Por: Juan Francisco Ferré
Fuente: Enviado por Héctor Siluchi (Artista visual)
Hace unas semanas, inadvertidamente, un canal de la TDT española ofreció a sus espectadores una imagen en alta definición del funcionamiento esquizofrénico de la conciencia moral en la actualidad. En una de esas inenarrables y ubicuas tertulias donde se tritura a diario la información para hacerla digerible a la mayoría se habían reunido, para regocijo del telespectador más perezoso, un representativo grupo de contertulios profesionales, de esos que multiplican su presencia de tertulia en tertulia acotando el territorio de lo decible a los límites marcados por sus respectivos intereses o jefes.
Pues bien, allí, sí, en aquella mesa de debate y no en otra de la competencia, estaban sentados, de izquierda a derecha de la pantalla, la columnista política de turno, el sabio de salón, el presentador e mpalagoso, la escritora florero, el periodista de guardia y un curioso espécimen de filósofo autista. Ninguno de ellos, insisto, sospechaba lo que se les venía encima, en qué extraña representación acabarían participando contra su voluntad. Después de haber discutido hasta la saciedad de los temas del día sin aportar mayor luz que ninguna otra tertulia de la larga jornada tertuliana, el moderador inmoderado decidió proponer a la mesa de debate, en un arrebato de inspiración, el periférico asunto de la campaña electoral catalana y, muy en particular, el grosero gusto de algunos vídeos propagandísticos aparecidos en ella.
De buenas a primeras, la retórica moderada de la discusión se tornó en un chirriante coro de voces que amonestaba de modo despectivo, sin siquiera molestarse en entenderlo y analizarlo, el perverso menú audiovisual que les servía el realizador. Este, con la malicia consabida en todo manipulador de imágenes, había decidido, en un momento de lucidez que ninguna academia de la televisión tendrá el valor de recompensar como se merece, dividir la pantalla en dos ventanas asimétricas. En una, a la izquierda, se veía por turnos a los contertulios repitiendo, ofendidos, la contraseña del vilipendio moral y el rechazo estético que parecía dictada por telepatía desde los sótanos teológicos de la conferencia episcopal. En la otra, situada ex profeso a la derecha para confundir al ideólogo naïf que siempre está al acecho, desfilaban los vídeos infames con que los candidatos más soeces, en opinión de la mesa, habían pretendido encandilar a los votantes más cándidos.
Pasaban los minutos y los segundos hurtados a la publicidad y la pantalla reproducía el duplicado espectáculo sin apenas variaciones significativas. En la sección izquierda, el griterío polémico, la invectiva unívoca, la descalificación unánime, el sermón del agravio y la vergüenza, el discurso de la moralina de los biempensantes acogidos al refugio electrónico de la TDT (Tertulia Digital Terrestre). En la derecha, en cambio, el derroche de sarnosa imaginación del golferío publicitario, la obscenidad política, la abyección electoral, el recurso a la más baja forma de representación, la pornografía. Sí, la pornografía, esa palabra impronunciable en ciertos contextos, no había otra mejor para explicar el estupor de los invitados al debate ante la contagiosa virulencia de las imágenes. ¿O no era pornográfica la exhibición del orgasmo místico de la votante socialista? ¿Y no lo era también, además de pecaminosa, la ostentación callejera del jamón catalanista de María Lapiedra, esa promesa tangible de una soberanía territorial asentada en las medidas más exorbitantes y provocativas? ¿O la juerga adulterina y corrupta escenificada por Montserrat Nebrera con ingenio escolar? Los contertulios infatigables proseguían en vano la denuncia vehemente del descrédito político generado por tales aberraciones audiovisuales, mientras el realizador de técnica conspirativa, ese aprendiz de Mago de Oz de la mesa de mezclas que nadie en el gremio premiará como corresponde, insistía una y otra vez, despreocupado de tales consideraciones, en mantener durante demasiados minutos, con sospechosa intención, las dos ventanas sintonizadas a canales en apariencia distintos, sabiendo que producía al mismo tiempo una peligrosa interferencia mental en la audiencia, ya de por sí inconstante.
De ese modo, la esquizofrenia del televidente alcanzaba uno de sus instantes climáticos cuando el primer plano del pontífice infalible de la velada emitiendo su anatema puritano contra la impureza de las imágenes compartía protagonismo en pantalla con la subasta matritense de carne “curada” y curtida en los aledaños del Raval y Las Ramblas protagonizada por la explosiva sacerdotisa de Laporta. Nada comparable, por desgracia para sus electores, al trance promiscuo en que se sumía la solitaria votante socialista, para escándalo fariseo de la escritora decorativa, cuando su insinuante intimidad con la ranura democrática de la urna suponía no tanto una elección razonable como una excusa libertina para romper la disciplina del voto de castidad (de castidad partidaria, se entiende). Por no mencionar la impúdica denuncia de los pecados y vicios de la política institucional catalana practicada por la ingenua Nebrera, invitando a los votantes a transfigurarse en voyeurs la scivos de una orgía barcelonesa de alto standing, mientras estos predicadores de viejo cuño la acusaban de rebajarse y rebajar de paso el nivel de la crítica legítima a las corruptelas inevitables del sistema. Pasaban con exasperación los “minutos de la basura”, se ralentizaba el contador publicitario, el filósofo guardaba silencio invocando la autoridad de algún maestro emboscado, y nadie, ni siquiera las más altas instancias de la nación, intervenía para poner freno al desmadre televisivo donde quedaban en evidencia, además de la perfidia del realizador, la hipocresía vocacional de unos y la desbocada fantasía de poder de los otros.
Entre tanto, la pantalla televisiva, escindida todo el tiempo en esas dos ventanas incongruentes, permitía entender dos cuestiones relacionadas. Primera, lo que estaba pasando y estábamos viendo en Cataluña, esa pornozona erógena y experimental en lo político donde la supuesta falta de un discurso convincente que supiera conectar con una mayoría convencida desencadenaba toda suerte de números circenses para rellenar el vacío ideológico (brote de infección que amenaza con extenderse a todo el país y después, por qué no, a la eurozona, como parecen predecir los expertos más aciagos). Y, segunda, la más importante quizá, que esa exhibición paralela de sensacionalismo publicitario y moralismo público no era gratuita sino que mostraba y demostraba hasta la saciedad la disfunción grave que aqueja a la conciencia moral, ese producto de renta y rentabilidad antiguas, enfrentada a las nuevas realidades que la sociedad del grado cero de la información y la comunicación se d edica a expandir como secuela inconsciente de sus actividades económicas. Algo para lo que el término “bipolar” se queda corto. Si no estuviéramos todos atrapados de algún modo inconfesable en ese bucle, nadie podría comprender que el mismo canal de televisión que invitaba a los selectos contertulios a expresar su denuesto con entera libertad se empeñara en explotar, de manera reiterada y simultánea, el poderoso atractivo que para la audiencia zapeadora pudieran tener esas imágenes tratadas como denigrantes.
Con estos vídeos de fabricación casera de la campaña catalana, por tanto, no es que hayamos tocado suelo, descendiendo a niveles ínfimos del mal gusto político y la indecencia mediática, como pretendían los ilustres invitados del programa, inesperadamente transfigurados en miembros de la curia romana o el comité central, sino que hemos aprendido una lección tan básica como el instinto. Una lección primordial que la televisión, a su pesar, sólo podía sancionar, como aparato de poder, poniendo en riesgo sus propias estrategias de dominio y control de la audiencia. Hemos llegado a una situación crítica, que en el futuro sólo podrá enconarse más, donde los discursos tenidos por verdaderos y objetivos sostienen la peor versión de la vacuidad y la falsedad, fundada en una retórica hace tiempo desacreditada, mientras las imágenes de la perversión canalizan y canibalizan en su propio beneficio una versión inaceptable, pero justa, de la banalización extrema de la vida bajo el capit alismo y, aún peor, de nuestra íntima complicidad con ella. A más de un siglo de la muerte de Nietzsche, esta reveladora experiencia televisiva demuestra que el tono de la farsa contemporánea parece dividirse aún, por desgracia, entre la pútrida moralina de los sepulcros blanqueados y la amoralidad infecta de los mercaderes del templo. En política, en economía, en cultura, en la vida y en la información, sí, como evidencian de nuevo las filtraciones porno de Wikileaks, es tiempo de simulacros obscenos.
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