Por: Carlos Benetó
Fuente: http://www.carlosbenetowordpress.com (08.11.16)
La idea errónea de la sociedad postindustrial, que aún reduciendo su número de asalariados concentra y desarrolla la industria más avanzada en grandes núcleos europeos, es en verdad la sociedad del desarrollo consumista que comienza casi a los veinte años del final de la Segunda Guerra Mundial. Tras el último auge de su etapa previa “modernista”, señalada en 1960 en la filosofía por el enorme trabajo teórico de Sartre de encontrar al marxismo con el existencialismo (‘Crítica de la razón dialéctica’), nace el posmodernismo. Su ‘hacer’, que no es ni de lejos un simple movimiento estético-cultural, comienza en este plano con nombres como Warhol, John Cage, Godard, Burroughs, y lo que en esto hace un hito característico: los conciertos multitudinarios de masas que siguen a grupos como ‘The Beatles’ o ‘The Rolling Stones’; el desarrollo a gran escala de las tendencias marcadas por el consumismo que en un calibre mucho menor se había visto con los años 20-30 americanos, caracterizados económicamente de la misma forma: superproducción y desarrollo de la mercadotecnia, y con ello, la expansión por necesidad de la mentalidad pequeñoburguesa del estatus de la ‘clase media’, aspiración impulsada en contraposición a la calidad de vida que se estaba dando en el campo socialista, especialmente en la URSS y la RDA, y el peligro que suponía su avanzado desarrollo tecnológico. En esto mismo, el esfuerzo teórico-propagandístico se centra, como la mayor de sus contiendas, en eliminar la realidad de clases, desplazando o repudiando así al marxismo, y anunciando a mediados del posmodernismo “el fin de la historia”. Aparece entonces un populismo cultural, que aún ocultando analíticamente claros contenidos ideológicos, desdibuja las fronteras hasta entonces marcadas entre la alta cultura y la cultura de las masas, haciendo partícipe de una “misma” significación a grandes sectores interclasistas bajo un mismo paraguas, y por primera vez de una forma tan masiva, la expansión de una cultura “globalizada”, que sin embargo se componía en su gran mayoría de exportaciones culturales del mundo anglosajón, especialmente norteamericano hasta llegar a ocupar este en algunos momentos la práctica totalidad. En todo esto se dibujan “revoluciones modernas”, siguiendo en el plano ideológico-cultural, caracterizadas por el sentir pesado de un mundo viejo y una consiguiente explosión de innovación y experimentación artística, impulsada desde las mismas instituciones, museos y salas del Occidente “moderno”: la simple rareza de un arte estético-plástico experimental carente de discurso, lleva en sí, implícito, el discurso de la novedad, pero, por primera vez en la historia del arte, una novedad vacía que se representa a sí misma. La “obra” musical ‘cuatro, treinta y tres’ (4’33”) de John Cage no es la única significativa de un aluvión artístico así en todas las disciplinas que le sigue hasta nuestros días. Sin embargo, el plano estético-cultural esbozado representa la punta del iceberg de la base cosmovisiva y forma-de-vida en el posmodernismo: en él, la identidad del sujeto se torna forzadamente flexible y versátil a las constantes mutilaciones a las que el sujeto del capitalismo avanzado se enfrenta, víctima de la precariedad y la inestabilidad, y a la vez verdugo y reproductor-reproducido. En su atomización, alienada en mayores y menores medidas, sus movimientos se tornan individualistas y casi selváticos, cargándose a sí mismos en una soledad moderna, que reforzada en dispositivos ideológicos como el “espíritu emprendedor”, o menos evidentes e incluso dentro de una opinión progresista o identificada con la izquierda -no hace falta argumentar para decir de la compatibilidad del posmodernismo con la “izquierda”, pues es directamente visible prácticamente allá donde hoy se la mire-, realizan en sí mismos una búsqueda de autonomía y autorrealización que además, por la carencia misma de un fin en la vida propiamente posmoderna, da el fruto de la frustración y la infelicidad. La medicalización de la psicología se dispara entonces de forma nada casual en relación a esto, suministrando en masa a quienes padecen “trastornos depresivos”, que representan en este momento casi el 5% de la población española (y hasta casi el 40% de esta con ansiedad), antidepresivos, ansiolíticos y tranquilizantes que neutralicen su estado anímico, que no es por lo general sino una reacción a su estado de vida: una alerta.
Dicha pérdida en la autorrealización, o como diría Deleuze con Spinoza, el “no colmar potencias”, es la fragilidad que dibuja un ‘yo’ vacío cada vez más extendido. Encontramos en este tiempo, como un caso significativo pero no representativo de la totalidad posmoderna, perfiles ‘instagramers’ que son ya un perfil-yo, donde de principio a fin las centenares de imágenes compartidas a diario, y a veces casi horariamente, son la cara del mismo allá donde quiera que esté y haga. En algunos casos haciendo de esto, y por tanto de sí mismos, un conjunto estético en un diario público. Son porque comparten el rostro de su ‘yo’, y son porque son vistos porque son representación. La valorización de sus actos se mide a través del reflejo digital: “Yo hago esto”.
En relación a la representación y la “enfermedad” mental reutilizo el fragmento de un escrito propio, a raíz del suceso de un alumno “sin indicios de problemas psicológicos” de un instituto de Barcelona que en abril del 2015 atacó con una ballesta su centro matando a un profesor, casos que en EEUU (con un saldo mucho mayor de víctimas mortales) se cifran en 44 desde 1927, 40 de los cuales son desde 1970 hasta la actualidad, y 31 de ellos en los últimos 20 años:
“Sus calles y sus plazas están orientadas al paso de los vehículos. (…) La devoción al ‘no hay más’ que el mundo orientado al crecimiento económico, la vida haciéndose bajo el totalitarismo del Producto Interior Bruto, en una gestión mundial del pensamiento, de las concepciones, de la cosmovisión del yo en relación a los espacios (…). ¿Por qué no podríamos reconocer que la finalidad de esos motores es la finalidad de nuestras sociedades? Servicio a la producción acelerada, que vive gestionando mecánicamente, de forma protocolaria, aquello que humanamente no tiene nombre ni lugar. Capitalismo excedido como Estado, como violencia física, hecho pensamiento y cosmovisión, para ejercer una violencia más perfecta. La violencia metafísica que viene creando desde hace tiempo la esquizofrenia capitalista. Todo es producto. Uno es una película. Todo pasa. Las manos se mueven. Los pies caminan. Allí, ahí, aquí, no sabe donde. Uno es igual en todo. Cree saber donde. No siente donde. No vive donde. No vive en sí, vive ‘como si’. Ha de verse en el producto. Debe reconocerse en los espejos sociales. Dispositivos perfectos para ello. Como si surtiesen efecto. (…) Calman las no-sensaciones, vaciando, construyendo, las trampas de la personalidad de los perfiles sociales. La vida ‘online’. El ser digital. El ser imagen. Ser ‘como si’.
Los niños con ballestas son las sociedades capitalistas más avanzadas. La violencia sin más en la conquista crítica de un yo. Atomizados. Siendo nada. Muriendo por nada. Matando por nada.”
El evento es tan propio, como recogen los datos y el auge de matanzas y ataques que vemos año tras año, de la despersonalización más crítica en su respuesta violenta en un estado de la vida en el posmodernismo, que en los registros de la literatura psiquiátrica sobre casos del Síndrome de Amok, reconocido como tal desde 1972, aún es más evidente: 32 casos documentados desde 1913, 22 de ellos desde 1996, de los cuales tan solo 4 se habían producido en países de América Latina donde el capitalismo se encuentra más atrasado. ‘Un día de furia’ (1993), de Joel Schumacher, coodirector de ‘House of Cards’, lleva al cine la parte más visible de dicho síndrome. Sin embargo nada de esto es la consecuencia más habitual, ni de lejos, del posmodernismo. No podemos medir tampoco dichas reacciones “extremas” más extremas ‘a priori’ que la vivencia aparentemente tranquila de millones de vidas bajo el capitalismo avanzado. Podemos encontrar cómo el curso de las relaciones entre los hombres se torna habitualmente como una mera conexión de individuos, donde se repudia toda intensidad, una afección efectiva donde la pudiera, como si de una individualidad tal, la individualidad ajena atacase al posmoderno en la suya, invadiéndole, ocupando su espacio, tornando así todo cada vez más un contacto del que poder apartarse nunca llegando a acercarse, o mediante la construcción de superficialidades que den el hábito de una compañía muerta, y en todo ello, consciente o subconscientemente, la culpa y los efectos secundarios. Tal y como, en un grado mayor, se conectan y comparten las relaciones de los círculos más adheridos y comprometidos hasta en su “estética” al posmodernismo, creando un perfil que sin embargo es tan solo un porcentaje visible del total: aquellos que se han reconocido y se agrupan en su debilidad, que consumen una adherencia, que, para saber a quienes me refiero, ya ni siquiera son los ‘hipsters’ (término dudoso y ambiguo, y a veces peligrosamente utilizado para una crítica que los excede), que lo son, o lo serán alguna vez o nunca, pues ni siquiera es necesario.
“La existencia, lejos de ser aquello de necesidad, lejos de ser puramente aquello inevitable, luego intenso, ser, estar siendo, gracias a su virtud falsamente realizable y abierta, ha sido anulada por la infinidad de construcciones que permiten la invención imaginaria de “nuevas” formas-de-vida, que son sin embargo la misma, como multiplicidad de resultados que van a parar al campo de la mentira. Es la figura, dibujo de hombre, a la que se le dotan mil atributos de falsos arraigos. Los urbanitas, los hipsters, los filohipsters, buscando elementos historicistas (vintage) que los sitúen en un tiempo para ser falsamente, los hardcoretas, su patética serie cultural de atributos, de dilataciones, tatuajes, bicicletas fixie y gorras, en su búsqueda cultural de la existencia situacionista que les disfrace (…)”. De ellos quería hablar así en 2014, y en todo eso se enclava su gusto por el pastiche. También, en su caricatura nada falsa, su fascinación por llevar bajo el brazo o discretamente una cámara analógica desechable, o con carretes caducados que den las “maravillosas” coloraciones y destellos que veían, o que ni siquiera vieron pero imaginan, en los álbumes de juventud de sus padres de toda índole. Setenteros, ochenteros, noventeros; da igual mientras emule, simule, y veladamente refleje una incapacidad histórica, y peor aún de ‘ser’ en sí mismos (para sí). Las chaquetas anchas de ‘jeans’ o de nylon colorido, los pantalones de corte alto, hoy los florales, las suelas gruesas, la vanidad más divina, el feísmo, o todo lo anterior mezclado, una vez más, en el pastiche; el panorama degradado, ‘kitsch’, la novela de paraliteratura, ‘underground’, los bajos fondos de la televisión, las peores producciones de Hollywood, juntado con la más “selecta” crítica literaria, y con un poco de Heidegger, Wittgenstein o Marx incluso -lo mismo da pues forma parte de su misma relación intensamente superficial con todo aquello que tocan-. Como dice brillantemente Fredric Jameson refiriéndolos en su ‘Lógica cultural del capitalismo avanzado’ (1991), “todos ellos nos parecen “característicos” en la misma medida en que se desvían ostentosamente de una norma que posteriormente se reafirma, no de manera necesariamente inamistosa, mediante una imitación sistemática de sus deliberadas excentricidades”. No hay necesidad de la caricatura retratada, vistan o no ‘trending’ son siempre el ‘das man’ de Heidegger en su esplendor, como un sujeto alienado de la filosofía marxista en el campo del ‘ser’:
“Prisionero en la trivialidad de la existencia cotidiana, el hombre vive bajo el imperio impersonal del “se” (‘das man’): yo me veo obligado a trabajar, a vivir e incluso a sostener determinados puntos de vista porque así se trabaja, se vive y se piensa”.
En cualquier caso no existe una taxonomía absoluta para el sujeto posmoderno, sino enmarcados en una cosmovisión posmoderna hegemónica, hay adherencias en grados de intensidad, y funcionamientos ideológicos que le son propios, dando el resultado al mismo momento histórico-cultural de rechazos frontales, parciales, afinidades abiertas, sutiles, incluso veladas o desconocidas, simpatías, adherencias, y exaltaciones posmodernas.
Por suerte -sería demasiado fácil y además catastrófica la reducción al insulto-, el posmoderno no es simplemente un imbécil, aunque pudiera ser idiota en exceso, en ocasiones de una vaciedad casi siniestra, enormemente aburrido por lo general, o un pretendido aristócrata (nadie en verdad puede serlo pues, su altanería pertenece, como el vínculo pontífice del Papa con Dios, al de la imaginación y su representación social, y así su relación en una posición con los demás), pero digno en su potencia e inteligencia de la tristeza que le corresponde. En ella consta aquello anulado, por tanto potencialmente existente. Su tristeza, que como todo sentimiento se relaciona y reacciona con lo que concibe de las cosas, no engaña, sino que delata la existencia de un problema, y que escuchada (reconocida y analizada) posibilita su solución, que pasa por un ser radical, de tal forma que la aspiración colectiva en un nosotros jamás deja de ser uno mismo, o dicho de otra forma, uno mismo jamás deja de ser aspiración colectiva, o como podemos llamar, de un género humano definitivamente reconocido, ya que anulado, y anulando así la realidad del conjunto social humano, anula de raíz de su realidad, y así la realización veraz que solo puede darse en dicha libertad.
Dicho hombre empieza a ser libre cuando conoce su amor por el pueblo, que es el amor a su potencia, en tanto que así, su camino por la libertad de aquello que ama, es y hace el camino del pueblo, que es su propio camino. No es por tanto posible, jamás, la libertad en posmodernismo, pues aquello que anula al pueblo ha de anular al hombre.
Zygmunt Bauman plantea en su estudio de lo que llama la “modernidad líquida”, con más voluntad utópica que fundamento, la posibilidad de que en dicha dependencia en el otro se encuentre una vía a crear la conciencia de lo colectivo. Sin embargo el estado actual de las cosas -y como siempre- es una cosmovisión que de cualquiera de las formas se mueve por completo en la base de lo colectivo, pudiendo llegar a tejerse un sentimiento colectivo que se mueva en las distancias y fundamente el mayor de los individualismos, e incluso el fascismo, contrariamente a lo que para Bauman, dicha “necesidad del otro”, que en verdad no cesa jamás, suponga de por sí una esperanza. Pues como mencionaba antes, es más que posible y así ocurre en tantas ocasiones, el posmoderno en un discurso colectivo en sí mismo, incluso popular o de izquierdas, y también puede que nacionalista, que alimenta su propia individualidad en los espejos colectivos del pueblo, pues, aún con su conciencia y anhelos, vive en un marco alienado de la realidad determinante, o más bien de aquello que determina la realidad, enclavado en una crisis historicista que solo le permitiría, desde la acción política de dicha izquierda, el utopismo en todas sus posibilidades, o el izquierdismo, pues como los eseristas, dichas posturas no emanan desde las fuentes sociales del mismo movimiento obrero, sino en la intelectualidad de izquierdas pequeñoburguesa, de clase o no pero siempre ideológicamente, cuya cantera hoy encontramos especialmente en los pasillos de ciertas facultades de nuestro país. Pues solo las desviaciones y aberraciones que en una situación cultural posmoderna crecen, cuyas características ya conocemos, permiten una opinión pública de izquierdas tan extendida entre los universitarios, en concreto de las facultades de humanidades y ciencias sociales y sus círculos más directos, sin embargo sin que esto se traduzca en un solo ligamento que una su consideración con la efectividad, pues la descontextualización es una de sus principales características, y aquella que permite obviar la práctica que es teoría, y la teoría que es práctica, indisoluble, del leninismo por la que hoy se demuestra la más avanzada de todas las doctrinas políticas.
La pregunta en una situación tal es cómo alcanzar al sujeto posmoderno, hijo ya del posmodernismo primero y pronto su nieto de tercera generación, cuya cosmovisión es de tal calado que ya no responde únicamente al sujeto alienado de la filosofía marxista que desconoce su condición de clase, que incluso pudiera saberla, sino que parece situarse al margen de aquellos elementos cosmovisivos, socio-culturales que se emparejan a su realidad material, que permitirían una organización, una asociación, una explosión propiamente revolucionaria.
¿Cómo hablar en medio de la victoria del lenguaje posmoderno, que es el dominio capitalista más avanzado, sin alimentar con su uso el mismo lenguaje, legitimando conceptos, asentando contradicciones que solo confunden a un pueblo que, lejos de toda situación, late tan fuerte y real como su potencia misma? ¿Cómo propagar? Sin duda, antes de comenzar a respondernos, no se puede olvidar la premisa más necesaria para la efectividad, objetivo imprescindible de nuestros movimientos, de que la revolución no se hace con guantes de seda.
Carlos Benetó,
8 de noviembre de 2016
Filed under: B5.- Posmodernidad |
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