Por: Pablo Aravena Núñez*
Fuente: icalquinta.cl
TTULO ORIGINAL:
El testigo que calla… para dar testimonio
(Calidades de silencio en el Informe Valech)
* Licenciado en Historia. Docente del Instituto de Humanidades de la UFSM y de la Universidad ARCIS, sede Valparaíso
Los límites y omisiones del reciente informe sobre la tortura en Chile entregado por el gobierno de Ricardo Lagos eran por todos predecibles, especialmente por el sector que esperó, si no una reparación (imposible), al menos el reconocimiento de la realidad de los hechos en que se vieron, imprevistamente –por no repetir injusta o fatalmente– involucrados.
Entre los límites; desde luego lo ofrecido a las víctimas a modo de reparación: una pensión de ciento docemil pesos mensuales (150 Euros aproximadamente), la gratuidad de la atención médica para el tratamiento de secuelas de las torturas y becas de estudio para los hijos. Demasiado tarde y demasiado poco, podríamos decir. Tarde, porque es evidente que los daños tanto físicos como síquicos, o tuvieron que ser costeados de manera privada (o por otro Estado), o a estas alturas ya son irreversibles. Poco, ya que derecho a la salud y a la educación de los hijos es lo que todo Estado debiera resguardar por definición o, por lo menos, como mínimo compromiso público con el respeto a los derechos humanos.
Claro está que existe un límite anterior al ofrecimiento hecho a la luz de las calamidades relatadas, y es justamente el límite de la palabra para dar cuenta de “todo” lo que significó la tortura. Para muchos hombres y mujeres la tortura fue un viaje sin retorno, los pocos que volvieron no pudieron hablar de ello durante largo tiempo. La mayor parte de las veces, cuando fue articulable, se constituyó en una narración íntima, una forma de explicarse ante los hijos y los nietos, de transmitirles ese costoso trozo de sabiduría vital. Poco se ha reparado en que la mayor parte de los relatos sobre la experiencia de la tortura circularon como narraciones de testigos que vieron la tortura de otros (recuerdo que fue así aproximadamente hasta principios de los noventa).
“La experiencia personal es fundante, pero es indecible, de ella no se puede hablar”, así me lo señaló un viejo maestro que cumplía la no tan escasa doble condición de pensador y torturado. Los hechos siempre pueden ser relatados para llenar un informe de tribunal o la inquisitio de un entrevistador desconocido, pero es justamente lo que estos formatos excluyen lo que jamás se sabrá, lo que nunca se podrá reparar.
Que decir de las omisiones, de los que quedaron fuera del informe. Los(as) que no supieron de su elaboración, los(as) que se autocensuraron por no creer contar con torturas “dignas de ser narradas”, los(as) que no quisieron volver a lo mismo, los(as) que se avergonzaron de contar sus vejaciones a un extraño. Otros fueron dejados fuera deliberadamente por los que convocaban a las victimas a contar lo ocurrido: los torturadores, los culpables. (¿Acaso se nos quiere hacer creer que ninguna víctima entrevistada identificó a sus torturadores en sus testimonios?. Las víctimas son públicas, a los victimarios se les demora el juicio y el castigo en la reserva de los tribunales de justicia).
Buen intento. Respetable iniciativa. Pero muchos quedamos con la impresión de que el informe olvida más de lo que recuerda.
A todos estos silencios hay que añadir las declaraciones de la clase política que adornaron la entrega del informe. Una vez más los vimos pronunciar el siempre citado “nunca más”, tan gastado, pero tan de buen tono en boca de todos los que antes se disputaron por uno u otro proyecto de sociedad. Extraña horizontalidad del enunciado. Vistas hoy las cosas, cabe preguntar al actual oficialismo: ¿Estaban realmente comprometidos? ¿Asumieron sus actos alguna vez con responsabilidad? ¿Si? Entonces ¿A qué se debe este actual cambio de objetivo y estrategia que, siendo intelectuales de la política, no se dieron el tiempo de fundamentar seriamente? Me parece que ese manoseado “nunca más” va más allá de la negación formal ante la posibilidad de nuevos abusos: nunca más las “pasiones” que provocaron a las fieras. Buena manera de desestimar la posibilidad de una acción portadora de novedad.
No obstante, el silencio tantas veces dócil a la gestión del olvido parece, en ocasiones, invertir su signo.
Sucede que hay quienes decidieron no incluir su testimonio en el informe Valech, hombres y mujeres que en esta ocasión estimaron que, en sus casos, lo más consecuente políticamente hablando era no dar su testimonio. ¿El motivo? Lo transfiero tal como se me respondió: “resulta amigo que no soy víctima, como le llaman. Me torturaron, claro, pero como verá mi caso es bastante distinto al de otros compañeros torturados. Yo decidí estar del lado de una revolución armada, lo mío eran los fierros… incluso debería haber muerto”.
Tomada en su momento la “decisión”, asumió mi buen amigo que uno de los posibles resultados de su acción revolucionaria fuese ser presa de una violencia igual o más feroz que la que él asumió como “partera de la historia” (“yo elegí. Otros se han disculpado con lo del contexto; que el mundo entero estaba politizado, radicalizado. ¿Acaso hoy no? Solo pasa que no hay posturas fuertes opuestas a la actual radicalización liberal-capitalista”).
Pero valgan las precauciones del caso. La mayoría de las personas incluidas en el informe optaron por una vía electoral o constitucional de transformación social. Y lo que recibieron fue tortura (recordemos que el mismo proyecto político de la Unidad Popular era formalmente “reformista”). Desde luego que en este entendido las declaraciones de las víctimas son legítimas y necesarias. En modo alguno están obligadas a hacerse cargo de su acción en el mismo sentido que el caso presentado. Hacerse cargo, en este caso, pasa precisamente por testimoniar la violencia (militar) con la que se pagó por las acciones encaminadas hacia la construcción de un proyecto (político).
Los desajustes también son evidentes, solo dos para señalar los más aberrantes: actuales “víctimas” que ayer nunca fueron políticamente visibles y viejos combatientes hoy convertidos en la figura del exitoso administrador de lo que hay o en la indignidad de la autovictimización.
La seña de mutismo del viejo revolucionario (por revisable que sea su particular accionar), su negación a dar testimonio ante la comisión Valech, salva aquella distancia diametral entre silencio y recuerdo, constituyéndose en la coherencia misma entre pasado y presente, que es condición de una identidad política referencial que nos pone en diálogo con los hombres de un país sido.
Ya no portan armas, muchos han revisado sus postulados a la luz de la historia y, sin embargo, podemos decir, en virtud de su gesto, “son los mismos”.
Filed under: D8.- Derechos humanos |
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