Por: Gabriel Papa
Fuente: Revista Brecha. Uruguay, (Octubre del 2004)
La teoría del complot no se encuentra entre las más respetadas en el mundo de las ciencias sociales. Sin embargo, podría afirmarse que el nuevo ganador del premio Príncipe de Asturias en ciencias sociales, el economista estadounidense Paul Krugman, sostiene* que un gigantesco complot se dirige desde la Casa Blanca para imponer la agenda de cambios más reaccionarios jamás conocida por aquella democracia.
La afirmación merece un par de precisiones. En primer lugar, el premio le fue otorgado a este reconocido y ampliamente respetado académico de la Universidad de Princeton en función de «su alta personalidad científica y la fecundidad de su obra investigadora, que ha contribuido de manera muy notable a sentar las bases de la nueva teoría del comercio internacional y del desarrollo económico». En segundo lugar, Krugman no habla de un complot en la Casa Blanca, aunque muchas de las conductas que describe advierten sobre tales rasgos.
Invitado por el New York Times para escribir un par de columnas semanales sobre temas de economía internacional, globalización y finanzas, el devenir de los acontecimientos que la administración Bush le imprimió a su país (y al mundo) lo convirtió en uno de los críticos más agresivos. «Empecé a escribir en enero de 2000, y por entonces ni el New York Times ni yo sabíamos en lo que nos estábamos metiendo», afirma este académico partidario de la economía de mercado («tengo un gran respeto por la efectividad del libre mercado» aunque esto no significa que lo «endiose», precisa), el libre comercio y la globalización. Una serie de antecedentes que, vista la gravedad de los hechos que denuncia y las perspectivas que anuncia, no hacen más que contribuir a la toma de conciencia de la gravedad de la situación actual.
El libro recoge muchas de las columnas publicadas por Krugman entre 2000 y 2003, en las que se analiza «la burbuja» tecnológica de los noventa, las fallas de los mercados y la regulación, las propuestas (y mentiras) fiscales de Bush, así como sus propuestas de reforma tributaria y de la seguridad social, los escándalos corporativos (Enron, por ejemplo), los vínculos empresariales del equipo del presidente de Estados Unidos (así como los del mismísimo Bush), la globalización y otros temas.
Cómo estamos hoy
Según Krugman, la situación se puede sintetizar de la siguiente manera: «La derecha radical estadounidense controla ahora efectivamente la Casa Blanca, el Congreso, buena parte de la rama judicial y una buena tajada de los medios de comunicación. El dominio de este movimiento lo cambia todo: ya no aplican las viejas reglas de la política y de las decisiones de política económica».
En efecto, con relación al Estado de bienestar -concretado a partir de programas derivados del New Deal de Franklin Delano Roosevelt, como la seguridad social y el seguro de desempleo, o los programas de la «gran sociedad» de la época de Lyndon Johnson, como Medicare- «si usted lee la literatura que emana de la Heritage Foundation, que maneja la ideología económica de la administración Bush, descubre una agenda muy radical: no sólo quiere echar para atrás estos programas sino que los interpreta como una violación de los principios básicos».
En un plano más general, luego de repasar la ideología y la acción de este movimiento en distintas áreas -en política exterior («desprecian el concepto liberal de seguridad a través de la ley internacional administrada por las instituciones internacionales» y «han dejado en claro que la guerra de Irak es sólo el comienzo»), la separación de la Iglesia y el Estado («el líder de la mayoría en la Cámara, Tom DeLay, ha dicho a los constituyentes que está en esa posición para promover la interpretación bíblica del mundo»)-, Krugman afirma que «inclusive hay dudas sobre si las personas que están gobernando el país aceptan la idea de que la legitimidad emerge del proceso democrático».
La conclusión a la que arriba este economista es bastante estremecedora si se considera que se trata de la potencia más poderosa del planeta. «A las personas que ahora están gobernando no les gusta Estados Unidos tal como es. Si ustedes combinan sus agendas aparentes, el propósito parecería ser algo así: un país que básicamente no tiene una red de seguridad social, que depende básicamente de la fuerza militar para hacer cumplir su voluntad en el exterior, en el cual los colegios no enseñan la evolución pero sí enseñan religión y -posiblemente- en el cual las elecciones son sólo un formalismo», escribe Krugman.
La táctica del avestruz
El economista se pregunta cómo es posible que la sociedad haya demorado tanto en percibir la gravedad del nuevo estado de cosas, así como la debilidad y lentitud de las reacciones. Con un escalofrío «recorriendo mis espaldas», confiesa haber encontrado la respuesta en la tesis doctoral del ex secretario de Estado Henry Kissinger (cuando «su eventual carrera como cínico manipulador político y, más tarde, ambicioso capitalista estaba aún muy lejana en su futuro»).
Reflexionando sobre los problemas que tuvo el sistema diplomático europeo para entender y enfrentar los desafíos que planteó «la Francia de Robespierre y Napoleón», Kissinger sostuvo en su tesis que «calmados por un período de estabilidad que había parecido permanente (al sistema diplomático preexistente) le parece casi imposible tomar en serio que el poder revolucionario quiere aplastar el marco de referencia existente. Los defensores del statu quo, por lo tanto, tienden a comenzar tratando al poder revolucionario como si sus protestas fueran meramente tácticas; como si aceptara la legitimidad pero exagerara su causa por razones de negociación; como si ésta estuviera motivada por resentimientos específicos a ser aliviados con concesiones limitadas. Aquellos que alertan oportunamente acerca del peligro son considerados alarmistas; aquellos que aconsejan adaptarse a las circunstancias son considerados equilibrados y sanos. Pero la esencia de un poder revolucionario es tener coraje sobre sus convicciones, estar dispuesto, de hecho deseoso, a llevar sus principios hasta sus últimas consecuencias».
Desconcierto y explicación
Krugman demuestra su desconcierto, y sus limitaciones, para entender las razones profundas de este proceso. «Debo admitir -señala- que no estoy totalmente seguro de por qué estamos enfrentados ahora a este reto radical de nuestro sistema político y social. A la gente rica le fue muy bien en la década del 90. ¿Por qué este odio hacia cualquier cosa que suene a redistribución del ingreso? Las corporaciones han florecido, ¿por qué esta necesidad de quitar del camino las modernas regulaciones ambientales? Las iglesias de todas las denominaciones han prosperado, ¿por qué este ataque a la separación entre la Iglesia y el Estado? El poder estadounidense nunca ha sido más grande, ¿por qué esta necesidad de destruir nuestras alianzas y embarcarnos en aventuras militares? Aun así es crecientemente claro que la derecha quiere hacer estas cosas. ¿Cómo deberíamos responder todos los que no estamos de acuerdo con sus objetivos?»
Dejando de lado la ingenuidad, Krugman sostiene que la polarización política se explica a partir de la polarización económica que vivió la sociedad estadounidense desde los años ochenta. Es así que en una de sus columnas afirma: «Sé por experiencia que una simple mención del tema de la distribución del ingreso conduce a furiosas acusaciones de estar promoviendo la lucha de clases. De todas maneras acá está lo que la verdaderamente imparcial Oficina de Presupuesto del Congreso encontró recientemente: el ingreso de las familias que se encuentran en el centro de la distribución del ingreso aumentó de 41.400 dólares en 1979 a 45.100 en 1997, un incremento del 9 por ciento. Entre tanto el ingreso de las familias del 1 por ciento más alto creció de 420.200 dólares a 1.016 millones, es decir un incremento del 140 por ciento. O pongamos de otra manera: en 1979 el ingreso de las familias del 1 por ciento más rico de la población era diez veces el de una familia típica, en 1997 esta proporción había aumentado a 23 y seguía en crecimiento. Sería sorprendente que este cambio tectónico en el panorama económico no estuviera reflejado en la política. No es simplemente cuestión de que las personas ricas hayan estado votando por mejorar su situación personal: evidentemente ellas no son tan numerosas. Para entender las tendencias políticas de Estados Unidos probablemente necesitamos pensar en las finanzas de las campañas, el lobby y, en general, el poder del dinero para moldear el debate político».
Continuará. Krugman también tiene esperanzas de cambio, porque cree que «la mayoría de los estadounidenses no apoyan realmente la agenda de la derecha, que el país como un todo es más generoso, más tolerante y menos militarista que la gente que ahora lo está gobernando». En algún momento la gente tomará conciencia de que «su buena voluntad y su patriotismo han sido abusados». ¿Cómo y cuándo llegará ese momento?, se pregunta. «No lo sé», reflexiona, y como parafraseando aquello de que «la información es poder», concluye que «una cosa sí es clara: eso no puede pasar a menos que todos hagamos un esfuerzo para ver y reportar la verdad sobre lo que está pasando».
(*) En El gran resquebrajamiento. Cómo hemos perdido el rumbo en el nuevo siglo, Grupo Editorial Norma.
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