Por: Erich Fromm
Fuente: Del libro: “Marx y su concepto del hombre»
La concepción del socialismo en Marx se desprende de su concepto del hombre. Ya debería ser claro que, según este concepto, el socialismo no es una sociedad de individuos regimentados, automatizados, independientemente de que exista o no la igualdad de los ingresos e independientemente de que estén bien alimentados y vestidos.
No es una sociedad en la que el individuo esté subordinado al Estado, a la máquina, a la burocracia. Aunque el Estado como “capitalista abstracto”, fuera el patrono, aunque “todo el capital social existente se reuniese en una sola mano, bien en la de un capitalista individual, bien en la de una única sociedad capitalista”, esto no sería socialismo. En realidad, como dice muy claramente Marx en los Manuscritos económico-filosóficos, “el comunismo como tal no es el fin del desarrollo humano”. ¿Cuál es, pues, ese fin?
Evidentemente, el fin del socialismo es el hombre. Es crear una forma de producción y una organización de la sociedad en que el hombre pueda superar la enajenación de su producto, de su trabajo, de sus semejantes, de sí mismo y de la naturaleza; en la que pueda volver a sí mismo y captar al mundo con sus propias facultades, haciéndose uno, así, con el mundo. El socialismo era para Marx, como ha dicho Paul Tillich. “un movimiento de resistencia contra la destrucción del amor en la realidad social”.
Marx manifestó cuál era el fin del socialismo muy claramente al final del tercer volumen de El Capital: “En efecto, el reino de la libertad sólo empieza allí donde termina el trabajo impuesto por la necesidad y por la coacción de los fines externos; queda, pues, conforme a la naturaleza de la cosa, más allá de la órbita de la verdadera producción material. Así como el salvaje tiene que luchar con la naturaleza para satisfacer sus necesidades, para encontrar el sustento de su vida y reproducirla, el hombre civilizado tiene que hacer lo mismo bajo todas las formas sociales y bajo todos los posibles sistemas de producción. A medida que se desarrolla, desarrollándose con él sus necesidades se extiende este reino de la necesidad natural, pero al mismo tiempo se extienden también las fuerzas productivas que satisfacen aquellas necesidades. La libertad, en este terreno, sólo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente este su intercambio de materias con la naturaleza, lo pongan bajo su control común en vez de dejarse dominar por él como por un poder ciego, y lo llevan a cabo con el menor gasto posible de fuerzas y en las condiciones más adecuadas y más dignas de su naturaleza humana. Pero, con todo ello, siempre seguirá siendo éste un reino de la necesidad. Al otro lado de sus fronteras comienza el despliegue de las fuerzas humanas que se considera como fin en sí, el verdadero reino de la libertad, que sin embargo sólo puede florecer tomando como base aquel reino de la necesidad”.
Marx expresa aquí todos los elementos esenciales del socialismo. Primero, el hombre produce en una forma asociada, no competitiva; produce racionalmente y sin enajenación, lo que significa que la producción está bajo su control, en vez de dejarse dominar por ella como por una fuerza ciega. Esto excluye, claramente una concepción del socialismo donde el hombre sea manipulado por una burocracia, aunque esta burocracia regule toda la economía del Estado, en vez de una gran compañía. Significa que el individuo participa activamente en la planeación y en la ejecución de los planes; significa en una palabra, la realización de la democracia política y laboral. Marx esperaba que, mediante esta nueva forma de sociedad desenajenada, el hombre pudiera hacer independiente, pararse sobre sus propios pies y no seguir mutilado por el modo enajenado de producción y de consumo; que sería verdaderamente el dueño y creador de su propia vida y que comenzaría a hacer de la vida su principal ocupación, en vez de que ésta fuera la producción de los medios de vida. El socialismo, para Marx, nunca fue como tal la realización de la vida, sino la condición de esa realización. Cuando el hombre haya construido una forma racional, desenajenada de sociedad, tendrá la oportunidad de comenzar con lo que es el fin de la vida: el “despliegue de las fuerzas humanas que se considera como fin en sí, el verdadero reino de la libertad”. Marx, el hombre que leía todos los años las obras de Esquilo y de Shakespeare, que creó algunas de las más grandes obras del pensamiento humano, jamás habría soñado que el fin de su idea del socialismo pudiera interpretarse como el Estado “benefactor” o “de los trabajadores” bien alimentados bien vestidos. El hombre, en la visión de Marx, ha creado en el curso de la historia una cultura que podría hacer suya cuando se vea libre de las cadenas, no sólo de la pobreza económica, sino de la pobreza espiritual creada por la enajenación. La visión de Marx se basa en su fe en el hombre, en las potencialidades inherentes y reales de la esencia del hombre que se han desarrollado en la historia. Consideraba al socialismo como la condición de la libertad y la creatividad humanas, no creía que constituyera en sí el fin de la vida humana.
Para Marx, el socialismo (o el comunismo) no es una huída, abstracción o pérdida del mundo objetivo que los hombres han creado objetivando sus facultades. No es una vuelta empobrecida a la simplicidad primitiva y antinatural. Es más bien, el primer surgimiento real, la actualización genuina de la naturaleza del hombre como algo real. El socialismo para Marx, es una sociedad que permite la actualización de la esencia del hombre, al superar su enajenación. Es nada menos que la creación de las condiciones para un hombre verdaderamente libre, racional, activo e independiente; es la realización del fin profético: la destrucción de los ídolos.
El hecho de que Marx pudiera ser considerado como un enemigo de la libertad solo fue hecho posible por el fantástico fraude de Stalin, al pretender hablar en nombre de Marx, junto con la fantástica ignorancia acerca de Marx que existe en el mundo occidental. Para Marx, el fin del socialismo era la libertad, pero la libertad en un sentido mucho más radical que como la concibe la democracia existente: la libertad en un sentido de independencia, basada en la posibilidad del hombre para pararse sobre sus propios pies, utilizar sus propias fuerzas y relacionarse productivamente con el mundo. “La libertad –decía Marx- es hasta tal punto la esencia del hombre que hasta sus oponentes lo comprenden… Ningún hombre lucha contra la libertad; en todo caso, lucha contra la libertad de los otros. La libertad ha existido siempre, pues, en todas sus manifestaciones, sólo que algunas veces como privilegio especial y otras como derecho universal”.
El socialismo, según Marx, es una sociedad que sirve a las necesidades del hombre. Pero, preguntarán muchos, ¿no es eso precisamente lo que hace el capitalismo moderno? ¿No están nuestras grandes compañías ansiosas de servir a las necesidades del hombre? ¿Y no se dedican las grandes compañías de publicidad, con grandes esfuerzos que van desde las encuestas hasta los “análisis de motivación”, a tratar de descubrir cuáles son las necesidades del hombre? Y las necesidades sintéticas, artificialmente producidas.
Como se desprende de toda la concepción del hombre, sus verdaderas necesidades están arraigadas en su naturaleza; esta distinción entre necesidades verdaderas y falsas es posible sólo sobre la base de una visión de la naturaleza del hombre y de las verdaderas necesidades humanas enraizadas en su naturaleza. Las verdaderas necesidades del hombre son aquellas cuya satisfacción es necesaria para la realización de su esencia como ser humano. Como dice Marx: “La existencia de lo que realmente amo es experimentada por mí como una necesidad, sin la cual mi esencia no puede realizarse, satisfacerse ni completarse”. Sólo sobre la base de una concepción específica de la naturaleza del hombre puede establecer Marx la diferencia entre las necesidades verdaderas y falsas del hombre. Desde el punto de vista puramente objetivo, las necesidades falsas son experimentadas como si fueran tan urgentes y reales como las verdaderas y, con una perspectiva puramente subjetiva, no hay criterio para hacer la distinción. (En la terminología moderna podría diferenciarse entre las necesidades racionales (sanas) y las neuróticas). Con frecuencia el hombre sólo es consciente de sus necesidades falsas y permanece inconsciente ante las verdaderas. La tarea del estudioso de la sociedad es, precisamente, despertar al hombre para que pueda cobrar conciencia de las falsas necesidades ilusorias y de la realidad de sus necesidades verdaderas. El fin principal del socialismo, para Marx, es el reconocimiento y la realización de las verdaderas necesidades del hombre, que sólo será posible cuando la producción sirva al hombre y el capital deje de crear y explotar las necesidades falsas del hombre.
La concepción del socialismo de Marx es una protesta, como lo es toda la filosofía existencialista, contra la enajenación del hombre; si, como dice Aldous Huxley, “nuestros sistemas económicos, sociales e internacionales de la actualidad se basan, en gran medida, en el desamor organizado”, el socialismo de Marx es una protesta contra este mismo desamor, contra la explotación del hombre por el hombre y contra su explotación respecto de la naturaleza, el desprecio de nuestros recursos naturales a expensa de la mayoría de los hombres de hoy y más aún de las generaciones venideras. El hombre desenajenado, meta del socialismo como ya lo hemos demostrado, es el hombre que no “domina” a la naturaleza, sino que se identifica con ella, que está vivo y reacciona ante los objetos, de modo que los objetos cobran vida para él.
¿No significa todo esto que el socialismo de Marx es la realización de los impulsos religiosos más profundos, comunes a las grandes religiones humanistas del pasado? Así es, siempre que comprendamos que Marx, como Engels y otros muchos, expresa su preocupación por el alma del hombre no en términos teístas sino filosóficos.
Marx combatió la religión precisamente porque está enajenada y no satisface las verdaderas necesidades del hombre. Al combatir a Dios está combatiendo, en realidad, al ídolo llamado Dios. Ya de joven había escrito como lema de su disertación: “No carecen de Dios los que desprecian a los dioses de las masas sino los que atribuyen las opiniones de las masas a los dioses”. El ateísmo de Marx es la forma más avanzada de misticismo racional, más cerca de Mister Kart o del budismo Zen que la mayoría de aquellos que dicen combatir a favor de Dios y la religión y lo acusan de “ateísmo”.
No es posible hablar de la actitud de Marx hacia la religión sin mencionar la relación entre su filosofía de la historia y del socialismo con la esperanza mesiánica de los profetas del Antiguo Testamento y las raíces espirituales del humanismo en el pensamiento griego y romano. La esperanza mesiánica es, en realidad, un rasgo único en el pensamiento occidental. Los profetas del Antiguo Testamento no son sólo, como Lao Tsé o Buda, líderes espirituales; también son líderes políticos. Muestran al hombre una visión de cómo debe ser y lo confrontan con las alternativas entre las cuales debe escoger. La mayoría de los profetas del Antiguo Testamento comparten la idea de que la historia tiene un sentido, de que el hombre se perfecciona en el proceso de la historia y de que, eventualmente, creará un orden social de paz y justicia. Pero la paz y la justicia no significan para los profetas, la ausencia de guerras ni la ausencia de injusticias. La paz y la justicia son conceptos enraizados en toda la concepción del hombre del Antiguo Testamento. El hombre, antes de tener conciencia de sí, es decir antes de ser humano, vive en unidad con la naturaleza (Adán y Eva en El Paraíso). El primer acto de libertad, que es la capacidad para decir “no”, le abre los ojos y se contempla como un extraño en el mundo, acosado por los conflictos con la naturaleza, entre el hombre y el hombre, entre el hombre y la mujer. El proceso de la historia es el proceso mediante el cual el hombre desarrolla sus cualidades específicamente humanas, sus facultades de amar y de comprender; y una vez que ha realizado su plena humanidad puede volver a la unidad perdida entre él y el mundo. Esta nueva unidad es diferente, sin embargo de la preconciente que existía antes de comenzar la historia. Es la concordia del hombre consigo mismo, con la naturaleza y sus semejantes, basado en el hecho de que el hombre se ha creado a sí mismo en el proceso histórico. En el pensamiento del Antiguo Testamento Dios se revela en la historia (“El Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob”) y en la historia, no en un estado que trascienda a la historia, reside la salvación del hombre. Esto significa que los fines espirituales del hombre están inseparablemente relacionados con la transformación de la sociedad; la política no es, básicamente, un campo que pueda divorciarse de los valores morales y de la autorrealización del hombre.
En el pensamiento griego (y helenístico) y en el romano surgieron ideas semejantes. Desde Zenón, fundador de la filosofía estoica, hasta Séneca y Cicerón, los conceptos del derecho natural y de la igualdad del hombre ejercieron una poderosa influencia sobre los espíritus de los hombres y, unidos a la tradición de los profetas, son la base del pensamiento cristiano.
Aunque el cristianismo, especialmente desde San Pablo, tendió a transformar el concepto histórico de la salvación en un concepto “sobrenatural”, puramente espiritual y aunque la Iglesias e convirtió en un sustituto de la “sociedad buena”, esta transformación no fue de ninguna manera total. Los primeros padres de la Iglesia expresan una crítica radical al Estado existente; el pensamiento cristiano de la Alta Edad Media critica a la autoridad secular y al Estado desde el punto de vista del derecho divino y natural. Este punto de vista subraya que la sociedad y el Estado no deben divorciarse de los valores espirituales originados en la revelación y la razón (el intelecto en el sentido “escolástico” de la palabra). Después, la idea mesiánica fue expresada en forma aún más radical en las sectas cristianas anteriores a la Reforma, hasta la Sociedad de Amigos de nuestra época (los cuáqueros).
La principal corriente de pensamiento mesiánico no se expresó, sin embargo, después de La Reforma, en el pensamiento religioso, sino en el pensamiento filosófico, histórico y social. Se expresó un poco indirectamente en las grandes utopías del Renacimiento, en la que el mundo nuevo no está en un futuro distante, sino en un lugar distante. Se expresó en el pensamiento de los filósofos de la Ilustración y de las Revoluciones francesa e inglesa. Encontró su última y más completa expresión en el concepto del socialismo de Marx. Cualquiera que haya podido ser la influencia directa sobre él de las ideas del Antiguo Testamento, a través de Moses Hess, no hay duda de que la tradición mesiánica de los profetas lo influyó indirectamente, a través del pensamiento de los filósofos de la Ilustración y, especialmente, a través del pensamiento de Espinosa, Goethe y Hegel. Lo que es común al pensamiento de los profetas, al pensamiento cristiano del siglo XIII, a la Ilustración del siglo XVIII y al socialismo del siglo XIX es la idea de que el Estado (la sociedad) y los valores espirituales no pueden divorciarse entre sí; que los valores políticos y morales son indivisibles. Esta idea fue atacada por los conceptos seculares del Renacimiento (Maquiavelo) y después por el secularismo del Estado moderno. Al parecer, el hombre occidental, siempre que se vio influido por gigantescas conquistas materiales, se entregó sin restricciones a las nuevas fuerzas que había adquirido y, embriagado con estas nuevas fuerzas, se olvidó a sí mismo. La élite de estas sociedades se dejó dominar por la obsesión del poder, el lujo y la manipulación de los hombres, y las masas los imitaron. Esto sucedió en el Renacimiento con su nueva ciencia. Los descubrimientos de nuevas tierras, los prósperos Estados –ciudades del Norte de Italia; sucedió nuevamente con el explosivo desarrollo de la primera revolución industrial y de la segunda y actual.
Pero este desarrollo se ha complicado con la presencia de otro factor. Si el Estado o la sociedad debe servir a la realización de ciertos valores espirituales, existe el peligro de que una autoridad suprema obligue al hombre a pensar y conducirse de una determinada manera. La incorporación de ciertos valores objetivamente válidos la vida social tiende a producir el autoritarismo. La autoridad espiritual de la Edad Media era la Iglesia católica. El protestantismo combatió a esta autoridad, prometiendo primero una mayor independencia al individuo, sólo para hacer del Estado principesco el dueño indiscutido y arbitrario del cuerpo y el alma del hombre. La rebelión contra la autoridad del príncipe se produjo en nombre de la nación y, durante cierto tiempo, el Estado nacional prometía ser el representante de la libertad. Pero pronto el Estado nacional se dedicó a la protección de l os intereses nacionales de los que poseían capitales y podían explotar, por tanto, el trabajo de la mayoría de la población. Algunas clases de la sociedad protestaron contra este nuevo autoritarismo e insistieron en la liberación del individuo de la interferencia de la autoridad secular. Este postulado del liberalismo, que pretendía proteger la “libertad de”, conducía por otra parte, a la insistencia a que el Estado y la sociedad no debían tratar de realizar la “libertad para”, es decir, el liberalismo debía insistir no sólo en la separación de la Iglesia y el Estado sino que tenía que negar también que la función del Estado fuera a contribuir a realizar ciertos valores espirituales y morales; se consideraba que estos valores eran exclusivamente cuestión del individuo.
El socialismo (en su forma marxista y en otras) volvió a la idea de la “sociedad buena” como condición para la realización de las necesidades espirituales del hombre. Era antiautoritario, por lo que se refiere a la Iglesia y al Estado, y tendía por tanto a la eventual desaparición del Estado y al establecimiento de una sociedad compuesta por individuos que cooperan voluntariamente. Su fin era una reconstrucción de la sociedad para convertirla en la base de la verdadera vuelta del hombre a sí mismo, sin la presencia de aquellas fuerzas autoritarias que restringían y empobrecían el espíritu del hombre.
Así, el marxismo y otras formas del socialismo son herederas del mesianismo profético, del sectarismo cristiano quiliástico, del tomismo del siglo XIII, del utopismo del Renacimiento y de la Ilustración del siglo XVIII. Es la síntesis de la idea profético-cristiana de la sociedad como el plano de la realización espiritual y de la idea de la libertad individual. Por esta razón, se opone a la Iglesia por su restricción al espíritu y al liberalismo por su separación de la sociedad y los valores morales. Se opone al stalinismo y al jruchovismo, por su carácter autoritario y por su descuido de los valores humanistas.
El socialismo es la abolición de la enajenación del hombre, la recuperación del hombre como verdadero ser humano. “es la resolución definitiva del antagonismo entre el hombre y la naturaleza y entre el hombre y el hombre. Es la verdadera solución del conflicto entre la existencia y la esencia, entre la objetivación y la autoafirmación, entre la libertad y la necesidad, entre el individuo y la especie. Es una solución del dilema de la historia y sabe que es esta solución.”. Para Marx, el socialismo significaba el orden social que permite la recuperación del hombre, la identificación entre existencia y esencia, la superación de la separación y el antagonismo entre sujeto y objeto. La humanización de la naturaleza; significa un mundo en el que el hombre no es ya un extraño entre extraños, sino está en su mundo, donde se siente como en su propia morada.
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