Lo banal y lo absurdo en Kafka

Por: Adolfo Sánchez Vázquez*
Fuente: Extraído de su ensayo: “Las ideas estéticas de Marx» 
UN HÉROE KAFKIANO: JOSÉ K.
En el presente trabajo nos proponemos penetrar en el rico y complejo mundo kafkiano, a través de uno de sus personajes centrales. Vamos, pues, a caminar un poco por ese mundo de la mano de un habitante suyo: José K.
Pero, presentemos, primero, a nuestro héroe respondiendo a la pregunta: ¿Quién es José K.? José K. es apoderado de un banco de Praga. No sabemos nada de su pasado ni lo sabremos nunca; esto, como veremos, es muy característico del modo kafkiano de presentar un personaje central. Al comenzar nuestro trato con José K., nos damos cuenta de que su vida se desliza uniformemente, sin bruscos virajes, en su labor de funcionario de banco, que constituye, en verdad, su propio elemento. De pronto, ese ritmo gris, rutinario, de su existencia, se quiebra inesperadamente. La causa de ello es un hecho banal, al parecer, intrascendente, que se describe con unas cuantas palabras, las mismas con las que, por primera vez, entramos en contacto con nuestro personaje: «Seguramente se había calumniado a José K., pues, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana.» Convencido de su inocencia trata de arreglar rápidamente este asunto enojoso y ridículo, pero dicho arreglo, aun tratándose de un caso tan banal, no puede efectuarse sin entrar en la inextricable malla de la sórdida burocracia judicial praguense de los tiempos de la monarquía austro-húngara. El arreglo que, lógicamente, parecía estar a la mano, se desvanece más y más a medida que el acusado se hunde irremisiblemente en el espesor de la oscura y ramificada organización judicial. Al cabo de un año, un día dos desconocidos se presentan en el domicilio de José K. para dar cumplimiento a la sentencia dictada contra él por un tribunal que jamás pudo conocer. Llevado a una cantera desierta y abandonada, en una atmósfera muy kafkiana de fantasmagoría y realismo, de horror e ironía, el personaje sigue preguntándose sin querer admitir que el proceso se acerca a su fin:

«¿Había todavía un recurso? ¿Existían objeciones que no se habían planteado todavía? Ciertamente las había. La lógica, al parecer inquebrantable, no resiste a un hombre que quiere vivir. ¿Dónde estaba el juez que no habÍa visto nunca? ¿Dónde estaba la corte a la cual nunca había llegado? Pero ya uno de sus verdugos ponía fin a su vida hundiéndole dos veces un cuchillo de carnicero en el corazón. Y José K. todavía acertó a cobrar conciencia del carácter inhumano de su muerte, aunque sin saber el por qué de ello. Tal vez porque nunca llegó a ser consciente del carácter inhumano de su vida misma.

«Con los ojos moribundos, vio todavía a los señores inclinados muy cerca de su rostro, que observaban el desenlace mejilla contra mejilla. «— ¡Como un perro! —dijo; y era como si la vergüenza debiera sobre vivirle.»

Y con estas palabras, con que termina la novela misma, dejamos por ahora nuestro personaje muriendo una muerte que él se imaginaba indigna de una existencia que, como la suya, siempre había tenido por auténtica.

La obra en que se desenvuelve esta extraña trama se titula El Proceso. Y, en efecto, la novela entera nos muestra el proceso de un acusado que, a partir de una acusación que jamás llega a conocer y que siempre tiene por infundada, se enfrenta a la ejecución de una sentencia, dictada por un tribunal invisible, tras de recorrer los lentos, inacabables y misteriosos escalones del mecanismo judicial. Pero el proceso no aparece en la novela objetivamente, sino tal como se va refractando en el personaje a través de sus inquietudes y angustias crecientes, y a través de sus pasos y gestiones innumerables. La obra es por ello también la marcha, la trayectoria de una vida desde un hecho banal que va cobrando una significación cada vez más misteriosa y dramática, hasta perderse en la dimensión terrible de la muerte. La obra no hace sino trazar el movimiento progresivo entre dos hechos: uno intrascendente —la detención infundada, producto tal vez de un error— y la muerte del acusado cuya significación parece querer rescatar de la banalidad misma, al definirla él como muerte de perro. Entre estos dos hechos —la detención de José K. y la ejecución de su sentencia capital— se da una relación necesaria, inexorable, que José K. jamás admitirá. De ahí sus denodados csfuerzos por detener la maquinaria invisible que, con sus invisibles movimientos, está labrando su muerte.

El Proceso es obra en una sola dimensión, monocorde. Por ello, valdría decir que el personaje verdadero de ella no es tanto José K. como el proceso mismo. En realidad, todo lo que encontramos a lo largo de sus páginas sólo existe en relación con esta única dimensión. Y el propio José K., como veremos, es un hombre que vive en un solo plano. Franz Kafka, autor de la obra, nace el 3 de julio de 1883. Se gradúa en derecho y, durante algunos años, tiene un empleo en una compañía de seguros contra accidentes de trabajo. Pero su verdadera aspiración es encontrar el tiempo necesario para poder escribir. Vive así una doble vida, pero desviviéndose siempre por vivir —sin lograrlo— la que tiene por verdadera.

«Estoy empleado en una agencia de seguros sociales. Ahora bien, esas dos profesiones no pueden nunca conciliarse, ni conformarse con un trato equitativo. La menor felicidad en una de ellas equivale a una gran desgracia en la otra. Si una noche escribo algo bueno, al día siguiente ardo en la oficina y no puedo hacer nada. Este ir y venir me resulta cada día más nocivo. En la oficina cumplo exteriormente con mis obligaciones, pero no con mis obligaciones íntimas, y cada obligación íntima no cumplida se convierte en una desdicha perdurable.

Este desdoblamiento de la existencia, que el propio Kafka experimenta dolorosamente, será, como se pondrá en claro más adelante, una de las claves para entender el destino abstracto —descarnado o deshuesado— de José K. En medio de este angustioso debate entre lo que él llama sus obligaciones exteriores y las íntimas, escribe algunas de sus obras más importantes: América, La metamorfosis y El Proceso (esta última en los años 1914-1915). Tres veces se enamora y otras tantas retrocede ante el matrimonio, temiendo que éste le impida satisfacer las exigencias de su vocación literaria. Estos temores se acrecientan cuando se pone de manifiesto, en toda su plenitud, su naturaleza enfermiza. A partir de 1920, su estado se agrava. En 1923, el amor irrumpe de nuevo en su existencia y Kafka, esta vez, lejos de retroceder, decide avanzar con paso firme y esperanzado allí donde antes sólo había visto una amenaza a la soledad creadora. Pero en el invierno de 1923-1924 la enfermedad corroe más y más sus desmedradas fuerzas y, finalmente, el 3 de junio de 1924 acaba con su vida.

Las obras de Kafka han conocido un destino inseguro y extraño. En vida del autor, se publicaron pocas y no precisamente las más significativas. En su testamento de 1921, mandaba que todas sus creaciones, sin exceptuar ninguna, fueran destruidas. Sin embargo, incumpliendo su voluntad, su íntimo amigo Max Brod fue publicando, poco a poco, una serie de obras de Kafka, entre ellas El Proceso, a la vez que los doce cuadernos que componen sus Diarios, escritos entre 1910 y 1923. La publicación de estos textos inéditos pronto atrae la atención de los círculos especializados, pero es, sobre todo, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, cuando su fama, trascendiendo los límites de los círculos kafkianos, alcanza su cénit.

INTERPRETACIONES DEL UNIVERSO KAFKIANO

Desde la aparición de sus trabajos más importantes, Kafka ha sido objeto de las más diversas interpretaciones. La publicación de su Carta al padre vino a dar alas a la interpretación psicoanalítica. La obra entera del genial escritor checo se examinó a la luz de esta carta escrita en 1919, y en ella se vio una preciosa cantera psicoanalítica. El oscuro, enigmático y complejo escritor se fue tornando, por obra de este método reductivo, tanto más claro y trasparente cuanto más se reducía o angostaba la problemática kafkiana, al ser arrancada por completo de su contexto histórico y social. La ambigüedad de las relaciones de Kafka con el padre lo llenaba todo. Esa ambigüedad existió efectivamente —y fue el propio Kafka el que la sacó a la superficie—, pero ella misma, lejos de ser la clave del universo kafkiano, exigía, a su vez, una explicación que rebasara con mucho el esquemático patrón del complejo de Edipo. No es casual que el propio Kafka, temiendo tal vez semejante simplificación, llamara la atención sobre las limitaciones del psicoanálisis.

Los intentos de ver en la obra kafkiana una problemática religiosa los hallamos, sobre todo, en la biografía de Kafka trazada por Max Brod. De acuerdo con esta interpretación, Kafka tiene fe en un mundo absoluto; lo absoluto existe, pero existe también un eterno malentendido entre el hombre y Dios. Max Brod cita pocos pasajes en apoyo de su tesis, y los pocos que ofrece exigen ser retorcidos para que podamos desprender de ellos una actitud religiosa kafkiana. Los existencialistas, al parecer, salen mejor librados al explorar el universo kafkiano, pues no dejan de subrayar en él los motivos que, con posterioridad, resuenan en las llamadas filosofías de la existencia: el tema del ente que se siente «arrojado» en un mundo al que llega por la vía de la contingencia; el tema de la individualidad radical, así como el de la soledad, insuficiencia e impotencia de la condición humana que tiene como correlato inevitable la desesperación y la angustia. Pero, sobre todo, resuena vigorosamente el tema, tan entrañable para estas filosofías, de la carencia de sentido o absurdidez de la existencia. Kafka habría prefigurado literariamente lo que Heidegger, Sartre o Camus vendrían a postular, más tarde, en un plano filosófico. ¿Y los marxistas? Ellos pueden esclarecer lo que a otros se antoja enigmático poniendo a Kafka en determinado contexto histórico-social y relacionando su obra con su concepción del mundo. Con ello, no se logrará explicar toda la riqueza del universo kafkiano, pero sí se abrirá el horizonte que haga posible semejante explicación. Algunos marxistas, sin embargo, han visto casi exclusivamente lo que hay en Kafka de expresión de un mundo burgués en decadencia y, al condenar este mundo, han condenado también a Kafka. Con ello, han caído en la trampa de ceder su obra a la burguesía como si a Kafka se le pudiera encerrar en el marco estrecho del mundo burgués; es cierto que expresa, de un modo peculiar y genial, este mundo en descomposición, pero su expresión es tal que sus personajes parecen decirnos: he aquí lo que los hombres han hecho de sí mismos; he aquí cómo se deshumanizan y degradan. Cierto es también que, como veremos, Kafka tiende a ver esta degradación o deshumanización en un plano intemporal, abstracto. Bastará, sin embargo, que tratemos de descubrir el suelo real que soporta ese mundo de ilusiones y pesadillas para que se despliegue toda la potencia crítica de las descripciones kafkianas, crítica que lleva a rechazar la sociedad que engendra hombres como los que Kafka nos muestra típicamente con José K.

Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿quién es José K.? JOSÉ K. O LA ABSTRACCIÓN DEL HOMBRE REAL Lo primero que sorprende al lector de El Proceso es el nombre de su personaje central. ¿ Por qué de su apellido sólo se nos da su inicial K.? Al lector no familiarizado con los personajes kafkianos podríamos decirle que este procedimiento no es exclusivo de El Proceso y que en otra de las novelas más importantes de Kafka, El Castillo, la reducción del nombre es aún mayor, ya que todo él es una K. Pero, si diésemos esta respuesta no haríamos más que dejar en el aire nuestra interrogación. Piénsese que en El Proceso casi todos los personajes son designados de un modo habitual: señora Grubach, la patrona de su pensión; señorita Bürstner, compañera de hospedaje; los inspectores que detienen a José K., su tío, los abogados a cuya intervención recurre, etcétera. Incluso los personajes que cruzan fugazmente por las páginas del libro, tienen su nombre. Solamente a sus verdugos les llama Kafka irónicamente los «señores», como si quisiera subrayar la relación de exterioridad total en que se encuentra el acusado tanto con la acusación y el tribunal como con los ejecutores de su sentencia. Resulta así que el personaje central de El Proceso, que es, en realidad, el que llena la trama entera, pues apenas sale un momento de ella, es el único designado con una inicial.

Kafka quiere hacernos recordar con ello, a lo largo de toda la obra, que el destino de José K. no es el de un personaje privilegiado; es el destino de cualquier hombre. Pero, por otra parte, no es propiamente un hombre de carne y hueso, como diría Unamuno, sino una abstracción del hombre real; su ser concreto y vivo queda fuera de la urdimbre de relaciones sociales en las que José K. se halla inserto; primero, como funcionario de un banco —pues Kafka no nos revela otro plano anterior o subyacente en su existencia— y, después, como acusado, ya convertido en un caso judicial. Kafka nos presenta nuestro personaje pura y simplemente en este plano. Al renunciar a llamarle por su nombre entero y designarle con la letra K, no hace más que subrayar el carácter abstracto de la existencia humana cuando ésta se pierde a sí misma, cuando el hombre real se despoja o es despojado de su contenido concreto, vivo, para convertirse en una abstracción que puede ser expresada, entonces, por una cifra o una inicial.

Este plano abstracto del personaje central se pone de manifiesto en la falta de rasgos individualizadores al describirlo. Es inútil buscar estos rasgos en El Proceso. ¿Qué sabemos de su infancia o juventud? Nada. ¿Qué sabemos de la vida de José K. antes o al margen de su empleo? Nada. Sólo conocemos su presente, pero un presente restringido, a la vez, a estos dos planos: el de funcionario y el de acusado o caso judicial.

Con esta monodimensionalidad de su existencia, el hombre real se empobrece. Su vida muestra una universalidad que es una caricatura de la verdadera, es decir, es una universalidad en la que los hombres se encuentran por su oquedad o despersonalización. Es, como diria Hegel, una universalidad formal o abstracta. Ahora bien, este ser abstracto que Kafka pone ante nosotros no es una invención suya en el sentido de que no tenga que ver con la realidad. Estos seres humanos existen en la realidad misma; de ésta ha tomado su personaje el propio Kafka, y, por ello, por esta fidelidad a lo real, no dudamos en calificarlo de realista, aunque algunos piensen que el dominio verdaderamente kafkiano es el de lo irreal, lo extraño y lo paradójico. Efectivamente, en la vida real existen esos hombres cuya vida está tan hueca y tan despersonalizada que toda ella se mueve en ese plano de la universalidad abstracta o comunidad formal en que se mueve el personaje de Kafka.

INTERPRETACIONES DEL UNIVERSO KAFKIANO

Desde la aparición de sus trabajos más importantes, Kafka ha sido objeto de las más diversas interpretaciones. La publicación de su Carta al padre vino a dar alas a la interpretación psicoanalítica. La obra entera del genial escritor checo se examinó a la luz de esta carta escrita en 1919, y en ella se vio una preciosa cantera psicoanalítica. El oscuro, enigmático y complejo escritor se fue tornando, por obra de este método reductivo, tanto más claro y trasparente cuanto más se reducía o angostaba la problemática kafkiana, al ser arrancada por completo de su contexto histórico y social. La ambigüedad de las relaciones de Kafka con el padre lo llenaba todo. Esa ambigüedad existió efectivamente —y fue el propio Kafka el que la sacó a la superficie—, pero ella misma, lejos de ser la clave del universo kafkiano, exigía, a su vez, una explicación que rebasara con mucho el esquemático patrón del complejo de Edipo. No es casual que el propio Kafka, temiendo tal vez semejante simplificación, llamara la atención sobre las limitaciones del psicoanálisis.

Los intentos de ver en la obra kafkiana una problemática religiosa los hallamos, sobre todo, en la biografía de Kafka trazada por Max Brod. De acuerdo con esta interpretación, Kafka tiene fe en un mundo absoluto; lo absoluto existe, pero existe también un eterno malentendido entre el hombre y Dios. Max Brod cita pocos pasajes en apoyo de su tesis, y los pocos que ofrece exigen ser retorcidos para que podamos desprender de ellos una actitud religiosa kafkiana. Los existencialistas, al parecer, salen mejor librados al explorar el universo kafkiano, pues no dejan de subrayar en él los motivos que, con posterioridad, resuenan en las llamadas filosofías de la existencia: el tema del ente que se siente «arrojado» en un mundo al que llega por la vía de la contingencia; el tema de la individualidad radical, así como el de la soledad, insuficiencia e impotencia de la condición humana que tiene como correlato inevitable la desesperación y la angustia. Pero, sobre todo, resuena vigorosamente el tema, tan entrañable para estas filosofías, de la carencia de sentido o absurdidez de la existencia. Kafka habría prefigurado literariamente lo que Heidegger, Sartre o Camus vendrían a postular, más tarde, en un plano filosófico. ¿Y los marxistas? Ellos pueden esclarecer lo que a otros se antoja enigmático poniendo a Kafka en determinado contexto histórico-social y relacionando su obra con su concepción del mundo. Con ello, no se logrará explicar toda la riqueza del universo kafkiano, pero sí se abrirá el horizonte que haga posible semejante explicación. Algunos marxistas, sin embargo, han visto casi exclusivamente lo que hay en Kafka de expresión de un mundo burgués en decadencia y, al condenar este mundo, han condenado también a Kafka. Con ello, han caído en la trampa de ceder su obra a la burguesía como si a Kafka se le pudiera encerrar en el marco estrecho del mundo burgués; es cierto que expresa, de un modo peculiar y genial, este mundo en descomposición, pero su expresión es tal que sus personajes parecen decirnos: he aquí lo que los hombres han hecho de sí mismos; he aquí cómo se deshumanizan y degradan. Cierto es también que, como veremos, Kafka tiende a ver esta degradación o deshumanización en un plano intemporal, abstracto. Bastará, sin embargo, que tratemos de descubrir el suelo real que soporta ese mundo de ilusiones y pesadillas para que se despliegue toda la potencia crítica de las descripciones kafkianas, crítica que lleva a rechazar la sociedad que engendra hombres como los que Kafka nos muestra típicamente con José K.

Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿quién es José K.? JOSÉ K. O LA ABSTRACCIÓN DEL HOMBRE REAL Lo primero que sorprende al lector de El Proceso es el nombre de su personaje central. ¿ Por qué de su apellido sólo se nos da su inicial K.? Al lector no familiarizado con los personajes kafkianos podríamos decirle que este procedimiento no es exclusivo de El Proceso y que en otra de las novelas más importantes de Kafka, El Castillo, la reducción del nombre es aún mayor, ya que todo él es una K. Pero, si diésemos esta respuesta no haríamos más que dejar en el aire nuestra interrogación. Piénsese que en El Proceso casi todos los personajes son designados de un modo habitual: señora Grubach, la patrona de su pensión; señorita Bürstner, compañera de hospedaje; los inspectores que detienen a José K., su tío, los abogados a cuya intervención recurre, etcétera. Incluso los personajes que cruzan fugazmente por las páginas del libro, tienen su nombre. Solamente a sus verdugos les llama Kafka irónicamente los «señores», como si quisiera subrayar la relación de exterioridad total en que se encuentra el acusado tanto con la acusación y el tribunal como con los ejecutores de su sentencia. Resulta así que el personaje central de El Proceso, que es, en realidad, el que llena la trama entera, pues apenas sale un momento de ella, es el único designado con una inicial.

Kafka quiere hacernos recordar con ello, a lo largo de toda la obra, que el destino de José K. no es el de un personaje privilegiado; es el destino de cualquier hombre. Pero, por otra parte, no es propiamente un hombre de carne y hueso, como diría Unamuno, sino una abstracción del hombre real; su ser concreto y vivo queda fuera de la urdimbre de relaciones sociales en las que José K. se halla inserto; primero, como funcionario de un banco —pues Kafka no nos revela otro plano anterior o subyacente en su existencia— y, después, como acusado, ya convertido en un caso judicial. Kafka nos presenta nuestro personaje pura y simplemente en este plano. Al renunciar a llamarle por su nombre entero y designarle con la letra K, no hace más que subrayar el carácter abstracto de la existencia humana cuando ésta se pierde a sí misma, cuando el hombre real se despoja o es despojado de su contenido concreto, vivo, para convertirse en una abstracción que puede ser expresada, entonces, por una cifra o una inicial.

Este plano abstracto del personaje central se pone de manifiesto en la falta de rasgos individualizadores al describirlo. Es inútil buscar estos rasgos en El Proceso. ¿Qué sabemos de su infancia o juventud? Nada. ¿Qué sabemos de la vida de José K. antes o al margen de su empleo? Nada. Sólo conocemos su presente, pero un presente restringido, a la vez, a estos dos planos: el de funcionario y el de acusado o caso judicial.

Con esta monodimensionalidad de su existencia, el hombre real se empobrece. Su vida muestra una universalidad que es una caricatura de la verdadera, es decir, es una universalidad en la que los hombres se encuentran por su oquedad o despersonalización. Es, como diria Hegel, una universalidad formal o abstracta. Ahora bien, este ser abstracto que Kafka pone ante nosotros no es una invención suya en el sentido de que no tenga que ver con la realidad. Estos seres humanos existen en la realidad misma; de ésta ha tomado su personaje el propio Kafka, y, por ello, por esta fidelidad a lo real, no dudamos en calificarlo de realista, aunque algunos piensen que el dominio verdaderamente kafkiano es el de lo irreal, lo extraño y lo paradójico. Efectivamente, en la vida real existen esos hombres cuya vida está tan hueca y tan despersonalizada que toda ella se mueve en ese plano de la universalidad abstracta o comunidad formal en que se mueve el personaje de Kafka.

EL MUNDO BUROCRÁTICO DE JOSÉ K.

Los hombres que viven en ese plano con la consecuente pérdida o mutilación de su verdadera existencia, son, por excelencia, aquellos que viven hundidos en el mundo de la burocracia, es decir, en un mundo en el que la costra de lo formal y abstracto ahoga toda pulsación persona] y viva. En este mundo en el que se desvanecen las relaciones verdaderamente humanas, en este mundo impersonal, José K. se siente a sus anchas, ya que es incapaz de comprender hasta qué punto se ha vuelto contra él mismo y contra los demás hombres. Pero en este mundo formal y formalizado se produce una grieta que, al principio, parece insignificante y que, cada vez, se irá haciendo más profunda. José K. se siente ahora amenazado; la seguridad que hallaba en su mundo burocrático comienza a quebrantarse. El mundo burocrático deja de sostenerlo, y ya en vilo, sin asidero, acabará por ser devorado por otra variedad de ese mundo: la burocracia judicial. José K., que ya no era propiamente una personalidad humana, sino una abstracción de ella, se ve lanzado a la invisible malla judicial de la que ya no podrá escapar.

Hablábamos anteriormente de la fidelidad de Kafka a lo real. Y, en efecto, el escritor checo no ha hecho sino describir unas relaciones humanas reales, propias de la sociedad capitalista en general, en la forma particular que adoptan en el Estado atrasado de la monarquía austro-húngara de su tiempo. Estas relaciones se dan, con mayor o menor precisión, en todo Estado capitalista y pueden darse incluso en un Estado socialista en cuanto una falsa concepción de la centralización y de la democracia debilita la vinculación entre sus funcionarios y el pueblo.

Ya Marx había señalado el papel corrosivo del burocratismo, al criticar la filosofía política de Hegel y, dentro de ella, el alto papel que este ultimo atribuía a la burocracia como encarnación de los altos fines del Estado, de los intereses generales. En su Crítica de la filosofía del derecho, de Hegel, Marx sostenía la falsedad de esa pretendida defensa de la universalidad; por el contrario, la burocracia introduce, a juicio suyo, un interés particular en la esfera misma del Estado. Los fines del Estado los identifica ella con los suyos propios, y, para esto, invierte Hegel las verdaderas relaciones entre lo formal y lo material, entre lo abstracto y lo concreto, entre lo real y lo irreal. «El ser real —decía Marx— es tratado según su ser burocrático, según su ser irreal…» Este modo de tratar las relaciones humanas concretas según su ser abstracto, según su irrealidad, es lo que Kafka muestra. Así, en El Proceso, el hombre real, convertido ya en un «caso» judicial, es tratado según su ser abstracto, es decir, dejando fuera de él todos los atributos humanos que no interesan en cuanto «caso judicial».

Marx señaló también otro rasgo de la burocracia que en la novela de Kafka se ejemplifica nítidamente: su secreto, su misterio. José K. nunca llega a saber de qué se le acusa. Tampoco los demás saben nada. Los empleados con que entra en relación no tienen nada que informar. «Nosotros no somos más que empleados subalternos —le dicen ellos—; apenas conocemos nada de papeles de identidad.» El acusado interroga, pero topa con un muro insalvable. «/Qué autoridad dirige el proceso? ¿Son ustedes funcionarios?» Pero los funcionarios excluyen toda intrusión en su dominio y se limitan a responder por boca de uno de ellos: «La verdad es que está usted detenido y yo no sé más.» El secreto es lo que asegura la firmeza de este muro insondable. Y por más que se abra un rayo de luz, aquel reaparece en grados infinitos. «La jerarquía de la justicia comprendía grados infinitos, entre los cuales se perdían los propios iniciados. Ahora bien, los debates ante los tribunales permanecían secretos en general, tanto para los pequeños funcionarios como para el público y nunca podían seguirlos hasta el final.» Lo que Kafka dice de la burocracia judicial, Marx lo había señalado ya como un rasgo propio de la burocracia de un Estado opresor. «La burocracia —escribía— mantiene en posesión suya el ser del Estado…» Ahora bien, donde hay posesión privada, hay también tendencia a amurallar el ámbito de lo poseído; por ello, la burocracia pone bardas a su dominio, se cierra en sí misma y trata de excluir todo lo que, a juicio suyo, es intromisión indebida en su dominio. No se abre nunca hacia afuera o hacia abajo, en tanto que se halla siempre dispuesta a abrirse hacia arriba, hacia lo que se halla por encima de la jerarquía burocrática. De ahí el secreto, salvaguardia para el burócrata frente a los que tratan de invadir su sagrado recinto. Por ello dice justamente Marx que «el espíritu general de la burocracia es el secreto, el misterio».

Kafka nos presenta a José K. en una lucha incesante y estéril por desgarrar este misterio, sin lograr jamás romper el círculo amurallado de la burocracia judicial. Todo contribuye a endurecerlo: el mutismo de los funcionarios, los debates secretos, el lenguaje hermético de los códigos, las sutilezas de los procedimientos, etcétera. Entre el acusador y el acusado, entre la ley y el hecho concreto, el misterio abre un abismo insalvable, y con el misterio las relaciones no hacen más que mistificarse.

EL UNIVERSO DE LO ABSURDO

Al perder su transparencia, las relaciones humanas se vuelven irracionales, irreales y absurdas. Se comprende que Albert Camus haya querido ver en la obra de Kafka una confirmación de su filosofía de lo absurdo. Kafka vendría a abonar, al parecer, su concepción del carácter absurdo de nuestra existencia, pues ¿qué sentido tiene ser perseguido y condenado por algo que se ignora y por alguien al que no se conoce?, ¿qué sentido tiene esta lucha que sólo lleva al fracaso y que con su impotencia muestra su carencia de sentido?

Ahora bien, de la misma manera que no podemos criticar a Kafka por presentarnos el ser irreal, abstracto y burocrático del hombre, sino por mostrarlo de un modo intemporal y abstracto, es decir, sin revelar el suelo real que engendra ese ser abstracto del hombre, no podemos criticar tampoco a Kafka por revelar la existencia humana como una existencia irracional, absurda. Kafka no ha inventado el carácter absurdo e irracional que adoptan las relaciones humanas. La irracionalidad de ellas existe en la vida real. Kafka contribuye a hacer ver esa irracionalidad al mostrar lo absurdo del misterio, de la condena por jueces desconocidos y por un delito que se ignora, así como el carácter absurdo —por estéril— del intento de José K. de luchar contra el cerco inexorable que angosta o angustia su existencia. Todo esto es absurdo como lo son tantos hechos que se dan en la sociedad capitalista: que el trabajador —el creador de riquezas—, por ejemplo, se empobrezca y que el que no las crea —el capitalista— se enriquezca con ellas; que las cosas adquieran un poder tal que lleguen a imponerse a los hombres mismos, etcétera.
También en otras épocas ciertos fenómenos naturales, hoy trasparentes para nosotros, aparecían como irracionales, y se dejaba a la magia o a la religión el darles un sentido que, hasta entonces, a la luz de la razón no se les podía dar. Pero no existe lo absurdo o lo irracional en sí, sino en cuanto un fenómeno no puede ser integrado en la conexión o totalidad que lo explica. Cuando se dice que el universo kafkiano es el universo de lo absurdo ¿en qué relación se pone lo absurdo con lo real y lo racional? Los hechos que Kafka describe suscitan una serie de interrogantes: ¿por qué estas idas y venidas de José K? ¿Por qué este proceso invisible? Todo eso parece ser real, y, sin embargo, carece de sentido para nosotros. Si tratamos de hallar su sentido al nivel de la apariencia, del hecho bruto, no lo hallaremos, y de ahí su carácter absurdo. Ahora bien, cuando se es incapaz de explicar unos hechos reales aquí, en este mundo, sólo queda hacer de lo absurdo un absoluto, o buscar la significación de ellos en un reino eterno, trascendente, como lo ha intentado Max Brod. De este modo, para buscar la clave de un comportamiento kafkiano, el de José K., se sale del mundo concreto, real, y se pugna por dar razón de lo absurdo humano remitiéndose a una razón suprahumana. En esta interpretación, lo absurdo y lo racional coexisten, pero en dos mundos distintos: uno, humano, y otro, divino y trascendente.

LA ENAJENACIÓN Y LO ABSURDO HUMANO

Hace ya más de un siglo que Marx señaló el carácter mistificado, irracional o absurdo de las relaciones humanas al adoptar la forma de relaciones entre cosas. Demostró asimismo, a partir de sus Manuscritos económico-filosóficos de 1844, que la clave de ello hay que buscarla en el hombre mismo, en determinado tipo de relaciones sociales. Desde entonces sabemos que la razón de ser de lo absurdo humano está en la enajenación del hombre que surge cuando el trabajo, que es su propia esencia, lejos de afirmarle, lo cosifica o deshumaniza. Esta enajenación real, económica, tiene su expresión en el plano de las relaciones políticas y sociales como escisión del hombre concreto en individuo y ciudadano que lleva una doble vida: pública y privada. La relación entre individuo y ciudadano tiene entonces un carácter exterior. El individuo no se reconoce en la comunidad. Cuando actúa colectivamente, como miembro del Estado, hace abstracción de su verdadero ser real. La individualidad y universalidad verdaderas se hallan en una contradicción irreductible. La solución se busca en el sacrificio de un término a otro. Así, por ejemplo, José K. ha sacrificado su individualidad a la universalidad falsa o formal de su ser burocrático. Su existencia adquiere, entonces, un carácter absurdo e irracional, pero la raíz de ello hay que buscarla en un mundo humano enajenado.

Lo absurdo y lo racional existen, por tanto, pero no en dos mundos distintos: humano, el uno, y suprahumano, el otro, sino en uno solo, el del hombre, pero en dos planos. Lo absurdo humano no es sino el fenómeno, la apariencia de una esencia más profunda. Lo absurdo, lo irracional, no hace más que enmascarar una racionalidad oculta, vuelta contra el hombre, pero en definitiva dada al nivel de determinadas relaciones humanas concretas, económico-sociales.

LA EXISTENCIA ENAJENADA DE JOSÉ K.

Si ahora volvemos la mirada a nuestro héroe kafklano, veremos que vive una vida propiamente enajenada. Ya hemos dicho que ésta se manifiesta en cada hombre real como escisión entre lo público y lo privado, entre lo universal y lo individual. Este hombre real queda convertido en un verdadero campo de batalla, sobre todo mientras lo verdaderamente personal se resiste a dejarse disolver en una universalidad abstracta, es decir, mientras se resiste a ser despojado de sus cualidades propiamente humanas en aras de una universalidad vacía o formal con la que no se siente identificado. El proceso de enajenación alcanza su culminación cuando se pierde toda conciencia de este desdoblamiento, es decir, cuando el proceso de cosificación es tan profundo que se borra por completo la verdadera individualidad. El ser real del hombre consiste entonces en la abstracción de su ser real, en su impersonalidad o irrealidad humana.

José K. encarna este punto culminante de la enajenación humana. Esta ha llegado en él a tal extremo que ya ni siquiera experimenta su existencia como una existencia desgarrada o desdoblada. No advierte ya el conflicto o escisión entre su vida privada y su vida pública porque ya no tiene vida privada. Su ser se agota en su ser funcionario. Nada existe ni le interesa al margen de este único ser suyo. Su enajenación es tan profunda que José K. sólo se siente firme o «preparado» en este ser abstracto, vacío, burocrático; en una palabra, enajenado. Como el hombre que estuviera condenado a verse siempre en un espejo cóncavo, sólo se reconoce a sí mismo cuando ve su imagen deformada. Es más, sólo llevando esta existencia enajenada se siente seguro. El banco es para José K. el único suelo firme. Por ello, cuando se enfrenta a la nueva e inesperada situación que representa su proceso, se siente débil, inseguro, inestable. La ruptura producida en el mundo en que vive acabará por minar el suelo firme que pisa. José K. no está preparado «para hacer frente a una nueva situación con la certeza y seguridad con que hace frente a lo que se le plantea en el marco de su existencia enajenada.

«…¡Uno está tan poco preparado! En el Banco, por ejemplo, yo estaría siempre preparado, no podría ocurrir nada de eso. Allí tengo un mensajero a mi disposición, el teléfono para la ciudad y el teléfono interno; hay siempre gente que llega, clientes y empleados y, además, me encuentro siempre en pleno trabajo. Por consiguiente, conservo siempre mi presencia de espíritu; tendría un verdadero placer en encontrarme allí en una situación semejante.»
Es decir, José K., como funcionario de un banco, se siente en éste en su propio elemento y, por tanto, se siente seguro, no pierde nunca su «presencia de espíritu». Justamente por haber reducido su existencia concreta a una dimensión abstracta, puede moverse allí con firmeza y seguridad, ya que todo lo vivo, lo individual, queda excluido de ella. Su existencia sólo se vuelve problemática cuando se ve sacudida por un hecho singular que le afecta no ya en su ser abstracto, burocrático, sino en su ser concreto real, individual. Un hecho de esta naturaleza no puede integrarlo José K. en su ser abstractamente universal, y de ahí su amargo reconocimiento de una terrible verdad: «¡Uno no está preparado para ello!» En efecto, la existencia monocroma o unidimensional del héroe kafkiano tiene que hacer frente a un hecho inesperado: la acusación que pende sobre él. Desde este momento, tiene que dividir sus fuerzas en atender a su empleo y defenderse a sí mismo. Su ser ya no se agota en su existencia general de funcionario de un banco; algo comienza a crecer al margen de ella, algo que comenzó siendo un hecho intrascendente que sólo llenaba un hueco de su hueca existencia y que acaba por llenar su existencia entera. Es más, la esfera en que antes se sentía seguro, va convirtiéndose en un obstáculo para resolver algo que sólo él, en su individualidad, al margen de su existencia bancaria, tiene que resolver. Podría pensarse que José K., en la medida en que reduce el tiempo que dedica a su empleo, y se consagra más y más a resolver algo que le afecta personalmente, cobra conciencia del desdoblamiento de su existencia, y se refugia en el recinto sagrado de la vida privada. Pero Kafka ha tenido el acierto de no buscar esta solución —tan típica del individualismo burgués— en un mero cambio de planos; no se trata, en efecto, de reducir lo individual a lo general ni tampoco lo general a lo individual. José K., al enfrentarse a un problema que le afecta a él, en su singularidad, no hace más que poner de relieve hasta qué punto se halla preso de su enajenación. Para él, la esfera general abstracta en que se desenvuelve su ser burocrático sigue siendo su verdadera existencia, y el proceso judicial se le aparece, como una perturbación, si bien cada vez más grave, de ella. La forzosidad de defenderse, es decir, de ser arrancado de esa esfera abstracta, le desazona y disgusta. «Todo momento que pasaba fuera de la oficina le causaba enormes inquietudes; ya no podía emplear su tiempo de trabajo tan útilmente como antes; pasaba muchas horas haciendo únicamente como que trabajaba; su inquietud era aún mayor cuando no se hallaba en el Banco.» (El proceso) Marx ha señalado como una de las formas de enajenación del obrero la que se manifiesta en el acto mismo del trabajo, es decir, en la relación del obrero consigo mismo en las condiciones del trabajo enajenado. El trabajo se le presenta, entonces, como algo exterior, que le mortifica y le niega, como algo que no forma parte de su esencia. De ahí que se sienta a disgusto, ya que no desarrolla sus energías físicas y espirituales. José K. lleva una vida tan enajenada que no puede entrar consigo mismo en una relación verdaderamente humana y, en este sentido, en un terreno objetivo, su actividad en el Banco le es tan exterior como el trabajo al obrero. Sin embargo, subjetivamente, lejos de sentirse a disgusto, se complace en su existencia enajenada de empleado bancario, viendo en ella su verdadera existencia.

Kafka describe este hecho sin revelar su clave. Esta complacencia de José K. con su existencia enajenada, cuando el golpe que se abate sobre ella abre un portillo para la conquista de su personalidad, es justamente lo que sella el destino amargo de su lucha. El mundo al que tiene que hacer frente José K. es para él un mundo opuesto a aquel otro en que se siente firme y seguro. Es un mundo, en primer lugar, en el que toda injusticia tiene su asiento, un mundo corrompido y venal, cuyo sentido no es sino «hacer detener a los inocentes y abrirles procesos sin razón.» Así lo ve José K. Pero no ve que este mundo —en el que el espíritu burocrático se sutiliza aún más— no es más que una parte del mismo mundo enajenado en que se desenvuelve su existencia de burócrata bancario. Su lucha contra ese mundo injusto la libra, pues, sin romper con la existencia abstracta, impersonal que él sigue teniendo por auténtica. Y no sólo no rompe con ella, sino que trata de salvaguardarla en esta lucha. De ahí que el tiempo que consagra a defenderse a sí mismo sea, a su modo de ver, un tiempo robado a lo que tiene por su actividad esencial. De ahí también que libre esa lucha dejando a un lado su ser genérico abstracto para librarlo como individuo no menos abstracto. Y es que el burócrata no conoce otra forma de comunidad que esta comunidad abstracta que se funda en la privación de las verdaderas cualidades humanas; por ello, José K. decide luchar exponiéndose él «solo a los golpes de la justicia.» (El proceso)

LA LUCHA ESTÉRIL DE JOSÉ K.

Pero ¿ qué lucha es ésta que libra José K. contra la poderosa burocracia judicial que cada vez estrecha más su cerco? Es una lucha que no pasa de la protesta verbal contra los procedimientos judiciales o del intento de llegar hasta los altos funcionarios que podrían imprimir un sesgo favorable a su proceso; una lucha estéril que no puede impedir que se ejecute, finalmente, la sentencia.

Kafka nos muestra la inutilidad, el carácter absurdo y el fracaso de la lucha que libra individualmente José K. contra esa máquina de injusticias que es la burocracia judicial. Sólo confía en sus propias fuerzas y de ahí su impotencia. No conoce más forma de comunidad que la comunidad formal y hueca de la burocracia. Y de ahí que, incapaz de integrar sus actos en una acción verdaderamente común, se lance a una lucha solitaria y estéril.

Kafka nos muestra la esterilidad de la lucha individual, pero en la perspectiva kafkiana no cabe otra salida. Para que la lucha fuese fecunda tendría, en primer lugar, que dirigirse contra el fundamento mismo, económico-social, que hace posible tanto la existencia enajenada de José K. como la organización judicial que le condena. Es decir, en un mundo enajenado, la lucha es estéril mientras no parta de una toma de conciencia de las raíces económico-sociales de la enajenación, y mientras no adopte el carácter de una acción práctica colectiva para cambiarla.

INDIVIDUO Y COMUNIDAD EN EL UNIVERSO KAFKIANO

Kafka ha tenido conciencia de la necesidad de resolver este problema capital: el de las relaciones entre individuo y comunidad. El Proceso demuestra no sólo que había visto el problema, sino también la falsedad de algunos intentos de solución. Pero no vio —no podía ver desde su concepción del mundo— dónde estaba la verdadera solución de un problema tan viejo como el hombre mismo.

José K., con su universalidad abstracta, con su ser burocrático en el que lo personal es absorbido por lo general, encarna unas relaciones humanas en las que se disuelve la verdadera individualidad. Al describir la existencia despersonalizada de José K., Kafka muestra y condena inequívocamente esa falsa comunidad, característica, sobre todo, de la sociedad capitalista. Pero José K., con su estéril lucha individual y por su incapacidad de integrarse en una verdadera comunidad, es también la encamación de una falsa individualidad.

Kafka muestra así la falsedad de dos posiciones igualmente unilaterales: la de la comunidad formal —expresada por el ser abstracto, burocrático, de José K.— y la de la individualidad abstracta, o sea, la del hombre solitario, replegado sobre si mismo, que se expresa en el fracaso de la lucha de José K. No se puede hacer frente a esta cabal expresión de la enajenación que es la burocracia aisladamente. José K., con su muerte, prueba la inutilidad de la lucha solitaria.

La idea de un Kafka, cantor de la soledad, proviene de una desmesurada y forzada aproximación entre él y Kierkegaard que no responde a la realidad, aunque algunos pasajes de su Diario, interpretados ligeramente, parezcan abonarla. No olvidemos, a este respecto, que también Kafka ha dicho en ese mismo diario que «el estar solo no trae más que castigos». Kafka ha sentido la necesidad de una verdadera comunidad entre los hombres, y ha denunciado vigorosamente el carácter inhumano de esa comunidad abstracta que se logra al precio de una total despersonalización. Pero, al no situar el problema de las relaciones entre el individuo y la comunidad sobre una base concreta, histórico-social, ha dejado en el aire su solución. Ha tendido a ver determinada condición humana —la enajenación del hombre, el imperio de las cosas sobre él— fuera de su contexto histórico y social, y con ello se ha cerrado el camino para encontrar las fuerzas sociales que están llamadas a poner fin a esa cosificación de la existencia humana.

Ello no quiere decir que Kafka haya sido impermeable a lo social. No se le ha escapado, por ejemplo, el carácter deshumanizador de unas relaciones sociales concretas como las capitalistas.

«El capitalismo —ha dicho— es un sistema de relaciones de dependencias que van del interior al exterior, del exterior al interior, de arriba abajo, de abajo arriba. Todo está jerarquizado, todo está aherrojado. El capitalismo es un estado del mundo y un estado del alma.» Y refiriéndose al taylorismo, al trabajo en cadena, dice también: «Somos más bien una cosa, un objeto, que un ser vivo.»

La simpatía de Kafka por los oprimidos es patente siempre, así como por aquellos que, bajo el capitalismo, ven mutilada su personalidad en un trabajo que le es totalmente exterior. El propio Kafka experimentó en sí mismo, como ya vimos, la tortura de la escisión entre la verdadera personalidad y un empleo que la niega. Por otra parte, trabajando en una compañía de seguros contra accidentes de trabajo adquirió una clara idea de las injusticias sociales y se familiarizó con el sufrimiento engendrado por la máquina burocrática. Pero Kafka no ha visto en los oprimidos más que a hombres hundidos en el dolor, y no una fuerza social capaz de transformar ese «sistema de dependencias» en que prolifera el sufrimiento. Ha visto la deshumanización —y el dolor que engendra— como una potencia que escapa al control de los hombres y que los hombres no podrán desarraigar transformando las relaciones sociales. De ahí su actitud escéptica hacia los esfuerzos revolucionarios por cambiar el mundo.

Kafka ha visto lo negativo sin poder rebasarlo. Pero basta, a su vez, negar esta negatividad para que se ponga de manifiesto todo lo que hay de positivo y fecundo en la creación kafkiana. Para ello, hay que poner la obra de Kafka en relación con lo real. Veremos, entonces, que ese mundo irracional, absurdo e injusto que pinta existe realmente, pero en el marco de unas relaciones humanas determinadas históricamente. Y aunque Kafka no haya señalado las raíces profundas de ese mundo inhumano ni las vías para cancelarlo, es evidente que su obra, al describir ese mundo absurdo e inhumano, entraña una crítica profunda de él. Ver la obra de Kafka en un plano intemporal como una apología de lo absurdo o lo irracional en sí, cortando todos los lazos que la vinculan en su suelo real, es prolongar la abstracción contra la que se rebeló el propio Kafka y es, finalmente, contribuir a cerrar el paso a la solución del problema kafkiano fundamental, que es también un problema cardinal de nuestro tiempo: la integración del individuo en la sociedad, es decir, la unión de la verdadera comunidad y la verdadera individualidad. .

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