «viejo agujero» del Soho. Después de caminar por las calles durante dos semanas en busca de un alojamiento más saludable, se instaló en una casa de cuatro pisos sin amueblar en 9 Grafton Terrace, Kentish Town, no lejos de Hampstead Heath. La renta anual de 36 libras era barata para ser el norte de Londres, probablemente porque, como Marx le explicó a Engels, este extremo de Hampstead permanecía «algo inacabado». Más que algo: la calle no estaba pavimentada ni tenía alumbrado público, y en su proximidad todo era una inmensa y embarrada obra. Los terrenos habían sido cultivados hasta los años cuarenta, pero la llegada del ferrocarril había transformado los alrededores rurales de Londres en una orla suburbana de promociones especulativas para las clases medias que trabajaban en el centro de Londres. Como sucede en la actualidad con las ciudades dormitorio en Inglaterra, aún más alejadas, el estilo arquitectónico era una cómica mezcla de caprichosas florituras: albardillas de piedra, arcos y balcones rococó.
La casa de Grafton Terrace estaba calificada oficialmente como de «tercera clase» por el Departamento Municipal de Construcción. Con todo, Marx la creía «muy bonita». Jenny disfrutó como nunca de los olvidados placeres del confort doméstico y contrató a la hermanastra de Helene Demuth, Marianne Creuz, para que ayudara en las incrementadas tareas domésticas. «Es verdaderamente una vivienda espléndida, comparada con los tugurios en que hemos vivido hasta ahora —le contaba a una amiga—, y aunque la amueblamos de arriba abajo por poco más de 40 libras (gracias sobre todo a haber comprado muchas cosas de segunda mano), me sentí estupendamente en nuestro acogedor salón.»[8] Tras rescatar las mantelerías y la plata de los Argyll de Uncle’s —la casa de empeño—, disfrutó muchísimo poniendo servilletas adamascadas en la mesa. También hubo celebraciones más íntimas: unas pocas semanas después de su llegada a Grafton Terrace, Jenny quedó embarazada por séptima vez.
A los tres niños les encantaba su nueva vida de clase media. Jennychen y Laura, de doce y once años respectivamente, se cambiaron al Colegio para Señoritas de South Hampstead y pronto obtuvieron premios en todas las asignaturas. Eleanor, de dos años, apodada «Tussy», que rimaba con pussy, se proclamó dueña del castillo, ofreciendo la casa a todos los niños que quisieran acudir. Cuando hacía buen tiempo merendaba a la puerta, y entre bocado y bocado se precipitaba a jugar en la calle. Tal era su fama que la mayoría de los vecinos se referían a toda la familia Marx como «los Tussy».
Incluso el jardín trasero, aunque de no más que unos metros cuadrados de hierba y grava, era una deliciosa novedad. Uno de los primeros recuerdos de infancia de Eleanor se refiere a cuando Marx la llevaba a hombros por el jardín de Grafton Terrace y cuando ponía flores de convólvulo entre sus rizos castaños.
Hay que reconocer que el Moro era un magnífico caballo. Antes —no lo puedo recordar, pero he oído hablar de ello— mis hermanas y mi hermanito, cuya muerte inmediatamente después de mi nacimiento fue un permanente motivo de tristeza para mis padres, «enganchaban» al Moro a unas sillas, en las que luego «montaban» y de las que tenía que tirar… Personalmente —tal vez porque no tenía hermanas de mi edad— prefería al Moro como caballo de monta. Sentada sobre sus hombros, agarrándome fuertemente a su mata de pelo, por entonces negra con algunos indicios grises, me di unas estupendas cabalgadas por nuestro jardincillo, así como por el campo —hoy todo construido—, que rodeaba nuestra casa[9].
Los domingos, los Marx y los amigos que les visitaban paseaban hasta el cercano Hampstead Heath para comer en el campo, que a menudo era la única comida propiamente dicha de toda la semana. A pesar de su escaso presupuesto, Lenchen se las solía arreglar para conseguir una gran pieza de ternera, acompañada de pan, queso, langostinos y bígaros que compraban a los vendedores ambulantes, y jarras de cerveza de Jack Straw’s Castle, la taberna cercana. Después de comer, los niños jugaban al escondite entre los tojos mientras los adultos echaban la siesta o leían los periódicos del domingo; pero como suele suceder en las excursiones familiares, pronto los gritos de los chiquillos interrumpían el letargo paterno. «¡A ver quién coge más!», gritaban las niñas, señalando un castaño lleno de frutos maduros, y durante las dos horas siguientes Marx realizaba un bombardeo constante hasta despojar al árbol por completo. Luego, no podía mover el brazo derecho durante una semana.
A veces iban más lejos, hasta los prados y colinas que hay más allá de Highgate, buscando nomeolvides y jacintos salvajes, desatendiendo despreocupadamente los carteles de «No pasar». Wilhelm Liebknecht, que participó en varias de estas expediciones, se asombraba de ver cuántas flores de primavera crecían en el frío y húmedo clima de Inglaterra. «Desde los fragrantes prados de Asphodel mirábamos hacia abajo orgullosamente, por encima del mundo —escribió—, la poderosa e ilimitada ciudad que se extendía ante nosotros en su inmensidad, envuelta en el inquietante misterio de la niebla». En el camino de vuelta, Marx se ponía al frente de sus hijos en interpretaciones de canciones populares alemanas y negro spirituals, o recitaba extensos pasajes de Shakespeare y Dante. «Verdaderamente, creíamos que vivíamos en un castillo encantado», comentaba Jenny Marx. Pero la magia dependía de los juegos de prestidigitación financieros. Fue en esa época cuando, como corresponde, Marx empezó a divertir a la pequeña Eleanor con sus cuentos de Hans Röckle, el mago sin dinero que «nunca podía pagar sus deudas ni con el diablo ni con el carnicero, y por tanto (contra su voluntad) se veía obligado a vender sus juguetes al diablo». La herencia de Jenny se había esfumado pagando las deudas e instalando la casa. Uno por uno, los nuevos muebles y las preciosas mantelerías antiguas fueron retornando a la casa de empeño.
«Las nubes que se ciernen sobre el mercado financiero son verdaderamente sombrías —escribía Engels la misma semana en que se trasladaron a Grafton Terrace—. Esta vez habrá un día de la ira como nunca antes se ha visto: toda la industria europea en ruina, todos los mercados, con excedentes (no se está embarcando nada hacia la India), todas las clases terratenientes al borde del abismo, bancarrota total de la burguesía, guerra y disturbios en grado sumo. Yo también creo que todo pasará en 1857, y cuando supe que usted estaba de nuevo comprando muebles, inmediatamente afirmé que tenía la certeza absoluta y acepté apuestas sobre el asunto. Adiós por hoy; saludos cordiales a su esposa y a los niños…»[10] Una broma carente de tacto dadas las circunstancias. En cuanto Marx se hubo instalado en el castillo encantado, se dio cuenta, para su espanto, de que no quedaba dinero para pagar la renta. «Aquí me tiene —escribió a Engels en enero de 1857—, sin perspectivas y con cada vez mayores responsabilidades familiares, varado en una casa en la que he puesto todo el dinero que tenía y en la que no es posible ir tirando día a día como hacíamos en Dean Street. No tengo ni idea de qué hacer, al estar en una situación mucho más desesperada que hace cinco años. Creo que he saboreado los posos más amargos de la vida. Mais non! Y lo peor de todo es que no es una simple crisis pasajera. No veo cómo voy a salir de esta.»[11]
Engels se quedó estupefacto: «Creía que por fin todo iba estupendamente: instalado en una casa decente y con todos los asuntos arreglados, y ahora resulta que todo está en duda…»[12]. Prometió enviar 5 libras al mes, además de pagos aislados cuando fuesen precisos. «Aunque ello signifique enfrentar el nuevo año financiero con una carga de deudas, no importa. Solo me hubiera gustado que me hubiese hablado del asunto quince días antes». Pues, como confesaba con sentido de culpabilidad, acababa de comprar un magnífico caballo de caza con algo de dinero que su padre le había enviado por Navidad. «Me siento fatal por tener un caballo y que usted y su familia lo estén pasando mal en Londres».
Jenny Marx era la que más dolorosamente sentía el infortunio. Su marido podía retirarse a su estudio, donde los libros y los papeles creaban una inexpugnable barricada; las niñas estaban distraídas con sus nuevos amigos y las muchas horas de colegio. Pero Jenny estaba abandonada a su suerte. Echaba de menos sus largas caminatas por las ajetreadas calles del West End, las reuniones, los clubes y las tabernas, las conversaciones con los paisanos alemanes que compartían los sufrimientos del exilio.
No era fácil llegar a nuestra preciosa casita, aunque para nosotros era como un palacio en comparación con los lugares donde habíamos vivido hasta entonces. No había pavimentación, toda la zona estaba en obras, y había que caminar con mucho cuidado sobre montañas de basura y en tiempo lluvioso la pegajosa tierra roja se pegaba a las botas, por lo que llegar a nuestra casa resultaba agotador, cargados además con tanto peso en los pies. Luego llegaba la noche a estos agrestes barrios, por lo que en vez de tener que vérnoslas con la oscuridad, la basura, el barro y los montones de piedras, preferíamos pasar la noche junto a un cálido fuego. Estuve bastante mala todo el invierno, siempre rodeada de montones de frascos de medicina[13]…
El 7 de julio, el niño nació muerto, pero apenas pudo reunir energía suficiente para llorar su muerte. Para ella, «todos los días son iguales…». Su única relación con el mundo fuera de 9 Grafton Terrace era cuando, dos veces a la semana, copiaba los artículos de Marx para el Daily Tribune. Luego, incluso este único vínculo se rompió. Al ver que el periódico cada vez publicaba menos artículos suyos —y, por supuesto, solo le pagaban los que se publicaban—, Marx se puso en huelga. «Es repugnante estar condenado a considerar una bendición el que un vendedor de papel secante como este cuente contigo», rugía de cólera. Se veía como un pobre en el asilo, triturando huesos y cociéndolos para hacer sopa.
Su amenaza de colaborar en otro periódico funcionó, pero solo hasta cierto punto. El director del Tribune, Charles Dana, dijo que a partir de entonces le pagaría por un artículo semanal, tanto si era publicado como si no. «En realidad, reducen mis colaboraciones a la mitad —protestaba Marx—. No obstante, voy a acceder, no me queda más remedio.»[14] Para acallar su conciencia, Dana le dijo que estaba compilando una New American Cyclopaedia y quería saber si Marx querría escribir los artículos correspondientes a los grandes militares y a la historia de la guerra. Aunque se trataba de un trabajo detestable, de la peor especie, Marx no estaba en situación de rechazar un estipendio de 2 dólares por página.
El autoproclamado general Engels asumió complacido la mayor parte del trabajo —le daría algo que hacer por las noches— y empezó inmediatamente la primera entrega: Abensberg, Accio, Alma, Artillería, Munición, Ayudante[*]. Pero entonces se vio afectado de mononucleosis. Durante el resto del verano estuvo hors de combat recuperándose en Waterloo, un lugar de vacaciones de oportuno nombre en Lancashire. Esto dejó a Marx en la delicada situación de explicarle a Dana por qué se había cortado el suministro. «¿Qué le voy a decir?, —se lamentaba—. No puedo decir que estoy enfermo, ya que sigo enviándole artículos para el Tribune. Es una situación muy incómoda.»[15] Ganó algo de tiempo con la excusa de que se había perdido en el correo un paquete con manuscritos.
La revuelta de los soldados sepoy contra el gobierno británico de la India añadió aún más problemas, ya que, como era lógico, el Tribune esperaba un extenso análisis de su experto. Afortunadamente, Marx había aprendido suficientes trucos del llorado Musch para salir de la situación a base de embustes. «En lo que respecta al asunto de Delhi —confesó a Engels—, me parece que los ingleses deberían comenzar a retroceder en cuanto empezase de verdad la estación lluviosa. Obligado de momento a defender el fuerte, como corresponsal militar del Tribune, he asumido la responsabilidad de adelantar esto… Es posible que quede como un burro. Pero en ese caso siempre podré salir de la situación con un poco de dialéctica. Por supuesto, he redactado mi propuesta de manera que siempre tenga razón.»[16] En septiembre, Engels se sentía suficientemente recuperado como para hacer otro intento con la Cyclopaedia, y desde su nuevo lugar de convalecencia en la isla de Wight surgió todo un torrente de artículos: Batalla, Batería, Blücher y otros muchos. Mientras hacía una visita a Jersey en octubre, saltó a la siguiente letra del alfabeto, comenzando con Cañón. Caballería y Campaña no podían andar a la zaga.
Este estallido de productividad, no obstante, se vio interrumpido por la noticia más fantástica: el cataclismo financiero internacional había llegado al fin. Comenzando con el colapso de la banca en Nueva York, la crisis se propagó por Austria, Alemania, Francia e Inglaterra como un galopante apocalipsis. Engels salió pitando hacia Manchester a mediados de noviembre para ser testigo de la fiesta: desplome de los precios, bancarrotas diarias y pánico por todos lados. «El aspecto general de la Lonja [del algodón] es verdaderamente delicioso —le contó a Marx—. La gente se indigna ante mi repentino e inexplicable ataque de buen humor.»[17] Un propietario de fábricas había vendido todos sus caballos y sus perros, despedido a los sirvientes y puesto su casa en alquiler. «Dos semanas más, y el baile estará en su máximo apogeo por estos pagos.»[18]
¿Se produciría la revolución de manera inmediata? Lo dudaba: los trabajadores estarían bastante aletargados tras un período de prosperidad tan largo. Pero no importaba, ya que los futuros dirigentes de las masas deberían prepararse antes para el combate. Engels se veía a sí mismo al frente del ejército insurrecto —aplastando toda resistencia burguesa con rápidas cargas de caballería por las calles de Manchester y Berlín— mientras Marx dirigiría el flanco civil de la campaña, alumbrando al proletariado en los misterios de la economía política. «Es un caso de vida o muerte —anunciaba Engels, abrochándose las espuelas—. Esto dará inmediatamente un aspecto práctico a mis estudios militares. Me aplicaré sin dilación a la actual organización y a las tácticas fundamentales de los ejércitos prusiano, austríaco, bávaro y francés, y, aparte de eso, limitaré mis actividades a montar a caballo, es decir, a la caza del zorro, que es la mejor escuela de todas.»[19] Los miembros del Cheshire Hunt mal podían adivinar, mientras bebían sus copas antes de la partida, que el elegante Mr. Engels, en su poderoso corcel, se estaba preparando en secreto para convertirse en el Napoleón del noroeste de Inglaterra. Pero estaba completamente decidido. «Después de todo, queremos demostrar a la caballería prusiana lo que es bueno cuando volvamos a Alemania. Los burgueses se las verán y desearán para poder seguirme, pues ya he practicado mucho y cada día lo hago mejor… Hasta ahora no comprendía los auténticos problemas de cabalgar en terreno difícil; es algo muy complicado.»[20] La equitación, pensaba, era la «base material» de toda victoria militar. ¿Por qué consideraban los pequeñoburgueses de Francia como un héroe al desventurado Luis Bonaparte? «Porque sabe sentarse con elegancia sobre el caballo». Esto tenía que ser bastante mortificante para Marx, cuya torpeza en la silla —puesta en evidencia durante las cabalgadas en burro dominicales en Hampstead Heath— formaba parte de los chistes de la familia.
A finales de diciembre, el programa de adiestramiento de Engels había transformado a un comerciante de algodón delicado de salud en un apuesto caballero. «El sábado acudí a la cacería del zorro; siete horas sobre la silla —apuntaba jadeante el día de Fin de Año—. Este tipo de cosas siempre me mantienen en un estado de demoníaca euforia durante varios días; es el mayor placer físico que conozco. De entre toda la partida solo vi a dos que fuesen mejores jinetes que yo, pero también sus monturas eran mejores. Esto realmente va a enderezar mi salud. Al menos veinte de los jinetes se cayeron, dos caballos resultaron heridos de gravedad, un zorro muerto (yo estuve presente en la muerte)… y ahora, feliz año a usted y a toda su familia y para el año de lucha de 1858».
Marx, no totalmente convencido de que todos esos alardes sirviesen para gran cosa, se preguntaba cómo podría obtener unos cuantos dólares de más de la Cyclopaedia mientras su coautor estaba saltando setos y zanjas. Debía mucho dinero, y los lobos hambrientos estaban de nuevo amenazando con echarle la casa abajo. «Intento evitar mencionarle el asunto porque lo último que querría es presionarle de manera que pueda resentirse su salud —indicaba con suavidad—. Sin embargo, a veces me parece que si se las pudiera apañar para hacer un poco cada dos días, le serviría como freno a sus juergas.»[21] Engels no aceptó: ¿cómo podía esperarse de él que leyera o escribiera cuando le estallaba y zumbaba la cabeza con visiones de una «quiebra general»? Marx lo entendió. A pesar de sus afirmaciones sobre la necesidad de ganarse la vida, también él estaba infectado por el melodramático espíritu del momento. Si el destino le había nombrado jefe teórico de la revolución, así debía ser. Fortificado por «simple limonada, por un lado, pero una inmensa cantidad de tabaco, por el otro[22]», se sentó en su estudio hasta las cuatro de la mañana todas las noches durante el largo invierno de 1857-1858, poniendo en orden sus estudios económicos «para al menos tener claros los esquemas antes del déluge».
El diluvio nunca llegó: aquellos oscuros nubarrones no significaron más que unos chaparrones dispersos. Pero Marx siguió construyendo su arca, seguro de que la inundación se produciría antes o después. Cuando la aritmética del colegio no era adecuada para las complejas fórmulas económicas, hizo un curso acelerado de álgebra. Tal como explicó, «por el bien del público es absolutamente imprescindible entrar en materia de forma concienzuda[23]». Ciertamente concienzuda: esos garabatos nocturnos ocuparon más de 800 páginas manuscritas. Permanecieron en el olvido hasta que el Instituto Marx-Engels de Moscú los sacó de los archivos en 1939, y solo estuvieron disponibles para el público en general gracias a la publicación de una edición alemana en 1953, titulada Grundrisse der Kritik der Politischen Oekonomie[*]. La primera traducción inglesa no apareció hasta 1971.
Los Grundrisse —como se les suele llamar en la actualidad— constituyen un volumen fragmentario y a veces incoherente, calificado por el propio Marx como un auténtico batiburrillo. Sin embargo, como eslabón perdido entre los Manuscritos económico-filosóficos (1844) y el primer volumen de El capital (1867), al menos disipa el error común de que hay una especie de «ruptura radical» entre el pensamiento del joven Marx y del Marx maduro. El vino puede madurar y mejorar en la botella, pero sigue siendo vino a pesar de todo. Hay unas extensas secciones dedicadas a la alienación, a la dialéctica y al significado del dinero que retoman la materia donde la había dejado en los Manuscritos de París, siendo la diferencia más llamativa que ahora funde la filosofía con la economía donde antes las trataba de forma sucesiva. (En palabras de Lassalle, era «un Hegel metido a economista, un Ricardo metido a socialista»). En el resto del libro, el análisis de la fuerza del trabajo y de la plusvalía anticipa su más completa exposición de estas teorías en El capital.
En la primera página propone que la producción material —«individuos que producen en sociedad»— ha de ser el fundamento de toda investigación seria de la historia de la economía. «El cazador o el pescador, solos y aislados, con lo que comienzan Smith y Ricardo, pertenecen a la imaginación desprovista de fantasía que produjeron los robinsones dieciochescos». Los humanos son animales sociales, y la creencia de que la «producción» empezó con unos pioneros solitarios que actuaban independientemente «no es menos absurda que la idea de un desarrollo del lenguaje sin individuos que vivan juntos y hablen entre sí». Los apartados de esta introducción —«Relación general entre la producción, la distribución y el consumo», «El método de la economía política», etc.— dan la impresión de que se trata de una obra rígidamente ordenada. Pero Marx nunca puede respetar un esquema durante mucho tiempo, y al poco ya está haciendo pintorescos excursos y digresiones. En sus notas sobre la relación entre la producción y el desarrollo general de la sociedad en un momento dado, de pronto se detiene para maravillarse del duradero atractivo de los artefactos culturales. ¿Por qué apreciamos aún el Partenón o la Odisea, incluso cuando la mitología de la que surgen nos es hoy totalmente ajena?
La idea de la naturaleza y de las relaciones sociales que está en la base de la fantasía griega, y, por tanto, del arte griego, ¿es posible con los self-actors, las locomotoras y el teléfono eléctrico? ¿A qué queda reducido Vulcano al lado de Roberts & Co., Júpiter al lado del pararrayos… la Ilíada con la prensa o directamente con la impresora? Los cantos y las leyendas, las Musas, ¿no desaparecen necesariamente ante la regla del tipógrafo y no se desvanecen de igual modo las condiciones necesarias para la poesía épica?
Evidentemente, no: Marx escribía esto solo unos pocos años después del nombramiento como poeta laureado de Alfred Tennyson, cuyo «Ulises» se había convertido en uno de los poemas más populares de la época. ¿Por qué, pues, la estética de la antigua Grecia seguía siendo no solo una fuente de placer, sino también el patrón o modelo al que muchos artistas y escritores victorianos también aspiraban?
Excelente pregunta, aunque la breve respuesta de Marx apenas le hace justicia. Aun cuando ningún hombre se puede convertir en niño, escribió, «¿no disfruta acaso de la ingenuidad de la infancia, y no debe aspirar a reproducir su verdad en un nivel más elevado, universal?». Análogamente, «¿por qué la infancia histórica de la humanidad, en el momento más bello de su desarrollo, no debería ejercer un encanto eterno, como una fase que no va a volver jamás?». Tal vez estuviera pensando cuando jugaba a pídola y a los caballitos con las niñas en Hampstead Heath: dentro de ese niño de treinta y nueve años, prematuramente deteriorado y desmoronado, había un adolescente haciendo señales desesperadas de querer salir. A veces, cuando contemplaba a los niños jugar, anhelaba poder dar volteretas para aclarar su mente de toda la mugre y el sufrimiento acumulados.
El mayor dolor de cabeza de todos era lo que llamaba «la mierda económica». Hacía mucho tiempo, en 1845, había afirmado que su tratado sobre economía política estaba casi acabado, y durante los siguientes trece años repetía y embellecía la mentira tan a menudo que las esperanzas de sus amigos subían hasta un grado excesivo. A juzgar por el tiempo empleado, pensaban, deberá de tratarse ciertamente de una obra maestra explosiva que habrá de disolver los edificios sin cimientos del capitalismo —las torres coronadas de nubes, los maravillosos palacios, los solemnes templos, el propio globo terráqueo— sin dejar piedra sobre piedra. En los informes regulares de Londres a Manchester se mantenía la pretensión de que progresaba estupendamente. «He demolido por completo la teoría del beneficio hasta ahora vigente», escribió triunfantemente a Engels en enero de 1858. En realidad, lo único que podía mostrar como resultado de tantos días en el Museo Británico, e incluso más noches en su escritorio, era una tambaleante pila de cuadernos impublicables, llenos de garabatos desordenados.
La llegada más tarde, ese mismo mes, del nuevo libro de Ferdinand Lassalle sobre la filosofía de Heráclito —un inmenso mamotreto en dos volúmenes— le hizo ser aún más consciente de su propia incapacidad para entregar lo prometido. ¿Cómo podía Lassalle, el autoproclamado líder del socialismo alemán, haber hallado tiempo para acabar un libro teórico tan importante? Marx apaciguaba su culpable conciencia menospreciando lo conseguido por Lassalle, asegurando a Engels que el libro sobre Heráclito era «un brebaje muy necio». Era verdad que hacía una extraordinaria exhibición de erudición, pero «siempre que se tenga tiempo y dinero y, como a Mr. Lassalle, le puedan llevar a uno a su antojo la Biblioteca de la Universidad de Bonn a su casa, es muy fácil juntar esa colección de citas. Se puede ver lo dandi que se cree… Una de cada dos palabras es un disparate, pero presentadas ambas con notable pretenciosidad[24]».
Lassalle era siete años más joven que Marx, y aunque tenían mucho en común —ambos eran judíos alemanes burgueses, destetados con Heine y Hegel, con debilidad por las mujeres de la aristocracia—, el contraste entre sus respectivas vidas era enormemente grande. Mientras aún era estudiante de filosofía, Lassalle había salido en defensa de la condesa Von Hatzfeldt, que estaba inmersa en un famoso juicio de divorcio. Parecía una heroína bastante insólita para la causa socialista, pero para este joven y ambicioso leguleyo su difícil situación era la demostración de la vileza depredadora de las clases altas. El conde había robado la dote de su mujer, y, ante la ley alemana de la época, ella no tenía apenas posibilidades de recobrarla. Lassalle se lanzó al caso sin pararse en sutilezas legales —sobornando testigos, robando documentos—, hasta que, después de diez años y decenas de pleitos, el agotado marido le entregó el botín. La parte que le correspondía a Lassalle le solucionó el resto de su vida: se instaló en una palaciega mansión en Berlín, decorada con los estilos más exóticos y caros; su palco en la ópera estaba junto al del rey, y no le iba a la zaga en cuanto a suntuosidad. Hasta Bismarck le rindió homenaje, sabiendo reconocer a un hombre tocado por el destino solo con verlo.
No sorprende que algunos de los trabajadores a los que Lassalle decía representar desconfiasen profundamente de sus intenciones, y se preocupasen por el aparente apoyo que Marx le prestaba. En la primavera de 1856, los comunistas de Düsseldorf enviaron un emisario a Londres, un tal Gustav Lewy, con la esperanza de convencer a Marx de que rompiera relaciones: durante toda una semana, Lewy obsequió a su anfitrión con los tejemanejes, el oportunismo y las ambiciones dictatoriales de Lassalle. «Él [Lassalle] parece verse a sí mismo de manera completamente diferente a como le vemos nosotros —escribió Marx a Engels inmediatamente después—. Todo el asunto causó una profunda impresión en mí y en Freiligrath, a pesar de mis prejuicios a favor de Lassalle y la desconfianza hacia los chismes de los trabajadores. Le dije a Lewy que, por supuesto, era imposible llegar a una conclusión apoyándome en el informe de una sola de las partes.»[25]
Era de lo más extraño que Marx le concediese a nadie el beneficio de la duda; pero es que Lassalle no era precisamente «nadie». Su audacia y entusiasmo habían causado una gran impresión en Marx en su primer encuentro, en Alemania, durante la revolución del 48, y aunque su amistad desde entonces había sido puramente epistolar, nada había oído que le hiciese cambiar de opinión. Tal vez era cierto, como advertía Lewy, que Lassalle era un tirano en potencia, un peligroso megalómano, perfectamente capaz de pisotear a los trabajadores y formar alianzas con el absolutismo prusiano en su febril búsqueda de poder; en tal caso, no obstante, él nunca lo había mencionado en sus cartas. Incluso en el cenit de su fama, Lassalle siguió siendo leal a su indigente amigo de Londres, alabando sus ideas, alentándole para continuar con su libro, enviándole de vez en cuando alguna donación. ¿Acaso había que renegar de un benefactor tan generoso solo por los cotilleos de los trabajadores? El único consejo de Marx a Lewy y a los comunistas de Düsseldorf era que «deberían seguir vigilándole, pero, de momento, tendrían que evitar cualquier disputa en público».
En la primavera de 1858 tuvo otra razón más para evitar «cualquier disputa en público», ya que ahora Lassalle le acababa de ofrecer conseguirle un contrato con un editor de Berlín, Franz Duncker (cuya mujer, casualmente, era amante de Lassalle). En tanto comentaba despectivamente el libro de Heráclito en su correspondencia privada con Engels, Marx enviaba un veredicto totalmente diferente al autor: «He estudiado detenidamente su Heráclito. Considero brillante su reconstrucción del sistema a partir de fragmentos dispersos, y tampoco he quedado menos impresionado por la perspicacia de sus argumentos… Me resulta incomprensible, dicho sea de paso, cómo encuentra tiempo, en medio del resto de sus trabajos, para haber aprendido tanta filología griega[26]». Después de presentar estos insinceros respetos, pasa a describir la estructura de su propia obra maestra.
La obra en la que estoy trabajando en la actualidad es una crítica de las categorías económicas, o, si prefiere, una exposición crítica del sistema de la economía burguesa… El conjunto está dividido en seis libros: 1. Sobre el capital (con unos cuantos capítulos introductorios). 2. Sobre la propiedad de la tierra. 3. Sobre el trabajo asalariado. 4. Sobre el Estado. 5. El comercio internacional. 6. El mercado mundial[27].
Marx pretendía que se publicase por entregas. El primer volumen —sobre el capital, la competencia y el crédito— estaría listo para enviar a la imprenta en mayo, al que seguiría un segundo en unos pocos meses, etcétera.
Se había marcado una serie de fechas estrictas; y como solía suceder cuando estaba presionado para entregar algo, su cuerpo se sublevaba. «He estado tan enfermo con mi maldita dolencia esta semana que soy incapaz de leer, escribir o hacer nada de nada —escribió a Engels el 2 de abril—. Mi indisposición es un desastre, pues no puedo empezar a trabajar en lo de Duncker hasta que mejore y mis dedos recuperen su vigor». Durante el resto del mes fue incapaz de trabajar en absoluto. «Nunca antes había sufrido un ataque tan violento de hígado, y por un tiempo temí que pudiera tratarse de una esclerosis del mismo… Siempre que me siento y escribo durante un par de horas, tengo que tumbarme a descansar un par de días».
Era un lamento familiar. «¡Cuán acostumbrados estamos a estas excusas para no terminar el trabajo! —comentó Engels muchos años después, al volver a leer algunas de las antiguas cartas de Marx—. Siempre que el estado de su salud le hacía imposible continuar, esta imposibilidad hacía presa intensamente en su mente, y estaba deseando encontrar alguna excusa teórica para explicar la razón de su incapacidad para terminar el trabajo.»[28] Esto deja suponer que era su salud la que le impedía trabajar, pero se podría pensar que causa y efecto estaban invertidos. Aunque los muchos achaques de Marx a lo largo de los años eran absolutamente reales, había sin duda una causa psicosomática. Como él mismo admitía, «mi enfermedad se origina siempre en la mente[29]».
En el verano de 1851, al empezar su columna habitual para The New York Daily Tribune, se sintió enfermo y le rogó a Engels que se hiciera cargo. Unos meses después, cuando se le pidió una colaboración para el periódico de Weydemeyer, Die Revolution, cayó en cama durante una semana. En el verano de 1857, cuando la falta de dinero le obligó a hacer trabajillos para la Cyclopaedia estadounidense, estuvo fuera de circulación durante tres semanas con problemas de hígado. Ahora que Lassalle y Duncker le pedían el manuscrito sobre economía, todo el que conociese a Marx hubiese adivinado la consecuencia. Jenny, sin ir más lejos, no se sorprendió lo más mínimo por su repentino ataque hepático. En abril de 1858, en un momento en que Marx estaba tan enfermo como para hallarse impedido de poder escribir una carta, ella le decía a Engels que «el empeoramiento de su salud es en gran medida achacable a la inquietud y agitación mental que ahora, por supuesto, tras la firma del contrato con el editor, es mayor que nunca, y va en aumento cada día, ya que le parece imposible concluirlo[30]». Poco después pasó una semana en Manchester, donde Engels le recetó su remedio favorito de equitación intensa. «Hoy, el Moro ha estado cabalgando durante dos horas —le revelaba Engels en un informe médico a Jenny Marx—, y se siente tan bien que se está entusiasmando con ello.»[31] Pero nada más regresar a su escritorio de Grafton Terrace, todas las viejas ansiedades retornaban de nuevo.
Marx solía ponerse tremendamente nervioso, siempre interrumpiendo el trabajo para buscar más pruebas, o paseando por el estudio mientras cavilaba cómo mejorar su argumentación. (Una franja de la alfombra entre la puerta y la ventana se había raído de tal modo que parecía un sendero en medio de un prado). Retrocediendo a agosto de 1846, cuando su «mierda económica» ya había sobrepasado el plazo de entrega a otro editor alemán, había explicado el retraso del siguiente modo: «Como hace tanto tiempo que no repaso el manuscrito del primer volumen de mi libro, casi terminado, no habré de publicarlo sin revisarlo de nuevo, tanto en su contenido como en el estilo. Ni que decir tiene que un escritor que trabaje de forma continua no puede, transcurridos seis meses, publicar palabra por palabra lo que ha escrito seis meses antes[32]». Muchos escritores conocen este síndrome: el miedo a dejar que el barco que uno ha construido se deslice por la rampa, la irresistible necesidad de darle otra mano de pintura o añadir unos cuantos remaches más. Durante ese verano de 1846 pensó que le llevaría unos cuatro meses dar los toques finales: «La versión revisada del primer volumen estará lista para su publicación a finales de noviembre. El segundo volumen, de carácter más histórico, le seguirá poco después».
Más de una década después, la gran arca de Marx aún estaba en dique seco. «Ahora, permítame decirle cómo va mi política económica —le escribió a Lassalle a finales de febrero de 1858—. De hecho, llevo trabajando algunos meses en sus partes finales. Pero logro avanzar muy poco porque en cuanto me dispongo a dar carpetazo a temas a los que he dedicado años de estudio, empiezan a revelarse nuevos aspectos que exigen ser reelaborados.»[33] En tanto que existiese una fuente que no hubiese consultado o un tratado que no hubiese leído —cosa que siempre sucedía—, no podía dar su trabajo por concluido.
Además, claro está, estaba su interminable lucha contra esos otros notorios enemigos de los compromisos: enfermedad, pobreza y tareas domésticas. Eleanor contrajo tos ferina; Jenny tenía «los nervios destrozados»; el carnicero, el prestamista y el vendedor a plazos reclamaban ruidosamente el pago. Como Marx bromeaba compungido: «Creo que nadie ha escrito sobre el “dinero” cuando anda tan escaso de él[34]». Atrapado en un cenagal de problemas, apenas escribió nada en todo el verano. A finales de septiembre dijo que el manuscrito estaría listo para su envío «en dos semanas», pero un mes después admitía que «pasarán semanas hasta que pueda enviarlo[35]». Todo parecía conspirar en su contra: la crisis económica mundial, tan jubilosamente esperada, se había desvanecido demasiado rápidamente, y el «malísimo humor» de Marx ante ese giro de los acontecimientos tuvo, previsiblemente, sus consecuencias físicas: «los más atroces dolores de muelas y terribles úlceras en toda la boca[36]».
A mediados de noviembre, seis meses después de expirar el plazo, el editor de Berlín empezó a preguntarse si el libro no sería más que una quimera. Con heroico descaro, Marx le explicó a Lassalle que el retraso «simplemente era señal de su empeño en darle [a Duncker] un material de la mejor calidad posible». ¿Cuál fue la explicación?
Estaba preocupado únicamente por la forma. Pero, para mí, el estilo de todo lo que escribía parecía impregnado de mis dolencias de hígado. Además, tengo un doble motivo para no permitir que esta obra se malogre por razones médicas:
1. Es el producto de quince años de investigación, es decir, los mejores años de mi vida.
2. En él, por vez primera, se hace una exposición científica de un importante aspecto de las relaciones sociales. Es por ello por lo que le debo al Partido que nada quede desfigurado por el tipo de estilo pesado y rígido propio de un desarreglo hepático…
Habré terminado en unas cuatro semanas, al haber comenzado ahora la redacción[37].
¡Comenzado ahora la redacción! Esto debió de suponer un verdadero mazazo para Lassalle y Duncker, a quienes les había dicho en febrero que el texto estaba en sus «últimas etapas». Con todo, si la obra era tan densa y profunda como afirmaba, sin duda la espera merecería la pena.
Al acercarse Navidad, la casa de Grafton Terrace parecía más angustiada que nunca. Jenny no tuvo tiempo de organizar fiestas para los niños, al estar ocupada por entero en copiar el manuscrito de Karl, cuando no estaba yendo y viniendo a la casa de empeño y respondiendo las apremiantes cartas de los acreedores que llegaban casi a diario. «Mi esposa tiene toda la razón cuando dice que, después de todos los sufrimientos que ha tenido que pasar, la revolución no hará sino empeorar las cosas otorgándole la “recompensa” de ver a todos los farsantes de aquí celebrar su victoria allí —comentaba Marx—. Las mujeres son así.»[38]
A finales de enero, el libro estaba listo para su envío; pero no tenía ni un penique para el franqueo ni para el seguro. Después de haber aflojado las dos libras necesarias, Engels fue recompensado con una horrenda y pasmosa confesión: «El manuscrito consta de unos doce pliegos [192 páginas] impresos (tres entregas) y, no se vaya a morir del susto, aunque se titula Capital en general, estas entregas aún no contienen nada sobre el tema del capital[39]». Engels podía haber sospechado que algo no marchaba bien: extrañamente, Marx no había querido enseñarle parte alguna de la obra mientras estaba escribiéndola. Aun así, era una penosa decepción tras los años que llevaba alardeando de ella. Montañas de trabajo habían alumbrado un ridículo ratón[*]. La mitad de este delgado volumen no era sino un resumen crítico de las teorías de otros economistas, y la única sección de verdadero interés era un prefacio autobiográfico en el que explicaba cómo había llegado a la conclusión de que «la anatomía de la sociedad civil está en la economía política», gracias a su lectura de Hegel y a sus trabajos periodísticos para la Rheinische Zeitung.
El resultado general a que llegué y que, una vez obtenido, sirvió de hilo conductor a mis estudios, puede resumirse así: en la producción social de su vida los hombres contraen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia[40].
En una determinada fase del desarrollo, estas «relaciones materiales» se hacen intolerablemente restrictivas, comenzando entonces una época de revolución social en la que toda la inmensa «superestructura» de la conciencia —legal, política, religiosa, estética— se funde con la misma rapidez que la nieve en una soleada mañana de invierno. Esto había sucedido en todos los anteriores modos de producción, desde el asiático al feudal y, sin duda, sería el destino de la moderna tiranía burguesa. Pero había una diferencia: «Las relaciones burguesas de producción son la última forma antagónica del proceso social de producción; antagónica no en el sentido de un antagonismo individual, sino en el de un antagonismo que proviene de las condiciones sociales de vida de los individuos. Pero las fuerzas productivas que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa brindan, al mismo tiempo, las condiciones materiales para la solución de este antagonismo. Con esta formación social se cierra, por tanto, la prehistoria de la sociedad humana».
Un «por tanto» bastante peculiar, podrían decir algunos. Estos pocos párrafos, por sí mismos, han originado toda una rama de la polémica política, en la que los filósofos marxistas discuten entre sí sobre el significado preciso de «base y superestructura», mientras que los escépticos se preguntan por qué el capitalismo victoriano habría de ser necesariamente la última forma de producción basada en el antagonismo de las clases antes de la creación de un nirvana comunista. ¿Acaso la sociedad burguesa no podría experimentar simplemente una mutación y convertirse en una versión más aguda y sutil de sí misma, con instrumentos de tortura más sofisticados y argumentos más persuasivos de su hegemonía?
La Contribución a la crítica de la economía política, como Marx la llamó, dio mucho que pensar, pero poco para satisfacer el hambre de sus admiradores. Al acercarse el día de su publicación hizo una magnífica campaña de promoción, declarando que el libro sería traducido y admirado en todo el mundo civilizado. Pero su cuerpo ya sabía lo que pasaba en esas ocasiones: a mediados de julio de 1859, poco después de que los ejemplares impresos llegasen a Londres, «me sobrevino una especie de cólera como consecuencia del calor y estuve vomitando de la mañana a la noche[41]». Algo previsible. La reacción de sus amigos, cuando al fin pusieron sus manos en su tanto tiempo prometida obra, fue de consternación. Wilhelm Liebknecht dijo que «jamás un libro le había defraudado tanto».
No se hicieron anuncios y pocas fueron las críticas: la explosiva bomba se había convertido en un simple petardo con la pólvora mojada. «Las secretas esperanzas que durante tanto tiempo habíamos albergado en relación con el libro de Karl se vinieron abajo por la conspiración de silencio de los alemanes —se quejaba Jenny a finales de año—, solo rota por un par de artículos en el folletín literario que se limitaban al prefacio y pasaban por alto el contenido del libro. Tal vez la segunda entrega pueda despertar a estos holgazanes de su letargo…»[42] Sí, sí, la segunda entrega, prevista para unos meses después de la primera, o al menos eso es lo que había prometido el autor. Ahora había modificado el calendario ligeramente, marcando un «límite definitivo» en diciembre de 1859 para la terminación de su tesis sobre el capital, que tan extrañamente había sido omitida de la Crítica. Los que conocían los hábitos de trabajo de Marx hubieran predicho que era muy poco probable que cumpliera sus planes; y, ciertamente, durante el año siguiente sus cuadernos de economía permanecieron cerrados sobre su mesa mientras se distraía en una espectacular e inútil disputa con Karl Vogt, catedrático de ciencias naturales de la Universidad de Berna.
Este absurdo interludio comenzó por un comentario casual del escritor radical Karl Blind, que compartió el estrado con Marx en un mitin antirruso organizado por los partidarios de Urquhart en mayo de 1859. Siempre que se juntaban dos o tres socialistas alemanes se podía apostar con garantías que pronto comenzarían a intercambiar chismes difamatorios contra los otros refugiados, y en esa ocasión a Blind se le ocurrió mencionar que Karl Vogt —un liberal que había sido miembro de la Asamblea de Frankfurt, y por aquel entonces exiliado en Suiza— estaba recibiendo pagos clandestinos por parte de Napoleón III.
Como Vogt había escrito recientemente un tratado político a favor de Bonaparte, Marx pensó que ese chisme tenía suficiente interés como para pasárselo al periodista Elard Biskamp, que cumplidamente lo publicó en su nuevo semanario para los refugiados de Londres, Das Volk. Mientras tanto, Blind escribió un panfleto anónimo en el que repetía la acusación, siendo esta reproducida en el Augsburger Allgemeine Zeitung, un respetable periódico alemán. Vogt, suponiendo equivocadamente que Marx era su autor, consiguió un mandato judicial por libelo contra el periódico, ante lo cual el responsable del revuelo, Blind, se puso muy nervioso y se negó a testificar, fingiendo que no tenía nada que ver con el panfleto. Aunque el caso fue rechazado por cuestiones de procedimiento, Vogt proclamó su victoria moral, ya que la defensa no había sido capaz de demostrar sus afirmaciones. (Unos años más tarde, unos documentos hallados en los archivos franceses demostraron que era verdad que Bonaparte le había estado pagando un estipendio secreto).
Ahí podrían haber quedado las cosas si Vogt no hubiese decidido regodearse con su éxito en un librito titulado Mein Prozess gegen die Allgemeine Zeitung («Mi pleito contra el Allgemeine Zeitung»), en el que acusaba a Marx de charlatán revolucionario que esquilmaba a los trabajadores mientras confraternizaba con la aristocracia. También le denunciaba como dirigente de una tal «Banda del Azufre» que chantajeaba a los comunistas alemanes amenazándoles con delatarlos si no pagaban su silencio. Entre las muchas páginas en las que apoyaba su denuncia, estaba una carta especialmente acusatoria de Gustav Techow, un exteniente de la campaña de Baden, que describía así una reunión de la Liga Comunista poco después de su llegada a Londres en 1850:
Primero bebimos oporto, luego burdeos tinto, y, después, champán. Después del vino tinto, él [Marx] estaba completamente borracho. Eso es exactamente lo que quería, porque estaría más locuaz de lo normal. Me quedaron claras muchas cosas que en caso contrario probablemente se hubiesen quedado en meras suposiciones. A pesar de su estado, Marx llevó la voz cantante en la conversación hasta el último momento.
Dio la impresión no solo de una extraña superioridad intelectual, sino también de una personalidad extraordinaria. Si hubiera tenido tanto corazón como inteligencia y tanto amor como odio, iría por él al fin del mundo aun cuando hubiese mostrado de vez en cuando su total desprecio por mí, que finalmente expresaría de forma totalmente directa. Él es el primero y el único de todos nosotros que pienso que tiene capacidad de liderazgo y de no perderse nunca en minucias cuando trata de asuntos importantes.
A la vista de nuestros propósitos, siento que a este hombre, con su gran inteligencia, le falta nobleza de espíritu. Estoy convencido de que la más peligrosa de las ambiciones personales ha acabado con todo lo bueno que había en él. Se ríe de los memos que recitan como loros su catecismo proletario, al igual que se ríe de los comunistas à la Willich y de la burguesía. A los únicos a los que respeta es a los aristócratas, a los verdaderos, que son muy conscientes de ello. Para expulsarlos del gobierno necesita una fuente de poder, que solo puede hallar en el proletariado. Por ello, él ha cortado su sistema a su medida. A pesar de todas sus afirmaciones en sentido contrario, y quizá por ello mismo, me he llevado la impresión de que la ambición de poder personal era el propósito de sus esfuerzos.
Engels y todos sus antiguos socios, a pesar de sus múltiples y excelentes cualidades, son muy inferiores a él, y si por un momento se atrevieran a olvidarlo, les pondría en su lugar con una falta de escrúpulos digna de un Napoleón[43].
Aunque algunos críticos modernos opinan que todo esto es «bastante creíble», como pensaba Karl Vogt, es una caricatura bastante emborronada. Es posible que Marx se sintiese excesivamente orgulloso de la nobleza de sangre de Jenny, pero no hay ninguna evidencia de que admirase a la aristocracia como clase. Bastante más respeto sentía hacia la burguesía, como demostró en el Manifiesto comunista, donde hace una lírica alabanza de los logros progresistas del capitalismo. El retrato de Engels como acobardado subordinado es risible. Con todo, la descripción del carácter dominante de Marx tenía suficientes visos de verosimilitud como para causar mucho daño.
El libro de Vogt se convirtió inmediatamente en un éxito de ventas en Alemania, pero era difícil encontrar ejemplares en Londres. Durante algunas semanas, Marx tuvo que basarse en lo que le dijeron sobre las «terribles difamaciones» y «absurdas calumnias» que había en sus páginas. «Ni que decir tiene —advertía a Engels— que le he ocultado todo el sórdido asunto a mi esposa». Sin embargo, ella lo averiguaría muy pronto. A finales de enero de 1860, el National-Zeitung de Berlín publicó dos largos artículos basados en las acusaciones de Vogt, confirmando la sospecha de Marx de que «él, evidentemente pretende representarme como un insignificante canalla y granuja burgués»; poco después inició un proceso por libelo contra el periódico. Cuando llegó el libro propiamente dicho, el 13 de febrero de 1860, dijo que era «nada más que basura, puras memeces».
Defender su honor hubiese resultado costoso. Solo los sellos le costaron varias libras, cuando envió decenas de cartas a sus antiguos amigos —a algunos de los cuales no había visto desde 1848— para que actuaran como testigos de su carácter. Tuvo que pagar una provisión de fondos de 15 táleros al abogado que contrató en Berlín, J. M. Weber, más un pago a «ese bastardo de Zimmerman», funcionario de la embajada austríaca que redactó el poder de pleitear de Weber. «De todo lo anterior podrá comprender —le dijo a Engels— que estoy sin un céntimo». Incluso le pidió prestada una libra al panadero, un gesto magníficamente paradójico en un hombre que pretendía refutar la difamación de que sacaba dinero a los trabajadores.
El pleito de Berlín no le hubiera costado nada si, en lugar de emprender acciones particulares por libelo, hubiese utilizado los servicios del Fiscal Público Real Prusiano, pero dudaba de que ese honorable caballero «mostrase un especial celo en defender el honor de mi nombre». Efectivamente: sin que Marx lo supiera, su abogado intentó ese procedimiento y se le informó que el caso no era del interés público. Lo intentó de nuevo por la vía civil, pero también fue rechazado (5 de junio de 1860) al decidir el tribunal que los artículos del National-Zeitung «no exceden los límites de una legítima crítica» y no tenían «intención de insultar». («Como aquel turco que le cortó la cabeza a un griego, pero sin pretender causarle mal», masculló Marx).
Perfecto: habría de encontrar otra forma de vengarse. La única sorpresa es que no desafiase a Vogt a un duelo: tal vez el coste del pasaje a Suiza le disuadió, o quizá sintiese el peso de los años. Se encerró en su estudio y redactó una enérgica respuesta que, en extensión y en violencia, sobrepasaba en mucho al panfleto original al que supuestamente respondía. «Ojo por ojo y diente por diente; ¡las represalias son las que mueven el mundo!», murmuraba jubilosamente mientras daba rienda suelta a su sarcasmo en más de 300 páginas. Tan pronto Vogt era un Cicerón de saldo cuando no un Falstaff sin sentido del humor. Era un bufón, un charlatán, un don nadie de sudorosas manos, un perro amaestrado. La mayoría de las veces, sin embargo, se le calificaba de mofeta, «que solo tiene un sistema para defenderse en momentos de peligro extremo: su desagradable olor».
A todo aquel que hubiese ayudado o secundado jamás al terrible Vogt, se le daba el mismo tratamiento. Varios cubos de hirvientes insultos fueron vertidos sobre un periódico londinense que había reproducido los artículos del National-Zeitung:
Por medio de una secreta red de túneles, todas las cloacas de Londres evacuan sus propias inmundicias físicas en el Támesis. Del mismo modo, el capital del mundo va escupiendo diariamente, mediante un sistema de plumas de ganso, toda su inmundicia social en una gran cloaca central de papel, el Daily Telegraph… Sobre el portón que conduce a aquella cloaca de papel están escritas en color oscuro las palabras: «Hic quisquam faxit oletum!», o, como Byron ha traducido poéticamente, «¡Caminante, párate y mea…!»[44].
Cuando Marx estaba de este talante no había quien le detuviese; una verdadera lástima. A Joseph Moses Levy, director del Daily Telegraph, le dedicaba muchas páginas de torpes insultos antisemíticos por haber cambiado la forma de escribir su apellido, «Levi».
Levy quiere por fuerza [pertenecer a la raza] anglosajona. Por ello ataca, al menos una vez cada mes, la política poco inglesa del señor Disraeli, pues Disraeli, el «misterioso asiático», no es, como el Telegraph, de raza anglosajona. Pero ¿de qué le sirve a Levy atacar a Disraeli y escribir «y» por «i», cuando la madre naturaleza le ha escrito su árbol genealógico en medio del rostro con los más secretos caracteres góticos? La nariz del misterioso extranjero de Slawkenbergius (véase Tristram Shandy) que se había procurado la más fina nariz de entre un montón de narices, no alimentaba sino el chisme de Estrasburgo, mientras que la nariz de Levy alienta el chisme anual de la City de Londres… De hecho, el arte mayor de la nariz de Levy consiste en amancebarse con pútridos olores, descubrirlos a cien millas de distancia y sacarlos a la luz. Así, la nariz de Levy sirve al Daily Telegraph de trompa de elefante, de tentáculo, de faro y de telégrafo.
Tiene gracia que diga esto alguien cuyos rabínicos antepasados también se llamaban Levi, nombre que abandonaron sencillamente para asimilarse dentro de la sociedad prusiana.
Ningún editor de Alemania quiso tener nada que ver con el libro, por lo que Marx hizo imprimir su Herr Vogt en Londres, tras una colecta para cubrir los costes de impresión: Lassalle y la condesa Von Hatzfeldt dieron 12 libras; otras 12 procedían del comerciante de vinos Sigismund Borkheim, un antiguo aliado del levantamiento del 48; Engels envió 5 libras. Todo el que lea hoy el libro pensará que estas bienintencionadas personas podían haber hecho un servicio más útil si le hubiesen disuadido de haber perdido tanto tiempo en esa tontería; pero, aparentemente, la locura era contagiosa. Engels alabó Herr Vogt como «la mejor obra polémica jamás escrita», superior incluso a El dieciocho de brumario de Luis Bonaparte; Jenny, que transcribió el manuscrito, opinaba de él que era una fuente de «interminable regocijo y placer». Como de costumbre, Marx pretendía causar sensación y convertirse en tema exclusivo de conversación en toda Alemania o en toda Europa; como de costumbre, quedó defraudado. Herr Vogt apareció el 1 de diciembre de 1860 con tan poco entusiasmo o alabanzas como la Economía crítica.
Se consoló a sí mismo a la manera tradicional. «Una circunstancia que ha sido de gran ayuda para mí fue tener un gran dolor de muelas —escribió a Engels la misma semana de la publicación—. Anteayer me sacaron una muela. Al extraerme la raíz este individuo (Gabriel se llama), tras causarme gran dolor físico, dejó dentro una astilla. Por esa razón tengo toda la cara dolorida e hinchada, y la garganta medio cerrada. Esta presión física contribuye en gran parte a la anulación del pensamiento, y, por tanto, al poder de abstracción, pues, como dice Hegel, el pensamiento puro, el ser puro o la nada es exactamente la misma cosa.»[45]
Esta anestesia mental era más necesaria que nunca; además de su decepción por el fracaso de Herr Vogt, quería mitigar su dolor por la salud de su mujer, que había contraído la viruela dos semanas antes. Mientras Karl y Helene cuidaban a la inválida, las niñas se fueron a casa de los Liebknecht durante un mes, aunque a veces volvían para quedarse tristemente fuera de la casa para que al menos su madre pudiese verlas por la ventana desde la cama. «Las pobres niñas están muy asustadas», le dijo Marx a Engels. El médico, el doctor Allen, dijo que si Jenny no se hubiese vacunado dos veces, no podría haber resistido la enfermedad. El propio relato de Jenny en una carta a Louise Weydemeyer confirma que se trató de algo fulminante:
Cada hora que pasaba me ponía peor, adquiriendo la viruela enormes proporciones. Mi sufrimiento era grande, muy grande. Terribles dolores en la cara, como si me ardiera, imposibilidad de dormir, y una gran ansiedad en relación con Karl, que estaba cuidando de mí con todo el cariño del mundo, y por último la pérdida de todas mis facultades externas, mientras que mi facultad interna —la conciencia— permaneció despejada en todo momento. Todo el tiempo estuve echada junto a una ventana abierta para que me diera el frío aire de noviembre. Y mientras tanto el fuego del infierno en la chimenea, y hielo en los labios, que me ardían, entre los cuales de vez en cuando me echaban un poco de vino. Apenas podía tragar, cada vez podía oír menos y, finalmente, mis ojos se cerraron y no sabía si acaso no permanecería envuelta en la noche eterna[46].
Cuando por fin permitieron a las niñas regresar a casa, el día de Nochebuena, lloraron al ver a su querida madre. Cinco semanas antes era una mujer de cuarenta y seis años bien conservada, sin canas, que «no tenía demasiado mal aspecto entre mis florecientes hijas». Ahora su cara estaba desfigurada por las cicatrices y por un color rojo amoratado oscuro. Se veía a sí misma como un rinoceronte o hipopótamo «que estaría mejor en un parque zoológico que en las filas de la raza blanca». Mientras tanto, su marido, preocupado y exhausto, volvía a sufrir dolores de hígado; además, estaba el problema de cómo pagar las abultadas cuentas de los médicos, sobre todo porque no había podido trabajar durante más de un mes. El único placer de aquella terrible Navidad fueron unas botellas de oporto que les regaló Engels, que para Jenny resultaron ser una medicina de lo más eficaz. Pero incluso ese estimulante le fue negado a Karl, cuyo médico le había impuesto una estricta dieta de limonada y aceite de ricino. «Tengo los tormentos de Job —se quejaba—, aunque no sea tan temeroso de Dios.»[47]
Según todas las leyes de la aerodinámica, el abejorro no debería ser capaz de volar. Marx tenía un talento similar para desafiar la gravedad: cuando parecía que sucumbiría bajo el peso de sus males, llegaron noticias de Alemania que le permitieron mantenerse en el aire. El 12 de enero de 1861, el nuevo rey de Prusia, Guillermo I, celebró su coronación declarando una amnistía para los refugiados políticos, haciendo surgir esperanzas de que Marx pudiese recuperar su nacionalidad, perdida hacía tanto tiempo; una semana después, Lassalle propuso que Marx y Engels regresaran a Alemania para publicar un nuevo «órgano del partido» inspirado en la Neue Rheinische Zeitung.
Aunque Marx no tenía fe en el proyecto, pensando que «la marea en Alemania no había subido lo suficiente como para que nuestro barco navegue», sí le tentó la idea, sobre todo cuando supo que el periódico contaría con el respaldo de 300 000 táleros de la fortuna de la condesa Von Hatzfeldt. Ahora que The New York Daily Tribune le había abandonado más o menos a causa de la guerra civil de Estados Unidos, necesitaba ingresos más desesperadamente que nunca. Al menos, la propuesta de Lassalle justificaba hacer un reconocimiento del terreno. Viajando con pasaporte falso y dinero prestado por Lassalle, partió hacia Alemania a finales de febrero, haciendo escala en Zaltbommel, Holanda, donde consiguió sacarle 160 libras a su acaudalado tío Lion Philips como adelanto de la herencia del testamento de Henriette Marx, cuando la vieja avara pasase a mejor vida.
Lassalle y la condesa trataron a Marx a cuerpo de rey durante su mes de estancia en Berlín, mostrando así cuán poco comprendían su carácter, pues lo último que querría un antimonárquico sería ser tratado como un rey. Una noche le llevaron a ver una nueva comedia, llena de exaltación prusiana, que le resultó repugnante. La noche siguiente asistió al teatro de la ópera, obligado a soportar tres horas de ballet («mortalmente aburrido»), sentado en un palco privado a escasos metros del rey Guillermo en persona. En una cena en su honor, a la que asistió un enjambre de personalidades berlinesas, a Marx lo colocaron al lado de Ludmilla Assing («la criatura más fea que he visto en mi vida»), editora literaria, que flirteó con él durante toda la cena: «Siempre sonriendo, siempre hablando en prosa poética, intentando constantemente decir algo extraordinario, simulando un falso entusiasmo y escupiendo perdigones a su interlocutor durante los trances de sus éxtasis[48]».
Al cabo de un mes de la insoportable hospitalidad de Lassalle, Marx se moría de aburrimiento. «Me tratan como si fuera un gran personaje y me veo obligado a ver a muchos sabihondos profesionales, masculinos y femeninos —escribió al poeta alemán Carl Siebel, amigo de Engels—. Es horroroso». La única razón para prolongar esta prueba era que aún estaba aguardando una decisión sobre su solicitud de nacionalidad, que Lassalle en persona había entregado al jefe de la policía prusiana. La respuesta llegó en abril. Como Marx había renunciado voluntariamente a sus derechos de ciudadano prusiano en 1845, el Comité de la Policía «solo le puede considerar a usted como extranjero». Por tanto, no se le podía aplicar la amnistía real.
La condesa le rogó que se quedase para asistir aún a más cenas y divertissements. «¿Así es como agradece la amistad que le hemos ofrecido —le reprendía—, dejando Berlín en cuanto sus negocios se lo permiten?». Pero no podía permanecer ni un minuto más en ese lugar: la abundancia de hombres uniformados y apasionados intelectuales le hacían sentirse profundamente incómodo. Alemania, decidió, era un país hermoso únicamente si no se estaba obligado a vivir en él. «Si fuese libre y si, además, no me preocupase algo que ustedes llaman “conciencia política”, jamás saldría de Inglaterra para ir a Alemania, y menos aún a Prusia, y menos que nada a ese espantoso Berlín.»[49] También Jenny se oponía con vehemencia a más traslados. Durante la ausencia de Marx confesó a Engels que «personalmente no añoro la patria, la “querida”, amada y fiel Alemania, la mater dolorosa de los poetas; y en lo que respecta a las niñas, la idea de dejar el país de su queridísimo Shakespeare les horroriza; se han hecho inglesas hasta la médula y se agarran como lapas a la tierra de Inglaterra[50]». Además, no sentía deseo alguno de ver a sus pequeñas caer bajo la influencia del mareante y dorado «círculo de los Hatzfeldt».
Marx, personalmente, sentía bastante aprecio por la condesa, «una señora muy distinguida, sin pretensiones intelectuales, pero de gran inteligencia natural, gran vivacidad, muy interesada en el movimiento revolucionario y de una aristocrática falta de prejuicios muy superior a las pedantes muecas de las “mujeres listas” profesionales[51]», aun cuando se ponía demasiado maquillaje para esconder los estragos de la edad. Para él, el argumento más contundente para no ponerse a trabajar en Berlín era que no estaba dispuesto a ser colega o vecino de Ferdinand Lassalle. En más de una década de continua correspondencia, de alguna manera no había conseguido detectar la vanidad, la pomposidad y la incipiente megalomanía de este personaje, pero después de un mes bajo el mismo techo entendió por qué los comunistas de Düsseldorf habían tratado de apercibirle. En las cartas a Engels, a Lassalle se le llama ahora «Lázaro», «barón Izzy» o «el Negro Judío». Este último epíteto comenzó como una especie de broma; si bien Lassalle era de piel morena —como el propio Marx—, no tenía antepasados negros. Pero Marx repetía la broma con tanta frecuencia que llegó a creer en su veracidad: «Ahora me resulta perfectamente claro (como también lo demuestra la forma de su cabeza y su tipo de pelo) que desciende de los negros que acompañaban a Moisés en su salida de Egipto, a no ser que su madre o su abuela materna se hubiesen cruzado con un negro —escribió—. Ahora, esta mezcla de judezno y alemán, por un lado, y linaje negroide por otro, da lugar inevitablemente a un producto peculiar. La inoportunidad del individuo también es cosa de negros[52]». Al igual que con los comentarios sobre la asombrosa nariz de Mr. Levy, director del Daily Telegraph, debemos suponer que en la época el chiste tuviese gracia.
El viaje a Alemania no fue completamente huero: antes de salir del país, Marx pasó dos días en Tréveris con su madre, que recompensó este extraño gesto de amor filial perdonándole varias de sus antiguas deudas. De esta forma, el 29 de abril regresó a Londres con 160 libras en efectivo de su tío Lion y un puñado de pagarés cancelados. A pesar de todo, a mediados de junio estaba sableando de nuevo a Engels. «El hecho de que ya me haya gastado lo que traje no le sorprenderá —escribió—, pues, además de las deudas ocasionadas por el viaje, no ha entrado nada durante casi cuatro meses, mientras que solo el colegio y el médico se han comido casi 40 libras.»[53] Pronto volvió a la rutina de subterfugios y medidas de emergencia. Siempre que el casero iba a cobrar la renta, Jenny le despedía con las manos vacías, explicándole que Karl estaba fuera en viaje de negocios, mientras en realidad estaba agazapado en su despacho del primer piso. Cada vez más objetos de la casa fueron llevados a la casa de empeño, incluida la ropa de los niños, «hasta sus botas y zapatos». Durante el invierno de 1861-1862, Jennychen estuvo todo el tiempo enferma: Marx dedujo que a los diecisiete años ella «ya es suficientemente mayor para sentir todo el peso y el estigma de nuestras circunstancias, y pienso que esa es una de las principales causas de su indisposición física». Engels envió inmediatamente su remedio patentado contra la «sangre débil» —ocho botellas de burdeos, cuatro de vino del Rin y dos de jerez— que le levantaron el ánimo, pero que poco hicieron por su débil y escuálido cuerpo.
El ambiente en el hogar de los Marx se hizo aún más triste en el verano de 1862, mientras Londres festejaba la segunda Gran Exposición, un ostentoso alarde de orgullo victoriano. «Todos los días mi esposa dice que desearía que ella y los niños estuvieran en la paz de sus tumbas, y no la culpo por ello porque las humillaciones, los tormentos y los sobresaltos que hay que padecer en esta situación son de verdad indescriptibles —escribía Marx—. Siento aún más por los pobres niños que todo esto suceda durante la Exposición, cuando sus amigos se están divirtiendo, en tanto ellos viven asustados no sea que alguien entre y les vea y se dé cuenta de lo terrible de su situación… Nadie viene a verme, y me alegro.»[54]
Se había precipitado al decir eso. Tres semanas después apareció en su puerta el mismísimo «barón Izzi», Lassalle, que estaba en la ciudad para examinar las maravillas industriales que se exponían en Hyde Park. Fue un momento inoportuno a más no poder, pero Marx se creyó obligado a hacer algo a cambio de la hospitalidad que había aceptado —si no disfrutado— en Berlín el año anterior. Todo aquello que no estuviese clavado o fuese imposible de transportar fue llevado al prestamista, y durante las siguientes tres semanas Lassalle desempeñó el papel de invitado del infierno, comiendo y bebiendo con glotonería mientras peroraba sobre su ilimitado talento y ambición. Aunque sabía que los ingresos de Marx procedentes de The New York Daily Tribune se habían extinguido, Lassalle pareció asombrosamente insensible ante las dificultades que estaba atravesando la familia: alardeaba de haber perdido 100 libras jugando a la Bolsa, como si nada, y gastaba más de una libra diaria en coches de alquiler o en cigarros, sin ofrecer ni un céntimo a sus anfitriones. Por el contrario, tuvo la insolencia de preguntar a Karl y a Jenny si les importaría ceder una de sus adolescentes hijas a la Hatzfeldt como «compañía», o, lo que es lo mismo, como sirvienta de lujo.
«El individuo me ha hecho perder el tiempo —observaba Marx durante la tercera semana de ese calvario— y, lo que es peor, el muy imbécil opinó que como no estaba metido ahora en ningún “asunto”, sino simplemente en “trabajos teóricos”, no estaría mal que ¡matásemos el tiempo juntos!». Toda la familia tuvo que acompañar a Lassalle en sus recorridos turísticos por Londres —y más lejos aún, hasta Windsor y Virginia Water— mientras escuchaban sus interminables monólogos de autocomplacencia. Mientras observaba la piedra de Rosetta en el Museo Británico, se volvió hacia Marx y le preguntó: «¿Qué piensa? ¿Debería dedicar seis meses a hacer mi contribución a la egiptología?». Si Marx no hubiese estado tan furioso por la forma en que «este advenedizo hacía ostentación de su dinero», tal vez se hubiese divertido más. «Desde que le vi por última vez, hace un año, se ha vuelto completamente loco —le dijo a Engels—. Ahora es sin lugar a dudas no solo el mayor erudito, el pensador más profundo, el más brillante hombre de ciencia, etc., sino además donjuán y un revolucionario cardenal Richelieu en la misma persona. ¡Añadamos a esto el incesante parloteo en una aguda voz de falsete, los gestos antiestéticos e histriónicos, el tono dogmático!»[55] Un día Lassalle desveló el «profundo secreto» de que los libertadores italianos, Mazzini y Garibaldi, al igual que el gobierno de Prusia, eran peones dirigidos por su propia mano. Incapaces de contenerse, Karl y Jenny empezaron a tomarle el pelo sobre estas fantasías napoleónicas, ante lo cual el Mesías alemán se enfadó, gritando que Marx era demasiado «abstracto» como para comprender la realidad de la política. Después de que Lassalle se fuese a la cama, Marx desapareció en su despacho para escribir otra carta a Engels burlándose de sus características «negroides».
En el relato de Jenny de la invasión de Lassalle hay menos rencor y más sentido del humor:
Casi se veía aplastado por el peso de la fama que había adquirido como erudito, pensador, poeta y político. La corona de laurel aún estaba fresca en su frente olímpica y sobre su cabeza de ambrosía o, más bien, sobre su rígido y erizado pelo de negro. Acababa de concluir victorioso la campaña italiana —un nuevo golpe de Estado estaba siendo diseñado por los grandes hombres de acción— y en su alma se estaban desarrollando feroces batallas. ¡Había aún campos de la ciencia que no había explorado! La egiptología estaba en mantillas: «¿Debería sorprender al mundo como egiptólogo o demostrar mi versatilidad como hombre de acción, como político, como luchador o militar?». Era un magnífico dilema. Titubeaba entre los pensamientos y los sentimientos de su corazón y a menudo expresaba esa lucha en un tono verdaderamente estentóreo. Como llevado por el viento recorría nuestras habitaciones, perorando en voz tan alta, gesticulando y elevando su voz de tal forma que nuestros vecinos estaban asustados por el terrible vocerío y preguntaban si pasaba algo. Era la lucha interior del «gran» hombre explotando en estridentes disonancias[56].
Solo al partir, el 4 de agosto, Lassalle se dio cuenta de los apuros de los Marx, como no podía ser por menos, ya que el casero y un pelotón de acreedores habían elegido ese momento para aporrear la puerta principal, amenazando a voz en grito con mandar llamar a los alguaciles. Incluso entonces su generosidad fue bastante escasa. Ofreció a Marx 15 libras, pero únicamente como préstamo a corto plazo y solo con la promesa de Engels de que él lo garantizaba.
Durante los dos meses siguientes, Lassalle hizo tanto ruido de esta transacción sin importancia —insistiendo en «garantías escritas» por parte de Engels, discutiendo la fecha de devolución— que Marx se arrepintió de haber aceptado el dinero. Tras un airado intercambio de cartas, sin embargo, ofreció una especie de disculpa. «¿Acaso va a haber un distanciamiento entre nosotros a causa de esto?… Confío en que, a pesar de todo, nuestra relación no se vea afectada.»[57] Era un hombre sentado en un barril de pólvora, un desgraciado desesperado que lo que más desearía sería volarse la tapa de los sesos: ¿acaso no era esta suficiente excusa para su irreflexiva ingratitud?
Lassalle jamás contestó. Aunque él achacaba a «razones financieras» el final de su amistad, las diferencias políticas de ambos hubieran causado la ruptura no mucho después. Lassalle tenía un inveterado respeto hegeliano por el poder del Estado prusiano, y entonces abogaba por la cooperación entre la antigua clase dirigente de los Junker (representada por Bismarck) y el nuevo proletariado industrial (representado, naturalmente, por él) para frustrar las aspiraciones políticas de la burguesía liberal en ascenso. En junio de 1863, dos semanas después de la fundación de la Asociación General de los Trabajadores Alemanes, Lassalle escribió al Canciller de Hierro alardeando del poder absoluto que tenía sobre sus miembros, «¡que quizá tenga que envidiarme! Pero este cuadro en miniatura le convencerá plenamente de la certeza de que la clase obrera se siente inclinada instintivamente por la dictadura si se la convence debidamente de que será ejercida en su propio interés; y cuánta inclinación sentirá, como recientemente le comuniqué a usted, a pesar de todos los sentimientos republicanos —o tal vez por eso mismo—, por ver en la Corona al portador natural de la dictadura social, en contraste con el egoísmo de la sociedad burguesa[58]». (Esta carta desmiente lo afirmado por uno de los biógrafos de Marx, Fritz J. Raddatz, acerca de que «la famosa “conspiración” con Bismarck nunca tuvo lugar»). Lo que necesitaban los trabajadores no era una monarquía creada por la burguesía, como la de Luis Felipe en Francia, sino «una monarquía tal como fue amasada originalmente, apoyada en la empuñadura de la espada…».
Uno se pregunta si el rey de Prusia se hubiese sentido halagado por esta extraña imagen de panadería y ruido de sables. Probablemente, no: a pesar de esta efusión de lealtad, Lassalle en realidad tenía en mente un triunvirato de gobierno formado por el rey Guillermo, Bismarck y él mismo, y tan pronto como a la clase media se la hubiese puesto en su lugar ya no seguiría requiriendo a sus dos socios. Su plan de dictadura, que ha sido calificado con justicia de «cesarismo social», era anatema para Marx, más irritante aún porque su retórica incluía muchos «descarados plagios» del Manifiesto comunista, al que Lassalle añadió sus adornos reaccionarios en su propio beneficio. Él era el maestro, el redentor, el héroe a caballo. Ya a la edad de veinte años, en un Manifiesto de guerra contra el mundo, su melodramático egoísmo era incontenible: «Todos los medios son parecidos para mí; nada hay tan sagrado como para evitarlo; y me he ganado el derecho del tigre, el derecho de desgarrar por completo… En tanto tenga poder sobre la mente de una persona, abusaré de ello sin piedad… De la cabeza a los pies no soy sino voluntad». De no haber existido, Nietzsche hubiera tenido que inventarlo.
Ese fue el espíritu con el que vivió, y murió. En 1864, Lassalle se enamoró perdidamente de una joven beldad de cabellos tizianescos, llamada Helene von Dönniges, que estaba prometida a un tal Janko von Rakowitz, un príncipe valaco. El agraviado prometido desafió al superhéroe a un duelo y le disparó fatalmente en el estómago. Parece ser que Lassalle ni siquiera levantó su pistola, sino que sonrió enigmáticamente cuando su rival le apuntó. ¿Había llegado a pensar en su propia invencibilidad? ¿O acaso había decidido que una romántica y prematura muerte le aseguraría la inmortal fama? Todo estuvo rodeado de un gran misterio. Como comentó Engels: «Esas cosas solo podían ocurrirle a Lassalle, con su extraña y originalísima mixtura de frivolidad y sentimentalismo, de judío y de caballero[59]». La noticia perturbó a Marx más de lo que hubiese podido suponer. A pesar de todo, Lassalle era «enemigo de nuestros enemigos», miembro de la vieja guardia del cuarenta y ocho. «Bien sabe Dios que nuestras filas se van vaciando constantemente, y que no hay refuerzos a la vista.»[60] A la condesa Von Hatzfeldt le ofreció el consuelo de que al menos «murió joven, en un momento de triunfo, como un Aquiles[61]».
Este fue un generoso homenaje dadas las circunstancias. Dos años antes, Marx casi se arruina agasajando a Lassalle en Grafton Terrace; como agradecimiento había recibido irritabilidad, desconfianza y, en última instancia, silencio. A partir de la visita —y en parte por su causa, sospechaba Marx—, la economía familiar había ido de mal en peor. En agosto de 1862, pocos días después de que Lassalle se marchase de Londres, Marx viajó a Zaltbommel con la esperanza de conseguir otro préstamo de Lion Philips, pero se encontró con que su tío estaba de viaje. Luego fue a Tréveris, pero su madre se negó a darle nada. Por Navidad, Jenny Marx intentó utilizar todo su poder de persuasión con Monsieur Abarbanel, un banquero francés conocido suyo, con resultados aún más desastrosos. El ferry en el que viajaba a Boulogne casi naufraga en un temporal; el tren que la llevaba a la casa de Abarbanel llevaba dos horas de retraso; cuando por fin llegó, resultó que el banquero había quedado paralizado por un derrame cerebral que le tenía inválido en cama. Cuando regresó a Londres, con las manos vacías, aún le ocurrieron más desgracias: el autobús en que viajaba volcó, y luego el coche de caballos chocó contra otro vehículo, perdiendo una rueda. Después de arreglárselas para llegar a pie a Grafton Terrace, acompañada de dos chiquillos que le llevaban el equipaje, supo que Marianne Creuz, la hermanastra de Helene Demuth, había muerto de un ataque al corazón dos horas antes. Es posible imaginar la escena: una sirvienta muerta en la sala, otra gimiendo de pena, la señora de la casa salpicada de barro y exhausta, y el señor de la casa preguntándose dónde podría encontrar 7 libras y 10 peniques para pagar el entierro. Marx se permitió una lóbrega sonrisa ante esta escena tragicómica: «Magnífico espectáculo navideño para los pobres niños[62]».
Con todo y eso, por una vez el grotesco infortunio no tuvo el habitual efecto debilitador de su salud o de su productividad. Las mofas de Lassalle hacia la «teoría» habían sido la aguijada que necesitaba para terminar el libro tan catastróficamente interrumpido por su trifulca con Vogt. «¡Si tan solo supiera cómo empezar algún negocio!, —escribió a Engels en uno de sus momentos bajos poco después del viaje de Lassalle a Londres—. Toda teoría, querido amigo, es gris, y solo los negocios verdean. Desgraciadamente, me he dado cuenta de ello demasiado tarde.»[63] Fue hacia esta época cuando Marx solicitó un trabajo administrativo en los ferrocarriles, siendo rechazado por su mala letra. No importaba: todavía podía hacer buen uso de su pluma, siempre y cuando Jenny estuviese allí para transcribir los garabatos en algo que el cajista pudiese reconocer. Entre algunos encargos periodísticos que le distrajeron, empezó a escribir la siguiente entrega de su economía crítica.
«Es una circunstancia curiosa y no exenta de significado que el país en el que Karl Marx es menos conocido sea aquel en el que ha vivido y trabajado durante los últimos treinta años —comentaba el economista John Rae en la Contemporary Review, de octubre de 1881, dos años antes de la muerte de Marx—. Su palabra se ha difundido a todo el mundo e inspirado en algunos lugares unos ecos que los gobiernos ni quieren dejar vivir ni morir; pero aquí, donde ha sido pronunciada, su sonido apenas se ha oído.»[64] Cuando Engels envió un análisis pormenorizado de El capital a la liberal Fortnightly Review en 1869, el consejo editorial lo devolvió con una breve nota en la que argumentaba que era «demasiado científico para el lector de revistas inglés[65]». Pocos años más tarde, en una conferencia pronunciada por un economista inglés sobre la «armonía de intereses», un socialista del público cuestionó la alegre suposición de que todas las clases sociales tenían los mismos intereses, apoyando su escepticismo con citas de El capital. «No conozco dicha obra», contestó el orador.
Casi ninguna de las obras más importantes de Marx fue traducida al inglés en vida del autor, y la excepción más importante, el Manifiesto comunista, solo llegó a manos de los cartistas que estaban suscritos al Red Republican de George Julian Harney en noviembre de 1850. Diez meses después, sin embargo, apareció tardíamente en The Times, que se apresuró a advertir a sus lectores en cuanto a «las publicaciones baratas que contienen las más disparatadas y anárquicas doctrinas… en las que se tergiversa y se hace burla de la religión y de la moralidad, y se ataca abiertamente toda norma de conducta que la experiencia ha sancionado, y de la que depende la existencia misma de la sociedad[66]». Tras ello se publicaron dos fragmentos del Manifiesto, aunque sin citar la procedencia, ya que The Times «no quería darles publicidad citando a sus autores o las obras en cuestión». El político tory John Wilson Croker intentó prolongar el «peligro rojo» escribiendo una macabra denuncia de la «literatura revolucionaria» (con las mismas citas del Manifiesto) en la Quarterly Review de septiembre de 1851. Pero no hubo nadie más dispuesto a publicarlo. El Manifiesto comunista desapareció de la vista en Inglaterra hasta que Samuel Moore publicó su nueva traducción en 1888, cinco años después de la muerte del autor.
John Rae puede juzgar «curioso» que los ingleses prestaran tan poca atención a la presencia de este viejo topo que socavaba sus galerías en el propio corazón de Londres, pero en realidad era algo totalmente razonable. ¿Cómo podían haber oído algo acerca de él? Tras la ruptura con el radical Harney y con el chalado de Urquhart, Marx perdió sus líneas de comunicación con los trabajadores e intelectuales ingleses. Los trabajos periodísticos con los que mantuvo a su familia durante los años cincuenta aparecían en The New York Daily Tribune. Para el público británico era prácticamente invisible, pasando sus días en el museo y las noches en compañía de sus paisanos alemanes. En mayo de 1869 se hizo socio de la Royal Society for the Encouragement of Arts, Manufactures & Commerce[67], que había alcanzado notoriedad por su participación en las grandes exposiciones de 1851 y 1862, pero no hay datos que demuestren que asistiese a las conferencias o utilizase la biblioteca. Tal vez se desanimó por lo que le pasó en la fiesta estival de la Sociedad, una reunión de sociedad celebrada en el Museo de South Kensington el 1 de julio de 1869. Jennychen, que le había acompañado esa tarde, envió un informe completo a Engels:
De todas las preocupaciones deprimentes, una reunión de sociedad es ciertamente la más deprimente. ¡Qué talento tienen los ingleses para trocar el aburrimiento en placer! Imagínese una multitud de 7000 personas en traje de noche, tan apretados que ni podían moverse ni sentarse en las sillas; pocas y separadas unas de otras, unas cuantas imperturbables y venerables damas de la alta sociedad tomaron el lugar al asalto… No se veían más que sedas, satenes, brocados y puntillas sobre las perchas más feas: mujeres vulgares de rasgos ordinarios, de ojos tristes, pequeñas y rechonchas o altas y desgarbadas. De la tan aireada belleza de la aristocracia inglesa no había ni rastro. Solo vimos dos muchachas aceptablemente bonitas. Entre los hombres había unas cuantas caras interesantes, cuyos dueños eran probablemente artistas, pero la gran mayoría consistía en insípidos individuos de pobladas patillas y clérigos, todos ellos entrados en carnes[68].
Su padre aliviaba el tedio achispándose y riéndose ostentosamente de un anuncio que había sido entregado a todos los invitados, con el título «Asedio a Personas Distinguidas», que pedía que a la realeza y a otras eminencias se las dejase caminar sin ser molestadas, «como cualquier otra persona». Como Jennychen se juramentaba, «no nos pillarán en otra».
Los encuentros de Marx con los ingleses fueron casi siempre desastrosos, sobre todo si llevaba algunos tragos de más. Una noche salió con Edgar Bauer y Wilhelm Liebknecht de copas por Tottenham Court Road, con la intención de tomar al menos un vaso de cerveza en todas y cada una de las tabernas entre Oxford Street y Hampstead Road. Dado que la ruta incluía no menos de dieciocho tabernas, cuando llegaron a la última escala ya estaba dispuesto a armar gresca. Un grupo de oddfellows[*] que estaban disfrutando de una tranquila cena se vieron abordados por este trío de borrachos que se burlaban de la endeblez de la cultura inglesa. Ningún país, excepto Alemania, podía haber producido maestros tales como Beethoven, Mozart, Handel y Haydn; la esnob e hipócrita Inglaterra solo valía para los ignorantes. Eso era más de lo que podían aguantar incluso esos oddfellows de educadas maneras. «¡Malditos extranjeros!», gruñó uno de ellos mientras otros apretaban los puños. Optando por lo más sensato, los juerguistas germanos huyeron a la calle. Liebknecht continúa así el relato:
De momento, ya teníamos suficiente, y para enfriar nuestra recalentada sangre comenzamos una marcha a paso ligero hasta que Edgar Bauer tropezó con un montón de adoquines. «¡Hurra, una idea!». Y en recuerdo de las bromas de los tiempos de estudiantes, cogió una piedra y, ¡zas!, ¡cataclac!, un farol de gas salió volando hecho añicos. La idiotez es contagiosa —Marx y yo no nos quedamos atrás, y rompimos cuatro o cinco farolas—; eran quizá las dos de la mañana y las calles estaban desiertas… Pero el ruido captó la atención de un policía que con gran resolución alertó al resto de sus compañeros que estaban haciendo la ronda. Inmediatamente se oyeron las señales en respuesta. La situación se hizo crítica. Felizmente, conocíamos la zona. Corrimos hacia delante con tres o cuatro policías a cierta distancia. Marx mostró una agilidad que no le suponía. Tras unos minutos de persecución, logramos meternos por una calle lateral, y allí, por un callejón —un patio entre dos calles—, salimos por detrás del policía, el cual perdió el rastro. Estábamos a salvo. No tenían nuestra descripción y llegamos a nuestras casas sin más aventuras[69].
Cuando caminaba por las calles de Londres, Marx solía detenerse a acariciar el pelo de algún golfillo sentado en algún portal, y ponerle medio penique en la mano. Pero la experiencia le había enseñado que los británicos adultos no se comportan amablemente con los extranjeros con acentos foráneos. Un día, cuando iban en ómnibus por Tottenham Court Road, él y Liebknecht vieron una gran multitud frente a una taberna y oyeron una penetrante voz de mujer gritar «¡Asesino! ¡Asesino!». Aunque Liebknecht trató de contenerle, Marx saltó del vehículo y se abrió paso a través de la multitud. La mujer era simplemente una alcohólica peleándose a gritos con su marido; la llegada de Marx sirvió para reconciliar instantáneamente a la pareja, que dirigió su enfado al entrometido. «La multitud se fue acercando más y más a nuestro alrededor —cuenta Liebknecht—, adoptando una actitud amenazadora contra los “malditos extranjeros”. La mujer, sobre todo, fue llena de ira hacia Marx, concentrando todos sus esfuerzos en su magnífica y lustrosa barba negra. Traté de templar los ánimos, en vano. Si no hubiesen hecho acto de presencia dos fornidos agentes, hubiésemos pagado caro nuestro filantrópico intento de mediación». A partir de entonces, comenta Liebknecht, Marx habría de ser «algo más cauto» en sus encuentros con el proletariado londinense.
No es que le importase gran cosa. Como ha señalado el historiador Kirk Willis, «hacia 1860 Marx no estaba interesado en tener discípulos o seguidores en Inglaterra, pues tenía a la vista otro proyecto mucho más importante: la destrucción intelectual de la economía política clásica[70]». Durante los cuatro años siguientes se refugió en el anonimato de la sala de lectura del Museo Británico, preparándose para su asalto definitivo al capitalismo. «Personalmente, por cierto, sigo trabajando con intensidad y, extrañamente, en medio de tantos problemas, mi materia gris funciona mejor de lo que lo ha hecho en muchos años[71]», le contaba a Engels en junio de 1862, añadiendo que se le habían ocurrido «algunas agradables y sorprendentes novedades» en su análisis. Entre 1861 y 1863 llenó más de 1500 páginas. «Estoy ampliando este volumen —explicaba—, ya que los bribones alemanes estiman el valor de un libro en su capacidad volumétrica».
Los problemas teóricos que antes le habían superado, de repente eran tan claros y tonificantes como un vaso de ginebra. Consideremos la cuestión de las rentas agrícolas, o «ese maldito asunto de la renta», como prefería llamarla. «Hace mucho que recelaba de la corrección absoluta de la teoría de Ricardo, y por fin he llegado al fondo de la estafa». Ricardo había confundido sencillamente el valor y el precio de coste. En la Inglaterra de mediados del siglo XIX, los precios de los productos agrícolas eran mayores que su valor real (es decir, el correspondiente al tiempo de trabajo que incorporaba su producción), y el dueño de la tierra se embolsaba la diferencia en forma de una renta más alta. Bajo el socialismo, no obstante, este plusvalor se redistribuiría en beneficio de los trabajadores. Así, incluso si el precio de mercado permaneciese inalterado, el valor de los productos —su «carácter social»— cambiaría profundamente.
Estaba tan complacido con sus avances que a veces no podía ocultar su optimismo; como cuando un médico de Hannover, Ludwig Kugelmann, le escribía a finales de 1862 preguntando para cuándo se podía esperar la Contribución a la crítica de la economía política. «Me causó gran placer ver en su carta el cálido interés que usted y sus amigos muestran por mi crítica de la economía política —replicó Marx enseguida—. Al fin he terminado la segunda parte, aunque falta pasarlo en limpio y el pulido final antes de mandarlo a la imprenta.»[72] Concluía con la sugerencia de que «usted podría escribirme de vez en cuando sobre la situación en nuestro país». De esta forma se inició una correspondencia amistosa que se prolongó durante más de diez años, hasta que Marx decidió que no quería seguir teniendo relaciones con ese «ignorante quisquilloso».
Por supuesto, el manuscrito se hallaba muy lejos de estar terminado: era necesario mucho más trabajo de taller antes de dejarlo listo para su «pulido final». Con todo, era al menos la materia con la que construiría la grande y compleja obra maestra que se publicó finalmente en 1867. Desechó el engorroso título provisional de Contribución a la crítica de la economía crítica, volumen II. Por alguna razón de lógica inversa, los grandes libros merecían nombres cortos. De esta manera, como reveló por vez primera en esa carta a Kugelmann, «aparecerá de forma independiente bajo el título de El capital».

9.-

Los bulldogs y la Hiena

Jenny Marx nunca pudo compartir del todo el cariño de su marido hacia Friedrich Engels. Claro está, le estaba agradecida por su generosidad, lo mismo que apreciaba la compañía y el aliento intelectual que le daba a Karl. También le gustaba el interés que mostraba por los niños, los cuales adoraban al bueno del «General». Para Jenny, no obstante, siempre siguió siendo «el señor Engels». Mujer imperturbable en tantos aspectos, dispuesta a ser testigo de un alzamiento revolucionario y del derrocamiento de la burguesía, aún conservaba suficiente sentido del decoro —o del pudor— burgués como para escandalizarse ante la idea de que un hombre y una mujer viviesen juntos fuera del vínculo matrimonial, sobre todo cuando la mujer en cuestión era una obrera que no sabía leer ni escribir.
Engels había conocido a Mary Burns durante su primera visita a Manchester en 1842, cuando estaba recopilando información para La condición de la clase obrera en Inglaterra, y pronto se harían amantes. Aunque en buena medida carecía de formación, esta vivaracha pelirroja de estirpe proletaria irlandesa le enseñó a Engels, al menos, tanto como aprendió de él. Al igual que sucedía con su hermana Lydia, que con el tiempo haría con ellos un ménage à trois, él admiraba su «apasionado amor por los de su clase, algo innato, que significaba para mí, y me servía de apoyo en todos los momentos críticos, infinitamente más de lo que podría haber hecho toda la lindeza estética y sabihondez de las educadas y sentimentales hijas de la burguesía».
La relación se reanudó cuando Engels y Marx fueron a Inglaterra en 1845; luego le pagaría el viaje a Mary para que fuese a visitarle por un tiempo a Bruselas. Resignado a una vida dedicada al vil comercio en Manchester, Engels la instaló en una casita próxima a la suya y, a finales de la década de 1850, ya vivían juntos. En las raras ocasiones en que Jenny Marx se vio obligada a reconocer la existencia de Mary, se refería a ella como «su esposa», aunque en realidad la relación nunca recibió las bendiciones legales. La entrada de Lydia («Lizzy») en la casa fue una afrenta aún mayor para la sensibilidad puritana de Frau Marx. Pero a Engels no le importaba.
Su devoción por Mary Burns fue también la causa del único enfriamiento de su asociación, por otro lado cálida y constante, con Karl Marx. Aunque Marx no ponía objeciones a la heterodoxa forma de vida de su amigo (de hecho, le proporcionaba cierto regusto), como deferencia hacia Jenny tendía a minusvalorar la importancia de las hermanas Burns, y nunca de manera más desastrosa como cuando recibió esta corta y trágica nota de Engels fechada el 7 de enero de 1863:
Querido Moro:
Mary ha muerto. Anoche se fue temprano a la cama y, cuando Lizzy quiso acostarse, poco antes de la medianoche, la halló muerta. De repente. Fallo del corazón o un ataque de apoplejía. No me lo dijo hasta esta mañana; el lunes por la noche aún estaba perfectamente. Sencillamente no puedo expresar lo que siento. La pobre chiquilla me amaba con todo su corazón.
Suyo,
FE
Marx contestó al día siguiente. «La noticia de la muerte de Mary me sorprendió no menos de lo que me ha dolido. Era tan buena, ocurrente y tan apegada a usted…». Perfecto hasta aquí; pero esto era meramente el pie para una extensa recitación de sus propias aflicciones. «Solo el diablo sabe por qué la desgracia persigue a todos los de nuestro grupo en este preciso momento. Yo ya tampoco sé qué hacer…». Los intentos de conseguir dinero en Francia y Alemania no habían servido para nada, nadie le permitía comprar nada a crédito, estaba siendo acosado para pagar el colegio y la renta, le resultaba imposible continuar su trabajo. Después de continuar extensamente de este tenor, Marx se recordaba brevemente a sí mismo: «Es horriblemente egoísta contarle todos estos horreurs en este momento —admitía—. Pero es un remedio homeopático. Una calamidad sirve para olvidar otra. Y en resumidas cuentas, ¿qué otra cosa puedo hacer?». Para empezar, podría haber intentado expresar su condolencia con bastante más tacto. En su descargo hay que reconocer que Marx estaba en una situación verdaderamente calamitosa: los niños no habían vuelto al colegio desde Navidad, en parte porque la cuenta del trimestre anterior aún estaba sin pagar, pero también porque sus únicas ropas y zapatos presentables estaban empeñados. Hasta su reflexión final tenía más que ver con sus propios problemas que con la pérdida sufrida por Engels: «¿Acaso el lugar de Mary no debería haberlo ocupado mi madre, que en cualquier caso es propensa a las enfermedades y que ya ha vivido bastante? Puede ver aquí los extraños pensamientos que acuden a la mente de los “hombres civilizados” bajo la presión de ciertas circunstancias. Salut».
Engels leyó todo esto con enojo y asombro. ¿Cómo se atrevía Marx a hablar de dinero en ese momento, sobre todo cuando sabía que el propio Engels lo estaba pasando mal por el derrumbe del precio del algodón? Guardó silencio durante cinco días antes de enviar una gélida nota de agradecimiento. Sus cartas solían empezar con «Querido Moro», pero ese trato informal ya no servía:
Querido Marx:
Entenderá que, esta vez, mi propio infortunio y la glacial forma en que usted lo ha tomado me hayan hecho verdaderamente imposible contestarle antes. Todos mis amigos, incluidos mis conocidos más necios, en esta ocasión que, sinceramente, me ha afectado profundamente, me han dado prueba de mayor solidaridad y amistad de la que podría haber esperado. A usted le ha parecido buen momento para afirmar la superioridad de su «desapasionado carácter». ¡Así sea, pues[1]!
En ese momento, nada de desapasionado había en el carácter de Marx. Durante las siguientes tres semanas, ácidos reproches se intercambiaron en la mesa de la cocina de Grafton Terrace, ya que Jenny culpaba a Karl por no haber alertado antes a Engels de su maltrecha situación, y él la culpaba por suponer que siempre podían contar con las subvenciones de Manchester. («La pobre tenía que sufrir por algo de lo que era en realidad inocente, pues las mujeres suelen pedir lo imposible —diría después Marx con evidente falta de consideración—. Las mujeres son seres extraños, incluso las que están dotadas de gran inteligencia»). Tras varias y prolongadas discusiones, acordaron que Marx se debía declarar insolvente ante el tribunal de quiebras. Jennychen y Laura encontrarían trabajo de institutrices y Lenchen trabajaría como sirvienta, en tanto que la pequeña Tussy y sus padres se trasladarían al City Model Lodging House[*], un lugar de acogida para indigentes.
¿Pensaba eso de verdad o era un martirio que se aplicaba a sí mismo para despertar la compasión de Engels? Es difícil saberlo. Pero no hay duda sobre la sinceridad de su contrición:
Hice muy mal escribiendo esa carta, y me arrepentí de ello en cuanto la eché al correo. Sin embargo, lo que ha ocurrido en modo alguno se ha debido a falta de sentimientos. Como atestiguarán mi esposa y mis hijos, cuando llegó su carta (a primera hora de la mañana) me sentí destrozado, como si la persona más próxima o querida hubiese muerto. Pero cuando le escribí, por la noche, lo hice presionado por las circunstancias, en extremo desesperadas. El casero había puesto un agente de desahucio en la casa, el carnicero había protestado una cuenta, el carbón y las provisiones escaseaban, y la pequeña Jenny estaba en cama. Generalmente, en esas circunstancias, mi único recurso es el cinismo[2].
Aunque el dolor aún estaba mezclado con una buena dosis de lamentación por sus propios males, esta es la única disculpa sincera que Marx dio en toda su vida.
Engels, con su habitual generosidad, dio enseguida por buena la penitencia de Marx. Y escribió, empleando de nuevo el antiguo y cariñoso apelativo:
Querido Moro:
Gracias por ser tan franco. Se ha dado cuenta de la impresión que su última carta hizo en mí. Uno no puede vivir durante años con una mujer sin que su muerte le afecte terriblemente. Sentí como si con ella estuviese enterrando el último vestigio de mi juventud. Cuando llegó su carta, aún no la habíamos enterrado. Esa carta, créame, me obsesionó durante toda una semana; no me la podía sacar de la cabeza. No se preocupe. Su última carta ha puesto todo en claro y me alegro de que al perder a Mary no haya perdido también a mi mejor y más viejo amigo[3].
El distanciamiento no vuelve a mencionarse nunca: sin más dilación, Engels se aprestó a la tarea de rescatar a la familia Marx de la ruina. Al no poder pedir dinero prestado, sencillamente afanó un cheque de 100 libras de los ingresos de Ermen & Engels, que luego endosó a favor de Marx. «Es algo excesivamente arriesgado por mi parte —reconoció—, pero he de aceptar el riesgo». Unos meses después le siguió un envío de 250 libras para mantener a flote a Marx durante el verano, lo que le vino que ni pintado a este, ya que un ataque de forúnculos le impedía casi por completo trabajar.
En noviembre llegó un telegrama de Tréveris anunciando la muerte de Henriette Marx. Tenía setenta y cinco años. Ella había previsto su fin con sospechosa exactitud —el 30 de noviembre, a las cuatro de la tarde, la misma fecha y hora del quincuagésimo aniversario de su boda—, pero nadie parece haberse detenido a pensar si la anciana contribuyó a su propio tránsito. El único comentario de Karl al saber la noticia fue previsiblemente frío: «El destino ha reclamado a una persona de nuestra familia. Yo, por mi parte, ya había tenido un pie en la tumba. En aquellas circunstancias, probablemente, yo era más necesario que mi madre[4]». Engels envió un billete de 10 libras para que pagara el viaje a Tréveris, pero ni una palabra de condolencia: conocía muy bien a Marx como para saber que falsos lamentos serían más ofensivos que guardar silencio.
El testamento tardó varios meses en ejecutarse, y cuando se hubieron descontado todos los adelantos y préstamos del tío Lion, a Marx no le quedaron más de 100 libras. Sin embargo, era suficiente como para justificar un poco de derroche. En su desprecio de la prudencia económica burguesa, Marx practicaba lo que predicaba: si no había dinero en casa, sobrevivía escabulléndose, mintiendo y haciendo juegos malabares; pero en cuanto ponía las manos en un puñado de libras, las derrochaba sin más miramientos, sin pensar en el día de mañana. Los Marx se habían mudado a Grafton Terrace en 1856, con la pequeña herencia de Caroline von Westphalen, aunque deberían haber sabido que la casa estaba por encima de sus posibilidades. Esta vez se repitió la locura. En marzo de 1864, tan pronto como llegó el primer pago del legado de Henriette, alquilaron durante tres años una espaciosa mansión en 1 Modena Villas, Maitland Park. La nueva casa estaba a solo unos doscientos metros de Grafton Terrace, pero a todo un mundo en cuanto a estilo y categoría: el tipo de residencia preferido de prósperos médicos y abogados, con un gran jardín, un «hermoso invernadero» y suficiente espacio para que las niñas tuvieran cada una su propio cuarto. Una habitación del primer piso, con vistas al parque, fue requisada por Marx para su estudio.
La renta anual de Modena Villas era de 65 libras, casi el doble que en Grafton Terrace. Es un misterio cómo esperaba Marx pagar todos esos lujos: como tantas veces, sin embargo, su irresponsable fe llegó a buen puerto. El 9 de mayo de 1864, Wilhelm «Lupus». Wolff murió de meningitis, legando «todos mis libros, muebles y pertenencias, deudas y dinero que me deban y todo lo que reste de mi patrimonio y también los bienes raíces y en arrendamiento que en el momento de mi muerte estén en mi posesión o puedan ser embargados a mi favor o tenga títulos sobre ellos o tenga poder para disponer por este mi testamento, a favor y disfrute del susodicho Karl Marx[5]». Wolff era uno de los pocos de los antiguos veteranos de los años cuarenta que nunca retiró su fidelidad a Marx y a Engels. Trabajó con ellos en Bruselas en el Comité de Correspondencia Comunista, en París en la revolución de 1848, y en Colonia cuando Marx dirigía la Neue Rheinische Zeitung. Desde 1853 vivía discretamente en Manchester, ganándose la vida como profesor de idiomas y manteniéndose informado de las cuestiones políticas, en gran parte a través de Engels. «No creo que haya habido nadie en Manchester tan querido por todos como nuestro querido amigo», escribió Karl a Jenny tras pronunciar la oración fúnebre, que se vio obligado a interrumpir varias veces, embargado por la emoción.
Como albaceas testamentarios, Marx y Engels se asombraron al descubrir que el viejo y humilde Lupus había acumulado una pequeña fortuna trabajando y ahorrando. Incluso después de deducir los gastos del entierro, los impuestos, un legado de 100 libras a Engels y otras 100 libras para el médico, Louis Borchardt —para disgusto de Marx, que tenía a este «fanfarrón metepatas» por responsable de su muerte—, quedó un resto de 820 libras para el heredero principal. Eso era mucho más de lo que Marx jamás ganó escribiendo, y explica por qué el primer volumen de El capital (publicado tres años después) lleva la dedicatoria «A mi inolvidable amigo Wilhelm Wolff, audaz, fiel, noble protagonista del proletariado», y no a su más evidente y merecido candidato, Friedrich Engels.
Los Marx no perdieron el tiempo para gastar este premio inesperado. Jenny hizo amueblar y decorar la casa, explicando que «pensé que lo mejor era dedicar el dinero a eso y no dilapidarlo a diestro y siniestro en cosas sin importancia». Compraron a los niños animales de compañía (tres perros, dos gatos, dos pájaros) y les pusieron el nombre de las bebidas favoritas de Karl, como, por ejemplo, Whisky y Toddy[*]. En julio, Marx se llevó a la familia de vacaciones a Ramsgate durante tres semanas, aunque la erupción de un terrible forúnculo encima del pene le estropeó por completo la fiesta, dejándolo postrado en cama en la pensión, con misantrópico malhumor. «Aquí me tiene, gastando a manos llenas, dueño y señor de la situación, aunque quienes en realidad más disfrutan son mi mujer y mis hijas —señalaba mirando con envidia hacia la playa desde la ventana—. Resulta casi triste ver al venerable Océano, el anciano titán, teniendo que sufrir a estos diminutos seres disfrutando en su cara, y servirles de diversión.»[6] Las erupciones habían sustituido a los alguaciles como principal causa de irritación. Sin embargo, casi siempre las despachaba con el mismo despreocupado desprecio. Ese otoño organizó un gran baile en Modena Villas para Jennychen y Laura, que habían pasado muchos años rechazando invitaciones a fiestas por no poder corresponder. Cincuenta de sus amigos y amigas se divirtieron hasta las cuatro de la mañana y sobró tanta comida que a la pequeña Tussy se le permitió al día siguiente invitar a merendar improvisadamente a sus amigos del barrio.
En una carta a Lion Philips, en el verano de 1864, Marx revelaba un detalle aún más significativo de su nueva y próspera forma de vida:
No le sorprenderá poco saber que he estado especulando, en parte con obligaciones del Tesoro de Estados Unidos, pero sobre todo con acciones inglesas, que han estado subiendo como la espuma este año (al aumentar la demanda hacia todas las sociedades por acciones imaginables e inimaginables), y que tras subir a un nivel absurdamente alto, luego en su mayoría se derrumban. De esta manera, he ganado más de 400 libras, y, ahora que la complejidad de la situación política permite mayor perspectiva, empezaré de nuevo. Es un tipo de operación que no exige dedicarle mucho tiempo y merece la pena correr cierto riesgo para aliviar al enemigo del peso de su dinero[7].
Como no existen pruebas documentales de estas operaciones, algunos investigadores han supuesto que Marx inventó simplemente la historia para impresionar a su negociante tío. Pero puede ser cierto. Es seguro que estudiaba con atención el precio de las acciones, y mientras le daba la lata a Engels para que le entregase el siguiente pago de la herencia de Lupus, menciona que «si hubiese tenido el dinero hace diez días, me hubiese inflado en la Bolsa. Ha vuelto la oportunidad de ganar mucho en Londres, con ingenio y muy poco dinero[8]».
Jugar a la Bolsa, organizar bailes, sacar a los perros a pasear al parque: Marx corría el grave riesgo de hacerse respetable. Un día llegó un curioso documento, anunciando que había sido elegido, sin él saberlo, para el cargo municipal de «sacristán de San Pancracio». A Engels le pareció divertidísimo: «Salut, ô connétable de Saint Pancrace! Ahora se tendrá que agenciar un traje apropiado: camisón rojo, gorro blanco, zapatillas viejas, calzones blancos, larga pipa de arcilla y una jarra de cerveza[9]». Pero Marx no se presentó a la jura del cargo, siguiendo el consejo de un vecino irlandés de que «les debería decir que era extranjero y que deberían besarme el culo[10]».
Desde la escisión de la Liga Comunista había decidido no afiliarse a nada, rechazando a todo comité o partido que intentase reclutarle. «Estoy altamente complacido ante el verdadero aislamiento público en el que ambos, usted y yo, nos encontramos ahora», le había dicho a Engels en febrero de 1851, hacía muchísimo tiempo, y hacía falta más que los mentecatos de la orden San Pancracio para hacerle salir de su larga hibernación. A pesar de todo, tras trece años de «verdadero aislamiento» (aunque no exactamente tranquilo y pacífico) ahora Marx se sentía preparado para emerger. La primera indicación de ese nuevo estado de ánimo la podemos ver en su entusiástica reacción ante la insurrección de 1863 en Polonia contra la opresión zarista. «¿Qué piensa de la cuestión polaca?, —le preguntaba a Engels el 13 de febrero—. Ciertamente, la era de la revolución se ha abierto de nuevo en Europa». Cuatro días después, decidió que la intervención de Prusia a favor del zar y contra los insurgentes polacos «nos obliga a hablar». En ese momento estaba solamente pensando en un panfleto o en un manifiesto; y, de hecho, en noviembre publicó una breve «Proclama sobre Polonia». No se podía imaginar que doce meses más tarde sería el líder de facto del primer movimiento de masas de la clase obrera internacional.
La vida de Marx tiene un ritmo de avance y retroceso, como el del oleaje, en el que a los espumeantes movimientos hacia delante les sigue un largo rumor al retirarse las olas. Esta alternancia de participación y aislamiento en gran parte no podía controlarla, dictada, como estaba, por accidentes y circunstancias (enfermedad, exilio, tragedias domésticas, reveses políticos, amistadas rotas). Pero se puede considerar también un experimento intencionado de reconciliar las exigencias de la teoría y de la práctica, la contemplación individual y la implicación en la sociedad. Como muchos escritores, era una especie de solitario gregario, anhelando un poquito de soledad en la que ponerse a trabajar sin interrupciones aunque a la vez ansiando el estímulo de la acción y la polémica. Además, sentía este dilema de forma más intensa que otros, ya que la enajenación de los individuos de la sociedad era una de sus obsesiones.
En un trabajo escolar de 1835, rebosante de la fácil certeza de un muchacho de diecisiete años que se acaba de comprar su primera navaja de afeitar, el problema se eliminaba con tanta rapidez como la pelusilla de un adolescente. «La principal guía que ha de dirigirnos en la elección de una profesión es el bien de la humanidad y nuestra propia perfección —escribía—. No se debe pensar que estos dos intereses puedan estar en contradicción». ¿Por qué no? Porque la naturaleza humana estaba hecha de tal modo que los individuos alcanzaban el cenit de la perfección cuando se dedicaban a los demás. Alguien que trabaja solo para sí mismo «quizá llegue a ser un famoso erudito, gran sabio, excelente poeta, pero jamás podrá ser un perfecto y verdadero gran hombre». La historia solo aclama a aquellas personas que se han ennoblecido en beneficio de su tribu, y «la propia religión nos enseña que el ser ideal al que todos nos esforzamos por imitar se sacrificó en beneficio de la humanidad… ¿Quién se atrevería a hacer caso omiso de estas consideraciones?».
Curiosamente, el propio Marx lo haría. Después de darse cuenta de que la religión no era cura de la alienación, sino una mera droga para sedar el dolor, para encontrar la perfección, tuvo que buscar en otro lugar: primero, en la grandiosa y unificadora conciencia de la propia identidad de la filosofía hegeliana, y, después, en el materialismo histórico. Pero no había manera de evitar el viejo argumento teológico de la fe enfrentada a las obras: simplemente asumía una forma secular, como teoría frente a práctica o palabras frente a hechos. «Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo», había afirmado en 1845, como si estuviese aboliendo la división del trabajo con un trazo de su pluma: en el futuro todos serían filósofos y soldados, cuidaríamos a nuestras ovejas por la mañana, pintaríamos un cuadro por la tarde y saldríamos de pesca por la noche. Iluminado por un fervor existencialista, Marx no soportaba en esa época la mentalidad de los que se encerraban en una torre de marfil. En un artículo de 1847, poco conocido, se burlaba del periodista belga Adolphe Bartels, que se había asustado de las actividades de los refugiados alemanes revolucionarios en Bruselas:
Monsieur Adolphe Bartels afirma que la vida pública se ha terminado para él. Ciertamente, se ha retirado a la vida privada y no piensa abandonarla; se limita, cada vez que ocurre algún acontecimiento público, a lanzar protestas y a proclamar en voz alta que cree ser dueño de sí mismo, y que el movimiento se ha hecho sin él, Monsieur Bartels, y a pesar de él, Monsieur Bartels, y que tiene el derecho de negarle su suprema sanción. Estaremos todos de acuerdo en que es esta una manera como otra cualquiera de participar en la vida pública, y que por medio de todas esas declaraciones, proclamas y protestas, detrás del humilde aspecto de individuo privado se esconde el hombre público. Así es como el genio incomprendido se manifiesta[11].
A pesar de todo, en unos cuantos años Marx llegó a pensar que un genio incomprendido como él mismo bien podía participar en la vida pública, escribiendo frenéticamente protestas y proclamas desde la soledad de su escritorio. Todo tenía su momento y cada cosa su tiempo: su tiempo el rasgar y su tiempo el coser; su tiempo la guerra y su tiempo la paz. O, si queremos combinar las citas, ¿por qué imitar la acción del tigre cuando la tempestad de la guerra se ha serenado[*]?
De esta manera, resulta sorprendente el contraste entre su sardónico ataque a Bartels y el autobiográfico prólogo de la Contribución a la crítica de la economía política (1859), donde confiesa que el cierre de la Rheinische Zeitung en 1843 le había proporcionado una anhelada oportunidad «para retirarme de la escena pública a mi cuarto de estudio», una oportunidad que «con tanto mayor deseo aproveché». Ese prefacio fue escrito durante un retiro de la vida pública aún más largo, una abstinencia que no tenía demasiadas ganas de romper, aunque los periódicos alemanes a veces le censuraban su inactividad. En 1857, un grupo de revolucionarios de Nueva York le escribió pidiéndole que resucitase la Liga Comunista de Londres; se tomó más de un año para contestar, y solo para señalar que «desde 1852 no he estado vinculado a ninguna asociación y estaba firmemente convencido de que mis estudios teóricos eran más útiles a la clase obrera que mi participación en asociaciones que ya habían pasado a la historia en el resto de Europa». Como le dijo a Ferdinand Freiligrath en febrero de 1860: «mientras que usted es un poeta, yo soy un crítico, y, para mí, las experiencias de 1849 a 1852 fueron más que suficientes. La “Liga”, como la société des saisons en París y otros cientos de sociedades, fue simplemente un episodio de la historia de un partido que por doquier surge de forma natural del seno de la sociedad moderna[12]». Esta metáfora orgánica es una buenísima descripción de cómo surgió la Asociación Internacional de los Trabajadores, cuatro años después.
Parece casi una contradicción el que una organización que se ufanaba del nombre «Internacional» pudiese haberse iniciado en Inglaterra, donde la insularidad, desde hacía mucho tiempo, no era tanto un accidente geográfico como una forma de vida, donde generaciones de niños han aprendido a recitar versos de Shakespeare sobre esta isla sometida a su cetro, este otro Edén:
Esa piedra preciosa engastada en el mar de plata,
que le sirve de muro
o de foso de defensa alrededor de un castillo,
contra la envidia de naciones menos venturosas,
este trozo bendito, esta tierra, este reino, esta Inglaterra[*]…

Cuando los ingleses hablan de «Europa» o del «continente», no incluyen a su propio país: se refieren al «extranjero», un lugar desconocido y salvaje donde los nativos les orinan en sus zapatos y comen ajo en la cama. Claro está que el «extranjero» se puede visitar —y, de hecho, conquistar, para crear el mayor imperio que ha conocido la historia—, pero el propósito de esas expediciones, tanto si se trata de la diplomacia de las armas o de los modernos hooligans del fútbol, es recordar a los extranjeritos que siempre serán una raza inferior. Después de todo, ¿qué otra nación puede presumir de haber surgido de la mar océana por mandato de Dios[*]? El humorista del siglo XIX Douglas Jerrold, amigo de Dickens y colaborador de la revista Punch, escribía en broma: «Lo mejor que hay entre Francia e Inglaterra es el mar». Estas cosas, medio en broma, medio en serio, aún son habituales en los titulares de la prensa popular en Inglaterra. Solo con pensar en la idea de Inglaterra, hasta personas inteligentes se pueden transformar en charlatanes de feria. «Cuando se vuelve a Inglaterra de cualquier país extranjero, se tiene inmediatamente la sensación de respirar un aire diferente —escribía George Orwell en un famoso y excesivamente alabado ensayo—. A los pocos minutos, decenas de pequeñas cosas conspiran para dar esa sensación. La cerveza es más amarga, las monedas pesan más, la hierba es más verde…»[13]. Pobrecito «extranjero»: jamás podrá conseguir un césped decente.
Junto con la arrogancia y la xenofobia hay, además, otra tradición —más callada pero no menos imperecedera—: la del internacionalismo inglés, sobre todo entre los sindicalistas. Podemos recordar sus campañas contra el apartheid en Sudáfrica o su negativa a producir artículos para la dictadura chilena en los años setenta; una y otra vez, al menos algunos trabajadores británicos han querido demostrar una solidaridad instintiva con los oprimidos. Como dijo el cartista George Julian Harney durante la insurrección portuguesa de 1847: «Las personas están empezando a entender que les afectan tanto las cuestiones internacionales como las nacionales; que un golpe contra la libertad en el Tajo es una herida para los amigos de la libertad en el Támesis; que el éxito del republicanismo en Francia será el fin de la tiranía en todos los demás países; y que el triunfo de la Carta democrática en Inglaterra será la salvación de millones de personas en Europa[14]». Sería fácil suponer, como la élite dirigente de la época supuso, que estos amigos de la libertad del Támesis solo existían en la imaginación de Harney. ¿Por qué, si no, Inglaterra había salido indemne de la epidemia revolucionaria que afectó al resto de Europa en 1848? La sociedad de Demócratas Fraternales de Harney —en cuyo comité había refugiados de Francia, Alemania, Suiza y Escandinavia— podía celebrar reuniones para debatir los violentos sucesos del continente, pero ¿acaso les importaba a los obreros británicos normales y corrientes la lucha en países lejanos de los que no sabían nada?
La respuesta la proporcionó el asombroso «incidente Haynau» de 1850, que, por feliz coincidencia, tuvo lugar junto al Támesis. El mariscal de campo el barón Von Haynau era un brutal jefe militar austríaco al que se conocía como «la Hiena», que se había ganado sobradamente el mote torturando prisioneros y azotando a las mujeres durante su represión de las revueltas de Italia y Hungría. En agosto de 1850, como descanso de estas agotadoras tareas, se tomó unas breves vacaciones en Londres, donde en su itinerario turístico iba a hacer un recorrido por la fábrica de cerveza Barclay and Perkins, en la margen izquierda del río. Aunque George Julian Harney alentó a todos los amigos de la libertad para que protestaran por la visita, no tenía demasiada esperanza de éxito, y fue el primer sorprendido de lo que sucedió a continuación. Nada más entrar la Hiena a la fábrica de cerveza, un grupo de cargadores le arrojaron un fardo de heno a la cabeza y le lanzaron estiércol. Entonces, corrió hacia la calle, donde los chaluperos y los carboneros se unieron a la persecución, rasgándole la ropa, arrancándole grandes mechones de sus bigotes y gritando «¡Abajo con el carnicero austríaco!». Haynau intentó esconderse en un cubo de basura en la taberna George Inn, en Bankside, pero fue pronto localizado y siguieron lanzándole estiércol. Cuando la policía llegó a la taberna, y le pusieron a salvo cruzando a remo el Támesis, el sucio y humillado carnicero no fue capaz de continuar sus vacaciones. En cuestión de horas, en las calles de Southwark se podía oír una nueva canción:
Echadlo, echadlo de nuestra orilla del Támesis,
Dejadle ir con los grandes tories y damas de alto rango.
Puede pasear por el West End y desfilar en su orgullo,
Pero nunca volverá a acercarse al «George» en Bankside[15].

El Red Republican, el periódico de Harney, consideró el ataque a Haynau como prueba del «progreso en el conocimiento político de la clase obrera, su incorruptible amor por la justicia y su intenso odio por la tiranía y la crueldad». Se realizó un mitin de celebración en el Farringdon Hall, en el que habló Engels, y los asistentes fueron tantos que muchos no pudieron ni entrar. Llegaron cartas de felicitación de asociaciones obreras de lugares tan lejanos como París y Nueva York. Hasta Palmerston se divirtió en secreto, admitiendo que el mariscal de campo solo podría curarse con un poco de su propia medicina. Pero las publicaciones conservadoras, como la Quarterly Review, no le vieron la gracia: las violentas escenas de Bankside eran un muy alarmante «indicio de la influencia extranjera entre nuestra propia gente», siendo «influencia extranjera» el eufemismo más habitual a mediados de siglo para denotar el espantoso virus del socialismo.
La Quarterly Review no tenía que haberse preocupado; todavía no. Durante los siguientes diez años, el espíritu de Bankside se hizo invisible, ya que los pocos grupos socialistas de Inglaterra —la Liga Comunista, los cartistas, los Demócratas Fraternales— o habían muerto o estaban aletargados. Hasta 1860, aproximadamente, el proletariado no empezó a despertar de su largo sueño. Como ha señalado el historiador Eric Hobsbawm, este resurgimiento se manifestó en «una curiosa amalgama de acción política y sindical, de radicalismo de distintos tipos, desde el democrático hasta el anarquista, de luchas de clases, de alianzas de clases y de concesiones gubernativas o de los capitalistas. Pero sobre todo era internacional, no simplemente porque, al igual que el renacimiento del liberalismo, se produjo de manera simultánea en varios países, sino por ser inseparable de la solidaridad internacional de las clases trabajadoras[16]».
El Consejo de Sindicatos Londinenses, fundado en 1860, estaba detrás de gran parte de esta actividad. Organizó una manifestación de bienvenida al libertador italiano Giuseppe Garibaldi (a la que asistieron unas 50 000 personas), y en marzo de 1863 organizó un mitin en el Saint James’s Hall para pedir apoyo a la lucha de Abraham Lincoln contra la esclavitud, en la guerra civil de Estados Unidos. Marx, que para esa ocasión hizo uno de sus pocos habituales viajes al centro de la ciudad, estuvo encantado al advertir que «los propios trabajadores hablaban francamente bien, sin trazas de retórica burguesa[17]». Pero no debemos pasar por alto la involuntaria contribución de Napoleón III, que pagó la visita a Londres de una delegación de trabajadores franceses para visitar la Exposición de 1862, dándoles oportunidad de establecer contacto con hombres como George Odger, secretario del Consejo de Sindicatos. Cuando varios de estos representantes regresaron a Londres en julio de 1863, con motivo de una concentración para celebrar la insurrección en Polonia, Odger escribió un Manifiesto a los trabajadores de Francia, de los trabajadores de Inglaterra, proponiendo que deberían formalizar su solidaridad a un lado y otro del Canal. Hubo otro mitin más —esta vez en el grande y tenebroso Saint Martin’s Hall, en Covent Garden, el 28 de septiembre de 1864— para consagrar su nueva unión dentro de la Asociación Internacional de los Trabajadores.
Pero, atención al nombre: si iba a ser más que una mera entente anglofrancesa, al menos se precisarían unas cuantas figuras de otros países para cubrir el expediente. Por esta razón, una mañana de septiembre de 1864 un joven francés de nombre Victor Le Lubez llamó a la puerta de 1 Modena Villas y preguntó si Karl Marx podría sugerir el nombre de alguien que hablase en nombre de los «trabajadores alemanes». El propio Marx era demasiado burgués para aceptar la propuesta, por lo que recomendó al sastre Johann Georg Eccarius, viejo aliado de la Liga Comunista. Nos podríamos preguntar por qué Le Lubez y Odger no habían pensado antes en Eccarius, ya que le conocían bien por su participación en el Consejo de Sindicatos Londinenses. Tal vez la familiaridad era causa de desprecio, como solía pasarle a Eccarius: sus torpes y malhumorados modales le enfrentaban a todo aquel que tuviera que trabajar con él, y tal vez tenían la esperanza de que Marx consiguiese un orador proletario bastante más brillante para esta importante asamblea.
Merece la pena detenerse un momento a considerar lo que la protección de Marx hacia Eccarius nos dice sobre su propio carácter. Según la leyenda que nos han vendido sus críticos, Marx era un esnob incorregible que despreciaba a los socialistas de clase obrera, considerándolos imbéciles y burros que habían adquirido unas ideas que estaban muy por encima de su capacidad de comprensión. El biógrafo Robert Payne, por ejemplo, alude al «desprecio de Marx por la humanidad y especialmente por aquel sector al que llamaba proletariado[18]». Hasta un sofisticado marxólogo como el profesor Shlomo Avineri ha podido escribir que «se ha documentado con frecuencia el escepticismo de Marx sobre la capacidad del proletariado para concebir y llevar a cabo sus propios objetivos sin ayuda intelectual del exterior. Ello es coherente con su afirmación de que las revoluciones nunca comienzan en las “masas” sino que se originan en grupos de élite[19]». ¿Dónde se han documentado estas opiniones y afirmaciones? En vano pueden buscarse en las obras de Marx, o en las notas a pie de página de Avineri[20]. Este menciona el rechazo a Wilhelm Weitling: como hemos visto, sin embargo, Marx fue especialmente generoso con Weitling, afirmando que no se podía ser demasiado desagradable con un pobre sastre que de verdad había sufrido por sus creencias, y lo que causó con el tiempo su distanciamiento no fue su desdén aristocrático por las clases inferiores, sino la absoluta exasperación que le producían las ilusiones políticas y religiosas de un insufrible egoísmo patológico. Si Weitling hubiese sido un intelectual burgués, Marx le hubiese tratado con muchas menos contemplaciones.
Esto nos lleva a la segunda prueba presentada por Avineri. «Incluso uno de sus más fieles seguidores, George Eccarius, también sastre de profesión, se ganó una generosa ración de inmerecido desprecio de su amo y maestro». Tampoco esta vez se citan las fuentes: resulta de tan universal conocimiento el altanero desprecio de Marx hacia sastres, zapateros y otras hierbas que no es necesaria su verificación.
Es exactamente todo lo contrario. Fue Marx el que dio a Eccarius su primera oportunidad al publicar su estudio sobre «El trabajo de sastrería en Londres», en la efímera revista londinense Neue Rheinische Zeitung Revue. «El autor de este artículo —informaba Marx a los lectores— es un trabajador de uno de los talleres de sastrería de Londres. Preguntaríamos a la burguesía alemana: ¿cuántos autores hay entre sus filas capaces de comprender la situación de una manera análoga?… El lector percibirá cómo, en este caso, en lugar de la crítica sentimental, moral y psicológica que Weitling y otros obreros dedicados a escribir emplean contra la situación actual, [el autor] se enfrenta a la sociedad burguesa y a sus acciones mediante una comprensión auténticamente materialista y libre, no contaminada por caprichos sentimentales.»[21]
Ni trazas de desprecio, inmerecido o no. Durante los días más aciagos de los años cincuenta, Marx siguió mostrándose atento y cordial, ayudando a Eccarius a colocar sus artículos en los periódicos en lengua alemana del extranjero con la esperanza de rescatarle del yugo de la confección desde las cinco de la mañana hasta las ocho de la noche. «Si llega algo de dinero, sugeriría que primero se le diese algo a Eccarius para que no tenga que pasar todo el día en el taller —aconsejaba a un periodista de Washington—. Haced todo lo posible para que consiga algo, si fuese posible». Por muy graves que fuesen sus apuros económicos, él insistía en que se diese prioridad a las necesidades de Eccarius.
Cuando Eccarius cayó enfermo de tisis en febrero de 1859, Marx lo calificó de «la cosa más trágica que he vivido hasta ahora en Londres[22]». Unos meses después, señalaba con tristeza que Eccarius «se está destrozando en el taller[23]», y le preguntaba a Engels si este podía enviarle al infortunado unas cuantas botellas de oporto para mantenerle a flote. En 1860, obligado por razones de salud a dejar el trabajo de confección por una temporada, Eccarius se instaló en una vivienda alquilada, que Marx pagaba de su bolsillo, y le consiguió trabajo continuo para la prensa estadounidense a 3 dólares el artículo. Cuando durante la epidemia de escarlatina de 1862 murieron tres de los hijos de Eccarius, fue un Marx en la más absoluta miseria el que organizó una colecta para pagar los gastos del entierro. Por último, cuando se le pidió que propusiera un orador para el histórico mitin de septiembre de 1864, de nuevo volvió a insistir a favor de su viejo amigo. Eccarius tuvo una «intervención espléndida», informó Marx después a Engels, agregando que hasta él había estado encantado de permanecer en silencio en el estrado. Con todo, incluso hoy, muchos autores siguen repitiendo esas tonterías sobre el carácter mezquino de Marx y su altanero desdén hacia los simples sastres.
En realidad, era la presencia de tantos obreros auténticos —y la refrescante ausencia de acicalados diletantes de clase media— lo que le atrajo a la concentración inaugural de la Internacional, convenciéndole de «olvidarme de mi inalterable norma de rechazar ese tipo de invitaciones». Aunque llegó a Saint Martin’s Hall simplemente como observador, sin uso de la palabra, al final de la noche había sido invitado a formar parte del Consejo General.
Parece haber en ello una pequeña paradoja. El propio Marx era sin duda un intelectual burgués. Al pasar a formar parte del Consejo, ¿acaso no se arriesgaba a diluir la pureza proletaria que tanto admiraba? Para responder a esta pregunta hemos de examinar con más detenimiento la composición de la Internacional. El Consejo General estaba formado por dos alemanes (Marx y Eccarius), dos italianos, tres franceses y veintisiete ingleses (casi todos ellos de clase obrera). Era una mezcla bastante heterogénea. Los sindicalistas ingleses que reivindicaban con pasión el derecho a la negociación colectiva no tenían interés en la revolución socialista; los proudhonistas franceses soñaban con la utopía, pero no sentían simpatía por los sindicatos; y había unos cuantos republicanos, discípulos de Mazzini y defensores de la libertad de Polonia. No estaban de acuerdo en casi nada, y en especial en cuanto al papel que las clases medias progresistas deberían desempeñar en la Internacional, en caso de que tuvieran alguno. En una carta a Engels dos años después de su fundación, Marx le informaba de un contratiempo que se presentaba con harta frecuencia:
Como forma de protestar contra los monsieurs franceses —que querían excluir a todo el mundo excepto a los travailleurs manuels, en primer lugar como miembros de la Asociación Internacional, o a menos de la posibilidad de ser elegidos delegados al congreso—, ayer los ingleses me propusieron para presidente del Consejo General. Manifesté que bajo ninguna circunstancia podía aceptar algo así, y por mi parte propuse a Odger [el dirigente de los sindicatos ingleses], que fue reelegido de hecho, aunque hubo algunos que votaron por mí a pesar de mi declaración[24].
En el libro de actas de esta asamblea se ha recogido que Marx «pensaba que estaba inhabilitado por ser un trabajador intelectual y no un trabajador manual», pero no es tan sencillo como eso. (Su deseo de continuar escribiendo El capital puede haberle dado un tirón más fuerte de la manga). Unos años después, cuando un médico de nombre Sexton fue propuesto para formar parte del Consejo, se produjeron los habituales comentarios sobre «si era deseable que los profesionales liberales formasen parte del Consejo»; sin embargo, según las actas, «el ciudadano Marx no pensaba que hubiese nada que temer de la admisión de profesionales siempre que la gran mayoría del Consejo estuviese compuesta por obreros[25]». En 1872, cuando surgieron problemas al infiltrarse en la Internacional varias disparatadas sectas estadounidenses, fue el propio Marx el que propuso —con éxito— que no se debería permitir la afiliación de nuevas secciones a no ser que al menos dos tercios de sus miembros fuesen trabajadores asalariados.
En resumidas cuentas, si bien aceptaba que la mayoría de los cargos y de los miembros perteneciesen a la clase obrera, Marx no sentía vergüenza alguna por su carencia de credenciales proletarias: hombres como él tenían mucho que ofrecer a la asociación siempre y cuando no gozasen de privilegios o cobrasen excesivo protagonismo. Engels siguió este ejemplo, aunque como acaudalado capitalista se comprende que fuese reacio a imponer su criterio. Después de vender su participación en la empresa familiar y de trasladarse a Londres en 1870, aceptó casi al punto un puesto en el Consejo General pero rechazó el puesto de tesorero. «El ciudadano Engels objetó que solo obreros deberían nombrarse para cargos que tuviesen algo que ver con las finanzas —recogían las actas—. El ciudadano Marx no encontraba fundada esta objeción: alguien que se había dedicado a los negocios era el mejor para el puesto». Engels se mantuvo en su negativa, y probablemente tuviese razón. Como Hal Draper, un estudioso del marxismo, ha señalado, manejar dinero era el trabajo más delicado en una asociación de trabajadores, puesto que las acusaciones de irregularidades económicas eran una estrategia habitual siempre que surgían problemas políticos; probablemente un recién llegado hombre de negocios de Manchester hubiese sido un blanco evidente para cualquier monsieur que quisiera causar problemas.
Marx hubiese preferido actuar entre bastidores, pero a pesar de todo trabajó con excepcional dedicación: sin sus esfuerzos, probablemente la Internacional se hubiese desintegrado en un año. El Consejo se reunía todos los martes en su desvencijada sede de Greek Street, Soho, en el mismo lugar que un siglo después se convertiría en el night-club Establishment, donde humoristas satíricos como Lenny Bruce y Peter Cook trataban de socavar la ortodoxia imperante, aunque con técnicas muy diferentes. En los libros de actas se puede ver que estaba encantado de asumir su parte en los trabajos más tediosos. («Los ciudadanos Fox, Marx y Cremer son nombrados para que asistan a la Sociedad de Cajistas… El ciudadano Marx propuso, y fue apoyado por el ciudadano Cremer, que el Consejo Central agradeciera al ciudadano Cottam su generoso regalo… El ciudadano Marx manifestó que unas sociedades de Basilea y de Zurich se habían unido a la Asociación… El ciudadano Marx informó que había recibido 3 libras de Alemania por los carnets, que reembolsó al secretario de finanzas…»). Desde el principio fue evidente su influencia. El primer punto del orden del día de la primera reunión, el 5 de octubre de 1864, fue una propuesta de Marx para que William Randal Cremer, del Consejo de Sindicatos Londinenses, fuese nombrado secretario. («El señor Cremer fue elegido por unanimidad»). Más tarde, esa misma noche Marx fue elegido miembro de un subcomité cuya tarea era redactar los estatutos y principios de la nueva Asociación.
Perfecto hasta aquí. Pero entonces Marx se puso enfermo, no pudiendo asistir a las siguientes dos reuniones. El 18 de octubre le levantó de su lecho de enfermo una carta urgente de Eccarius, en la que le advertía que si no asistía esa noche al Consejo General, en su ausencia se aprobaría un manifiesto de objetivos tremendamente anodino y confuso. Marx partió tambaleante hacia Greek Street y escuchó horrorizado al distinguido Le Lubez leer «un preámbulo espantosamente lleno de tópicos, mal redactado y por completo sin pulir, que pretendía ser una declaración de principios, en el que se traslucía Mazzini bajo una costra de los más insustanciales retazos de socialismo francés[26]». Tras un largo debate, Eccarius propuso que este poco apetecible menú fuese devuelto al subcomité para que lo corrigiese, anticipándose astutamente a cualquier suspicacia de golpe de mano, prometiendo que «sus principios» se mantendrían intactos.
Esta fue la oportunidad que necesitaba Marx. Adoptando su expresión más inocente, sugirió que el subcomité se reuniera dos días después en su casa, que resultaba mucho más cómoda (y con una mejor provista bodega) que el cuchitril de Greek Street. Cuando el grupo se reunió en casa de Marx, este inició una interminable discusión sobre los estatutos, de manera que a la una de la mañana aún no habían empezado a «corregir» el preámbulo. ¿Cómo pensaban tenerlo listo para la siguiente reunión del Consejo General, cinco días después? Sus extenuados colegas, bostezando hasta más no poder, aceptaron agradecidos la sugerencia de Marx de que sería él quien intentase pergeñar algo. Le dejaron todos los borradores y partieron derechos a la cama.
«Vi que era imposible sacar nada en limpio de aquello —le dijo a Engels—. Para justificar la manera extraordinariamente peculiar en que pretendía corregir los principios que habían sido “establecidos”, escribí el Manifiesto a las clases trabajadoras (algo que no estaba previsto en los planes iniciales: una especie de recapitulación de los avatares de la clase obrera desde 1845); con el pretexto de que todos los hechos fundamentales estaban recogidos en este Manifiesto y que no deberíamos repetir las mismas cosas tres veces, modifiqué todo el preámbulo, descarté la déclaration des principes y finalmente sustituí los cuarenta artículos por diez». Como concesión hacia los miembros más píos y menos revolucionarios, introdujo unas cuantas referencias a la verdad, a la moralidad, al deber y a la justicia, evitando las beligerantes y retóricas florituras que tanta expresividad le habían otorgado al Manifiesto comunista. Como explicaba a Engels: «Llevará tiempo antes de que la revitalización del movimiento nos permita utilizar el antiguo y audaz lenguaje. Debemos ser fortiter in re, suaviter in modo». Lo que viene a significar más o menos: a Dios rogando y con el mazo dando[*].
A pesar de los años de reclusión, Marx no había perdido ni un ápice de su antigua astucia para las cuestiones de procedimiento. En su reunión de 1 de noviembre, en parte a propuesta suya, el Consejo General invitó a unos nuevos miembros a formar parte de él. Entre estos estaban Karl Pfänder, el veterano de la Liga Comunista que antaño había examinado el cráneo de Wilhelm Liebknecht; Hermann Jung, un relojero suizo; Eugène Dupont, un francés fabricante de instrumentos, y Friedrich Lessner, el sastre que en 1848 había llevado deprisa y corriendo el manuscrito del Manifiesto comunista a la imprenta. Todos ellos eran seguidores incondicionales de Marx (iba a necesitar todo el apoyo posible, ya que algunos de los miembros ingleses no estaban muy conformes con el nuevo texto). Una de las sugerencias más suaves, como recogen las actas, fue que «se debería dar una explicación (en una nota a pie de página) de las palabras “nitrógeno” y “carbono”». (Marx lo creyó absolutamente innecesario. «No tenemos que recordar al lector —comentaba cansinamente en la nota a pie de página— que, aparte de los elementos que forman el agua y ciertas sustancias inorgánicas, el carbono y el nitrógeno son la materia prima de que se compone la alimentación humana»). Una queja más desfavorable procedía de un impresor, William Worley, que había dejado clara su opinión en la reunión previa al poner objeciones a la afirmación de que «el capitalista se oponía al trabajador». Esta vez, su conciencia reformista se escandalizó cuando Marx calificaba a los capitalistas de «recaudadores de beneficios». Por once votos contra diez, el Consejo aprobó que la incendiaria palabra fuese borrada. A continuación, la alocución fue aprobada sin ningún voto en contra.
La aceptación unánime de su «recapitulación de los avatares de la clase obrera» fue un homenaje a la habilidad de Marx para determinar hasta dónde podía ir. Aquí no había predicciones revolucionarias, ni fantasmas ni duendes que recorriesen Europa; aunque hizo lo que pudo para poner los pelos de punta del lector al comparar a la industria británica con un vampiro que solo podía vivir chupando sangre de niños. Por lo general dejó que los hechos hablasen por sí mismos, trufando el documento con estadísticas oficiales copiadas literalmente de la obra que estaba escribiendo, El capital, para justificar su afirmación de que «el sufrimiento de las masas trabajadoras no había disminuido entre 1848 y 1864». Pero, como siempre, su intento de imaginar una alternativa era algo tan informe y dulce como un tazón de gelatina para postre: «Lo mismo que el trabajo esclavo, lo mismo que el trabajo siervo, el trabajo asalariado no es sino una forma transitoria inferior, destinada a desaparecer ante el trabajo asociado que cumple su tarea con gusto, entusiasmo y alegría[*]».
La alocución concluía con las palabras «Proletarios de todos los países, ¡uníos!»; la igualmente famosa frase exhortándoles a deshacerse de sus cadenas fue omitida con todo tacto. Aun así, no podemos dejar de sorprendernos de la minuciosidad con que sus colegas revisaron el texto antes de aprobarlo. «Los señores de la tierra y los señores del capital se valdrán siempre de sus privilegios políticos para defender y perpetuar sus monopolios económicos —anunciaba en las páginas finales—. La conquista del poder político ha venido a ser, por tanto, el gran deber de la clase obrera». Este concepto resultaba repugnante para muchos de los representantes ingleses del Consejo General, que pensaban que la principal tarea de la clase obrera era crear sindicatos para negociar mejores salarios y condiciones de trabajo, y dejar la política para los parlamentarios. Esta era sin duda la opinión del irreprochablemente moderado secretario general, William Randal Cremer, que luego sería diputado por el Partido Liberal y terminaría su carrera como caballero del reino. El hecho de que hasta él votase a favor de la alocución dice mucho acerca del poder de persuasión de Marx. Como los antiguos miembros de la Liga Comunista Pfänder y Lessner sabían, la presencia intimidatoria de Marx —sus ojos oscuros, su punzante ingenio y su extraordinaria mente analítica— siempre habría de dominar cualquier comité. A un mes escaso de haber permanecido en silencio en el estrado de Saint Martin’s Hall, ya era dueño de la situación.
Pero el simple poder de su personalidad no era suficiente para sofocar las rencillas y animosidades que inevitablemente caracterizaron un híbrido tan poco coherente como la Internacional. Incluso el reducido contingente francés del Consejo General estaba escindido en dos facciones irreconciliables de republicanos y proudhonistas. Los republicanos, representados por Le Lubez, eran fundamentalmente radicales de clase media, fanáticos de liberté, égalité y fraternité, pero menos entusiastas sobre cuestiones relativas a la industria o a la propiedad. Los discípulos más honrados de Proudhon, encabezados por el grabador Henri Louis Tolain, consideraban a las repúblicas y a los gobiernos como tiranías centralizadas, enemigas de los intereses de los pequeños comerciantes y artesanos de cuya causa eran adalides; todo lo que querían era crear una red de sociedades de crédito mutuo y cooperativas a pequeña escala. Otro proudhonista, que pasó a formar parte del Consejo General en 1866, fue el joven estudiante de medicina Paul Lafargue, que luego se casaría con Laura Marx. Sus primeros encuentros con su futuro suegro no fueron muy halagüeños. «Ese condenado jovenzuelo de Lafargue me da la lata con su proudhonismo —se quejaba Karl a Laura— y no descansará, a lo que parece, hasta que le haya administrado una saludable tunda.»[27] Después de uno de los muchos discursos de Lafargue en que afirmaba que las naciones y las nacionalidades no eran más que pamplinas, la risa de Marx se dejó oír sobre sus colegas señalando que «nuestro amigo Lafargue, y otros de los que propugnan la abolición de las nacionalidades, nos hablan en “francés”, es decir, una lengua que las nueve décimas partes de la audiencia no comprende[28]». Añadió malévolamente que al negar la existencia de las naciones, el joven zelote «parecía querer decir inconscientemente que serían absorbidas por la modélica nación francesa».
Si los aguerridos sindicalistas ingleses se divertían incrédulos ante estos rifirrafes de los galos, se quedaron absolutamente pasmados al saber que el gran Mazzini —todo un héroe en Londres— era considerado por alemanes y franceses como un tontaina hipócrita cuya pasión por la liberación nacional había eclipsado por completo toda conciencia de la importancia de las clases. «La situación es difícil ahora —admitía Marx tras otra tormentosa sesión en Greek Street—, porque hay que hacer frente al ridículo italianismo de los ingleses, por un lado, y a la errónea polémica de los franceses, por otro».
Se perdía mucho el tiempo. En una carta a Engels de marzo de 1865, Marx describía una típica semana de trabajo. El martes por la noche se dedicó al Consejo General, en el que Tolain y Le Lubez discutieron hasta la medianoche, tras lo cual tuvo que trasladar la sesión a una taberna próxima para firmar 200 carnets de afiliados. Al día siguiente asistió a una asamblea en Saint Martin’s Hall para celebrar el aniversario de la insurrección en Polonia. El sábado y el lunes hubo sendas reuniones del subcomité dedicadas a «la cuestión francesa», que se prolongaron hasta la una de la madrugada. Lo mismo el martes, cuando en otra tormentosa sesión del Consejo General «dejaron, sobre todo a los ingleses, con la impresión de que ¡los franceses necesitaban desesperadamente un Bonaparte!». Entre estas reuniones, había gente «yendo de aquí para allá para hablar conmigo» en relación con una conferencia sobre el voto de los propietarios de vivienda que se habría de celebrar el siguiente fin de semana. «¡Qué pérdida de tiempo!»[29], refunfuñaba.
También Engels pensaba lo mismo. Después de la muerte de Marx dijo que «la vida del Moro sin la Internacional hubiese sido un anillo de diamantes sin el diamante[30]», pero, al principio, sencillamente, no podía entender por qué su amigo quería pasar horas de sufrimiento en las lúgubres habitaciones traseras del Soho cuando podría estar en su escritorio de Hampstead escribiendo El capital. «Siempre tuve la vaga esperanza de que la ingenua fraternité de la Asociación Internacional no duraría mucho —comentó con aire de suficiencia en 1865, tras otro brote de luchas internas entre los franceses—. Habrá muchos más acontecimientos como estos y consumirán gran cantidad de su tiempo.»[31] Hasta que en 1870 se retiró a Londres, Engels no participó en la Asociación.
Hacia 1865, Marx era el dirigente de facto de la Internacional, aunque su cargo oficial era el de «secretario correspondiente para asuntos en Alemania». Incluso esta denominación conducía a error: la muerte de Lassalle le dejó con tan solo un par de amigos en toda Alemania —Wilhelm Liebknecht y el ginecólogo Ludwig Kugelmann— y la mayor parte de su «correspondencia» adoptó la forma de bromas sobre la supuesta homosexualidad del sucesor de Lassalle, Johann Baptist von Schweitzer, más unos cuantos comentarios desdeñosos sobre el atroz retraso político de la raza teutónica. «No hay nada que pueda hacer en Prusia de momento —escribió al doctor Kugelmann—. Prefiero cien veces mi actividad en la Asociación Internacional. Su efecto en el proletariado inglés es directo y de la mayor importancia. Ahora estamos aireando la cuestión del sufragio general que, como es natural, tiene un significado completamente diferente aquí que en Prusia.»[32]
La ampliación del derecho al voto era el tema fundamental del Parlamento en aquel momento, aunque debemos añadir que las diferentes propuestas de reforma presentadas por tories y whigs a mediados de la década de 1860 se debieron menos a cuestiones de principio que a una disputa por alcanzar una situación de ventaja partidaria. Hubo debates para dar y tomar, que hoy nos parecen tan lejanos e incomprensibles como la cuestión de Schleswig-Holstein, sobre el derecho al voto de los copyholders[*], de los «contribuyentes de 6 libras» y de los «arrendadores en precario de 50 libras». Pero entre todos los galimatías sobre el derecho al voto, todos los lores y los miembros del Parlamento aceptaron un punto: que tenía que haber algún tipo de cualificación relacionada con la propiedad para impedir que los más pobres tuviesen participación en los asuntos del país. «Lo que temo —escribió Walter Bagehot en su English Constitution— es que nuestros dos partidos políticos apuesten por el apoyo del trabajador; que ambos prometan que este pueda hacer lo que le plazca…». Hasta la National Reform Union, un grupo de presión pretendidamente radical, solo deseaba el derecho al voto de los propietarios de vivienda y de los inquilinos que pagasen impuestos.
En la primavera de 1865, tras una concurridísima asamblea en Saint Martin’s Hall, se fundó una Liga Reformista para defender el voto universal para los hombres. (La posibilidad de que las mujeres deseasen o fuesen capaces de votar era, aparentemente, demasiado absurda como para merecer ser tenida en cuenta). Marx y sus compañeros de la Internacional se hicieron con la situación: «Toda la dirección está en nuestras manos», informó triunfal a Engels. Aproximadamente durante todo el año siguiente se lanzó a la cruzada con entusiasmo, a la vez que se ocupaba de la Internacional, del manuscrito de El capital, de las exigencias de su familia y de sus acreedores; y, por supuesto, de los florecientes forúnculos de su trasero, que eran más prolíficos que nunca. Se los cortaba de un tajo con una navaja de afeitar, contemplando con malévola satisfacción cómo la perversa sangre chorreaba sobre la alfombra. A veces, habiéndose ido dando tumbos a la cama a las cuatro de la madrugada, varias noches seguidas, se sintió «infernalmente abrumado», deseando no haber emergido nunca de su hibernación.
¿Valía la pena todo eso? Él estaba convencido de que sí. «Si logramos reelectrificar el movimiento político de la clase obrera inglesa —escribió tras la creación de la Liga Reformista—, nuestra Asociación habrá hecho más por la clase obrera europea, sin hacer ruido, que de cualquier otra forma. Y tenemos todas las posibilidades de éxito.»[33] No era así. Los líderes sindicales reformistas como Cremer y Odger pronto hicieron concesiones, decidiendo que se contentarían con el sufragio de los propietarios de vivienda en lugar de con el principio de un hombre, un voto. Y eso, más o menos, es lo que acabaron teniendo. En el verano de 1867, el Parlamento aprobó la Ley de Reforma de Disraeli, que rebajó las exigencias de propiedad para los votantes rurales y extendió el derecho al voto a todos los propietarios de viviendas en la ciudad, duplicando, así, el censo electoral. Pero la gran mayoría de la población trabajadora siguió tan desprovista del derecho al voto como hasta entonces.
Tampoco la Internacional cumplió las hiperbólicas expectativas de Marx. Tuvieron algunos éxitos al principio, sobre todo al conseguir frustrar los intentos de los patronos ingleses de reclutar a trabajadores extranjeros como esquiroles, y gracias a la consecuente notoriedad alcanzada, convencieron a varias sociedades artesanales de que se afiliaran; entre ellas, organizaciones tan exóticas como los Zapateros Unidos de Darlington, la Asociación de Toneleros Solidarios, los Ebanistas del West-End, los Encuadernadores Jornaleros, los Peluqueros Jornaleros Ingleses, la Sociedad de Tejedores de Telas Elásticas y los Cigarreros. Pero los grandes sindicatos guardaron las distancias. William Allen, secretario de la Sociedad Unida de Maquinistas, se negó incluso a reunirse con una delegación de la Internacional. Más lacerante aún fue su fracaso en la afiliación del Consejo de Sindicatos Londinenses, sobre todo teniendo en cuenta que su secretario, George Odger, era también presidente de la Internacional. En el momento del primer Congreso Paneuropeo de la Asociación, celebrado en Ginebra en el verano de 1866, el número total de miembros de las asociaciones afiliadas era de 25 173, una cifra en absoluto despreciable, pero en absoluto una prueba de que el proletariado inglés había sido «reelectrificado». Si la Internacional quería expandirse más tenía que hacer honor a su nombre y ampliar sus horizontes mucho más allá de los Zapateros de Darlington.
El propio Marx no pudo asistir al congreso de Ginebra, pero sin embargo consiguió imponer su autoridad en las reuniones. Cuando los proudhonistas franceses expresaron su bien orquestada protesta contra los socialistas de clase media («todos los hombres que tengan la tarea de representar a grupos de clase obrera deberían ser obreros»), William Randal Cremer defendió los méritos de los pocos de entre el Consejo General que no eran trabajadores manuales. «Entre esos miembros voy a mencionar solo a uno, al ciudadano Marx, que ha dedicado su vida al triunfo de las clases trabajadoras». Luego tomaría el testigo James Carter, de los Peluqueros Jornaleros:
Se acaba de mencionar al ciudadano Marx; él ha comprendido perfectamente la importancia de este primer congreso, en el que solo debería haber delegados obreros; por eso ha rechazado la elección como delegado que le ofreció el Consejo General. Pero esta no es la razón para impedir que él o cualquier otro se nos una; por el contrario, hombres que se han dedicado por completo a la causa proletaria son excesivamente poco habituales como para que les demos de lado. La clase media solo triunfó cuando, a pesar de su riqueza y del número de sus componentes, se alió con hombres de ciencia…
Tras este testimonio de barbería, hasta el dirigente de la facción proudhonista, Henri Louis Tolain, no pudo por menos que felicitar al héroe ausente. «Como trabajador, agradezco al ciudadano Marx que no haya aceptado la delegación que se le ofrecía. Con ello, el ciudadano Marx demuestra que los congresos de trabajadores han de estar compuestos exclusivamente por trabajadores manuales». El ciudadano Marx no pretendía demostrar nada parecido, y no hay pruebas de que se abstuviese de ir a Ginebra para evitar ofender la sensibilidad del proletariado. Una explicación más probable es que prefería no soportar las tediosas arengas de los intransigentes franceses cuando podía trabajar varios días sin interrupción en El capital.
Un año atrás le había dicho a Engels que el borrador precisaba solo unos cuantos «toques finales», que estarían concluidos antes de septiembre de 1865. «Trabajo como una mula en este momento». Sus amigos habían escuchado muchas de sus optimistas predicciones a lo largo de los años, pero esta vez parecía de verdad estar en la recta final, aun cuando el tullido y viejo jamelgo avanzase a un renqueante trote y no a galope tendido. Durante todo el verano de 1865 estuvo vomitando a diario (como consecuencia del tiempo caluroso y del consiguiente mal humor), y, además, la llegada repentina de invitados a su casa le proporcionó otra fuente no deseada de distracción. Edgar von Westphalen, el excéntrico hermano de Jenny, llegó para quedarse durante seis meses, bebiéndose toda la bodega y «cavilando sobre las necesidades de su estómago de la mañana a la noche»; además, entre los invitados podemos citar al cuñado de Marx, llegado de Sudáfrica, una sobrina de Maastricht y a la familia Freiligrath. Este era el precio que tenía que pagar por haberse mudado a una casa con muchas habitaciones, pero era un precio que mal podía pagar. «Durante dos meses he estado viviendo exclusivamente de lo que empeñaba —se quejaba—. Los acreedores han estado haciendo cola en la puerta, haciéndose cada día más insoportables.»[34] Con todo, en la calma del ojo del huracán su obra maestra estaba próxima a su conclusión. A finales de 1865, El capital era un manuscrito de 1200 páginas, un complejo revoltijo de borrones de tinta, tachaduras y garabatos. El día de Año Nuevo de 1866 se dispuso a hacer una copia en limpio y a pulir el estilo, «limpiando al bebé a lametones tras los largos dolores del parto». Entonces volvieron a la carga los forúnculos. Por decisión del médico se exilió en Margate durante un mes, donde hizo poco aparte de bañarse en el mar, tomar arsénico tres veces al día y sentirse profundamente apenado por su situación. «Puedo cantar, con el molinero del Dee: “Nadie me importa y a nadie le importo[*].”» Al final de su cura de talasoterapia los forúnculos habían desaparecido; pero tomaron su lugar el reumatismo y el dolor de muelas. Luego regresó su antiguo problema hepático. Hasta los días en que podía trabajar siempre le ocurría alguna desgracia, como cuando en la papelería se negaron a darle más papel hasta que pagase el anterior.
Con un exquisito don de la inoportunidad, Paul Lafargue eligió este poco propicio momento para pedirle la mano de su hija Laura, que tenía veinte años. Este estudiante de medicina criollo, que había conocido a Marx a través de la Internacional, había transferido el objeto de su atención a su hija de ojos verdes y empezó a hacerle la corte con un entusiasmo que Karl pensó era de lo más indecoroso. De cualquier forma, Lafargue era sospechoso, no solo por sus tendencias proudhonistas, sino por sus exóticos antepasados franceses, españoles, indios y africanos, lo que para su futuro suegro era indicativo de una cierta y genética frivolidad. Tan pronto encontró un papel para escribir, Marx le envió al más que fervoroso pretendiente una carta de la que cualquier páter familias victoriano se hubiese sentido orgulloso.
Querido Lafargue:
Me va a permitir que le haga las siguientes observaciones:
1. Si desea mantener relaciones con mi hija, tendrá que desterrar su actual manera de hacerle la corte. Sabe perfectamente que aún no existe compromiso alguno, y que todo está por decidir. Aun en el caso de que ella se comprometiese formalmente con usted, no deberá olvidar que es un asunto que llevará mucho tiempo. La práctica de una excesiva intimidad es especialmente inapropiada, ya que ambos amantes han de estar viviendo en el mismo lugar durante un período necesariamente prolongado de concienzuda prueba y purgatorio… En mi opinión, el verdadero amor se expresa mediante la discreción, la modestia e incluso la timidez del amante hacia su objeto de veneración, y, ciertamente, no dando rienda suelta a su pasión y a prematuras manifestaciones de familiaridad. Si en su defensa esgrime su temperamento criollo, es mi deber interponer mi sana razón entre su temperamento y mi hija. Si en su presencia usted es incapaz de amarla de una manera compatible con la latitud londinense, tendrá que resignarse a amarla en la distancia[35].
En realidad fue Marx y no Lafargue quien atribuía este ardor —y casi todo lo demás— al «temperamento criollo». Todavía en noviembre de 1882 andaba a vueltas con ello, diciéndole a Engels que «Lafargue tiene un defecto muy frecuente en la raza negra, su carencia de vergüenza, vergüenza para hacer el ridículo, quiero decir[36]».
Antes de consentir el matrimonio, Marx exigió una completa lista de los posibles del joven. «Sabe que he sacrificado toda mi fortuna a la lucha revolucionaria —escribió a Lafargue—. No me arrepiento. Al contrario. Si volviese a nacer volvería a hacer lo mismo. No me casaría, sin embargo. Mientras esté bajo mi potestad, quiero ahorrarle a mi hija los arrecifes en que ha naufragado la vida de su madre… Deberá usted haber conseguido algo en la vida antes de pensar en el matrimonio, y se les exigirá un largo período de prueba a usted y a Laura.»[37] No fue tan largo después de todo: en septiembre de 1866 se anunció el compromiso de Laura Marx y Paul Lafargue, solo un mes después de que Marx enviase la carta. Se casaron en la oficina del registro de Saint Pancras el 2 de abril de 1868. Su padre, de manera poco romántica, calificó la unión de «gran alivio para toda la casa, ya que Lafargue prácticamente vive con nosotros, lo que sensiblemente aumenta nuestros gastos[38]». En el banquete de boda, Engels contó tantas bromas sobre la novia que ella rompió a llorar[39].
Al faltarle la vivacidad de Jennychen y de Eleanor, a Laura no le gustaba ser el centro de atención. («Como tengo por costumbre mantenerme en segundo plano, es fácil que nadie repare en mí y que me olviden.»[40]) De todas las hijas de Marx, era la que más se parecía a Jenny Marx: mientras sus hermanas soñaban con ser actrices, la única ambición de Laura era ser una buena esposa. Su primer hijo, Charles Étienne (apodado «Schnapps»), nació el 1 de enero de 1869, casi exactamente nueve meses después de la boda, al que siguieron en los dos años sucesivos una hija y otro hijo. Todos murieron a una corta edad. Parecía que no había escapatoria de aquellos arrecifes en los que había naufragado la vida de su madre. «En toda esta lucha las mujeres llevamos la peor parte —escribió Jenny Marx, llorando la pérdida de sus nietos—, porque es la menos importante. Un hombre saca sus fuerzas de su lucha con el mundo exterior, y se vigoriza ante la presencia de sus enemigos, aunque sean legión. Nosotras nos quedamos en casa, zurciendo calcetines.»[41]

10.-

El arte de la digresión

Hacía mucho tiempo que la casa del número 1 de Modena Villas había desaparecido, pero Paul Lafargue nos dejó una evocadora descripción de la caótica leonera del piso alto donde trabajaba Marx, que deberá llenar de consuelo a los escritores desordenados de todo el mundo:
Al otro lado de la ventana y a cada lado de la chimenea las paredes estaban llenas de estanterías con libros y abarrotadas hasta el techo de periódicos y manuscritos. Frente a la chimenea, a un lado de la ventana había dos mesas en las que se amontonaban papeles, libros y periódicos. En el centro de la habitación, donde le daba bien la luz, había un escritorio pequeño y sencillo (1 metro por 60 centímetros) y un sillón de madera; entre el sillón y la librería, frente a la ventana, había un sofá de piel en el que Marx solía tumbarse para descansar de vez en cuando. En la repisa de la chimenea había libros, cigarros, cerillas, cajas de tabaco, pisapapeles y fotografías de las hijas y de la esposa de Marx, de Wilhelm Wolff y de Friedrich Engels…
Nunca permitía que nadie ordenase —o, mejor dicho, desordenase— sus libros o papeles. El desorden en que estaban era solo aparente; en realidad, todo estaba en el lugar adecuado para que le fuese fácil echar mano del libro o del cuaderno que necesitaba. Incluso durante las conversaciones, a menudo hacía una pausa para encontrar en un libro una cita o una cifra que acababa de mencionar. Él y su estudio formaban una unidad inseparable: los libros y papeles estaban bajo su control en la misma medida que sus propios miembros[1].
Es casi idéntica al informe de un espía de la policía prusiana escrito doce años antes, en el que describía la desordenada habitación que daba a la calle en Dean Street, Soho: «Manuscritos, libros y periódicos, además de los juguetes de los niños, trapos y retales del costurero de su mujer, varias tazas con los bordes desportillados, cuchillos, tenedores, lámparas, un tintero, vasos, pipas de arcilla holandesas, ceniza de tabaco; en resumen, todo estaba patas arriba». Sus hábitos de trabajo no habían cambiado lo más mínimo: seguía gastando cientos de cerillas para encender las pipas y los puros que se olvidaba de acabar. «El capital —le dijo a Lafargue— ni siquiera me dará para pagar los cigarros que me he fumado escribiéndolo».
Su falta de dinero para permitirse unos puros habanos decentes le inspiró una peculiar versión del cuento de la lechera cuando vio a un tabaquero de Holborn que vendía cigarros con el eslogan «Cuanto más fume más ahorrará», más baratos y repugnantes que sus habituales coraceros de saldo. Al cambiarse a la nueva marca, dijo a los amigos, ahorraría un chelín y medio por caja, y, por consiguiente, si conseguía fumar lo suficiente, tal vez un día podría vivir de sus «ahorros». La teoría fue puesta a prueba con tanta dedicación y sufrimiento de sus pulmones que finalmente tuvo que intervenir el médico, ordenándole al resollante paciente que hallase cualquier otra forma de enriquecerse.
Durante el invierno de 1866-1867, Marx se vio atormentado por sus habituales dolencias físicas, pero ni siquiera estas lograron frustrar su determinación de acabar el primer volumen de El capital. Escribió las últimas páginas del primer volumen de pie junto al escritorio cuando, ante una erupción de forúnculos en las posaderas, le resultaba demasiado doloroso sentarse. (El arsénico, el anestésico habitual, «me embota demasiado la mente en un momento en que necesito echar mano de todas mis facultades»). El experimentado ojo de Engels descubrió ciertos pasajes del texto «en los que los forúnculos habían dejado su impronta», y Marx estuvo de acuerdo en que las calenturas de la entrepierna podían haber conferido a su prosa un matiz bastante hosco. «En cualquier caso, espero que la burguesía recuerde mis forúnculos hasta el día de su extinción. ¡Malditos sean!»[2]
No obstante, después de veinte años de gestación el huevo ya estaba incubado. «Había decidido no escribirle hasta poder anunciar la terminación del libro —le comunicó a Engels el 2 de abril de 1867—, lo cual acaba de suceder». Una semana después partió hacia Hamburgo para entregar el manuscrito a Meissner, el editor, después de enviar la inevitable carta de súplica a Engels para poder rescatar del prestamista sus ropas y su reloj. «Tampoco debería dejar a mi familia en la actual situación, sin un céntimo y con los acreedores cada día guardando menos las formas. Por último, antes de que me olvide, todo el dinero que podía emplear en el tratamiento de champán de Laura ha pasado a mejor vida. Ahora necesita vino tino, de mejor calidad de la que puedo permitirme. Voilà la situation.»[3] Como siempre, esto equivalía a voilà Engels: este, al punto, envió siete billetes de cinco libras a Londres.
Habiéndose deshecho tanto de sus forúnculos como de su El capital, Marx salió de Inglaterra «más contento que unas pascuas»: ni siquiera un terrorífico viaje de cincuenta y dos horas sacudido por galernas y lluvias podían dar por tierra con su buen talante. «Con toda esa gentuza mareada y cayendo a diestro y siniestro, hubiese sido, con el tiempo, bastante molesto de no ser por cierto grupo que se mantuvo firme», informó. El grupo estaba formado, entre otros, por un negociante de ganados de Londres («un verdadero John Bull, bovino en todos sus aspectos[*]»), un explorador alemán que había estado recorriendo el este de Perú durante quince años, y una anciana profundamente piadosa con acento de Hannover. «¿Por qué esta criatura angelical estaba tan encantada en circunstancias tan adversas? Nuestro salvaje alemán nos estaba deleitando con un entusiasta relato sobre las depravaciones sexuales de los salvajes.»[4]
Marx entregó su preciada carga a Meissner, que la envió a los cajistas, pensando publicar la obra a finales de mayo. Durante el siguiente mes, nuestro eufórico autor se alojó en casa del doctor Ludwig Kugelmann, en Hannover, para estar cerca y así corregir más fácilmente las galeradas. «Kugelmann es un médico eminente en su especialidad, la ginecología —escribió a Engels—. En segundo lugar, Kugelmann es decidido partidario (y para mi gusto excesivamente westfaliano en su admiración) de nuestras ideas y de nosotros dos como personas. A veces me molesta tanto entusiasmo…». Aunque ambos no se habían conocido personalmente, Kugelmann llevaba varios años enviándole las cartas de sus admiradores. Su colección de las obras de Marx y Engels era más completa que la suya propia: mientras estaba en su casa, Marx encontró La sagrada familia, que no había visto desde que su propio ejemplar se perdiese poco después de su publicación.
A pesar de la agobiante adulación de Kugelmann, Marx escribió: «Él comprende, y verdaderamente es un hombre excelente, inmune al desaliento, capaz de hacer sacrificios y, lo más importante, convencido. Tiene una mujercita muy simpática [Gertruda] y una hija de ocho años [Franziska] que es verdaderamente un encanto[5]». Marx inmediatamente les puso motes, signo inequívoco de aprobación: la señora K se convirtió en «Madame la Comtesse» por su elegancia en sociedad y por su insistencia en los buenos modales, mientras que a su marido le llamaba «Wenzel», nombre de dos gobernantes de Bohemia de opuesta reputación. «Mi padre solía ser franco para expresar sus simpatías y antipatías —recuerda Franziska Kugelmann—, y Marx se refería al Wenzel bueno o al Wenzel malo según su actitud». Si el doctor empezaba a discutir de política en presencia de Franziska y de Madame la Comtesse, Marx le hacía callar de inmediato: «Eso no es para damitas, hablaremos de eso después». Entonces, el bromista sabio divertía a su anfitriona con chistes, anécdotas literarias y canciones folclóricas. La única vez que perdió los estribos fue cuando una visita preguntó quién limpiaría los zapatos en el comunismo. «Usted», respondió irritado Marx. Frau Kugelmann rápidamente salvó la situación con una broma, comentando que no se podía imaginar a Herr Marx en una sociedad verdaderamente democrática, porque sus gustos y costumbres eran decididamente aristocráticos. «Tampoco yo —asintió él—. Ese tiempo llegará, pero no viviremos para verlo». Se sintió inmensamente halagado cuando los Kugelmann señalaron su parecido con un busto de Zeus que había en el salón: su poderosa cabeza, su abundante pelo, el ceño olímpico, la expresión autoritaria pero amable.
No solo fueron los Kugelmann los que trataron a Marx a cuerpo de rey durante su estancia en Hannover. «El prestigio de que ambos disfrutamos en Alemania —escribió a Engels—, sobre todo entre el funcionariado “culto”, es completamente diferente del que nos habíamos imaginado. Por ejemplo, el director de la oficina de estadísticas, Merkel, me hizo una visita y me dijo que habían estado estudiando cuestiones relacionadas con el dinero durante años sin fruto alguno, y que les había clarificado el tema de una vez por todas». Fue invitado a cenar por el director de la compañía regional de ferrocarriles, que agradeció efusivamente al doctor Marx por «hacerme un honor tan grande». Más halagadora aún fue la llegada de un enviado de Bismarck, que anunció que el canciller deseaba «hacer uso de su persona y de su gran talento en interés del pueblo alemán». Rudolf von Bennigsen, presidente del Partido Liberal Nacional, de derechas, se presentó en persona a ofrecer sus respetos.
No sorprende, pues, que Marx estuviese tan animado. Su salud era excelente, sin que ningún forúnculo se atreviese a mostrar su feo rostro, y ni rastro había de sus problemas de hígado a pesar de las cenas cotidianas regadas con alcohol. Los insomnes años de enfermedad, miseria y oscuridad fueron arrojados al estercolero de la historia. «Siempre tuve la impresión —escribió Engels el 27 de abril— de que el condenado libro, con el que ha estado cargando durante tanto tiempo, era la causa última de todas sus desgracias, que nunca podría liberarse hasta haberse desprendido de él». Debido a un retraso de la imprenta, Marx no pudo recibir las pruebas hasta el 5 de mayo, su cuadragésimo noveno cumpleaños; pero incluso este inconveniente, que habitualmente hubiese originado irritación durante uno o dos días, no podía eclipsar su buen humor. «Espero y confío en que en el lapso de un año tendré el futuro resuelto —predecía—, en el sentido de que podré enderezar mis asuntos económicos de manera fundamental y, por fin, valerme por mí mismo de nuevo». ¿De nuevo? No hubo momento alguno en que Marx no necesitase de dádivas. Como admitía en una carta a Engels; «Sin usted nunca hubiera sido capaz de concluir la obra, y le puedo asegurar que siempre pesó en mi conciencia como un mal sueño el que usted dilapidara sus excelentes energías y que se oxidase en el comercio, fundamentalmente en mi propio beneficio, y que en el lote tuviese también que compartir mis petites misères». Unas frases después, sin embargo, la angustia y la desolación comenzaban su molesta cantinela. El editor esperaba la entrega de los volúmenes segundo y tercero antes de finales de año; sus acreedores de Londres esperaban abalanzarse sobre él tan pronto regresase; «y entonces, los tormentos de la vida familiar, los conflictos domésticos, el continuo acoso, en lugar de poder ponerme a trabajar repuesto y despreocupado[6]».
Los tormentos de un habitante de Londres de clase media no son los mismos que los de un auténtico indigente. Su primera petición a Engels tras su regreso a Londres fue de varias cajas de burdeos y de vino del Rin, pues «mis hijas están obligadas a invitar a otras chicas a bailar el 2 de julio, ya que no han podido invitar a nadie durante todo este año, para corresponder a sus invitaciones, y por tanto están a punto de perder sus relaciones sociales[7]». Donde antaño había tenido que luchar por conseguir unos peniques para pan y periódicos, ahora sus necesidades hogareñas eran las de un residente en un barrio elegante de las afueras, cuyo mayor interés era mantener las apariencias. Se «irritó profundamente» al enterarse de que el poeta Freiligrath, habiendo perdido su trabajo de dirección en la sucursal londinense de un banco suizo, viviese ahora del dinero obtenido en una suscripción pública entre sus admiradores de Inglaterra, Estados Unidos y Alemania, lo que le permitía un tren de vida por todo lo alto. La mejor cura para la irritación era enviar a sus hijas a pasar las vacaciones de verano a Burdeos (financiadas por Engels, por supuesto), de manera que pudiese garabatear sin interrupciones las pruebas de El capital. Los primeros comentarios de palabra de los que habían visto fragmentos de la obra le infundieron la esperanza de que, a la mañana siguiente de su publicación, su nombre y fama resonarían por toda Europa. Johann Georg Eccarius dijo a sus amigos que «al Profeta en persona se le está publicando la quintaesencia de toda su sabiduría».
Tras semanas de revisión y corrección, Marx terminó la última galerada del primer volumen a primera hora de la mañana del 16 de agosto y envió veloz una sentida nota de agradecimiento a su mecenas. «Ya está acabado este volumen. ¡Solo a usted le debo el que haya sido posible! Sin su sacrificio en mi favor jamás hubiese podido hacer el trabajo necesario para los tres volúmenes. Un abrazo, lleno de agradecimiento… Salut, querido y estimado amigo.»[8]
Exactamente un siglo después de su publicación, el primer ministro británico, Harold Wilson —laborista— presumía de no haber leído nunca El capital. «No pasé de la segunda página, ese lugar donde hay una nota aclaratoria de casi una página de extensión. Pensé que dos frases de texto y una página de notas eran demasiado.»[9] Wilson obtuvo su licenciatura en política, filosofía y economía con buenas calificaciones, pero suponía que su profesión de ignorancia le congraciaría con la clase media culta, cuyos integrantes, sobre todo en Inglaterra y en Estados Unidos, suelen estar absurdamente orgullosos de su negativa de tener nada que ver con Marx. De ahí el argumento recurrente esgrimido por gente que no ha pasado de la segunda página. «El capital es pura patraña». ¿Y cómo sabe que es una patraña? «Porque no merece la pena ser leído».
Una objeción sobre el libro, bastante más elaborada, planteada por el filósofo Karl Popper, es que no se puede decir si Marx estaba escribiendo tonterías, ya que sus «leyes de hierro» del desarrollo capitalista no son más que profecías históricas incondicionales, tan vagas y resbaladizas como los versos de Nostradamus. Al contrario que las hipótesis científicas propiamente dichas, ni se pueden demostrar ni —la prueba fundamental para Popper— se pueden refutar. «Las predicciones ordinarias en la ciencia son condicionales —asevera Popper—. Afirman que determinados cambios (por ejemplo, de la temperatura del agua en una olla) vienen acompañados de otros cambios (por ejemplo, la ebullición del agua).» En realidad, sería fácil someter las afirmaciones económicas de Marx a un experimento análogo, estudiando lo que ha sucedido en la práctica durante el último siglo. Al madurar el capitalismo, predecía Marx, veríamos recesiones periódicas, una dependencia cada vez mayor de la tecnología y el surgimiento de inmensas empresas cuasimonopolistas, que extenderían sus pegajosos tentáculos por todo el mundo en busca de nuevos mercados que explotar. Si nada de esto hubiese sucedido, nos veríamos forzados a reconocer que Marx estaba diciendo memeces. Los ciclos de prosperidad y recesión de las economías occidentales durante el siglo XX, al igual que el dominio mundial de Microsoft de Bill Gates, nos indican lo contrario.
Muy bien, dicen los críticos, pero ¿qué se puede decir de la creencia de Marx en la «progresiva pauperización» del proletariado? ¿Acaso no había previsto que la creciente prosperidad del capitalismo se conseguiría mediante una drástica reducción de los salarios de los obreros y de su nivel de vida? Ahí tenemos a las clases trabajadoras actuales, con su coche y sus antenas parabólicas: no están tan pauperizados; ¿o sí? El economista Paul Samuelson ha escrito que toda la obra de Marx se podría pasar por alto sin problema porque, «sencillamente, nunca se produjo el empobrecimiento de los trabajadores»; y como los libros de texto de Samuelson han sido la fuente en que han bebido generaciones de estudiantes de Inglaterra y de Estados Unidos, es algo que se da por sentado. Pero se trata de un mito, debido a una mala interpretación de la «ley general de la acumulación capitalista» de Marx, incluida en el capítulo XXV[*] del primer volumen. «El pauperismo —nos dice— está conformando una condición de existencia de la producción capitalista y del desarrollo de la riqueza. Figura entre los gastos varios de la producción capitalista, gastos que en su mayor parte, no obstante, el capital se las ingenia para sacárselos de encima y echarlos sobre los hombros de la clase obrera y de la pequeña clase media.»[10] En este contexto, sin embargo, no se refiere a la pauperización de todo el proletariado, sino al «sedimento más bajo» de la sociedad: los desempleados, los encanallecidos, los enfermos, los viejos, las viudas y los huérfanos. Estos son los «gastos varios» que han de ser pagados por la población trabajadora y la pequeña burguesía. ¿Se puede negar la existencia de esas clases inferiores? Otro judío indigente había dicho «porque pobres tendréis siempre con vosotros», pero ningún economista ha sugerido aún que todas las enseñanzas de Jesús caigan por tierra por este pronóstico de perpetua pobreza.
Lo que predijo Marx fue que en el capitalismo habría una disminución relativa —no absoluta— de los salarios. Es algo que no necesita demostración: pocas empresas —en el caso de que hubiere alguna— que tengan un 20 por ciento de aumento en el valor de la plusvalía entregarían al instante el botín a su fuerza de trabajo en forma de un incremento del 20 por ciento en su salario. De esta forma, el trabajo cada vez va quedando más retrasado con respecto al capital, sin importar la cantidad de microondas que los trabajadores puedan permitirse. «De esto se desprende que a medida que se acumula el capital, empeora la situación del obrero, sea cual fuere su remuneracion.»[11]
Para Marx, como para Jesucristo, la pobreza era tanto espiritual como económica. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? O, como Marx escribió en El capital, los medios por los cuales el capitalismo aumenta la productividad
mutilan al obrero convirtiéndolo en un hombre fraccionado, lo degradan a la condición de apéndice de la máquina; mediante la tortura del trabajo aniquilan el contenido de este, le enajenan al obrero las potencias espirituales del proceso laboral en la misma medida en que a dicho proceso se incorpora la ciencia como potencia autónoma; vuelven constantemente anormales las condiciones bajo las cuales trabaja, lo someten durante el proceso de trabajo al más mezquino y odioso de los despotismos, transforman el tiempo de su vida en tiempo de trabajo, arrojan a su mujer y a su prole bajo la rueda de Zhaganat del capital… La acumulación de riqueza en un polo es al propio tiempo, pues, acumulación de miseria, tormentos de trabajo, esclavitud, ignorancia, embrutecimiento y degradación moral en el polo opuesto.
La última frase, tomada aisladamente, podría esgrimirse como otra predicción del empobrecimiento económico absoluto de los trabajadores, pero solo un tonto —o un catedrático de economía— podría mantener esta interpretación después de leer la estruendosa acusación que la precede.
«Ha de tenerse en cuenta —admite Leszek Kolakowski, uno de los más influyentes enterradores del marxismo actuales— que el empobrecimiento material no era una premisa necesaria ni del análisis de Marx de la deshumanización originada por el trabajo asalariado, ni de su predicción de la ruina inexorable del capitalismo.»[12] Cierto. Pero a continuación Kolakowski pasa por alto su propio consejo colocando otro trocito de queso en la antigua ratonera de Karl Popper. «En tanto que interpretación de los fenómenos económicos —advierte—, la teoría del valor en Marx no cumple los requisitos habituales de una hipótesis científica, sobre todo la prueba de su refutación.»[13] Por supuesto que no: ningún papel de tornasol, microscopio electrónico o programa de ordenador puede probar la existencia de cosas tan intangibles como la «alienación» y la «degradación moral».
El capital no es en realidad una hipótesis científica, ni siquiera un tratado de economía, aunque los fanáticos de ambos lados persisten en seguir considerándolo así. El propio autor dejó muy claras sus intenciones. «Ahora, en relación con mi obra, le diré toda la verdad sobre ella —escribió Marx a Engels el 31 de julio de 1865—. Tengo que escribir tres capítulos más para completar la parte teórica… Pero no puedo enviar nada hasta tener todo ante mí. Con todas sus limitaciones, lo bueno que tienen mis escritos es que son un conjunto artístico…». En otra carta, una semana después, se refiere al libro como una «obra de arte» y cita «consideraciones artísticas» como razón de su retraso en entregar el manuscrito.
Si Marx hubiese querido escribir un sencillo texto de economía clásica, y no una obra de arte, lo habría hecho. En realidad, sí lo hizo: en dos conferencias pronunciadas en junio de 1865, publicadas más tarde con el título de Salario, precio y ganancia, hace un resumen conciso y lúcido sobre sus conclusiones:
Como los valores de cambio de las mercancías no son más que funciones sociales de las mismas y no tienen nada que ver con sus propiedades naturales, lo primero que tenemos que preguntarnos es esto: ¿cuál es la sustancia social común a todas las mercancías? Es el trabajo. Para producir una mercancía hay que invertir en ella o incorporar a ella una determinada cantidad de trabajo. Y no simplemente trabajo, sino trabajo social. El que produce un objeto para su uso personal y directo, para consumirlo, crea un producto, pero no una mercancía … Una mercancía tiene un valor por ser cristalización de un trabajo social … De por sí, el precio no es otra cosa que la expresión en dinero del valor … Lo que el obrero vende no es directamente su trabajo, sino su fuerza de trabajo, cediendo temporalmente al capitalista el derecho a disponer de ella… Supongamos ahora que el promedio de los artículos de primera necesidad imprescindibles diariamente al obrero requiera, para su producción, seis horas de trabajo medio. Supongamos, además, que estas seis horas de trabajo medio se materialicen en una cantidad de oro equivalente a tres chelines. En estas condiciones, los tres chelines serían el precio o la expresión en dinero del valor diario de la fuerza de trabajo de este hombre… Y el capitalista, al pagar el valor diario o semanal de la fuerza de trabajo del hilador, adquiere el derecho a usarla durante todo el día o toda la semana. Le hará trabajar, por tanto, supongamos, doce horas diarias… Por tanto, adelantando tres chelines, el capitalista realizará el valor de seis, pues mediante el adelanto de un valor en el que hay cristalizadas seis horas de trabajo, recibirá a cambio un valor en el que hay cristalizadas doce horas de trabajo. Al repetir diariamente esta operación, el capitalista adelantará diariamente tres chelines y se embolsará cada día seis, la mitad de los cuales volverá a invertir en pagar nuevos salarios, mientras que la otra mitad forma la plusvalía, por la que el capitalista no abona ningún equivalente. Este tipo de intercambio entre el capital y el trabajo es el que sirve de base a la producción capitalista o al sistema de trabajo asalariado, y tiene incesantemente que conducir a la reproducción del obrero como obrero y del capitalista como capitalista[14].
Cualesquiera que sean sus méritos como análisis económico, esto lo puede entender cualquier niño medianamente inteligente: no hay ni elaboradas metáforas ni metafísica, no hay confusas digresiones ni retórica filosófica, ni florituras literarias. ¿Por qué, pues, El capital, que trata exactamente de lo mismo, está escrito en un estilo tan diferente? ¿Es que Marx ha perdido de repente el don de explicarse con sencillez? Evidentemente, no: al mismo tiempo que pronunciaba estas conferencias estaba terminando el primer volumen de El capital. Podemos encontrar una clave en una de las pocas analogías que se permitió en Salario, precio y ganancia, cuando explicaba su convicción de que los beneficios se deben a la venta de los bienes a su valor «real», y no —como podría suponerse— por añadir un recargo. «Esto parece algo paradójico y contrario a la observación diaria —escribió—. También es una paradoja que la tierra se mueva alrededor del sol y que el agua se componga de dos gases altamente inflamables. La verdad científica resulta siempre paradójica, si la juzgamos por nuestra experiencia cotidiana, que solo capta el carácter ilusorio de las cosas».
Esto parece una invitación para juzgar su obra maestra según normas científicas. Pero, atención: está hablando de «apariencia engañosa», un tema que no está limitado a una materia existente como la economía política, la ciencia antropológica o la historia. Como Marx señala: «A primera vista, una mercancía parece ser una cosa trivial, de comprensión inmediata. Su análisis demuestra que es un objeto endemoniado, rico en sutilezas metafísicas y reticencias teológicas[*]». Él admiraba la metodología objetiva, exenta de sentimentalismo, de Ricardo y de Adam Smith: en realidad, los aspectos de El capital que a menudo más se suelen ridiculizar en la actualidad —como la teoría del valor-trabajo— se basaban en aquellos economistas clásicos y eran la ortodoxia imperante en la época. Con todo, creía que, a pesar de todos sus logros, «la ciencia burguesa de la economía había alcanzado el límite más allá del cual no podía pasar[15]». Las mediciones empíricas nunca podrían cuantificar el coste humano de la explotación y de la alienación.
En el Museo Británico, Marx había descubierto todo un arsenal de datos sobre la práctica capitalista —libros oficiales del gobierno, tablas estadísticas, informes de los inspectores de las fábricas y de los funcionarios de salud pública— que utilizó con el mismo efecto macerante que Engels en La condición de la clase obrera en Inglaterra. Pero su otra fuente principal, advertida con menos frecuencia, es la ficción literaria. Al estudiar los efectos de la maquinaria en la fuerza de trabajo, utiliza las cifras del censo de 1861 para demostrar que el número de trabajadores empleados en las industrias mecanizadas, como las fábricas textiles o la siderurgia, era inferior al número de empleadas domésticas. («¡Qué magnífico resultado de la explotación capitalista de la maquinaria!»). ¿Cómo pueden los capitalistas negar su responsabilidad por las bajas humanas del progreso tecnológico? Dejando a un lado las cifras del censo, Marx recurre a una frase pronunciada por Bill Sykes desde el banquillo en Oliver Twist, de Dickens: «Señores del jurado, no hay duda de que a este viajante de comercio le han cortado el cuello —explicaba Sykes—. Pero no es mi culpa, es culpa del cuchillo. ¿Deberíamos, por un inconveniente momentáneo, prohibir el uso del cuchillo? Si prohíben el cuchillo, nos arrojarían de nuevo a las profundidades de la barbarie».
Si El capital se lee como una obra de imaginación, se puede obtener más valor de uso y por supuesto más ganancia: un melodrama victoriano, o una inmensa novela gótica cuyos héroes están esclavizados y consumidos por el monstruo que han creado («El capital que viene al mundo manchado de fango de la cabeza a los pies y saliéndole sangre por todos los poros»); o tal vez una utopía satírica como la tierra de los Houyhnhnms, de Swift, donde todas las posibilidades gustan y solo el hombre es malvado. En la visión que tiene Marx de la sociedad capitalista, como en el falso paraíso equino de Swift, el falso paraíso se crea reduciendo a los humanos normales y corrientes a la condición de impotentes y exiliados patanes. «Todo lo estamental y estancado se esfuma», escribió en el Manifiesto comunista; ahora, en El capital, todo lo que es auténticamente humano se congela o cristaliza, convirtiéndose en una fuerza material impersonal, en tanto los objetos inanimados adquieren una vida y un vigor amenazantes. El dinero, de nuevo nada más que una expresión del valor —una especie de lenguaje común en el que las mercancías hablan entre sí—, se convierte en un valor en sí mismo.
En el más simple de todos los mundos posibles, el valor de cambio no existe: las personas producen para satisfacer sus necesidades —una pierna de cordero, una barra de pan, una vela— y truecan estos bienes solamente si existe un exceso en relación con sus propias necesidades. Pero entonces vienen el carnicero, el panadero y el fabricante de velas; los tres, pájaros de cuenta. Para comprar sus atractivos productos hemos de convertirnos en trabajadores asalariados; en lugar de vivir para trabajar, trabajamos para vivir. Poco a poco, inexorablemente, nos vemos arrastrados al entramado social de las mercancías y de los salarios, de los precios y de los beneficios, un país de fantasía donde nada es lo que parece. Consideremos la primera frase del primer capítulo de El capital: «La riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como un “enorme cúmulo de mercancías”, y la mercancía individual como la forma elemental de esa riqueza». Lo que debería sorprender inmediatamente al lector atento es la elección del verbo: «se presenta como…». Aunque es menos dramática que la frase inicial del Manifiesto comunista, tiene un fin análogo: estamos entrando en un mundo de espectros y de apariciones, como nos recuerda constantemente en las siguientes 700 páginas.
El valor de cambio, pues, parece ser algo contingente y puramente relativo… Examinemos ahora el residuo de los productos del trabajo. Nada ha quedado de ellos salvo una misma objetividad espectral … A ello se debe que, como antítesis, surgiera un mercantilismo restaurado que no ve en el valor más que la forma social, o, más bien, su mera apariencia, huera de sustancia[*]. La diferencia entre trabajo calificado y trabajo simple, skilled y unskilled labour, se funda en parte en meras ilusiones … En lugar de esto [la relación del capital y el trabajo] surge [los economistas hacen surgir] la falsa apariencia de una relación asociativa… [Las cursivas y los corchetes son míos.]
Exponer la diferencia entre la apariencia heroica y la ignominiosa realidad —eliminar el disfraz de caballero galante para mostrar a un hombre regordete en calzoncillos— es, claro está, uno de los métodos clásicos de la comedia.
Las cosas absurdas que se pueden encontrar en El capital, tan ávidamente aprovechadas por los que quieren presentar a Marx como un chalado, son reflejo de la locura del tema, no del autor. Esto es evidente casi desde el inicio, donde se lanza a una meditación desenfrenada y cada vez más surrealista sobre los valores relativos de un abrigo y de veinte yardas de lino.
Ahora bien, el trabajo que confecciona la chaqueta, el del sastre, es un trabajo concreto que difiere por su especie del trabajo que produce el lienzo, o sea, el de tejer. Pero la equiparación con este reduce el trabajo del sastre, en realidad, a lo que en ambos trabajos es efectivamente igual, a su carácter común de trabajo humano… Ahora bien, la chaqueta, el cuerpo de la mercancía chaqueta, es un simple valor de uso. Una chaqueta expresa tan inadecuadamente el valor como cualquier pieza de lienzo. Esto demuestra, simplemente, que la chaqueta, puesta en el marco de la relación de valor con el lienzo, importa más que fuera de tal relación, así como no pocos hombres importan más si están embutidos en una chaqueta con galones que fuera de la misma[16].
La sonrisa irónica que se nos pone debería apercibirnos de que en realidad estamos leyendo una especie de cuento de nunca acabar, una obra de pura digresión. Esto se hace más y más evidente según Marx avanza:
Su apariencia abotonada no es obstáculo para que el lienzo reconozca en ella un alma gemela, afín: el alma del valor. Frente al lienzo, sin embargo, la chaqueta no puede representar el valor sin que el valor, simultáneamente, adopte para él la forma de chaqueta. Del mismo modo que el individuo A no puede conducirse ante el individuo B como ante el titular de la majestad sin que para A, al mismo tiempo, la majestad adopte la figura corporal de B y, por consiguiente, cambie de fisonomía, color del cabello y muchos otros rasgos más cada vez que accede al trono un nuevo padre de la patria… En cuanto que valor de uso el lienzo es una cosa sensorialmente distinta de la chaqueta; en cuanto que valor es igual a la chaqueta, y, en consecuencia, tiene el mismo aspecto que esta.
Entonces, cuando la cabeza del lector comienza a dar vueltas incontroladamente, Marx cuenta el final de la historia:
Adopta así una forma de valor, diferente de su forma natural. En su igualdad con la chaqueta se manifiesta su carácter de ser valor, tal como el carácter ovejuno del cristiano se revela en su igualdad con el cordero de Dios.
Aparte de poder haber impreso la página del revés y con tinta verde, Marx no podía dar una señal más clara de que estamos embarcados en una odisea picaresca por el terreno del absurdo. Nos vienen a la mente las últimas líneas de su querido Tristram Shandy:
—¡Sr! —dijo mi madre—, pero ¿qué es toda esta historia?
—Ni más ni menos que una Fábula: sobre una polla y un toro —dijo Yorick—; y es una de las mejores que en su género he oído jamás[17].
Tras su primer y juvenil enamoramiento de Laurence Sterne, Marx intentó escribir su propia novela cómica y absurda. Casi treinta años después, por fin encontró un tema y un estilo. Sterne, según su biógrafo Thomas Yoseloff, «rompió con la tradición de la escritura contemporánea: su novela era novela y ensayo, un libro de filosofía, unas memorias, o una sátira localista a la manera de los que escribían panfletos. Escribía como hablaba y hablaba como pensaba; la estructura de su libro era poco definida y deshilvanada, llena de curiosas y difíciles singularidades…»[18]. Casi lo mismo se podría decir de Marx y su epopeya. Al igual que Tristram Shandy, El capital está lleno de sistemas y de silogismos, paradojas y metafísica, teorías e hipótesis, explicaciones abstrusas y bromas ingeniosas. Uno de los relatos trata de un capitalista en potencia, algo corto de luces, poseedor de dinero. «Pero, para poder obtener valor del consumo de una mercancía, nuestro poseedor de dinero tiene que ser tan afortunado que, dentro de la órbita de la circulación, en el mercado descubra una mercancía cuyo valor de uso posea la peregrina cualidad de ser fuente de valor, cuyo consumo efectivo fuese, pues, al propio tiempo, materialización de trabajo, y, por tanto, creación de valor». El bueno y afortunado de nuestro poseedor de dinero encuentra esa mercancía en la capacidad de trabajo, o fuerza de trabajo, que tiene la peculiar característica de multiplicar su propio valor.
Para hacer justicia a la desquiciada lógica del capitalismo, el texto de Marx está saturado, a veces incluso anegado, de ironía, una ironía que se les ha escapado a casi todos los lectores durante más de un siglo. Una de las poquísimas excepciones es el crítico literario estadounidense Edmund Wilson, que ha alabado a Marx como «ciertamente el mayor satírico desde Swift». Se trata de un homenaje tan peculiar que hacen falta pruebas para demostrarlo; citemos con este fin un pasaje de Historia crítica de la teoría de la plusvalía, el llamado cuarto volumen de El capital:
SOBRE EL TRABAJO PRODUCTIVO

El filósofo produce ideas, el poeta versos, el pastor sermones, el profesor manuales, etc. El delincuente produce delitos. Y si enfocamos un poco más de cerca la relación existente entre esta última rama de producción y el conjunto de la sociedad, se disiparán no pocos prejuicios. El delincuente no produce solamente delitos, sino que produce también un derecho penal, produce al profesor que da cursos sobre derecho penal y hasta el inevitable manual en que este profesor condensa sus enseñanzas con vistas al comercio… El delincuente produce, además, toda la organización de la policía y de la justicia penal, produce los agentes de policía, los jueces, los jurados, los verdugos, etc., y estas diversas profesiones, que constituyen otras tantas categorías de la división social del trabajo, desarrollan las diversas facultades del espíritu humano, crean nuevas necesidades y nuevas maneras de satisfacerlas. La tortura por sí sola provocó los inventos mecánicos más ingeniosos y dio trabajo a toda una multitud de obreros honrados, dedicados a la producción de sus instrumentos. El delincuente produce una impresión de carácter moral y a veces trágica, estimulando de este modo la reacción de los sentimientos morales y estéticos del público. Además de manuales de derecho penal, de códigos penales y legislación, produce arte, literatura, novelas e incluso tragedias… imprime pues un nuevo impulso a las fuerzas productivas… y podíamos seguir desarrollando esta argumentación hasta en sus menores detalles. La industria cerrajera, por ejemplo, ¿habría alcanzado su actual prosperidad si no existiesen ladrones? ¿Tendríamos una fabricación de billetes de banco tan perfecta como la que hoy tenemos si no existieran falsificadores?… ¿Acaso existiría un mercado mundial, ni existirían siquiera naciones, si no se hubieran cometido delitos nacionales? ¿Y no existe, desde los tiempos de Adán, el árbol de la ciencia del bien y del mal[19]?
Esto se puede equiparar perfectamente con la modesta propuesta de Swift de solucionar los sufrimientos de Irlanda convenciendo a los pobres que se mueren de hambre de que se coman a sus bebés sobrantes. (Merece la pena recordar, de paso, que en 1870 Marx compró una edición en catorce volúmenes de las obras completas de Swift, por un precio de ganga de cuatro chelines y seis peniques). Como observa Wilson con razón, el propósito de las abstracciones teóricas de Marx —la danza de las mercancías, el alocado punto de cruz de la lógica— es fundamentalmente irónico, al alternarse con descripciones deprimentes y bien documentadas de la miseria y de la mugre que crean en la práctica las leyes del capitalismo. «Las fórmulas aparentemente asépticas que crea Marx, con apariencia tan científica, son, nos recuerda de vez en cuando como el que no quiere la cosa, como peniques extraídos del bolsillo del trabajador, sudor exprimido de su cuerpo, y gozos naturales que se le niegan a su alma —continúa Wilson—. Al competir con los sabios de la economía, Marx ha escrito una especie de parodia…»[20]
En el fondo, ni siquiera Edmund Wilson comprende el argumento: solo unas cuantas páginas después de elevar a Marx al panteón de los genios de la sátira junto a Swift, se queja de «la tosquedad de la motivación psicológica que subyace en la visión del mundo de Marx», y protesta de que la teoría propuesta en El capital es «sencillamente, como la dialéctica, creación del metafísico que nunca cedió paso al economista que había en Marx». Esta queja ni siquiera tiene el mérito de la originalidad. Algunos críticos alemanes de la primera edición acusaron a Marx de ser «un sofista hegeliano», una acusación de la que con todo gusto se confesó culpable. Como les recordó en el epílogo a la segunda edición alemana, publicada en 1873, él había criticado «el aspecto mistificador de la dialéctica hegeliana» casi treinta años antes, cuando aún estaba de moda. «Pero precisamente cuando trabajaba en la preparación del primer tomo de El capital, los irascibles, presuntuosos y mediocres epígonos que llevan hoy la voz cantante en la Alemania culta dieron en tratar a Hegel como… un “perro muerto”. Me declaré abiertamente, pues, discípulo de aquel gran pensador, y llegué incluso a coquetear aquí y allá, en el capítulo acerca de la teoría del valor, con el modo de expresión que le es peculiar».
Estos devaneos con la dialéctica que tanto ofendían a Edmund Wilson forman un todo indisoluble con la ironía que tanto alaba: lo que hacen ambas técnicas es darle la vuelta a la realidad aparente para dejar a la vista la verdad oculta. «Los melifluos charlatanes de la economía alemana al uso se quejaban del estilo de mi libro —escribió Marx en 1873—. Nadie percibe las limitaciones literarias de El capital más que yo». Pero los críticos de otros lugares, aunque fuesen detractores de las teorías, reconocieron sus méritos estilísticos. La Saturday Review, una revista londinense, comentó que «las opiniones del autor pueden ser todo lo perniciosas que queramos, pero no puede haber duda de la verosimilitud de su lógica, el vigor de su retórica y el encanto que confiere a los problemas más áridos de la economía política[21]». La Contemporary Review, en tanto que se burla patrióticamente de la economía alemana («Sospechamos que Karl Marx no tiene mucho que enseñarnos»), felicita al autor por no olvidar «los problemas humanos, los problemas del hambre y la sed que subyacen en la ciencia[22]». Marx se sintió especialmente gratificado por una nota aparecida en el Diario de San Petersburgo que alababa la «inhabitual viveza» de su prosa. «En este sentido —continuaba el mismo—, de ninguna manera el autor se parece… a la mayoría de los intelectuales alemanes, que… escriben sus libros en un lenguaje tan árido y oscuro que logran que las cabezas de los demás mortales se resquebrajen».
A pesar del vivaz encanto del primer volumen de El capital, seguía siendo muy difícil para las cabezas de muchos mortales, cuya tarea era aún más difícil por la decisión de Marx de colocar los capítulos más impenetrables al principio del libro. «Los comienzos son siempre difíciles, y esto rige para todas las ciencias —explicaba en el prefacio—. La comprensión del primer capítulo, y en especial de la parte dedicada al análisis de la mercancía, presentará por tanto la dificultad mayor. He dado el carácter más popular posible a lo que se refiere más concretamente al análisis de la sustancia y la magnitud del valor». La forma del valor, tranquilizaba a los lectores, era la simplicidad personificada: «No obstante, hace más de dos mil años que la inteligencia humana procura en vano desentrañar su secreto… Exceptuando el apartado referente a la forma de valor, a esta obra no se la podrá acusar de ser difícilmente comprensible. Confío, naturalmente, en que sus lectores serán personas deseosas de aprender algo nuevo, y, por tanto, también de pensar por su propia cuenta».
Una suposición bastante ambiciosa, en realidad. Mientras el libro estaba siendo compuesto, Engels le aconsejó que era «un serio error» no esclarecer las argumentaciones abstractas, dividiéndolas en partes más cortas con sus propios encabezados. «Se hubiera parecido a un libro de texto de colegio, pero una gran cantidad de lectores lo hubiesen encontrado considerablemente más fácil de entender. El populus, o incluso los intelectuales, ya no están acostumbrados en absoluto a esta forma de pensar, y hay que hacérselo lo más fácil que uno pueda.»[23] Marx hizo unos cuantos cambios en las galeradas, pero fueron meros retoques sin importancia. «¡Cómo ha podido dejar en su forma actual la estructura externa del libro!, —preguntaba Engels algo exasperado después de revisar la colección final de pruebas—. El capítulo cuarto tiene casi 200 páginas y solo tiene cuatro apartados… Más aún, el hilo de los razonamientos se interrumpe constantemente mediante ejemplos, y el punto que se quiere ilustrar nunca se resume tras el ejemplo, por lo que uno se sumerge, sin más, del ejemplo de un punto a la exposición de otro. Es tremendamente agotador y también confuso». Sin embargo, añadía sin demasiada convicción, «todo eso no es trascendental[24]».
Hasta a algunos de los más incondicionales discípulos de Marx los ojos se les vidriaban cuando trataban de encontrar el sentido de los oscuros capítulos iniciales. «Por favor, dígale a su buena esposa —le escribió a Ludwig Kugelmann— que los capítulos sobre “La jornada laboral, Cooperación, División del trabajo y Maquinaria” y, por último, sobre la “Acumulación originaria”, son los que se pueden leer con mayor facilidad. Tendrá que explicarle toda la terminología que le resulte incomprensible. Si hubiese otros puntos dudosos, estaré encantado de poder ayudar». Cuando el gran socialista inglés William. Morris leyó El capital años después, diría: «Estaba desesperado por la confusión de mi cerebro… Sin embargo, leí lo que pude, y con la esperanza de que parte de la información se me pegara tras la lectura[25]». La pura y simple falta de comprensión, más que los prejuicios políticos, puede explicar las pocas reacciones a El capital en el momento de su publicación. «El silencio sobre mi libro me inquieta —escribió Marx a Engels en octubre, confesándole que le volvía a perseguir el insomnio—. Mi mal se origina siempre en la mente.»[26] Engels hizo lo que pudo para armar revuelo, enviando críticas desfavorables con nombre falso a la prensa burguesa de Alemania, y animó a otros amigos de Marx a hacer lo mismo. «Lo fundamental es que el libro se discuta lo más posible, en uno u otro sentido —le decía a Kugelmann—. Y como Marx no es libre en este asunto, y además es tan tímido como una jovencita, nos corresponde a los demás preocuparnos del asunto… En palabras de nuestro viejo amigo Jesucristo, tenemos que ser inocentes como palomas y astutos como serpientes.»[27] El doctor Kugelmann hizo todo lo que pudo, colocando artículos en uno o dos periódicos de Hannover, pero no sirvieron de mucho ya que apenas él mismo entendía el libro. «Cada día Kugelmann es más simple», se quejaba Engels. Jenny Marx era bastante más elegante. Puede que el acólito de Hannover fuese burro y patoso, pero al menos tenía buena intención. Deprimida por la indiferencia generalizada hacia la obra maestra de su marido, y alarmada por su salud, agradecía todos los gestos de apoyo. «Pocos libros se habrán escrito en circunstancias tan difíciles —dijo ella—, y estoy segura de que podría escribir su historia secreta, en la que hablaría de las muchas tribulaciones y preocupaciones y tormentos de los que nada se dice. Si los obreros tuviesen la más mínima idea de los sacrificios que fueron necesarios para terminar esta obra, escrita solo por ellos y para ellos, tal vez mostrarían mayor interés.»[28]
Dos días antes de la Navidad de 1867, mientras Karl estaba tumbado en el sofá a vueltas con sus forúnculos, Jenny se hallaba en la cocina preparando sin mucho ánimo un pudin propio de esas fechas —despepitando pasas, picando almendras y pelando naranjas, cortando la grasa, amasando los huevos con la harina— cuando una voz gritó desde el piso de arriba: «Ha llegado una estatua enorme». Era el busto de Zeus de los Kugelmann, enviado desde Alemania como regalo de Navidad y solo ligeramente desportillado tras el largo viaje. «No tiene ni idea del placer y la sorpresa que nos causó —escribió Jenny al doctor—. Mis gracias más sinceras también por su gran interés e infatigables esfuerzos en favor del libro de Karl». La forma de aplauso preferida por la mayoría de los alemanes, añadía amargamente, «es el más completo y absoluto silencio[29]».
Durante los tres primeros meses de 1868, Marx no pudo trabajar en absoluto. Si caminaba hasta el Museo Británico, el forúnculo de la parte interior del muslo le rozaba con los pantalones; si se sentaba en su escritorio, el forúnculo del trasero le obligaba inmediatamente a tenderse en el sofá tumbado de costado; si intentaba escribir, el forúnculo de debajo del omóplato se vengaba de forma dolorosa. Hasta sus cartas a Engels se hicieron sensiblemente más cortas. «Durante toda la semana pasada he tenido herpes sangrantes; especialmente persistentes y difíciles de eliminar son todos los que tengo en la axila izquierda —informaba el 23 de marzo—. Pero en general me siento mucho mejor…». No fue por mucho tiempo: al día siguiente, mientras leía un libro, «se me puso en los ojos una especie de velo negro. Además, tuve una terrible jaqueca y una opresión en el pecho». Si no hubiese sido porque tenía que escribir los siguientes «dos malditos volúmenes» de El capital y buscar editor en Inglaterra, se hubiese trasladado inmediatamente a Suiza. En Londres, los Marx gastaban entre 400 y 500 libras al año, pero en Ginebra calculaba que podrían apañárselas bastante bien con 200 libras aproximadamente.
La única razón para quedarse en Londres eran esas dos instituciones que ocupaban tanta proporción de su tiempo: el Museo Británico y la Asociación Internacional de los Trabajadores. Sin embargo, podría haber cruzado por su mente otra razón: en Ginebra vivía Mijaíl Bakunin, a quien Marx ya había identificado como la persona que más posibilidades tenía de destruir la Internacional.

11.-

El elefante rufián

Mijaíl Bakunin era un gigante ruso e hirsuto, paradigma del revolucionario arrojador de rayos, todo impulso, pasión y fuerza de voluntad. Se decía que el compositor Richard Wagner, compañero de armas durante el levantamiento de Dresde en 1849, había basado su personaje de Sigfrido en él; su presencia se puede rastrear también en la novela de Dostoievski Los demonios. Naturalmente, una figura así era susceptible de originar leyendas, muchas de las cuales eran de su propia invención. Se decía que durante una insurrección en Italia, el intrépido coloso salió de una casa sitiada y pasó a través de una multitud de soldados: ninguno se atrevió a tocarle. Recorrió el mundo afirmando ser el líder de inmensas hermandades o ligas revolucionarias, que habitualmente resultaban no ser más que una docena de amigos de una taberna. Tenía un juvenil entusiasmo por la parafernalia que rodeaba a la conspiración: mensajes cifrados, palabras en clave, tinta invisible. Marx le calificaba de hierofante (sumo sacerdote) ruso, pero Engels sugirió que «elefante» sería más exacto: su enorme corpulencia, su pesada manera de andar, el hábito de destrozar todo lo que se ponía en su camino.
A menudo se describe a Bakunin como padre del anarquismo moderno (siendo Proudhon el único que le disputa el título); pero no nos legó ninguna obra teórica de importancia. Su legado fue la exclusiva idea de que el Estado era maléfico y que había que destruirlo. Los estados comunistas no serían mejores que los capitalistas: la autoridad seguiría estando centralizada en manos de unos pocos, e incluso si el Estado estuviese dirigido por «obreros», pronto se harían tan corruptos y despóticos como los tiranos a los que habían derrocado. Proponía, por el contrario, una forma de anarquía federalista en la que el poder estaría tan disperso que nadie podría abusar de él.
O, al menos, eso es lo que querían sus discípulos que la gente creyese. Resulta curioso cuántos hay: mientras vivió puede que fuera un general sin ejército o un Mahoma sin su Corán, pero en el siglo XX adquirió una legión de admiradores —muchos de ellos ni remotamente revolucionarios o anarquistas— que le alabaron por ser la persona que previó que las ideas de Marx solo podían conducir al gulag. Constantemente se compara a ambos hombres, y siempre en detrimento de Marx. «La lucha entre los dos subyace en el centro de todos los debates sobre la historia del movimiento obrero hasta el momento presente —escribe el marxólogo alemán Fritz Raddatz—. No hay manera de eludir la respuesta… Marx y Bakunin = Stalin y Trotski.»[1] El historiador británico E. H. Carr compara a Bakunin y Marx como «el hombre de generosos, incontrolables impulsos, y el hombre cuyos sentimientos estaban tan perfectamente subordinados a su intelecto que los observadores más superficiales dudaban de que los tuviese… el hombre de atractivo magnético personal, y el hombre que repelía e intimidaba por su frialdad[2]». Es cierto que Carr admite que a veces Bakunin era insensato e incoherente. Pero incluso este defecto se convierte en virtud cuando se le compara con la disciplina glacial e inhumana de la máquina de calcular que era Marx.
Según Isaiah Berlin, «Bakunin difería de Marx como la poesía difiere de la prosa[3]». La aparente consecuencia —que Bakunin era un espíritu libre y lírico y Marx un trabajador infatigable de pocas luces y poca imaginación— es poco más que una erudita forma de contar la burda fórmula Trotski/Stalin: el libertario humano frente al despiadado autoritario. Es un mito que tiene la dosis mínima de verdad como para mantenerlo en pie. Es verdad que Bakunin era una persona tremendamente emocional que despreciaba el meticuloso racionalismo de Marx y su atención por el detalle. Su falta de interés por la complejidad de los mecanismos del capital era comparable o equiparable con el desprecio de Marx por los enredos de capa y espada. Aparte de eso, y a pesar de todo, casi todo lo que se ha dicho y escrito sobre esta batalla de gigantes es pura estupidez.
Se conocieron en París en 1844 y luego coincidieron en Bruselas poco antes de las revoluciones de 1848, una época en la que Bakunin era aún más comunista que anarquista. Aunque cuatro años mayor que Marx, reconocía la superior sabiduría del joven («Yo no sabía nada entonces sobre economía política»), pero preveía que sus irreconciliables temperamentos jamás permitirían «ninguna sincera intimidad». Ese mismo verano, la Neue Rheinische Zeitung de Marx publicó un cotilleo procedente de París, atribuido a George Sand, según el cual Bakunin era agente secreto del zar: la disposición de Marx para difundir el rumor se puede atribuir probablemente a su desconfianza instintiva hacia Rusia y los rusos. Con todo, publicó sin ningún problema una carta de George Sand desmintiendo que ella hubiese jamás dicho nada parecido, añadiendo un breve editorial pidiendo disculpas por el error. Unas semanas más tarde, ambos coincidieron por casualidad en Berlín. «Sabe —revelaba Marx melodramáticamente— que estoy a la cabeza de una sociedad secreta comunista, tan bien disciplinada que si le dijera a uno de sus miembros “Mata a Bakunin”, lo haría.»[4] Sin embargo, como la fuente de este supuesto comentario es el propio Bakunin, un incorregible fantasioso, no hemos de darle crédito obligatoriamente. Si realmente Marx hubiese lanzado esa amenaza, ¿acaso el irascible ruso le hubiese vuelto a dirigir la palabra?
En realidad no se volvieron a ver durante otros dieciséis años, pero ello fue un alejamiento puramente geográfico. Tras sus aventuras con Richard Wagner en 1849, Bakunin pasó los siguientes ocho años como preso itinerante en Dresde, Praga y San Petersburgo. En 1857, a la muerte del zar Nicolás, su sentencia fue conmutada por «exilio a perpetuidad» en Siberia. Cuatro años después, se escapó de polizón en un barco rumbo a San Francisco, y luego regresó a Europa pasando por Nueva York.
Como en el caso de Lassalle, Marx reconocía a un gran hombre siempre que se encontraba con uno, por mucho que le disgustaran sus aires y sus maneras. Engels lo explicó perfectamente en 1849, al denunciar públicamente el plan de Bakunin para crear una nación paneslava: «Bakunin es amigo nuestro. Eso no impedirá criticar su panfleto[5]». O, llegados a ese punto, burlarse de sus hábitos. Al igual que Lassalle, Bakunin fue blanco frecuente de burlas en la correspondencia Marx-Engels. «Bakunin se ha convertido en un monstruo, una inmensa masa de carne y sebo, y apenas es capaz ya de caminar —señalaba Marx alegremente en 1863—. Para colmo, es un pervertido sexual y está celoso de la muchacha polaca de diecisiete años con la que se casó en Siberia por mor de su martirio. Ahora está en Suecia, donde está incubando la “revolución” con los finlandeses.»[6] En el momento de escribir esto, Marx no había visto al monstruo desde 1848, pero renovaron su relación en el otoño de 1864, cuando Bakunin hizo escala en Londres camino de Suecia a Italia, para encargar algunos trajes a medida al sastre socialista Friedrich Lessner.
Algunos historiadores han dicho que Marx siempre odió a Bakunin, pero los hechos de este encuentro prueban lo contrario. En primer lugar, fue Marx el que pidió la reunión, habiendo sabido a través de Lessner (también miembro de la Internacional) que Bakunin estaba en la ciudad. ¿Por qué molestarse en buscar a un hombre al que despreciaba? La carta de Marx a Engels al día siguiente confirma que se trataba de una reunión entre camaradas. «Debo decir que me causó muy buena impresión, mucho más que hasta ahora… En general, es una de las pocas personas que encuentro después de dieciséis años, y veo que se ha movido hacia delante y no hacia atrás.»[7] En un efusivísimo mensaje desde Florencia, unas semanas más tarde, Bakunin se dirigía a Marx como «mi queridísimo amigo», alababa su alocución inaugural ante la Internacional y le pedía una fotografía firmada.
Durante su conversación de Londres, Bakunin dijo que había abandonado su obsesión de juventud por las tramas furtivas y las sociedades secretas: de ahora en adelante, aseguraba, se implicaría exclusivamente en el más amplio «movimiento socialista», es decir, la Internacional. Pero al llegar a Italia, pronto retornó a sus antiguas conspiraciones apoyado e inducido por un nuevo mecenazgo ruso, la princesa Obolensky, que aparentemente encontraba irresistible a este gigante gordo y desdentado. Durante los siguientes tres años, más o menos, no tuvo tratos en absoluto con la Internacional.
En 1867, la princesa y su anarquista favorito se trasladaron a Suiza, donde Bakunin pronto se percató de que la Internacional estaba cobrando una fuerza notable. Tratando de recuperar el tiempo perdido, decidió secuestrar para sí mismo a la organización y diseñó lo que su biógrafo E. H. Carr llamó un «audaz plan». Audaz pero también absurdo a más no poder. Como autoproclamado líder de la «Alianza Internacional de la Democracia Socialista» —el último de sus altisonantes pero diminutos grupúsculos—, escribió a la Internacional obrera proponiendo la fusión, una fusión en condiciones de igualdad. De esta manera, sería copresidente de la nueva organización. Por supuesto, Marx y sus compañeros del Consejo General se burlaron de la idea. A través de las organizaciones y asociaciones afiliadas, representaban a decenas de miles de obreros, en tanto que el número total de miembros de la Alianza Internacional de Bakunin no ascendía, probablemente, a más de veinte. Habiéndosele rechazado su asalto frontal, Bakunin decidió entrar de puntillas por la puerta de atrás. Informó al Consejo General que la Alianza Internacional había sido disuelta. Pero su nuevo grupo, una simple «Alianza» para la Democracia Socialista, quería ser un humilde miembro de la Internacional obrera, como cualquiera otra sección local. Marx no vio ningún mal en ello y recomendó su aceptación.
Los que pintan a Bakunin como heroico oponente de las estructuras centralizadas de poder y de las jerarquías rígidas se las ven y se las desean para explicar su posterior actitud, razón, tal vez, por la que prefieren pasarla por alto del todo. En el primer y único congreso de la Internacional al que asistió (Basilea, 1869), abogaba por «la construcción de un Estado internacional de millones de obreros, un Estado cuya constitución sería misión de la Internacional», olvidándose temporalmente de que los «estados» de cualquier tipo eran anatema para todo auténtico anarquista como él. Durante otro debate, propuso el fortalecimiento del poder del Consejo General para poner el veto a nuevas solicitudes de afiliación y para expulsar a miembros ya admitidos. Claro: como admite Carr, «la ambición de Bakunin en ese momento era tomar el Consejo General, no destruirlo». Cuanto más detenidamente se estudia el asunto, más claro está que su posterior furia contra el Consejo General se debía menos a una aversión desinteresada por la autoridad que al despecho por su propio fracaso para hacerse con su control.
Entre bastidores, seguía conspirando como de costumbre. Un ejemplo perfecto del modus operandi de Bakunin lo tenemos en una conversación mantenida con Charles Perron, uno de sus acólitos:
Bakunin le aseguró que la Internacional era en sí misma una institución excelente, pero que había una mejor a la que debería afiliarse Perron, la Alianza. Perron accedió. Luego, Bakunin dijo que incluso en la Alianza podría haber personas que no fuesen revolucionarios auténticos, que eran un lastre para sus actividades, y que por tanto sería bueno tener como respaldo de la Alianza a un grupo de «Hermanos Internacionales». Perron volvió a acceder. Cuando se reunieron unos días después, Bakunin le dijo que los «Hermanos Internacionales» eran una organización demasiado amplia, que tras ella debería haber un directorio o buró de tres personas, entre las cuales él, Perron, debería contarse. Perron se rió y, una vez más, accedió[8].
Así habló el gran defensor del poder para el pueblo.
En el congreso de Basilea de 1869 se acordó que los delegados se volverían a reunir un año después en París. Pero el plan se vio adelantado por el estallido de la guerra franco-prusiana, en julio de 1870, un último y desesperado intento de Napoleón III de apuntalar su tambaleante Segundo Imperio, desafiando al poderoso Bismarck. La Internacional se había estado preparando durante mucho tiempo para ese momento. En su congreso de Bruselas de 1868 se había aprobado una moción llamando a la huelga general en el momento en que comenzase la guerra, aunque Marx rechazó la idea como «memez de los belgas», afirmando que la clase obrera «aún no está suficientemente organizada como para poner en la balanza una fuerza decisiva». Todo lo que debería hacer, creía, era publicar ciertas «declaraciones pomposas y frases rimbombantes», en el sentido de que una guerra entre Francia y Alemania sería la ruina de ambos países y la de Europa en su conjunto.
Dicho y hecho. El 23 de julio de 1870, cuatro días después de la declaración de hostilidades, el Consejo General aprobó una declaración, escrita por Marx. Se preveía con júbilo (y con acierto) la derrota de su antigua bête noire, Luis Bonaparte. Sin embargo, advertía que si los trabajadores alemanes permitían que la guerra perdiese «su carácter estrictamente defensivo» y degenerase en un ataque al pueblo francés, tanto la victoria como la derrota serían igualmente desastrosas. Afortunadamente, la clase obrera alemana era demasiado sabia como para permitir tal cosa:
Cualquiera que sea el giro que tome la horrenda guerra inminente, la alianza de los obreros de todos los países acabará por liquidar las guerras. El simple hecho de que, mientras la Francia y la Alemania oficiales se lanzan a una lucha fratricida, entre los obreros de estos países se cruzan mensajes de paz y de amistad, ya tan solo este hecho grandioso, sin precedentes en la historia, abre la perspectiva de un porvenir más luminoso. Demuestra que frente a la vieja sociedad, con sus miserias económicas y sus demencias políticas, está surgiendo una sociedad nueva, cuyo principio de política internacional será la paz, porque el gobernante nacional será el mismo en todos los países: el trabajo. La precursora de esta sociedad nueva es la Asociación Internacional de los Trabajadores[9].
De lo más optimista John Stuart Mill envió un mensaje de felicitación, declarándose «altamente complacido con la Declaración. No hay una palabra de más; no se podía haber hecho con menos palabras[10]». Si bien mantenía oficialmente una postura neutral, Marx no podía por menos que calcular en privado las posibilidades, pensando cuál sería el resultado que mejor se adaptaría a sus propósitos.
Mucho tiempo atrás, en febrero de 1859, había escrito a Lassalle que la guerra entre Francia y Alemania «tendría, naturalmente, serias consecuencias, y que a largo plazo seguro que serían revolucionarias. Pero al comienzo auparía el bonapartismo en Francia, haría retroceder el movimiento internacional en Inglaterra y Rusia, despertaría de nuevo las más mezquinas pasiones en relación con el tema de la nacionalidad en Alemania, y, por tanto, en mi opinión, tendría en principio un efecto contrarrevolucionario en todos los aspectos[11]». Once años después, este juego de consecuencias se había convertido en obsesión. «He sido por completo incapaz de dormir durante cuatro noches debido al reumatismo —le dijo a Engels en agosto de 1870—, y dedico el tiempo a imaginar cosas sobre París, etc.»[12] Una seductora fantasía era que ambos bandos se golpearían mutuamente, debilitando tanto a Bonaparte como a Bismarck. Luego, al final, ganarían los alemanes. «Es lo que deseo porque la derrota definitiva de Bonaparte probablemente provoque la revolución en Francia, en tanto que la derrota definitiva de Alemania solo prolongaría la actual situación durante veinte años.»[13]
Ni la mujer de Marx ni su mejor amigo necesitaban justificaciones tan enrevesadas para decidir de qué lado estaban. Jenny pensaba que Francia se merecía una buena tunda por tener la insolencia de querer exportar su «civilización» al suelo sagrado de Alemania. «Todos los franceses, hasta los escasos que merecen la pena, tienen un punto de chovinismo en algún rincón escondido de sus corazones —escribía a Engels—. Habría que sacárselo a mamporros.»[14] Engels, que pasó la guerra haciendo rentables análisis para la Pall Mall Gazette, sentía también el tirón de su atávica fidelidad. «Mi confianza en los logros militares de los alemanes crece cada día —proclamaba con entusiasmo—. Parece de verdad que hemos vencido en la primera confrontación seria.»[15] Cuando Bonaparte hubiese sido aplastado, sus sufridos ciudadanos tendrían al fin la oportunidad de tomar el poder en sus manos.
Pero ¿acaso tenían los parisinos los medios o los dirigentes necesarios para hacer la revolución y resistir a la vez al ejército prusiano? Esta pregunta, más que ninguna otra, era la que más atormentaba a Marx durante esas noches de insomnio. «No podemos ocultarnos que la farsa bonapartista, que ya dura veinte años, ha causado una inmensa desmoralización —escribió a Engels—. Apenas hay justificación para contar con el heroísmo revolucionario. ¿Qué cree usted?»[16] Engels apenas tuvo tiempo de contestar antes de que Bonaparte se rindiera en Sedán y fuese proclamado en París un nuevo régimen: la Tercera República.
Si esperas lo suficiente, verás pasar el cadáver de tu enemigo junto a tu puerta. La llegada al poder del mequetrefe de Napoleón había provocado casi veinte años antes El dieciocho de brumario de Luis Bonaparte; ahora, Marx tuvo el placer de escribir su necrológica. El 9 de septiembre, la Internacional publicó un Segundo manifiesto sobre la guerra, que empezaba con la petulante afirmación de que «no estábamos equivocados sobre la vitalidad del Segundo Imperio». Pero, a pesar suyo, Marx continuaba: «No estábamos errados en nuestro temor de que la guerra por parte de Alemania “perdiera su carácter estrictamente defensivo y degenerase en una guerra contra el pueblo francés[17]”». Si volvemos a leer el primer Manifiesto, veremos que en realidad este negaba esta posibilidad, insistiendo en que la heroica clase obrera alemana lo impediría. Pero la puramente «defensiva» campaña terminó con la capitulación de Sedán, y ahora que los alemanes estaban exigiendo la anexión de Alsacia y Lorena, reescribió rápidamente la historia para no tener que sonrojarse.
No debemos ser demasiado duros con el bueno de Marx. Su anterior homenaje a la moderación teutónica había sido el triunfo de la esperanza sobre la experiencia, pero con esa notable excepción, su augurio fue asombrosamente exacto. Si la suerte de las armas y la arrogancia del éxito llevaban a Prusia a desmembrar Francia, ¿qué pasaría entonces? En el Segundo manifiesto advertía que Alemania, o bien «se convertía en descarada herramienta del expansionismo ruso, o, tras un breve respiro, estaría de nuevo lista para otra guerra “defensiva”, no una de esas guerras “localizadas” modernas, sino una guerra de estirpes, una guerra de las estirpes eslava y latina combinadas». En una carta al organizador de la Internacional en Estados Unidos, Friedrich Adolph Sorge, era aún más profético: «Lo que los asnos prusianos no comprenden es que la guerra actual conduce… inevitablemente a una guerra entre Alemania y Rusia. Y esa segunda guerra será la partera de la inevitable revolución social en Rusia[18]». Marx no vivió lo suficiente como para ver el drama de 1917, pero no le hubiera sorprendido en absoluto. A veces parecía estar contemplando un futuro aún más lejano:
Si los límites han de ser establecidos por los intereses militares, no cesarán las reclamaciones, porque toda frontera militar tiene necesariamente sus puntos débiles, y se puede mejorar anexionando otros territorios más distantes; además, jamás se podrán establecer de manera definitiva y justa porque siempre han de ser impuestos por el vencedor sobre el vencido y, por consiguiente, llevarán con ellos la semilla de nuevas guerras.
Aquellos que citan los ocasionales errores de valoración de Marx como prueba de su miopía histórica, podrían decirnos si cualquier otro hombre de mediados del siglo XIX había profetizado de manera tan exacta el surgimiento de Adolf Hitler.
El Segundo manifiesto de Marx saludaba a la nueva República francesa (Vive la République!), pero con profundo recelo. «Esa República no ha subvertido el trono, solo lo ha ocupado al quedarse vacante —señalaba—. Ha sido proclamada no como una conquista social, sino como medida defensiva nacional». El gobierno provisional era una inestable coalición de orleanistas y republicanos, bonapartistas y jacobinos, que podría resultar no ser más que un puente o una medida provisional antes de la restauración monárquica. No obstante, los obreros franceses debían cumplir con su deber de ciudadanos y desechar cualquier idea de revolución. «Cualquier intento de desequilibrar al nuevo gobierno en la actual crisis, cuando el enemigo casi está llamando a las puertas de París, sería una terrible locura».
La terrible locura era, por supuesto, el pasatiempo favorito de Mijaíl Bakunin, que había estado siguiendo los acontecimientos de Francia en su villa de Suiza. Al llegarle noticias de una insurrección en Lyon tras la derrota de Sedán, partió al punto para allá, entró pavoneándose en el ayuntamiento y se autoproclamó dirigente del «Comité de Salvación de Francia». En una proclama desde el balcón del ayuntamiento declaró la abolición del Estado, añadiendo que todo el que no estuviese de acuerdo con él sería ejecutado. (Muy libertario). El Estado, adoptando la forma de pelotón de la Guardia Nacional, entró rápidamente en el ayuntamiento por una puerta sin custodia y obligó al Mesías de Lyon a retirarse a las seguras costas del lago Lemán.
La advertencia de Marx contra todo intento de desbaratar los planes de la nueva república no tuvieron más influencia que la petulante payasada de Bakunin. Adolphe Thiers, veterano abogado liberal, fue nombrado presidente de la Tercera República, y pronto se dedicó a hacer un llamamiento a favor de la paz con Prusia en nombre de su mal llamado «Gobierno de Defensa Nacional». La furia de los parisinos ante esta capitulación se intensificó cuando anunció que el pago de las reparaciones de guerra sería financiado mediante el cobro de todas las cuentas y alquileres, suspendido durante el asedio. El 18 de marzo de 1871, una multitud enardecida se echó a las calles, respaldada por la Guardia Nacional de la ciudad, que se había negado a obedecer la orden de entregar las armas al gobierno. Thiers y sus partidarios se retiraron a Versalles, dejando la capital de la nación en manos de los ciudadanos.
Una vez más había cantado el gallo francés. Los dirigentes de Europa no se dieron por enterados, en un principio, esperando tal vez que los gritos se acallarían si no hacían caso. Al fallar este método, su pánico fue toda una delicia de contemplar. El Times londinense bramó contra «esta peligrosa manifestación de la democracia, esta conspiración contra la civilización en su autoproclamada capital». Incluso informaba que Karl Marx estaba tan horrorizado ante la insurrección que había enviado un duro mensaje de reprimenda a los miembros franceses de la Internacional. Luego el periódico tuvo que publicar un desmentido de Marx, que afirmaba que la supuesta carta era «una descarada falsificación[19]». («No deben creer ni una palabra de toda la bazofia que se puede leer en los periódicos burgueses sobre los acontecimientos internos de París —aconsejaba a Liebknecht, en Alemania—. Todo son mentiras y engaños. Jamás la reptil perfidia de los gacetilleros de la prensa burguesa ha quedado más al descubierto.»[20])
La emoción de Marx ante «los acontecimientos internos de París» solo estaba contrarrestada por el temor de que los revolucionarios pudieran ser demasiado moderados, en su propio perjuicio. En lugar de marchar inmediatamente sobre Versalles para acabar de una vez por todas con Thiers y sus malditos seguidores, «perdieron un tiempo precioso» organizando unas elecciones en toda la ciudad para dirigir la Comuna. Tampoco aprobó su voluntad de que el Banco Nacional siguiera operando de forma habitual: si Marx hubiese estado al mando, hubiese saqueado inmediatamente sus cámaras acorazadas. A pesar de todo, tuvieron la dicha de estar vivos a la mañana siguiente. «¡Qué tesón, que iniciativa histórica, qué capacidad de sacrificio la de estos parisinos!, —exclamaba—. Después de seis meses de hambre y miseria, originados más por la traición interna que por el enemigo exterior, se yerguen, bajo las bayonetas prusianas, como si nunca hubiese habido guerra entre Francia y Alemania y el enemigo no siguiera a las puertas de París. En la historia no ha habido ejemplos de grandeza así.»[21]
De los noventa y dos communards elegidos por sufragio popular el 28 de marzo, diecisiete eran miembros de la Internacional. En una reunión celebrada en Londres ese mismo día, el Consejo General aprobó por unanimidad que Marx redactase un nuevo Manifiesto al pueblo de París. Pero luego no sucedió nada más. En los dos meses de existencia de la Comuna, la Internacional no hizo ninguna otra manifestación pública. En el momento en que Marx escribió su Manifiesto de 50 páginas, el 30 de mayo, era ya un epitafio: las tropas de Thiers habían recuperado la ciudad tres días antes, y los adoquines de París estaban teñidos de rojo con la sangre de al menos 20 000 comuneros asesinados.
¿A qué se debió el retraso? Sus biógrafos lo suelen atribuir a los «sentimientos encontrados de Marx en relación con la Comuna[22]». Ciertamente, le asaltaban temores de que la Comuna fracasase, pero temor no es lo mismo que sentimientos encontrados. La principal razón, más prosaica y familiar, es que durante gran parte de abril y mayo estuvo con bronquitis y problemas de hígado, que le impidieron asistir al Consejo General, y, menos aún, reunir datos suficientes para un magistral homenaje de cincuenta páginas que habría de hacer justicia a la histórica levée en masse de los parisinos. «La actual situación le causa a nuestro querido Moro un intenso sufrimiento —escribía a mediados de abril su hija Jenny—, y sin duda es ella una de las principales causas de su enfermedad. Muchos amigos nuestros[23] están en la Comuna». Uno de ellos era Charles Longuet, director del diario Journal Officiel, que se trasladó a Londres tras la caída de la Comuna y se casó con Jennychen en 1872. Otro comunero, Prosper Olivier Lissagaray, se comprometería en secreto con Eleanor Marx, aunque luego romperían el compromiso. Paul y Laura Lafargue habían huido de París poco antes de que los prusianos pusieran sitio a la ciudad, pero apoyaron activamente a la Comuna desde su refugio de Burdeos.
Bajo el peso de la enfermedad y de las premoniciones, Marx también tenía que enfrentarse a su propio y obsesivo perfeccionismo: tanto si se trataba de El capital como de un breve panfleto, era reacio a hacer cualquier pronunciamiento sobre tema alguno hasta no haber cosechado y trillado todos los datos disponibles. Durante las semanas de la Comuna, envió a toda prisa decenas de cartas a los camaradas de Europa, pidiéndoles insistentemente más documentos y recortes de prensa. A juzgar por los pasajes más punzantes de su esperada declaración —que fue publicada con el título La guerra civil en Francia—, la investigación incluía también un detenido estudio de los artículos de cotilleo de los periódicos. En las dos primeras páginas nos ofrece este encantador retrato del ministro de Exteriores de Thiers: «Jules Favre, que vive en concubinato con la esposa de un borracho residente en Argelia, mediante una audaz serie de falsificaciones, difundidas a lo largo de muchos años, se las había ingeniado para hacerse, en nombre de los hijos fruto de su adulterio, con una gran herencia, que le convirtió en un hombre muy rico». Al ministro de Finanzas, Ernest Picard, le llama «el Joe Miller del gobierno de la Defensa Nacional», una referencia a un cómico de music-hall londinense. Como los conocimientos de la cultura popular inglesa de Marx eran casi nulos, se podría suponer que sus hijas, aficionadas a los escenarios, le sugirieron esa línea. Pero el resto de la acusación contra Picard es del más puro Marx, en la que cada nuevo aspecto de la lista de cargos va acompañado con una floritura legalista. Nos dice que Picard «es hermano de un tal Arthur Picard, individuo expulsado de la Bolsa de París por esquirol (véase el informe de la Prefectura de Policía de 31 de julio de 1867), y condenado, por confesión propia, por el robo de 300 000 francos cuando era director de una de las sucursales de la Société Générale, en la rue Palestro 5 (véase el informe de la Prefectura de Policía de 11 de diciembre de 1868). A este Arthur Picard le nombró Ernest Picard, director de su periódico, L’Électeur Libre…». Puede que los communards dejaran a salvo las cajas fuertes del banco, pero ciertamente habían disfrutado esculcando los archivos de la policía.
Después de presentar a los actores secundarios, Marx da paso al mismísimo Thiers, el «monstruoso enano»:
Maestro en pequeñas granujadas gubernamentales, virtuoso del perjurio y de la traición, ducho en todas esas mezquinas estratagemas, maniobras arteras y bajas perfidias de la guerra parlamentaria de partidos; siempre sin escrúpulos para atizar una revolución cuando no está en el poder y para ahogarla en sangre cuando empuña el timón del gobierno; lleno de prejuicios de clase en lugar de ideas y de vanidad en lugar de corazón; con una vida privada tan infame como odiosa en su vida pública, incluso hoy, en que representa el papel de un Sila francés, no puede por menos de subrayar lo abominable de sus actos con lo ridículo de su jactancia[24].
A continuación, Marx esboza los antecedentes de la Comuna. Lejos de ser algún tipo de motín contra un gobierno legítimo, era un valeroso intento de salvar a la Tercera República de la inconstitucional demanda de Thiers de que la Guardia Nacional rindiera sus armas y dejase París indefenso. Añadía orgullosamente que el levantamiento popular del 18 de marzo estuvo más o menos no contaminado de «los actos de violencia en que abundan las revoluciones, y más aún las contrarrevoluciones, de las “clases altas”».
Como ejemplo de estas «clases altas» retorna al propio presidente, sin reservar nada a sus lectores:
Thiers abrió su segunda campaña contra París a comienzos de abril. La primera remesa de prisioneros parisinos conducidos a Versalles hubo de sufrir indignantes crueldades, mientras Ernest Picard, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, se paseaba por delante de ellos escarneciéndolos, y mesdames Thiers y Favre, en medio de sus damas de honor (?), aplaudían desde los balcones los ultrajes del populacho versallés. Los soldados de los regimientos de línea hechos prisioneros fueron asesinados a sangre fría; nuestro valiente amigo el general Duval, el fundidor, fue fusilado sin ningún tipo de juicio; Gallifet, el chulo de su mujer, tan famosa por las desvergonzadas exhibiciones que hacía de su cuerpo en las orgías del Segundo Imperio, se jactaba en una proclama de haber mandado asesinar a un puñado de guardias nacionales… Con la inflada vanidad de un pulgarcito parlamentario a quien se permite representar el papel de un Tamerlán, [Thiers] negaba a los que se rebelaban contra Su Poquedad todo derecho de beligerantes civilizados, hasta el derecho de la neutralidad para sus hospitales de sangre. Nada más horrible que este mono, ya presentido por Voltaire.
Antes de que el lector se harte de tanta sangre y furia, Marx realiza un hábil cambio de registro, deteniéndose a considerar las lecciones de la Comuna. Cita un manifiesto de 18 de marzo que alardeaba de que los proletarios de París se habían hecho «dueños de su propio destino al tomar el poder del gobierno». Ingenua ilusión, explica. «Pero la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal como está y servirse de ella para sus propios fines»: ¿se podría intentar tocar una sonata para piano con un silbato de hojalata? Afortunadamente, la Comuna lo entendió rápidamente, al deshacerse de la policía política, sustituyendo al ejército regular por el pueblo armado, separando la Iglesia del Estado, liberando a las escuelas de la intromisión de obispos y políticos y convocando elecciones para todos los funcionarios públicos —incluidos los jueces—, de modo que fuesen «responsables y revocables». La constitución de la Comuna devolvió a la sociedad todas las fuerzas que hasta entonces habían sido absorbidas por el Estado, y la transformación fue inmediatamente visible: «Maravilloso en verdad fue el cambio operado por la Comuna de París… París ya no era el lugar de cita de terratenientes ingleses, absentistas irlandeses, exesclavistas y rastacueros estadounidenses, expropietarios rusos de siervos y boyardos de Valaquia. Ya no había cadáveres en el depósito, ni asaltos nocturnos, ni apenas hurtos; por primera vez desde los días de febrero de 1848, se podía transitar seguro por las calles de París, y eso que no había policía de ninguna clase».
Sin embargo, no duró mucho. Como señala Marx, Thiers no podía dar las dos interpretaciones: si la Comuna era obra de unos cuantos «usurpadores», que habían tomado como rehenes a los ciudadanos de París durante dos meses, ¿por qué tenían los sabuesos de Versalles que asesinar a decenas de miles de personas para acabar con la revolución? Y concluye con otro rugido de salvaje indignación ante la brutalidad del gobierno y una promesa de que nadie podrá acabar con el espíritu de la Comuna, ni en Francia ni en ningún otro lugar.
El terreno de donde brota nuestra Asociación es la propia sociedad moderna. No es posible exterminarla, por grande que sea la carnicería. Para hacerlo, los gobiernos tendrían que exterminar el despotismo del capital sobre el trabajo, base de su propia existencia parasitaria.
El París de los obreros, con su Comuna, será eternamente ensalzado como heraldo glorioso de una nueva sociedad. Sus mártires tienen su santuario en el gran corazón de la clase obrera. Y a sus exterminadores la historia los ha clavado ya en una picota eterna, de la que no lograrán redimirlos todas las preces de su clerigalla.
La guerra civil en Francia fue uno de los folletos de Marx que más efecto causaron; demasiado fuerte para los moderados sindicalistas ingleses, Benjamin Lucraft y George Odger, que dimitieron del Consejo General en cuanto se aprobó el texto aduciendo que la Internacional no tenía por qué mezclarse en política. (A partir de entonces tratarían de materializar sus modestas ambiciones a través del noble y apolítico Partido Liberal). Las dos primeras ediciones, de 3000 ejemplares, se vendieron en dos semanas; poco después se hicieron ediciones en alemán y en francés. Tal vez el logro más imponente de Marx fue hacer que las facciones enfrentadas de la izquierda se olvidaran por completo de sus rencillas. «La traducción francesa de La guerra civil tuvo un efecto excelente en los refugiados políticos —escribió su hija Jenny— porque ha satisfecho por igual a todos los partidos, blanquistas, proudhonistas y comunistas».
También tuvo un efecto excelente sobre la notoriedad de Karl Marx y de su Asociación. Los que sostienen el statu quo nunca creen que la gente corriente pueda ser capaz o pueda querer cuestionarlo, y, por tanto, a cualquier acto de desobediencia civil o de rebeldía indefectiblemente le sigue una caza de la mano oculta —ya sea una mano negra individual o un «entrenado grupo de hombres concienciados políticamente»— que mueva los hilos. (Uno de los ejemplos más deliciosos de esta tendencia paranoica lo podemos encontrar en la novela de Agatha Christie El adversario secreto, publicada en 1922, en la que los intrépidos detectives privados Tommy y Tuppence investigan un súbito brote de huelgas. «Los bolcheviques están tras los disturbios laborales —averiguan—, pero este hombre está detrás de los bolcheviques». El villano, que planeó y manipuló toda la Revolución rusa sin darse a conocer, resulta ser un inglés de nombre Mr. Brown). Las versiones victorianas de Tommy y Tuppence no tenían que buscar mucho para encontrar la fuerza criminal tras la Comuna de París. Las pruebas estaban todas en la última página de La guerra civil en Francia. «Naturalmente, la mente burguesa, con su contextura policíaca, se figura a la Asociación Internacional de los Trabajadores como una especie de conspiración secreta con un organismo central que ordena de vez en cuando explosiones en diferentes países —señalaba Marx sarcásticamente—. En realidad, nuestra Asociación no es más que el lazo internacional que une a los obreros más avanzados de los diversos países del mundo civilizado. Dondequiera que la lucha de clases alcance cierta consistencia, sean cuales fueren la forma y las condiciones en que el hecho se produzca, es lógico que los miembros de nuestra Asociación aparezcan en la vanguardia».
Aunque unos cuantos de sus miembros habían sido elegidos a los cargos de la Comuna, la propia Internacional no había dicho ni hecho nada durante los dos meses, excepto encargar a Marx la redacción del Manifiesto, que apareció demasiado tarde como para tener influencia alguna en el resultado. Pero su exagerada afirmación de que la Asociación estaba «en primer plano» causó verdadero revuelo en toda Europa. Jules Favre, de nuevo en el cargo de ministro de Asuntos Exteriores, pidió a todos los gobiernos europeos que ilegalizasen de inmediato la Internacional. Un periódico francés identificó a Marx como «jefe supremo» de los conspiradores, afirmando que había «organizado» la rebelión del 18 de febrero desde su guarida de Londres. Se dijo de la Internacional que tenía siete millones de miembros, todos esperando las órdenes de Marx para la insurrección. El gran Mazzini, héroe romántico del nacionalismo republicano, aprovechó la oportunidad para saldar una antigua cuenta, informando a la prensa italiana y británica que Marx era «un hombre de talante dominante; celoso de la influencia de otros; no regido por ninguna honrada creencia filosófica o religiosa; poseyendo, me temo, en su carácter, más elementos de ira que de amor[25]».
Otros gobiernos europeos avivaron el pánico. España accedió a extraditar a los refugiados de la Comuna, y el embajador alemán en Londres exigió a lord Granville, secretario del Foreign Office, que considerase a Marx un delincuente común por sus indignantes «amenazas a la vida y a la propiedad». Tras consultar con el primer ministro y con la reina, Granville replicó que «no creemos que las posiciones socialistas extremas hayan ganado influencia alguna en los trabajadores de este país» y «no se conoce que la sección inglesa de la Asociación haya emprendido acciones prácticas en relación con países extranjeros». Además, no se podía arrestar a un hombre que no había transgredido ley alguna.
Lord Aberdare, secretario del Interior, fue presionado constantemente para que tomase medidas en relación con Marx y la Internacional, especialmente por parte de un vehemente parlamentario sin cargo en el gobierno llamado Alexander Baillie-Cochrane. Antes de dar su opinión, Aberdare pidió a su secretario particular que consiguiera ejemplares de la supuestamente incendiaria literatura de la Internacional. Marx estuvo dispuesto a colaborar de mil amores: el 12 de julio envió al Home Office un paquete en el que se incluían el Manifiesto Fundacional, los Estatutos Provisionales y un ejemplar de La guerra civil en Francia. Cuando Bakunin se enteró, acusó a Marx de «taimado y calumniador informador de la policía», una difamación que desde entonces se ha venido repitiendo periódicamente. Uno de los más recientes biógrafos de Marx, Robert Payne, llega a la conclusión de que «la acusación tiene cierto fundamento».
¿Por qué Marx no debió tratar de disipar las tonterías que en caso contrario podía haber llegado a creer el gobierno británico? Al contrario que Bakunin, él no tenía tiempo para conspiraciones clandestinas. La Internacional era una asociación de sindicatos legalmente constituidos; ¿por qué, pues, comportarse como si hubiese algún culpable secreto acechando tras una puerta falsa? Su fe en la transparencia de las actuaciones quedó plenamente justificada cuando Aberdare informó al Parlamento, después de estudiar los documentos, que Marx y sus partidarios eran descontentos inofensivos que solo precisaban «educación con algo de formación religiosa» para volver al camino recto. A The Times no le convenció la explicación, temiendo que los inquebrantables sindicalistas ingleses, que no querían sino «un salario justo por una jornada de trabajo justa[26]», se pudieran corromper por «extrañas teorías» importadas del extranjero.
Gracias al panfleto de Marx, los periódicos británicos quedaron alertados ante el enemigo interior. «Por poco que viésemos y oyésemos abiertamente de la influencia de la “Internacional”, en realidad era la auténtica fuerza motriz cuya mano oculta guiaba, con misterioso y temible poder, toda la maquinaria de la revolución[27]», informaba la revista Fraser’s Magazine en junio de 1871. Una revista católica, The Tablet, advertía a sus lectores en cuanto a la siniestra trascendencia de una discreta librería del centro de Londres. «Nos atreveríamos a colocar esa insignificante tienda en más de un palacio y monumento. Pues allí está la sede de una sociedad cuyos designios son obedecidos por miles de personas desde Moscú a Madrid, tanto en el Nuevo Mundo como en el Viejo, cuyos discípulos ya han lanzado una guerra desesperada contra un gobierno y cuyas proclamas abogan por hacer la guerra a todos los gobiernos: la ominosa, la ubicua Asociación Internacional de los Trabajadores[28]». Un editorial del Spectator, a la vez que alababa la prosa de Marx («tan vigorosa como la de Cobbett»), pensaba que el Manifiesto era «quizá el más significativo y ominoso de los signos políticos de los tiempos[29]». Hasta la Pall Mall Gazette, en la que Engels había colaborado habitualmente durante la guerra franco-prusiana, se unió a la caza de brujas, calificando a Marx de «israelita de nacimiento» que se había puesto a sí mismo a la cabeza de «una inmensa conspiración que tenía por objeto la consecución del comunismo político».
Tras años de anonimato, Karl Marx se dio cuenta súbitamente de su mala fama. «Es cierto, sin duda, que el secretario de esa organización, que afirma dirigirla y hablar y escribir en su nombre, es un pérfido, exaltado e inmoderado alemán de nombre Karl Marx[30] —informaba la Quarterly Review—. Es también cierto que muchos de sus colegas ingleses están indignados por su violencia y se oponen a su autoritario comportamiento, negándose por completo a ser arrastrados por el fango y la sangre que para él no tienen cualidades repugnantes». Al principio se sentía bastante halagado por todo el escándalo. «Tengo el honor de ser en este momento el hombre más calumniado y amenazado de Londres —se jactaba ante su amigo alemán Ludwig Kugelmann—. Esto es ciertamente reconfortante después de un tedioso idilio de veinte años tan lejos de todo. El periódico gubernamental, el Observer, me amenaza con llevarme a juicio. ¡Que se atrevan! ¡No me importan un comino esos bribones!»[31] Pero este despreocupado desafío dejó pronto paso a un orgullo herido por las falsedades y fantasías que casi a diario aparecían en la prensa. Cuando Jenny ofreció su ayuda para exigir en su nombre una disculpa a la revista semanal Public Opinion, él le aconsejó que incluyese su antigua tarjeta de visita («Mme. Jenny Marx, née Baronesse de Westphalen») que, él esperaba, «debería imponer temor en esos tories». Por regla general, sin embargo, él prefería formas menos sutiles de contraataque. «Si su periódico continúa propagando esas mentiras, tomaremos medidas legales contra él», advertía al director de un periódico francés de Londres, L’International, que había afirmado que los «engañados» trabajadores europeos se estaban arruinando para dotar a Marx de «todas las comodidades para llevar una agradable vida en Londres». Las nuevas calumnias aparecidas en la Pall Mall Gazette provocaron otra respuesta:
Señor:
En la correspondencia de París de su publicación del día de ayer veo que, mientras se suponía que vivía en Londres, en realidad fui arrestado en Holanda a petición de Bismarck-Favre. Pero tal vez esta no sea más que una más de las innumerables y sensacionalistas historias sobre la Internacional que durante los dos últimos meses la policía franco-prusiana no ha cesado de inventar, la prensa de Versalles de publicar, y el resto de la prensa europea de reproducir.
Tengo el honor, señor, de ser
Su seguro servidor,
Karl Marx
1, Modena Villas, Maitland Park[32].
La Pall Mall Gazette contraatacó acusando a Marx de difamar al político francés Jules Favre, por lo que el seguro servidor de Modena Villas tomó de nuevo su pluma: «Declaro que usted es un calumniador —le decía al director, Frederick Greenwood—. No es culpa mía el que usted sea tan ignorante como arrogante. Si viviésemos en otro país de Europa, le pediría cuentas de otra manera, Su seguro servidor, Karl Marx[33]». Para los lectores ingleses, por supuesto, la publicación de una carta así confirmaba simplemente los peores temores sobre este peligroso rufián alemán.
A mediados de julio, un corresponsal de The World, de Nueva York, viajó hasta Modena Villas para examinar al ogro en su cubil. La primera sorpresa fue que el entorno y el aspecto de Marx eran los de un acaudalado hombre de clase media, un próspero agente de Bolsa, tal vez.
Era el confort por antonomasia, la vivienda de un hombre de gusto y de fortuna, pero sin nada en ella, peculiarmente característico de su dueño. Sin embargo, un bonito álbum de vistas del Rin en la mesa daba una pista de su nacionalidad. Miré con precaución en el jarrón de la mesilla para ver si había una bomba. Olisqueé para ver si había petróleo, pero el olor era de rosas. Volví sigilosamente a mi asiento y con aire taciturno estaba dispuesto a lo peor.
Entonces entra y me saluda cordialmente, y nos sentamos el uno frente al otro. Sí, estoy tête à tête con la personificación de la revolución, con el auténtico fundador y guía espiritual de la Asociación Internacional, con el autor del manifiesto en el que se decía al capital que si hacía la guerra a los trabajadores se encontraría con su casa quemada por completo; en una palabra, con el defensor de la Comuna de París. ¿Recuerdan el busto de Sócrates, el hombre que prefirió morir antes que hacer profesión de su creencia en los dioses de la época, el hombre de fino y hermoso perfil que al final se convierte escasamente en un pequeño rasgo respingón y curvado hacia arriba como un gancho partido en dos, que formaba la nariz? Imagínense ese busto, coloreen la barba de negro, dándole aquí y allá toques de gris, coloquen la cabeza así compuesta en un fornido cuerpo de mediana estatura y ante ustedes tendrán al Doctor. Echen un velo sobre la parte superior de la cara y podrían estar en compañía de un sacristán de toda la vida. Descubramos su rasgo esencial, la inmensa frente, y sabremos de inmediato que tendremos que vérnoslas con la más formidable de las combinaciones: un soñador que piensa, un pensador que sueña[34].
La entrevista propiamente dicha no está a la altura de esta elaborada puesta en escena. ¿Era Marx el que manejaba en la sombra los hilos de la Internacional? «Aquí no hay misterio alguno por resolver, querido señor —decía sonriendo—, excepto quizá el misterio de la estupidez humana en aquellos que constantemente pasan por alto el hecho de que nuestra Asociación es pública y que se publican informes completos sobre sus sesiones para todos los que deseen leerlos. Por un penique pueden comprar nuestros estatutos, y con un chelín gastado en panfletos sabrá tanto sobre nosotros como nosotros mismos». El periodista estadounidense no se convenció. La Internacional podía ser una asociación de obreros auténticos, pero ¿acaso no podían ser meros instrumentos en manos de un genio maléfico disfrazado de respetable ciudadano de clase media del noroeste de Londres? «No hay nada que lo demuestre», contestó secamente Marx.
Se había hartado de desmentir los rumores sensacionalistas que se extendieron por toda Europa occidental y por otros lugares más alejados. Un periódico francés, L’Avenir Libéral, informó de que había muerto; luego él leyó su propia necrológica en The World, de Nueva York, que hacía el panegírico de «uno de los más dedicados, más audaces y más desinteresados defensores de todas las clases y pueblos oprimidos». Bastante gratificante, quizá, pero también un indeseado recordatorio de la muerte, ya que su salud era verdaderamente precaria. A mediados de agosto, su médico le diagnosticó «exceso de tensión» y le prescribió dos semanas de descanso y aires marinos. «No me he traído la medicina para el hígado —escribió Marx a Engels desde el hotel Globe de Brighton—, pero el aire me hace un inmenso bien». Olvidó añadir que estaba lloviendo constantemente y que agarró un terrible resfriado.
La fama le seguía a todos lados. Poco después de llegar a Brighton, reconoció en un hombre que acechaba en una esquina de la calle a un inepto espía que a menudo les había seguido, a él y a Engels, por Londres. Pocos días después, harto de que siguieran cada uno de sus pasos, Marx se detuvo de repente, se volvió y lanzó a su perseguidor una mirada amenazadora. El fisgón saludó humildemente quitándose el sombrero y desapareció para siempre.
Si hubiesen sabido la verdad, estos sabuesos podrían haberse ahorrado muchas suelas de zapato. El enorme y disciplinado ejército de revolucionarios solo existía en la imaginación de los angustiados políticos y directores de periódico. Tan pronto como la Comuna fue aplastada, la propia Internacional comenzó a desintegrarse. La sección francesa fue ilegalizada, y sus miembros o fueron asesinados o trasladados a la lejana colonia de Nueva Caledonia; los dirigentes sindicales ingleses cayeron bajo la influencia del Partido Liberal de Gladstone; y muchas de las secciones de Estados Unidos fueron secuestradas por discípulos burgueses de las peculiares hermanas Victoria Woodhull y Tennessee Claflin, que defendían el espiritualismo, la necromancia, el amor libre, la abstinencia de bebidas alcohólicas y un idioma universal. (Woodhull, que utilizaba su indudable poder de seducción para sacar grandes sumas de dinero del magnate Cornelius Vanderbilt, había empezado su carrera como vendedora ambulante de remedios milagrosos. Se aprovechó de la política de puertas abiertas de Marx, que propugnaba la admisión de todo el que estuviese de acuerdo en líneas generales con la declaración de objetivos de la Asociación; pero hasta su paciencia tenía un límite cuando ella anunció su intención de presentarse a las elecciones presidenciales como candidata de la Asociación Internacional de los Trabajadores y de la Sociedad Nacional de Espiritualistas). En ausencia de Marx, durante su viaje a la costa, varios refugiados parisinos que vivían en Londres fueron reclutados para formar parte del Consejo General, pero como la mayoría de ellos eran charlatanes proudhonistas, comenzaron otra vez las viejas riñas entre facciones.
Por supuesto, aún seguía la amenaza de Mijaíl Bakunin, que observaba a la Internacional, herida y renqueante, como una hiena hambrienta contempla su comida. Estaba intrigando con más determinación que nunca junto a su nuevo secuaz, Serguéi Necháiev, un loco anarcoterrorista ruso llegado de Suiza en 1869. Bakunin, que no se quedaba atrás en sus fantasías, se horrorizó al jactarse Necháiev de haber organizado una red de células revolucionarias en toda Rusia, así como ante el espectacular relato de su huida de la fortaleza de Pedro y Pablo en San Petersburgo. Aunque la mayoría de estas historias eran pura ficción, el ansia de violencia de Necháiev sí era auténtica: antes de huir de Rusia había asesinado a un compañero estudiante en San Petersburgo, aparentemente sin más razón que como demostración de lo que era capaz de hacer. Después de unirse a Bakunin, publicó una serie de incendiarios artículos y proclamas, aparentemente de «la Internacional», advirtiendo acerca de la cólera que habría de desatarse.
Los grotescos bakuninistas lograron escindir por completo la Fédération Romande, la sección suiza de la Internacional, causando una gran confusión; entre otras razones, porque ambas facciones siguieron publicando manifiestos en nombre de la Fédération. Para acabar con la disputa, desde la sede de Londres convocaron una conferencia especial en septiembre de 1871, celebrada en la taberna Blue Posts, en Tottenham Court Road. «Ha sido una ardua tarea —escribió Marx a su mujer, que sabiamente se fue a Ramsgate para quitarse de en medio—. Sesiones de mañana y de tarde; entremedias, reuniones de comisiones, entrevistas a testigos, informes que escribir, y así sucesivamente. Pero se ha hecho más que en todos los congresos anteriores juntos, porque no había público ante el que escenificar comedias retóricas.»[35]
Marx, que siempre actuaba a plena satisfacción en las tabernas, se impuso en las sesiones. Señaló que aunque Bakunin había prometido disolver su llamada Alianza Internacional de la Democracia Socialista como condición para su admisión en la Internacional, «la Alianza nunca se disolvió; siempre mantuvo cierta organización». No hubo condena directa de Bakunin, pero los delegados aprobaron una moción señalando que Necháiev, que nunca había sido miembro ni representante de la Internacional, «ha usado fraudulentamente el nombre de la Asociación Internacional de los Trabajadores para embaucar a la gente de Rusia». También se ordenó a los bakuninistas que dejaran de utilizar el nombre de la Fédération Romande; como concesión, se les permitió formar una sección suiza independiente que sería conocida por el nombre de Federación Jurásica.
Bakunin había salido bastante indemne. Pero sabía que Marx se estaba preparando para el enfrentamiento definitivo, ya que era evidente que en la Internacional no cabían ambos. Poco después de la conferencia de Londres, la nueva Federación Jurásica celebró su propio congreso en la ciudad suiza de Sonvillier, donde se habló mucho del carácter «no representativo» de la conferencia de Londres. Cierto: a la taberna Blue Posts habían asistido trece miembros del Consejo General pero solo diez delegados del resto del mundo: dos de Suiza (ambos contrarios a Bakunin), uno de Francia, uno de España, y no menos de seis de Bélgica. La reunión de Sonvillier fue, a pesar de todo, menos representativa aún: dieciséis delegados y todos ellos partidarios de Bakunin. Aprobaron una circular que fue distribuida a las secciones internacionales de toda Europa: «Si hay un hecho innegable, demostrado mil veces por la experiencia, es el efecto corruptor de la autoridad sobre aquellos en cuyas manos se deposita… Las funciones de los miembros del Consejo General llegan a ser consideradas como propiedad privada de unos pocos individuos… Se convierten ante sus propios ojos en una especie de gobierno; y es natural que sus ideas particulares les parezcan ser la doctrina oficial y exclusiva de la Asociación, mientras que las ideas divergentes, expresadas por otros grupos, ya no parecen ser expresión legítima de opinión de igual valor que las suyas propias, sino una verdadera herejía». La única cura para el autoritarismo, decían, era despojar al Consejo General de sus poderes y reducirlo a un mero «buzón de correos».
En los siguientes meses, Bakunin publicó una serie de circulares cada vez más histéricas y salpicadas de bilis dirigidas a las secciones de la Internacional de España e Italia, presentándose como víctima de «una atroz conspiración de los judíos alemanes y rusos», «fanáticamente consagrados a Marx, su Mesías y dictador». Solo la «estirpe latina», añadía aduladoramente, podía desenmascarar los planes secretos de los hebreos para dominar el mundo.
Todo este mundo judío constituye una secta con un solo fin, una especie de pueblo sanguijuela, un parásito colectivo, voraz, organizado no solo a través de las fronteras de los estados, sino a través de las diferencias de opinión política; este mundo está en la actualidad, al menos en una gran parte, a las órdenes de Marx, por un lado, y de los Rothschild, por otro. Sé que los Rothschild, reaccionarios como no podría ser de otra manera, tienen en alta estima los méritos del comunista Marx; y que, a su vez, el comunista Marx se siente irresistiblemente atraído, por instinto y por respetuosa admiración, por el genio financiero de los Rothschild. La solidaridad judía, esa poderosa solidaridad que ha perdurado a lo largo de la historia, es lo que les ha unido[36].
Al menos estos pútridos desvaríos eran sinceros. En 1869 había escrito una extensa diatriba contra los judíos («desprovistos de todo sentido moral y de dignidad personal») en la que solo admitía cinco excepciones en la regla: Jesucristo, san Pablo, Spinoza, Lassalle y Marx. Cuando un amigo le preguntó por qué le había dado la absolución a Marx, Bakunin le explicó que quería sorprender descuidado al enemigo: «Podría suceder, incluso a corto plazo, que comenzase a luchar contra él… Pero todo tiene su tiempo, y la hora de la lucha aún no ha sonado». Ahora que la batalla estaba iniciada, ya no tenía que esconder sus verdaderos sentimientos.
Llegados a este punto, conviene hacer una importante distinción. Hasta la Segunda Guerra Mundial, novelistas populares como Agatha Christie incluían a veces, como de pasada, comentarios antisemitas en sus libros («Por supuesto, es judío, pero tremendamente agradable»); con todo, nadie ha acusado nunca a Agatha Christie de querer perseguir y asesinar a seis millones de judíos. Análogamente, el estereotipo de «judío avaro» era casi universal en el siglo XIX: el propio Marx lo utilizó en su temprano ensayo Sobre la cuestión judía. Pero Bakunin dirigía sus pérfidas diatribas a los «judíos de sangre», independientemente de su fe religiosa, sus métodos de actuar, su clase social o su ideología política. Donde Marx defendía que la emancipación de la humanidad liberaría a los judíos de la tiranía del judaísmo, Bakunin solo quería aniquilarlos. «En todos los países la gente detesta a los judíos —escribía en una circular a la sección de la Internacional de Bolonia—. Los detestan tanto que toda revolución popular va acompañada de una masacre de judíos: una consecuencia natural…».
Comprensiblemente, el Consejo General se vio obligado a alejarse de estas invectivas racistas, particularmente en un momento en que todos los directores de periódicos europeos estaban buscando lodo que arrojar a la Asociación Internacional de los Trabajadores. En junio de 1872 publicó un panfleto escrito por Marx, Las pretendidas escisiones en la Internacional, en cuya primera página ya se contradecía el título, confirmando que había una escisión tan grande como el Canal de la Mancha: «La Internacional atraviesa la crisis más seria que ha conocido desde su fundación[37]». Bakunin era acusado de incitación a la «guerra racial» y de organizar sociedades secretas como parte de su plan de hacer naufragar el movimiento obrero.
Él contraatacó exigiendo la convocatoria inmediata de un congreso en toda regla para resolver la disputa de una vez por todas. Como no se habían celebrado congresos desde 1869 —primero, a causa de la guerra franco-prusiana, y luego por la persecución policial que siguió a la Comuna de París—, el Consejo General no podía negarse. Debidamente anunció que se celebraría una sesión plenaria en La Haya, el 2 de septiembre de 1872. Esta fue la señal para más aullidos de protesta por parte de Bakunin, que quería que se celebrase en su propio feudo de Ginebra, pero el Consejo indicó que Suiza ya había sido sede de tres de los cuatro congresos de la Internacional, y que hasta las mejores cosas pueden llegar a hartar. Bakunin decidió boicotear la reunión, dando instrucciones a sus partidarios «de enviar sus delegados a La Haya, pero con mandatos imperativos, muy claros, en los que se les ordenase abandonar el congreso en grupo tan pronto como, en cualquier cuestión, la mayoría se decantase hacia las posturas marxistas».
Tras estas escaramuzas preliminares, el congreso de La Haya se inauguró en un ambiente de locura conspiratoria en el inapropiadamente llamado Salón de la Concordia. Asistieron sesenta y cinco delegados y un número mayor de reporteros, espías y turistas curiosos que fueron a ver a los peligrosos revolucionarios como si de los leones de un circo se tratase. Un periódico belga dio la triste noticia a sus lectores de que el doctor Marx, padrino del terrorismo y del caos, parecía un «rico hacendado». El periodista liberal holandés S. M. N. Calisch observó que se decía que Marx tenía parientes en Amsterdam: «Si ello es cierto, su familia no tendrá problemas para introducirle en sociedad o para beber té con él en el Zoo Café. La impresión que causa, con su traje gris, es exactamente comme IL faut. El que no le conociera y no tuviese relación con la pesadilla de la temida Internacional le podría tomar por un turista dando un paseo a pie[38]». Con todo, los joyeros cerraron y atrancaron sus tiendas por miedo a que los comunistas les rompieran los escaparates y les robaran todas sus alhajas. Un periódico de la ciudad, el Haager Dagblaad, aconsejaba que las mujeres y los niños no salieran de sus casas.
Para disgusto de los agentes policiales y de la prensa, el congreso pasó inmediatamente a deliberar en sesión cerrada mientras se verificaban las credenciales de los delegados. Un espía de Berlín escribió desalentado a sus jefes que «al público ni siquiera se le permite echar un vistazo a la planta baja donde se celebran las reuniones, o intentar escuchar ni una palabra de lo que allí sucede a través de la ventana abierta[39]». El corresponsal de The Times se las ingenió para poner la oreja en una cerradura, pero solo escuchó «el sonido de la campanilla del presidente, destacándose una y otra vez sobre la tormenta de airadas voces[40]». Las discusiones fueron violentas y prolongadas: durante tres días las facciones rivales trataron de conseguir ventaja poniendo en duda las credenciales de la mayoría de sus opositores. Cuando alguien indicó que Maltman Barry, que asistía en representación de los trabajadores alemanes de Chicago, era en realidad un tory de Londres y «no un dirigente reconocido de los obreros ingleses», Marx replicó que eso no suponía vergüenza alguna, ya que «casi todos los dirigentes reconocidos de los obreros ingleses estaban vendidos a Gladstone», un comentario que poco hacía por ganar para su causa a los otros representantes ingleses. A pesar de todo, podía confiar en los alemanes y en los franceses, entre los cuales estaba el prometido de Jennychen, Charles Longuet. Paul Lafargue, el yerno de Marx, se había camuflado astutamente en la delegación española, el resto de los cuales eran unánimemente partidarios de Bakunin.
Al final de este maratón de tres días, resultaba claro que los anarquistas estaban en minoría por gran diferencia. Algunos delegados, que no podían faltar del trabajo por más tiempo, regresaron a sus países sin esperar los debates propiamente dichos o las votaciones; otros paseaban en busca de reuniones más estimulantes en los burdeles de la ciudad.
«Por fin hemos tenido una verdadera sesión del congreso de la Internacional —informaba el periódico Le Français después de que se abrieran las puertas al público el 5 de septiembre por la noche—, en la que había una multitud diez veces superior a la capacidad de la sala, con aplausos e interrupciones y empujones y zarandeos y gritos enardecidos, y ataques personales y declaraciones extremadamente radicales y sin embargo extremadamente enfrentadas, con recriminaciones, denuncias, protestas, llamadas al orden, y finalmente, la clausura de la sesión; pero no del debate, que pasadas las diez, con un calor tropical y en medio de una confusión inenarrable, logró imponerse por la fuerza de los acontecimientos.»[41] Aunque intentaba pasar inadvertido, sentado discretamente detrás de Engels, nadie dudaba de que el rico hacendado era quien mandaba. Ya en el primer debate, sobre la ampliación de competencias del Consejo General, un delegado de Nueva York manifestaba que la Internacional necesitaba una poderosa cabeza «con muchos sesos». La sala se llenó de risas y todos los ojos se volvieron simultáneamente hacia Marx. La moción fue aprobada por treinta y dos votos contra seis, y seis abstenciones.
Cuando se anunció el resultado, Engels se levantó súbitamente de su asiento y pidió permiso para «hacer una comunicación al congreso». A la vista de la manifiesta desunión e improbabilidad de reconciliar a los franceses con los españoles o a los ingleses con los alemanes, él y Marx querían proponer que la sede del Consejo General se trasladase a Nueva York.
Incapaces de creer lo que acababan de escuchar, los delegados permanecieron paralizados y en silencio durante unos instantes. Como escribió un observador inglés, «era un coup d’état, y todos miraban a sus vecinos para romper el encantamiento[42]». Europa era la cuna del nuevo movimiento revolucionario, tal como los comuneros de París lo habían demostrado hacía poco más de un año: ¿cómo podía la Internacional criar y educar a su retoño desde el otro lado del Atlántico? El homenaje de Engels a la superior «capacidad y celo» del trabajo organizado en Estados Unidos no era particularmente convincente, ya que todos sabían que durante los dos últimos años la sección estadounidense de la Internacional había estado enfrascada en la lucha contra Victoria Woodhull y su demente culto. Ciertamente, un Consejo General compuesto exclusivamente por estadounidenses tendría menos luchas entre proudhonistas, blanquistas y comunistas, pero también carecería del poderoso cerebro de Karl Marx. Algunos de sus más enconados enemigos aprobaron fervientemente la idea por esa misma razón, del mismo modo que muchos de sus aliados se sintieron obligados a votar en contra. «Su supervisión personal y su dirección son absolutamente esenciales», afirmó consternado uno de los partidarios de Marx. Otro dijo que lo mismo era trasladar la sede central a la Luna que a Nueva York. Gracias al voto solidario de los anarquistas, sin embargo, Marx y Engels se salieron con la suya: veintiséis votos a favor, veintitrés en contra y seis abstenciones.
Al desterrar a la Internacional a Estados Unidos, Marx, deliberadamente, la había condenado a muerte. «La estrella de la Comuna ya ha sobrepasado su no muy elevada altitud meridiana —comentaba el Spectator el 14 de septiembre— y, a no ser en Rusia, nunca más la veremos tan alta». ¿Por qué lo hizo, pues? Los investigadores han considerado la cuestión como un enigma insoluble, pero no hay ningún misterio: estaba sencillamente agotado por el esfuerzo de mantener unidas a las agrupaciones. Uno o dos camaradas ya conocían el secreto. «Estoy tan cansado de trabajar —escribió a un amigo ruso tres meses antes del congreso—, y en realidad interfieren tanto en mis estudios teóricos que, a partir de septiembre, me retiraré de las cuestiones comerciales [nombre en clave del Consejo General] que, en este momento, descansan principalmente sobre mis hombros, y que, como sabe, tienen sus ramificaciones en todo el mundo. Pero en todo hay que ser moderado, y ya no puedo permitirme, al menos por algún tiempo, combinar dos clases de actividad de naturaleza tan dispar.»[43] En una carta al socialista belga César de Paepe, de 28 de mayo de 1872, parecía incluso más contento ante su licenciamiento: «Cuento los días que faltan para el próximo congreso. Será el final de mi esclavitud. Después volveré de nuevo a ser libre; no aceptaré más tareas administrativas…»[44]. Marx sabía que, sin su autoritaria presencia, el Consejo General se desintegraría de todas formas y podría causar un grave daño al comunismo antes de fenecer. Mejor ahorrarle sufrimientos al animal herido.
Tras la decisión sobre el traslado a Nueva York, los posteriores debates del congreso de La Haya perdieron gran parte de su interés. Pero Marx había preparado otro golpe de efecto con el que abandonar la escena pública. Dos semanas antes de viajar a Holanda, había obtenido un documento procedente de San Petersburgo que parecía demostrar que Mijaíl Bakunin era un maníaco homicida. En este momento lo dio a conocer, encendiendo una final hoguera de las vanidades.
En el invierno de 1869, escaso de dinero como de costumbre, Bakunin había aceptado 300 rublos del representante de un editor, de nombre Lyubavin, para traducir El capital al ruso. Sería difícil pensar en alguien menos adecuado para la tarea, dejando a un lado que era incorregiblemente aficionado a dejar las cosas para otro día y que resultaba improbable que hiciese nada que diese realce a la reputación de Marx. Pero Lyubavin, aparentemente, no sabía nada de esto y después de dos meses envió una amable nota recordándole que el plazo de entrega del manuscrito se había cumplido. Como respuesta, en febrero de 1870 recibió una terrorífica carta del perro de presa de Bakunin, el joven Serguéi Necháiev, que afirmaba actuar en representación de un secreto «buró» de asesinos revolucionarios. Después de denunciar a Lyubavin por parásito y extorsionador, que quería impedir que Bakunin «trabajase por la suprema causa del pueblo ruso» obligándole a dedicarse a la rutina literaria, Necháiev ordenó al editor que rompiese el contrato y que permitiese que Bakunin se quedase con el dinero, o de lo contrario se iba a enterar.
Reconociendo con quien está usted tratando, hará, pues, todo lo necesario para evitar la lamentable posibilidad de que tengamos que dirigirnos a usted una segunda vez de una manera menos civilizada … Somos escrupulosamente puntuales y hemos calculado la fecha exacta en que recibirá esta carta. Usted, a su vez, no deberá ser menos puntual en el cumplimiento de estas exigencias, de manera que no nos veamos en la necesidad de tener que recurrir a medidas extremas que serán una pizca más severas… Depende por completo de usted el que nuestras relaciones sean más amigables y se cree entre nosotros un más firme entendimiento, o el que nuestra relación tome unos derroteros menos agradables.
Sinceramente, suyo affmo…
Para que aquel se hiciera una idea del carácter de sus «medidas extremas», Necháiev adornó el papel de la carta con un emblema en el que figuraban una pistola, un hacha y un puñal.
Esta no es una técnica que uno recomendaría a un autor que ha incumplido un plazo de entrega. Bakunin, posteriormente, afirmó que no era consciente de la carta, del mismo modo que no tenía ni idea de que Necháiev estaba en busca y captura por el asesinato de un estudiante en San Petersburgo: en cuanto descubrió la espantosa verdad, en la primavera de 1870, desautorizó al punto a su sanguinario colaborador. Su alegato de inocencia ha sido aceptado por los historiadores y biógrafos desde ese momento, pero no es más verosímil que cualquier otro hecho que emanase de este fantasioso de categoría internacional.
La verdad yace en los archivos de la Bibliothèque Nationale de París, donde, en 1966, el profesor Michael Confino descubrió una carta de Bakunin a Necháiev, de fecha 2 de junio de 1870, es decir, después de que el padre del anarquismo supuestamente desheredase a su delincuente hijo. Lejos de repudiarlo, Bakunin proponía que continuasen urdiendo y conspirando juntos, con la única condición de que el «Muchacho» (como cariñosamente llamaba a Necháiev) fuese más selectivo a la hora de elegir a sus víctimas. «Esta sencilla norma —escribió— ha de ser la base de nuestra actividad: verdad, honestidad, confianza mutua entre todos los hermanos y para con todo hombre que sea capaz de convertirse en hermano o que deseemos que se convierta en hermano; mentiras, astucias, enredos y, en caso necesario, violencia para con los enemigos.»[45] Así es como Bakunin repudiaba el «gangsterismo».
La otra carta incriminatoria, la de Necháiev al infortunado Lyubavin, tuvo el efecto previsto cuando Marx la mostró a los delegados de La Haya. El último día del congreso, por una mayoría de veintisiete contra siete, decidieron la expulsión de Bakunin de la Asociación.
La Internacional entró en un rápido declive tras su traslado a Nueva York, y se disolvió formalmente en 1876. Mijaíl Bakunin murió ese mismo año. Necháiev, su querido Muchacho, fue deportado de Suiza a Rusia en el otoño de 1872, donde fue condenado por asesinato y confinado en la fortaleza de Pedro y Pablo, y donde, tras diez años de solitario confinamiento en una húmeda mazmorra, murió a los treinta y cinco años de edad. Marx vivió más que todos ellos.

12.-

El puercoespín afeitado

Paradoja, ironía y contradicción, los principios que inspiraron la obra de Marx fueron también la pícara trinidad que conformó su propia vida. Podríamos asegurar que hubiese aplaudido el desafiante credo de Ralph Waldo Emerson: «La estúpida coherencia es el duende que hay en las mentes pequeñas, adorado por los hombrecillos de Estado y los filósofos y teólogos de tres al cuarto. Con la coherencia una mente grande no tiene, sencillamente, nada que ver».
No sorprende, pues, que un hombre que estuvo perpetuamente en la miseria durante toda su trayectoria profesional solo hallase la seguridad económica cuando abandonó la lucha para ganarse la vida. En el verano de 1870, Engels vendió su participación en el negocio familiar a uno de los hermanos Ermen, y con lo obtenido pudo garantizar a su imprevisor amigo una pensión de 350 libras al año. «Estoy abrumado por su excesiva amabilidad», le dijo Marx, casi sin saber qué decir. Durante dos décadas, Engels había sido el que ganase el sustento de la amplia tribu a su cargo —las hermanas Burns, la familia Marx, Helene Demuth— mientras también escribía y luchaba con energía por su causa política. Jamás protestó. Como dijo Jenny Marx, «siempre está lleno de salud, de vigor, alegre y de buen humor, y disfruta al máximo de su cerveza (sobre todo de la vienesa[1])». Acompañado de Lizzy Burns y la simplona sobrina de esta, Mary Ellen («Pumps») —otra persona sin familia protegida por él—, Engels se trasladó a Londres, alquilando una hermosa casa urbana en 122 Regent’s Park Road.
No todas las ironías del destino fueron tan propicias. Los años de lucha en la Internacional le habían producido a Marx una violenta alergia a los socialistas franceses, a los que esperaba curar dimitiendo del Consejo General; ahora el destino le jugó la mala pasada de darle a dos de estos irritantes individuos como yernos. El 2 de octubre de 1872, un par de semanas después del congreso de La Haya, Jennychen se casó con Charles Longuet, en una ceremonia civil celebrada en la oficina del registro de Saint Pancras.
La madre de la novia, que no siempre compartía los prejuicios más extremos de Karl, ciertamente era de su misma opinión en este caso. Casi todo lo relacionado con los franceses le producía dentera: su hauteur, su élan, su savoir faire, sus idées fixes, sus grandes passions y, probablemente, su je ne sais quoi también. «Longuet es un hombre de mucho talento —escribió a Liebknecht cuando se anunció el compromiso— y es bueno, honrado y decente… Por otro lado, no puedo considerar su unión con gran serenidad y verdaderamente hubiese preferido que la elección de Jenny hubiese recaído (para variar) en un inglés o en un alemán en lugar de un francés, que por supuesto posee todas las encantadoras cualidades de esa nación, pero no está libre de sus debilidades y defectos.»[2]
Ciertamente, Longuet resultó ser una persona violenta, huraña, egoísta y autoritaria, que condenó a su mujer a la rutina del incesante trabajo en la casa. «Aunque trabajo como una negra —contó ella a su hermana Eleanor—, lo único que hace es gritarme y refunfuñar cada minuto que está en casa.»[3] Para Karl Marx, el único consuelo de este lamentable matrimonio fue la llegada de nietos —cinco chicos, de los cuales uno murió de pequeño— y el hecho de que Longuet tuviese ingresos regulares como profesor en la Universidad de Londres, y que pagase la casa y la alimentación de Jennychen. (Dos años antes de la boda, cuando las finanzas de la familia Marx se hundieron a unas cotas inimaginables, ella se había visto obligada a buscar trabajo como institutriz).
El marido de Laura, por el contrario, parecía un caso perdido. Paul Lafargue renunció a sus ambiciones de hacerse médico porque las muertes de sus tres hijos habían quebrado su fe en los médicos; emprendió, por el contrario, una carrera en los negocios, comprando la patente de un «nuevo proceso» de fotograbado. Esta descabellada idea se vio perjudicada desde el comienzo por las disputas con su socio, el communard refugiado Benjamin Constant Le Moussu, y para salvar el honor familiar, Marx se vio obligado a comprar la parte de Lafargue (ni que decir tiene que financiado por el bueno de Engels). Luego, el propio Marx se enemistó con Le Moussu en cuanto a la propiedad de la patente. En lugar de sufrir la vergüenza y los gastos de llevar el caso a juicio, decidieron acudir a un arbitraje privado, poniendo la decisión en manos de un abogado de izquierdas, Frederic Harrison, que recuerda lo siguiente en sus memorias:
Con anterioridad a que me expusieran el caso, les requerí en debida forma, y que jurasen sobre la Biblia, como entonces exigía la ley para cualquier testimonio legal. Esto llenó de horror a ambos. Karl Marx manifestó que jamás se degradaría de tal forma. Le Moussu dijo que ningún hombre jamás le acusaría de un acto de tal vileza. Durante media hora discutieron y protestaron, negándose ambos a jurar primero en presencia del otro. Por fin logré el compromiso de que los testigos deberían «tocar simultáneamente el libro», sin pronunciar palabra alguna. Me parecía que ambos se encogían ante la profanación que suponía tocar el sagrado volumen, tal como en la ópera Mefistófeles retrocede ante la cruz. Cuando procedieron a exponer el caso, venció el ingenioso Le Moussu, ya que Karl Marx se defendió a trancas y barrancas sumido en una gran confusión[4].
El desastre reforzó la convicción de Marx de que, bajo sus «estupideces francesas», los socialistas parisinos eran todos mentirosos y bribones. Le Moussu pasó inmediatamente a formar parte de su bestiario particular de granujas, calificado de estafador «que me robó a mí, y a otros, sumas considerables de dinero, y que luego recurrió a infames calumnias para lavar su reputación y presentarse como una persona inocente cuya hermosa alma no era apreciada[5]». Pero la cólera de Marx pronto se dirigiría hacia Paul Lafargue, el incompetente zoquete que le había metido en ese enredo. Aparte de sus «debilidades y defectos», tanto Lafargue como Longuet eran unos cabezas huecas políticamente hablando, que se negaban a hacer caso de los innumerables sermones y charlas de su exasperado suegro. «¡Longuet, último de los proudhonistas, y Lafargue, último de los bakuninistas!, —se quejaba a Engels—. ¡Que el diablo se los lleve!»[6]
Perder dos hijas a manos de los franceses se podía considerar una desgracia; perder la tercera hubiese sido una negligencia impensable. Podemos imaginarnos la horrorizada reacción cuando Eleanor se enamoró del apuesto Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray, que con treinta y cuatro años tenía exactamente el doble de edad que ella. Lissagaray tuvo la desgracia de llegar a Modena Villas en el momento en que ya había comenzado la guerra de las Galias contra Lafargue y Longuet; en otras circunstancias, hubiese parecido bastante aceptable. «Con una excepción, todos los libros sobre la Comuna que han aparecido hasta ahora son pura basura. Esa excepción a la regla general es la obra de Lissagaray[7]», dijo Jennychen a los Kugelmann en 1871, haciéndose eco, aparentemente, de la opinión de su padre. Cuando Lissagaray publicó unos años más tarde una versión más completa de su Historia de la Comuna, Marx ayudó incluso a Eleanor a preparar la traducción inglesa. Con todo y eso, el individuo era indudablemente francés: su acicalado tupé, su altanera sonrisilla y su exhibicionismo natural eran cualidades, todas, que denotaban a un voluble individualista, y correspondía a Lissagaray demostrar que podría ser un marido responsable. «No le pedí nada —escribió Marx a Engels—, excepto que diese pruebas y no palabras de que su reputación no era justificada y que había buenas razones para confiar en él… Lo peor de todo es que debo ser muy cauto e indulgente por la pequeña.»[8]
Falso: durante muchos períodos prohibió radicalmente a «Tussy» ver a «Lissa», mientras que la más verdaderamente cauta e indulgente Jenny Marx se confabulaba con ellos en sus citas secretas. Pero estos apresurados encuentros no hacían sino agravar el dolor de la separación. En mayo de 1873, Eleanor encontró trabajo de profesora en un colegio de señoritas de Brighton, con la esperanza de escapar de la torva mirada de Marx (y quizá de su dependencia económica); en septiembre estaba de vuelta en casa al borde de un ataque de nervios. Si se la obligaba a elegir entre su padre y su enamorado, no podría desafiar la atracción gravitatoria de la devoción filial; pero ¿por qué se la tenía que obligar a elegir? En una carta que dejó en su escritorio unos meses después, desvelaba su agonía sin mermar su deseo de obedecer:
Querido Moro:
Te voy a pedir algo, pero primero quiero que me prometas que no te enfadarás mucho. Quiero saber, querido Moro, cuándo podré ver a L. de nuevo. Es tan duro nunca poder verle. He hecho lo que he podido para tener paciencia, pero es muy difícil y siento que no podré tenerla por más tiempo. No espero que permitas que él pueda venir aquí. Ni siquiera pretendo eso, pero ¿acaso no podría, de vez en cuando, salir de paseo con él?…
Cuando estuve tan enferma en Brighton (en una época en que perdía el conocimiento dos o tres veces diarias), L. venía a verme, y cada vez que lo hacía me sentía más fuerte y feliz; y más capaz de llevar la pesada carga que tenía sobre mis hombros. [Marx ignoraba por completo estas visitas.] Hace tanto tiempo desde que le vi por última vez que estoy empezando a sentirme muy apenada a pesar de todos mis esfuerzos por resistir, pues he intentado con fuerzas estar alegre y jovial. Pero no puedo más…
En cualquier caso, querido Moro, si de momento no puedo verle, ¿podrías decir cuándo podré? Sería algo que mantendría viva mi esperanza, y si el tiempo no fuese excesivamente largo, sería menos pesada la espera.
Mi querido Moro, por favor, no te enfades conmigo por escribir esto, pero perdóname por ser tan egoísta como para preocuparte de nuevo.
Tuya,
Tussy[9]
Marx no cedió.
Eleanor intentó entretenerse manteniéndose ocupada, como siempre había hecho su padre. Se apuntó a unas clases de interpretación con una tal Mrs. Vezin, con la esperanza de hacer realidad sus fantasías de niña de dedicarse al teatro; entró a formar parte de la New Shakespeare Society y de la Browning Society, dos de los muchos grupos creados por el profesor socialista Frederick James Furnivall; como Marx antes que ella, descubrió el cálido refugio del Museo Británico, donde comenzó a hacer investigación por su cuenta y traducciones para Furnivall. (Fue mientras trabajaba en la sala de lectura cuando conoció a un joven irlandés de nombre George Bernard Shaw, recién llegado a Inglaterra, y con el que mantuvo una firme amistad). Años más tarde, después de dar una lectura en la reunión anual de la Browning Society, en junio de 1882, escribió entusiasmada a Jennychen:
El lugar estaba abarrotado, y como allí estaban todo tipo de «personajes», «literarios» y de otro tipo, me sentí ridículamente nerviosa pero continué. Mrs. Sutherland Orr (hermana de Frederick Leighton, presidente de la Royal Academy) ¡quiere llevarme a ver a Browning para que le recite sus propios poemas! Me han invitado a ir esta tarde a una «reunión social» en casa de lady Wilde. Es la madre de ese flojo e insoportable joven, Oscar Wilde, que tanto ha estado haciendo el ridículo en Estados Unidos. Como el hijo aún no ha regresado y la madre es agradable, es posible que vaya… ¡Qué bueno es el entusiasmo[10]!
Los signos de admiración, y el respeto lleno de admiración con que menciona a los «personajes» son dignos del mismísimo Charles Pooter[*].
Aunque el entusiasmo trajo algo de alegría y consuelo, no lograba hacerle olvidar la situación en relación con Lissagaray. Lo que más dolor causaba a Eleanor era que Jenny, que nunca la entendió, fuese tan dulce y comprensiva mientras su querido Moro parecía ajeno al sacrificio que suponía para ella, aun cuando «nuestros caracteres eran tan exactamente idénticos». Como muchas de sus visitas señalaron, existía también un asombroso parecido físico: una ancha y estrecha frente sobre unos ojos oscuros y brillantes y una prominente nariz. Si dibujamos una barba en la fotografía de Eleanor, tenemos la imagen de Karl Marx de joven. «Desgraciadamente, solo heredé la nariz de mi padre —decía en broma—, y no su genio.»[11] Cuando comparaba a sus hijas, Marx reconocía que «Jenny se parece mucho a mí, pero Tussy es yo». Siguiendo su ejemplo, intentaba calmar sus nervios fumando un cigarrillo tras otro, un hábito muy frecuente entre los hombres del mundillo literario pero extraño y sorprendente en una chica victoriana bien educada que aún no había cumplido los veinte años.
Hasta sus enfermedades adquirieron una horripilante sincronía. Las depresiones de Tussy se manifestaban en forma de jaquecas, insomnio, náuseas y casi todos los demás síntomas (excepto los forúnculos) que tan bien conocía Marx. «Lo que ni papá ni los médicos, ni nadie entenderá —se quejaba— es que lo más grave que me aqueja son las preocupaciones mentales[12]»; extraño fallo ante un hombre que había admitido alguna vez que «mi enfermedad siempre se origina en la mente». Durante gran parte de la década de 1870, esta pareja de resollantes semiinválidos recorrieron todos los balnearios de Europa en busca de cura, pero es difícil evitar la conclusión de que se hacían enfermar el uno al otro. En agosto de 1873, cuando a Tussy le aquejaban sus desmayos en Brighton, Marx escribió a un camarada de San Petersburgo: «He sufrido severamente desde hace meses, y durante algún tiempo me he encontrado incluso preocupantemente enfermo, consecuencia del exceso de trabajo. Mi cabeza se ha visto tan seriamente afectada que era de temer un ataque de parálisis…»[13]. Dos semanas después, mientras estaba bebiendo una cucharada de vinagre de frambuesa en la creencia de que le sentaría bien, tuvo un terrible ataque de asfixia: «La cara se me puso bastante negra, etc. Un segundo más y me hubiese despedido de esta vida[14]». Tras el regreso de Tussy a Londres, empezó a inquietarle «la seria posibilidad de un ataque de apoplejía[15]». Al principio el médico pensó que había tenido un derrame, pero luego modificó su opinión, diagnosticándole agotamiento nervioso. El 24 de noviembre, para consuelo de Jenny Marx, padre e hija salieron de Londres para tomar las aguas en Harrogate.
Ambos disfrutaron de sus tres semanas de descanso y de baños medicinales, aunque Marx no le hizo favor alguno a su torturado cerebro leyendo a Saint-Beuve, un autor que siempre le había disgustado. «Si este individuo se ha hecho tan famoso en Francia —escribió a Engels—, será porque en todos los aspectos es la más típica encarnación de la vanité francesa… yendo y viniendo con disfraz de romántico y con frases hechas recién acuñadas». No era en verdad el libro adecuado para apartar su mente de ese otro presumido francés por el que suspiraba su hija. Pero parecía estar contento, incluso cuando su retorno a Modena Villas en Navidad estuvo acompañado por un brote de forúnculos y un aluvión de chismes en los periódicos sobre su salud. «Permito que los periódicos ingleses anuncien de vez en cuando mi muerte, sin mostrar signo alguno de vida —dijo—. No me importa nada el público, y si exageran mis ocasionales enfermedades, al menos existe la ventaja de que me libro de todo tipo de solicitudes (teóricas y de otro tipo) de gente desconocida de todos los rincones de la tierra.»[16]
En el camino de vuelta de Harrogate había pasado un día en Manchester para que le examinase el doctor Eduard Gumpert, amigo de Engels, quien halló «cierto alargamiento del hígado», para lo cual la única cura conocida era un viaje al famoso balneario bohemio de Carlsbad. Como esto suponía viajar por Alemania, donde probablemente sería arrestado por subversivo, Marx pensó que era imposible. Pero entonces se le ocurrió una idea: un refugiado político que hubiera vivido en Inglaterra durante más de un año tenía derecho a la nacionalidad británica y, por tanto, a la total protección de Su Majestad Británica contra la policía de fronteras extranjera. Tras enviar una solicitud al Home Office, junto con declaraciones de cuatro vecinos de Hampstead certificando que era «persona de bien», él y Eleanor partieron hacia Alemania el 15 de agosto de 1874, en la creencia de que el certificado de naturalización se le entregaría en unos cuantos días. El 26 de agosto, sin embargo, el secretario del Interior envió una carta informando al abogado de Marx que su solicitud había sido denegada. No se daban razones; una carta confidencial enviada por Scotland Yard al Home Office, de 17 de agosto, que hoy se encuentra en la Public Record Office, lo revela todo:
Carl Marx – Naturalización

Con referencia a lo anterior me cabe informar que se trata del famoso agitador alemán, jefe de la Sociedad Internacional y defensor de los principios comunistas. No ha sido leal ni a su propio rey ni a su país.
Los avalistas, los señores «Seton», «Matheson», «Manning» y «Adcock» son todos ellos súbditos británicos y respetables padres de familia. Las declaraciones hechas por ellos con referencia al tiempo desde el que conocen al solicitante son correctas.
W. Reimers, sargento
F. Williamson, superintendente[17]
Lo que pasó en realidad fue que Marx llegó a Carlsbad sin requerir la asistencia de la reina Victoria ni la de sus plenipotenciarios, tal vez porque iba acompañado de Eleanor, súbdita británica de nacimiento. Pero él siguió preocupado, registrándose en el hotel Germania como «Mr. Charles Marx, ciudadano particular», en la esperanza de que nadie averiguase su identidad. Aunque la policía local descubrió inmediatamente el disfraz, tras un mes de vigilancia continua se vieron obligados a admitir que no daba «razones para sospechar», lo cual no nos sorprende, ya que sus actividades relacionadas con su salud no le dejaban tiempo para fomentar la revolución entre compañeros aquejados de parálisis y sus médicos. «Ambos estamos viviendo con estricta sujeción a las reglas —escribió a Engels—. Todos los días salimos a las seis de la mañana hacia nuestras respectivas fuentes termales, donde tengo que beber siete vasos. Entre cada dos vasos tiene que haber un descanso de quince minutos durante los cuales se camina un poco. Tras el último vaso, un paseo de una hora y, finalmente, el café. Y otro vaso frío por las noches antes de acostarnos.»[18] Por las tardes recorrían las laderas graníticas del Schlossberg, donde otros pacientes se escandalizaban de ver a Eleanor sin parar de fumar.
Es posible que tantos enjuagues con agua mineral sentasen estupendamente al hígado de Marx, pero le pusieron de un humor de perros, a lo que ayudó la llegada de Ludwig y Gertrud Kugelmann, que se instalaron en una habitación contigua. Desde hacía tiempo cada vez le irritaba más la estupidez y la falta de discreción de este autoproclamado discípulo; ahora, a través de los finos tabiques del hotel, le mantenía despierto el ruido que hacía Herr Kugelmann al reprender a su mujer. «Mi paciencia se agotó finalmente cuando me obligó a soportar sus problemas familiares —informó Marx—. El asunto es que este archipedante, este quisquilloso ignorante burgués tiene la idea de que su mujer no es capaz de entenderle, de captar su carácter de Fausto ni sus aspiraciones a un mundo mejor, por lo que atormenta a la señora, que es superior a él se mire por donde se mire, de la manera más repulsiva.»[19] Se trasladó a una habitación situada en un piso más alto y no volvió a hablar con el doctor Kugelmann.
Podría suponerse que Marx se aburriría como una ostra en el ambiente limitado y restringido de los balnearios, pero pronto se convirtió en un verdadero aficionado[*]. En 1875 y 1876 pasó de nuevo otras vacaciones en Carlsbad; después, cuando las nuevas leyes antisocialistas de Alemania hicieron el viaje demasiado peligroso, trasladó sus afectos a la insuperablemente burguesa isla de Wight, lugar favorito de las correrías alcohólicas de la reina Victoria y de lord Tennyson. Dondequiera que fuese, los demás clientes se asombraban de ver que el terrorífico coco comunista era en realidad el alma de la fiesta. Durante su visita a Carlsbad en 1875, un periódico vienés le describía como el conversador más popular de la ciudad:
Siempre tiene le mot juste, la atractiva sonrisa, el chiste adecuado. Si disfruta de su compañía junto con una mujer de ingenio —las mujeres y los niños son los mejores agentes provocadores de la conversación, y, como solo aprecian lo general en relación con lo personal, constantemente le llevan a uno al agradable ámbito de los encuentros personales—, Marx le regalará a manos llenas con el abundante y bien ordenado tesoro de sus recuerdos. Prefiere dirigir sus pasos al pasado, cuando el romanticismo cantaba su última y libre canción de los bosques, cuando… Heine le llevó unos poemas a su estudio, con la tinta aún fresca[20].
Resulta significativo que el mismo periódico informase que «Marx tiene sesenta y tres años»; en realidad, tenía cincuenta y siete. Tres años después, un periodista de The Chicago Tribune que le entrevistó señalaba que «debe de tener más de setenta años». Aunque seguía trabajando en los siguientes dos volúmenes de El capital, cuando se lo permitían los médicos, era como si tácitamente hubiese aceptado la derrota y se hubiese dedicado a contar amables anécdotas, feliz de comentarlas y recordarlas. Los años de apasionada militancia —panfletos y peticiones, reuniones y maniobras— habían quedado atrás.
Casadas sus dos hijas mayores y establecidas en otros lugares de Hampstead, la villa de Maitland Park Road resultaba demasiado grande para las necesidades de sus mermados moradores. En marzo de 1875, los restantes miembros de la familia —Karl, Jenny, Eleanor, Helene— se trasladaron a cien metros, en la misma calle, al número 44, una casa adosada de cuatro pisos que era algo más pequeña y mucho más barata. Marx viviría allí hasta el final de su vida.
Conforme envejecía, los hábitos de vida de Marx se hicieron más regulares y moderados. Ya no tenía energía para ir de tabernas por Tottenham Court Road, para épicas partidas de ajedrez o para pasar la noche entera en su escritorio. Se levantaba a una hora prudente y leía The Times durante el desayuno, como cualquier caballero de clase media, y luego se retiraba a su estudio durante todo el día. Al anochecer se ponía su abrigo negro y su sombrero de fieltro (pareciendo, como decía Eleanor, «un verdadero conspirador») y paseaba por las calles de Londres durante una hora, más o menos. En esa época ya era muy miope: a su regreso de estas salidas a veces llegaba hasta la puerta de una casa vecina, descubriendo su error cuando no conseguía que le entrase la llave.
Los domingos los dedicaba a la familia: un almuerzo de rosbif (cocinado a las mil maravillas por Helene), tras lo cual daba largos paseos con Laura, Jennychen y los hijos de esta. August Bebel, uno de los fundadores de la Social Democracia alemana, se «sorprendió gratamente de ver con qué cariño y afecto Marx, tenido en aquellos días como el ser más misántropo del mundo, podía jugar con sus nietos y de cuánto amor mostraban estos hacia su abuelo[21]». Cuando el pequeño Edgar Longuet tenía dieciocho meses le vieron mordiendo un riñón crudo creyendo que era un trozo de chocolate, que siguió mascando a pesar del error. Marx, inmediatamente, le puso al chiquillo el mote de «Lobo», aunque luego fue cambiado por el de «Mr. Té» por su insaciable sed.
Excepto los domingos, procuraba no recibir a nadie durante las horas del día, pero como el médico de Marx (y también su mujer) le habían prohibido trabajar por las noches, le encantaba representar el papel de encantador anfitrión durante la cena, repartiendo vino y anécdotas a los peregrinos extranjeros que venían a conocer al gran hombre. «Era de lo más afable —informó el revolucionario ruso Nikolái Morózov—. No advertí en él nada de la tristeza e inaccesibilidad de que alguien me había hablado.»[22]
Todo el que visitaba su casa de Maitland Park Road hacía el mismo y sorprendente descubrimiento: bajo la leonina melena había un gatito juguetón y ronroneante. «Hablaba con el tono tranquilo y distante de un patriarca, todo lo contrario de la imagen que me había formado de él —informaba el periodista alemán Eduard Bernstein—. A partir de las descripciones que, debo admitir, tenían origen en sus enemigos, esperaba encontrarme un anciano taciturno e irritable; ahora tenía frente a mí a un hombre de pelo banco cuyos alegres ojos oscuros hablaban de amistad y cuyas palabras transmitían una gran dosis de amabilidad. Cuando unos días después le expresé a Engels mi sorpresa al haber encontrado a Marx tan diferente de lo que esperaba, me aseguró: “Bien, con todo, Marx se puede poner tremendamente violento”.»[23]
Otro socialista alemán, Karl Kautsky, llegó a Maitland Park Road, casi catatónico de preocupación, habiendo oído muchas historias sobre estas tormentas. Estaba aterrorizado de hacer el ridículo como el joven Heinrich Heine, que, cuando conoció a Goethe, se asustó tanto que no pudo pensar en nada mejor que hablar sobre las deliciosas ciruelas dulces que había en la carretera entre Jena y Weimar. Pero Marx no era ni de lejos tan distante o imponente como el viejo Goethe: recibió a Kautsky con una amistosa sonrisa y le preguntó si se parecía a su madre, la famosa novelista Minna Kautsky. En absoluto, replicó alegremente Kautsky, sin poder suponer que Marx, al que este engreído joven le había producido un disgusto a primera vista, felicitaba en silencio a Frau Kautsky por su buena suerte. «Fuese lo que fuese lo que Marx pensó de mí —escribió Kautsky muchos años después—, en ningún momento dio muestras de animadversión. Le dejé muy satisfecho.»[24] Dado que Marx, en privado, consideraba que Karl Kautsky era «una mediocridad de mente estrecha», su paciencia demuestra que el Júpiter Tonante que había en su interior se había dulcificado.
Ya no se molestaba en desmentir las difamaciones o las falsedades de sus enemigos. «Si tuviese que desmentir todo lo que se ha dicho y escrito de mí —le contó a un periodista estadounidense en 1879—, necesitaría un ejército de secretarios.»[25] Altivamente pasó por alto una tendenciosa «biografía» publicada por un editor de Haarlem. «No contesto a ataques sin importancia —explicó cuando un periódico holandés le dio la oportunidad de desmentir este chapucero retrato—. En mi juventud contraatacaba con fuerza, pero con la edad llega la sabiduría, al menos, de no malgastar las fuerzas.»[26] La edad también confería prestigio: hasta los ingleses, que habían pasado por alto al gran personaje que había vivido entre ellos durante treinta años (cuando no le tachaban de asesino), empezaron ahora a mostrar cierta curiosidad y respeto. En 1879, nada menos que la princesa Victoria, hija de la reina de Inglaterra y esposa del futuro emperador alemán, Federico Guillermo, le preguntó a un veterano político liberal lo que sabía de ese tal Marx. Este parlamentario, Mountstuart Elphinstone Grant Duff, tuvo que confesar su ignorancia, pero prometió invitar a comer al «doctor rojo y terrorista» para informarle después.
A juzgar por la subsiguiente carta de sir Mountstuart a la princesa, Marx estuvo de su mejor talante durante su encuentro de tres horas en el exuberante comedor del Devonshire Club, en Saint James’s:
Es un hombre de poca estatura, con pelo y barba grises que contrastan extrañamente con un bigote aún oscuro. La cara es redondeada, la frente bien formada y abultada, de mirada bastante dura pero con una expresión más bien agradable, en absoluto la de un caballero que tuviese por costumbre comerse a los niños en la cuna, que es, me atrevería a decir, la opinión que de él tiene la policía.
Su conversación es la de un hombre bien informado, mejor dicho sabio, muy interesado en la gramática comparada, lo cual le llevó en su momento al eslavo antiguo y a otros poco conocidos estudios, y está salpicada de muchas pintorescas anécdotas y muestras de un humor cáustico[27]…
Después de haber agotado las posibilidades discursivas de la gramática eslava, Marx volvió a la política. Esperaba «un grande y no muy lejano acontecimiento» en Rusia, que comenzaría con reformas desde arriba y que culminaría con el derrocamiento del zarismo; luego habría una revuelta contra «el actual régimen militar» de Alemania. Cuando Grant Duff sugirió que los gobernantes europeos podrían impedir la revolución accediendo a reducir sus gastos en armamento, aligerando, así, la carga económica sobre sus pueblos, Marx le aseguró que «los miedos y rivalidades de todo tipo» harían esto imposible. «La carga seguirá haciéndose más y más pesada a medida que la ciencia vaya avanzando —predecía—, ya que las mejoras en el arte de la destrucción marcharán parejas a sus avances, y cada año se tendrán que dedicar más y más recursos a la costosa maquinaria de la guerra». Bien, admitió Grant Duff, pero incluso en el caso de que se produjese una revolución, no necesariamente se harían realidad todos los sueños y planes de los comunistas. «Sin duda —replicó Marx—, pero todos los movimientos importantes son lentos. Sería simplemente un paso para conseguir cosas mejores, como su Revolución de 1688». Touché!
Aunque sin ser consciente de que sus comentarios serían puestos por escrito, Marx fue suficientemente cauto y sensato como para no caer en las pequeñas trampas que le iba poniendo su astuto interrogador. Tal como sir Mountstuart le relató a la princesa:
En el curso de la conversación, Karl Marx habló varias veces tanto de su Alteza Imperial como del príncipe de Gales, y siempre con el debido respeto y decoro. Incluso en el caso de personas eminentes de las que está muy lejos de hablar con respeto, no había ni rastro de amargura o de violencia; sí mucha crítica mordaz y corrosiva, pero nada del tono de Marat.
De las horribles cosas que se suponen en relación con la Internacional, él habló de la misma manera en que cualquier hombre respetable hubiera hecho…
En conjunto, mi impresión, dejando claro que sus opiniones están en el polo opuesto de las mías, no fue en absoluto desfavorable, y me encantaría reunirme con él de nuevo. No será él, quiéralo o no, quien vuelva el mundo del revés.
En momentos más sombríos, el propio Marx tenía el mismo temor. Encontró una exacta descripción de sus preocupaciones en la novela de Balzac La obra maestra desconocida, el relato de un destacado artista tan obsesivo en su deseo de perfección que pasa muchos años mejorando y retocando el retrato de una cortesana para conseguir «la más perfecta representación de la realidad». Cuando muestra la obra maestra a sus amigos, estos no ven más que una masa informe de color y líneas trazadas al azar: «¡Nada! ¡Nada! Después de diez años de trabajo…». Arroja el lienzo sin valor a las llamas —«el fuego de Prometeo»— y muere esa misma noche[28].
A pesar de todo, la desconocida obra maestra de Karl Marx tuvo al menos un famoso y elogioso lector (o eso creía él). En octubre de 1873, pocos meses después de la publicación de la segunda edición alemana de El capital, recibió la siguiente carta:
Downe, Beckenham, Kent
Estimado señor:
Le agradezco el honor que me ha hecho al enviarme su gran obra sobre el capital; deseo profundamente que fuese más merecedor de haberlo recibido si entendiese más del importante y profundo tema de la economía política. Aunque nuestros estudios han sido tan diferentes, pienso que ambos deseamos sinceramente la ampliación del conocimiento, y que ello, a largo plazo, contribuirá a la felicidad de la humanidad.
Suyo, affmo,
Charles Darwin[29]
Marx y Darwin fueron los intelectuales más revolucionarios e influyentes del siglo XIX; como vivieron a escasos treinta kilómetros el uno del otro durante gran parte de su vida, con varios conocidos comunes, es difícil resistirse a la tentación de buscar el eslabón perdido. En el momento en que el ataúd de Marx estaba siendo introducido en la fosa del cementerio de Highgate, Engels ya estaba haciendo esa conexión. «Del mismo modo que Darwin descubrió la ley de la evolución de la naturaleza humana —declaró—, Marx descubrió la ley de la evolución de la historia humana». Entre el pequeño grupo de asistentes al entierro, junto a la tumba, estaba el profesor Edwin Ray Lankester, un amigo íntimo tanto de Marx como de Darwin, que aparentemente no puso objeción alguna a este intento de maridaje entre la evolución y la revolución. El único que hubiese protestado, el propio Marx, no estaba en situación de hacerlo.
Su primera reacción a El origen de las especies de Darwin, publicado en 1860, podría parecer que justificaba la opinión de Engels. «Aunque escrito en el más puro estilo inglés —escribió en diciembre de 1860—, en este libro está la base de la historia natural, en nuestra opinión.»[30] Un mes después, le dijo a Lassalle que «el libro de Darwin es muy importante y me sirve como apoyo, en las ciencias naturales, de la lucha de clases en la historia[31]». Pero este entusiasmo inicial se modificó y se diluyó durante los años inmediatos: aunque la «lucha por la vida» de Darwin se podía aplicar a la flora y a la fauna, como explicación de la sociedad humana llevaba a la fantasía malthusiana de que la superpoblación era la fuerza motriz de la economía política.
La aversión que Marx sentía por Malthus le obligó a refugiarse en una teoría aún más descabellada, propuesta por el naturalista francés Pierre Trémaux en 1865. En su libro Origine et transformations de l’homme et des autres êtres, Trémaux proponía que la evolución dependía de cambios geológicos y químicos del suelo. La idea mereció poca atención en la época y hoy está olvidada por completo, pero durante unas cuantas semanas Marx no pudo pensar en nada más. «Representa un avance muy significativo en relación con Darwin —escribió—. Para ciertas cuestiones, como la nacionalidad, etc., solo en esta teoría podemos encontrar un fundamento en la naturaleza.»[32] Las «formaciones superficiales» del paisaje ruso tartarizaron y mongolizaron a los eslavos, del mismo modo que así se explicaba el secreto de cómo «el tipo negro habitual es solo una degeneración de uno mucho más alto» que se podía encontrar en las desiertas llanuras de África. Engels, que habitualmente cuidaba respetuosamente las palabras en sus escasas críticas a Marx, no se preocupó de ocultar su creencia de que su amigo se había vuelto loco. Trémaux fue eliminado en silencio del panteón marxista poco después, y Darwin, rehabilitado. La edición de El capital, que le envió en 1873, con la dedicatoria «a Mr. Charles Darwin, de parte de su sincero admirador, Karl Marx», incluía una nota a pie de página en la que se refería a que el efecto de El origen de las especies «supuso un hito trascendental».
La historia de la relación entre Marx y Darwin podría haber terminado ahí, de no haber sido por otra carta, descubierta hace setenta años y que ha confundido a numerosos estudiosos de Marx desde entonces. Lleva fecha de 13 de octubre de 1880:
Downe, Beckenham, Kent
Estimado señor:
Le agradezco mucho su amable carta y los demás documentos que contenía. La publicación, cualquiera que sea su forma, de sus observaciones sobre mis escritos no requiere mi consentimiento, y sería ridículo por mi parte dar consentimiento a algo que no lo precisa. Preferiría que la parte o el volumen no estuviese dedicado a mí (aunque le agradezco la intención de honrarme), ya que en cierto modo implica mi aprobación de toda la publicación, sobre la que no conozco nada. Es más, aunque soy un ferviente defensor de la libertad de pensamiento sobre todos los temas, me parece, sin embargo (con razón o sin ella), que la argumentación directa contra el cristianismo y el teísmo apenas producen efecto en el público; y la mejor manera de promover la libertad de pensamiento es mediante la iluminación gradual de las mentes de los hombres, como consecuencia del avance de la ciencia. Es posible, con todo, que haya estado influido por el dolor que le causaría a algunos miembros de mi familia si contribuyera en manera alguna a hacer ataques directos contra la religión. Siento tener que declinar toda petición por su parte, pero soy viejo y mis fuerzas son escasas, y corregir galeradas (como sé por experiencia reciente) me fatiga mucho.
Le saluda atentamente,
Ch. Darwin[33]
Esta carta fue publicada por vez primera en 1931 por un periódico soviético, Bajo el Estandarte del Marxismo, que planteaba la hipótesis de que «los documentos que contenía» debían ser dos capítulos de la edición inglesa de El capital que trataban de la teoría de la evolución. Evidentemente absurdo, ya que el libro no se tradujo al inglés hasta 1886, tres años después de la muerte de Marx.
Isaiah Berlin añadió más confusión al asunto. En su inmensamente influyente estudio sobre Karl Marx, publicado en 1939, suponía que era la edición alemana original la que Marx había querido dedicar a Darwin, «por el cual sentía mayor admiración intelectual que por cualquier otro de sus contemporáneos». Según Berlin, «Darwin rechazó el honor en una carta educada y de palabras medidas, diciendo que desgraciadamente no sabía nada de economía, pero ofrecía al autor sus mejores deseos en lo que suponía un objetivo común, el avance del conocimiento humano[34]». Berlin consigue apañárselas para fundir las dos cartas en una mientras pasa por alto por completo el hecho de que El capital —con su dedicatoria a Wilhelm Wolff— apareció en 1867, nada más y nada menos que trece años antes de que supuestamente Marx le ofreciese «el honor» a Darwin.
Desde la Segunda Guerra Mundial, todos los autores que han escrito sobre Marx (y muchos de los que lo han hecho sobre Darwin) han aceptado la leyenda del rechazo de la dedicatoria, difiriendo solo en la cuestión de la versión concreta de que se trataba. «Marx seguramente quería dedicar el segundo volumen de El capital a Darwin», escribió David McLellan en su biografía de 1973, una afirmación que se mantiene en la más reciente edición en rústica (1995). Esto no es más verosímil que la teoría de Isaiah Berlin: el segundo volumen fue compaginado por Engels a partir de diversos manuscritos y notas a la muerte de Marx. A Darwin no se le pudo pedir que «revisase las galeradas» en 1880, ya que no existían. Además, la introducción de Engels al segundo volumen confirmaba que «el segundo y tercer libros de El capital iban a estar dedicados, como repetidas veces había afirmado Marx, a su esposa».
Todo lo que rodea esa segunda «carta a Marx» suena a falso. ¿Por qué habría de molestarse Darwin sobre los «ataques a la religión» si se le hubiese enviado una obra de economía política? No obstante, nadie puso en duda nada hasta 1967, cuando el profesor Shlomo Avineri afirmó en la revista Encounter que los recelos de Marx sobre la aplicación política del darwinismo hacía «totalmente impensable» que el gran comunista hubiese pedido el imprimatur del gran evolucionista. ¿Cómo se explica entonces la carta de 1880? «La dedicatoria de El capital a Darwin —apuntaba de manera poco convincente— había sido hecha, evidentemente, en plan de broma.»[35]
El escepticismo de Avineri —aunque no su conclusión— influyó en Margaret Fay, una joven estudiante de la Universidad de California, cuando leyó el artículo de Encounter siete años después. «Debido a mi corazonada, seguí haciendo repetidas visitas a la biblioteca de biología —escribió—, donde permanecí mucho tiempo hojeando las biografías de Darwin y las interpretaciones marxistas de su teoría de la evolución, para ver si, después de todo, hubiese algo en la obra de Darwin de trascendencia política que se me hubiese escapado». En vez de eso, por casualidad, encontró un delgado volumen llamado The Students’ Darwin. Su contenido no ofrecía nada de particular, simplemente una exposición dogmática de la teoría de la evolución. Pero lo que atrajo su atención fue la fecha de publicación, 1881, y el nombre del autor (Edward B. Aveling, que luego sería amante de Eleanor Marx). ¿No podría ser que la segunda carta no hubiese estado dirigida a Marx, sino a Aveling?
En ese momento de inspiración Margaret Fay resolvió el misterio que se les había resistido a Isaiah Berlin y a innumerables investigadores durante medio siglo. The Students’ Darwin era el segundo volumen de una serie, «The International Library of Science and Freethought», publicado por los ateos militantes Annie Besant y Charles Bradlaugh. De ahí la referencia de Darwin a «la parte o el volumen» de una publicación más amplia «sobre la que no sé nada», y su renuencia a verse implicado en «argumentación contra el cristianismo y el teísmo». El pálpito de Fay quedó confirmado con el descubrimiento entre los papeles de Darwin, en la Biblioteca de la Universidad de Cambridge, de una carta de Edward Aveling, fechada el 12 de octubre de 1880, unida a unos capítulos de muestra de The Students’ Darwin. Después de solicitar «su ilustre apoyo o su consentimiento», Aveling añadía: «Me propongo, dependiendo de nuevo de su aprobación, honrar mi obra y a mí mismo dedicándosela a usted».
La única cuestión que restaba —cómo una carta dirigida a Aveling había terminado en el archivo de Marx— encontró una fácil respuesta. En 1895, Eleanor Marx y Edward Aveling empezaron a hurgar entre las cartas y los manuscritos de su padre, que habían pasado a su poder tras la muerte de Engels. Dos años después, Aveling escribió un artículo comparando a ambos héroes, en el que citaba la carta de 1873 y mencionaba que también él había mantenido correspondencia con Darwin. Después de terminar el artículo, archivó todos los documentos de su investigación en una carpeta, sin suponer que dejaba una pista falsa que sería seguida persistentemente durante los cien años siguientes. Hace todavía muy poco, en octubre de 1998, el historiador británico Paul Johnson escribió que «al contrario que Marx, Darwin era un auténtico científico que, en una famosa ocasión, rehusó, educada pero firmemente, la invitación de Marx de hacer un pacto con el diablo[36]».
En realidad, el único contacto del que se tiene noticia entre estos dos sabios victorianos fue la indudablemente auténtica carta de reconocimiento de 1873, que Marx enseñó orgulloso a sus amigos y a su familia como prueba de que Darwin consideraba El capital una «gran obra». Pero el libro en cuestión, que aún está en un estante de Downe House, en Kent, nos dice algo tristemente diferente. No contiene ninguna de las notas a lápiz con las que Darwin habitualmente adornaba todo lo que leía, y solo las primeras 105 páginas del volumen de 822 han sido cortadas para abrirlas. Hay que concluir que no hizo más que echar un vistazo a los dos primeros capítulos antes de enviar su nota de agradecimiento, y no volvió a mirar el no deseado regalo nunca más.
«Típico inglés», hubiese refunfuñado Marx de haber sabido la verdad. Al leer por primera vez Sobre el origen de las especies, había advertido a Engels que «por supuesto, hay que aguantar el torpe estilo inglés de argumentación», y su escasa reacción de incomprensión ante El capital le había convencido de que «el peculiar don de imperturbable estulticia» era derecho inalienable de todo auténtico británico. Gracias a otra broma del destino, el maestro de la hábil dialéctica se había exiliado en el país más ignorante y zafio de la tierra, un país gobernado por el instinto y el más puro empirismo, donde la palabra «intelectual» era un insulto terrible. «Aunque Marx había vivido mucho tiempo en Inglaterra —escribió en la Fortnightly Review de marzo de 1875 el abogado John Macdonnell—, aquí es casi la sombra de un nombre. La gente le hace el honor de atacarle, no de leerle.»[37] El hecho de que en vida de su autor no apareciese la traducción inglesa, a Marx le parecía un síntoma, no la causa, de la miopía nacional. («Estamos muy agradecidos de su carta —escribieron desde Macmillan & Co. al amigo de Engels Carl Schorlemmer, catedrático de química orgánica en la Universidad de Manchester—, pero no estamos en disposición de acometer la publicación de una traducción de Das Kapital.»[38]) La barrera del idioma era un obstáculo insalvable para los británicos que querían estudiar el texto. Un antiguo camarada de la Internacional, Peter Fox, dijo, cuando le entregaron un ejemplar, que se sentía como alguien que hubiese adquirido un elefante pero no supiera qué hacer con él. Entre los papeles de Marx había varias cartas de desesperación de un obrero escocés, Robert Banner, implorando ayuda:
¿No hay ninguna esperanza de que se traduzca? ¿Acaso no va a haber una obra en inglés que defienda la causa de las masas trabajadoras? Todos los libros en que nosotros, jóvenes socialistas, podemos poner las manos, son obras en interés del capital, y de ahí el retraso de nuestra causa en este país. Con una obra que trate de economía desde el punto de vista del socialismo, pronto veríamos en este país un movimiento que pondría fin a este innoble sistema[39].
Los que más hubieran apreciado el libro eran los que menos posibilidades tenían de entenderlo, mientras que las élites más cultas, que sí podían leerlo, no tenían deseo de hacerlo. Así se quejaba también el socialista inglés Henry Hyndman: «Acostumbrados como estamos hoy, particularmente en Inglaterra, a poner en el florete un botón grande y blando, las terribles acometidas de Marx sobre sus adversarios con el acero desnudo parecían tan fuera de lugar que resultaba imposible, para nuestros caballerosos luchadores de pacotilla y para nuestros hombres desacostumbrados a ejercitar su mente, creer que este inmisericorde polémico y furioso atacante contra el capital y los capitalistas fuese de hecho el pensador más profundo de nuestro tiempo[40]».
El propio Hyndman fue una excepción a esta regla (y a todas las demás reglas). Producto de Eton y del Trinity College de Cambridge, por un tiempo bateador del Club de Críquet del Condado de Sussex, se decía que había adoptado el socialismo «por despecho contra el mundo porque no le seleccionaron para los once de Cambridge[41]». (Hay mucho de sus rasgos personales en el personaje de Psmith de las novelas de P. G. Wodehouse, convertido al marxismo al ser expulsado de Eton, viéndose privado así del honor de jugar al críquet contra Harrow, en Lord’s[*]; desde entonces, a todo el mundo le llamaba «camarada»). Hyndman nunca abandonó la parafernalia propia de su clase, apareciendo frecuentemente ante el público de izquierdas con levita y sombrero de copa de seda. También en política lo veía todo del revés: el proletariado no podría liberarse mediante la acción de los propios obreros, sino gracias a «los que han nacido en una posición diferente y han aprendido a usar sus capacidades desde una edad temprana». Con todo, se había convencido a sí mismo (y a nadie más) de que era el más rojo y encendido radical de la ciudad. «No podía continuar —decía—, a no ser que la revolución estuviese prevista para las diez de la mañana del próximo lunes». A principios de 1880, después de leer la traducción francesa de El capital, bombardeó al autor con tantas y extravagantes loas que Marx, finalmente, accedió a verle.
«Nuestra forma de conversar fue peculiar —escribió Hyndman de su primer encuentro en 41 Maitland Park Road—. Marx tenía el hábito, cuando estaba interesado en la discusión, de caminar constantemente de un lado a otro de la habitación, como si pasease por la cubierta de una goleta para hacer ejercicio. Yo había adquirido durante mis prolongados viajes la misma tendencia de pasear cuando mi mente estaba muy ocupada. Por consiguiente, a maestro y discípulo se les podía ver caminando de un lado a otro a cada lado de la mesa durante tres horas sin interrupción, enzarzados en discusiones sobre el pasado y el presente.»[42] Aunque Hyndman manifestaba estar «ansioso de aprender», según Marx era el exalumno de Eton quien hablaba casi todo el rato.
Habiendo logrado introducirse y sabiendo que el médico le había prohibido a Marx trabajar por las noches, Hyndman adquirió la costumbre de presentarse, después de cenar, en Maitland Park Road sin que nadie le hubiese invitado. Todos en la casa lo consideraban una verdadera lata —particularmente en las noches en que un grupo de amigos de Eleanor, el Dogberry Club, se reunían en el salón para hacer una lectura de una obra de Shakespeare—. A Marx le encantaban estas actuaciones e insistía siempre en jugar después a las adivinanzas y a las palabras mudas («riéndose cuando algo le parecía especialmente cómico —recordaba uno de los miembros del club— hasta que las lágrimas le corrían por las mejillas[43]»); pero Hyndman no sentía reparos en meterse por medio y regalar al grupo con sus opiniones sobre Gladstone. Tal como Marx escribió a Jennychen tras una de estas ocasiones:
Nos vimos invadidos por Hyndman y su esposa, los cuales tienen un gran aguante. Su mujer me gusta, por su forma de pensar y hablar brusca, original y decidida, pero ¡resulta divertido ver con qué admiración y éxtasis escucha al parlanchín de su marido! Mamá se hartó tanto (eran cerca de las diez y media de la noche) que se fue a dormir[44].
La inevitable ruptura se produjo en junio de 1881, cuando Hyndman publicó su manifiesto socialista England For All, ante el cual Marx se quedó atónito al descubrir dos capítulos que en una gran parte habían sido plagiados de El capital, sin su permiso. En una nota del prefacio admitía que «por las ideas y gran parte del contenido de los capítulos II y III, estoy en deuda con la obra de un gran pensador y escritor, el cual confío que pronto sea accesible a la mayoría de mis compatriotas». Marx pensó que estaba fuera de lugar. ¿Por qué Hyndman no citaba El capital y a su autor por sus nombres? Su pobre explicación era que los ingleses sentían «horror por el socialismo» y «miedo a que un extranjero viniese a darles lecciones». Como señaló Marx, sin embargo, era poco probable que el libro aliviara ese temor al evocar «el demonio del socialismo» en la página 86, e incluso el más tonto de los lectores ingleses podría adivinar ya en el prefacio que el anónimo pensador tenía que ser extranjero. Era un plagio puro y duro, agravado por la inserción de estúpidos errores en los pocos párrafos que no fueron tomados directamente de El capital. Hyndman fue desterrado de Maitland Park Road. En sus memorias, escritas treinta años después, farfullaba sobre el entusiasmo que sentía Marx hacia las nuevas ideas, añadiendo «y tampoco le importaban gran cosa los plagios sistemáticos de su obra, algo de lo que con razón podría haber protestado». Como muchos hombres de su clase, Hyndman tenía la sensibilidad de un rinoceronte anestesiado.
Felizmente, tan pronto como Marx se enemistaba con uno de sus discípulos ingleses, adquiría otro; aunque esta vez tomó la precaución de no conocerlo nunca en persona, por temor a encontrarse con otro engreído parlanchín. Ernest Belfort Bax, nacido en 1854, procedía de una familia de clase media, fabricantes de gabardinas y devotos cristianos, pero se había radicalizado gracias a la Comuna de París, cuando aún estaba en el colegio[45]. En 1879, la revista mensual para intelectuales Modern Thought comenzó a publicar su larga serie de artículos sobre los líderes intelectuales de la época, incluyendo juicios sobre Schopenhauer, Wagner y (en 1881). Marx. Habiendo estudiado filosofía hegeliana en Alemania, Bax era el único socialista inglés de su generación que aceptaba que la dialéctica era la dinámica interna de la vida. Calificó El capital como un libro «que encarna el desarrollo de una doctrina económica comparable en su carácter revolucionario y en su importancia al sistema copernicano en astronomía, o a la ley de la gravitación en la mecánica».
Marx estaba emocionado: al fin había encontrado a un inglés que le entendiera. «Es la primera publicación de este tipo con un entusiasmo real por las nuevas ideas y que se enfrenta audazmente contra la ignorancia británica[46]», escribió a Friedrich Adolph Sorge, un veterano del 48 que vivía en Estados Unidos. Mejor aún, Modern Thought puso carteles anunciando el artículo en las paredes del West End de Londres. Cuando leyó los comentarios de Bax sobre su achacosa vida, se le levantó el ánimo de inmediato.
El plagio y su zafiedad fueron sin duda las principales razones de la expulsión de Hyndman de su círculo, pero tal vez este tuviese razón al sospechar que la prolongada enfermedad de Jenny había encrespado el humor de Marx y «le predispuso a ver el aspecto más negativo de las cosas». En el verano de 1880, Karl estaba tan preocupado por la salud de Jenny que la llevó a Manchester para consultar con su amigo, el doctor Eduard Gumpert, quien le diagnosticó una grave afección de hígado. Le recetó un largo período de dolce far niente, preferiblemente en la costa, y toda la tribu partió de vacaciones a Ramsgate: Engels, Karl y Jenny, Laura y Paul Lafargue, Jenny y Charles Longuet, más sus hijos Jean, Henri y Edgar. «El viaje está resultando especialmente provechoso para Marx, que, espero, quede como nuevo —escribió Engels a un comunista de Ginebra—. Desgraciadamente, su esposa ha estado enferma durante algún tiempo, pero está bastante contento dadas las circunstancias.»[47]
Es decir, no estaba en absoluto contento. No satisfecho con el diagnóstico del doctor Gumpert, Marx la animó a que consultara con un especialista de Carlsbad, el doctor Ferdinand Fleckles, quien, como no conocía a Jenny, pidió un detallado informe sobre su estado. «Lo que ha hecho que mi salud se empeore recientemente, quizá —le relataba Jenny al doctor, tras hacerle una lista de sus síntomas físicos—, es una gran ansiedad que pesa fuertemente sobre “los viejos”». Ahora que el gobierno francés había declarado la amnistía para los refugiados políticos, señalaba ella, no había nada que impidiera que su yerno, Longuet, regresase a París, privando a la anciana de su hija y de sus nietos. «Mi querido y buen doctor, me gustaría mucho vivir más tiempo. Qué extraño resulta que cuanto más próximo está el fin, más se aferra uno a este “valle de lágrimas”.»[48] Aunque Marx nunca vio esta carta, él comprendía perfectamente su miedo a la muerte: después de un mes de inactividad en Ramsgate, informó que la enfermedad de Jenny «se había agravado súbitamente de tal forma que amenaza un fatal desenlace».
El propio Marx se sintió algo más alegre tras la cura de descanso, pero su mejoría pronto revirtió merced a un gélido invierno que «me bendijo con un resfriado y una tos permanente, que no me dejaba dormir, etc.», informaba a una persona con la que se escribía en San Petersburgo, explicándole por qué apenas podía contestar el correo y menos aún hacer progreso alguno con los restantes volúmenes de El capital. «Lo peor del caso es que la salud de la señora Marx es cada día más preocupante, a pesar de haber recurrido a los más renombrados médicos de Londres, y, además, tengo multitud de problemas en casa.»[49 ] Uno de estos era la repentina marcha de Jennychen y de sus hijos a París, donde Charles Longuet había sido nombrado editor del periódico radical La Justice, de Georges Clemenceau. «Deberá entender lo dolorosa que ha de ser esta separación para la señora Marx en su estado actual. Para ella y para mí, nuestros nietos, tres niños, eran una interminable fuente de gozo, de vida». A veces, cuando oía voces de niños en la calle, él se apresuraba a la ventana de la fachada, olvidándose por un instante que los amados pequeños estaban entonces al otro lado del Canal. Un día sintió otra punzada de nostalgia caminando por Maitland Park, cuando el guarda le paró para preguntarle por el pequeño «Johnny», es decir, Jean Longuet. Peor aún fue no estar presente en el nacimiento de su nieto Marcel, que nació en la nueva casa de los Longuet en Argenteuil, en abril de 1881. De ahí, tal vez, el tono algo malhumorado de su mensaje de felicitación: «Por supuesto, mamá y Tussy me encargan… que os envíe los mejores deseos, pero no veo que los “deseos” sean buenos para nada excepto para disimular la propia impotencia». Por lo menos, fue un niño. Aunque Jenny Marx querría haber tenido una nieta, «por mi parte, prefiero el sexo fuerte para un niño nacido en este momento de la historia. Tienen ante ellos el período más revolucionario que la humanidad ha tenido nunca que atravesar. Lo peor, ahora, es ser “viejo” y solo poder prever en lugar de ver[50]».
Tanto él como su mujer se sentían más viejos que Matusalén. Karl tomaba baños turcos para aliviar su pierna rígida de reumatismo; Jenny pasaba en cama días enteros, cada vez más consumida. De vez en cuando, desaparecían milagrosamente sus dolores y se sentía suficientemente fuerte como para salir de paseo o incluso ir al teatro, pero Marx sabía que no había cura. Jenny tenía cáncer. «Entre nosotros, desgraciadamente, la enfermedad de mi esposa es incurable —escribió en junio de 1881 a su viejo amigo Sorge—. En unos días me la llevaré a Eastbourne, a la playa.»[51] Mientras estuvo allí, ella se vio obligada a usar una silla de ruedas —«Una cosa que yo, caminante por antonomasia, hubiese considerado por debajo de mi dignidad unos meses atrás».
Después de dos semanas en la costa meridional de Inglaterra, Jenny se sentía con la suficiente fuerza para emprender viaje al otro lado del Canal, con Karl, para visitar a su nuevo nieto, pero cuando llegaron a Argenteuil se vio aquejada de una grave diarrea. Su anfitriona tampoco estaba mucho mejor. «El asma de Jennychen está peor —escribió Marx a Engels—, al ser la suya una casa con muchas corrientes. La pequeña [Jennychen] sigue tan valiente como siempre.»[52] Entonces llegó la noticia desde Inglaterra de que Tussy había caído enferma de una seria enfermedad no especificada, y Marx se apresuró a regresar a Londres solo, para ver de qué se trataba. La encontró en un estado de «profundo abatimiento psíquico» al que hoy se le llamaría anorexia. «Durante semanas casi no ha comido nada —escribió a Engels—. Donkin [el médico] dice que no tiene nada físico: el corazón, los pulmones, etc., están sanos; la situación se puede atribuir por completo a un trastorno del funcionamiento del estómago, que se ha acostumbrado a no digerir la comida (y ella ha empeorado todo bebiendo gran cantidad de té; él, inmediatamente, le ha prohibido el té) y su sistema nervioso está peligrosamente sobrecargado[53]».
Jenny Marx regresó un par de semanas después, escoltada por su infatigable Helene Demuth, e inmediatamente se metió en cama. A principios de octubre, Marx estaba seguro de que su enfermedad «se acercaba a su desenlace[54]». El propio Marx estaba postrado en cama con bronquitis, pero se alegró inmensamente al saber que los socialdemócratas alemanes habían ganado doce escaños en el Reichstag. «Si hay un acontecimiento del exterior que haya contribuido a que Marx se recupere más o menos —escribió Engels a Eduard Bernstein a finales de noviembre—, son las elecciones. Jamás el proletariado se ha comportado tan magníficamente… En Alemania, después de tres años de persecución sin precedentes y una incesante presión, durante la cual cualquier forma de organización pública e incluso de comunicación era una pura imposibilidad, nuestros muchachos han regresado no solo con su antigua fuerza, sino más fuertes que nunca[55]».
Jenny Marx murió el 2 de diciembre de 1881. Durante las últimas tres semanas, ella y su marido ni siquiera pudieron confortarse mutuamente: la bronquitis de Marx se había complicado con pleuresía, por lo que fue confinado a un dormitorio próximo, sin poder moverse. En las últimas palabras de Jenny, habladas en inglés, gritó a través del pasillo: «Karl, estoy perdiendo las fuerzas…». A Marx, el médico le prohibió asistir al entierro, celebrado tres días después en una parte no consagrada del cementerio de Highgate. Él se consoló con el recuerdo de Jenny regañando a una enfermera el día anterior a su muerte, acerca de alguna formalidad incumplida: «¡No somos tan extranjeros!»[56]. La otra distracción de su dolor era su propia y desdichada condición, que le exigía tener que untarse el pecho y el cuello con yodo varias veces al día. «Solo existe un antídoto eficaz contra el sufrimiento mental, y es el dolor físico —escribió—. Pongamos a un hombre ante el fin del mundo, por un lado, y ante un agudo dolor de muelas por el otro».
Engels dijo que el propio Marx estaba realmente muerto, una observación cruel pero que contenía una terrible verdad. Durante los últimos días de Jenny, agotado por el insomnio y la falta de ejercicio, contrajo la enfermedad que finalmente habría de llevárselo. Aunque su editor alemán eligió este inoportuno momento para proponerle una nueva edición de El capital, no podía trabajar en absoluto. Por prescripción facultativa probó el «cálido clima y seco aire» de la isla de Wight durante dos semanas, acompañado de Eleanor, pero lo que ambos encontraron fueron galernas, lluvia y temperaturas bajo cero. En realidad, el catarro bronquial empeoró debido a «los caprichos del tiempo», por lo que el médico tuvo que facilitarle un respirador para que se lo pusiera al caminar frente a la costa de Ventnor.
Eleanor, que aún no comía o dormía como era debido, oscilaba entre el silencio melancólico y los ataques de «un carácter alarmantemente histérico». Su anhelo de una carrera de actriz se había convertido casi en una necesidad física: hasta que pudiese satisfacer ese apetito, tampoco satisfaría los demás. El día de su regreso de Ventnor, el 16 de enero de 1882, Eleanor cumplió exactamente veintisiete años, un doloroso recordatorio de que sus mejores años estaban siendo sacrificados en el altar de los deberes familiares. Marx sabía que tenía que dejarla libre. «En lo que respecta a los planes de futuro —escribió a Engels el 12 de enero—, lo primero ha de ser relevar a Tussy de su papel de acompañante… La chica se encuentra ante tal presión mental que su salud se está resintiendo. Ni los viajes, ni los cambios de clima, ni los médicos pueden hacer nada en este caso».
Al propio Marx, no obstante, sí le era urgentemente necesario un cambio de aires: su catarro —«esta maldita enfermedad inglesa»— no tenía remedio sin escapar del maldito invierno inglés que se lo había agravado. Como Italia le estaba prohibida (en Milán había sido arrestado recientemente un hombre simplemente porque se llamaba Marx), decidió salir de Europa por vez primera en su vida, partiendo en barco hacia Argelia el 18 de febrero.
Así empezó un año de interminables viajes: tres meses en Argel, un mes en Montecarlo, tres meses con los Longuet en Argenteuil, un mes en la ciudad turística de Vevey, en Suiza. Con una constancia que resultaba cómica, su llegada a todos y cada uno de estos lugares precipitaba la llegada de lluvias torrenciales y tormentas, incluso cuando hubiese hecho un sol espléndido antes de llegar él. Regresó a Londres en octubre, pero la humedad y el frío le obligaron a marchar de nuevo a Ventnor, donde estuvo hasta enero de 1883. En los años cuarenta había ido de una a otra de las capitales de Europa zarandeado por los vientos de la revolución y de la reacción; ahora se convirtió de nuevo en nómada, a merced de la irritación de sus bronquios. La historia se repetía, esta vez en forma de tediosa farsa. En Argel eran pocas las veces en que se molestaba en leer los periódicos, prefiriendo pasear por el jardín botánico, charlar con otros huéspedes del hotel o simplemente contemplar el mar. ¿De qué le servían ahora el materialismo y la dialéctica? En una carta a Laura, recogía una fábula árabe que parecía pintiparada para su propia situación:
Un barquero está esperando, con su barquita, ante las agitadas aguas de un río. Un filósofo, que quería cruzar al otro lado, sube a bordo. Entonces se produce el siguiente diálogo:
FILÓSOFO: ¿Sabes algo de historia, barquero?
BARQUERO: ¡No!
FILÓSOFO. ¡Entonces has perdido la mitad de tu vida! ¿Has estudiado matemáticas?
BARQUERO: ¡No!
FILÓSOFO: Entonces has perdido más de la mitad de tu vida.
Apenas estas palabras habían salido de la boca del filósofo, cuando el viento hizo volcar la barca, lanzando al barquero y al filósofo al agua. Entonces,
BARQUERO: [gritando] ¿Sabes nadar?
FILÓSOFO: ¡No!
BARQUERO: Entonces has perdido toda tu vida[57].
En cuanto a su apariencia externa, su aspecto seguía siendo imponente: una inglesa que conoció a Marx hacia esta época, le recordaba como «un gran hombre en todos los sentidos, con una cabeza grandísima, con una inmensa cabellera al estilo de Struwwelpeter[*][58]». O quizá como Sansón en el poema de John Milton, con «erizadas cerdas como las del lomo de los jabalíes enfurecidos, o de los puercoespines irritados[*]». Pero durante los últimos años de su vida, debilitado por la pleuresía y la bronquitis, ya no podía reunir fuerzas suficientes para golpear a los filisteos con la quijada de un burro. Finalmente, aceptando que su fuerza se había desvanecido, ofreció su preciado vellocino a un barbero argelino. «Me he deshecho de la barba de profeta, corona de mi gloria», escribió a Engels el 28 de abril de 1882.
Sin ojos en Gaza[*]; sin pelo en Argel. Es casi imposible imaginar a un Karl Marx pelón y afeitado; y ya se encargaría él de que la posteridad no le viese jamás de esa guisa. Antes del simbólico esquileo se había hecho fotografiar, lleno de pelo y con los ojos brillantes, para recordar a sus hijas al hombre que conocieron. Es la última fotografía que tenemos: un amable Júpiter, un Papá Noel intelectual. Como él decía en broma: «Aún sigo poniendo buena cara a las cosas». Y así era, al menos en relación con su familia. La pleuresía se resistía pertinazmente al tratamiento, y mientras estuvo en Montecarlo, un especialista confirmó que la bronquitis ya era crónica; pero todo esto se lo ocultó a sus hijas. «Lo que escribo y digo a las niñas es la verdad, pero no toda la verdad —explicaba—. ¿De qué sirve alarmarlas?»[59]
Jennychen, mientras tanto, le ocultaba a él su propio secreto: tenía cáncer de vejiga. En avanzado estado de gestación y agotada de cuidar de sus cuatro traviesos hijos, se las apañó para ocultar su agonía mientras Marx estuvo en Argenteuil, en el verano de 1882, a lo que sin duda ayudó la llegada de Eleanor y Helene. El pequeño Johnny Longuet se había asilvestrado desde su llegada a Francia («se ha hecho travieso de puro aburrimiento», dedujo Marx), y cuando Eleanor retornó a Londres a mediados de agosto, se llevó al diablillo de seis años con ella, prometiendo cuidar de su educación y disciplina durante los meses siguientes. Así acabaron sus esperanzas de escapar de la esclavitud del deber: de enfermera de su padre a tata de su sobrino en menos de un año. Con todo, esta nueva responsabilidad le proporcionó a Eleanor gran alegría, y no pasó mucho tiempo para que pensase en Johnny como en «mi niño». Sus hermanos, Edgar y Harry, se fueron de vacaciones con su padre a Calvados a finales de agosto, dejando a Jennychen a solas con el pequeño Marcel. Pero seguía exhausta, y con dolores constantes. Después de dar a luz a una niña (bautizada con el nombre de Jenny, y a la que conocerían con el de «Mémé»), finalmente confesó la verdad sobre su enfermedad de vejiga en una carta a Eleanor: «A nadie en el mundo le deseo las torturas que llevo padeciendo van a hacer ahora ocho meses; son imposibles de describir, y si además añadimos el tener que cuidar de la pequeña, la vida está siendo un verdadero infierno[60]». Añadía instrucciones precisas de que el Moro no se enterase. Pero un verano bajo el mismo techo le había proporcionado muchas pistas de que pasaba algo grave. Desde sus cuarteles de invierno en la isla de Wight, enviaba constantemente súplicas pidiendo noticias de «la pobre Jennychen» y de su bebé. «Me preocupa —le dijo a Eleanor en noviembre—. Me temo que esta carga sea mayor de la que pueda soportar».
El propio Marx no podía hacer nada para aliviar la carga. Durante la mayor parte de diciembre estuvo recluido en sus habitaciones de 1 Boniface Gardens, Ventnor, con un catarro de tráquea, aunque, por lo menos, la pleuresía y la bronquitis estaban en un compás de espera. («Esto me anima mucho, considerando que la mayoría de mis contemporáneos, es decir, las personas de mi edad, ya se han ido de este mundo en número que resulta gratificante.»[61]) El 5 de enero de 1883 supo a través de los Lafargue que la enfermedad de Jennychen no tenía solución; a la mañana siguiente se levantó con un ataque de tos tan violento que pensó que se ahogaba. ¿Tenían relación ambos acontecimientos? Le preguntó a un médico, un amable joven de Yorkshire de nombre James Williamson, si la angustia mental podía, de alguna forma, «afectar los movimientos de las mucosas[62]».
Jenny Longuet murió a las cinco de la tarde del 11 de enero, a los treinta y ocho años. Eleanor partió para Ventnor en cuanto supo la noticia:
He vivido muchos momentos de tristeza, pero ninguno tan triste como aquel. Le estaba llevando a mi padre su sentencia de muerte. Le estuve dando vueltas a la cabeza, preocupada, durante todo el largo camino, sobre cómo habría de darle la noticia. Pero no tuve necesidad, mi cara me delató. El Moro dijo enseguida: «Nuestra Jennychen ha muerto». Luego me pidió que fuese enseguida a París para ayudar a cuidar a los niños. Yo quería quedarme con él, pero no lo admitió. Apenas llevaba media hora en Ventnor cuando tuve que emprender el triste viaje de vuelta a Londres. Desde allí viajé a París. Estaba haciendo lo que el Moro quería que hiciese por el bien de los niños.
No voy a decir nada más sobre mi regreso a casa. Tiemblo solo con pensar en ese momento, en la angustia, en el suplicio. Basta. Y regresé y el Moro volvió a casa, donde murió[63].
Antes de partir de Ventnor, Marx garabateó una nota al doctor Williamson, explicando su apresurada salida. «Por favor, querido doctor, envíe la cuenta a 41 Maitland Park, Londres. Siento no haber tenido tiempo de despedirme. En realidad, encuentro cierto alivio en una dolorosa jaqueca. El dolor físico es el único “anestésico” del dolor mental». Por lo que sabemos, fue la última carta que escribió. Marx incluyó una fotografía suya como recuerdo, con una dedicatoria escrita en inglés con mano temblorosa y algún error gramatical: «Con los mejores deseos de felicidad en el Año Nuevo».
Tal como Eleanor sabía, su padre había vuelto a casa para morir. Destrozado por la laringitis, la bronquitis, el insomnio y los sudores nocturnos, estaba demasiado débil como para siquiera leer las novelas victorianas que tantas veces habían sido su solaz en esos momentos. Tenía la mirada perdida o, a veces, hojeaba los catálogos de los editores mientras se calentaba los pies en un balde de agua con mostaza. Helene Demuth intentaba animarle, inventando nuevos y exóticos platos para cenar, pero Marx prefería una dieta de creación suya: medio litro diario de leche (que hasta entonces siempre había aborrecido), enriquecida con una generosa porción de ron y brandy. En febrero tuvo un absceso en el pulmón y se metió en cama. Engels señaló el 7 de marzo que la salud de Marx «no mejora como debiera. Si estuviésemos dos meses después, el calor y el aire le harían bien, pero como hay viento del nordeste, casi una tormenta, con chubascos de nieve, ¡cómo pretendemos que se cure así alguien con una bronquitis crónica!»[64]. Cuando Engels fue a su casa el miércoles 14 de marzo, a eso de las dos y media de la tarde, su habitual hora para las visitas, Lenchen bajó para decirle que Marx estaba «medio dormido» en su butaca favorita junto al fuego. Cuando entraron en el dormitorio, un par de minutos después, había muerto. «A la humanidad le falta una cabeza —escribió Engels a un camarada en Estados Unidos—; la cabeza más notable de nuestro tiempo.»[65]
Karl Marx fue sepultado el 17 de marzo de 1883 en un rincón perdido del cementerio de Highgate, en el mismo lugar donde su mujer yacía desde hacía quince meses. Solo once personas asistieron al entierro. En su oración fúnebre, Engels le calificó de genio revolucionario, el hombre más odiado y calumniado de su tiempo, prediciendo que «su nombre y su obra perdurarán durante muchos siglos». Los periódicos socialistas de Francia, Rusia y Estados Unidos publicaron panegíricos con titulares igualmente rimbombantes: «El mejor amigo de los trabajadores y su mayor maestro», «Una desgracia para la humanidad», «Su memoria vivirá mucho después de que los reyes pasen a la historia», «Uno de los hombres más nobles que han existido». Pero en el país donde había vivido más de la mitad de sus sesenta y cinco años, su muerte pasó casi inadvertida. «Informamos de la muerte del doctor Karl Marx, el socialista alemán —anunciaba el Daily News londinense—. Ha visto cómo parte de sus teorías, que una vez aterrorizaron a emperadores y cancilleres, se han desvanecido… A los trabajadores ingleses no les gustaría que se les identificase con estos principios.»[66] The Times hacía una nota necrológica de un solo párrafo con un error en cada frase, afirmando que había nacido en Colonia y emigrado a Francia a los veinte años. Solo la Pall Mall Gazette logró adivinar que habría de ser recordado: «El capital, a pesar de estar inacabado, provocará un gran número de libros más breves, y ejercerá cada vez mayor influencia sobre los hombres de toda condición que piensen honradamente en cuestiones sociales[67]».
¿Qué epitafio hubiese elegido? Mientras pasaba las vacaciones en Ramsgate, en el verano de 1880, Marx había conocido al periodista estadounidense John Swinton, que estaba escribiendo una serie sobre «viajes por Francia e Inglaterra» para The New York Sun. Swinton contempló al viejo patriarca jugando en la playa con sus nietos («No con menos excelencia que Victor Hugo comprende Karl Marx el arte de ser abuelo»), que luego, al anochecer, le concedió una entrevista:
La conversación versó sobre el mundo, y el hombre, y la época, y las ideas, mientras nuestros vasos tintineaban junto al mar. Los trenes no esperan a nadie y la noche se acerca. Al pensar sobre el parloteo y el dolor de la edad y de los tiempos, sobre la charla del día y las escenas de la noche, surgió en mi mente una pregunta relativa a la suprema ley de la vida, para la cual pediría respuesta a este hombre sabio. Mientras descendía a las profundidades del lenguaje y se elevaba a las alturas de la solemnidad, durante un instante de silencio, interrumpí al revolucionario y filósofo con estas decisivas palabras: «¿Qué es?».
Parecía como si por un momento su mente diese marcha atrás mientras contemplaba bramar el mar ante él, así como a la inquieta multitud en la playa. «¿Qué es?», había preguntado yo, a lo que en un tono profundo y solemne, replicó: «¡Lucha!». Al principio creí haber oído el eco de la desesperación; pero, por ventura, era la ley de la vida[68].

Epílogo 1

Consecuencias

Karl Marx murió sin bienes y sin hacer testamento. Sus propiedades fueron tasadas en 250 libras, en gran parte gracias al valor de los muebles y de los libros de 41 Maitland Park Road. Estos últimos, junto con su inmensa colección de cartas y cuadernos, pasaron a Engels, al igual que Helene Demuth, que trabajó como ama de llaves en 122 Regent’s Park Road hasta su muerte de cáncer de intestino el 4 de noviembre de 1890.
Engels se dedicó a recopilar las notas y los manuscritos de El capital. El volumen II fue publicado (en Alemania) en julio de 1885, y el volumen III, en noviembre de 1894. La primera traducción inglesa (1887) se vendió poco, pero una edición pirata en inglés que apareció en Nueva York, tres años después, agotó sus 5000 ejemplares casi al instante, posiblemente porque el editor envió una circular a los banqueros de Wall Street afirmando que el libro desvelaba «la acumulación capitalista». Engels murió de cáncer de esófago el 5 de agosto de 1895. A su funeral, en el crematorio de Woking, asistieron unas ochenta personas; Eleanor Marx y tres de sus amigos viajaron hasta Eastbourne, fueron en una barca de remo a seis millas de la costa en Beachy Head y arrojaron sus cenizas al mar.
A la muerte de Engels, la tarea de clasificar y archivar los papeles de Marx recayó en Eleanor Marx y su compañero, Edward Aveling. Aunque increíblemente feo y poco de fiar, Aveling fue también un encantador de lengua de plata que «no necesitaba más que una ventaja de media hora con respecto al hombre más guapo de Londres» para seducir a una mujer. Él y Eleanor vivían juntos, sin ocultarlo, pero como la mayoría de sus amigos eran actores, librepensadores y demás gente bohemia, nadie se escandalizó. Lo que sí sorprendió a muchos de sus invitados era lo mal que la trataba: la novelista Olive Schreiner calificó a Aveling de «rufián»; William Morris pensaba de él que era un «perro infame». Eleanor descubrió en marzo de 1898 cuánta razón tenían cuando supo que el verano anterior se había casado en secreto con una actriz de veintidós años. La solución de Aveling para la crisis fue proponer un pacto de suicidio. Eleanor escribió debidamente una nota de despedida y se tomó el ácido prúsico que él le suministró. Aveling, ni que decir tiene, jamás pensó en cumplir su parte del trato: en cuanto ella se tomó su dosis letal, él se marchó de la casa. Aunque no fue acusado de asesinato, indudablemente la mató.
Laura y Paul Lafargue vivían en las afueras de París, fundamentalmente del dinero que sableaban a Engels. En noviembre de 1911, cuando él tenía sesenta y nueve años y ella sesenta y seis, decidieron que no quedaba nada por lo que vivir y se suicidaron juntos. El principal orador en el funeral por ambos fue un representante de los comunistas rusos, un tal Vladímir Ilich Lenin, que dijo que las ideas del padre de Laura se pondrían en práctica antes de lo que nadie podía suponer.
Cuatro de los hijos de Marx murieron antes que su padre, y los dos que le sobrevivieron se suicidaron. El único miembro de la familia que escapó de la maldición fue Freddy Demuth, que vivió y trabajó en silencio en el este de Londres. Murió por un fallo cardíaco el 28 de enero de 1929, a los setenta y siete años. Jamás —ni él mismo ni nadie— se sospechó que Freddy podía ser hijo del hombre cuya cara y cuyo nombre era, por entonces, conocido en todo el mundo.

Epílogo 2

Confesiones

A las tres hijas de Marx les encantaba el juego de salón victoriano de las «confesiones» —al que hoy se suele conocer como «cuestionario de Proust»— y, a mediados de la década de 1860, propusieron a su padre que se sometiera al interrogatorio. Estas fueron sus respuestas:
Tu virtud preferida

La sencillez
Tu virtud preferida en un hombre

La fuerza
Tu virtud preferida en una mujer

La debilidad
Tu principal característica

El tesón
Tu idea de la felicidad

Luchar
Tu idea de infelicidad

La sumisión
El defecto que más disculpas

La credulidad
El defecto que más odias

El servilismo
Lo que más detestas

Martin Tupper
[popular escritor victoriano]
Ocupación preferida

Ser un ratón de biblioteca
Poeta preferido

Shakespeare, Esquilo, Goethe
Escritor preferido en prosa

Diderot
Héroe preferido

Espartaco, Kepler
Heroína preferida

Gretchen
Flor preferida

La flor del dafne
Color preferido

Rojo
Nombre favorito

Laura, Jenny
Comida favorita

Pescado
Máxima favorita

Nihil humani a me alienum puto

[Nada humano me es ajeno]
Lema favorito

De omnibus dubitandum

[De todo se debe dudar]

Epílogo 3

Regicidio

Durante su visita a Alemania en 1867, mientras esperaba las pruebas de imprenta de El capital, Karl Marx asistió a una fiesta del maestro de ajedrez Gustav R. L. Neumann. Se conserva una de las partidas que Marx jugó esa noche contra un caballero de nombre Meyer.
Marx

Meyer

1.
e2-e4
e7-e5
2.
f2-f4
e5 × f4
3.
Cg1-f3
g7-g5
4.
Af1-c4
g5-g4
5.
0-0
g4 × Cf3
6.
Dd1 × f3
Dd8-f6
7.
e4-e5
Df6 × e5
8.
d2-d3
Af8-h6
9.
Cb1-c3
Cg8-e7
10.
Ac1-d2
Cb8-c6
11.
Ta1-e1
De5-f5
12.
Cc3-d5
Re8-d8
13.
Ad2-c3
Th8-g8
14.
Ac3-f6
Ah6-g5
15.
Af6 × Ag5
Df5 × Ag5
16.
Cd5 × f4
Cc6-e5
17.
Df3-e4
d7-d6
18.
h2-h4
Dg5-g4
19.
Ac4 × f7
Tg8-f8
20.
Af7-h5
Dg4-g7
21.
d3-d4
Ce5-c6
22.
c2-c3
a7-a5
23.
Cf4-e6+
Ac8 × Ce6
24.
Tf1 × Tf8+
Dg7 × Tf8
25.
De4 × Ae6
Ta8-a6
26.
Te1-f1
Df8-g7
27.
Ah5-g4
Cc6-b8
28.
Tf1-f7
Las negras
abandonan

Agradecimientos

Quiero expresar mi agradecimiento a las siguientes instituciones, por su ayuda: Instituto Internacional de Historia Social de Amsterdam, donde están archivadas las cartas y los manuscritos de Marx, así como muchos otros archivos socialistas de la época; Karl Marx Museum (Friedrich Ebert Foundation) de Tréveris, y Karl Marx Study-Centre, asociado con el anterior, sobre todo por haberme ayudado a encontrar la única partida de ajedrez que se conserva de Marx; Marx Memorial Library, Londres; British Library; London Library; Public Records Office, Kew; Census Office. Mi agradecimiento, también, a las personas que me han proporcionado libros y documentos, que en caso contrario no habría podido consultar: Anna Cuss de la Royal Society of Arts, Paul Foot, Mark Garnett, Ed Glinert, Ronald Gray, Bruce Page, Christopher Hawtree, profesor Colin Matthew, Bob O’Hara, Nick Spurrier. A mi representante, Pat Kavanagh, y a Victoria Barnsley de Fourth Estate, que accedieron con alentadora rapidez a mi propuesta de escribir una biografía de Marx. Pero mi mayor deuda, de cariño y gratitud, es para con Julia Thorogood, que nunca perdió su entusiasmo por el libro, incluso en los momentos en que mi fe flaqueaba y los párpados se me cerraban. También gracias a Jack, Frank y GeorgeAnna Thorogood por su ánimo. Cualquier error, tanto en los hechos como en su interpretación, son, por supuesto, única responsabilidad de mis queridos hijos Bertie y Archie.

FRANCIS WHEEN (Reino Unido, 1957) es un escritor y periodista británico, ganador del premio al columnista del año por sus artículos en el Guardian. Colabora en la revista satírica Private Eye y ha escrito varios libros, entre otros esta imprescindible biografía de Marx, traducida a más de veinte idiomas, el exitoso How Mumbo Jumbo Conquered the World y La historia de El Capital, así como una antología de sus artículos, Hoo-Hahs and Passing Frenzies. Obtuvo el premio George Orwell en 2003. Todos sus libros han tenido un extraordinario recibimiento tanto por la crítica como por el público.

Notas

En las notas se utilizan las siguientes abreviaturas:
MECW: Karl Marx, Frederick Engels, Collected Works (47 volúmenes publicados desde 1975 por Progress Publishers, Moscú, en colaboración con International Publishers Co. Inc., Nueva York, y Lawrence & Wishart, Londres).
RME: Reminiscences of Marx and Engels, Moscú, Foreign Languages Publishing House, sin fecha de edición.
KMIR: Karl Marx: Interviews and Recollections, David McLellan, ed., Londres, Macmillan, 1981.
Cuando en la traducción se han podido encontrar referencias, estas por lo general se han tomado de la siguiente dirección de internet en ingléshttp://www.marxists.org/archive/marx:, que luego se han contrastado con la siguiente en castellano de la Universidad Complutense de Madridhttp://www.ucm.es/info/bas/es/marx-eng/index.htm:.
En este caso, se citan solo los nombres de las obras y los capítulos, únicas referencias para buscar en la red, omitiéndose el número de página.
Otras indicaciones sobre las fuentes se incluyen en las propias notas.

Notas: 1. El desconocido

[1] Carta de KM a FE de 21 de junio de 1854. <<
[2] Eleanor Marx, «Karl Marx», RME, p. 251. <<
[3] Maxim Kovalevsky, «Meetings with Marx», RME, p. 299. <<
[4] MECW, vol. 1, p. 4. <<
[5] Eleanor Marx a Wilhelm Liebknecht en Mohr und General: Erinnerungen an Marx und Engels, Berlín, Dietz Verlag, 1965. <<
[6] Goethe, French Campaign [hay trad. cast.: Campaña de Francia, 1792, y cerco de Maguncia, Madrid, Espasa-Calpe, 1928], citado en Borís Nicolaievsky y Otto Maenchen-Helfen, Karl Marx: Man and Fighter, Londres, Methuen, 1936; ed. rev., Harmondsworth, Penguin, 1973. <<
[7] Eugene Kamenka, «The Baptism of Karl Marx», The Hibbert Journal, vol. LVI, 1958, pp. 340-351. <<
[8] Carta de Henriette Marx a KM, 29 de noviembre de 1835. <<
[9] Carta de KM a FE, 8 de enero de 1863. <<
[10] Carta de Heinrich Marx a KM, 18 de noviembre de 1835. <<
[11] Carta de Heinrich Marx a KM, 18 de noviembre de 1835. <<
[12] «Speech of Dr. Marx on Protection, Free Trade, and the Working Classes», Northern Star, 9 de octubre de 1847. <<
[13] Carta de Heinrich Marx a KM, 18-25 de noviembre de 1835. <<
[14] Carta de Heinrich Marx a KM, principios de 1836. <<
[15] Carta de Henriette Marx a KM, principios de 1836. <<
[16] Certificado de estudios de la Universidad de Bonn, 22 de agosto de 1836, MECW, vol. 1, pp. 657-658. <<
[17] Carta de Heinrich Marx a KM, c. mayo-junio de 1836. <<
[18] Carta de KM a Jenny Marx, 15 de diciembre de 1863. <<
[19] Paul Lafargue, «Reminiscences of Marx», RME, p. 74. <<
[20] Carta de KM a FE, 10 de abril de 1856. <<
[21] S. S. Prawer, Karl Marx and World Literature, Oxford University Press, 1976, p. 209. <<
[22] Carta de KM a Jenny Marx, 21 de junio de 1856. <<
[23] Epílogo a la segunda edición alemana de El capital, MECW vol. 35, p. 9. <<
[24] KM, «On Hegel», MECW, vol. 1, p. 576. [Hay trad. cast.: Textos sobre Hegel, Buenos Aires, Ediciones Caldén, 35, s. f.] <<
[25] Carta de Heinrich Marx a KM, 9 de diciembre de 1837. <<
[26] Carta de KM a Heinrich Marx, 10-11 de noviembre de 1837. <<
[27] KM, The Eighteenth Brumaire, MECW, vol. II, p. 103. [Hay trad. cast.: Dieciocho de brumario de Luis Napoleón, cap. 1.] <<
[28] Carta de Heinrich Marx a KM, 9 de diciembre de 1837. <<
[29] Carta de Heinrich Marx a KM, 2 de marzo de 1837. <<

Notas: 2. El pequeño jabalí

[1] Carta de Georg Jung a Arnold Ruge, Marx-Engels Gesamtausgabe, I i (2), p. 261. <<
[2] KM, The Early Text, Oxford University Press, 1971, p. 13. [Hay trad. cast.: Diferencia entre la filosofía de la naturaleza según Demócrito y según Epicuro, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1973.] <<
[3] Carta de Jenny von Westphalen a KM, 10 de agosto de 1841. <<
[4] Carta de KM a Arnold Ruge, 20 de marzo de 1842. <<
[5] Carta de KM a Arnold Ruge, 27 de abril de 1842. <<
[6] Carta de Jenny von Westphalen a KM, 10 de agosto de 1841. <<
[7] Artículo de la Rheinische Zeitung, 14 de julio de 1842, trad. ing. en MECW, vol. 1, p. 195. <<
[8] Artículo de la Rheinische Zeitung, 19 de mayo de 1842, trad. ing. en MECW, vol. 1, p. 172. <<
[9] Moses Hess, Briefwechsel, ed. E. Silberner, La Haya, 1959, trad. ing. en KMIR, pp. 2-3. <<
[10] FE, «The Insolently Threatened Yet Miraculously Rescued Bible», publicado en forma de panfleto anónimo en diciembre de 1842, trad. ing. en MECW, vol. 2, p. 336. <<
[11] La única excepción es el gran investigador estadounidense Hal Draper, que incluyó una divertida nota final sobre «Marx y la pilosidad» en Karl Marx’s Theory of Revolution, vol. II: The Politics of Social Classes, Nueva York y Londres, Monthly Review Press, 1978. <<
[12] KM y FE, Great Men of the Exile, trad. ing. en The Cologne Communist Trial, Londres, Lawrence & Wishart, 1971, p. 166. <<
[13] Carta de FE a Marie Engels, 29 de octubre de 1840. <<
[14] Marx-Engels Gesamtausgabe, I i (2), p. 257, trad. ing. en Werner Blumenberg, Karl Marx, Londres, New Left Books, 1972. <<
[15] Karl Heinzen, Erlebtes, Boston, Mass., 1874, trad. ing. en KMIR, pp. 5-6. <<
[16] Véase Carl Wittke, Against the Current: The Life of Karl Heinzen 1809-1880, University of Chicago Press, 1945. <<
[17] Wilhelm Liebknecht, Karl Marx: Biographical Memoirs, trad. ing. E. Untermann, Londres, 1901. <<
[18] Rheinische Zeitung, 16 de octubre de 1842, trad. ing. en MECW, vol. 1, p. 220. <<
[19] Carta de KM a Arnold Ruge, 30 de noviembre de 1842. <<
[20] De A Contribution to the Critique of Political Economy (1859), trad. ing. en The Portable Karl Marx, Penguin Books, Nueva York, 1983, p. 158. [Hay trad. cast.: Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política, disponible en internet.] <<
[21] Rheinische Zeitung, 25 de octubre de 1842, trad. ing. en MECW, vol. 1, p. 225. <<
[22] Carta de KM a Arnold Ruge, 9 de julio de 1842. <<
[23] Wilhelm Blas, «Karl Marx als Mensch», Die Glocke v, 1919, trad. ing. en KMIR, pp. 3-4. <<
[24] Carta de KM a Arnold Ruge, 25 de enero de 1843. <<
[25] Carta de KM a Arnold Ruge, 25 de enero de 1843. <<
[26] Carta de KM a Arnold Ruge, 13 de marzo de 1843. <<
[27] Carta de Jenny von Westphalen a KM, 10 de agosto de 1841. <<
[28] H. F. Peters, Red Jenny: A Life with Karl Marx, Londres, Allen & Unwin, 1986. <<
[29] Carta de Jenny von Westphalen a KM, c. 1839-1840. <<
[30] Carta de KM a Ludwig Feuerbach, 3 de octubre de 1843. <<
[31] Carta de KM a Ludwig Feuerbach, 11 de agosto de 1844. <<
[32] Carta de KM a FE, 30 de julio de 1862. <<
[33] KM, Karl Marx: Early Writings, trad. de Rodney Livingstone y Gregor Banton, Londres, Pelican Books, 1975, pp. 212-241. [Hay trad. cast.: La cuestión judía (y otros escritos), Barcelona, Planeta-Agostini, 1993, pp. 55 y ss.] <<
[34] KM, Ibid., pp. 243-257. [Hay trad. cast.: Contribución a la crítica del derecho de Hegel, en Los anales franco-alemanes, Barcelona, Ediciones Martínez Roca, 1970, pp. 102, 110, 114 y 115.] <<

Notas: 3. El rey que comió hierba

[1] Arnold Ruge, Zwei Jahre in Paris, Leipzig, 1846. <<
[2] Marcel Herwegh, 1848: Briefe von und an Herwegh, ed. Marcel Herwegh, Munich, 1898, trad. ing. en KMIR, pp. 6-7. <<
[3] P. Nerrlieh, ed., Arnold Ruges Briefwechsel und Tagebuchblätter aus den Jahren 1825-1880, Berlín, 1886, trad. ing. en KMIR, pp. 8-9. <<
[4] Carta de Arnold Ruge a Julius Fröbel, 4 de junio de 1844. <<
[5] Carta de Jenny Marx a KM, 21 de junio de 1844. <<
[6] K. Kenafick, Mikhail Bakunin and Karl Marx, Melbourne, 1948, p. 25. <<
[7] KMIR, p. 10. <<
[8] Borís Nicolaievsky y Otto Maenchen-Helfen, Karl Marx: Man and Fighter, Londres, Methuen, 1936. <<
[9] P. Nerrlich, ed., Arnold Ruges Briefwechsel und Tagebuchblätter aus den Jahren 1825-1880, Berlín, 1886, trad. ing. en Karl Marx: Man and Fighter. <<
[10] Carta de Jenny Marx a KM, 11-18 de agosto de 1844. <<
[11] Heinrich Bornstein, Fürfunsiebzig Jahre in der alten und neuen Welt, Leipzig, 1881. <<
[12] «Notas críticas al margen del artículo [firmado] por un prusiano», Vorwärts!, 7 y 10 de agosto de 1844, trad. ing. en MECW, vol. 3, pp. 189-206. <<
[13] Carta de KM a FE, 4 de diciembre de 1863. <<
[14] Carta de KM a FE, 27 de diciembre de 1863. <<
[15] Eleanor Marx, «Karl Marx: A Few Stray Notes», RME, pp. 251-252. <<
[16] Wilhelm Liebknecht, Karl Marx: Biographical Memoirs, trad. ing. E. Untermann, Londres, 1901. <<
[17] FE, «On the History of the Communist League» (1885), trad. en The Cologne Communist Trial, Londres, Lawrence and Wishart, 1971. [Hay trad. cast.: Contribución a la historia de la Liga de los Comunistas.] <<
[18] Gustav Mayer, Friedrich Engels: A Biography, trad. de Gilbert y Helen Highet, ed. de R. H. S. Crossman, Londres, Chapman and Hall, 1936. [Hay trad. cast.: Friedrich Engels: una biografía, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1979.] <<
[19] Carta de FE a Friedrich y Wilhelm Graeber, 1 de septiembre de 1838. <<
[20] MECW, vol. 2, p. 4. <<
[21] Carta de FE a Friedrich y Wilhelm Graeber, 17-18 de septiembre de 1838. <<
[22] Carta de FE a Friedrich y Wilhelm Graeber, 1 de septiembre de 1838. <<
[23] Carta de FE a Friedrich Graeber, 8 de abril de 1839. <<
[24] Carta de FE a Friedrich Graeber, 24 de abril de 1839. <<
[25] FE, The Condition of the Working Class in England, Londres, 1892. [Hay trad. cast.: La condición de la clase obrera en Inglaterra, EMESA, Madrid, 1980, pp. 76 y 51.] <<
[26] Carta de FE a Eduard Bernstein, 25 de octubre de 1881. <<
[27] Carta de FE a KM, comenzada en octubre de 1844. <<
[28] Carta de FE a KM, 19 de noviembre de 1844. <<
[29] Carta de FE a KM, 22 de febrero-7 de marzo de 1845. <<
[30] Carta de FE a KM, 17 de marzo de 1845. <<
[31] Carta de KM a FE, 24 de abril de 1867. <<

Notas: 4. El ratón en el desván

[1] Vorwärts!, 17 de agosto de 1844, trad. ing. en MECW, vol. 3, pp. 207-210. <<
[2] Carta de FE a KM, 22 de febrero-7 de marzo de 1845. <<
[3] Marian Comyn, «My Recollections of Karl Marx», en Nineteenth Century and After, vol. XCI, 1922, pp. 161 y ss. <<
[4] Carta de Jenny Marx a KM, después del 24 de agosto de 1845. <<
[5] Carta de KM a Karl Leske, 1 de agosto de 1846. <<
[6] KM, Theses on Feuerbach, MECW, vol. 5, pp. 3-5. [Hay trad. cast.: Tesis sobre Feuerbach, incluidas en La ideología alemana, Barcelona, Grijalbo, 1994, tesis 1, 8 y 11.] <<
[7] The German Ideologie, en MECW, vol. 5, pp. 19-531. <<
[8] KM, «Notas críticas al margen del artículo [firmado] por un prusiano», Vorwärts!, 10 de agosto de 1844. <<
[9] Carta de Joseph Weydemeyer a Louise Lüning, 2 de febrero de 1846, publicada en Münchner Post, 30 de abril de 1926. <<
[10] FE, De «On the History of the Communist League», MECW, vol. 26, p. 320. [Hay trad. cast.: Contribución a la historia de la Liga de los Comunistas, disponible en internet.] <<
[11] Citado en Edmund Wilson, To the Finland Station, Londres, Macmillan, 1972, pp. 193-194. <<
[12] Pável Annenkov, «A Wonderul Ten Years», en RME, pp. 269-272. <<
[13] KM y FE, «Circular Against Kriege», 11 de mayo de 1846, trad. ing. en MECW, vol. 6, pp. 35-51. <<
[14] Carta de KM a Pierre-Joseph Proudhon, 5 de mayo de 1846. <<
[15] Pierre-Joseph Proudhon, Confessions d’un révolutionnaire, París, 1849. <<
[16] KM, Misère de la Philosophie, publicado por A. Frank, París, y C. G. Vogler, Bruselas, 1847. [Hay trad. cast.: Miseria de la filosofía, Observaciones preliminares, Madrid, trad. de J. Mesa.] <<
[17] Carta de FE al Comité de Correspondencia Comunista, 19 de agosto de 1846. <<
[18] Carta de FE a KM, 18 de septiembre de 1846. <<
[19] Carta de FE a KM, 18 de octubre de 1846. <<
[20] Carta de FE a KM, 9 de marzo de 1847. <<
[21] Carta de FE a KM, 9 de marzo de 1847. <<
[22] De «Normas de la Liga de los Comunistas», aprobadas en el Primer Congreso, junio de 1847. <<
[23] Carta de KM a Herwegh, 26 de octubre de 1847. <<
[24] «A Circular of the First Congress of the Communist League to the League Members, 9 June 1847», trad. ing. en MECW, vol. 6, p. 589. <<

Notas: 5. El temible duende

[1] FE, MECW, vol. 6, pp. 96-103. <<
[2] Carta de FE a KM, 25-26 de octubre de 1847. <<
[3] FE, «Principles of Communism», MECW, vol. 6, pp. 341-357. <<
[4] Friedrich Lessner, «Before 1848 and After», RME, pp. 149-166. <<
[5] Bert Andreas, ed., Griindungsdokumente des Bundes der Kommunisten (Juni bis September 1847), Hamburgo, 1969. <<
[6] Karl Wermuth y Wilhelm Stieber, Die Communisten-Verschworungen des neunzehnten Jahrhunderts, Berlín, 1853. <<
[7] Citado en David Riázanov, ed., The Communist Manifesto of Karl Marx and Friedrich Engels, Nueva York, Russell & Russell, 1963. <<
[8] Marshall Berman, All That is Solid Melts into Air: The Experience of Modernity, Londres, Verso, 1982. [Hay trad. cast.: Todo lo sólido se desvanece en el aire: la experiencia de la modernidad, Madrid, Siglo XXI de España, 1988.] <<
[9] Deutsche-Brüsseler-Zeitung, 27 de febrero de 1848. <<
[10] Carta de FE a KM, 15 de noviembre de 1847. <<
[11] MECW, vol. 6, p. 649. <<
[12] Jenny Marx, «Short Sketch of an Eventful Life», RME, p. 223. <<
[13] FE, «To the Editor of the Northern Star», Northern Star, 25 de marzo de 1848, y carta de KM en La Réforme, 8 de marzo de 1848. <<
[14] Carta de FE a KM, 25 de abril de 1848. <<
[15] Stephan Born, Erinnerungen eines Achtundvierzigers, Leipzig, 1898, trad. ing. en KMIR, p. 16. <<
[16] Neue Rheinische Zeitung, 1 de junio de 1848. <<
[17] The Reminiscences of Carl Schurz, Londres, 1909, vol. 1, p. 138. <<
[18] Informe en la Neue Rheinische Zeitung, 13 de septiembre de 1848. <<
[19] Neue Rheinische Zeitung, 9 de septiembre de 1848. <<
[20] Kölnische Zeitung, 4 de octubre de 1848. <<
[21] Neue Rheinische Zeitung, 12 de octubre de 1848. <<
[22] Neue Rheinische Zeitung, 29 de octubre de 1848. <<
[23] FE, «From Paris to Berne», MECW, vol. 7, pp. 507-529. [Hay trad. cast. «De París a Berna», en OME, vol. 10, p. 351, Barcelona, Crítica, 1979.] <<
[24] Carta de KM a FE, primera mitad de noviembre de 1848. <<
[25] Carta de KM a FE, 29 de noviembre de 1848. <<
[26] «El movimiento revolucionario», Neue Rheinische Zeitung, 1 de enero de 1849. <<
[27] Deutsche Londoner Zeitung, 16 de febrero de 1849. <<
[28] Carta del coronel Engels al Oberpräsident Eichmann, 17 de febrero de 1849. <<
[29] Carta de KM al coronel Engels, 3 de marzo de 1849; véase también la carta de FE a Karl Kautsky, 2 de diciembre de 1885. <<
[30] FE, «Marx y la Neue Rheinische Zeitung», publicado en Der Sozialdemokrat, 13 de marzo de 1884. <<
[31] Carta de FE a Jenny Marx, 25 de julio de 1849. <<
[32] Carta de KM a FE, 7 de junio de 1849. <<
[33] Carta de KM a FE, finales de julio de 1849. <<
[34] Carta de KM a FE, 23 de agosto de 1849. <<
[35] HO 3/53, Public Record Office [archivo de la administración], Londres. <<
[36] Carta de KM a FE, 23 de agosto de 1849. <<

Notas: 6. El megalosaurio

[1] Charles Dickens, Bleak House, Londres, Chapman and Hall, 1853, p. 1. [Hay trad. cast.: Casa desolada, Barcelona, Montesinos, 1987, trad. de José Luis Crespo.] <<
[2] The Times, 5 de julio de 1849. <<
[3] Carta de KM a Ferdinand Freiligrath, 5 de septiembre de 1849. <<
[4] Carta de KM a Louis Bauer, 30 de noviembre de 1849. <<
[5] Carta de FE a Jakob Lukas Schabelitz, 22 de diciembre de 1849. <<
[6] Northern Star, 1 de diciembre de 1849. <<
[7] Wilhelm Liebknecht, Karl Marx: Biographical Memoirs, trad. ing. E. Untermann, Londres, 1901. <<
[8] Westdeutsche Zeitung, 8 de enero de 1850. <<
[9] Carta de KM a Joseph Weydemeyer, 19 de diciembre de 1849. <<
[10] De «The Class Struggles in France, 1848 a 1850», trad. ing. MECW, vol. 10, pp. 47-145. [Hay trad. cast.: Las luchas de clases en Francia, Introducción de Marx.] <<
[11] E. H. Carr, Karl Marx: A Study in Fanaticism, Londres, J. M. Dent and Sons, 1934. <<
[12] Carta de Jenny Marx a Joseph Weydemeyer, 20 de mayo de 1850. <<
[13] Carta de KM a Joseph Weydemeyer, 27 de junio de 1850. <<
[14] Carta de Jenny Marx a Joseph Weydemeyer, 20 de mayo de 1850. <<
[15] Carta de Jenny Marx a FE, 2 de diciembre de 1850. <<
[16] Carta de FE a KM, 25 de noviembre de 1850. <<
[17] Carta de FE a KM, c. 6 de julio de 1851. <<
[18] FE a KM, 10 de marzo de 1853. <<
[19] The Spectator, 15 de junio de 1850. <<
[20] FO 64/317, Public Record Office, Londres. <<
[21] Robert Payne, Marx, Londres, W. H. Allen, 1968. <<
[22] Carta de Jenny Marx a Adolf Cluss, 30 de octubre de 1852. <<
[23] Carta de KM a FE, 19 de noviembre de 1850. <<
[24] Carta de KM a FE, 23 de noviembre de 1850. <<
[25] Carta de KM a Eduard von Müller-Tellering, 12 de marzo de 1850. <<
[26] Informe de un informador anónimo de la policía alemana, en KMIR, pp. 34-36. <<
[27] Original en el Instituto Internacional de Historia Social de Amsterdam; publicado por primera vez en Werner Blumenberg, Rowohlt, 1962. [Hay trad. cast.: Karl Marx, Barcelona, Salvat, 1995.] <<
[28] Yvonne Kapp, Eleanor Marx: Volume One, Family Life 1855-1883, Londres, Lawrence and Wishart, 1972. <<
[29] Terrell Carver, Friedrich Engels: His Life and Thought, Londres y Basingstoke, Macmillan, 1989. <<
[30] Carta de Terrell Carver, Sunday Times, Londres, 27 de junio de 1982. <<
[31] Carta de KM a Joseph Weydemeyer, 2 de agosto de 1851. <<
[32] Carta de FE a KM, 20 de abril de 1852. <<

Notas: 7. Los lobos hambrientos

[1] Carta de KM a FE, 22 de abril de 1854. <<
[2] Carta de FE a KM, 1 de junio de 1853. <<
[3] Carta de KM a FE, 13 de febrero de 1856. <<
[4] Carta de KM a FE, 10 de abril de 1856. <<
[5] Carta de KM a FE, 27 de julio de 1854. <<
[6] Carta de KM a FE, 23 de abril de 1857. <<
[7] Carta de KM a FE, 7 de enero de 1858. <<
[8] Carta de KM a FE, 21 de junio de 1854. <<
[9] Carta de KM a FE, 13 de agosto de 1858. <<
[10] Carta de KM a FE, 15 de julio de 1858. <<
[11] Carta de KM a FE, 31 de julio de 1865. <<
[12] Carta de FE a KM, 16 de julio de 1858. <<
[13] Carta de FE a KM, 11 de enero de 1853. <<
[14] Carta de KM a Ludwig Kugelmann, 25 de octubre de 1866. <<
[15] Carta de KM a Adolf Cluss, 18 de octubre de 1853. <<
[16] The New York Daily Tribune, 15 de marzo de 1853. <<
[17] The New York Daily Tribune, 4 de septiembre de 1852. <<
[18] The New York Daily Tribune, 16 de septiembre de 1857. <<
[19] The New York Daily Tribune, 19 de octubre de 1853. <<
[20] Carta de KM a FE, 2 de abril de 1851. <<
[21] Carta de Wilhehn Pieper a FE, 27 de enero de 1851. <<
[22] Carta de KM a Joseph Weydemeyer, 27 de junio de 1851. <<
[23] Carta de KM a Jenny Marx (hija), 10 de junio de 1869. <<
[24] Carta de KM a Jenny Marx, 11 de junio de 1852. <<
[25] Carta de KM a J. G. Kinkel, 22 de julio de 1852. <<
[26] Carta de J. G. Kinkel a KM, 24 de julio de 1852. <<
[27] Carta de KM a Adolf Cluss, 30 de julio de 1852. <<
[28] Carta de KM a FE, 22 de mayo de 1852. <<
[29] Carta de KM al barón A. von Brüningk, 18 de octubre de 1852. <<
[30] Carta de KM a Karl Eduard Vehse, finales de noviembre de 1852. <<
[31] Carta de KM a Karl Eduard Vehse, finales de noviembre de 1852. <<
[32] Carta de KM a Joseph Weydemeyer, 27 de junio de 1851. <<
[33] KM y FE, The Great Men of the Exile, en The Cologne Communist Trial, Londres, Lawrence & Wishart, 1971, p. 167. <<
[34] Carta de George Julian Harney a FE, 30 de marzo de 1846. <<
[35] Carta de FE a Emil Blank, 15 de abril de 1848. <<
[36] Carta de KM a FE, 23 de febrero de 1851. <<
[37] Carta de KM a FE, 11 de febrero de 1851. <<
[38] Carta de FE a KM, 13 de febrero de 1851. <<
[39] Carta de KM a FE, 24 de febrero de 1851. <<
[40] Carta de George Julian Harney a FE, 30 de marzo de 1846. <<
[41] Neue Oder-Zeitung, 8 de junio de 1855. <<
[42] Discurso de KM del 14 de abril de 1856, publicado en People’s Paper, 19 de abril de 1856. <<
[43] Carta de FE a KM, 30 de julio de 1851. <<
[44] Carta de KM a FE, 31 de julio de 1851. <<
[45] Carta de FE a KM, 23 de septiembre de 1851. <<
[46] Carta de FE a KM, 15 de octubre de 1851. <<
[47] Carta de KM a Ferdinand Freiligrath, 27 de diciembre de 1851. <<
[48] Carta de KM a Lassalle, 23 de febrero de 1852. <<
[49] Carta de FE a KM, 20 de abril de 1852. <<
[50] Cartas de KM a FE, 29 de enero de 1853, 10 de marzo de 1853, 28 de septiembre de 1853. <<
[51] Neue Oder-Zeitung, 28 de junio de 1855. <<
[52] Neue Oder-Zeitung, 5 de julio de 1855. <<
[53] Die Presse (Viena), 2 de febrero de 1862. <<
[54] Carta de KM a FE, 27 de julio de 1866. <<
[55] Keith Thomas, Man and the Natural World: Changing Attitudes in England 1500-1800, Londres, Allen Lane, 1983, p. 240. <<
[56] Carta de FE a KM, 7 de octubre de 1858. <<
[57] Carta de KM a Eleanor Marx, 9 de enero de 1883. <<
[58] Gertrude Robinson, David Urquhart: Some Chapters in the Life of a Victorian Knight Errant of Justice and Liberty, Oxford, Basil Blackwell, 1920. <<
[59] Carta de KM a FE, 10 de marzo de 1853. <<
[60] Carta de KM a FE, 18 de agosto de 1853. <<
[61] Carta de KM a FE, 9 de febrero de 1854. <<
[62] Carta de KM a Ferdinand Lassalle. <<
[63] Carta de KM a Jenny Marx, 8 de agosto de 1856. <<
[64] Carta de KM a FE, 5 de marzo de 1858. <<
[65] Lord Lamington, In the Days of the Dandies, Londres, 1890. <<

Notas: 8. El héroe a caballo

[1] Carta de KM a FE, 17 de enero de 1855. <<
[2] Carta de KM a Amalie Daniels, 6 de septiembre de 1855. <<
[3] Carta de KM a FE, 30 de marzo de 1855. <<
[4] Carta de KM a FE, 12 de abril de 1855. <<
[5] Carta de KM a FE, 13 de febrero de 1863. <<
[6] Carta de KM a Ferdinand Lassalle, 28 de julio de 1855. <<
[7] Carta de KM a FE, 11 de septiembre de 1855. <<
[8] Carta de Jenny Marx a Louise Weydemeyer, 11 de marzo de 1861. <<
[9] Eleanor Marx, «Karl Marx: A Few Stray Notes», en RME, pp. 250-251. <<
[10] Carta de FE a KM, después del 27 de septiembre de 1856. <<
[11] Carta de KM a FE, 20 de enero de 1857. <<
[12] Carta de FE a KM, c. 22 de enero de 1857. <<
[13] Jenny Marx, Short Sketch of an Eventful Life, trad. ing. en RME, pp. 229-230. <<
[14] Carta de KM a FE, 24 de marzo de 1857. <<
[15] Carta de KM a FE, 29 de junio de 1857. <<
[16] Carta de KM a FE, 15 de agosto de 1857. <<
[17] Carta de FE a KM, 15 de noviembre de 1857. <<
[18] Carta de FE a KM, 7 de diciembre de 1857. <<
[19] Carta de FE a KM, 15 de noviembre de 1857. <<
[20] Carta de FE a KM, 11 de febrero de 1858. <<
[21] Carta de KM a FE, 5 de enero de 1858. <<
[22] Carta de KM a FE, 8 de diciembre de 1857. <<
[23] Carta de KM a FE, 18 de diciembre de 1857. <<
[24] Carta de KM a FE, 1 de febrero de 1858. <<
[25] Carta de KM a FE, 5 de marzo de 1856. <<
[26] Carta de KM a Lassalle, 31 de mayo de 1858. <<
[27] Carta de KM a Lassalle, 22 de febrero de 1858. <<
[28] Carta de FE a Nikolái Danielson, 13 de noviembre de 1885. <<
[29] Carta de KM a FE, 19 de octubre de 1867. <<
[30] Carta de Jenny Marx a FE, 9 de abril de 1858. <<
[31] Carta de FE a Jenny Marx, 11 de mayo de 1858. <<
[32] Carta de KM a Carl Friedrich Julius Leske, 1 de agosto de 1846. <<
[33] Carta de KM a Lassalle, 22 de febrero de 1858. <<
[34] Carta de KM a FE, 21 de enero de 1859. <<
[35] Carta de KM a FE, 22 de octubre de 1858. <<
[36] Carta de KM a FE, 10 de noviembre de 1858. <<
[37] Carta de KM a Lassalle, 12 de noviembre de 1858. <<
[38] Carta de KM a FE, 11 de diciembre de 1858. <<
[39] Carta de KM a FE, 13-15 de enero de 1859. <<
[40] KM, prólogo de A Critique of Political Economy, trad. ing. en MECW, vol. 1, pp. 361 y ss. <<
[41] Carta de KM a FE, 22 de julio de 1859. <<
[42] Carta de Jenny Marx a FE, 23 o 24 de diciembre de 1859. <<
[43] Karl Vogt, Mein Prozess gegen die Allgemeine Zeitung, Ginebra, 1859, trad. ing. en KMIR, pp. 17-19. <<
[44] KM, Herr Vogt, trad. ing. en MECW, vol. 17, p. 243. [Hay trad. cast.: Señor Vogt, Madrid, 1974, pp. 225 y 227.] <<
[45] Carta de KM a FE, 28 de noviembre de 1860. <<
[46] Carta de Jenny Marx a Louise Weydemeyer, 11 de marzo de 1861. <<
[47] Carta de KM a FE, 18 de enero de 1861. <<
[48] Carta de KM a Antoinette Phillips, 24 de marzo de 1861. <<
[49] Carta de KM a Antoinette Philips, 13 de abril de 1861. <<
[50] Carta de Jenny Marx a FE, principios de abril de 1861. <<
[51] Carta de KM a Antoinette Philips, 24 de marzo de 1861. <<
[52] Carta de KM a FE, 30 de julio de 1862. <<
[53] Carta de KM a FE, 19 de junio de 1861. <<
[54] Carta de KM a FE, 18 de junio de 1862. <<
[55] Carta de KM a FE, 30 de julio de 1862. <<
[56] Jenny Marx, Short Sketch of an Eventful Life, trad. ing. en RME, p. 234. <<
[57] Carta de KM a Lassalle, 7 de noviembre de 1862. <<
[58] Carta de Lassalle a Bismarck, 8 de junio de 1863, trad. ing. en Hal Draper, Karl Marx’s Theory of Revolution, vol. IV: Critique of Other Socialisms, Nueva York, Monthly Review Press, 1990, p. 55. <<
[59] Carta de FE a KM, 4 de septiembre de 1864. <<
[60] Carta de KM a FE, 7 de septiembre de 1864. <<
[61] Carta de KM a Sophie von Hatzfeldt, 12 de septiembre de 1864. <<
[62] Carta de KM a FE, 24 de diciembre de 1862. <<
[63] Carta de KM a FE, 20 de agosto de 1862. <<
[64] John Rae, «The Socialism of Karl Marx and the Young Hegelians», Contemporary Review, vol. XL, octubre de 1881, p. 585. <<
[65] Carta de KM a Collet Dobson Collet, 6 de septiembre de 1871. <<
[66] The Times, 2 de septiembre de 1851. <<
[67] D. G. C. Allan, «The “Red Doctor”. Amongst the Virtuosi: Karl Marx and the Society», Journal of the Royal Society of Arts, vol. 129 (1981), pp. 259-261 y 309-311. <<
[68] Carta de Jenny Marx (hija) a FE, 2 de julio de 1869. <<
[69] Wilhelm Liebknecht, Karl Marx: Biographical Memories, trad. ing. E. Untermann, Londres, 1901. <<
[70] Kirk Willis, «The Introduction and Critical Reception of Marxist Thought in Britain, 1850-1900», The Historical Journal, 20, 2 (1977), pp. 417-459. <<
[71] Carta de KM a FE, 18 de junio de 1862. <<
[72] Carta de KM a Ludwig Kugelmann, 28 de diciembre de 1862. <<

Notas: 9. Los bulldogs y la Hiena

[1] Carta de FE a KM, 13 de enero de 1863. <<
[2] Carta de KM a FE, 24 de enero de 1863. <<
[3] Carta de FE a KM, 26 de enero de 1863. <<
[4] Carta de KM a FE, 2 de diciembre de 1863. <<
[5] Last will and testament Friedrich Wilhelm Wolff, Manchester Probate Court, Register [registro del tribunal testamentario] n.º 1, 1864, folio 606. <<
[6] Carta de KM a FE, 25 de julio de 1864. <<
[7] Carta de KM a Lion Philips, 25 de junio de 1864. <<
[8] Carta de KM a FE, 4 de julio de 1864. <<
[9] Carta de FE a KM, 28 de junio de 1868. <<
[10] Carta de KM a FE, 27 de junio de 1868. <<
[11] KM, «Comentarios sobre el artículo de M. Adolphe Bartels», Deutsche-Brusseler-Zeitung, 19 de diciembre de 1847. <<
[12] Carta de KM a Ferdinand Freiligrath, 29 de febrero de 1860. <<
[13] George Orwell, The Lion and the Unicorn: Socialism and the English Genius, Secker & Warburg, Londres, 1941. <<
[14] Northern Star, 19 de junio de 1847. <<
[15] Para mayor información sobre el asunto Haynau, véanse A. R. Schoyen, The Chartist Challenge: A Portrait of George Julian Harney, Londres, Heinemann, 1958; Julius West, A History of the Chartist Movement, Londres, Constable, 1920; G. D. H. Cole y Raymond Postgate, The Common People 1746-1938, Londres, Methuen, 1938; y el editorial de Harney en Red Republican, 14 de septiembre de 1850. <<
[16] E. J. Hobsbawm, The Age of Capital 1848-1875, Londres, Abacus, 1977, pp. 134-135. [Hay trad. cast.: La era de El capital 1848-1875, Barcelona, Crítica, 1998, p. 120.] <<
[17] Carta de KM a FE, 9 de abril de 1863. <<
[18] Robert Payne, Marx, Londres, W. H. Allen, 1968, p. 322. <<
[19] Shlomo Avineri, The Social and Political Thought of Karl Marx, Cambridge University Press, 1968, p. 63. <<
[20] Un profundo estudio de los errores de Avineri se puede encontrar en el apéndice de Hal Draper, Karl Marx’s Theory of Revolution, vol. II: The Politics of Social Classes, Nueva York, Monthly Review Press (1978), pp. 635 y ss. <<
[21] Neue Rheinische Zeitung, Politisch-ökonomische Revue, números 5-6, 1850. <<
[22] Carta de KM a FE, 9 de febrero de 1859. <<
[23] Carta de KM a FE, 18 de mayo de 1859. <<
[24] Carta de KM a FE, 26 de septiembre de 1866. <<
[25] Todas las citas de las actas están tomadas de The General Council of the First International, cinco volúmenes en los que se recogen los libros de actas del Consejo, publicados por Foreign Languages Publishing House, Moscú. <<
[26] Carta de KM a FE, 4 de noviembre de 1864. <<
[27] Carta de KM a Laura Marx, 20 de marzo de 1866. <<
[28] Carta de KM a FE, 20 de junio de 1866. <<
[29] Carta de KM a FE, 13 de marzo de 1865. <<
[30] Carta de FE a Laura Lafargue (Laura Marx), 24 de junio de 1883. <<
[31] Carta de FE a KM, 12 de abril de 1865. <<
[32] Carta de KM a Ludwig Kugelmann, 23 de febrero de 1865. <<
[33] Carta de KM a FE, 1 de mayo de 1865. <<
[34] Carta de KM a FE, 31 de julio de 1865. <<
[35] Carta de KM a Paul Lafargue, 13 de agosto de 1866. <<
[36] Carta de KM a FE, 11 de noviembre de 1882. <<
[37] Carta de KM a Paul Lafargue, 13 de agosto de 1866. <<
[38] Carta de KM a FE, 6 de marzo de 1868. <<
[39] Véase la carta de Laura Lafargue a FE, 6 de marzo de 1893, publicada en la Correspondence entre FE y Lafargue, vol. III, pp. 246-247. <<
[40] Carta de Laura Marx a FE, 16 de octubre de 1893, publicada en la Correspondence entre FE y Lafargue, vol. III, p. 304. <<
[41] Carta de Jenny Marx a Wilhelm Liebknecht, 26 de mayo de 1872. <<

Notas: 10. El arte de la digresión

[1] Paul Lafargue, «Reminiscences of Marx», en RME, p. 73. <<
[2] Carta de KM a FE, 22 de junio de 1867. <<
[3] Carta de KM a FE, 2 de abril de 1867. <<
[4] Carta de KM a FE, 13 de abril de 1867. <<
[5] Carta de KM a FE, 24 de abril de 1867. <<
[6] Carta de KM a FE, 7 de mayo de 1867. <<
[7] Carta de KM a FE, 22 de junio de 1867. <<
[8] Carta de KM a FE, 16 de agosto de 1867. <<
[9] Kenneth Harris, Conversations, Londres, Hodder & Stoughton, 1967, p. 268. Wilson repitió la aseveración en una entrevista en The Times, 2 de agosto de 1976. <<
[10] KM, Capital: A Critique of Political Economy, vol. 1, trad. de Ben Fowkes, Londres, Pelican Books, en asociación con New Left Review, 1976, p. 797. [Hay trad. cast.: El capital: crítica de la economía política, vol. 1, disponible en internet, cap. XXIII.] <<
[11] Ibid., p. 799. <<
[12] Leszek Kolakowski, Main Currents of Marxism: Its Rise, Growth and Dissolution, vol. 1, Oxford, Clarendon Press, 1978, p. 291. <<
[13] Ibid., p. 329. <<
[14] Conferencias de Karl Marx en el Consejo General de la Primera Internacional, 20 y 27 de junio de 1865, publicadas en el folleto Salario, precio y ganancia, caps. VI, VII y VIII. <<
[15] Epílogo a la segunda edición alemana de El capital, 1873. <<
[16] Capital, vol. 1, pp. 142-143; disponible en internet, cap. 1 <<
[17] Laurence Sterne, The Life and Opinions of Tristram Shandy, Gent., en the Works of Laurence Sterne, vol. 1, Londres, Bickers and Son, 1885. [Hay trad. cast.: La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, trad. de Javier Marías, Madrid, Alfaguara, 1999.] <<
[18] Thomas Yoseloff, Laurence Sterne: A Fellow of Infinite Jest, Londres, Francis Aldor, 1948, p. 87. <<
[19] MECW, vol. 30, pp. 306-310. [Hay trad. cast.: Historia crítica de la teoría de la plusvalía, vol. IV de El capital, Buenos Aires, 1956, p. 203.] <<
[20] Edmund Wilson, To the Finland Station, Londres, Macmillan, 1972, pp. 340-342. <<
[21] Saturday Review of Politics, Literature, Science and Art, Londres, 18 de enero de 1868. <<
[22] Contemporary Review, Londres, junio de 1868. <<
[23] Carta de FE a KM, 16 de junio de 1867. <<
[24] Carta de FE a KM, 23 de agosto de 1867. <<
[25] Carta de KM a Kugelmann, 30 de noviembre de 1867. <<
[26] Carta de KM a FE, 19 de octubre de 1867. <<
[27] Carta de FE a Ludwig Kugelmann, 8 y 20 de noviembre de 1867. <<
[28] Carta de Jenny Marx a Ludwig Kugelmann, 24 de diciembre de 1867. <<
[29] Ibidem. <<

Notas: 11. El elefante rufián

[1] Fritz J. Raddatz, Karl Marx: A Political Biography, trad. ing. de Richard Barry, Londres, Weidenfeld & Nicolson, 1978, p. 207. <<
[2] E. H. Carr, Karl Marx, Londres, J. M. Dent & Sons, 1934, p. 224. <<
[3] Isaiah Berlin, Karl Marx: His Life and Environment, Londres, Butterworth, 1939. [Hay trad. cast.: Karl Marx, Madrid, Alianza, 1988.] <<
[4] Archives Bakounine, ed. A. Lehning, Instituto Internacional de Historia Social de Amsterdam, 1967. <<
[5] FE, «Paneslavismo democrático», Neue Rheinische Zeitung, 15 de febrero de 1849. <<
[6] Carta de KM a FE, 12 de septiembre de 1863. <<
[7] Carta de KM a FE, 4 de noviembre de 1864. <<
[8] E. H. Carr, Michael Bakunin, Nueva York, Vintage Books, 1961. <<
[9] Del Primer Manifiesto del Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores sobre la guerra franco-prusiana, julio de 1870. <<
[10] Actas del Consejo General, 22 de agosto de 1870. <<
[11] Carta de KM a Ferdinand Lassalle, 4 de febrero de 1859. <<
[12] Carta de KM a FE, 17 de agosto de 1870. <<
[13] Carta de KM a Paul y Laura Lafargue, 28 de julio de 1870. <<
[14] Carta de Jenny Marx a FE, 10 de agosto de 1870. <<
[15] Carta de FE a KM, 31 de julio de 1870. <<
[16] Carta de KM a FE, 8 de agosto de 1870. <<
[17] De la Declaración To the Members of the International Working Men’s Association in Europe and the United States, publicado por la IWMA, septiembre de 1870. <<
[18] Carta de KM a Friedrich Adolph Sorge, 1 de septiembre de 1870. <<
[19] The Times, 22 de marzo de 1871. <<
[20] Carta de KM a Wilhelm Liebknecht, 6 de abril de 1871. <<
[21] Carta de KM a Ludwig Kugelmann, 12 de abril de 1871. <<
[22] Véase, por ejemplo, David McLellan, Karl Marx: A Biography, p. 359. <<
[23] Carta de Jenny Marx (hija) a los Kugelmann, 18 de abril de 1871. <<
[24] KM, The Civil War in France, trad. ing., Londres, Edward Truelove, 1871.[Hay trad. cast.: La guerra civil en Francia, cap. I, disponible en internet.] <<
[25] Giuseppe Mazzini, «The International: addressed to the Working Class», Contemporary Review, XX, julio de 1872, p. 155. <<
[26] The Times, 16 de abril de 1872. <<
[27] «The Commune of 1871», artículo firmado por E. B. M., Fraser’s Magazine, junio de 1871. <<
[28] The Tablet, 15 de julio de 1871. <<
[29] The Spectator, 17 de junio de 1871. <<
[30] W. R. Greg, «The proletariat on a false scent», Quarterly Review, CXXXII, enero de 1872, p. 133. <<
[31] Carta de KM a Ludwig Kugelmann, 18 de junio de 1871. <<
[32] Pall Mall Gazette, 9 de junio de 1871. <<
[33] Pall Mall Gazette, 3 de julio de 1871. <<
[34] The World, Nueva York, 18 de julio de 1871. <<
[35] Carta de KM a Jenny Marx, 23 de septiembre de 1871. <<
[36] Archives Bakounine, trad. ing. en Karl Marx’s Theory of Revolution, vol. IV: Critique of Other Socialisms, p. 296. <<
[37] Les prétendues scissions dans l’Internationale, Ginebra, Co-operative Press, 1872. <<
[38] Een Zesdaagsch International Debat, Dordrecht, 1872, trad. ing. en KMIR, pp. 114-115. <<
[39] Nicolaievsky y Maenchen-Helfen, p. 382. <<
[40] The Times, 7 de septiembre de 1872. <<
[41] Nicolaievsky y Maenchen-Helfen, p. 384. <<
[42] Maltman Barry, Report of the Fifth Annual General Congress of the International Working Men’s Association held at the Hague, Holland, 2-9 September 1872, Londres, 1873. <<
[43] Carta de KM a Nikolái Danielson, 28 de mayo de 1872. <<
[44] Carta de KM a César de Paepe, 28 de mayo de 1872. <<
[45] Michael Confino, Violence dans la violence: le débat Bakounine-Necaev, París, Maspero, 1973, p. 88; véase también Karl Marx’s Theory of Revolution, vol. IV: Critique of Other Socialisms, p. 302. <<

Notas: 12. El puercoespín afeitado

[1] Carta de Jenny Marx a Friedrich Adolph Sorge, 20 o 21 de enero de 1877. <<
[2] Carta de Jenny Marx a Wilhelm Liebknecht, 26 de mayo de 1872. <<
[3] Carta de Jenny Marx (hija) a Eleanor Marx, 10 de abril de 1882, citado en Yvonne Kapp, Eleanor Marx, vol. I: Family Life 1855-1883, Londres, Lawrence & Wishart, 1972, p. 240. <<
[4] Frederic Harrison, Autobiographic Memoirs, Londres, 1911, vol. II, p. 33. <<
[5] Carta de KM a Friedrich Adolphe Sorge, 4 de agosto de 1874. <<
[6] Carta de KM a FE, 11 de noviembre de 1882. <<
[7] Carta de Jenny Marx (hija) a Ludwig y Gertrud Kugelmann, 21-22 de diciembre de 1871. <<
[8] Carta de KM a FE, 31 de mayo de 1873. <<
[9] Carta de Eleanor Marx a KM, 23 de marzo de 1874; trad. ing. en Yvonne Kapp, Eleanor Marx, vol. I: Family Life 1855-1883, Londres, Lawrence & Wishart, 1972, pp. 153-154. <<
[10] Carta de Eleanor Marx a Jenny Longuet, 1 de julio de 1882. <<
[11] Carta de Eleanor Marx a Karl Kautsky, 28 de diciembre de 1896. <<
[12] Carta de Eleanor Marx a Jenny Longuet, 8 de enero de 1882. <<
[13] Carta de KM a Nikolái Danielson, 12 de agosto de 1873. <<
[14] Carta de KM a FE, 30 de agosto de 1873. <<
[15] Carta de KM a Friedrich Adolph Sorge, 27 de septiembre de 1873. <<
[16] Carta de KM a Ludwig Kugelmann, 19 de enero de 1874. <<
[17] Archivo HO45/9366/36 228, Public Record Office, Londres. <<
[18] Carta de KM a FE, 1 de septiembre de 1874. <<
[19] Carta de KM a FE, 18 de septiembre de 1874. <<
[20] Sprudel, Viena, 19 de septiembre de 1875, trad. ing. en KMIR, pp. 124-125. <<
[21] August Bebel, «Going to Canossa», RME, p. 216. <<
[22] Nikolái Morózov, «Visits to Karl Marx», RME, p. 303. <<
[23] Eduard Bernstein, Aus den Jahren meines Exils: Erinnerungen eines Sozialisten, Berlín, 1919, trad. ing. en KMIR, pp. 152-153. <<
[24] Karl Kautsky, Aus den Frühzeit des Marxismus, trad. ing. en KMIR, pp. 153-156. <<
[25] Chicago Tribune, 5 de enero de 1879. <<
[26] Carta de KM a Ferdinand Domela Nieuwenhuis, 22 de febrero de 1881. <<
[27] Carta de sir Mountstuart Elphinstone Grant Duff MP a la princesa Victoria, 1 de febrero de 1879; publicada por vez primera en «A Meeting with Karl Marx», Times Literary Supplement, 15 de julio de 1949. <<
[28] Paul Lafargue, «Karl Marx. Persönliche Erinnerungen», Die Neue Zeit, vol. IX, p. 1 (1890-1891), trad. ing. en KMIR, p. 73; también, Lewis S. Feuer, «Karl Marx and the Promethean Complex», Encounter, vol. XXXI, n.º 6, diciembre de 1968, p. 15. <<
[29] Carta de Charles Darwin a KM, 1 de octubre de 1873. <<
[30] Carta de KM a FE, 19 de diciembre de 1860. <<
[31] Carta de KM a Lassalle, 16 de enero de 1861. <<
[32] Carta de KM a FE, 7 de agosto de 1866. <<
[33] Carta de Charles Darwin a Edward Aveling, 13 de octubre de 1880. (Carta que se pensó en principio que iba dirigida a Marx). Esta, junto con la carta de Darwin de octubre de 1873, se pueden encontrar en el IISH, Amsterdam. Ambas tienen idénticos borrones donde alguien —probablemente el propio Aveling— ha derramado tinta sobre ellas; como las marcas son algo más débiles en la carta de Marx, se puede deducir que al producirse el percance ambas estaban juntas en su escritorio, situada encima la de 1880. Para mayor ampliación sobre la leyenda Marx-Darwin, véanse: Ralph Colp Jr., «The Contacts Between Karl Marx and Charles Darwin», Journal of the History of Ideas, vol. XXXV, n.º 2 (abril-junio de 1974), pp. 329-338; Margaret A. Fay, «Did Marx Offer to Dedicate Capital to Darwin?», Journal of the History of Ideas, vol. XXXIX, n.º 1 (enero-marzo de 1978), pp. 133-146; Lewis S. Feuer, “The Case of the ‘Darwin-Marx’ Letter”, Encounter, vol. LI, n.º 4 (octubre de 1978), pp. 62-77; Margaret A. Fay, “Marx and Darwin: A Literary Detective Story”, Monthly Review (NY), vol. 31, n.º 10 (marzo de 1980), pp. 40-57, y Ralph Colp Jr., “The Myth of the Darwin-Marx Letter”, History of Political Economy, Carolina del Norte, Universidad Duke, vol. 14, n.º 4 (invierno de 1982), pp. 461-481. <<
[34] Isaiah Berlin, Karl Marx, Londres, Thornton Butterworth, 1939, p. 218. [Hay trad. cast.: Karl Marx, Madrid, Alianza, 1988.] <<
[35] Shlomo Avineri, «From Hoax to Dogma: A Footnote on Marx and Darwin», Encounter, vol. XXVIII, marzo de 1967, pp. 30-32. <<
[36] The Spectator, 17 de octubre de 1998. <<
[37] John Macdonnell, «Karl Marx and German Socialism», Fortnightly Review, 1 de marzo de 1875. <<
[38] Carta de Macmillan & Co. (Londres) al profesor Carl Schorlemmer, 25 de mayo de 1883. <<
[39] Carta de Robert Banner a KM, 6 de diciembre de 1880. <<
[40] H. M. Hyndman, The Record of an Adventurous Life, Macmillan, Londres, 1911, pp. 271-272. <<
[41] Barbara Tuchman, The Proud Tower: A Portrait of the World Before the War, 1890-1914, Londres, Macmillan, 1980, p. 360. <<
[42] Hyndman, p. 273. <<
[43] Marian Comyn, «My Recollections of Karl Marx», en Nineteenth Century and After, Londres, 1922, pp. 161 y ss. <<
[44] Carta de KM a Jenny Longuet, 11 de abril de 1881. <<
[45] Véase John Cowley, The Victorian Encounter with Marx: A Study of Ernest Belfort Bax, Londres y Nueva York, British Academic Press, 1992. <<
[46] Carta de KM a Friedrich Adolphe Sorge, 15 de diciembre de 1881. <<
[47] Carta de FE a Johann Philipp Becker, 17 de agosto de 1880. <<
[48] Citado en Yvonne Kapp, Eleanor Marx, vol. 1, Londres, Lawrence & Wishart, 1972, pp. 215-216. <<
[49] Carta de KM a Nikolái Danielson, 19 de febrero de 1881. <<
[50] Carta de KM a Jenny Longuet, 29 de abril de 1881. <<
[51] Carta de KM a Friedrich Adolph Sorge, 20 de junio de 1881. <<
[52] Carta de KM a FE, 9 de agosto de 1881. <<
[53] Carta de KM a FE, 18 de agosto de 1881. <<
[54] Carta de KM a Karl Kautsky, 1 de octubre de 1881. <<
[55] Carta de FE a Eduard Bernstein, 30 de noviembre de 1881. <<
[56] Carta de KM a Jenny Longuet, 7 de diciembre de 1881. <<
[57] Carta de KM a Laura Lafargue, 13 y 14 de abril de 1882. <<
[58] La mujer en cuestión era Virginia Bateman, madre del novelista Compton Mackenzie. Sus recuerdos están en Compton Mackenzie, My Life and Times, vol. VII, Londres, 1968, p. 181. <<
[59] Carta de KM a FE, 20 de mayo de 1882. <<
[60] Carta de Jenny Longuet a Eleanor Marx, 8 de noviembre de 1882. <<
[61] Carta de KM a Laura Lafargue, 14 de diciembre de 1882. <<
[62] Carta de KM al doctor James M. Williamson, 6 de enero de 1883. Véase también: A. E. Lawrence y A. N. Insole, Prometheus Bound: Karl Marx on the Isle of Wight, Isle of Wight County Council Cultural Services Department, Newport, 1981. <<
[63] RME, p. 128. <<
[64] Carta de FE a August Bebel, 7 de marzo de 1883. <<
[65] Carta de FE a Friedrich Adolph Sorge, 15 de marzo de 1883. <<
[66] The Daily News, Londres, 17 de marzo de 1883. <<
[67] Pall Mall Gazette, 16 de marzo de 1883. <<
[68] The New York Sun, 6 de septiembre de 1880. <<

Notas del traductor

[1] Jorge Semprún, El largo viaje, Barcelona, Seix Barral, 1976. (N. del T.) <<
[2] KM, El dieciocho de brumario de Luis Bonaparte, cap. 1. (N. del T.) <<
[3] Se trata de una cita de Macbeth, de Shakespeare, acto I, escena VII, en la que lady Macbeth recrimina a su esposo la falta de decisión. El cuento a que hace referencia está citado en los Proverbios de Heywood (un contemporáneo de Shakespeare), y viene a decir que el gato querría comer peces y no mojarse las patas. Sería el equivalente de nuestro «Quien algo quiere, algo le cuesta». (N. del T.) <<
[4] Referencia a Enrique V, de Shakespeare. (N. del T.) <<
[5] Acto III, escena IV. (N. del T.) <<
[6] Escorpión y Félix, cap. 37. (N. del T.) <<
[7] En el original se hace una versión libre rimada de este ripio, con lo que el traductor se ve en la necesidad de hacer lo mismo. (N. del T). <<
[8] KM, Tesis sobre Feuerbach, tesis 11. (N del T.) <<
[9] En francés en el original de Marx: Le travail c’est la vie… (N. del T.) <<
[10] Tierras establecidas por ley en 1791, en apoyo de la Iglesia anglicana en Canadá. (N. del T.) <<
[11] KM y FE, La ideología alemana, Barcelona, Grijalbo, 1974. (N. del T.) <<
[12] Se refiere a una famosa anécdota de Samuel Johnson (1709-1784), escritor y lexicólogo inglés, en la que comparaba al can con las mujeres predicadoras. (N. del T). <<
[13] Mujeres trabajadoras francesas, sobre todo modistillas. (N. del T.) <<
[14] KM y FE, Manifiesto comunista, cap. 1. <<
[15] KM y FE, Manifiesto comunista, cap. 1. <<
[16] En el Epílogo 3 se ha incluido la única partida de ajedrez que se conserva de las realmente jugadas por Marx. (N. del T.) <<
[17] El 1 de abril en muchos países de Europa. (N. del T.) <<
[18] Lógicamente, es una traducción libre de «Can’t live with’em, can’t live without’em». (N. del T.) <<
[19] Billy Bunter es un popular personaje protagonista de libros de aventuras para niños en los países de habla inglesa. (N. del T.) <<
[20] Personaje de Dickens en David Copperfield. (N. del T.) <<
[21] Club de caza. (N. del T.) <<
[22] Autoridad metropolitana de Londres. (N. del T.) <<
[23] Se trata de una novela de Diderot. (N. del T.) <<
[24] Sindicato del Metal. (N. del T.) <<
[25] Artful Dodger. Se refiere al personaje de Dickens de Oliver Twist, cap. XXV. (N. del T.) <<
[26] Moneda fraccionaria francesa. (N. del T.) <<
[27] Juego de palabras difícilmente traducible sin emplear términos malsonantes: la bolsa del dinero y la bolsa escrotal. (N. del T.) <<
[28] Los Keystone Cops son esos policías estadounidenses del cine mudo que, incompetentes y mal vestidos, corretean en tropel por las calles persiguiendo delincuentes. (N. del T.) <<
[29] Una referencia al famoso edificio de Joseph Paxton para la Gran Exposición de 1851, celebrada en Londres. (N. del T.) <<
[30] Los rotten boroughs eran las circunscripciones electorales anteriores a la Ley de Reforma de 1832, que se habían vaciado prácticamente de potenciales electores. La reivindicación consistía, pues, en que se hiciesen circunscripciones equitativas. (N. del T.) <<
[31] Ley de horarios de trabajo en domingo. (N. del T.) <<
[32] Forma genérica de denominar a los ingleses. (N. del T.) <<
[33] Véase Eleanor Marx, Palmerston y Rusia. (N. del T.) <<
[34] Ammunition, en inglés, por lo que no se interrumpe el orden alfabético (N. del T.) <<
[35] Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Borrador). (Grundrisse), Madrid, FCE, 1976, pp. 3-4 y 32-33. <<
[36] Se refiere a una fábula de Esopo. (N. del T.) <<
[37] Miembros de la asociación de los Oddfellows, una especie de cofradía u orden iniciática parecida a la masonería. (N. del T.) <<
[38] Albergue modelo municipal. (N. del T.) <<
[39] Toddy: bebida hecha con whisky, coñac o ron, agua hirviendo, azúcar y limón. (N. del T.) <<
[40] La primera cita es de Eclesiastés, 3; la segunda (modificada) es de Shakespeare, Enrique V, acto III, escena I. (N del T.) <<
[41] Shakespeare, Ricardo II, acto II, escena I. (N. del T.) <<
[42] Es una frase de la oda «Rule Britannia», de James Thomson, a la que puso música T. A. Arne y que acabó convirtiéndose en uno de los principales himnos patrióticos de los británicos. (N. del T.) <<
[43] «Speak softly and carry a big stick». Frase del presidente T. Roosevelt, citando a su vez un proverbio africano: «Habla suave y lleva un buen garrote». (N. del T.) <<
[44] KM, Manifiesto inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores. (N. del T.) <<
[45] Una antigua forma de tenencia de la tierra en Inglaterra. (N. del T.) <<
[46] Se trata de la canción «The Miller of the Dee», que se hizo muy popular a comienzos del siglo XVIII. (N. del T.) <<
[47] John Bull, como ya se ha explicado en otra nota, es el nombre genérico que se aplica a la quintaesencia de lo inglés. En este caso, además, se hace un juego de palabras entre bull («toro») y bovino, con lo que resulta una frase intraducible, pero que conviene dejar por su expresividad y por ser una cita de Marx. (N. del T.) <<
[48] En las ediciones españolas consultadas coincide con el cap. XXIII. (N. del T.) <<
[49] El capital, cap. 1. (N. del T.) <<
[50] Capital, caps. 5 y 6. (N. del T.) <<
[51] Protagonista de The Diary of a Nobody, de George y Weedon Grossmith, libro de humor popular en la época victoriana. (N. del T.) <<
[52] En castellano en el original. (N. del T.) <<
[53] Famoso campo de críquet de Londres. (N. del T.) <<
[54] Personaje de un libro infantil del mismo nombre, de Heinrich Hoffmann (1809-1894). (N. del T.) <<
[55] John Milton, Sansón agonista, p. 1136. (N. del T.) <<
[56] Nueva referencia a Sansón. (N. del T.) <<

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