El sexo y la identidad personal

Por: Mary Midgley
Fuente: Revista “Alternativa Latinoamericana”, N° 73, Febrero 2006

Ciudad de Alberta, Canadá

El individualismo sufre de dificultades particulares con el tema del género; los teóricos tienen las diferencias para admitir que los seres humanos vienen, como el resto de los animales, en dos versiones. Esto ha contribuido a la distorsión de nuestra tradición individualista. El tema nos pone trampas genuinas: la diferencia sexual no se parece a ninguna de las demás diferencias. Pero muchas aproximaciones intelectuales modernas tienden a considerarla apenas una más entre las diferencias de estatus y poder.

Esta interpretación no sirve. Tampoco se adaptan al caso las endebles fórmulas basadas en la igualdad –con la esperanza de que una vez superado el torpe prejuicio resultará que los hombres y las mujeres son iguales– ni los intentos de secuestrar la fórmula marxista de la lucha de clases, con las mujeres en el papel del proletariado. El poder y el estatus plantean problemas ilegítimos, que no serían posibles si antes no hubiera existido una diferencia de esencia mucho más profunda y misteriosa, que conduce a todas las sociedades humanas a dividirse en dos grupos según el género. El descuido a la hora de pensar esta diferencia empantana nuestra noción de lo que son los seres humanos.

Diferencias diferentes

La razón por la que tengamos dificultades a la hora de aprehender este punto dolorosamente obvio, es que nuestra tradición moral y política carece de apartados para las diferencias de esencia. Donde ve diferencias, tiende a ver jerarquías, divisiones entre mejor y peor.

¿Por qué se nos hace tan difícil abordar este problema? La dificultad no reside únicamente en la resistencia natural de un grupo privilegiado a la hora de ceder poder. El obstáculo más general es que toda nuestra tradición intelectual y social se centra hoy en la idea de un individuo que se concibe como masculino. La tradición individualista, que sesupone radical y universal, pide ser extendida a lo femenino, pero dada la forma en que está construida dicha extensión es imposible. El tono de la tradición siempre ha sido racionalista; su mandato es el realismo resuelto y honesto. Pero la evasión, la parcialidad y el autoengaño han venido erosionando la tradición en este problema central, no sólo porque afecta a la mitad de la especie humana, sino porque la otra mitad tampoco puede ser pensada con sinceridad si se le considera en forma aislada.

Los hombres sobre las mujeres

Está de un lado la acumulación de un arrume de problemas relativos a las mujeres que piden nuestra atención y que son propuestos por una gran variedad de reformistas agrupadas sin demasiadas ataduras bajo el nombre de feministas, mientras –del otro– han llegado a odiar hasta el sonido de la palabra y no se quiere oír nada al respecto. Yo vine a enterarme de cuán fuerte era este sentimiento en tiempos recientes al escuchar los comentarios de la gente ante el hecho de que me estaba ocupando del tema.

Los filósofos me preguntaban en qué estaba trabajando. El año anterior mi respuesta era “animales” y todo el mundo demostraba interés. Una vez empecé a responder “mujeres” y la gente tendía a compadecerse conmigo, como si hubiera mencionado una enfermedad. Mi respuesta era que me gustan las confusiones, en especial cuando tienen efectos prácticos, y que me parecen más interesantes si son abiertas y flagrantes, en contraste con aquellas que han padecido dealgún intento de camuflaje. Mis interrogadores entonces convenían con seriedad que en tal caso no me haría falta trabajo.

Se veía con claridad que esperaban que estas confusiones fueran propias de las feministas, lo cual en muchos casos era cierto. Pero nadie que no se haya sumergido en el tema podrá creer lo mal librados que salen los grandes filósofos en él. Cuando surge el tema, los estándares normales del pensamiento se colapsan: la Ilustración se hace sombría y los padres cristianos, olvidándose del amor, tienden a irradiar un odio irreflexivo. No es un placer para mí señalarlo, pero es un hecho palmario, algo que cualquier antropólogo que visitara la Tierra desde un planeta sin géneros hallaría sorprendente y altamente significativo. De todos los grandes filósofos europeos, únicamente Platón y John Stuart Mill hacen el intento de aproximarse a este tema como se aproximarían a cualquier otro, preguntando en forma desapasionada y utilizando el aparato crítico normal.

No puedo documentar esta generalización alarmante en forma detallada aquí, el punto que me interesa es señalar la dificultad que su fracaso indica en lo que parece un tema simple. Muchos estudiosos, empero, consideran este señalamiento como un ataque, y se deshacen de él con una escoba histórica. Argumentan que los filósofos simplemente cometían un error que en su día cualquiera hubiera cometido y que es tan injusto culparlos como sería culparlos de ignorar la composición de la materia o la forma del universo. Pero la culpa no es lo que importa. La inquietud interesante es: “¿qué pasa si ahora corregimos ese error? ¿En qué medida será diferente el valor del resto de su pensamiento y de su influencia sobre la vida?”

Reparación de la plomería de sistema de géneros

Los errores sobre el mundo físico con frecuencia pueden corregirse sin causar demasiado daño sobre el pensamiento circundante. ¿Cómo se logra esto con el tema de las mujeres? Para los minimizadores históricos, la tarea parece sencilla: se extrae una sección de tubería conceptual y se la remplaza con otra más moderna.
Descartamos la vieja y cruda actitud hacia las mujeres y la sustituimos con la iluminada y perfectamente satisfactoria que se acostumbra hoy. Un caso típico sería la rápida revisión de un patrón electoral para incluir a las mujeres.
Otras reparaciones igualmente simples seguirían, como la extensión del sistema educativo y la confección de leyes matrimoniales perfectamente simétricas… Pero no nos hallamos aquí ante un caso de ignorancia científica, curada mediante descubrimientos teóricos súbitos que logran que en adelante todo marche sobre ruedas.

Permítanme sintetizar en forma somera el asunto. Como un todo, la idea del individuo libre, independiente, inquisitivo y elector, unaidea central en el pensamiento europeo, ha sido siempre en esencia la idea de un ente masculino. Así fue desarrollada por los griegos y por los grandes movimientos libertarios del siglo XVIII. A pesar de su fuerza y nobleza, la idea contiene un rasgo de profunda falsedad, no sólo porque las razones para excluir de su aplicación a media humanidad no fueron exploradas honestamente, sino porque la supuesta independencia del macho era en sí misma falsa. Partía del parasitismo y daba por descontado el amor y el servicio de las hembras no autónomas (e incluso de los machos menos brillantes también). Pretendía ser universal sin serlo.

El hombre como héroe (trae tu cojín)

El feminismo es, de hecho, una simple respuesta al virismo, la premisa inconsciente e incuestionable de que un individuo es siempre un macho independiente. Esta actitud irreal y contradictoria hacia la mutua dependencia, que es central para la vida humana, no es únicamente inconveniente para las mujeres: falsifica la base de la vida. La moralidad se convierte en un melodrama desequilibrado.

Las virtudes y cualidades que se necesitan para el amor y para el servicio son despreciadas de forma acrítica, mientras aquellas involucradas en la autoafirmación son exaltadas de forma acrítica también.
Semejante mala fé resulta particularmente perniciosa en la vertiente de extremo individualismo que por lo general se asigna a la izquierda: la corriente cuasi anarquista procedente de Rousseau, que descendió hasta Nietzsche y Sartre. Las feministas modernas, sin embargo, han confiado mucho en esta tradición y no han sometido a Nietzsche a nada parecido a la merecida prueba ácida que le aplicaron a Freud.¿En cuál de los dos extremos del espectro político deberíamos poner la creencia tácita que afirma: “yo creo solamente en el individuo independiente, el mantenimiento de cuya libertad no interferida es la obligación primordial de la humanidad, especialmente de las mujeres”?

Entre la derecha reconocida, Carlyle, después de la muerte de su esposa, le confesó a Tyndall con el corazón roto “que la lealtad y el amor de ella le habían servido de cojín para protegerlo contra las asperezas del mundo”. ¿Cómo pudoadmitir una cosa así quien toda la vida escribió sobre el heroísmo y quien mediante el discurso que lo exaltaba mantenía boquiabierta a las audiencias? ¿Por qué necesitaba el cojín?

Carlyle pudo asumir esa línea de conducta porque creía devotamente en el culto romántico al gran hombre y al genio y no tenía ganas de inspeccionar con cuidado los posibles pies de barro de dicha figura. Pero también tenía una ventaja real sobre muchos teóricos de su tiempo y del nuestro pues nunca se suscribió a los ideales de la Revolución Francesa.

La libertad y la igualdad estrictamente para la fraternidad

¿Podían gentes que eran ante todo campeones de la libertad y de la igualdad asumir una línea de pensamiento sobre las mujeres semejante a la de Carlyle? Parecía difícil, pero lo lograron. Ya para el siglo XVIII, una buena cantidad de mujeres de clase alta llevaban tiempo siendo educadas. Hacían parte importante del público lector, regenteaban salones que se aceptaban como centros importantes para el desarrollo de las ideas, y hasta escribieron libros influyentes. Todo ello, desde luego, era especialmente cierto en Francia, donde la agitada discusión sobre el tema era común. Éste era el ambiente en el que vivió Rousseau. En el Contrato Social, como se sabe, dijo que “el hombre nace libre y, sin embargo, por todas partes se encuentra encadenado”.

Rousseau pedía la supresión de las cadenas y, tendemos a pensar que sabemos de quienes está hablando, o sea, de todos los seres humanos. No obstante, hay que pasar por el Emilio, para descubrir que apenas se refería a menos de la mitad: “Las doncellas deben estar sujetas desde muy niñas. Esta desdicha, si lo es para ellas, es imprescindible de su sexo, y nunca se libran de ella, como no sea para padecer otras más crueles. Toda la vida han de ser esclavas de las más continua y severa sujeción, que es la del bien parecer… Por la misma causa que gozan o deben gozar de poca libertad… La conducta de una mujer está sujeta a la opinión pública, del mismo modo que su creencia está sujeta a la autoridad… No hallándose en estado de ser jueces por sí mismas, deben admitir la decisión de sus padres y maridos, como la de la Iglesia”.

Hasta ahí lo que tiene que ver con la libertad; ¿y sobre la igualdad? ¿Tienen las mujeres, por ejemplo, el mismo derecho a la educación? Rousseau responde que ellas deben obtener la mínima cantidad de educación que las haga amas de casa útiles y compañeras no intolerablemente aburridas. Los teóricos que piden más no se dan cuenta de los peligros involucrados: tales reformadores “no contentos con asegurar los derechos (de las mujeres), las conducen a usurpar los nuestros, haciendo a la mujer superior en todas las cualidades propias de su sexo y haciéndola igual a nosotros en el resto de cosas, que no es más que transferir a la mujer la superioridad que la naturaleza otorgó a su marido”.

Así se expresaba un hombre que debía su carrera al devoto, inteligente y educado estímulo de medames de Wares, d´Épinay y otras. Muchas cosas contribuyeron a la actitud de Rousseau, entre ellas sin duda el resentimiento por el padrinazgo. Pero ésta no se debió a la ignorancia de posibilidades diferentes. Su actitud, al resistir propuestas que su filosofía exigía pero que él encontraba intolerables, era abiertamente reaccionaria.

Lo raro no es que el dominio masculino haya prevalecido, sino que en una edad tan pugnaz no se haya sentido necesidad de defenderlo de forma inteligible. El asunto era tratado como algo que no era necesario discutir en serio o que quizá no se debiera discutir. Así, como lo expreso Mill: “La subordinación social de las mujeres sobresale como un hecho aislado en las modernas instituciones sociales… el único vestigio de un viejo mundo del pensamiento y de la práctica barrido en todo lo demás, pero mantenido en aquello que tiene un interés más universal; es como si un dolmen gigante o un templo al Júpiter olímpico ocupara el lugar de San Pablo y recibiera culto a diario, mientras alrededor las iglesias cristianas fueran visitadas apenas durante los ayunos y las fiestas”.

Las mujeres debían seguir siendo jarárquicas, feudales, emocionales y orgánicas. Si dejaban de serlo, ponían en peligro las empresas de los hombres para volverse totalmente libres, iguales, autónomos, intelectuales y creativos.

Quien no quiere ver no ve

Semejantes dólmenes se sostienen mejor si nadie los menciona. La larga, explícita y reveladora explosión de Rousseau en el quinto libro del Emilio no fue ampliamente imitada. Incluso a sus admiradores debe haberles resultado fastidioso el inconfundible aroma de rencor y pánico que había allí. Aparte de Schopenhauer, cuyo influyente Ensayo sobre las mujeres sobrepuja al propio Rousseau, la mayoría de los teóricos serios prefirió el camino más seguro de pretender que el tema no existía.

Hobbes tal vez se lleva las palmas, al explicar que la familia es “una pequeña monarquía, ya sea que esa familia consista en un hombre y sus hijos, o en un hombre y sus sirvientes, o en u hombre, sus sirvientes y sus hijos”.

De libros así, nuestros antropólogos extraterrestres concluirían con bastante certeza que las mujeres son una pequeña minoría, un grupo marginal, remoto y anómalo, como quien dice los hemofílicos o los portadores del tifus, con algunas peculiaridades que exigían arreglos sociales especiales, pero tan atípicas que no afectan la forma general de la sociedad.

Habían notado que cualquier referencia de fondo a ellas tiende a ser considerada frívola. En la teoría política, las mujeres por lo general se mencionan apenas en las afirmaciones claras y contundentes que se hacen para sacarlas de la disputa central. Podemos dar por sentadas dos cosas obvias: la renuencia de los privilegiados a considerar cualquier cesión de poder y la resistencia de estudiosos célibes, del estilo de Kant, sobre un factor que ya habían logrado excluir de sus vidas. A grandes rasgos la Ilustración presenta al individuo como una voluntad en esencia aislada, guiada por la inteligencia, conectada arbitrariamente a un sólo abanico de sentimientos levemente insatisfactorios, y depositada más bien al azar en un cuerpo humano igualmente insatisfactorio. La relación de cada individuo con los demás es opcional y se rige por un contrato. Depende de los cálculos del intelecto y de los propósitos escogidos libremente por la voluntad.

Superman alza vuelo…

Desde la época de Kant, esta imagen se ha vuelto cada vez más extrema, en buena parte debido al trabajo de Nietzsche, que exalta la soledad y trata a la voluntad no ya como un árbitro de valores, sino como su creador. En estos tiempos supuestamente seculares, no se reconoce del todo que el modelo esté activo, si bien asoma la cara de forma no oficial en una sorprendente y reveladora variedad de mitos. Un grupo interesante es el que tiene que ver con la desconexión entre la mente y el cuerpo. Este mito, que por lo común se asocia con la religión, separa al cuerpo – la base para los sentimientos, del intelecto.

Aquellos que quieren exaltar el intelecto y la voluntad por encima del sentimiento necesitan establecer una separación tajante. Un recurso tan significativo como la ciencia ficción expresa el mito en muchas formas cuando muestra la reencarnación de la conciencia en toda suerte de cuerpos alternativos, naturales o mecánicos, en ocasiones incluso soslayando la muerte.

Cualquiera que se ponga a hojear en los anaqueles de ciencia ficción y de divulgación científica encontrará muchas fantasías neocartesianas similares, centradas en un repudio horrorizado del cuerpo humano común y corriente. Brian Elsea, en su excelente libro Science and sexual opresión (La ciencia y la opresión sexual), tiene citas insólitas provenientes de un tipo de escritor en apariencia muy diferente: Sartre.

En su exaltación de la voluntad, Sartre encuentra ocasión para repudiar y denunciar la materia física como ajena a ella y, por lo tanto, a nuestro ser esencial. Describe el mundo material como “viscoso”, algo que se adhiere a nosotros para atraparnos. El drama aparece en El ser y la nada: “El para-sí se ve súbitamente comprometido. Yo abro mis manos, quiero soltarme de lo viscoso y se me pega, me atrae, chupa a costa mía…Es una acción suave y húmeda, una húmeda succión femenina… me atrae como me puede atraer el fondo de un precipicio…Lo viscoso es la venganza del en-sí. Una venganza dulce, enfermiza y femenina…La obscenidad del sexo femenino es la misma de todo lo que ‘abre la boca’. Es una atracción para ser, como lo son todos los huecos…Sin la menor duda, el sexo de ella es una boca, una boca voraz que devora al pene”.

Desde luego, el culto a lo cerebral tiene aspectos menos radicales y peligrosos y, cuando fue inventado (por razones sensatas), no requería de semejantes aberraciones. El solipsismo moral está a la orden. No es sólo que la escogencia racional sea exaltada muy por encima de las emociones; igualmente ha sido separada de ellas, como si la primera fuera la parte necesaria y central de toda identidad personal, mientras las segundas fueran materia periférica y extrínseca, librada al azar. Los que exaltan la escogencia y el intelecto no son inmunes al sentimiento; sin percatarse, están prefiriendo un grupo de sentimientos por encima de otro.

Para sentimientos, ver mujeres

La debilidad de las posiciones intelectualistas y voluntaristas ha sido puesta de manifiesto con frecuencia, pero la tarea de desplazarlas se ha revelado sorprendentemente ardua.

Lo que quiero decir es que esta dificultad tiene algo que ver con el hecho de que nadie haya aplicado estas posiciones a las mujeres. Tanto a las mujeres de carne y hueso como sus simbolismos se suponían ajenas al gran brillo de la luz del día cerebral. Se daba por sentado que la emoción no terminaría por perder su influencia, ya que las mujeres las seguirían aportando. Las familias no dejarían de funcionar. Los inconvenientes causados por las colisiones entre tantos individuos duros, resistentes y autónomos se mantendrían dentro de límites, porque el cojín acostumbrado seguiría abundando. De ahí, no ya las lágrimas, sino la alarma y el horror que surgieron cuando se propuso que las mujeres también podían tener intelecto y voluntad.

Una vez que las mujeres británicas pudieron por fin votar, el efecto político fue leve y más bien de tendencia conservadora, hasta el punto de que ellas bien pudieron haber sido las responsables de tumbar al gobierno liberal que les concedió el voto. Pero antes de efectuado el cambio, muchos temían, incluyendo a muchas mujeres, que éste iba a ser monstruosamente destructivo e impensable.

Promoción del cambio

De seguro, el pánico provino de que el voto era en sí mismo símbolo racional de primer orden. Al votar, se concebía que un hombre funcionaba como una abstracción, como un ciudadano fríamente calculador que, según esperaban muchas teorías, podía comportarse en forma puramente desinteresada: el hombre económico. La mitología del contrato social lo presentaba como un cazador de oportunidades que era libre de no decidirse por ninguna oportunidad en particular, un comprador que bien podía ir a parar a otra parte.

La fórmula del contrato social también contiene otra posibilidad: el germen de un desarrollo hacia la impasibilidad inhumana total, hacia el egoísmo solipsista rotundo. Las cosas han crecido sin tregua en esta dirección desde los tiempos de Rousseau, en especial en la teoría económica. El acuerdo tácito de negar la aplicación de los principios individualistas a las mujeres, imposibilidad que durante un tiempo ocultaba y mitigaba los peligros y absurdos, ya no se puede sostener porque las feministas corrieron el velo. La alternativa ahora es o promover a todo el mundo, igualmente, hacia la posición del individuo solitario de estirpe hobbesiana y sartreana o repensar la noción de individualidad radicalmente desde el principio. Resulta alentador ver que las feministas están en la actualidad mostrándose en extremo críticas de los pasos hacia la primera alternativa, tan comunes un decenio o dos atrás. Ahora parecen listas a hacer lo suyo para que la segunda prospere.

Mary Midgley (Extracto, Memoria/El Malpensante, traducción: Andrés Hoyos)

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