Por: J. Zubiri
Fuente: http://www.revistasophia.com (05.08.11)
Toda filosofía tiene a su base, como supuesto suyo, una cierta experiencia. Contra lo que el idealismo absoluto ha pretendido, la filosofía no nace de sí misma. Y ello, en varios sentidos: primeramente, porque sí así fuera, no sería explicable que la filosofía no hubiera existido plena y formal en todos los ángulos del planeta, desde que la humanidad existe; en segundo lugar, porque la filosofía muestra un elenco variable de problemas y de conceptos; finalmente, y, sobre todo, porque la posición misma de la filosofía dentro del espíritu humano ha sufrido sensibles oscilaciones. Tendremos ocasión, en este mismo estudio, de apuntar cómo, en efecto, la filosofía, que en sus comienzos pudo designar algo muy próximo a la sabiduría religiosa, por ocuparse de las ultimidades hondas y permanentes del mundo y de la vida, se convirtió en una forma de saber del universo, llamada teoría, para abocar más tarde a una investigación acerca de las cosas en cuanto son; la serie podría aún prolongarse.
Pero el que toda la filosofía parta de una experiencia no significa que esté encerrada en ella, es decir, que sea una teoría de dicha experiencia. No toda experiencia es lo suficientemente rica para que la filosofía se limite a ser su vaciado conceptual, ni toda filosofía es lo suficientemente original para que implique una experiencia irreductible a otras. Además, en manera alguna quiere decirse que la filosofía tenga que ser, ni tan siquiera parcial y remotamente, una prolongación conceptual de la experiencia básica. La filosofía puede contradecir y anular la experiencia que le sirve de base, inclusive desentenderse de ella y hasta anticipar formas nuevas de experiencia. Pero ninguno de estos actos seria posible sino poniendo el pie en una experiencia básica que permitiera el brinco intelectual de la filosofía. Esto quiere decir que una filosofía sólo adquiere fisonomía exacta referida a su experiencia básica.
Experiencia significa algo adquirido en el transcurso real y efectivo de la vida. No es un conjunto de pensamientos que el intelecto forja, con verdad o sin ella, sino el haber que el espíritu cobra en su comercio efectivo con las cosas. La experiencia es, en este sentido, el lugar natural de la realidad. Por tanto, cualquier otra realidad necesitará estar implicada y exigida por la experiencia, sí ha de ser racionalmente ineludible. No prejuzgamos aquí la índole de esta experiencia: en especial, urge eliminar de raíz el concepto de experiencia entendida como conjunto de unos presuntos datos de conciencia. Probablemente, los datos de conciencia, en cuanto tales, no pertenecen a esa experiencia radical.
Se trata más bien, según decía, de la experiencia que el hombre adquiere en el comercio efectivo con cosas reales y efectivas.
Sería un grave error identificar esta experiencia con la experiencia personal. Son escasísimos, quizá, los hombres que poseen una experiencia personal, en el pleno sentido del vocablo. Pero, aun admitiendo que todos posean alguna, esta experiencia personal, aun en el caso más rico y favorable, constituye un núcleo minúsculo e íntimo dentro de un área mucho más vasta de experiencia no-personal. Esta experiencia no personal se halla integrada, ante todo, por una capa enorme de experiencia que le llega al hombre por su convivencia con los demás, sea bajo la forma precisa de experiencia de otros, sea bajo la forma del precipitado gris de experiencia impersonal, integrada por los usos, etc., de los hombres de su entorno. En una zona más periférica, pero enormemente más amplia aún, se extiende esa forma de experiencia que constituye el mundo, la época y el tiempo en que se vive.Y de esta experiencia forma parte no sólo el trato con los objetos, sino también la conciencia que de sí mismo tiene el hombre, en un triple sentido: primero, como repertorio de lo que los hombres han pensado acerca de las cosas, sus opiniones e ideas sobre ellas; en segundo lugar, la manera peculiar como cada época siente su propia inserción en el tiempo, su conciencia histórica; finalmente, las convicciones que el hombre lleva en el fondo de su vida individual, tocantes al origen, al sentido y al destino de su persona y de la de los demás.
Interesa enormemente subrayar la peculiar relación en que se hallan estos diversos estratos de experiencia. No es posible tratar de hacerlo en este lugar. Pero sí es imprescindible dejar consignado que cada una de estas zonas, dentro de su solidaridad con las demás, como momentos de una experiencia única, posee una estructura propia y, hasta cierto punto, independiente. Así, la experiencia, en el sentido de estructura del mundo en una época, puede, a veces, hallarse incluso en oposición con el contenido de las demás zonas de experiencia. El judío y el hereje vivieron durante la Edad Media en un mundo cristiano, dentro del cual eran, por eso, justamente hetero-doxos. Hoy estamos a punto de que los católicos sean los verdaderos heterodoxos, relativamente a nuestro mundo descristianizado. En la Edad Media había mentes heréticas: la mentalidad era, sin embargo, cristiana. Para los efectos de este trabajo, lo que aquí nos importa es apuntar a la experiencia básica de una filosofía, en el sentido modesto de dar con la mentalidad de que parte.
El análisis de esta experiencia básica descubre, en primer lugar, lo que más salta a la vista: su peculiar contenido. En realidad, es lo que en ciertos momentos se ha entendido formalmente por historia: la colección de los llamados hechos históricos. Pero sí la historia pretende ser algo más que un fichero documental, ha de tratar de hacer inteligible el contenido de un mundo y de una época.
Y, por lo pronto, toda experiencia surge solamente gracias a una situación. La experiencia del hombre, como decía, es el lugar natural de la realidad, gracias, precisamente, a su interna limitación, que le permite aprehender unas cosas y unos aspectos de ellas, con exclusión de otros. Toda experiencia tiene un perfil propio y peculiar. Y este perfil es el correlato objetivo de la situación en que se halla instalado el hombre. Según esté él situado, así se sitúan las cosas en su experiencia.
La historia ha de tratar de instalar nuestra mente en la situación de los hombres de la época que estudia. No para perderse en turbias profundidades, sino para tratar de repetir mentalmente la experiencia de aquella época, para ver los datos acumulados «desde dentro». Naturalmente, esto exige un penoso esfuerzo, difícil y prolongado. La disciplina intelectual que nos lleva a realizarlo se llama filología.
Más aún: la experiencia es siempre experiencia del mundo y de las cosas, incluyendo al hombre mismo; lo cual supone que el hombre vive, en efecto, dentro de unas cosas y entre ellas. La experiencia consiste en la forma peculiar con que las cosas ponen su realidad en las manos del hombre. La experiencia supone, pues, algo previo. Algo así como la existencia de un campo visual, dentro del cual son posibles diversas perspectivas. La comparación indica ya que esa existencia del hombre dentro de las cosas y entre ellas no es comparable a la de un punto perdido en la infinidad del vacío. Aun en esta dimensión, aparentemente tan vaga y primaria del hombre, su existencia es limitada, como lo es el campo visual para los ojos. Esta limitación llámase, por ello, horizonte. El horizonte no es una simple limitación externa del campo visual: es más bien algo que, al limitarlo, lo constituye, y desempeña, por consiguiente, la función de un principio positivo para él. Tan positivo, que deja justamente ante los ojos lo que hay fuera de él, como un «mas allá» que no vemos lo que es y se extiende sin límites, punzando constantemente la más honda curiosidad del hombre. Porque, en efecto, además de las cosas que dentro del mundo nacen y mueren, hay otras cosas que entran en el mundo, acercándose desde el horizonte, o se desvanecen, perdiéndose tras él. En todo caso, las relaciones de lejanía y proximidad dentro del horizonte confieren a las cosas su primera dimensión de realidad para el hombre.
Y, como limitante que es, el horizonte tiene que constituirse por algo de donde surge. Sin ojos, no habría horizonte. Todo horizonte implica un principio constituyente, un fundamento que le es propio.Estos tres factores de la experiencia de una época: su contenido, la situación y el horizonte (a una con su fundamento), son tres dimensiones de la experiencia de distinta movilidad. La máxima labilidad compete al contenido mismo de la experiencia: mucho más lento, pero, en definitiva, muy variable, es el movimiento de la situación; el horizonte varía con lentitud enorme, tan lentamente, que los hombres casi no tienen conciencia de su mutación y propenden a creer en su fijeza, mejor dicho, precisamente por ello, ni se dan cuenta casi de su existencia. Algo semejante a lo que ocurre al viajero de un avión, cuyo panorama varia tan insensiblemente como el movimiento de las agujas de un reloj (1).
Este cambio no puede asimilarse, contra lo que la metáfora del evolucionismo biológico aplicada a la historia pudo hacer suponer durante muchos años, a una especie de crecimiento, madurez y muerte de las épocas, o de las culturas, como entonces se decía. Esta idea que Spengler asienta como la base de su libro, es tal vez lo más insostenible de él. La experiencia que compone una época histórica, con ser el lugar natural de la realidad, no es mas que eso: su lugar natural. Pero la existencia del hombre no se limita a estar situada en un lugar, aunque sea real. A su vez, la «realidad del mundo» no es la realidad de la vida: aquélla se limita tan sólo a ofrecer a esa otra realidad que se llama hombre un conjunto infinito de posibilidades de existencia. Las cosas están situadas, primariamente, en ese sedimento de realidad llamado experiencia a título de posibilidades ofrecidas al hombre para existir. Entre ellas, el hombre acepta unas y desecha otras. Esta decisión suya es la que transforma lo posible en real para su vida. Con ello, el hombre está sometido a constante cambio porque esa nueva dimensión real que añade a su vida modifica el cuadro de su experiencia y, por tanto, el conjunto de posibilidades que le brinda el instante siguiente. Con su decisión, el hombre emprende una trayectoria determinada, a causa de la cual nunca está seguro de no haber malogrado definitivamente en un momento tal vez las mejores posibilidades de su existencia. El momento siguiente presenta un cuadro completamente distinto: obturadas unas, disminuidas otras, agigantadas tal vez algunas más, pocas nuevas y originales. Y como la actualidad de lo posible, en tanto que posible, según nos decía ya Aristóteles, es el movimiento, así también el ente cuya realidad emerge de sus posibilidades, es, por esto, un ente móvil. Por serlo, cambia en el tiempo, no reposa en ningún estado. Las cosas no están en movimiento porque cambien, sino que cambian porque están en movimiento. Cuando la actualización de las posibilidades es fruto de una decisión propia, entonces no solamente hay estados de movimiento, sino acontecimientos. El hombre es un ente que acontece, y a este acontecer se llama historia.
De tiempo atrás se define precisamente al ser libre el ente que es causa de sí mismo (Santo Tomás). Por esto resulta que, en el hombre, la raíz de la historia es la libertad. Lo que no es eso es naturaleza. El error del idealismo ha estribado en confundir la libertad con la omnímoda indeterminación. La libertad del hombre es una libertad que, al igual que la de Dios, sólo existe formalmente en la manera de estar determinado. Pero, a diferencia de la libertad divina, creadora de las cosas, la libertad humana sólo se determina eligiendo entre diversas posibilidades. Como estas posibilidades le están «ofrecidas», y como este ofrecimiento depende parcialmente, a su vez, de las propias decisiones humanas, la libertad del hombre adopta la forma de un acontecer histórico.
Del complejo enorme de cuanto habría que decir para estudiar los orígenes de la filosofía ática no me interesa referirme, de momento, más que a la mentalidad dentro de la cual nace, y aun eso en su aspecto puramente intelectual. Aplicando a la vida intelectual las últimas consideraciones que acabamos de apuntar, nos encontramos, por ejemplo, con que el pensamiento de toda época, además de contener lo que propiamente afirma o niega, apunta a otros pensamientos distintos y hasta opuestos entre si.
Toda afirmación o negación, en efecto, por rotunda que sea, es incompleta o, por lo menos, postula otras afirmaciones o negaciones, sólo unida a las cuales posee plenamente verdad. Por esto decía Hegel que la verdad es siempre el todo y el sistema. Lo cual no obsta, sin embargo-antes bien, implica-, que, dentro de sus límites, una afirmación sea verdadera o falsa. Frente a ella se ciernen entonces las direcciones diversas en que puede ser desarrollada. De ellas, unas serán verdaderas; otras, falsas. Mientras la primitiva afirmación no se vincule disyuntivamente ni a unas ni a otras, todavía es verdadera. El pensar humano, que, tomado estáticamente en un momento del tiempo, es lo que es, por tanto, verdadero o falso, es, tomándolo dinámicamente en su proyección futura, verdadero y falso, según la ruta que emprendas La cristología de San Ireneo, por ejemplo, es, naturalmente, verdadera. Pero algunas de sus afirmaciones o, por lo menos, de sus expresiones, son tales, que, según se incline el pensamiento un poco más a la derecha o un poco más a la izquierda, caerá del lado de Arrio o de San Atanasio. Antes de esa decisión todavía son verdad. Después de ella, lo serán, tomadas en un sentido, y no lo serán, tomadas en otro. Junto a los pensamientos plenamente pensados, la historia está llena de esta suerte de pensamientos que podríamos llamar incoados.
O, si se quiere, el pensamiento, además de su dimensión declarativa, tiene una dimensión incoativa: todo pensamiento piensa algo con plenitud y comienza a pensar algo germinalmente. Y no se trata del hecho de que de unos pensamientos puedan deducirse otros por vía de razonamiento, sino de algo más previo y radical, que afecta no tanto al conocimiento que el pensar suministra como a la estructura misma del pensar en cuanto tal.
Gracias a ello, el hombre posee una historia intelectual. Veremos inmediatamente algún caso ejemplar de funcionamiento de esta forma de pensar incoativa: unos pensamientos que ofrecen dos posibilidades levemente distintas, de las cuales una ha conducido a la espléndida floración del intelectualismo europeo, y otra ha llevado a la mente por las vías muertas de la especulación asiática. Porque no se trata tan sólo de que esas posibilidades que al pensamiento se ofrecen sean verdaderas o falsas, sino de que las rutas sean o no vías muertas. En cada instante de su vida intelectual, cada individuo y cada época se hallan montados sobre el constitutivo riesgo de avanzar por una vía muerta.
Probablemente, la acción de Sócrates ha consistido en habernos echado a andar no por una vía muerta, sino por la que lleva a lo que será el intelecto europeo entero. La «obra» de Sócrates se inscribe en el horizonte mental del pensamiento griego. Se sitúa dentro de él de un modo peculiar, determinado por la dialéctica de las situaciones anteriores por que han atravesado «los grandes pensadores». Ello le permite una experiencia especial del hombre y de las cosas, de la que saldrá en su hora la filosofía de Platón y de Aristóteles.
EL HORIZONTE DE LA FILOSOFIA GRIEGA
El horizonte mental del hombre antiguo está constituido por el movimiento, en el sentido más amplio del vocablo. Además de los movimientos o de las alteraciones externas que las cosas padecen, las cosas mismas se hallan sometidas a una inexorable caducidad. Nacen algún día, para morir alguna vez. Dentro de este cambio universal va envuelto también el hombre, no sólo individual, sino socialmente considerado: las familias, las ciudades, los pueblos, se hallan sometidos a un incesante cambio regulado por un destino inflexible, que determina el bien de cada cual. En esta universal mutación adquiere valor ejemplar la generación de los seres vivientes. Puede incluso afirmarse, según veremos más tarde, que la forma radical como el griego ha concebido el movimiento cósmico se halla, en definitiva, orientada hacia la generación, hasta el punto de que un mismo verbo, gígnomai, expresa las dos ideas de generación y de acontecimiento.
Precisamente esta idea del movimiento como generación constituye la línea divisoria del esquema fundamental del universo para el hombre antiguo. Aquí abajo, la tierra, ge, el ámbito de lo perecedero y caduco, de las cosas sometidas a generación y corrupción. Arriba, el cielo ouranós, integrado por cosas ingenerables e incorruptibles, por lo menos en el sentido terrestre del vocablo, sometidas tan sólo a un movimiento local del carácter cíclico. Y en el ouranós, los theoí, los dioses inmortales.
Recuérdese cuán diferente es el horizonte en que el hombre de nuestra era descubre el universo: no la caducidad, sino la nihilidad. De ahí que su esquema del universo no se parezca en nada al del griego. De un lado, las cosas; de otro lado, el hombre. El hombre que existe entre ellas para hacer con ellas su vida, consistente en la determinación de un destino transcendente y eterno. Para el griego existen el cielo y la tierra; para el cristiano, el cielo y la tierra son el mundo, sede de esta vida: frente a ella, la otra vida. Por esto, el esquema cristiano del universo no es el dualismo «cielo-tierra» sino «mundo-alma».
¿Cuál es el fundamento que hace posible el que esta movilidad constituya el horizonte del campo visual del hombre antiguo?
El hombre es un ser natural. Y, dentro de la naturaleza, pertenece a la región menos consistente de ella, a la tierra. El hombre es un ser dotado de vida, un ser animado, un zôion, que, análogamente a los demás seres vivos, nace y muere después de una vida, en definitiva, efímera. Pero este ser viviente lleva dentro de sí, a diferencia de los demás, una extraña propiedad.
Los demás vivientes, por el hecho de tener vida, no hacen más que estar viviendo. Lo mismo tratándose del árbol que del animal, vivir es simplemente estar viviendo, es decir, ejecutando aquellos actos que brotan del viviente mismo y van orientados a su perfección interna. En la planta, estos movimientos están tan sólo orientados, en el sentido del crecimiento, hacia la atmósfera o hacia la tierra. En el animal, los movimientos están orientados por una «tendencia» y una «noticia», gracias a la cual «discierne» y «marcha» a la captura de las cosas o huye de ellas.
Pero en el hombre hay algo completamente distinto. El hombre no se limita a estar viviendo, a ejercitar sus funciones vitales. Su érgon forma parte de un plan de conjunto, de un bios, que es, en amplia medida, indeterminado, y que el hombre mismo es, en cierto modo, quien tiene que determinar por decisión y deliberación. No sólo está viviendo, sino que parcialmente está haciendo su vida. Por eso su naturaleza tiene el extraño poder de entender y manifestar lo que hace, en todas sus dimensiones, al hombre que hace y a las cosas con que hace, tà prágmata. A este poder el griego llamó lógos, que los latinos vertieron, con bastante poca fortuna, por ratio, razón. El hombre es un ser viviente dotado de logos. El logos nos da a entender lo que las cosas son. Y, al expresarlo, las da a entender a los demás, con quienes entonces discute y delibera esas prágmata, que en este sentido llamaríamos «asuntos». De esta suerte, el logos, además de hacer posible la existencia de cada hombre, hace posible esa forma de coexistencia humana que llamamos convivencia. Convivir es tener asuntos comunes. Por esto, la plenitud de convivencia es la pólis, la ciudad. El griego ha interpretado indiferentemente al hombre como animal dotado de logos o como animal político. Si el contenido concreto de la póiis es obra de un nómos, de un estatuto, y tiende a la eunomía, al buen gobierno, su existencia es, para un griego, un hecho «natural» La pólis existe, como existen las piedras o los astros.
Por medio del logos el hombre regula, pues, sus acciones cotidianas, con la intención de «hacerlas bien». El griego ha adscrito esta función del logos a aquella parte del principio vital humano que no se halla «mezclada» con el cuerpo, que no sirve para animarlo, sino, al revés, para dirigir su vida, llevándole, por encima de las impresiones de su vitalidad, al reino de lo que las cosas son de veras. Esta parte recibe el nombre de noûs, mens (2). En realidad, el logos no hace sino expresar lo que la mens piensa y descubre. Es el principio de lo más noble y superior en el hombre.
La mente tiene, para un griego, dos dimensiones. Por un lado, consiste en ese maravilloso poder de concentración que el hombre posee: una actividad que le hace patente su objeto en lo que tiene de más intimo y propio. Por esto, Aristóteles lo comparaba con la luz. Llamémosle reflexión o pensamiento. Pero no es una mera facultad de pensar que, como tal, puede acertar o errar, sino un pensamiento que, por su propia índole, va certera e infaliblemente dirigido al corazón de su objeto; algo, por tanto, que, cuando actúa plenamente por si mismo, coloca a todas las cosas, aun las más remotas, cara a cara ante el hombre, denunciando su verdadera fisonomía y consistencia por encima de las impresiones fugaces de la vida.
El ámbito de la mente, dirían los griegos, es el «siempre». (Platón: Rep. 484, b4).Pero, por otro lado, el griego jamás concibió a la mente como una especie de foco inalterable en el fondo del hombre. Es un pensar certero e infalible; pero en este respecto es una especie de «sentido de la realidad», que, como un fino pálpito, pone al hombre en contacto con lo íntimo de las cosas. Aristóteles lo comparaba, por esto, a una mano. La mano es el instrumento de los instrumentos, puesto que todo instrumento lo es por ser «manejable». Análogamente, la mente es el lugar natura de la realidad para el hombre. Por esto tiene, para un griego, un sentido mucho más hondo que el de la pura intelección. Se extiende a todas las dimensiones de la vida, a todo cuanto hay de real en ella. Este sentido es, por esto, susceptible de adiestramiento o embotamiento. Nadie carece por completo de él. Puede hallarse, a veces, paralizado (el demente); pero normalmente funciona invariablemente, según el estado del hombre, su temperamento, su edad, etc. Es algo que, por afinarse en el uso que en la vida hacemos de ello, sólo se posee, con la plenitud posible para cada cual, en la ancianidad. Sólo el anciano posee plenamente ese sentido, ese saber de la realidad, adquirido en la «experiencia de la vida», en el comercio y contacto real con las cosas.
En todo caso, obrar conforme al noûs, a la mente, es obrar asentando sus juicios sobre lo inconmovible del universo y de la vida. Este saber de lo inconmutable, de lo que es siempre, allá en las ultimidades del mundo, es a lo que el griego, al igual que todos los pueblos que han sabido expresarse, llamó sophía, sabiduría. La vida participa desigualmente de ella: desde el insensato hasta el sabio por antonomasia, pasando por el mero «prudente». Esta sofía, como experiencia de la vida, se torna a veces en una Sofía, en un saber excepcional y sobrehumano de las ultimidades de la realidad. La Sofía, así entendida, tiene para un griego una existencia estrictamente supratemporal. Es un don de los dioses. Por eso tiene primariamente carácter religioso. Los hombres son capaces de poseerla, porque tienen una propiedad, el noûs, que les es común con los dioses. Por esto Aristóteles dice todavía de la mente que es lo más divino de cuanto tenemos (Met., 1074, b16). El primitivo griego la ha concebido como un poder divino que lo llena todo y que se comunica exclusivamente al hombre entre todos los vivientes, confiriéndole su rango peculiar. Aquellos a quienes les fue concedida en forma excepcional y casi sobrehumana (982, b 28), como nuncios de la verdad, son los sabios, y su doctrina es Sofia, Sabiduría.
En realidad, he anticipado algunas ideas que lógicamente debieran venir después. Pero me pareció preferible apuntar derechamente al objetivo, aun a trueque de tener que dar inmediatamente algunos pasos hacia atrás.En resumen: para un griego, el hombre, como ser viviente, sólo existe en el universo apoyándose en este presunto aspecto de la permanencia que su mente le ofrece. Entonces es cuando la mutabilidad de todo lo real se convierte en horizonte de visión del universo y de la propia vida humana.
Y entonces también nace la sabiduría. Naturalmente, no es que los griegos hayan tenido explícita conciencia de ello. Incluso tal vez les haya sido imposible tenerla, porque lo propio del horizonte es no dejarse ver como tal para una mirada directa, a fuerza, precisamente, de hacemos ver las cosas. Pero nosotros, colocados en un horizonte más amplio, podemos darnos clara cuenta de ello.
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