Los alardes de la virilidad

Por: Darío Oses
Fuente: Tomado del libro «Diálogos sobre el género masculino»

Una de las cosas que me inquieta de la sexualidad es su carácter suntuario a la vez que natural. Es un lujo inventado por la naturaleza. Podría decirse que es necesaria para la reproducción, pero no es así: la sexualidad es un puro lujo. La reproducción no tendría por qué ser sexuada. En su origen fue asexuada, y esta forma tiene muchas ventajas sobre la otra. Cualquier mutación favorable, adaptativa, puede reproducirse de inmediato en un organismo asexuado. En los sexuados, en cambio, estas mutaciones diluyen su efecto en las generaciones siguientes. De hecho -como apunta Robin Fox, de la Universidad de Rutgers-, los organismos que se reproducen por el sexo, si entran en competencia con los de reproducción asexuada, teóricamente debieran desaparecer.

¿Por qué no hemos desaparecido junto con los monos, los cocodrilos, las jirafas y todas las especies que han elegido este camino agotador de procrear por el sexo? Es un misterio. Y esta es otra de las condiciones de la sexualidad: lujo, desgaste inútil, misterio.

A menudo se relaciona directa y proporcionalmente el sexo con la vida. Esta es otra verdad a medias. Porque muchas veces el sexo trae muerte. La pareja que copula en el mundo animal queda tremendamente expuesta a los depredadores. Los machos que compiten por las hembras suelen matarse y esto no sólo ocurre entre los animales sino también en las sociedades machistas humanas; las rancheras mexicanas están llenas de peleas a muerte por una pérfida ingrata. Los hábitos de acoplamiento de algunas especies incluyen como capítulo final la muerte del macho decapitado o devorado por la hembra. Y los acoplamientos entre hombre y mujer suelen sobrecargarse innecesariamente de celos y ansiedades posesivas, y el resultado, muchas veces es que los crímenes pasionales tiñan las primeras páginas de los diarios más populares.

Tal vez podría justificarse el sexo por el placer que su práctica entrega. Pero tampoco es tan así. Porque lo cierto es que la sexualidad es fuente de los peores padecirnientos del hombre y la mujer. Casi todos nuestros problemas derivan de esta necesidad de aparearse con el otro, de tener que tomar en cuenta al otro para vivir. Alguien dijo que la pareja humana consiste en un hombre y una mujer que se juntan para resolver la inmensa cantidad de problemas que nunca hubieran tenido si no se les hubiera ocurrido juntarse. Habría que agregar, además, que casi siempre salen malparados en este intento. Es decir, no sólo no resuelven nada -ni aún con ayuda de siquiatras, curas y otros asistentes especialmente entrenados para estos menesteres- sino que además terminan lesionados.

Freud dice por ahí que el hombre es un ser primariamente traumatizado por la presencia exterior e interior del mismo hombre. Podríamos agregar que el hombre es un ser traumatizado por la presencia de la mujer y viceversa. Es decir, la mujer sería a su vez un ser traumatizado por el hombre.

Creo que el mito de la caída tiene que ver con la división del mundo en un principio masculino y otro femenino. Esa fue la verdadera pérdida del Paraíso que es un estado anterior al de esta fractura, un estado original en que estos dos principios estaban integrados. Me parece que Aristófanes habla de los seres andróginos originales. Y en otras culturas también aparecen estos andróginos a los que se otorga una categoría superior por el hecho de integrar esos dos principios. Hay distintos modos de hacerse cargo de esta condición incompleta en que hemos quedado después de la caída. Una de las más torpes es la que asume nuestra cultura. En ésta, desde los mitos griegos y hebreos, la mujer aparece como la responsable de la introducción del mal en el mundo. Piénsese en Eva y en Pandora. De ahí partimos: hay dos principios situados en polos opuestos: masculino y femenino. Este último trae el mal, el dolor, la muerte, por lo tanto el masculino tiene que dominarlo y evitar que siga propagando calamidades, y también debe enfrentar con estoicismo viril las consecuencias de vivir en un mundo imperfecto, donde debe ganar el pan con el sudor de su frente, etc. Aquí está ya la idea del dolor, de la exposición a un mundo lleno de asperezas y amenazas, y por supuesto la idea de la vulnerabilidad ante la muerte, todo lo cual sería producto de esta interacción desastrosa, pecaminosa entre hombre y mujer. Ellos se empeñan en prolongar tortuosamente una creación ya degradada y caída desde su antigua condición perfecta.

La relación masculino-femenina se presenta desde el principio en términos de conflicto; se habla de conquista, liberación, sumisión. Hay, por lo tanto, una construcción de identidades masculinas y femeninas fuertes, luego hay un atrincheramiento en esas identidades, para desde ellas hacer la guerra, para conquistar al otro con tácticas y estrategias estudiadas y decantadas a lo largo de siglos.

Existen formas más inteligentes de salvar esta fractura traumática de las identidades sexuales definidas y distantes. El budismo tántrico, por ejemplo, tiene un programa místico que propone la recomposición del matrimonio esencial hombre-mujer, como la posibilidad de superar las polaridades en que se bifurca a cada rato el mundo: acción-contemplación, luz- tinieblas, tierra-cielo, bien-mal, etc. La causa de esta fractura sería la polaridad esencial masculino-femenino, de modo que si ésta se logra superar, si se consigue «arrejuntar» a este matrimonio que en algún momento se divorció, podría recobrarse la unidad original, es decir, el Paraíso. Así, todas las prácticas del tantrismo, la sexualidad sacralizada y los ritos orgiásticos, se orientan a alcanzar la iluminación que nos devuelva al estado anterior, a la bifurcación del mundo en polaridades irreconciliables.

Creo que por ahí van también los esfuerzos que se hacen en las propuesta orientadas a deconstruir las identidades sexuales inamovibles, y ver al hombre más bien como un continuo masculino-femenino. Claro que esto despierta tremendos miedos y enormes resistencias, en especial de nosotros los varones, que siempre hemos sentido nuestra trinchera varonil vulnerable, amenazada por los horribles fantasmas de la homosexualidad, pecado que implica una nueva expulsión, esta vez del paraíso de la camaradería masculina y de su red de complicidades y lealtades. Hay un mito que parece resumir el drama del ejercicio agotador que representa esto de ser hombre. Es la historia de Don Juan. Se trata de uno de los relatos más contados y de las más diversas maneras, desde las versiones folclóricas, hasta las teatrales, las más conocidas son las de Tirso de Molina, Zorrilla, Molière, Goldoni, Dumas, Pushkin y Rostand -hasta las musicales-, la famosa ópera de Mozart y el poema sinfónico de Richard Strauss y las cinematográficas. Una de las primeras películas de Bergman se llama El orzuelo en el ojo del diablo. Trata de la desesperación que le baja a Lucifer cuando sabe que en la Tierra hay una mujer que está a punto de llegar virgen al matrimonio. Para impedirlo saca de la parrilla a Don Juan, que está ya algo gastado, y lo manda a seducir a la virtuosa novia. Hace poco, además, se estrenó con mucho éxito la película Don Juan De Marco, una nueva fantasía sobre este viejo seductor.

Don Juan es de alguna forma el paradigma de la sexualidad masculina, fálica, aventurera. Ahí está el hombre al que más que el amor le interesa la seducción, casi como una hazaña deportiva, como una forma de poner a prueba sus capacidades de galán. Mientras más obstáculos tenga la carrera hacia el lecho de la mujer, tanto mejor. A Don Juan le interesan las mujeres difíciles, los amores prohibidos, porque, además de la prueba, lo excita la trasgresión. Es un ser desafiante, que quiere hacer imperar las exigencias de su energía sexual por sobre todas las convenciones y las normas sociales. Desafía hasta el orden sobrenatural. Por eso es aplastado por la estatua de un rival que viene del mundo de los muertos.

El ideal del donjuanismo es una utopía inalcanzable: seducir a todas las mujeres apetecibles. Por eso su peor castigo es el envejecimiento, que no es otra cosa que el tiempo que se encarga de señalarle sus límites. De modo que si antes no es aniquilado por alguno de sus numerosos enemigos de este mundo o del otro, a Don Juan lo espera una triste suerte de galán crepuscular, de macho anciano, que verá cómo a su alrededor sigue renovándose la provisión de mujeres deseables, sin tener ya las armas ni los encantos para seducirlas.

El mito de Don Juan tiene un componente atávico, que viene de la tribu, de la horda, y antes aún de la manada, donde el macho más valiente, el que hace más alarde ritual de sus atributos viriles, es el que tendrá acceso a las mejores hembras. Pero aquí también hay un límite, porque las hembras tienden a rechazar al Don Juan exagerado, al que es demasiado agresivo y pone en peligro la organización de la manada o de la tribu, de manera que se lo excluye y se lo condena a una vida solitaria

Este macho agresivo y solitario, desterrado por peligroso, me interesa en este momento como personaje literario. En algunas de las tantas novelas en que aparecen personajes donjuanescos, se asoman de vez en cuando estos don juanes exacerbados. Me acuerdo, por ejemplo, de Los reyes del mambo cantan canciones de amor, de Oscar Hijuelos. El protagonista es precisamente uno de estos machos que no reconocen medida ni límite. No sé si ahí o en otra obra hay una imagen muy adecuada: la del hombre al que su propio falo arrastra como si fuera un perrito inquieto que tira de la cadena y hace estropicios y crea problemas por todas partes. Es el hombre que vive el drama de no poder establecer relaciones estables, ni familia y que en todos los grupos, de amistad, trabajo o de lo que sea, crea problemas porque trata de seducir a todas la mujeres que se le pongan al alcance. Esta es una de las formas patéticas de la masculinidad.

Hay otro tópico interesante, que también me concierne, y que es el del macho agresivo que tiene que competir, no ya con otros machos, sino con el poder o el dinero. Porque en algún momento los atributos masculinos comenzaron a ser sustituidos, en la competencia por conseguir a las mejores mujeres, por la disponibilidad de bienes materiales. El macho contra el dinero por la conquista de la mujer, es el tema de Picnic, la película de la Kim Novak y William Holden. Ahí gana el macho, gana el que se queda con la mujer. Habría que recontar todas estas historias desde el punto de vista de la mujer: su triunfo sería quedarse con el dinero de uno y con las virtudes amatorias del otro. Un poco lo que hace doña Flor.

Me gustaría hablar sobre los alardes rituales y de cómo los viví. Desde la adolescencia para adelante empecé a padecer esta exigencia de ser hombre, es decir, de acercarme al modelo sacrosanto de Don Juan. Siempre me repugnó esta prueba de la conquista de la mujer, para la cual me sentía absolutamente inepto. Pero si no lo hacía quedaba disminuido frente al grupo de pares. La alternativa era el puro alarde, la mentira. Había que contar al menos algún lance con empleadas o prostitutas, que fueron las dos grandes iniciadoras en el sexo a los efebos de mi generación. Yo tampoco aceptaba inventar historias ¿Por qué iba a tener que estar rindiendo examen de eso? De modo que frente a mis compañeros de colegio quedé reducido a algo así como un homúnculo, baldado por su castidad y por su ineptitud para superarla.

El grupo de hombres, el club de Tobi, esas cerradas logias masculinas, también tienen algo de atávico. Muchas veces se crea en oposición a otros grupos de hombres -pandillas contra pandillas-, pero también, casi siempre como una manera de excluir a la mujer y de librarse de sus influencias. Dicen que durante mucho tiempo hubo una sociedad matriarcal en la que el hombre respetaba sagradamente la potencia femenina puesto que le atribuía toda la fecundidad, tanto la de la tierra como la maternal. Entonces el hombre no asociaba el acto sexual con la procreación, de modo que se sentía excluido de este proceso, y, por lo tanto, como un ser bastante inferior en cuanto a funciones y a poder sobre la naturaleza. Pero de pronto se dio cuenta de que él tenía un papel activo en la reproducción. Fue una especie de despertar del falo, y yo creo que ése ha de haber sido uno de los más grandes trastornos en la prehistoria humana: el momento de la rebeldía masculina, cuando los templos de las sacerdotisas son arrasados, y las reinas sustituidas por reyes. Hay muchos relatos míticos que dan cuenta de esta transición que parece haber sido bastante violenta. Incluso hay un relato selknam según el cual las mujeres, durante mucho tiempo se habían disfrazado de demonios para asustar a los hombres y mantenerlos sometidos. Pero un día éstos descubren la artimaña, la desbaratan y asumen el poder.

Así, yo siento que las complicidades y lealtades que cohesionan a los grupos masculinos de amigos, de camaradas, de regimiento, compañeros de colegio o lo que sea, tienen algo que ver con la secta secreta que se constituye para mantener el poder, y tienen que ver, desde luego, con un ancestral miedo al dominio que algún día ejercieron las mujeres.

Yo, como todos los pobres hombres de esta tierra, sufrí las ineludibles ceremonias de iniciación a que los otros hombres lo sometían a uno en el colegio o en la Universidad. Las clases de gimnasia me cargaban precisamente porque tensan esa carga insoportable de fraternidad masculina. Nunca me gustaron esas manifestaciones groseras, burdas de virilidad. Tal vez por eso odio los autos, que son como la envoltura o la coraza del macho. El pasar a los demás, el ostentar velocidad o potencia, o llamar y saludar a bocinazos es una típica manifestación de la falta de refinamiento, por no decir la ordinariez, que tiene esta forma de masculinidad inmadura. Cuando estuve en el colegio, aun cuando era un liceo mixto y bastante abierto, sufrí en alguna medida esta exclusión y fue verdaderamente traumático cargar con el peso de mi virilidad puesta en duda a cada rato porque no me gustaban los puñetes ni las revistas de niñas piluchas ni el fútbol, y porque me gustaban en cambio la música clásica y la poesía. También me gustaban los árboles, los pájaros y las flores, pero eso lo mantenía en el más estricto secreto porque cualquier hombre al que no le gustara el fútbol y le gustaran las flores pasaba a ser altamente sospechoso. Ahora, a mí me gustaban las mujeres, pero mucho más allá de la piel. Me gustaba, por ejemplo, la Greta Garbo por su rostro, por lo que sugerían sus expresiones faciales. Entonces proclamé eso: que me gustaban las mujeres sublimes y ahí me rotularon de chiflado, lo que de cualquier modo era preferible a ser sospechoso de «poco hombre» o «mariquita».

Después me decidí a cultivar la virilidad con cierto refinamiento. Entré a estudiar Judo, un poco para conjurar también la amenaza de esos matones que nunca faltaban en el curso, los que se erigían en comisarios de la masculinidad y te sometían a todo tipo de test y pobre que salieras reprobado.

Más tarde, inevitablemente tuve que conocer los prostíbulos. Ese es uno de los templos donde sesionan las logias varoniles. Allí las mujeres están consagradas a los hombres, están disponibles para hacer lo que ellos quieran. Cuando empecé a hacer mi práctica de periodista en un diario, la salida del turno de noche solía desembocar directamente en un burdel. La primera vez que me llevaron yo iba muerto de miedo. Pensé que iba a sumirme en el fango de la concupiscencia, a contraer enfermedades, adicciones y todas esas cosas. Pero me di cuenta de que no era así. Los hombres iban principalmente a conversar, a reírse, a tomar y a reafirmar su poderío sobre las mujeres. A veces pagaban para que ellas hicieran escenas eróticas, que eran tan artificiales, que nadie que estuviera medianamente sobrio se las creía. Pero eran parte del rito, del alarde, del nosotros pagamos y podemos hacer lo que queramos con las mujeres.

Todas esas forzadas incursiones en los mundos masculinos me daban miedo. Yo siempre preferí la amistad de las mujeres -otra cosa que me hacía sospechoso- o de los grupos en que había mujeres, cosa que moderaba esa ansiedad por demostrar hombría adolescente, tomando hasta quedar botado o agarrándose a puñetes con otros, o corriendo en auto y estupideces como esas.

Otro de los alardes del grupo masculino era el desprecio a la mujer. Esta era una especie de artículo que uno tenía cuando quería tener y que luego desechaba. El dejarse agarrar por una era signo de debilidad. Lo ideal era usar y descartar a muchas. El donjuanismo puro.

Esto era reforzado por una cultura de la muerte que cundía por todas partes. Por ejemplo, desde las películas de vaqueros -en ese tiempo estaban de moda los spaghetti western que proponían héroes perversos hasta el sadismo y estoicos frente al sufrimiento, e incluso por la educación formal, llena también de héroes a los que mutilaban o hacían sentarse en una picana, o terminaban malheridos o hechos picadillo, pero felices porque lo hacían por la patria. Todas estas experiencias más bien tristes me indujeron a tipificar, precisamente, mis Machos Tristes, como el estado de ánimo en que queda el macho cuando sus alardes se agotan y empieza a sentir la ausencia y la necesidad de la mujer. Me llamó mucho la atención lo que ocurrió con el Golpe. Creo que éste puso a prueba la vieja cultura machista nacional. Los machos tristes son machos subordinados, machos que tienen la obligación de portarse bien porque de pronto se imponen otros machos más poderosos, que tienen ametralladoras y tanques, y que son los únicos que pueden salir de noche. Los demás son machos con toque de queda, que deben volver obedientemente a encerrarse en su casita, junto a la mujer y a los hijos.

De manera que el macho triste es el que ha sido aplastado y no tiene posibilidad de levantar cabeza ni de mostrar los dientes porque ya no le quedan dientes. Es el macho que de la noche a la mañana cambia sus alardes de virilidad, por rituales de sumisión.

Creo que para muchos la construcción de esta masculinidad inmadura -que pasa por todos estos ritos, alardes e iniciaciones- es un proceso traumático, desgastante y que no sólo es inútil sino que resta libertad, reduce horizontes, achata la vida y hace improbable llegar a tener alguna vez una buena relación de pareja, fundada en cosas menos burdas que el dominio y la subordinación.
 

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