Marx/Nietzsche: Prejuicios

Por: Hernán Montecinos

¿Qué es lo que ha hecho que las ideas filosóficas de Marx y Nietzsche hayan sido prejuiciadas más que las de ningún otro filósofo?

De modo general, dentro del campo filosófico, para que un pensamiento filosófico pueda ser objeto de prejuicios tienen que cumplirse, sucesivamente, algunos requisitos. En primer lugar, dicha idea tiene que ser una idea nueva, es decir, que no se encuentre socializada al interior de la comunidad filosófica e intelectual. Sin embargo, no todo pensamiento por el hecho de ser nuevo va a ser objeto de prejuicios, en cuanto necesita también cumplir con un segundo requisito, esto es, que sus alcances deben ser de magnitud y profundidad tal, de modo que puedan poner en riesgo los fundamentos que sostienen la ontología fundacionalista del pensar filosófico.

Es decir, que por más que otras ideas filosóficas hayan revolucionado ciertos aspectos de la filosofía, el horizonte ontológico sobre el cual han descansado sus presupuestos más fundamentales, han seguido siendo los mismos; se han mantenido inconmovibles, con sus ojos puestos en la metafísica

De allí que, si bien, entre otros, los discursos filosóficos de Descartes, Kant, Hegel, Comte, etc., también fueron nuevos y contradijeron pensamientos filosóficos que les antecedieron, sin embargo, su fuerza e ímpetu no fueron lo suficientemente fuertes para poner en riesgo la estabilidad de la filosofía considerada como un todo; esa es la motivación central que explica el por qué las ideas de Nietzsche y Marx han sido más prejuiciadas que las de ningún otro filósofo.

De otra parte, siendo lo nuevo, lo emergente, una novedad, ello lleva implícito cierto grado de desconocimiento e inestabilidad, por lo que la emergencia de pensamientos que antes no se encontraban presentes, y el desconocimiento que avizora un proceso que aún no termina por consolidarse, es lo que en definitiva coloca en un estado de incertidumbre a todo aquello que, en la posibilidad de su realización, no se va a saber muy bien su grado de efectividad.

A este respecto hay que decir, que el hombre, históricamente, en todos los ámbitos de la vida, siempre le ha temido a lo desconocido, por ello a todo lo que es nuevo, a todo aquello que se aparta de lo ya conocido, ya estabilizado, lo llena de temores e incertidumbres. Esta fue la impronta que les pegó muy fuerte a los contemporáneos de Marx y Nietzsche para que, desde un principio, haya prejuiciado muy fuertemente los nuevos pensamientos que éstos incorporaron al mundo de la filosofía.

Por lo mismo, las ideas prejuiciadas lo van a ser en un sentido negativo, en tanto se desconfiará de ellas por encontrarse asentadas sobre un suelo poco seguro. Y siendo que toda incertidumbre produce cierto grado de temor, ello llevará a que el filósofo no pueda sustraerse a dicha impronta, por lo que preferirá aferrarse a aquello que tiene por seguro, encontrándose dispuesto a rechazar todo pensamiento nuevo radical prejuiciándolo anticipadamente, atribuyéndole de este modo los valores negativos más inimaginables.

En este ámbito, hay que tener en cuenta que en el discurrir de la praxis del pensamiento filosófico recibimos una nutrida información desde variadas fuentes, las que por cierto, sólo excepcionalmente van a coincidir unas de otras. Puestos ante esta disyuntiva, no los queda más remedio que emitir nuestros juicios del mejor modo que podamos acomodarlas, intentando hacer una síntesis de todo lo que nos ha llegado por las distintas fuentes ya referidas. Con todo, al final, nuestras opiniones se van a expresar arrastrando un doble sesgo, por una parte, la subjetividad que le puso aquel medio transmisor que nos informó sobre el hecho acto o persona puesto a nuestro examen, a lo que habría que agregar nuestra propia subjetividad que también hace su juego.
Para el caso de nuestros filósofos, respecto de los prejuicios que se le hicieron recaer, parto de una diferencia fundamental; el pensamiento de Nietzsche fue prejuiciado, sobre todo, por ser “malentendido”, en cambio, el pensamiento de Marx, por ser “malinterpretado”, que son dos cosas bien distintas.

Entiendo por “malentender”, por ejemplo, los casos de quienes se encuentren leyendo los textos de Nietzsche, quienes, por lo general, no podrán entender lo que en sus libros se encuentra escrito. Experimentarán una especie de extravío, no entenderán allí el significado de los símbolos y representaciones que el filósofo nos quiere transmitir, los que, las más de las veces, nada tienen que ver, o muy poco, con la comprensión de lo que literalmente de allí se pueda extraer. En cambio, el “malinterpretar”, que se muestra recurrente para los casos de aquellos que se enfrentan a los textos de Marx, no es que no se entienda lo que allí se encuentra escrito, sino que, lo que allí se contiene, como corpus, será desviado de su centro, ello de acuerdo a tales o cuales prejuicios políticos e ideológicos de aquel que los está leyendo.

Ahora bien, pero no sólo hay razones del malentender o malinterpretar para comprender las razones que se han tenido para prejuiciar los pensamientos de uno y otro filósofo, hay otras razones, muy variadas y complejas.

En efecto, desde edades muy tempranas, el ser humano tiene una gran capacidad para aprender, para captar, por sí sólo lo que acontece a su alrededor. Este aprendizaje se realiza, sobre todo, por observación, es decir, no es necesario experimentar uno mismo todas las situaciones, o bien conocer el pensamiento o hecho en sí, para poder expresar nuestras ideas respecto de aquello que se somete a nuestro juicio.

Sin embargo, a pesar de esta capacidad innata, en un buen decir, el ser humano es también permeable a las opiniones y experiencias que le transmiten los demás. He aquí una de las primeras razones desde donde se originan, en el campo filosófico, los prejuicios derivados de las distintas lecturas provenientes de los ensayos, investigaciones, artículos, monografías que nos ofrecen los textos filosóficos. Fuentes derivadas de pensamientos reales, pensamientos que existieron, que se dijeron en determinados momentos de la historia filosófica, opiniones éstas que, sin embargo, siempre quedarán a merced del libre albedrío de sus intérpretes. Y es en este punto cuando se empieza a complicar la comprensión del texto, dándose comienzo a una larga seguidilla de supuestos, malentendidos, malinterpretaciones, mitos, etc., cuestiones todas éstas que derivan finalmente a formar los prejuicios.

En un sentido general (hay muchas definiciones) los prejuicios son actitudes, reacciones, creencias u opiniones, que no se basan en una información o experiencia suficiente como para alcanzar una conclusión rotunda. Literalmente, se define como un juicio previo, que se realiza acerca de una persona o un pensamiento, o cualquier hecho que acontezca en la realidad del mundo que nos rodea. O bien, se puede definir como una estrategia perceptiva, que predispone a adoptar un comportamiento negativo hacia aquello que se está conociendo, una generalización errónea y rígida respecto de ese objeto, y que prescinde de datos objetivos de la realidad. Por esta razón acompaña fenómenos personales, interactivos y sociales que son difíciles de erradicar. Es así como si bien, en el mismo campo filosófico, no es extraño que se prejuicien ideas y pensamientos filosóficos, fuera de dicho campo, en el del ciudadano común, estos prejuicios se desbocan, se desbordan, al carecer estos últimos de un acervo cultural y conocimiento más acabado, e incluso, desconocimiento, de los temas o problemas expuestos a sus juicios. Al respecto, en su momento, el físico Alberto Einstein, declaró: “Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”.

En efecto, en no pocas ocasiones este juicio de Einstein lo podemos corroborar en la praxis, no sólo del ciudadano común, sino aún hasta en los filósofos más reputados. Cuando se logra emplazar un prejuicio, resulta realmente complejo superar esa obcecación, porque los prejuicios son previos al juicio de la razón. De hecho, muchas veces, lo que hacemos es generalizar, o prestar atención discriminada a aquellas cosas que refuerzan nuestra creencia previa, de forma tal, que ejercen una forzada presión para que “la realidad” encaje con el preconcepto.

A decir verdad, los prejuicios nadie sabe a ciencia cierta, si éstos constituyen o no una parte vital y necesaria de la estructura biológica. En cualquier caso, en el mundo filosófico, los rasgos específicos de los prejuicios, se asumen y se aprehenden, ya sea por medio de razones culturales, intelectuales, tendencias conservadoras, defensa de la corriente filosófica a la que se adscribe y, fundamentalmente, por la realidad ideológica que cada cual asume ante la vida, aunque públicamente así no se reconozca.
Los prejuicios suelen convertirse en férreos tiranos, determinando nuestra manera de ver el mundo, estigmatizando nuestras relaciones con distintos grupos del colectivo social. Están presentes en todos los ámbitos y actividades de nuestra vida, e implican una forma de pensar íntimamente vinculada con comportamientos prejuiciosos, por sutiles que éstos sean. No en vano, nos llevan a juzgar, de antemano, a cualquier pensamiento, persona, o situación en base a características que se encuentran alojadas fuera del centro del problema, asociaciones imaginadas, sin que éstas tengan ninguna experiencia real y directa sobre las mismas. Condicionan nuestras respuestas y reacciones, y nos predisponen a aceptar o rechazar, en base a particularidades que se nos han naturalizado en nuestro propio ser.

De este modo, son generados pensamientos, acciones y expresiones fuertemente signados por el automatismo; se ofrece una respuesta presuntamente adecuada, la cual sólo representa el arraigo de un sucedáneo conveniente, aunque en el examen de su raíz, sin apresuramientos, resulte al final del día irreal y hasta ilegítimo. Esto apunta al conductismo con que muchas personas afrontan diferentes situaciones vitales, actuando solamente en ese marco reductivo de modo rígido e irreversible.

Exponente de una actitud anti-creativa es el prejuicio. El mismo no sólo debe ser tenido por una apreciación o valoración precipitada, generalizadora misma: por el uso cuasi automático de la idea en diversos contextos no conectados, acabando por quedar estancada en un único y poli funcional significado.

A priori, podríamos deducir que, en el campo filosófico, como en todos los campos, no existen juicios y opiniones asépticos y puros entendiendo, de algún modo, que éstos pensamientos y juicios van a arrastrar ciertos sesgos, cargas de prejuicios, dependiendo éstos de cómo es que la información que se nos proporciona, -aquella que ya viene sesgada-, la entregamos, a posteriori, agregándoles también nuestros propios sesgos, nuestros propios prejuicios. Lamentablemente, estas situaciones son más recurrentes de lo que se pudiera esperar, ante la imposibilidad de saber, al detalle, de todos los complejos y numerosos entresijos que se entrecruzan y permean a través de los vehículos transmisores que nos relatan o dan cuenta de los distintos corpus filosóficos hasta aquí conocidos. Por cierto que los hay filósofos menos prejuiciosos que otros, investigadores que ponen por delante la rigurosidad del investigar ante todo pero, lamentablemente, debemos reconocer, que estos son filósofos o intelectuales de excepción, es decir, son los menos.

Y si los sesgos y prejuicios no escapan al mismo mundo de la filosofía, en la que los filósofos, por ser tales, poseen un acervo intelectual y un conocimiento sobre el objeto que está a su juicio, imaginémonos el calado del cual estarán revestidos los prejuicios provenientes del imaginario social. Por cierto, éstos se encontrarán mucho más presentes, con mucha más razón que las provenientes del mundo intelectual. Razones de índole cultural, de una escasa o nula formación escolar, pero sobre todo, formación de un imaginario que se encuentra socialmente adherido a su ser, dejando fuera, de lado, los verdaderos preceptos constitutivos de los fenómenos expuestos a su examen. Sin olvidar, por cierto, aquel factor que ya parece ser histórico, del divorcio ancestral que ha habido entre la filosofía y el ciudadano común.

El prejuicio es algo normal en el ser humano que siempre tiende a hacer suposiciones sobre algo que no conoce o sobre lo que teme, por lo que crea una ilusión acerca de algo y la difunde, pretendiendo que la gente también la crea.

Podríamos afirmar que a lo largo de la historia hubo varios prejuicios conocidos, como cuando se realizó el descubrimiento de América por parte de Cristóbal Colón y sus seguidores crearon ideas erradas acerca de los nativos americanos y sus costumbres. Ésos eran prejuicios, ya que elaboraron un estereotipo sobre algo que no conocían, ni tenían certeza alguna.

La elaboración del prejuicio ha evolucionado conforme ha cambiado la sociedad. Antes, por ejemplo, se creía en brujas y se las quemaba en la hoguera, ahora se piensa que las mujeres rubias son tontas, también se presupone que los judíos son avaros, o que los musulmanes son terroristas, etc.,

Por otro lado, se puede afirmar que una persona que tiene prejuicios puede no querer conocer la realidad para que las evidencias no le demuestren que está equivocada. Cuando hay un prejuicio hay discriminación, la persona que prejuzga se siente superior a alguien y lo señala por sus características físicas o de personalidad. La emisión de estos pensamientos está ligada a experiencias pasadas o a ideales que se le fijaron durante su crianza.

Es muy probable que ciertas personas tengan prejuicios porque sus padres o abuelos se los han transmitido. Bien sabemos que los niños no distinguen lo bueno de lo malo hasta cierta edad, y hasta ese momento van absorbiendo todo lo que sus padres (o quienes los sustituyan) hacen, porque son su modelo a seguir. Por ejemplo, puede ser que un niño crezca siendo un racista, ya que sus padres son unos discriminadores y xenófobos.
Aparentemente, aquejado por una casi constante falta de oportunidad para revisar y ampliar o modificar las ideas que sostienen sus vínculos, el individuo va acendrando la tendencia a recurrir a ‘lo que tiene a la mano’. Así, apelando a la presunta efectividad de cierta idea, la actualiza de acuerdo a sus propios escasos presupuestos cognoscitivos, sin atender a las peculiaridades de la demanda presente. Vale decir, se deja llevar inconscientemente por el abuso subjetivo del mecanismo de la mera repetición

Por lo tanto, prejuicio no sólo es el producto de un enjuiciamiento no analítico, destinado a ciertos temas y sujetos. Se trata de una apreciación que, por basarse en una idea impropia y recurrente, resulta rígida, inadecuada e inhibidora de los cambios correspondientes, no atendiendo a los necesarios aprestos que le son inherentes al discurrir del proceso histórico social. Concomitantemente, por la interactividad o reiteración de tal juicio, éste deviene discurso, latiguillo o muletilla. Por ello, acaba perdiendo contenido significativo o semántico; pues aparece como automatizada respuesta en las diversas situaciones en que, sin los ajustes o precisiones del caso, el sujeto lo emplea igual.

Los prejuicios del imaginario social al momento de recaer sobre las filosofías se encontrarán mucho más presentes, por muchas más razones, que se escapan de lo puramente intelectual, sino que encuentran su razón de ser debido, principalmente, como ya está dicho, al divorcio ancestral que siempre ha habido entre la filosofía y la gente. En efecto, al existir un milenario divorcio entre la filosofía y el ciudadano, la cultura filosófica que pudiera tener este último, es bastante escasa y hasta en ocasiones, podríamos decir nulas. ¿Qué podría decir, por ejemplo, el ciudadano común sin ninguna cultura sobre Heidegger, Hegel, Marx o Nietzsche? Po cierto, podrían decir cualquier cosa, algunas más descabelladas que otras por carecer, justamente de cultura filosófica, lo que los lleva hacer expresión basado en algunos datos sueltos que andan flotando libremente en el discurso cotidiano propagado, fundamentalmente, por los medios de comunicación. En este caso, como en otros, la justificación estaría relacionada con el prurito aquel, a que el ciudadano común piensa que la filosofía es una porción del saber a la que deben dedicarse solamente los filósofos. Y es en este punto donde la invocación de Marx de que la filosofía debía hacerse praxis, penetrar en el vivir de la gente, más allá de su propia función interpretativa, adquiere un gran valor

Ahora bien, ¿Es normal tener prejuicios? ¿O es anormal? Por des fortuna tener prejuicio es un hecho que se presenta normal. Todos los tenemos en mayor o menor grado. Lo es, porque hasta ahora no se ha conocido a alguien que no los tenga. Visto así, el problema no tendríamos por qué preocuparnos, sin embargo pasa a ser un capital problema, cuando nuestros prejuicios describen gran parte de lo que somos y en cómo los expresamos, pues en muchos casos dejan huellas emocionales negativas. y traumáticas a quienes son víctimas de ellos.

En fin, los prejuicios son subconscientes pues son aprendidos durante nuestra vida y al repetirse con frecuencia se convierten en sistemas de creencias con los cuales juzgamos automáticamente, sin verificar la realidad, de hecho son muy subjetivos; también es muy usual que se conviertan en nuestra forma habitual de pensar y nos identifiquemos plenamente con ellos.

Hay filósofos que se han preocupado preferentemente del problema de los prejuicios, lo han incorporado a sus corpus y análisis con detallada atención. Entre otros Kant, Gadamer, y el mismo Nietzsche, se han preocupado de analizar este problema con particular atención.

Contrariando la opinión negativa corriente que se tiene sobre los prejuicios, como modo de analizar y ponderar un pensamiento, hay filósofos que le dan un valor significativo positivo al mismo. Así, por ejemplo Gadamer, manifiestamente tributario de la concepción heideggeriana en la materia, sostiene una destacada y enfática revaloración de los prejuicios, éstos lejos de representar obstáculos iniciales en la empresa cognitiva, su haber es que éstos son constitutivos del ser. Esto se debe a que representan los insoslayables fundamentos que están alojados en el mismo ser del hombre, dada la índole temporal e histórica de la vida humana. De esta forma, hay una re jerarquización de los prejuicios, consistente en un justipreciar su rango cognitivo. Dirá Gadamer:

«Los prejuicios no son necesariamente injustificados ni erróneos, ni distorsionan la verdad. Lo cierto es que, dada la historicidad de nuestra existencia, los prejuicios en el sentido literal de la palabra constituyen la orientación previa de toda nuestra capacidad de experiencia”. “Son anticipos de nuestra apertura al mundo, -sigue Gadamer- condiciones para que podamos percibir algo, para que eso que nos sale al encuentro nos diga algo.»

Como se advierte, con Gadamer, la carga negativa de la tradicional idea de prejuicio, en tanto juicio precipitado e infundado queda destituido, ya que, según su opinión, los prejuicios no son manifestaciones de una visión distorsionada y acrítica de la realidad. Antes bien, representan inexorables y valiosas guías. Mas no sólo eso: ellos dan sentido a la misma capacidad experiencial, pues hacen que lo vivenciado no pase inadvertido; sino que cobre significado y relevancia dentro del trayecto vital.
No hemos de abandonarnos a nosotros mismos para comprender, el éxito consiste en establecer una relación de nuestros prejuicios con las opiniones del otro, rubrica este filósofo. En efecto, Gadamer se plantea el prejuicio como algo inherente a lo específicamente humano, sobre lo cual, por cierto no habría objeción, pero esa naturalidad humana, esa lógica de la cual se desprenderían los prejuicios, la quiere hacer aparecer como algo natural, algo que viene impoluta, cristalina, no contaminada, lo que sin duda, de ser así ayudaría de mejor forma a la comprensibilidad del texto,
Abonando a favor del juicio de Gadamer se puede comprender que éste parte de una realidad que es innegable, pues el concepto de prejuicio se encuentra asociado indefectiblemente a un juicio realizado antes de que el emisor considere todos los hechos relevantes, estén o no disponibles. Entonces, para el caso, evaluar a alguien por sus méritos personales, debe significar que una persona que toma una decisión, sin todos los hechos relevantes, está prejuzgando el asunto puesto a su examen, lo recarga de “prejuicios”, porque no tiene en cuenta información que no es posible que los tenga por diferentes razones. Pero, indudablemente, requerir esto (y menospreciar su ausencia) es ajustar a la gente a un patrón imposible de cumplir. Requerir omnisciencia (saber ilimitado) y quejarse por tanto, de que se adolezca de ello para emitir juicios que no son tales, sino juicios que van en la envoltura de un prejuicio, querría decir que la emisión de juicios en su acepción tanto connotativa como denotativa, sería un privilegio sólo para algunos mortales.

Pensadores conservadores como Edmund Burke, Joseph de Maistre o Johann Gottfried von Herder, entre otros, han defendido la necesidad de los prejuicios, en tanto herramienta necesaria para preservar una supuesta pureza de la propia identidad cultural, nacional, etc., Herder llegó a afirmar en su ‘Filosofía de la Historia’ que «el hombre se ennoblece por medio de bellos prejuicios». Frente a la razón abstracta de raíz ilustrada, los conservadores oponían las creencias y los «bellos prejuicios» que se derivan de las tradiciones.
Se infiere de esto que el pensar requiere unas condiciones y una preparación inalcanzables para el hombre de la calle; una suerte de clima de laboratorio o gabinete de estudio, signado por el prurito de desvincularse con las habitualidades del diario vivir. Así, el sujeto pensante, sería una especie de asceta en su ámbito, un peculiar individuo sumido casi permanentemente en su actividad. En fin, sin prejuicios pareciera ser que no podríamos vivir. Son una forma de intentar acotar nuestro mundo, de hacerlo más manejable. No tenemos ni tiempo ni capacidad para conocer todos los detalles de todo lo que nos rodea, y por eso ponemos límites, creamos categorías, construimos prejuicios.

A mi juicio, una opinión respetable, pero demasiada aséptica y, hasta me atrevería a decir, un tanto ingenua. Digo esto porque Gadamer y sus epígonos, parecen ignorar que hay prejuicios y prejuicios; los hay proveniente de esa naturalidad que él vindica, por mal entendimiento, por incomprensión, escaza cultura, tradición, ignorancia, etc., sin embargo, parece olvidar que hay otros prejuicios que no obedecen ni siguen la línea de esa lógica, de esa naturalidad, sino todo lo contrario, prejuicios emitidos conscientemente, de mala fe, tan sólo para contradecir aquellos juicios que contravienen a su propio juicio político e ideológico, a su propio interés, en sentido estricto. Lamentablemente, Gadamer no hace, en ningún momento, esta última distinción, al contrario, pretende meter en un mismo saco a todos los prejuicios, para dar mayor fuerza a su vindicación.

Parece ignorar que, fundamentalmente por la presión que ejercen los medios de comunicación y, para nuestro caso, los libros, las opiniones que se puedan hacer sobre este u otros asuntos, contienen todos los elementos para dar curso al ejercicio de la manipulación. Manipulación no tomado como un término del todo cerrado, sino más bien como un concepto asociado a la idea de que la ambigüedad en lo humano, como realidad ontológica que lleva sobre sí el hombre, es volcado en favor de tal o cual proyecto, o tal o cual acción, sin que el sujeto se dé cuenta de ello. Por tal, una opinión que aparenta ser libre, no es sino la expresión de condicionamientos inducidos que actúan desde el lado de afuera hacia los subconscientes hasta terminar por minar las resistencias más estoicas. Sin embargo, reconocer la manipulación contraría la conciencia de la adultez y, por tanto, tal posibilidad, aunque sea un dato de la realidad tiende a ser negado, fundamentalmente, por aquellos mismos que son manipulados.

Por lo demás, Gadamer parece confundirse, poniendo en un mismo nivel a los prejuicios, las críticas, interpretaciones e, incluso, a los estereotipos. Más aún, las informaciones que hoy recibimos a través de los medios de comunicación, notas y libros, que están obedeciendo ya no tan sólo a prejuicios, en sentido estricto, sino a la aparición de ese nuevo y pernicioso componente comunicacional que conocemos como fake news (noticias falsas), las que el ciudadano común, y hecho increíble, hasta el mismo mundo intelectual, parecen asumir dándoles credibilidad a la mayoría de ese tipo de informaciones. Sobran los ejemplos, sobre todo en la época más contemporánea. El caso de la invasión a Iraq, quizás sea el caso más representativo. Se prejuició, deliberadamente a ese país, desde las potencias dominantes, naturalizando en el imaginario social del mundo la idea de que allí se encontraban almacenadas armas químicas. Como sabemos la opinión publica terminó por creerse dicho bulo, por lo que cuando hablaban sobre el caso, se referían a éste con prejuicios, soslayando la verdadera realidad que era totalmente contrario al bulo que se logró naturalizar.
Y esto que se quiere hacer aparecer como nuevo fenómeno comunicacional, no queda sólo ahí, se han empezado a naturalizar también, burdos montajes, los llamados “cero positivos” y acciones de falsas banderas también. Como vemos el prejuicio, cuando proviene de una sola persona, o de un grupo de ellas, en la generalidad de los casos, sus daños no tienen el alcance y proporción de éstos últimos, podríamos decir que sus daños alcanzan a ser sólo colaterales en la mayoría de los casos. Pero cuando esos prejuicios se inducen por el poder dominante, éstos en una especie de corrillo sin fin se magnifican, se universalizan, naturalizándolos en el hombre común, haciendo que el prejuicio creado, cauce un daño que no puede ser más desastroso como lo hemos comprobado en todos los casos en que ello ha quedado expuesto a nuestra exposición. Y estos prejuicios, que cada vez están apareciendo como más masivos, a decir verdad es una historia que ya tiene una larga data. Basta remitirse a la época del nazismo, en donde ya en ese entonces se hacía oficial, en Alemania, como política comunicacional oficial, el mentir y más mentir hasta que la mentira quede. El caso emblemático del incendio del Reichstag, fue otro bulo que el poder nazi logró implantar en las mentes de la comunidad internacional de entonces, como su justificación para poder iniciar su invasión sobre los países europeos.

Ya Gramsci en sus notas referidas al carácter de la opinión pública señalaba, que cuando el Estado quiere iniciar una acción impopular o poco democrática, empieza a ambientar una opinión pública que sea adocilada a tales propósitos. Sirviéndose de los aparatos ideológicos del Estado es capaz de crear una sola fuerza que modele la opinión de la gente y, por tanto, la voluntad política nacional, convirtiendo a los discrepantes en “un polvillo individual e inorgánico.” Esto quiere decir que la adhesión “espontánea” de las masas a los propósitos y fines del sistema, no implica una adhesión racional y consciente, sino más bien el resultado de un proceso compulsivo y manipulador capaz de dejar en total estado acrítico a los que recepcionan el mensaje.
Ahora bien, es sólo a partir de los años 80 que la perspectiva cognitiva, dentro de la psicología del prejuicio, ha empezado a investigarse más seriamente. De acuerdo al modelo explicativo cognitivo, el prejuicio proviene de procesos básicos mentales que todos los seres humanos tenemos. Nuestra mente trabaja constantemente para simplificar la complejidad del mundo externo que nos rodea. Una forma en la que nuestra mente simplifica la gran cantidad de información que nuestros sentidos perciben, es a través de los procesos de categorización, los que tienen una base de automatismo importante Por este proceso nuestra mente organiza la información que percibe en categorías generales, las que se pueden guardar organizadamente, y luego sacarlos a relucir, cuando las circunstancias lo estimen necesario y así lo requieran, en los procesos investigativos, o de simple conocimiento, de ser necesario. Los estereotipos surgen, precisamente, de este proceso de categorización Por lo tanto, desde esta perspectiva, el concepto del estereotipo juega un rol importantísimo en el prejuicio.

De los prejuicios que se van transmitiendo de boca en boca, los estereotipos muy rara vez se quedan atrás. El término «estereotipo» hace referencia a reproducciones mentales de la realidad sobre las cuales se generaliza acerca de miembros u objetos de algún grupo. Sin duda, en éste, como en cualquier otro ensayo, de igual o similar especie, nos vamos a encontrar con una variedad de juicios, interpretativos, no pocos de los cuales van a llevar explícitos, o implícitos, ciertos grados de prejuicios, sesgos, interpretaciones o estereotipos

Según la definición que se recoge en la RAE, un estereotipo consiste en una imagen estructurada y aceptada por la mayoría de las personas como representativa de un determinado colectivo. Esta imagen se forma a partir de una concepción estática sobre las características generalizadas de los miembros de determinada colectividad. En sus orígenes, el término hacía referencia a la impresión obtenida a partir de un molde. Con el correr de los años su aplicación se volvió metafórica y comenzó a utilizarse para nombrar a un conjunto de creencias fijas que un grupo tiene sobre otro. Se trata de una representación o un pensamiento inalterable a lo largo del tiempo, que es aceptado y compartido a nivel social por la mayoría de los integrantes de un grupo, o de una región, e incluso nación.

El uso más frecuente del término está asociado a una simplificación que se desarrolla sobre comunidades o grupos de personas que comparten algunas características. Dicha representación mental es poco detallada y suele enfocarse en ciertos defectos del grupo en cuestión. Se construyen a partir de prejuicios respecto a las personas que provienen de una determinada zona o región del mundo o que forma parte de un determinado colectivo. Dichos prejuicios no son expuestos a la experimentación, y por lo tanto, la mayoría de las veces ni siquiera son fieles al bagaje identitario del grupo al que se encuentran ligados.

La cultura cinematográfica es un buen ejemplo demostrativo de la representación de estereotipos. Las películas norteamericanas, por citar un caso, entre tantos otros, suelen representar estereotipos de la servidumbre; por lo general éstos casi siempre en las pantallas aparecen como los negros o los latinos.

Llegado a este punto, tenemos que hacer una distinción, todos los juicios interpretativos y los prejuicios que ellos conllevan, responden a elementos verbalizados o escriturales, sin embargo, los estereotipos no necesariamente van a ser siempre verbalizados o escriturales, sino que van a responder también a elementos no sígnicos, a reproducciones meramente simbólicas. Los primeros por sí sólo se entienden toda vez que, se encuentran perfectamente delimitados en el campo lingüístico, El segundo de ellos, vale decir, los sistemas sígnicos no verbalizados ni escriturales, se encuentran construidos con códigos diferentes a los sonidos articulados y de su transcripción gráfica, y conllevan en si connotaciones negativas o afirmativas según el mensaje que se intenta hacer consumir.

Los elementos sígnicos, no verbales ni escriturales no los voy a definir, sino ejemplarizar. Tomemos, por ejemplo, La Estatua de Libertad, que está emplazada a la entrada de Nueva York, es un elemento sígnico no verbal por excelencia, ello por cuanto nos reproduce y nos representa un sinnúmero de mensajes que sirven todos ellos para potenciar la imagen de la sociedad norteamericana, Es un mensaje sígnico no verbal muy completo, toda vez que, tal imagen, al venir a representar la entrada a una nación, que se tilda como paradigma de la libertad, tal libertad inmediatamente se asocia como producto y efecto inmediato de la potencialidad económica producida por la libre empresa norteamericana. Está claro que en este mensaje sígnico, no verbal ni escritural, encontramos una mediación, al decir de Carlos Marx, entre la base material, potencial económico (infraestructura), y la libertad (superestructura), un contenido sígnico que encierra una gran carga ideológica al sistema capitalista como tal.

Por último están los ejemplos de los spots publicitarios que vemos a diario en la televisión, son la mejor expresión de los mensajes sígnicos no verbales, en donde sólo se muestran las imágenes de ciertos productos, de los cuales se supone que después de verlos en sus supuestas bondades que les imprimen las imágenes, tendríamos que estar tentados a consumirlos. En suma, todos los emblemas, banderas y escudos nacionales, corresponden a elementos sígnicos con connotaciones nacionalistas, porque tras ellos se representan a grupos sociales específicos delimitados centro de una concepción territorial.

Ahora bien, en esta época caracterizada por el vértigo, la fugacidad y la inmediatez, los ritmos vitales se aceleran, aunque no siempre esto resulte forzoso. El tratamiento de muchos asuntos es realizado al estilo de los, tan en boga, magazines televisivos: aporte mínimo de datos, en el mejor de los casos; lapso de ‘desarrollo’ del tema comprendido en el transcurso entre avisos comerciales. Ambos hechos confluyen en otro rasgo de la dinámica actual, la superficialidad. No es difícil advertir que un manejo de la información como el descrito remite casi fatalmente a la carencia de análisis crítico. Y tal criticismo refiere a la unidimensional dad en el contacto con la realidad.

Puede hablarse de una tendencia ‘light’, por la cual se sobredimensionan las apariencias en detrimento de aspectos sustantivos. Íntimamente ligada con esta tendencia se encuentra la liviandad en las actitudes e intenciones. Problemas que deberían ser considerados con detenimiento y prudencia, son tratados al modo de un flash informativo, lo que implica un pseudo tratamiento. Éste puede ser relacionado con el efecto que Lippmann, en La opinión pública, le atribuye a la opinión pública: ella termina imponiendo versiones parciales y distorsionadas de la información como si se tratase de genuinas verdades. Tal logro se sustenta en la tendencia individual a evitar el trabajo reflexivo acerca de los datos recibidos.

O sea, resumiendo, ya sean juicios, ante juicios, prejuicios, interpretaciones o lo que se quiera, estos ya no vienen siendo expresiones libres que respondan a los libres albedríos de cada cual. Los hay, claro está, pero dichos juicios, cada vez más, por des fortuna, van siendo los menos.

En vista de lo precedentemente apuntado, puede afirmarse que la actividad pensante, uno de los fundantes quehaceres humanos, no es plenamente ejercida ni ejercitada. Absorbido por asuntos emergentes, no siempre urgentes, el hombre común -‘medio’, ‘promedio’-, va atrofiando su capacidad dilucidadora. Ésta le permitiría no ya especular teoréticamente sobre tópicos considerados propios de unos pocos -filósofos-, sino esclarecer cuestiones suscitadas por los hechos vitales concretos, al menos parcial o preliminarmente.

Un pensar de esta índole elucidatoria supone, pues, trascender la realidad dada a fin de multiplicar posibilidades de análisis para procurar una paulatina aproximación al esclarecimiento y hasta la resolución de problemas vitales. Habitualmente se cree que quien piensa, quien procura abordar un problema desde más de una perspectiva -dialéctica-, es un ser extraordinario, especial, distante de las contingencias cotidianas. De esta forma, se considera que la mayoría de los mortales está inhabilitada para tal menester de pensar; no ‘califica’ para una labor de este tipo. No obstante, si esto fuese así, dichos seres atípicos constituirían una minoría marginal, admirada pero discriminada; abocada a un quehacer que la mayoría de las personas no tiene posibilidad o interés en realizar.

Desde otra orilla, Nietzsche se ha referido a los prejuicios de los filósofos, también en forma más detallada. Incluso tiene un particular escrito bajo el título de “Los prejuicios de los filósofos”. Se refiere a ellos como “los pícaros abogados”, en el parágrafo 5 de dicho escrito. Nos dice, en este escrito, que los filósofos anteriores a él, y los de su propia generación, son prejuiciosos por excelencia, Son prejuiciosos porque todos sus juicios los expresan sin tomar en cuenta a la vida, aquella vida que los filósofos se han esforzado por desconocer en su realidad, forzándola, idealizándola, bajo fundamentos éticos, y morales de modo que dichos fundamentos hagan soportable vivir en un mundo falso, que la revisten como mundo verdadero. Con “la muerte de Dios” y el advenimiento del nihilismo, Nietzsche mina las bases de todos los fundamentos hasta entonces instituidos, dejando atrás todos los prejuicios de los filósofos de la historia, hasta entonces conocida.

“Lo que nos incita a mirar a los filósofos con desconfianza y sarcásticamente es el hecho de que no se comportan con suficiente honestidad, levantan un gran ruido cuando se toca el problema de la veracidad. Simulan haber descubierto y alcanzado sus opiniones por una dialéctica, fría y pura, pero en el fondo es una tesis que adoptaron de ante mano, una ocurrencia, «inspiración», un deseo vuelto abstracto y lo defienden con razones buscadas posteriormente, son «picaros abogados» de sus prejuicios, a los que bautizan con el nombre de «verdades». La tiesa como prudente falsedad de Kant con la que nos atrae a la tortuosa dialéctica que descamina a un «imperativo categórico» es una comedia que nos hace reír. Y la matemática, “fórmula mágica» con la que Spinoza puso una coraza y enmascaró a su filosofía «el amor a la sabiduría».

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