Estéticas sin encargo.

Por: Gustavo Celedón B.
Fuente: http://www.icalquinta.cl (03.08.03)

La no-referencia inmediata como productividad de la apertura.

Las siguientes líneas pretenden un esbozo acerca de las condiciones planteadas a los artistas para su trabajo en estos tiempos llamados posmodernos. Para ello tomaré en cuenta, a modo de guía, una especie de recomendación o delineación que hace Lyotard al arte posmoderno. De partida: esta recomendación no tan sólo es una recomendación: se trataría propiamente del arte posmoderno: de alguna manera Lyotard tendría claras sus líneas. Digo “de alguna manera” puesto que la recomendación de Lyotard, hay que señalarlo, no pretende la definición o la aprehensión absoluta de aquello que sería el arte posmoderno. Más bien tendría el fin de distinguirse de lo moderno. Esta recomendación o delineación, entonces, es lo que lo posmoderno no es o no debería ser. A partir de esta negación, vendrían sus posibilidades.

Para ser cautos en esta reciente afirmación, veamos que es lo que efectivamente dice Lyotard.

Dos afirmaciones:

1.- Para Lyotard el arte moderno se nutre en y por la vanguardia. Ésta se caracteriza por suplir la incapacidad de las facultades humanas al querer e intentar traer a la presencia la Idea. En este sentido, el arte moderno es una mezcla entre satisfacción y pena. Goce y nostalgia. Pasión por lo sublime y sufrimiento por su imposibilidad positiva.

2.- Sin embargo, el arte moderno sugiere en todo momento lo “impresentable”, es decir, aquello de lo cual no podemos dar constancia y que, a fin de cuentas, doblega la legitimación de toda praxis. Es decir, doblega toda instancia de control definitivo. Todo esto de lo cual surge una tercera afirmación:

3.- En tanto que la posmodernidad es el fin de la historia y de los metarrelatos o relatos de legitimación en tanto que totalizantes, el arte posmoderno sería un arte que, olvidado ya de la nostalgia de la emancipación o la sublimidad denegada, acude al recuerdo o al recordatorio constante de lo “impresentable”. (1)

Ahora bien, creo que para el teórico, aún en estos tiempos, la necesidad y la referencia históricas son fundamentales. El fin de la historia ha sido un motivo suficiente como para traer nuevamente la historia a los textos. Sea para festejar o repudiar, la constante predominante en la teoría que asume la posmodernidad como una real y efectiva variación del curso histórico, se puede resumir en la siguiente frase: ya nada es como antes. Esto es: el teórico vuelve al antes no a refugiarse, sino, por lo general, a recolectar información y a escudriñar en los archivos para encontrar material seguro que refuerce su diagnóstico acerca del devenir actual. Se puede explicar de otra forma: siendo la posmodernidad la era de la deslegitimación, la validez o confiabilidad de un enunciado se reforzará en la cantidad de información que el enunciador domine, es decir, en el manejo y el respaldo que éste obtiene de su almacenamiento, lo cual le da peso, consistencia, figura, credibilidad. Sólo desde ahí se pueden plantear las variaciones. De hecho, La Condición Posmoderna de Lyotard- y él mismo lo reconoce- es un relato que no puede hacer descripción de lo posmoderno sin antes exponer los antecedentes históricos que han devenido en ella. Sin embargo, el intento de Lyotard al recomendar el abandono de la nostalgia en la creación artística sugiere, a la vez, un abandono cuasi-metódico del contexto histórico. Pero lo que quiero proponer es que nunca deja de serlo. Lo cual no podría resultar escandaloso a su teoría. De alguna manera lo deja entrever cuando sugiere que en el contexto posmoderno la creación artística se conecta con su pasado vanguardista no a modo de reunión de fuerzas para lograr finalmente traer lo “impresentable” a nuestras vidas, sino como un ejercicio semi-inconsciente que se introduce en el archivo estético rescatando, a fin de cuentas, todo su potencial de, en términos derrideanos, indecibilidad.

Hay en este trabajo, podemos ver, un recorrido histórico. Hay un estudio. Un referente que abre paso al objetivo que es la no-referencia o la explosión del sentido. Ahora bien, no es mi propósito criticar la seriedad ni la necesidad del análisis, lo cual sería poner en entredicho la relación directa que Lyotard dice existir entre el prefijo ana y el post de posmoderno: la recuperación de un “olvido inicial” (2). Mi propósito es más bien dejar abierto el espacio a cierta radicalidad que desemboca de un fin de la historia. Si se quiere, extremar esta recuperación. No obstante, esta radicalidad no se puede aún exigir a la teoría. La teoría es un enjambre de enunciados cuyas firmas, en la praxis, reclaman autoría y contexto histórico. Por lo menos, de no ser el caso, la teoría siempre reclamará conocimientos e investigación. No reclamará menos lectura que observación o simple opinión, y esto en contra de los presupuestos más supuestamente posmodernos, aunque, diríamos, responde a la lógica de la performatividad e informatización que Lyotard asegura caracterizan estos tiempos, en tanto que el dominio del dato es el comienzo de un dominio práctico.

De esta manera, podemos pensar que el encargo que hace Lyotard a las artes de abandonar la nostalgia, acompaña un giro histórico, es decir, pretende deshacerse de un período histórico pero no de la historia misma. Podemos pensar así la posmodernidad como fin del transcurso histórico pero no como fin de la historia en tanto reserva de datos o de códigos. Jameson lo ve de otra manera: si bien nuestro sistema actual produce diferencias, lo cual quiere decir que en el contexto cotidiano que lo habita, la producción de sentido se ve bastante alterada, motivo suficiente para un fin de la historia, los datos que puedan extraerse de un análisis abstracto, es decir, por sobre la cotidianidad del sistema, nos pueden informar acerca de la estructura propia de los modos de producción contemporáneos, los cuales no pueden definirse en sí mismos, sino en comparación y relación con toda una historia que se describe según los modos de producción de otras épocas (3). Es decir, historia.

El contexto hermenéutico que abre la posmodernidad pasa, lo dijimos, por el texto. Su legitimación es esa. No es tan difícil enunciar como ser enunciado y distribuido, si decidimos pasar por alto esta etapa. La interpretación entonces, va acreditada. Tiene cierto permiso.

No sería extraño, sin embargo, objetar que las posibilidades para la publicación ya hace bastante tiempo han dejado de fundamentarse en la seriedad que, para el caso, otorga la emisión de enunciados adecuados a partir del dato histórico, sea este pasado o actual. Basta una performance. Basta una polémica. El caso es que los medios para llamar la atención no requieren de tanto esfuerzo. Por lo menos, no requieren de un gran talento. Los ejemplos los encontramos día a día. Pero el caso es que para el teórico actual esto no le es ajeno. De hecho, pienso que esto y no su propuesta o diagnóstico es lo que causa un distanciamiento en la reacción de una todavía gran parte del espectro intelectual. Me refiero a ciertos “caprichos” estéticos que abundan el texto posmoderno. -Con seguridad, más de alguien en este vasto mundo pensará que la posmodernidad no es más que un simple capricho de la humanidad-. Estos caprichos resultan, creo, de lo siguiente: el texto posmoderno está afectado por el repudio a lo que Jameson llama los altos modernismos que se asemejan en gran parte a las vanguardias de lo sublime que describe Lyotard, y que cargan con una magnificencia que contrasta con la simplicidad del vulgo y del tejido urbano en general. A los ojos del texto posmoderno, el texto clásico como el texto moderno, no dejan de ser manifestaciones de una petulancia saturada de tecnicismos y grandeza reflejada en las grandes obras o grandes hitos de la historia del pensamiento. Al quedar desprendido de esta exigencia de sublimidad, se arroja a un goce más terrenal y entra en un juego en que la misma seducción que es motivo de sus análisis, pasa a formar parte de su textura. Se asume la simulación.

Pero por ningún motivo esto nos valdrá como condena. Primero, porque no creo que lo sea. Segundo, porque es parte de un tejido más complejo que requiere de mayor investigación. Podemos simplemente avistar lo siguiente: en este mismo desprendimiento de lo hasta ahora tradicional existe también la posibilidad de una astucia que no profundiza el texto particular, es decir, plantea alternativas en las formas de recorrer el o, más bien, los textos. Pero este no es directamente el tema que me propongo. Pensaremos el asunto como una condición, no necesaria, pero sí efectiva. Esta condición, que ya no sólo describe al texto posmoderno sino a la posmodernidad en general, como muy bien describe Jameson, tiende a ser identificada con, por ejemplo, el arte pop, el rock, el punk, el new wave, el nuevo cine de vanguardia pero también el cine industrial y, entre otros, la literatura beat (4). Así el arte pop, por ejemplo, no se puede dejar de pensar como una respuesta a la magnificencia de estos altos modernismos. Su influencia en la cultura es fundamental. Su desarrollo llegará a su extremo más expuesto, el pop más mediático, aquel que celebra abiertamente la performatividad del sistema y su relación con la producción de ganancias. Quisiera en este punto, hacerme valer de cierto esquema que facilitará mi objetivo. Lyotard describe que el pensamiento moderno se caracteriza por dos modos principales: uno que piensa el sistema como un único cuerpo, una unidad funcional que simplemente desecha y condena los elementos disfuncionales que lo atoran, y otro que tiende a considerar al sistema como un proceso dialéctico que le permite movilidad y, por lo tanto, constante renovación. Me haré valer, entonces, a modo puramente estratégico, de esta segunda visión para narrar una pequeña historia que se daría en la música desde que sus modos también se revelan a las exigencias de estos altos modernismos. Dos tendencias principales a partir de este momento: el rock y el pop. A grandes rasgos, dijimos, el pop celebra el nuevo sistema. Por el contrario, el rock lo discrepa. Podemos situar el inicio de este proceso dialéctico en Los Beatles, de quienes se dice hasta ahora nadie ha podido escapar a su influencia. Los Beatles, de hecho, dividen su existencia en dos: una pop y una rock. Una etapa en donde las melodías tienden a satisfacer los oídos más cómodos y otra en donde la experimentación y el deseo de vanguardia logran, a mi parecer, sonidos más sofisticados. Ahora bien, el pop no es ajeno a la experimentación. Andy Warhol no lo fue. David Bowie tampoco. Pero irónicamente –sino dialécticamente- este tipo de pop, que tiene que ver más con sus fundamentos, hace de la celebración de la imagen, del baile, del goce y del negocio un trabajo más pensado, una especie de movimiento hasta casi intelectual y que en momentos tiende a la vanguardia. Ahí hay una concentración de significado. Sabemos, sin embargo a estas alturas, que el significado nunca logra ser una concentración perfectamente cerrada. Esto explicaría el por qué del pop mediático que elabora y desecha artistas a favor del negocio sin siquiera tener el más mínimo respeto por lograr algún sonido que pueda parecer interesante, privilegiando –aunque consecuentemente- la performatividad por medio de la coreografía e implementos similares que a la vez se nutren en la espectacularidad y el sensacionalismo. Toda declaración actual del fin del arte apunta más bien en este horizonte. Baudrillard describe este hecho en dos momentos significativos dentro de la pintura de Andy Warhol. Dice:

“…cuando Warhol pinta las sopas Campbell en la década de los sesenta es un lance imprevisto, un brillo sorprendente de la simulación, y para todo el arte moderno, de un solo golpe, el objeto-mercancía, el signo-mercancía, queda irónicamente sacralizado; y es este justamente el único ritual que nos queda, el ritual de la transparencia, de cierto modo. Pero cuando Warhol pinta las mismas sopas Campbell en 1986, es decir, veinte o veinticinco años más tarde, ya no está en absoluto en el brillo de la simulación, está en el estereotipo de la simulación. En el primer momento, Warhol atacaba el concepto de originalidad de una manera original, pero en 1986 por el contrario reproduce lo no original de una manera también no original” (5).

Esta no-originalidad es también la indiferencia que diagnostica Baudrillard al arte actual y que, a mi parecer, se estandariza en este pop mediático, vacío e indiferente a su vacuidad. La mercancía abandona toda instancia de compromiso en el juego. Lo cual resultaría más atractivo en tanto se planteara con menos petulancia o sino fuera el logo o el himno de una narración que todavía se nutre de elementos totalizantes. Por eso mismo la producción de diferencias que se plantea el contexto actual, comienza a perder distancia entre sus elementos: la narración de la productividad, de la performatividad, la dialéctica del winner y el loser, condicionan o presionan la diferencia.

Pero no abandonemos aquella pequeña historia que veníamos contando. Contrario al pop, el rock celebraba el espíritu, la energía, el alma y la creación infinita. Pero, también irónicamente, su relación con el negocio no le permitiría la plenitud que pregonaba. De ahí el gran registro de mártires del rock.

Ahora bien, esta historia sería cierta si fuera real. Es decir, si fuera efectiva. En todo caso, lo es en cierto modo. Si nos permitimos una pequeña observación, podemos perfectamente repartirnos las últimas décadas entre el rock y el pop: el rock para los setenta y los noventa; el pop para los ochenta y la década actual. Pero debemos advertir un sinnúmero de excepciones a la regla. Podemos, a pesar de ello, insistir por medio de un análisis minucioso y comenzar a forzar relaciones y construir microdialécticas que confirmen la primera. Pero el esfuerzo es vano. La muerte del sujeto es un hecho –dicen- y este hecho es, en parte, decisivo para una época que se hace llamar posmoderna. Podemos nombrar algunas de estas excepciones: en los setenta, en pleno desarrollo del rock progresivo y de la vanguardia que se hereda de la segunda mitad de Los Beatless, coexistía un pop ya desarrollado y surgían las primeras manifestaciones del punk. Ahora bien, el punk comparte con el pop su disgusto a lo intelectual pero no su disgusto al sistema. A la vez, hereda del rock el sonido de las guitarras y los golpes de la batería. Por su lado, el rock también sufre variaciones. La melodía hippie típica de los sesenta se ramifica en una tendencia que se caracterizará más bien por un desprecio a sus orígenes: el heavy metal. Pero el Heavy metal a la vez detesta la exposición y la liviandad que desarrollará el pop, pero no su glamour. Así surge el glamrock, que es más bien pop, y que será detestado por otros rockeros que intentarán desarrollar otros sonidos que recogen de manera renovada de sus orígenes y que se familiarizarán y se desfamiliarizarán continuamente y discontinuamente. Asimismo pasará con el pop. Los límites se complican y las categorías asignadas comienzan a ser más bien ridículas que explicativas (6). Ambos, de hecho, recuerdan y discrepan, en diversos momentos, los altos modernismos. Y habría que agregar que el rock no ha dejado de celebrar la indiferencia del negocio.

Fin de la dialéctica del rock y el pop.

Esta pequeña historia es una entre muchas. Su saturación permite ser contada de varias formas. La saturación es, precisamente, un término preciso en estos momentos. Tanto para el análisis como para el arte. La creación artística está saturada: piensa que todo se ha hecho. El fin del arte es también el fin de la historia. Y así como hay mucha historia hay también mucho arte. Esta aglomeración de la experiencia estética se refleja en el pastiche. El pastiche es la imposibilidad misma de poder crear algo nuevo. Va de la mano con la muerte del sujeto. En otras palabras, ya no habría artista que pudiese crear una nueva forma, algo hasta ahora no visto ni escuchado. Por lo mismo, el pastiche es la recolección de piezas de antiguas obras superpuestas o mezcladas y puestas en escena. Pero Jameson insiste en que ya todas esas mezclas están hechas y que la novedad que pregonaba el arte moderno “pesa como una pesadilla en el cerebro de los vivos” (7), algo así como el peso de la conciencia. Se ve entonces que el fin del arte se relaciona con todos los fines, el del Sujeto, el de Dios, el de la Historia, el de la Filosofía, en definitiva, con el fin en general, con la imposibilidad de dar un paso que no se haya dado. Pienso que Jameson es muy certero cuando señala que el fin de la historia de Francis Fukuyama no es sino la inmovilización de nuestras capacidades para formular un nuevo espacio alternativo a la lógica absorbente del mercado (8). Concluimos entonces que nuestra época se puede definir como un gran atolladero en donde la extensión histórica se ve obstruida y ya no sale del paso. En definitiva, no hay poros. Tiempos de aporía.

Las últimas reflexiones de Derrida apuntan precisamente a la cuestión de la aporía. Tienen que ver con la posibilidad de la praxis. Con la posibilidad del paso. En pocas palabras, se puede extraer la siguiente afirmación: el movimiento que desgarra las paredes que obstruyen el curso, la decisión y la innovación, requiere de una cuota de irracionalidad, de inconciencia. En otras palabras, es la conciencia la que topa y la que produce el atoro. Pero no es ella. Es más bien su insistencia en lograr su forma perfecta. Su explicación definitiva y su actitud envolvente. Cuando Jameson describe la arquitectura posmoderna, arquitectura que prolonga “el deteriorado tejido urbano”, señala que, principalmente, el espacio posmoderno a evolucionado de tal manera que regula, distribuye y reorganiza la percepción del espacio, con ello la del movimiento y así también la del tiempo, de una manera tal que no ha sido paralela al sujeto (9). En este caso, a la conciencia. Hay un esquema que se le presenta ilógico o demasiado complejo como para comprenderlo o abarcarlo. De esta manera, la propuesta derrideana puede ser pensada como un intento de desenvolvimiento eficaz dentro de este hiper-espacio posmoderno. Pero también podemos pensarla como una extensión horizontal, una ramificación, una diseminación. La historia se acaba pero ahora se desparrama hacia sus costados. Extiende su espacio hasta perderse. En este contexto, en este contexto en donde el espacio posmoderno no sólo trata, como podría pensarse, de edificios gigantes y centros comerciales, sino que también y con mayor importancia, sobre el nuevo tejido comunicacional, no debería caber ningún tipo de estrechez. No obstante, el contexto socio-político está empobrecido y asistimos día a día a una invitación que no tiene ningún grado de apertura. Pero este es otro tema. De aquí simplemente podemos extraer la afirmación de que existe una gran pantalla, una puesta en escena de la indiferencia mercantil, una experiencia que asume una estética que juega a la muerte pero que en verdad teme a la radicalidad de la muerte, como si esta realmente fuese a suceder. Y esto a la experiencia en general.

Ya que los niveles críticos se han acumulado, siempre me recuerdo que no todo es tan malo en este mundo en el cual vivimos. Me explico: Lyotard describe el funcionamiento del sistema a partir de una agonística de los juegos del lenguaje. Cada uno, en esta gran red como diría Vattimo, en este inmenso tejido, es un punto, un átomo, una especie de antena por donde pasan los más variados mensajes. Al parecer, el mensaje no sería una simple señal que entra y sale como un céfiro en estas partículas en las cuales hemos devenido. Hay un proceso. Lyotard confía en que este proceso nos sitúa no sólo como destinatarios de los mensajes, sino también como destinadores o emisores. Podemos, entonces, desviar los mensajes para efectuar nuevas jugadas que produzcan un cambio en la circulación total de los mensajes y con ello sacar ganancias. Estos cambios van desde variaciones que se producen dentro del mismo sistema hasta cambios radicales que afectan las bases del sistema en general. El juego comunicacional es, para Lyotard, una continua competencia que debe dejar espacios abiertos para poder introducir nuevas jugadas. Este espacio se convierte en una gran posibilidad. Pero no nos apresuremos. El espacio abierto impone una condición: la performatividad; la optimización de las actuaciones del sistema. Es decir, una mayor operacionalidad. Sin embargo, podemos dar a esos espacios que siempre se deben dejar abiertos cierta posibilidad. Esto se contradicería evidentemente con la afirmación del fin de la historia como aporía. Ahora bien, la poca confianza en que los cambios sean radicales y afecten los cimientos del sistema nos lleva a concluir que más bien los cambios y aperturas que tanto se publicitan hoy en día, son movimientos que giran en torno a un mismo lugar. No habría entonces contradicción. Incluso no habría extensión hacia los costados como lo señalaba líneas más arriba. Pero Lyotard introduce cierta observación. El saber científico contemporáneo, a pesar de haber sido absorbido por la lógica performativa, ha seguido un análisis tal que más bien lo lleva afirmar la paralogía: la posibilidad actual es siempre una probabilidad infinitesimal. Las secuencias de la continuidad jamás están sujetas a la necesidad. Este resultado se traduce, en términos pragmáticos y después de una “amplia” analogía, de la siguiente manera: si bien, dice, toda actuación se legitima en un “¿de qué sirve?”, la última observación, la del saber científico, se extrema y dice “¿de qué sirve tu “de qué sirve”?” (10). Esta fórmula no pretende introducir un renacimiento de las vanguardias ni una actitud contestaria clásica por cuanto no apela a la historia ni a la construcción de un sistema promisorio. Y por ello la recomendación inicial a las artes hacia el abandono de la nostalgia en sus actuaciones. La nostalgia llora por la sublimidad impresentable sin el goce de la posibilidad misma que otorga lo impresentable.

Retomando la cuestión del pastiche y aquel fin de la dialéctica del pop y el rock que me permití emplear a modo estratégico, podremos extraer ciertas observaciones. El fin de esta dialéctica ocurre por un trabajo de pastiche en que ya el trabajo realizado no puede proseguir según su curso planteado. Dentro de todas las mezclas producidas, la desmesura ha sido tal que todo discurso inicial se desvanece y la inclusión de tal o cual estilo se presenta como un dilema a toda conciencia unificadora. Sin embargo, es esta misma perdida de referencia la que permite que aún se sigan produciendo instancias dentro del ámbito musical. La perdida de esta referencia es también la perdida de la historia. Un sonido no está identificado ya, a pesar de los esfuerzos publicitarios y la proliferación de todo tipo de documentales, a ningún discurso específico. Lo que se mezclan ya no son formas, sino texturas. La música electrónica, por ejemplo, a pesar de ubicarse aparentemente bajo cierto movimiento que incluiría ciertas características, movimiento que representaría el nuevo glamour de esta década, se extiende más allá de la moda y el momento que cree estar produciendo. La música electrónica junto a una infinidad de estilos agrupados en diversas bandas que recorren un circuito ajeno a todo oficialismo y en ocasiones –no hay que negarlo- no tan ajeno, son claro ejemplo de la textura del sonido y no se dejan reducir simplemente –esa es la apuesta- a lo que Baudrillard llama la tercera o cuarta dimensión –la alta fidelidad- que la posmodernidad, en un afán más bien totalizante, aplicaría a toda manifestación estética destruyendo así toda ilusión. La posibilidad misma de la paralogía de Lyotard induce a una apertura de los sentidos en donde estos, ya un poco más atentos, complicarían la perfección técnica de los sonidos en tanto estos se diluyen en transformaciones paralelas que abrirían una sensualidad también paralela a la oficial. Este paralelismo que es un fin de la historia, traduce sonidos –en tanto que hablamos de música- y no ideas. Lo que Lyotard llama una producción de ideas a partir de la cuestión de la paralogía no puede ser concebida sin la impresión estética y el recuerdo sonoro registrado en los alrededores de la conciencia. La idea es un sonido, una imagen e incluso un elemento impensado a partir de la relación de los sentidos introducidos en el agujero de la conciencia. Así, el abandono de la nostalgia no puede ser concebible sino a partir de una nueva historia o una nueva forma de la historia conectada a su pasado. Por el contrario, recomendar abandonar la nostalgia al artista, debe ser pensado como una recomendación al abandono de cualquier elemento que éste puede decidirse a utilizar en su trabajo: algo así como recomendarle a un pintor el no-uso de un determinado color. De ahí que la recomendación de Lyotard no tenga una consistencia que no pueda reproducir la narratividad histórica. Es como decir: “La posmodernidad fue una época en donde los hombres, a pesar de ser abandonados por sus procuradores divinos, no lloraron. Así, su arte es claro reflejo de su voluntad”.

El arte, si hemos de creer en la relación entre arte y libre desplante, está más afectado que la teoría en un fin de la historia. El teórico de alguna manera siempre adquiere un compromiso con el texto histórico. Siempre lee hacia atrás. Por el contrario, un artista posmoderno, un habitante que a estas alturas puede darse el privilegio de obviar toda una historia del arte –y de hecho lo hace-, recorre el espectro visual y auditivo histórico –reduzco el ámbito estético simplemente para mayor comodidad- no a modo de discurso, sino a modo, por decirlo de alguna manera, no-referencial, en donde no sólo la obra de arte como tal se transforma en su objeto, sino, en este bombardeo informacional, la praxis misma surge de su almacenamiento estético. De su reserva inconsciente de imágenes y sonidos que se producen a partir de todas las cosas o, más bien, de todos los roces, de todos los contactos. Su propia historia es su propio descubrimiento. Por un lado, se explica a sí mismo como punto de relevo de la circulación de mensajes. Por el otro, la exposición de la obra es la puesta en escena de un vacío bosquejado por los mensajes: algo así como el dibujo de la nicotina impregnada en los pulmones. Este vacío, y esta es la manera misma de la apertura, pierde su propia referencia para consigo.

Así, la codificación y el dominio de todos los mensajes, el paseo de este mundo, es una cuestión estética. La no-referencia inmediata, en donde la mediatez tiende a la disolución, su ética y su posibilidad de acción. Y en la medida en que la conciencia se diluye en su no-referencialidad o, en el caso, accede a su quiebre, su peso histórico, el atoro y el sentido de culpabilidad y falta de originalidad, pasan a otro estado similar al de la conciencia enfrentada al espacio posmoderno que describe Jameson. Esto plantea también un desafío y un cuestionamiento explícito a la crítica de arte.

Por último, queda decir que si bien esta no-referencia de la experiencia estética tiene que ver con el roce entre lo que queda de conciencia o entre lo que siempre ha quedado de conciencia y los mensajes, la habilidad en la relación con estos permitiría realizar buenas jugadas con frecuencia dentro de la agonística de Lyotard, lo cual, a la vez, puede servir como mayor productividad para una apertura real y efectiva que se fundamentaría en aquel “¿de qué sirve tú de qué sirve?”. Quizás sea tiempo entonces y ojalá, para volver a disfrutar de las genialidades. El trabajo, en todo caso, es arduo y hasta imposible. Pero habría que entrar a creer en que la productividad misma de la operacionalidad, en su espacio que deja siempre abierto y en el atolladero que produce, requerirá el ingreso de actuaciones de todo tipo, en donde un trabajo como el aquí propuesto no puede dejar pasar las oportunidades. La contradicción pasa entonces por un esquema de productividad por la no-productividad y viceversa. La sensualidad misma se revela a un nivel específico asignado a través de la misma sensualidad. El trabajo tiene que ver entonces con las texturas. Es de por sí estético. Hay entonces un encargo, se dirá, pero nadie sabe de qué se trata. Simplemente se fundamenta en la insatisfacción que produce la rutina y la insistencia de ciertos mensajes. Esta rutina es también una rutina de la novedad.

NOTAS: (1) Sobre estas afirmaciones ver La Posmodernidad (explicada a los niños), Editorial Gedisa.

(2) Ver J. F. Lyotard, Nota sobre los sentidos de post- en La Posmodernidad (explicada a los niños).

(3) Fredric Jameson. Marxismo y Posmodernismo en El giro Cultural. Escritos seleccionados sobre el posmodernismo 1983-1998. Manantial.

(4) F. Jameson. El posmodernismo y la sociedad de consumo en El Giro Cultural.

(5) J. Baudrillard. La ilusión y desilusión estéticas. Conferencia pronunciada el 27 de Octubre del 2000 en Caracas, Venezuela. Ver en http://www.analitica.com.

(6) Por ejemplo, el llamado post-rock, denominación más bien rebuscada –oportunista- que certera. Habría necesariamente que agregar algo con respecto al post-rock: este nombre nace en la prensa inglesa y sería post debido a que el tipo de composición musical que caracteriza a esta tendencia no se limita a la típica estructura de estrofa-coro-estrofa, sino que, por el contrario, la complicaría. Ahora bien, hace ya bastante tiempo que se complicaron estas estructuras: baste escuchar, por ejemplo, Happiness is a warm gun de los Beatles o, simplemente, cualquier disco de los King Crimson o los Pink Floyd, entre otros muchos. De hecho los Tortoise, banda que inaugura el Post-rock, niegan la denominación y tienden a considerarse simplemente como una banda experimental. En todo caso, si aceptamos la denominación, no por las causas indicadas, sino más bien por el sonido característico del post-rock, sonido extremadamente más textual e indeciso entre la vanguardia y el pop, sonido que, a fin de cuentas, presenta cierta novedad sin, en rigor, serla, debemos acentuar ese tono melódico que aparece a ratos y que logra crear un ambiente nostálgico que no necesariamente recuerda “la patria perdida de la modernidad”. Digo esto debido a que a todo lo que se le ha asignado el prefijo post debería tender a ciertas características comunes, por lo cual, si el post-rock ha de ser, entonces, post-moderno, discreparía ciertamente con Lyotard y su arte posmoderno ajeno a la nostalgia. La pregunta, reitero, es: ¿necesariamente El arte, si hemos de creer en la relación entre arte y libre desplante, está más afectado que la teoría en un fin de la historia. El teórico de alguna manera siempre adquiere un compromiso con el texto histórico. Siempre lee hacia atrás. Por el contrario, un artista posmoderno, un habitante que a estas alturas puede darse el privilegio de obviar toda una historia del arte –y de hecho lo hace-, recorre el espectro visual y auditivo histórico –reduzco el ámbito estético simplemente para mayor comodidad- no a modo de discurso, sino a modo, por decirlo de alguna manera, no-referencial, en donde no sólo la obra de arte como tal se transforma en su objeto, sino, en este bombardeo informacional, la praxis misma surge de su almacenamiento estético. De su reserva inconsciente de imágenes y sonidos que se producen a partir de todas las cosas o, más bien, de todos los roces, de todos los contactos. Su propia historia es su propio descubrimiento. Por un lado, se explica a sí mismo como punto de relevo de la circulación de mensajes. Por el otro, la exposición de la obra es la puesta en escena de un vacío bosquejado por los mensajes: algo así como el dibujo de la nicotina impregnada en los pulmones. Este vacío, y esta es la manera misma de la apertura, pierde su propia referencia para consigo.

Así, la codificación y el dominio de todos los mensajes, el paseo de este mundo, es una cuestión estética. La no-referencia inmediata, en donde la mediatez tiende a la disolución, su ética y su posibilidad de acción. Y en la medida en que la conciencia se diluye en su no-referencialidad o, en el caso, accede a su quiebre, su peso histórico, el atoro y el sentido de culpabilidad y falta de originalidad, pasan a otro estado similar al de la conciencia enfrentada al espacio posmoderno que describe Jameson. Esto plantea también un desafío y un cuestionamiento explícito a la crítica de arte.

Por último, queda decir que si bien esta no-referencia de la experiencia estética tiene que ver con el roce entre lo que queda de conciencia o entre lo que siempre ha quedado de conciencia y los mensajes, la habilidad en la relación con estos permitiría realizar buenas jugadas con frecuencia dentro de la agonística de Lyotard, lo cual, a la vez, puede servir como mayor productividad para una apertura real y efectiva que se fundamentaría en aquel “¿de qué sirve tú de qué sirve?”. Quizás sea tiempo entonces y ojalá, para volver a disfrutar de las genialidades. El trabajo, en todo caso, es arduo y hasta imposible. Pero habría que entrar a creer en que la productividad misma de la operacionalidad, en su espacio que deja siempre abierto y en el atolladero que produce, requerirá el ingreso de actuaciones de todo tipo, en donde un trabajo como el aquí propuesto no puede dejar pasar las oportunidades. La contradicción pasa entonces por un esquema de productividad por la no-productividad y viceversa. La sensualidad misma se revela a un nivel específico asignado a través de la misma sensualidad. El trabajo tiene que ver entonces con las texturas. Es de por sí estético. Hay entonces un encargo, se dirá, pero nadie sabe de qué se trata. Simplemente se fundamenta en la insatisfacción que produce la rutina y la insistencia de ciertos mensajes. Esta rutina es también una rutina de la novedad.

NOTAS: (1) Sobre estas afirmaciones ver La Posmodernidad (explicada a los niños), Editorial Gedisa.

(2) Ver J. F. Lyotard, Nota sobre los sentidos de post- en La Posmodernidad (explicada a los niños).

(3) Fredric Jameson. Marxismo y Posmodernismo en El giro Cultural. Escritos seleccionados sobre el posmodernismo 1983-1998. Manantial.

(4) F. Jameson. El posmodernismo y la sociedad de consumo en El Giro Cultural.

(5) J. Baudrillard. La ilusión y desilusión estéticas. Conferencia pronunciada el 27 de Octubre del 2000 en Caracas, Venezuela. Ver en http://www.analitica.com.

(6) Por ejemplo, el llamado post-rock, denominación más bien rebuscada –oportunista- que certera. Habría necesariamente que agregar algo con respecto al post-rock: este nombre nace en la prensa inglesa y sería post debido a que el tipo de composición musical que caracteriza a esta tendencia no se limita a la típica estructura de estrofa-coro-estrofa, sino que, por el contrario, la complicaría. Ahora bien, hace ya bastante tiempo que se complicaron estas estructuras: baste escuchar, por ejemplo, Happiness is a warm gun de los Beatles o, simplemente, cualquier disco de los King Crimson o los Pink Floyd, entre otros muchos. De hecho los Tortoise, banda que inaugura el Post-rock, niegan la denominación y tienden a considerarse simplemente como una banda experimental. En todo caso, si aceptamos la denominación, no por las causas indicadas, sino más bien por el sonido característico del post-rock, sonido extremadamente más textual e indeciso entre la vanguardia y el pop, sonido que, a fin de cuentas, presenta cierta novedad sin, en rigor, serla, debemos acentuar ese tono melódico que aparece a ratos y que logra crear un ambiente nostálgico que no necesariamente recuerda “la patria perdida de la modernidad”. Digo esto debido a que a todo lo que se le ha asignado el prefijo post debería tender a ciertas características comunes, por lo cual, si el post-rock ha de ser, entonces, post-moderno, discreparía ciertamente con Lyotard y su arte posmoderno ajeno a la nostalgia. La pregunta, reitero, es: ¿necesariamente la nostalgia ha de ser nostalgia por el incumplimiento del proyecto moderno? ¿Tiene la nostalgia un referente?

7) F. Jameson. El posmodernismo y la sociedad en El giro cultural. Pág. 22. La frase es de Marx.

(8) Ver Jameson, ¿Fin del arte o fin de la historia? en El giro Cultural. (9) F. Jameson. El posmodernismo y la sociedad.

(10) J. F . Lyotard. La Condición Posmoderna. Cátedra. Pág. 100.

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  1. En lo subjetivo, definir encasilla y mata…el arte tiene claramente un componente subjetivo. Pero afortunadamente el arte actual es también una consecuencia técnica bien elaborada. Genial todo lo que usted dice del arte posmoderno, cómo lo conceptualiza. Gracias.

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