La filosofía en crisis

Por: Sergio Rábade Romeo ((Universidad Complutense)
Fuente: http://www.revistasophi.com

Llevamos ya unos cuantos años con la crisis de la filosofía a cuestas. Últimamente se ha acentuado esta sensación de crisis debido, al menos en gran parte, a la discusión del papel de la filosofía en los estadios anteriores a la Universidad. Desde esta perspectiva, la crisis de la filosofía es básicamente una crisis sobre su enseñanza, y es una crisis compartida con otras disciplinas propias de los saberes humanos: lenguas clásicas, lengua y literatura española, historia…

Pero, ateniéndonos a la filosofía, su crisis no es sólo ni principalmente una crisis de enseñanza, sino una crisis mucho más profunda: estamos en una auténtica crisis del saber filosófico como tal. En primer lugar, estamos en una crisis que podríamos calificar como “externa”. Es la crisis de todos los saberes que solemos calificar como “humanos”. Vivimos en una sociedad economicista y tecnificada. Un saber como la filosofía, que ni nueve dinero ni es capaz de contribuir a la producción de los bienes de consumo que la sociedad incansablemente demanda, es un saber devaluado. Cuando un hijo le dice a sus padres que quiere estudiar filosofía, ellos espontáneamente tuercen el gesto: ¿Eso qué es y para qué vale? ¿De qué vas a vivir? Evidentemente, estas preguntas pare quien este enclaustrado en la pura y dura perspectiva de una sociedad economicista, cuyas aspiraciones son consumir y producir los bienes que han de consumirse, son preguntas casi inevitables y hasta legitimas. De esa presión “externa” no se prevé una fácil salida, si previamente no se produce un cambio de los valores vigentes en la sociedad.

Sin embargo, siendo importante esta crisis “externa” que la filosofía comparte con otros saberes humanos, no es la más importante. Lo cual no significa que devaluemos la importancia de esta crisis “externa”. Muy al contrario: hay que tenerla muy presente: todo saber se desarrolla en indisoluble conexión con el contexto total de la cultura y de la sociedad de la que forzosamente forma parte. Pero, de hecho, poco o casi nada pueden hacer los que se dedican a la filosofía para modificar el férreo contexto consumista y economicista que puede ser un corsé asfixiante. Y esta falta de aceptación por parte del contexto externo se agrava precisamente por la crisis “interna” de la propia filosofía. Sólo si se empieza por resolver esta crisis interna, cabrá el intento de romper el corsé de la presión externa.

Precisamente, si la filosofía aspira a proyectarse sobre la cultura y la sociedad, acaso lo primero que tiene que hacer es quebrar el fanal de ensimismamiento en que se ha encerrado. Y hay que comenzar por aceptar algo muy importante: la filosofía no está en un momento de creación de pensamiento. No es que echemos de menos los grandes sistemas de épocas pasadas. Son, efectivamente, épocas pasadas y, con ellas, posiblemente pasó para siempre la oportunidad y la conveniencia de los sistemas omnicomprensivos en los que se buscaba encajar, con más o menos rigor y armonía, el mundo, el hombre y hasta Dios. En la situación actual se echa de menos la capacidad de nuevos planteamientos de problemas, de romper horizontes, de proponer soluciones, por discutibles que sean, a los viejos problemas de la filosofía, ya que los problemas de la filosofía son viejos, porque son tan antiguos como la historia multisecular de la filosofía. Hoy atravesamos un período “alejandrino: recogemos y discutimos textos más o menos cercanos y, en plan de “escolastas”, no pasamos de comentadores.

Los que nos dedicamos a la filosofía somos, en la inmensa mayoría, un conjunto de enseñantes y de profesionales de la filosofía que nos hemos encerrado dentro del círculo que nosotros mismos nos hemos ido creando. Más que ocupamos directamente de los problemas mismos, discutimos lo que otros enseñantes y profesionales dicen o escriben. Y, víctimas de la pretensión de actualidad, ni siquiera en muchos casos analizamos o discutimos lo que han dicho los grandes autores del pasado. Nos atenemos a los autores del presente, sin darnos cuenta de que esto sigue siendo una labor más histórica que temática, y es una historia pobre, porque, en general, pobre es la aportación de nuestros contemporáneos a los verdaderos y genuinos problemas de la filosofía. Con ello estamos “fabricando” una filosofía para iniciados, sembrando el lenguaje filosófico de una jerga técnica que uno no acaba de saber si, más que aclarar problemas, los cubre de un velo terminológico tras el cual quedan ocultos. La consecuencia es clara: ni siquiera las personas dotadas de cultura dentro de la sociedad son capaces de romper ese escudo terminológico y, con toda naturalidad, se desentienden de esta filosofía.

¿Se puede aspirar, con estos planteamientos, a que la filosofía tenga incidencia sobre la sociedad y su cultura? ¿No nos estamos olvidando de que el destino de nuestro trabajo es, en definitiva, la sociedad? La respuesta tiene que ser negativa, si hacemos y seguimos haciendo simplemente una filosofía para nosotros mismos, que pertenecemos al círculo de los iniciados.

Sin embargo, sería injusto no hacer aquí una distinción importante: no es lo mismo el planteamiento de la filosofía en la etapa de aprendizaje de la misma, y el planteamiento de la filosofía en cuanto profesión que trata de llevarla hasta la sociedad. El estudiante de filosofía — y el profesor que se la enseña- necesita, para una seria preparación, estudiar muchos temas y familiarizarse con aparatos terminológicos que resultan imprescindibles, tanto para comprender la filosofía del pasado como también la del presente. a la que no cabe volver las espaldas. Pero esa tarea del profesor no puede ser mitificar la filosofía del presente simplemente porque es la filosofía que se hace hoy. Quien vaya a ser un profesional de la filosofía necesita equiparse con el bagaje más amplio posible de conocimientos, pero hay que enseñarle a distinguir entre los conocimientos de los que simplemente precisa para su formación y aquellos otros conocimientos que son susceptibles de transmisión a la sociedad y a la cultura en la que esta inserto.

Hasta tal punto está actualmente la filosofía enredada en discusiones de detalles, en análisis de opiniones —– cuanto más recientes, mejor — que uno se siente tentado a preguntarse si la filosofía sigue creyendo en sí misma, entendiéndose como tarea clarificadora de los auténticos problemas del hombre. Es necesario hacer historia de la filosofía y es necesario analizar lo bueno y lo, acaso, no tan bueno con que contamos en la filosofía actual. Pero ni al hacer historia, ni al analizar la filosofía actual, cabe olvidarse de que, si la filosofía sigue teniendo sentido, la filosofía tiene coma tarea propia al hombre, su conducta, su múltiple y compleja actividad Si nos olvidamos de esta centralidad del tema del hombre para la filosofía, centralidad que se ha ido convirtiendo en exclusividad al paso que las ciencias o saberes positivos se han ido haciendo cargo de los otros ámbitos de la realidad, si olvidamos esto, corremos el peligro de hacer “filosofía de lo periférico”. Basta echar una ojeada a la filosofía actual para comprobar este “descentramiento” en que ha incurrido, al menos en buena medida, la filosofía. Veamos algunos ejemplos.

Es sorprendente el énfasis que se pone actualmente en la filosofía de la ciencia. Es evidente que el filósofo debe tener muy presente la actividad y los resultados de la ciencia. Sin la ciencia no se puede entender la cultura actual. Más aun, la ciencia es una de las actividades más destacadas del hombre, de la que el filósofo no puede hacer abstracción. Pero tan evidente como esto es que una buena parte de los que hacen filosofía de la ciencia no son actores del saber científico, lo cual dificulta, si no imposibilita, un filosofar serio sobre el quehacer científico. Sin embargo, muchos estudiosos de la filosofía analizan la ciencia y sus procesos y hasta se atreven a dar consejo a los científicos sobre esos procesos y su metodología. Desde luego, no se ve que los verdaderos científicos hagan caso excesivo de tales consejos. ¿No seria mejor dejar a cada saber la planificación y desarrollo de la tarea que le es propia’? Como filósofos, observemos respetuosos esa tarea y respetémosla, viendo en ella la realización de una de las actividades más importantes del hombre, ya que éste es lo que fundamentalmente nos importa. Insistimos: no se trata de ignorar la ciencia; más aun, creemos que a la filosofía, sin invadir los terrenos de la ciencia, le corresponde reflexionar sobre la incidencia sobre el hombre y la sociedad de los avances científicos, por ejemplo, en biología, en medicina, en tecnología, etc., es decir, es su deber reflexionar sobre los aspectos de las ciencias que pueden llevar al hombre a replantearse preguntas sobre sí mismo.

Otra manifestación de esta pérdida de centramiento de la filosofía en los que han sido sus grandes temas y que pensamos que deben seguir siéndolo, es la preeminencia, cuando no la exclusividad, que han adquirido y siguen manteniendo los “instrumentos” del pensar sobre el pensar mismo. La filosofía actual —y esto guarda clara relación con lo que acabamos de decir sobre la filosofía de la ciencia-— se ha convertido, en gran medida, en una metodología o, si queremos darle un nombre más solemne, en una epistemología metodológica. No es momento de descubrir la importancia del método o de los métodos. Más aun, la complejidad de los saberes que componen nuestra cultura acentúa, sin duda, esa importancia. No se discute esto, sino la reducción de la filosofía a la metodología. Es necesario estudiar y analizar los “instrumentos”, pero sólo como medio para pasar a la tareas que con tales “instrumentos” se pueden llevar a cabo

¿Y exclusivizar la filosofía en el lenguaje? Aceptamos el tópico, por otra parte verdadero, de que hoy estamos en una cultura — no sólo en una filosofía — del decir. Pero también hubo una filosofía del ser, sin que la filosofía se redujera a eso; como hubo una filosofía del conocer (mejor que del representar) que, sin embargo, desde la centralidad del conocimiento, se abría a un amplio abanico de problemas. No obstante, hoy para muchos cultivadores de la filosofía sólo son problemas los problemas del lenguaje o de los lenguajes, cerrando, de hecho, el camino hacia otros muchos problemas que, apareciendo y expresándose en los diversos juegos de lenguaje, trascienden el lenguaje. De nuevo cabe decir que se esta reduciendo la filosofía a un instrumento, por más que sea el instrumento más importante e incluso ineludible.

Y de periféricos pueden calificarse también muchos de los estudios sobre los grandes filósofos del pasado. En efecto, con frecuencia, en vez de atender a los problemas que nos plantean, problemas que casi siempre siguen siendo problemas también hoy, tales estudios consisten en dejarse enredar en la telaraña de las minucias textuales, haciendo de una expresión e incluso de una palabra el objeto de la disquisición, dejando en la penumbra o en el olvido el problema en ellos traslucido. No hay que negar que, en algunos casos, tales estudios sean convenientes y hasta necesarios, pero no parece lo más oportuno disolver el pensamiento de un autor en puras disquisiciones textuales.

Lo que acabamos exponer podría resumirse diciendo que la filosofía actual, al menos en buena medida, esta confundiendo los medios con los fines. Los medios son muy importantes, pero sin ignorar que son sólo medios y que, por lo tanto, deben conducirnos a los fines. Quedarse en los medios, es una mutilación del saber filosófico de difícil justificación.

Indudablemente que, según nuestra opinión, la filosofía debe recobrar el núcleo temático en torno al cual se ha ido constituyendo y desarrollando. La más superficial ojeada a su historia deja claro que cada época, en función de la cultura que la caracteriza, potencia unos temas, dejando otros al socaire. Natural que así sea, precisamente porque ninguna filosofía debe hacerse cerrando los ojos a la cultura. Es parte de ella. Pero hay temas y problemas que ninguna filosofía que merezca seguir apropiándose de este nombre que han consagrado más de veinticinco siglos, puede ignorar. La filosofía no es, en definitiva, más que un esfuerzo mediante el cual pretendemos un acercamiento racional a la realidad. Es indiferente que usemos o no usemos el término “realidad”. Pero esta es la meta. Si la filosofía no contribuye a esa tarea racionalizadora. ya sea de la realidad sin más, ya sea de alguno de sus ámbitos, concretamente y de modo muy especial, del ámbito de lo humano, casi es inevitable preguntarse para qué hacemos filosofía.

Esa realidad para la filosofía tiene que focalizarse en el hombre, en lo que éste es, supuestas la base biológica, la fisiológica y hasta la psicológica. Por mucho que las diversas ciencias me digan sobre el hombre, sigue vigente la pregunta sobre lo que es el hombre. Y, desde esta pregunta, se agolpan otras: ¿Hay libertad y en qué consiste? ¿ Hasta dónde alcanza mi conocimiento y qué valor tiene? ¿Qué es un comportamiento ético? ¿Cómo se inserta el individuo/ persona en la sociedad? ¿Sigue teniendo sentido la pregunta sobre Dios? No es un catálogo. Son simples ejemplos, cada uno de los cuales puede descomponerse en otras muchas preguntas. Y son unos pocos ejemplos a los que cabría añadir muchos más. Cualquier estudioso de la filosofía sabe que, cuando una persona se acerca a él para preguntar algo, porque lo considera filósofo (1), los temas de conversación suelen seguir la deriva de estas preguntas o de otras similares. Es decir, los que no se consideran filósofos esperan esto de la filosofía. Bien es verdad que cultivadores de saberes positivos también suelen acudir a la filosofía buscando aclaraciones conceptuales, metodológicas, etc. Pero en estos casos, remedando a Kant, diríamos que no es el hombre, con sus problemas e intereses humanos, el que se acerca a nosotros, sino que es un científico en calidad de tal, desde sus intereses científicos que le acucian en ese momento.

¿Que hoy las modas no van por esta senda? Es verdad. Primero, hay que aceptar que en filosofía también hay modas. Y en un tiempo como el nuestro, en que la filosofía se ha roto en plurales filosofías, las modas se multiplican. Se multiplican y se diferencian hasta tal punto que se cierra la posibilidad de diálogo entre ellas. Bien se pudo decir que en los congresos de filosofía se encuentran los filósofos, pero no hay encuentro entre las filosofías. Segundo, hace falta una actitud cautelar frente a las modas. Los que, por imposición de los años que nos marca el carnet de identidad, somos viejos, llevamos mucho tiempo asistiendo a la aparición de diversas modas; algunas desaparecieron, otras se atenuaron y otras están plenamente vigentes. Algunos hemos asistido a la entrada en España de la fenomenología, y casi no recordamos una nunca lograda filosofía de los valores; sí, en cambio, recordamos los años en que, para pertenecer al número de los elegidos, había que llevar bajo el brazo Ser y tiempo de Heidegger o El ser y la nada de Sartre. También desfilaron formas diversas de marxismo. Sin tiempo para digerir todo esto, apareció el vendaval del neopositivismo y la idolatría de los formalismos, corregidos luego por las filosofías del lenguaje ordinario. Y súmese el estructuralismo, por no hablar del personalismo, del espiritualismo, de la Escuela de Frankfurt… No pretendemos agotar la lista. Quien sucumba a una determinada moda que, en un momento concreto, parece dominarlo todo, está en manifiesto peligro de quebranto filosófico. Cada moda, especialmente en un tiempo de tantas modas como el nuestro, se fija un campo muy acotado, haciendo de él el ámbito más importante y, con frecuencia, el único. Estamos ante drásticas reducciones del campo problemático de la filosofía. Pero aún hay mas: quien se entrega con armas y bagajes a una moda, aparte de la limitación de su horizonte, corre el peligro de quedar incapacitado no sólo para comprender muchos de los grandes filósofos del pasado, sino incluso para prestar oídos a las modas que vengan después. Por eso, frente a las modas, se impone conocerlas, estudiarlas, pero, por encima de todo, examinarlas críticamente. Cabe y es conveniente aprovecharse de todas, pero es peligroso endeudarse en cualquiera de ellas.

Hablar en la España de hoy de la crisis de la filosofía obliga a referirse a la programación del estudio de la carrera de filosofía en la universidad. Cualquier profesor que se preste a un diálogo con los alumnos recibirá testimonios manifiestos de la sensación de fracaso y hasta de frustración que experimentan a lo largo de sus años de estudio y, especialmente, al final de su carrera.

Sin embargo. se podría pensar que los estudios de filosofía nunca han estado, al menos en apariencia, en una situación más favorable: nunca ha habido tantas universidades con carrera de filosofía y, por consiguiente, nunca en la historia de España se ha contado con un número tan elevado de profesores en ese campo. Tampoco resulta aventurado afirmar que la mayoría de tales profesores son personas a las que cabe atribuir, en principio, una buena e incluso excelente formación: han contado con medios para estudiar, tanto en España como fuera de ella, debido a las facilidades crecientes de desplazarse a. ampliar estudios y a profundizar en su especialización en centros selectos del extranjero. Predominan, además, los profesores jóvenes, a los que hay que conceder un plus de entusiasmo y de dedicación a sus tareas docentes e investigadoras. Por consiguiente, parece que se den las premisas para que los estudios universitarios de filosofía obtengan un claro nivel de calidad. ¿Sucede efectivamente así? Si los estudiantes salen, según sus testimonios, frustrados, parece que no sucede así. ¿Por qué? Los profesores llevamos años quejándonos del insuficiente nivel de conocimientos y de informacion de los alumnos que acceden a la universidad. Esta queja no carece de fundamento, ya que de ella participan prácticamente todos los profesores de las demás carreras Y el motivo de queja no puede menos de afectar de modo especial al grupo de carreras “humanas” al que pertenece la filosofía, debido a que estas carreras se nutren en no pequeño grado de alumnos “residuales” que no han podido acceder a la carrera que hubieran deseado hacer. Pero no basta con esto, ya que de la frustración y fracaso se lamentan especialmente los alumnos que podemos calificar de “vocacionales”, aquellos que han venido a hacer filosofía con deliberado propósito de estudiar en serio y de formarse.

No basta, pues, con descargar sobre los alumnos la causa del fracaso. ¿Estará en el plan de estudios? En cierta medida, cabria decir que estos tienen alguna parte de responsabilidad. Los planes vigentes hasta hace unos años estaban acartonados y acaso en exceso alejados de los intereses y preocupaciones actuales. Y los planes reformados hace cuatro años, según opinión bastante generalizada, dejan bastante que desear. Se han hecho pensando más en los profesores que han de impartirlos que en sus destinatarios, los alumnos. Estos se ven bombardeados con un desmesurado número de asignaturas, según los diversos conceptos del plan de estudios, especialmente con la asignaturas optativas más variopintas, de la cuales la mayoría no les interesan y acaban eligiendo aquellas que, por razones de horario, les resultan más cómodas.

Ahora bien, no cabe descargar demasiadas culpas en el plan de estudios. Los que hemos tenido que explicar con planes de estudio muy distintos no queremos atribuirles la mayor responsabilidad, aun reconociendo incongruencias y falta de realismo en algunos casos. En buena medida, el plan de estudios es bueno o es malo, según se lo desarrolle bien o mal. En definitiva, depende de que cada profesor sepa cuál es la función de su disciplina dentro de un plan determinado Y la función indeclinable es instruir y formar a sus alumnos en el campo temático de su disciplina, sin restringir sus explicaciones en exclusiva a aquellos temas que él tiene interés personal en explicar, sin pararse a pensar si ese interés coincide con el de los alumnos. Acaso todos o casi todos tenemos que entonar el mea culpa. Pero, sobre todo si se extrema esta tendencia, estamos ante un auténtico fraude y una falta de responsabilidad en el imperativo fundamental de un profesor: formar a sus alumnos. Porque, si no, ¿para qué explicamos? ¿Por qué hemos asumido la tarea de explicar una determinada disciplina? Un alumno de filosofía tiene derecho a exigir salir con el elenco fundamental de los conocimientos que son propios, tanto de las disciplinas históricas, como de las teóricas. Y no cabe, como norma, remitirles al estudio de los libros referentes a la materia, ya que, entonces, ellos acaban preguntándose para qué sirven los profesores y las clases.

Y tampoco basta con que el profesor ponga al alcance de los alumnos los conocimientos básicos de su disciplina. El profesor. con sus explicaciones y con su modo de presentar la filosofía, debe — de nuevo remedando a Kant no solo enseñar filosofía, sino enseñar a filosofar. ¿Realmente les enseñanos a pensar, a analizar problemas, a discutir teorías, sea quien sea el que las haya formulado? ¿,Significa esto cargar al profesor con muchas responsabilidades? Indudablemente, pero, sí se elige esta profesión, hay que aceptar esas responsabilidades.

Seria una omisión imperdonable no acordarnos de la filosofía en los estudios anteriores a la universidad, concretamente en el bachillerato. No se puede desconocer que la filosofía llega a una buena parte de la sociedad española mediante la enseñanza que se hace de ella en el bachillerato: llega directamente a los alumnos y, mediante ellos, algo llega a sus familias. La buena o mala fama de la filosofía se debe, en parte muy importante, a los profesores de bachillerato, a los temas que explican y, de modo muy especial. a cómo los explican. Pues bien, el bachillerato es, fundamentalmente, una etapa de Formación cultural básica. En ese marco –y como referente cultural básico se inserta la filosofía. No se trata de explicar para especialistas, como es el caso de la universidad, sino de que los alumnos conozcan, dentro de los límites inevitables, las aportaciones de la filosofía y de los grandes filósofos a nuestra cultura. No se puede llamar culto a quien desconozca un elenco de conceptos y hasta de términos básicos que son patrimonio de la filosofía; como tampoco se puede considerar culto a quien no sepa quiénes son Aristóteles. Descartes. Kant. Hegel, Marx, etc. Todo ello debe hacerse sin derivar hacia disquisiciones sutiles que no tienen aquí su lugar. Se debe plantear una enseñanza nuclear y elemetal, es decir, de los elementos básicos. tanto temática como históricamente. No nos parece muy difícil hacer ver a los alumnos como la filosofía ha sido tantas veces motor de la cultura en general e incluso, en bastantes casos, de la ciencia. El profesor tiene que tener muy en cuenta que está ante adolescentes, lo cual le debe obligar a buscar el ángulo de incidencia en la mentalidad y en los intereses propios de esa edad.

Insistiendo en la perspectiva cultural, cabe la posibilidad en los centros de bachillerato de buscar la relación interdisciplinar de la filosofía con otras materias que los alumnos están cursando: con la física, con la literatura., con la historia… Es un procedimiento magnifico de integración de la filosofía en el universo de la cultura. El esfuerzo merecería la pena, porque ayudaría a comprender mejor los problemas que intentan resolver los distintos saberes en épocas diferentes.

Todo esto, naturalmente, exige notables esfuerzos por parte de los profesores de bachillerato: remozar y actualizar sus conocimientos mediante el estudio riguroso y, acaso, acudiendo a cursos realmente formativos. En esta tarea debería empeñarse también la universidad, ya que no puede olvidar que ella puede ser la responsable de muchas deficiencias de formación con que se encuentran los profesores de bachillerato. No cabe la rutina, ni una enseñanza estereotipada, ni la confusión de una clase de filosofía con una charla de café, ni el recurso fácil al abuso del video; sino que, día a día, hay que buscar cómo se pone la filosofía al alcance de esos adolescentes, tarea a veces nada fácil, porque seria engañoso creer que la filosofía es fácil; hay que abrirles horizontes, hay que enseñarles a adoptar actitudes críticas en conformidad con su edad, hay que incitarlos a pensar con rigor y a expresar con corrección lo que piensan. Solo así se les ayudará a adquirir hábitos intelectuales de enorme rentabilidad en su vida futura.

Tras este conjunto de reflexiones, volvemos al principio: la filosofía, sobre todo vista desde la perspectiva de su situación universitaria, esta encerrada en un cierto solipsismo. Los que nos dedicamos a ella tenemos que dejar — si se me permite la expresión -—- de estar mirándonos el ombligo. Es evidente que los estudiosos de la filosofía tienen que encerrarse en reflexión y dedicar la mayor y mejor parte de sus esfuerzos a estudiar, a equiparse de conocimientos, a formarse. Pero esto no debe conducir al ensimismamiento del pensamiento filosófico.

Me parece conveniente hacer aquí referencia a una importante distinción en el ámbito de la filosofía: hay una tarea propia de la filosofía como ocupación académica, tarea dedicada básicamente a la formación de los alumnos; y hay otra tarea muy distinta, cuya meta consiste en proyectar la filosofía sobre la cultura y sobre la sociedad. Siendo sinceros, por muchas que sean las dificultades en la labor docente y formativa, hay que reconocer que es más fácil ser profesor e incluso ser buen profesor que llevar a cabo la empresa de hacer llegar la filosofía a la sociedad y a la cultura. Quienes se dedican a esta tarea, aparte de disponer de tantas cualidades especificas para presentar y exportar la filosofía al nivel de la cultura de su tiempo, deben empezar por podar de la filosofía aquellos temas reservados a especialistas, así como por traducir al lenguaje de la cultura la jerga técnica de la que, con frecuencia, usamos y abusamos los “profesionales” de la filosofía. Si alguno quiere llamar a esta tarea “divulgación”, hay que reconocer que, para llevar a cabo con dignidad esta “divulgación”, hacen falta cualidades muy destacadas. No es fácil escribir un ensayo filosófico al alcance de una persona culta, y todavía más difícil resulta impregnar de filosofía una obra de carácter literario.

La recuperación social y cultural de la filosofía dependerá, en medida no pequeña, de las personas capaces de asumir la función de hacerla permeable a la sociedad, siempre y cuando en esa función no decline hacia la trivialización y a un elenco de tópicos en los que se diga a la sociedad lo que quiere oír y no aquello que debe oír.

La crisis que, a gruesos trazos, acabamos de bosquejar parece que debe conducir a preguntamos qué procede hacer. No parece que sea fácil dar una respuesta clara y convincente. De ser así, ya deberíamos tener la respuesta a mano y, por tanto, estar saliendo de la crisis. De nuevo, por nuestra parte, insistimos en lo apuntado antes: aceptemos que no estamos en un momento creador de pensamiento; aceptemos también que la complejidad de nuestra cultura – – ¿mejor civilización? — cientista y técnica convierte en más difícil que en épocas pasadas realizar una filosofía que aclare y hasta ayude a orientar esa cultura.

Pero, sin ser creadores de pensamiento filosófico, es mucho lo que rueden y deben hacer los que, por vocación y profesión, tienen encomendadas las tareas filosóficas. En primer lugar, los que ocupan puestos de enseñanza. sobre todo en la universidad, han de preguntarse, con seriedad y responsabilidad, si cumplen la ineludible obligación de formar a los alumnos con el rigor, profundidad y amplitud que les es exigible. Una clase no es un escenario ni para ocurrencias personales, ni para exclusivizar las explicaciones en uno o pocos temas que son del gusto del profesor, pero que es posible que no sean los únicos ni los más importantes que requiere la formación del alumno. Si el alumno no sale de la universidad con una plataforma sólida de conocimientos y con un horizonte amplio de perspectivas, tendrá razón a la hora de expresar el sentido de fracaso y de frustración que manifiestan cuando obtienen su licenciatura.

En segundo lugar, se hace precisa una mayor atención a la cultura de nuestra sociedad. Toda cultura tiene virtudes y deficiencias. De las virtudes debe aprovecharse la filosofía para enraizarse en esa cultura; de las deficiencias debe tomar conciencia para incidir en la corrección de las mismas. Si en nuestra cultura hay una demasía de cientismo y tecnicismo, con notable enigma de atención a los valores humanos que no atienden a los requerimientos mercantilistas y consumistas, es deber ineludible de la filosofía esforzarse en atenuar esa mengua, en estrecha colaboración con todos los demás saberes
“humanos

Tercero, hay que perder el miedo a pensar cada uno por si mismo. Todo aprendiz de filósofo tiene que fecundar y troquelar su pensamiento en la forja de los grandes pensadores de la historia. Acaso no hay mejor manera de pensar que aprender a pensar con ellos. Pero esto no puede convertirse en el endeudamiento de mi pensar personal al pensamiento de nadie. De todos y de cada uno se alimenta mi aprendizaje del pensar, pero no cabe reducir ese pensar a la repetición de lo que otros dijeron. Es evidente que nuestra sociedad tiene problemas y necesidades que no tuvieron las sociedades del pasado. Por eso se hace preciso, en todo momento de la historia, un pensar nuevo para los nuevos problemas. El pasado ofrece ayudas necesarias, pero insuficientes, Ni basta tampoco endeudarse a una de las corrientes de moda. Si la filosofía actual es una pluralidad de filosofías, parece evidente que ninguna de esas filosofías puede dar respuesta a todos los problemas.

No parece exageración afirmar que la filosofía debe estar siempre en deuda, porque la efectiva novedad de problemas exige novedad del pensar. Con todo ello no queremos decir que la filosofía solo tiene que contar con y enfrentarse a problemas nuevos. Desde el mundo griego basta nosotros la filosofía ha asumido como suyos los problemas del hombre. Pues bien, así como el ser humano sigue siendo fundamentalmente el mismo, también los problemas fundamentales siguen siendo los mismos. No confundamos lo contemporáneo con lo actual. Actual es lo que no pierde vigencia, aunque la vigencia de esa actualidad se haya iniciado hace muchos siglos. Platón y Aristóteles no son contemporáneos, pero en sus doctrinas puede haber mucho de actual y con plena vigencia en nuestro momento. Y dígase lo mismo de Descartes, de Hume, de Kant, de Hegel, de Marx, etc. De ahí la necesidad de aprender a leerlos con las gafas de nuestro momento cultural. El hecho de que sobre los grandes autores del pasado se multipliquen estudios y monografías es un certificado de que se sigue pensado que, por antiguos que sean, tienen mucho que enseñamos. Olvidar sus lecciones es achicar la riqueza del manantial filosófico.

Concluimos: nuestra sociedad consumista, pragmatista, deshumanizada, necesita de la filosofía tanto o más que la sociedad de cualquier época del pasado. Podemos estimar que esa filosofía es, nuclearmente, la filosofía de siempre. De acuerdo, con tal de que asumamos que esa filosofía de siempre debe amoldarse a las exigencias y a las nuevas necesidades de cada momento. Hay problemas perennes y hay problemas nuevos. Si los problemas nuevos exigen nuevas actitudes y nuevas doctrinas, los problemas perennes exigen un esfuerzo de adaptación a nuestro aquí y ahora. Al fin y al cabo, la filosofía es mucho más un saber de problemas que un saber de soluciones. Por eso el progreso de la filosofía consiste básicamente en replantear esos viejos problemas, adaptándolos a las coordenadas de cada circunstancia.

Este es el esfuerzo que, con toda razón, se nos pide. Dejemos de lamernos las heridas y acometamos, cada uno desde su puesto, lo que cabe esperar de nosotros.

Una respuesta

  1. Excelente exposición, que sin duda nos centra en una materia fundamental como la filosofía. GRACIAS.

    Marc De Zabaleta

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