Por: Marcelo Colussi
Fuente: La Insignia. Guatemala, junio del 2004.
«Es aterrador que haya gobiernos poderosos que debilitan, marginan o destruyen los principios del derecho internacional y las herramientas de la acción multilateral que podrían protegernos.»
-Informe 2002, Amnistía Internacional-
En estos últimos 15 años, caído el muro de Berlín y todo lo que representaba, el mundo ha cambiado mucho. ¡Muchísimo, y no para beneficio de las grandes mayorías precisamente! Se han perdido conquistas históricas en el campo popular, se han acentuado más aún las diferencias norte-sur, se ha remilitarizado el planeta. En otras palabras, han triunfado ampliamente las fuerzas del capital en su versión más ultraconservadora. En estos últimos 15 años, caído el muro de Berlín y todo lo que representaba, el mundo ha cambiado mucho. ¡Muchísimo, y no para beneficio de las grandes mayorías precisamente! Se han perdido conquistas históricas en el campo popular, se han acentuado más aún las diferencias norte-sur, se ha remilitarizado el planeta. En otras palabras, han triunfado ampliamente las fuerzas del capital en su versión más ultraconservadora.
Como parte de ese triunfo, hoy por hoy inapelable, se da un proceso muy particular consistente en la apropiación, por parte de las fuerzas vencedoras, del discurso que antes era patrimonio de las izquierdas políticas; pero eso no tiene lugar por una evolución progresista de la situación internacional ni por una mejora de las condiciones humanas generales.
Los derechos humanos, en tanto forma de reivindicación de los principios que fundamentan la igualdad entre todos los miembros de la especie humana, tienen ya una larga historia y no son patrimonio exclusivo del pensamiento de izquierda: surgieron con las ascendentes burguesías europea y estadounidense. El mundo moderno, la concepción política y social de la industria capitalista, tiene como punto de partida los derechos humanos. Claro que -valga la salvedad- estos derechos (los llamados «de primera generación») son de carácter individual, atañen al ciudadano, a la figura de un ente personal. Los ideólogos de ese momento tan fecundo en la historia -los iluministas franceses, los padres fundadores norteamericanos- concibieron un mundo de las libertades del individuo, superando los lastres todavía feudales: monárquicos, teocéntricos. Pero de ninguna manera estos derechos, la formulación teórica de esos principios, su visión fundamentalmente jurídica, puede conectarse con lo que, un siglo más tarde, estaría proponiendo el marxismo, el socialismo como corriente política.
La Declaración Universal de los Derechos del Hombre dieciochesca (machista, ni siquiera se menciona a la mujer) no contempla como un eje fundamental la estructura económico-social. El acento está puesto totalmente en el ciudadano como ente político: libertad de expresión, de asociación, de locomoción. Debieron pasar años -y correr mucha sangre- para que las diferencias económicas fueran consideradas igualmente como algo atinente al ámbito de los derechos humanos generales (los llamados derechos colectivos); y mucho más aún para que se consideraran los llamados universales: derecho a la paz, a un medio ambiente sano, a las distintas opciones culturales.
De todos modos, por su nacimiento, por cómo fue tejiéndose su historia, el campo de los derechos humanos sigue estando asociado fundamentalmente a la esfera político-civil. Si bien no es una especialidad jurídica, todo apunta a esa identificación. En una aproximación rápida -y sin dudas superficial- puede llegar a identificárselos con democracia.
Sin embargo, los gobiernos de Estados Unidos, y los intelectuales orgánicos a su proyecto de dominación imperialista, han hecho del campo de los derechos humanos un motivo de manipulación política a todas luces cuestionable; en nombre de ellos y de la paz y la democracia (conceptos que manejan con la más absoluta ligereza, con el toque de show hollywoodense que marca casi todas sus elucubraciones) se han permitido dictaminar qué país es «democrático» (léase «buen aliado suyo») y cuál es «violador de derechos humanos», quién está por la paz mundial y quién no.
Con una visión simplificadamente maniquea de la realidad (que no se restringe a los actuales republicanos, que es ya histórica en su hegemonía desde el pasado siglo) el mensaje de Washington se reduce a calificar quién «apoya» las libertades y quién «las viola». Claro que la idea en juego es una absurda reducción a ‘bondades’ y ‘maldades’, poniendo el acento exclusivamente en el respeto a las libertades civiles individuales -como falso sinónimo de propiedad privada-. Desde hace algunas décadas, y como parte de su estrategia de dominación global, los Estados Unidos han montado una cruzada universal por la defensa de los derechos humanos. Cualquier proyecto que obstaculice sus intereses puede ser considerado «violador de los derechos humanos», y por tanto «obstáculo para la democracia y la paz mundial», o sea: sujeto de invasión, agresión, chantaje, presión o cualquier forma de intromisión que ayude a corregir esas «violaciones» que atentan, en definitiva, contra los intereses de Washington.
La maniobra es burda, brutal, grosera; pero a ninguna fuerza imperial -por lo que ha demostrado la historia- le interesan mucho las sutilezas. En realidad ningún imperio se mantiene sólo por su fuerza intelectual (más allá que también la tenga); se impone, mantiene y perpetúa por la fuerza bruta, por la fuerza militar, por el garrote más largo (como nuestros antepasados los trogloditas; no hemos avanzado mucho en verdad). Pero de todos modos, así sea como ejercicio intelectual, puede tomarse este manoseado campo de los derechos humanos y ver que los propios Estados Unidos -su gobierno, representando a sus factores de poder, que son las grandes corporaciones económicas multinacionales- son de los principales violadores a este respecto.
Para presentar una breve lista (sólo como muestra): constituye el único país del mundo que ha empleado armas atómicas ofensivas, no defensivas (contra Japón en dos oportunidades), con consecuencias devastadoras sobre toda materia viva en la región atacada aún hoy, más de 50 años después; usó armamento biológico prohibido (el defoliante conocido como Agente Naranja, del que arrojó unos 72 millones de litros sobre los bosques de Vietnam destruyendo un 14% de su cubierta vegetal con consecuencias monstruosas sobre la población); empleó bombas de racimo, igualmente prohibidas por tratados internacionales (en Afganistán y en Irak). Su gobierno mantiene ilegalmente detenido un número indeterminado de personas (entre 600 y 1.000) en el enclave militar de Guantánamo, que ocupa ilegalmente en Cuba contraviniendo una cantidad de regulaciones internacionales. Ni hablar siquiera de los vejámenes a que está sometiendo a población iraquí detenida en su propio territorio, de donde está robando recursos que no les pertenecen legalmente, y donde se mantiene con la razón de las armas y las torturas (las escandalosas fotos de estos días son una ínfima muestra de sus sistemáticas violaciones).
Si de defensa de derechos humanos se trata, la potencia imperialista es uno de los pocos países del mundo que mantiene la pena de muerte a su interior, con un promedio de una ejecución cada 5 o 6 días. Hasta hace muy pocas décadas el racismo imperante en esta nación -que se llena la boca hablando de derechos humanos y democracia- permitía la ejecución extrajudicial (linchamientos) de personas negras sin consecuencias legales para los culpables -se tienen registrados alrededor de 5.000- y una discriminación espantosa de esa misma minoría en la vida cotidiana: baños para blancos y baños para negros, buses para blancos y buses para negros, negocios para blancos y negocios para negros.
A raíz de los atentados del 11 de septiembre del 2001, los ciudadanos de este país han visto notoriamente recortadas sus garantías constitucionales en función de la lucha contra un difuso enemigo como es el terrorismo, por medio de la normativa conocida como «Ley Patriota»; la misma otorga a las instituciones federales facultades para vigilar las comunicaciones telefónicas y por correo electrónico, así como poder para registrar las casas de las personas sin una orden judicial. Igualmente permite investigar las informaciones financieras, médicas y de estudio de los ciudadanos sin causa probable de la existencia de un delito (acciones que según numerosos grupos de derechos humanos estadounidenses constituyen flagrantes violaciones a varias enmiendas de la Carta Magna, por lo que dicho cuerpo legal es anticonstitucional).
Es tragicómico que un país que hace apología de la violencia, donde cualquier persona puede comprar un arma de fuego personal con la misma facilidad que un electrodoméstico o una bicicleta, donde uno de los principales rubros de su economía está dado por la fabricación y exportación de armamentos, pueda hablar, hacer recomendaciones e intervenir militarmente en nombre de la paz. Es igualmente tragicómico que su gobierno pueda manipular una declaración de derechos humanos sobre Cuba (utilizando a países títeres como recientemente lo hiciera con Honduras) para solicitar castigos a la isla en nombre de la libertad y la vigencia del estado de derecho, luego de 40 años de una práctica tan ilegal como el bloqueo de la isla.
Según el recién aparecido Informa Anual 2004 de la organización Amnistía Internacional «el programa mundial de seguridad que promueve el gobierno de Estados Unidos carece de visión y de principios. Violar los derechos en el propio país, cerrar los ojos ante los abusos que se cometen en el exterior y utilizar la fuerza militar preventiva donde y cuando se le antoja ha causado daños a la justicia y a la libertad, y ha convertido el mundo en un lugar más peligroso.»
Por cierto que la lista de violaciones a los derechos humanos cometidos por el imperio es interminable; aquí sólo se presenta una pequeña muestra que nos puede ayudar en lo expositivo. Ahora bien: ¿dónde, ante quién, de qué manera presentamos la correspondiente denuncia por todos estos actos ilícitos? Insistimos: la fuerza de la razón palidece (no muere, palidece) ante la razón de la fuerza. Y mientras se imponga la fuerza bruta, ¿qué hacemos?
Como parte de ese triunfo, hoy por hoy inapelable, se da un proceso muy particular consistente en la apropiación, por parte de las fuerzas vencedoras, del discurso que antes era patrimonio de las izquierdas políticas; pero eso no tiene lugar por una evolución progresista de la situación internacional ni por una mejora de las condiciones humanas generales.
Los derechos humanos, en tanto forma de reivindicación de los principios que fundamentan la igualdad entre todos los miembros de la especie humana, tienen ya una larga historia y no son patrimonio exclusivo del pensamiento de izquierda: surgieron con las ascendentes burguesías europea y estadounidense. El mundo moderno, la concepción política y social de la industria capitalista, tiene como punto de partida los derechos humanos. Claro que -valga la salvedad- estos derechos (los llamados «de primera generación») son de carácter individual, atañen al ciudadano, a la figura de un ente personal. Los ideólogos de ese momento tan fecundo en la historia -los iluministas franceses, los padres fundadores norteamericanos- concibieron un mundo de las libertades del individuo, superando los lastres todavía feudales: monárquicos, teocéntricos. Pero de ninguna manera estos derechos, la formulación teórica de esos principios, su visión fundamentalmente jurídica, puede conectarse con lo que, un siglo más tarde, estaría proponiendo el marxismo, el socialismo como corriente política.
La Declaración Universal de los Derechos del Hombre dieciochesca (machista, ni siquiera se menciona a la mujer) no contempla como un eje fundamental la estructura económico-social. El acento está puesto totalmente en el ciudadano como ente político: libertad de expresión, de asociación, de locomoción. Debieron pasar años -y correr mucha sangre- para que las diferencias económicas fueran consideradas igualmente como algo atinente al ámbito de los derechos humanos generales (los llamados derechos colectivos); y mucho más aún para que se consideraran los llamados universales: derecho a la paz, a un medio ambiente sano, a las distintas opciones culturales.
De todos modos, por su nacimiento, por cómo fue tejiéndose su historia, el campo de los derechos humanos sigue estando asociado fundamentalmente a la esfera político-civil. Si bien no es una especialidad jurídica, todo apunta a esa identificación. En una aproximación rápida -y sin dudas superficial- puede llegar a identificárselos con democracia.
Sin embargo, los gobiernos de Estados Unidos, y los intelectuales orgánicos a su proyecto de dominación imperialista, han hecho del campo de los derechos humanos un motivo de manipulación política a todas luces cuestionable; en nombre de ellos y de la paz y la democracia (conceptos que manejan con la más absoluta ligereza, con el toque de show hollywoodense que marca casi todas sus elucubraciones) se han permitido dictaminar qué país es «democrático» (léase «buen aliado suyo») y cuál es «violador de derechos humanos», quién está por la paz mundial y quién no.
Con una visión simplificadamente maniquea de la realidad (que no se restringe a los actuales republicanos, que es ya histórica en su hegemonía desde el pasado siglo) el mensaje de Washington se reduce a calificar quién «apoya» las libertades y quién «las viola». Claro que la idea en juego es una absurda reducción a ‘bondades’ y ‘maldades’, poniendo el acento exclusivamente en el respeto a las libertades civiles individuales -como falso sinónimo de propiedad privada-. Desde hace algunas décadas, y como parte de su estrategia de dominación global, los Estados Unidos han montado una cruzada universal por la defensa de los derechos humanos. Cualquier proyecto que obstaculice sus intereses puede ser considerado «violador de los derechos humanos», y por tanto «obstáculo para la democracia y la paz mundial», o sea: sujeto de invasión, agresión, chantaje, presión o cualquier forma de intromisión que ayude a corregir esas «violaciones» que atentan, en definitiva, contra los intereses de Washington.
La maniobra es burda, brutal, grosera; pero a ninguna fuerza imperial -por lo que ha demostrado la historia- le interesan mucho las sutilezas. En realidad ningún imperio se mantiene sólo por su fuerza intelectual (más allá que también la tenga); se impone, mantiene y perpetúa por la fuerza bruta, por la fuerza militar, por el garrote más largo (como nuestros antepasados los trogloditas; no hemos avanzado mucho en verdad). Pero de todos modos, así sea como ejercicio intelectual, puede tomarse este manoseado campo de los derechos humanos y ver que los propios Estados Unidos -su gobierno, representando a sus factores de poder, que son las grandes corporaciones económicas multinacionales- son de los principales violadores a este respecto.
Para presentar una breve lista (sólo como muestra): constituye el único país del mundo que ha empleado armas atómicas ofensivas, no defensivas (contra Japón en dos oportunidades), con consecuencias devastadoras sobre toda materia viva en la región atacada aún hoy, más de 50 años después; usó armamento biológico prohibido (el defoliante conocido como Agente Naranja, del que arrojó unos 72 millones de litros sobre los bosques de Vietnam destruyendo un 14% de su cubierta vegetal con consecuencias monstruosas sobre la población); empleó bombas de racimo, igualmente prohibidas por tratados internacionales (en Afganistán y en Irak). Su gobierno mantiene ilegalmente detenido un número indeterminado de personas (entre 600 y 1.000) en el enclave militar de Guantánamo, que ocupa ilegalmente en Cuba contraviniendo una cantidad de regulaciones internacionales. Ni hablar siquiera de los vejámenes a que está sometiendo a población iraquí detenida en su propio territorio, de donde está robando recursos que no les pertenecen legalmente, y donde se mantiene con la razón de las armas y las torturas (las escandalosas fotos de estos días son una ínfima muestra de sus sistemáticas violaciones).
Si de defensa de derechos humanos se trata, la potencia imperialista es uno de los pocos países del mundo que mantiene la pena de muerte a su interior, con un promedio de una ejecución cada 5 o 6 días. Hasta hace muy pocas décadas el racismo imperante en esta nación -que se llena la boca hablando de derechos humanos y democracia- permitía la ejecución extrajudicial (linchamientos) de personas negras sin consecuencias legales para los culpables -se tienen registrados alrededor de 5.000- y una discriminación espantosa de esa misma minoría en la vida cotidiana: baños para blancos y baños para negros, buses para blancos y buses para negros, negocios para blancos y negocios para negros.
A raíz de los atentados del 11 de septiembre del 2001, los ciudadanos de este país han visto notoriamente recortadas sus garantías constitucionales en función de la lucha contra un difuso enemigo como es el terrorismo, por medio de la normativa conocida como «Ley Patriota»; la misma otorga a las instituciones federales facultades para vigilar las comunicaciones telefónicas y por correo electrónico, así como poder para registrar las casas de las personas sin una orden judicial. Igualmente permite investigar las informaciones financieras, médicas y de estudio de los ciudadanos sin causa probable de la existencia de un delito (acciones que según numerosos grupos de derechos humanos estadounidenses constituyen flagrantes violaciones a varias enmiendas de la Carta Magna, por lo que dicho cuerpo legal es anticonstitucional).
Es tragicómico que un país que hace apología de la violencia, donde cualquier persona puede comprar un arma de fuego personal con la misma facilidad que un electrodoméstico o una bicicleta, donde uno de los principales rubros de su economía está dado por la fabricación y exportación de armamentos, pueda hablar, hacer recomendaciones e intervenir militarmente en nombre de la paz. Es igualmente tragicómico que su gobierno pueda manipular una declaración de derechos humanos sobre Cuba (utilizando a países títeres como recientemente lo hiciera con Honduras) para solicitar castigos a la isla en nombre de la libertad y la vigencia del estado de derecho, luego de 40 años de una práctica tan ilegal como el bloqueo de la isla.
Según el recién aparecido Informa Anual 2004 de la organización Amnistía Internacional «el programa mundial de seguridad que promueve el gobierno de Estados Unidos carece de visión y de principios. Violar los derechos en el propio país, cerrar los ojos ante los abusos que se cometen en el exterior y utilizar la fuerza militar preventiva donde y cuando se le antoja ha causado daños a la justicia y a la libertad, y ha convertido el mundo en un lugar más peligroso.»
Por cierto que la lista de violaciones a los derechos humanos cometidos por el imperio es interminable; aquí sólo se presenta una pequeña muestra que nos puede ayudar en lo expositivo. Ahora bien: ¿dónde, ante quién, de qué manera presentamos la correspondiente denuncia por todos estos actos ilícitos? Insistimos: la fuerza de la razón palidece (no muere, palidece) ante la razón de la fuerza. Y mientras se imponga la fuerza bruta, ¿qué hacemos?
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