El socialismo

Por: Erich Fromm
Fuente: (Extracto de su libro Psicoanálisis de la Sociedad Contemporánea)

Primera Parte (anarquismo).

Al lado del autoritarismo fascista o stalinista y del supercapitalismo del tipo de la administración de los incentivos, la tercera de las grandes reacciones a la crítica del capitalismo es la teoría socialista.

Es esencialmente una visión teórica, al contrario del fascismo y del stalinismo, que se convirtieron en realidades políticas y sociales. Ello es así a pesar de que durante más o menos tiempo estuvieron en el poder gobiernos socialistas en Inglaterra y en los Países Escandinavos, ya que la mayoría en que su poder descansaba era tan pequeña, que no pudieron transformar la sociedad más allá de lo que permitieron los titubeantes comienzos de realización de su programa.

Infortunadamente, al tiempo de escribir esto, las palabras «socialismo» y «marxismo» llevan una carga emocional tan fuerce, que es difícil discutir estos problemas en un ambiente de calma. Actualmente, en muchas personas esas palabras van asociadas a «materialismo», «ateísmo», «matanzas»: en suma, a cosas malas y perniciosas. No puede comprenderse esa reacción si no es teniendo en cuenta el grado en que las palabras pueden asumir una función mágica, y el descenso del pensamiento racional, es decir, de la objetividad, tan característico de nuestra época.

La reacción irracional que suscitan las palabras socialismo y marxismo se ve reforzada con una ignorancia notable por parte de quienes padecen ataques de histerismo cuando oyen esas palabras. A pesar de que todas las obras de Marx y de otros socialistas están a disposición de todo el mundo para leerlas, la mayoría de los que alientan los sentimientos más fuertes contra el socialismo y el marxismo no han leído nunca una palabra de Marx, y otros muchos sólo tienen de ellas un conocimiento muy superficial. Si no fuera así, sería imposible que individuos con cierto grado de penetración y de razón tuvieran una idea tan tergiversada del socialismo y del marxismo como es corriente hoy. Hasta muchos liberales, y aun quienes están relativamente libres de reacciones histéricas, creen que el «marxismo» es un sistema basado en la idea de que el interés por la ganancia material es la fuerza más activa del hombre, y que se propone estimular la codicia material y su satisfacción. Sólo con que recordemos que el principal argumento en favor del capitalismo es la idea de que el interés por la ganancia material es el principal incentivo para el trabajo, fácilmente se advertirá que el mismo materialismo que se atribuye al socialismo es el rasgo más característico del capitalismo; y si alguien se toma el trabajo de estudiar a los escritores socialistas con un mínimum de objetividad, advertirá que su orientación es exactamente la opuesta, que critican al capitalismo por su materialismo, por su efecto mutilador sobre las facultades genuinamente humanas del hombre. En realidad, el socialismo en todas sus diversas escuelas sólo puede entenderse como uno de los movimientos más significativos, idealistas y morales de nuestro tiempo.

Aparte de todo lo demás, no puede uno por menos de deplorar la estupidez política de ese falseamiento del socialismo por parte de las democracias occidentales. El stalinismo obtuvo sus victorias en Rusia y en Asia por la atracción misma que la idea socialista ejerce sobre grandes masas de la población del mundo. La atracción está en el idealismo mismo de la concepción socialista, en el estímulo espiritual y moral que da. Así como Hitler empleó la palabra «socialismo» para dar mayor atractivo a sus ideas raciales y nacionalistas, Stalin exploró los conceptos de socialismo y de marxismo para su propaganda. Su pretensión es falsa en los puntos esenciales. Aisló el aspecto puramente económico del socialismo, el de la socialización de los medios de producción, de la concepción socialista en su totalidad, y pervirtió sus objetivos humanos y sociales convirtiéndolos en sus contrarios. Actualmente, el sistema stalinista, no obstante la propiedad por el estado de los medios de producción, está quizás más próximo a las formas primeras y puramente explotadoras del capitalismo occidental, que a cualquier idea concebible de una sociedad socialista. Sus principales resortes son la obsesión por el progreso industrial, la desconsideración despiadada hacia el individuo y el ansia de poder personal. Aceptando la tesis de que el socialismo y el marxismo son más o menos idénticos al stalinismo, hacemos a los stalinistas el mayor servicio que podrían desear en el campo de la propaganda. En vez de mostrar la falsedad de sus pretensiones, las confirmamos. Esto no es quizá un problema importante en los Estados Unidos, donde las ideas socialistas no ejercen gran atractivo sobre la mentalidad de las gentes, pero es un problema muy grave para Europa, y especialmente para Asia, donde la verdad es lo contrario. Para combatir la atracción del stalinismo en esas partes del mundo, tenemos que revelar ese engaño, y no confirmarlo.

Hay diferencias considerables entre las diversas escuelas de ideología socialista, tal como se desarrollaron desde fines del siglo XVIII, y esas diferencias son significativas. Sin embargo, las discusiones entre los representantes de las diversas escuelas oscurecen, como ocurre muchas veces en la historia del pensamiento, el hecho de que el elemento común a los diferentes pensadores socialistas es mucho mayor y más decisivo que las diferencias.

El socialismo como movimiento político, y al mismo tiempo como teoría relativa a las leyes de la sociedad y diagnóstico de sus males, puede decirse que empezó en la Revolución Francesa, con Babeuf, que habló en favor de la abolición de la propiedad privada de la tierra y pidió el consumo en común de sus frutos y la supresión de las diferencias entre ricos v pobres, entre gobernantes y gobernados. Creía que había llegado el tiempo de una República de los Iguales (égalitaires) y «de abrir para todos la gran casa (fyapice) hospitalaria».

En contraste con la teoría relativamente simple y primitiva de Babeuf, Carlos Fourier, cuya primera publicación, Théorie des Quatre Mouvements, apareció en 1808, ofrece una teoría y un diagnóstico de la sociedad más complicados y elaborados. Hace del hombre y sus pasiones la base para conocer la sociedad, y cree que una sociedad sana debe servir no tanto al objetivo de aumentar la riqueza material como a la realización de nuestra pasión básica, el amor fraternal. Entre las pasiones humanas, destaca particularmente la «pasión del mariposeo», la necesidad de cambio que el hombre experimenta, que corresponde a las muchas y diversas potencialidades presentes en todo ser humano. El trabajo seria un placer (travail attrayant) y bastaría dedicarle dos horas diarias. Contra la organización universal de grandes monopolios en todas las ramas de la industria, postula asociaciones públicas en el campo de la producción y del consumo, asociaciones libres y voluntarias en que el individualismo se combinará espontáneamente con el colectivismo. Sólo de esa manera puede la tercera etapa histórica, la de la armonía, suceder a las dos anteriores, las de las sociedades basadas en las relaciones entre esclavo y amo y entre asalariados y patronos.

Mientras Fourier fue un teórico de mentalidad un tanto obsesionada, Roberto Owen fue un hombre práctico, director y propietario de una de las fábricas de tejidos mejor dirigidas de Escocia. También para Owen el objetivo de una sociedad nueva no era el de aumentar la producción, sino la mejora del hombre, que es la cosa más valiosa de todas. Como las de Fourier, sus ideas se fundan en consideraciones psicológicas sobre el carácter del hombre. Aunque los hombres nacen con ciertos rasgos característicos, su carácter lo determinan únicamente las circunstancias en que viven. Si las condiciones sociales de la vida son satisfactorias, en el carácter del hombre se desarrollarán las virtudes que le son inherentes. Creía que los hombres sólo habían sido enseñados en todo el transcurso de la historia a defenderse a sí mismos o a destruir a los demás. Hay que crear un orden social nuevo en que los hombres sean educados en principios que les permitan actuar unidos, y crear vínculos verdaderos y auténticos entre los individuos. Cubrirán la tierra grupos federados de trescientas a dos mil personas, organizados de acuerdo con el principio del servicio colectivo dentro de cada grupo y de unos grupos con otros. En cada comunidad, el gobierno local trabajará en la armonía más estrecha con cada individuo.

En las obras de Proudhon se encuentra una condenación todavía más radical del principio de la autoridad y la jerarquía. Para Proudhon, el problema central no es la sustitución de un régimen político por otro, sino la estructuración de un orden político que sea expresión de la sociedad misma. Ve en la organización jerárquica de la autoridad la causa primera de todos los desórdenes y males sociales, y cree que «las limitaciones a las funciones del estado son cosa de vida o muerte para la libertad tanto colectiva como individual».

«Mediante el monopolio —dice—, la humanidad se ha posesionado del globo, y mediante la asociación se convertirá en su verdadero amo.» Su visión de un orden social nuevo se basa en la idea de «…reciprocidad, y los trabajadores, en vez de trabajar para un patrono que les paga y se guarda las ganancias, trabajarán el uno para el otro y colaborarán en la obtención de una ganancia común que se repartirán entre sí.» Lo que para él es esencial, es que esas asociaciones sean libres y espontáneas, y no impuestas por el estado, como los talleres nacionales sostenidos por el estado, que pedía Luis Blanc. Ese sistema de control del estado —dice—, supondría muchas grandes asociaciones «en que el trabajo sería reglamentado, y a lo último esclavizado, mediante la política estatal del capitalismo. ¿Qué habrían ganado la libertad, la felicidad universal, la civilización? Nada. No habríamos hecho otra cosa que cambiar de cadenas, y la idea social no habría dado ni un solo paso adelante; seguiríamos bajo el mismo poder arbitrario, por no decir bajo el mismo fatalismo económico.»Nadie vio el peligro que había de ser una realidad con el stalinismo, más claramente que Proudhon, ya a mediados del siglo XIX, como lo indica el párrafo que acabamos de citar. También se dio cuenta del peligro del dogmatismo, que había de resultar tan desastroso en el desarrollo de la teoría marxista, y lo expresó claramente en una carta a Marx: «Busquemos juntos, si usted quiere —le escribe—, las leyes de la sociedad, la manera como se cumplen, el método según el cual podemos descubrirlas; pero, por el amor de Dios, después de haber demolido todos los dogmas, no pensemos en adoctrinar al pueblo nosotros también; no caigamos en la contradicción de vuestro compatriota Lutero, que empezó con excomuniones y anatemas para fundar ,1a teología protestante, después de haber rechazado la teología católica.» El pensamiento de Proudhon se basa en una concepción ética cuya primera máxima es el respeto de sí mismo. Del respeto a sí mismo se sigue el respeto al prójimo como segunda máxima moral. Esta concepción del cambio interior del hombre como base de un nuevo orden social la expresó Proudhon en una carta en que dice: «El Viejo Mundo esta en un proceso de disolución… y sólo se le puede cambiar con una revolución integral en las ideas y en los corazones…»

El mismo darse cuenta de los peligros de la centralización, y la misma fe en las potencias productoras del hombre, aunque mezclados con una florificación romántica de la destrucción, se encuentran en los escritos de Miguel Bakunin, quien en una carta de 1868 dice: «El gran maestro de todos nosotros, Proudhon, dijo que la combinación más desdichada que podría tener lugar sería que el socialismo se uniera con el absolutismo: la lucha del pueblo por la libertad económica y el bienestar material a través de la dictadura y la concentración de todos los poderes políticos y sociales en el estado. Que el futuro nos proteja contra los favores del despotismo; pero que nos libre de las desgraciadas consecuencias y entontecimientos del socialismo endoctrinado o de estado… Nada vivo y humano puede prosperar sin libertad, y una forma de socialismo que acabara con la libertad o que no la reconociera como único principio y base creadores, nos llevaría directamente a la esclavitud y la bestialidad.»

Cincuenta años después de la carta de Proudhon a Marx, Pedro Kropotkin resumió su idea del socialismo diciendo que el desenvolvimiento más pleno del individuo «se combinará con el mayor desarrollo de la asociación voluntaria en todos sus aspectos, en todos los grados posibles y para todos los fines posibles; asociación sin cesar cambiante, que lleva en sí misma los elementos de su propia duración, que toma las formas que mejor corresponden, en cualquier momento dado, a los múltiples esfuerzos de todos.» Kropotkin, como muchos de sus predecesores socialistas, destacaba las tendencias inherentes a la cooperación y la ayuda mutua presentes en el hombre y en el reino animal.

Continuador del pensamiento humanístico y ético de Kropotkin fue uno de los últimos grandes representantes de la ideología anarquista, Gustavo Landauer. Refiriéndose a Proudhon, dice que la revolución social no se parece nada a ninguna revolución política, que «aunque no puede tomar vida ni seguir viviendo sin una buena cantidad de esta última, es, no obstante, una estructura pacífica, una organización de espíritu nuevo para un espíritu nuevo, y nada más.» Definía la misión de los socialistas y de su movimiento en estos términos: «comenzar a relajar el endurecimiento de los ánimos, para que lo sumergido vuelva a la superficie, para lo que verdaderamente vivo, que ahora parece totalmente muerto, pueda desplegarse a crecer de nuevo.»

Segunda Parte (marxismo).

El examen de las teorías de Marx y Engels requiere mayor espacio que el de las ideas de los otros pensadores socialistas, en parte porque sus teorías son mas complicadas y cubren un campo mucho más amplio, aparte de que no dejan de entrañar algunas contradicciones, y en parte porque la escuela socialista marxista se ha convertido en la forma predominante que ha tomado en el mundo el pensamiento socialista.

Como para todos los demás socialistas, el elemento básico para Marx es el hombre. «Ser radical —escribió en una ocasión— significa ir a la raíz, y la raíz es el hombre mismo.» La historia del mundo no es otra cosa que la creación del hombre, la historia del nacimiento del hombre. Pero toda la historia es también la historia de la enajenación del hombre de sí mismo, de sus propias potencias humanas; «la. consolidación de nuestra propia producción en una fuerza objetiva que está por encima de nosotros, fuera de nuestro control, que defrauda nuestras esperanzas, que aniquila nuestros cálculos, es uno de los principales factores e todo el proceso histórico previo». El hombre ha sido objeto de las circunstancias, y debe convertirse en sujeto, de suerte que «el hombre se convierta en el ser más elevado para el hombre». La libertad, para Marx, no es sólo la libertad respecto de los opresores políticos, sino la liberación del hombre del dominio de las cosas y las circunstancias. El hombre libre es el hombre rico, pero no el hombre rico en el sentido económico, sino en el sentido humano. Para Marx, el hombre rico es el que es mucho, no el que tiene mucho.

El análisis de la sociedad y del proceso histórico debe partir del hombre, no de una abstracción, sino del hombre real y concreto, con sus cualidades fisiológicas y psicológicas. Debe empezar con una concepción de la esencia del hombre, y el estudio de la economía y de la sociedad sirve únicamente para saber cómo han mutilado al hombre las circunstancias, cómo se ha enajenado de sí mismo y de sus potencias. La naturaleza del hombre no puede deducirse de la manifestación específica de la naturaleza humana, tal como la engendró el sistema capitalista. Nuestra finalidad debe consistir en saber lo que es bueno para el hombre. Pero —dice Marx— «para saber lo que es útil para un perro debemos estudiar la naturaleza del perro. Esa naturaleza no puede ser deducida del principio de utilidad. Aplicando esto al hombre, quien critique todos los actos, movimientos, relaciones, etc., humanos, por el principio de utilidad, debe tratar primero de la naturaleza humana en general, y después de la naturaleza humana tal como es modificada en cada época histórica. Bentham no se ocupa para nada de esto. Con la más espantosa ingenuidad, toma al tendero moderno, y en especial al tendero inglés, por el hombre normal.»

La finalidad del desenvolvimiento del hombre es, para Marx, una nueva armonía entre hombre y hombre, y entre el hombre y la naturaleza, un desenvolvimiento en que la relación del hombre con su semejante corresponda a su necesidad humana más importante. Para él, el socialismo es «una asociación en que el desenvolvimiento libre de cada uno es la condición básica para el desenvolvimiento de todos», una sociedad en que «el pleno y libre desarrollo de cada individuo es el principio directivo». A esa finalidad la llama la realización del naturalismo y del humanismo, y dice que difiere «del idealismo tanto como del materialismo y, sin embargo, reúne lo que hay de verdad en ambos».

¿Cómo cree Marx que puede conseguirse esa «emancipación del hombre»? Su solución tiene por base la idea de que en el modo capitalista de producción ha alcanzado su cima el proceso de autoenajenación, porque la energía física del hombre se ha convertido en una mercancía, y en consecuencia el hombre se ha convertido en una cosa. La clase trabajadora —dice—, es la más enajenada de todas, y por esta misma razón es la que debe dirigir la lucha por la emancipación humana. Marx ve en la socialización de los medios de producción la condición necesaria para la transformación del hombre en un participante activo y responsable en el proceso social y económico, y para colmar la brecha existente entre el individuo y la naturaleza social del hombre. «Sólo cuando el hombre ha reconocido y organizado sus ‘propias fuerzas’ como fuerzas sociales (no es necesario, pues, como creía Rousseau, cambiar la naturaleza del hombre, privarlo de sus ‘propias fuerzas’ y darle otras nuevas de carácter social) y, en consecuencia, no separe de sí mismo su poder social en forma de poder político (es decir, no haga del estado la esfera del gobierno organizado), sólo entonces se conseguirá la emancipación de la humanidad.»

Supone Marx que si el trabajador deja de ser «empleado», cambiarán la naturaleza y el carácter de su proceso de trabajo. El trabajo se convertirá en una expresión significativa de las potencias humanas, y no será una faena sin sentido. Lo importante que era para Marx esta nueva concepción del trabajo, se ve claramente cuando se tiene en cuenta que llegó a criticar la propuesta para la abolición total del trabajo infantil, que el Partido Socialista Alemán formuló en el Programa de Gotha. Aunque estaba, naturalmente, contra la explotación de los niños, se oponía al principio de que los niños no debían trabajar, sino que pedía que se combinaran educación y trabajo manual. «Del sistema fabril —dice— brotó, como Roberto Owen nos ha hecho ver detalladamente, el germen de la educación del futuro, educación que combinará, para todos los niños mayores de determinada edad, el trabajo productivo y la instrucción y las humanidades, no sólo como uno de los métodos para aumentar la eficacia de la producción, sino como el único método para producir seres humanos plenamente desarrollados.» Para Marx, como para Fourier, el trabajo debe hacerse atractivo y corresponder a las necesidades y deseos del hombre. Por esta razón sugiere, como lo habían hecho Fourier y otros, que nadie se especializara en una clase determinada de trabajo, sino que trabajara en diferentes ocupaciones, de acuerdo con sus diferentes intereses y capacidades.

Marx vio en la transformación económica de la sociedad del capitalismo al socialismo el medio decisivo para la liberación y emancipación de los hombres, para la «verdadera democracia». .Aunque en sus últimos escritos el estudio de las cuestiones económicas tiene un papel mayor que el hombre y sus necesidades humanas, la actividad económica no por eso se convierte en un fin en sí misma, y no deja nunca de ser un medio para satisfacer las necesidades humanas. Resulta esto particularmente claro en su examen de lo que llama «comunismo vulgar», por lo que entiende un comunismo que concede importancia exclusiva a la abolición de la propiedad privada de los medios de producción. «La propiedad material, inmediata, sigue siendo para él [para el comunismo vulgar] el único objeto de la vida y la existencia; la cualidad del trabajo no cambia, sino que se extiende a todos los seres humanos… Este comunismo, al negar totalmente la personalidad del hombre, no es sino la expresión consecuente de la propiedad privada, la cual es, exactamente, la negación del hombre… El comunismo vulgar no es sino la envidia llevada a la perfección, y el proceso de nivelación a base de un mínimum imaginado… Lo poco que esa abolición de la propiedad privada tiene de verdadera apropiación [de potencialidades humanas] lo demuestra la negación abstracta del mundo todo de la educación y la civilización; la vuelta a la simplicidad antinatural del hombre pobre no es un paso más allá de la propiedad privada, sino una fase a la que todavía no ha llegado la propiedad privada»

Mucho más complicadas, y en muchos aspectos contradictorias, son las opiniones de Marx y Engels sobre el problema del estado. Es indudable que Marx y Engels eran de opinión que la finalidad del socialismo no sólo era una sociedad sin clases, sino una sociedad sin estado, sin estado por lo menos en el sentido, como señaló Engels, de que el estado tendría por misión «administrar las cosas», y no «gobernar a las personas». En 1874 dijo Engels, totalmente de acuerdo con la manifestación que Marx formuló en 1872 en el informe de la comisión que examinó las actividades de los bakuninistas, «que todos los socialistas estaban de acuerdo en que el estado desaparecería a consecuencia de la victoria del socialismo». Esas opiniones antiestatales de Marx y Engels, y su oposición a toda forma centralizada de autoridad política, hallaron expresión particularmente clara en las declaraciones de Marx sobre la Commune de París. En su discurso ante el Consejo General de la Internacional acerca de la guerra civil en Francia, Marx subrayó la necesidad de la descentralización, en vez de un poder estatal centralizado, cuyos orígenes están en el principio de la monarquía absoluta. Habría una comunidad ampliamente descentralizada. «Las pocas, pero importantes funciones que se dejaran aún para un gobierno central, habían de encomendarse a funcionarios comunales, es decir, rigurosamente responsables… El régimen comunal habría devuelto al cuerpo social todas las fuerzas que hasta ahora consumía el monstruo parasitario, el ‘Estado’, que se nutre de la sociedad y entorpece su libre movimiento.»Marx ve en la Commune «la forma política, descubierta, al fin, en la que puede lograrse la liberación económica de los obreros». La Commune quería convertir «la propiedad individual en realidad, al hacer de los medios de producción, del suelo y del capital, simples instrumentos del trabajo libre y asociado»; asociado precisamente en las cooperativas de producción.

Eduardo Bernstein señaló la analogía entre esos conceptos de Marx y las ideas antiestatales y anticentralistas de Proudhon, aunque Lenin pretendía que los comentarios de Marx no indicaban de ningún modo que fuera favorable a la descentralización. Parece que tanto Bernstein como Lenin tenían razón en sus interpretaciones de las ideas de Marx-Engels, y que la solución de la contradicción está en que Marx era partidario de la descentralización y de la desaparición del estado como fines por los que debía luchar el socialismo y a los que llegaría finalmente, pero pensaba que esto ocurriría sólo después, y no antes de que la clase obrera hubiera tomado el poder político y transformado el estado. La toma del estado era para Marx el medio necesario para llegar al fin, que es su abolición.

Sin embargo, si se tienen en cuenta las actividades de Marx en la Primera Internacional y su dogmática e intolerante actitud contra todo el que discrepara de él aun en la cosa más ligera, es indudable que la interpretación centralista de sus ideas por Lenin no era en nada injusta para Marx, aunque el acuerdo descentralizador de Marx con Proudhon formaba también parte legítima de sus opiniones y teorías. En ese mismo centralismo de Marx está la base del trágico desenvolvimiento que la idea socialista tuvo en Rusia. Aunque Lenin quizá esperaba al menos el logro final de la descentralización, idea que en realidad estaba implícita en la concepción de los soviets, donde la facultad de adoptar decisiones tenía sus raíces en el plano más reducido y más concreto de los grupos descentralizados, el stalinismo desarrolló uno de los lados de la contradicción, o sea el principio de la centralización, en la práctica de la organización estatal más despiadada que el mundo moderno ha conocido, y que superó aun al principio centralizador que siguieron el fascismo y el nazismo.

En Marx, la contradicción es más profunda de lo que se manifiesta en esa contradicción entre los principios de centralización y descentralización. Por una parte, Marx, como todos los otros socialistas, estaba convencido de que la emancipación del hombre no era primordialmente una cuestión política, sino una cuestión económica y social; y que no había que buscar la libertad en el cambio de la forma política del estado, sino en la transformación económica y social de la sociedad. Por otra parte, y a pesar de sus propias teorías, Marx y Engels estaban, en muchos aspectos, imbuidos del concepto tradicional del predominio de la esfera política sobre las esferas socioeconómicas. No pudieron liberarse de la idea tradicional sobre la importancia del estado y del poder político, de la idea de la primordial importancia del mero cambio político, idea que había sido el principio guía de las grandes revoluciones de la clase media en los siglos XVII y XVIII. En este respecto, Marx y Engels fueron pensadores mucho más «burgueses» que hombres como Proudhon, Bakunin, Kropotkin y Landauer. Aunque parezca paradójico, el desenvolvimiento leninista del socialismo representa una regresión a los conceptos burgueses del estado y del poder político, y no el nuevo concepto socialista, que expusieron mucho más claramente Owen, Proudhon y otros. Esta paradoja del pensamiento de Marx ha sido claramente señalada por Buber: «Marx —dice— tomó de la idea de las comunas estos elementos inseparables, pero sin confrontarlos con su propio centralismo y sin decidir entre ambos. El hecho de que no se percatara, por lo visto, de la profunda problemática que aquí se pone de manifiesto estriba en la hegemonía del punto de vista político, hegemonía que existía para él en todos los casos en que se trataba de la revolución, su preparación y su obra. De los tres modos de pensamiento en cosas de la vida pública: el económico, el social y el político, Marx dominó el primero con metódica maestría, se entregaba al tercero con pasión y sólo raras veces —por absurdo que esto parezca a un marxista incondicional— abordó más de cerca al social, que nunca fue determinante para él.»

Estrechamente relacionada con el centralismo de Marx está su actitud hacia la acción revolucionaria. Aunque es cierto que Marx y Engels admitían que el dominio socialista del estado no tenía que ser conseguido necesariamente por la fuerza y la revolución (como por ejemplo, en Inglaterra y los Estados Unidos), es igualmente cierto que en general pensaban que la clase trabajadora tenía que tomar el poder por una revolución, para realizar sus finalidades. En realidad, eran partidarios del servicio militar obligatorio para todo el mundo, y, en ocasiones, de las guerras internacionales, como medios que facilitarían la toma revolucionaria del poder. Nuestra generación ha visto los trágicos resultados de la fuerza y la dictadura en Rusia: hemos visto que la aplicación de la fuerza dentro de una sociedad, destruye el bienestar humano tanto como su aplicación a las relaciones internacionales en forma de guerra. Pero cuando hoy se acusa a Marx primordialmente por su defensa de la fuerza y la revolución, se tergiversan los hechos. La idea de la revolución política no es una idea específicamente marxista ni socialista, sino que es la idea tradicional de la clase media, de la sociedad burguesa, en los trescientos últimos años. Como la clase media creía que la abolición del poder político ejercido por una monarquía, y la toma del mismo por el pueblo, era la solución del problema social, se consideraba la revolución política como el medio para alcanzar la libertad. Nuestra democracia moderna es resultado de la fuerza y la revolución; la revolución de Kerensky en 1917 y la revolución alemana de 1918 fueron calurosamente saludadas en los países democráticos occidentales. Fue un error trágico de Marx, error que contribuyó al desarrollo del stalinismo, no haberse librado e la supervaloración tradicional del poder político y de la fuerza; pero esas ideas formaban parte de la herencia antigua, y no de la nueva concepción socialista.

Hasta el más breve examen de las ideas de Marx sería incompleto sin una referencia a su teoría del materialismo histórico. En la historia de las ideas, esta teoría es probablemente la contribución más duradera e importante de Marx al conocimiento de las leyes que gobiernan a la sociedad. Su premisa es que, antes de que el hombre pueda dedicarse a cualquier tipo de actividad cultural, tiene que producir los medios para su subsistencia física. El modo como produce y consume está determinado por diversas condiciones objetivas: su propia constitución fisiológica, las potencias productivas que tiene a su disposición y que, a su vez, están condicionadas por la fertilidad del suelo, los recursos naturales, las comunicaciones y las técnicas que inventa. Marx postulaba que las condiciones materiales del hombre determinan su modo de producción y de consumo, y que éste a su vez determina su organización socio-política, su modo de vivir y finalmente su modo de pensar y de sentir. La incomprensión generalizada de esta teoría consistió en interpretarla como si Marx hubiera dicho que la lucha por la ganancia era el principal móvil del hombre. En realidad, ésa es la idea dominante expresada en el pensamiento capitalista, idea que ha señalado una y otra vez que el principal incentivo del trabajo humano es el interés por la remuneración monetaria. El concepto que Marx tenía de la importancia del factor económico no era un concepto psicológico, a saber, como motivación económica en un sentido subjetivo; era un concepto sociológico, en el cual el desenvolvimiento económico era la condición objetiva del desenvolvimiento cultural. Su principal crítica del capitalismo era precisamente que había mutilado al hombre por la preponderancia de los intereses económicos, y para él, el socialismo era una sociedad en que el hombre se libertaría de ese dominio por una forma de organización económica más racional y, en consecuencia, más productiva. El materialismo de Marx era esencialmente distinto del materialismo que prevalecía en el siglo XIX. Este último tipo de materialismo entendía los fenómenos espirituales como producidos por fenómenos materiales. Así, por ejemplo, los representantes más extremistas de este tipo de materialismo creían que el pensamiento era un producto de la actividad cerebral, lo mismo que «la orina es un producto de la actividad de los riñones». De la otra parte, Marx opinaba que los fenómenos mentales y espirituales deben considerarse resultados del modo general de vivir, como consecuencia de la relación del individuo con sus semejantes y con la naturaleza. Marx, con su método dialéctico, superó el materialismo del siglo XIX y creó una teoría verdaderamente dinámica y totalista, basada en la actividad del hombre y no en su fisiología.

La teoría del materialismo histórico ofrece importantes conceptos científicos para el conocimiento de las leyes de la historia; y hubiera sido más fecunda si los secuaces de Marx hubieran seguido desarrollándola en vez de dejarla empantanarse en un dogmatismo estéril. El primer punto hubiera sido reconocer que Marx y Engels sólo habían dado el primer paso, consistente en descubrir la correlación entre el desenvolvimiento de la economía y el de la cultura. Marx había subestimado la complejidad de las pasiones humanas. No había reconocido suficientemente que la naturaleza humana tiene sus necesidades y leyes propias que están en constante interacción con las condiciones económicas que moldean el desenvolvimiento histórico; carente de una penetración psicológica satisfactoria, no tuvo un concepto adecuado del carácter humano, y no se dio cuenta de que, aunque el hombre es moldeado por la forma de la organización social y económica, él, a su vez, la moldea a ella. No vio de manera suficiente las pasiones y los impulsos que están enraizados en la naturaleza humana y en las condiciones de su existencia, y que son en sí mismos la fuerza más poderosa que impulsa el desenvolvimiento humano. Pero esas deficiencias son limitaciones de la unilateralidad, como las encontramos en todo concepto científico fecundo, y Marx y Engels mismos se dieron cuenta de esas limitaciones. Engels lo manifestó así en una carta famosa en que dice que, a causa de la novedad de su descubrimiento, Marx y él no habían prestado atención bastante al hecho de que la historia no sólo era determinada por condiciones económicas, sino que los factores culturales a su vez influían en la base económica de la sociedad.

A Marx le preocupó cada vez más el análisis puramente económico del capitalismo. La significación de su teoría económica no se altera por el hecho de que sus supuestos básicos y sus predicciones sólo en parte eran acertados; y erróneos en grado considerable, esto último especialmente en lo que se refiere a su supuesto de la inevitabilidad de la degeneración (relativa) de la clase trabajadora. También se equivocó en su idealización romántica de la clase obrera, resultado de una actitud puramente teórica y no de la observación de la realidad humana de dicha clase. Pero cualesquiera que sean sus defectos, su teoría económica y su penetrante análisis de la estructura económica del capitalismo constituyen un progreso definitivo sobre todas las demás teorías socialistas desde un punto de vista científico.

Sin embargo, esa misma fuerza fue al mismo tiempo su debilidad. Aunque Marx comenzó su análisis económico con la intención de descubrir las condiciones que produjeron la enajenación del hombre, y aunque creía que esto sólo requeriría un estudio relativamente corto, gastó la mayor parte de su trabajo científico casi exclusivamente en el análisis económico, y aunque nunca perdió de vista el fin —la emancipación del hombre— tanto la crítica del capitalismo como la finalidad socialista en términos humanos, fueron rebasados cada vez más por las consideraciones económicas. No reconoció las fuerzas irracionales que actúan en el hombre y le hacen tener miedo a la libertad v que producen un ansia de poder y destructividad. Antes al contrario, subyacente en su concepto del hombre estaba implícito el supuesto de la bondad natural de éste, que se reafirmaría en cuanto se librara de las mutiladoras cadenas económicas. La famosa frase del final del Manifiesto Comunista, según la cual los trabajadores «no tienen nada que perder sino sus cadenas», contiene un error psicológico profundo. Además de sus cadenas, también tienen que perder todas esas necesidades y satisfacciones irracionales que nacieron mientras llevaban las cadenas. En este respecto, Marx y Engels no trascendieron nunca el ingenuo optimismo del siglo XVIII.

Tercera Parte (los errores).

La subestimación de la complejidad de las pasiones humanas llevó el pensamiento de Marx a tres errores sumamente peligrosos. En primer lugar, lo llevó a olvidar el factor moral en el hombre. Precisamente porque suponía que la bondad del hombre se reafirmaría automáticamente cuando se hubieran realizado los cambios económicos, no vio que gentes que no habían sufrido un cambio moral en su vida interior no podían dar vida a una sociedad mejor. No prestó atención, por lo menos explícitamente, a la necesidad de una orientación moral nueva, sin la cual vendrían a ser inútiles todos los posibles cambios políticos y económicos.

El segundo error, procedente de la misma fuente, fue la grotesca equivocación de Marx en lo que se refiere a las probabilidades de realización del socialismo. A diferencia de hombres como Proudhon y Bakunin (y más tarde Jack London en su Iron Heel), que previeron las tinieblas que envolverían al mundo occidental antes de que brillara una luz nueva, Marx y Engels creyeron en el advenimiento inmediato de la «sociedad buena», y no sospecharon la posibilidad de una nueva barbarie en la forma del autoritarismo comunista y fascista, y de guerras de una destructividad inaudita. Esta errónea aprehensión de la realidad fue causa de muchos de los errores teóricos y políticos de Marx y Engels, y fue la base de la destrucción del socialismo que empezó con Lenin.

El tercer error fue la idea de Marx de que la socialización de los medios de producción no sólo era condición necesaria, sino condición suficiente, para la transformación de la sociedad capitalista en una comunidad socialista cooperativa. En el fondo de este error está, una vez más, su concepto, excesivamente simplificado, por demás optimista y racionalista, del hombre. así como Freud creyó que el liberar al hombre de los tabús sexuales antinaturales y demasiado rígidos produciría la salud mental, Marx creyó que la emancipación de la explotación produciría automáticamente seres libres y cooperativos. Fue tan optimista como los enciclopedistas del siglo XVIII en cuanto al efecto inmediato de los cambios operados en los factores ambientales, y no estimó suficientemente el poder de las pasiones irracionales y destructoras que no podían transformarse de un día para otro por virtud de cambios económicos. Tras la experiencia de la primera Guerra Mundial, Freud se dio cuenta de esa fuerza de destructividad y cambió radicalmente todo su sistema al aceptar que la tendencia a la destrucción es tan fuerte e inextirpable como Eros. Marx no llegó nunca a darse cuenta de ello, y no modificó su simple fórmula de la socialización de los medios de producción como el camino directo hacia la meta socialista.

La otra fuente de este error fue la sobrestimación en que Marx tuvo los dispositivos políticos y económicos, de la cual ya hemos hablado. Se mostró notablemente privado de espíritu realista al ignorar el hecho de que, para la personalidad del trabajador, no hay ninguna diferencia en que la empresa sea propiedad del «pueblo» —del estado—, de una burocracia gubernamental, o de una burocracia privada contratada por los accionistas. No vio, en contraste total con su propio pensamiento teórico, que lo único que importa son las condiciones reales y efectivas de trabajo, las relaciones del trabajador con su trabajo, con sus compañeros y con los directores de la empresa.

En los últimos años de su vida, Marx parecía dispuesto a introducir ciertos cambios en su teoría. El más importante, probablemente bajo la influencia de los estudios de Bachofen y de Morgan, le llevó a creer que la primitiva comunidad agraria, basada en la cooperación y en la propiedad común de la tierra, era una forma poderosa de organización social que podía conducir directamente a formas más elevadas de socialización, sin tener que pasar por la fase de producción capitalista. Manifestó esta creencia en su respuesta a Vera Zazulich, que le preguntó cuál era su actitud respecto del «mir», vieja forma de comunidad agrícola en Rusia. G. Fuchs ha señalado la gran significación de este cambio en la teoría de Marx, y también el hecho de que Marx, en los últimos ocho años de su vida, se mostraba desengañado y descorazonado al percibir el fracaso de sus esperanzas revolucionarias. Como ya he dicho más arriba, Engels reconoció no haber prestado atención bastante al poder de las ideas en su teoría del materialismo histórico, pero no les fue dado a él y a Marx hacer las necesarias revisiones a fondo de su sistema.

A nosotros, a mediados del siglo XX, nos resulta fácil reconocer la falacia de Marx. Hemos visto en Rusia la trágica ilustración de esa falacia. Aunque el stalinismo demostró que una economía socialista puede funcionar con buen éxito desde el punto de vista económico, también demostró que de ningún modo está destinada en sí misma a crear un espíritu de igualdad y cooperación; demostró que la propiedad de los medios de producción por «el pueblo» puede convertirse en la capa ideológica de la explotación del pueblo por una burocracia industrial, militar y política.

La socialización de ciertas industrias inglesas, emprendida por el gobierno laborista, tiende a demostrar que para el minero o los trabajadores ingleses del acero o de las industrias químicas no tiene ninguna importancia quién nombre a los directores de su empresa, si las condiciones reales y efectivas de su trabajo siguen siendo las mismas.

En suma, puede decirse que los objetivos últimos del socialismo marxista eran en esencia los mismos de las otras escuelas socialistas: emancipar al hombre del dominio y la explotación por otro hombre; liberarlo del predominio de la esfera económica; restaurarlo como finalidad suprema de la vida social, y crear una nueva unidad entre hombre y hombre y entre el hombre y la naturaleza. Los errores de Marx y Engels, su sobrestimación de los factores políticos y jurídicos, su optimismo ingenuo, su orientación centralista, se debieron a que estaban mucho más arraigados en la tradición de la clase media de los siglos XVIII y XIX que hombres como Fourier, Owen, Proudhon y Kropotkin.

Los errores de Marx adquirieron importancia histórica porque la concepción socialista marxista fue la que triunfó en el movimiento obrero de la Europa continental. Los sucesores de Marx y Engels en el movimiento obrero europeo se sometieron de tal manera a la influencia de la autoridad de Marx, que no dieron nuevos desarrollos a la teoría, sino que en general se dedicaron n repetir las viejas fórmulas de un modo cada vez más estéril.

Después de la primera Guerra Mundial, el movimiento obrero marxista se dividió en campos hostiles. El ala social demócrata, tras el colapso moral sobrevenido durante dicha guerra, se fue convirtiendo cada vez más en el partido representante de los intereses puramente económicos de la clase trabajadora, juntamente con los sindicatos, de los cuales depende a su vez. Siguió con la fórmula marxista de «la socialización de los medios de producción» como palabras rituales que deben pronunciar los sacerdotes del partido en determinadas ocasiones. El ala comunista dio un salto de desesperación, con el intento de crear una sociedad socialista sin otra cosa que la toma del poder y la socialización de los medios de producción; las consecuencias de ese salto condujeron a resultados más espantosos que la pérdida, de la fe en los partidos social demócratas.

Por contradictorio que parezca al desenvolvimiento de esas dos alas del socialismo marxista, tiene algunos elementos comunes. En primer lugar, la desilusión y el desaliento profundos por lo que respecta a las esperanzas superoptimistas inherentes a la fase anterior del marxismo. En el ala derecha, esa desilusión condujo muchas veces a aceptar el nacionalismo y al abandono de toda actitud auténticamente socialista, y de toda crítica a fondo de la sociedad capitalista. Esa misma desilusión llevó al ala comunista, dirigida por Lenin, a un acto de desesperación, a concentrar todos los esfuerzos en la esfera política y en la puramente económica, actitud que, por su olvido de la esfera social, era la contradicción total de la esencia misma de la teoría socialista.

El otro punto que tienen en común las dos alas del movimiento marxista es su olvido total (en el caso de Rusia) del hombre. La crítica del capitalismo se convirtió en una crítica hecha estrictamente desde un punto de vista económico. En el siglo XIX, cuando las clases trabajadoras sufrían una explotación despiadada y vivían por debajo del nivel de una existencia digna, esa crítica estaba justificada. Con el desarrollo del capitalismo en el siglo XX, se fue quedando cada vez más anticuada; pero no es sino una consecuencia lógica de esa actitud, el que la burocracia stalinista rusa alimente todavía a su población con la insensatez de que los trabajadores en los países capitalistas están terriblemente empobrecidos y carecen de toda base decente de subsistencia. La concepción del socialismo ha decaído más y mas. En Rusia, se redujo a la fórmula de que socialismo significa propiedad por el estado de los medios de producción. En los países occidentales, tendió cada vez más a significar salarios altos para los trabajadores, y a perder su pathos mesiánico, su apelación a los anhelos y necesidades más profundos del hombre. Digo deliberadamente que «tendió», porque el socialismo no ha perdido de ningún modo su pathos humanístico y religioso por completo. Aun después de 1914, ha sido el socialismo la idea moral que agrupa a millones de obreros e intelectuales europeos; la expresión de su esperanza de liberación del hombre, de creación de nuevos valores morales, y de realización de la solidaridad humana. La acerba crítica formulada en las páginas anteriores va dirigida principalmente a acentuar la necesidad de que el socialismo democrático vuelva a los aspectos humanos del problema social y se concentre ante todo en ellos; de que debe criticar al capitalismo desde el punto de vista de lo que hace a las cualidades humanas del hombre, a su alma y a su espíritu; de que sustente una concepción del socialismo en términos humanos, inquiriendo de qué manera contribuirá una sociedad socialista a poner fin a la enajenación del hombre, a la idolatría de la economía y del estado.

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