La utopía, la ciudad y la máquina

Por. Lewis Mumford (Cambridge (Massachussets), 1965).
Fuente: http://www.habitat.aq.upm.es

I

El hecho de que las utopías, desde Platón hasta Bellamy, hayan sido ampliamente visualizadas como una ciudad, parecería tener una explicación histórica sencilla. Las primeras utopías que conocemos se construyeron en Grecia, y a pesar de sus repetidos esfuerzos para establecer una confederación, los griegos no fueron nunca capaces de concebir una comunidad política humana excepto en la forma concreta de una ciudad. El propio Alejandro Magno había aprendido tan bien esta lección que, cuando menos, una parte de las energías que podrían haberse empleado en conquistas mayores y más rápidas se emplearon en la construcción de ciudades. Una vez establecida esta tradición, a los escritores posteriores, empezando con Tomás Moro, les fue fácil continuar, tanto más cuanto que la ciudad tenía la ventaja de reflejar las complejidades de la sociedad dentro de un marco que respetaba la escala humana.

Ahora bien, no hay duda de que el pensamiento utópico fue profundamente influido por el pensamiento griego. Además, como trataré de mostrar, este modo de pensar, precisamente porque respetaba ciertas capacidades humanas que el método científico deliberadamente ignora, puede servir todavía de útil correctivo a un positivismo que no deja lugar para lo potencial, lo intencional o lo ideal. Pero cuando se escarba más profundamente en la tradición utópica se descubre que sus fundamentos están enterrados en un pasado mucho más antiguo que el de Grecia, y la cuestión que, en última instancia, se plantea no es: «¿Por qué son tan a menudo las ciudades el locus de la utopía?», sino «¿Por qué tantas instituciones que son características de la utopía vieron la luz por vez primera en la ciudad antigua?»

Aunque he sido durante mucho tiempo un estudioso tanto de las utopías como de las ciudades, solamente en los últimos años han salido a la luz datos suficientes para sugerirme que el concepto de utopía no es una fantasía especulativa helénica, sino una derivación de un acontecimiento histórico: en efecto, la primera utopía fue la ciudad como tal. Si consigo establecer esta relación, se esclarecerá más de una cuestión, siendo de relativa importancia la explicación de la naturaleza autoritaria de tantas utopías.

Pero miremos primero la utopía a través de los ojos de los griegos. Es harto extraño que aunque Platón se acerca al dominio de la utopía en cuatro de sus diálogos, el que tuvo mayor influencia, la República, es la utopía más desprovista de imágenes concretas de la ciudad, excepto en lo que se refiere a la prescripción de limitar el número de sus habitantes para mantener su integridad y unidad.

En la reacción de Platón contra la polis democrática ateniense, el modelo que le sedujo fue el de Esparta: un Estado cuya población se hallaba diseminada en pequeñas aldeas. En La República, Platón retuvo muchas de las instituciones de la ciudad antigua intentando darles una dimensión ideal; esto, por sí mismo, provocó que se proyectará una luz oblicua tanto sobre la ciudad antigua como sobre la literatura utópica posplatónica. Únicamente en Las Leyes descendió Platón lo suficiente desde las alturas para dar unos pocos detalles —demasiado pocos— de las características físicas reales de la ciudad que incorporaría sus controles morales y legales.

No es preciso entrar en las escasas descripciones platónicas de la ciudad: en Las Leyes, la mayoría de los detalles del entorno urbano están tomados directamente de ciudades existentes; sin embargo, en la encendida descripción de la Atlántida, la imaginación de Platón parece evocar el audaz planeamiento de la ciudad helenística del siglo III a. de C. Lo que nosotros hemos de tomar en consideración en Platón son más bien esas limitaciones peculiares que sus admiradores —y yo sigo siendo uno de ellos— han pasado por alto hasta nuestros días, cuando nos vemos enfrentados, de pronto, con una versión magnificada y modernizada del tipo de Estado totalitario que Platón había descrito. Bertrand Russell fue el primero en hacer este descubrimiento, en su visita a la Rusia soviética al comienzo de la década de 1920, casi veinte años antes de que Richard Crossman y otros indicasen que La República de Platón, lejos de ser un modelo deseable, era el prototipo del Estado fascista, aun cuando ni Hitler, ni Mussolini y ni siquiera Stalin se habían cualificado exactamente para el título de filósofo-rey.

Es cierto que Platón, en el Libro Segundo de La República, casi llegó a describir la sociedad normativa de la Edad de Oro descrita por Hesíodo: esencialmente, la comunidad preurbana del cultivador neolítico, en la que ni tan siquiera el lobo y el león, como narra el poema sumerio, eran peligrosos; todos los miembros de la comunidad compartían sus bienes y sus dioses, no había una clase dominante y explotadora de los aldeanos, ni obligación de trabajar para producir unos excedentes que la comunidad local no estaba autorizada a consumir, ni gusto por el lujo ocioso, ni celosa reivindicación de la propiedad privada, ni una exorbitante ansia de poder, ni guerra institucional. Aunque los estudiosos han arrumbado despectivamente durante largo tiempo el mito de la Edad de Oro, es su saber, más que el mito, lo que ahora ha de ser puesto en duda.

En efecto, dicha sociedad habría surgido al final de la última era glacial, si no antes, cuando el largo proceso de domesticación había llegado a su fin con el establecimiento de pequeñas comunidades estables que disponían de un abundante y variado abastecimiento de alimentos; comunidades cuya capacidad para producir un excedente almacenable de grano proporcionaba seguridad y una alimentación adecuada a los jóvenes. Este aumento de vitalidad se vio acrecentado por una vívida intuición biológica y por la intensificación de las actividades sexuales, hecho que atestigua la multiplicación de símbolos eróticos, en grado no menor que el éxito, no superado en ninguna cultura posterior, en la selección y cría de plantas y ganado. Por todo ello, Platón reconocía las cualidades humanas de estas comunidades más sencillas; por tanto, es significativo que no hiciera el menor intento de recuperarlas a un nivel más elevado. ¿Fue acaso una excepción la institución de las comidas comunales para ciudadanos varones, tal como se practicaba todavía en Creta y en Esparta? Dejando aparte esta posibilidad, la comunidad ideal de Platón comienza en el mismo punto en el que llega a su fin la temprana Edad de Oro: el gobierno absoluto, la coerción totalitaria, la permanente división del trabajo y la constante disposición para la guerra, aceptado todo ello puntualmente en nombre de la justicia y de la sabiduría. La guerra era tan central en toda la concepción platónica de la comunidad ideal que Sócrates, en el Timeo, al confesar su deseo de contemplar esa «estática república en acción», demanda una descripción del modo de librarla de «una batalla contra sus vecinos».

Todo el mundo se halla familiarizado con los pilares fundamentales de La República. La ciudad que describe Platón es una ciudad cerrada sobre sí misma; a fin de garantizar esta autosuficiencia ha de poseer tierra suficiente para alimentar a sus habitantes y para mantenerse independiente de toda otra comunidad: autarquía. La población de esta comunidad se divide en tres grandes clases: labradores artesanos, defensores y una casta especial de guardianes. Estos últimos se han convertido en los controladores y condicionadores habituales de la mayoría de las comunidades políticas ideales, bien en su comienzo, bien en su gobierno cotidiano; Platón había racionalizado la realeza.

Una vez seleccionados, los miembros de cada una de estas clases deben mantenerse en su profesión y ocuparse estrictamente de lo suyo, recibiendo órdenes de los de arriba, sin protestar. Para asegurar una perfecta obediencia no deben permitirse ideas peligrosas ni emociones perturbadoras: de ahí, una estricta censura que se extiende incluso a la música. Para garantizar la sumisión, los guardianes no vacilan en alimentar con mentiras a la comunidad: constituyen, de hecho, una arquetípica Agencia Central de Inteligencia dentro de un pentágono platónico. La única innovación radical de Platón en La República es el control racional de la raza humana a través del matrimonio comunal. Aunque con retraso, esta práctica se estableció durante breve tiempo en la Comunidad de Oneida y hoy ronda insistentemente los sueños de más de un genetista.

Pero adviértase que la constitución y la disciplina cotidiana de la comunidad política ideal de Platón convergen hacia un único fin: la aptitud para hacer la guerra. La observación de Nietzsche de que la guerra es la salud del Estado se aplica en toda su plenitud a La República, porque solamente en la guerra son temporalmente soportables esa autoridad rigurosa y esa coerción. Recordemos esta característica porque, con uno u otro acento, la encontraremos tanto en la ciudad antigua como en los mitos literarios de la utopía. Hasta la mecanizada Nación en mono de Bellamy, reclutada para veinte años de servicio laboral, se encuentra bajo la disciplina de una nación en armas.

Si se considera el esquema de Platón como una contribución a un futuro ideal, hay que preguntarse si la justicia, la templanza, el valor y la sabiduría se habían orientado alguna vez a un resultado ‘ideal’ tan contradictorio. Lo que Platón había conseguido en verdad, no era superar las incapacidades que amenazaban a la comunidad política griega de su tiempo, sino establecer una base aparentemente filosófica para las instituciones históricas que, de hecho, habían detenido el desarrollo humano. Aunque Platón era un amante de la sociedad helénica, nunca pensó que valiera la pena preguntarse de qué modo podrían conservarse y desarrollarse los múltiples valores que habían dado lugar a su propia existencia y a la de Sócrates; a lo sumo, fue lo bastante honesto para aceptar, en Las Leyes, que todavía podían encontrarse hombres buenos en sociedades malas, es decir, no platónicas.

Lo que hizo Platón —trataré de demostrarlo— fue racionalizar y perfeccionar unas instituciones que habían surgido como modelo ideal mucho tiempo antes, con la fundación de la ciudad antigua. Se proponía crear una estructura que, a diferencia de la ciudad existente en la historia, fuera inmune al desafío provocado desde el interior y a la destrucción provocada desde el exterior. Platón sabía demasiada poca historia para darse cuenta de a dónde le llevaba su imaginación; por eso al volver la espalda a la Atenas contemporánea, retrocedía incluso más allá de Esparta, por lo que hubo que esperar más de dos mil años hasta que el desarrollo de una tecnología cíentífica convirtiera en realidad sus singularmente inhumanos ideales.

Hay que destacar otro atributo de la utopía de Platón, no sólo porque fue transmitido a utopías posteriores, sino porque ahora amenaza con llevar a cabo la consumación final de nuestra pretendidamente dinámica sociedad. Para realizar su ideal, Platón hace su República inmune al cambio; una vez constituida, el modelo de orden permanece estático, como en las sociedades de insectos, con las cuales guarda una estrecha semejanza. El cambio, tal como lo describía en el Timeo, acontecía como una intrusión catastrófica de las fuerzas naturales. Desde su mismo comienzo aflige a todas las utopías una especie de rigidez mecánica. Según las interpretaciones más generosas, esto se debe a la tendencia de la mente o, como apunta Berson, cuando menos, del lenguaje a fijar y geometrizar todas las formas de movimiento y cambio orgánico: a detener la vida para entenderla, a matar el organismo para controlarlo, a combatir el incesante proceso de autotransformación que subyace en el origen mismo de las especies.

Todos los modelos ideales tienen esta misma propiedad de detener la vida, si no de negarla; de ahí que nada pueda ser más funesto para la sociedad humana que realizar estos ideales. Afortunadamente no hay nada menos probable, porque, como observó Walt Whitman, está previsto en la naturaleza de las cosas que de cada consumación emerjan condiciones que hagan necesario ir más allá de ella —afirmación superior a la que proporciona la dialéctica marxista—. Un modelo ideal es el equivalente ideológico de un contenedor físico: mantiene el cambio extraño dentro de los límites del proyecto humano. Con ayuda de los ideales, una comunidad puede seleccionar, entre multitud de posibilidades, aquellas que son compatibles con su propia naturaleza o que prometen un desarrollo humano más amplio. Esto corresponde al papel de la entelequia en la biología de Aristóteles. Pero adviértase que una sociedad como la nuestra, que entiende el cambio como su principal valor ideal, puede sufrir una interrupción y una fijación a través de su inexorable dinamismo y su caleidoscópica innovación, en grado no menor de lo que lo hace una sociedad tradicional a través de su rigidez.

II

Aunque la influencia de Platón es la primera que acude a la mente al pensar en las utopías posteriores, es Aristóteles quien se ocupa de manera más definitiva de la estructura real de una ciudad ideal. De hecho, podría decirse que el concepto de utopía impregna cada página de La Política. Para Aristóteles, como para cualquier otro griego, la estructura constitucional de una comunidad política tenía su contrapartida física en la ciudad; porque era en la ciudad donde los hombres se unían, no sólo para sobrevivir al ataque militar o para enriquecerse con el comercio, sino también para vivir la mejor vida posible. Pero las tendencias utópicas de Aristóteles iban mucho más lejos, compara constantemente las ciudades reales, cuyas constituciones ha estudiado cuidadosamente, con sus posibles formas ideales. La política era, para él, la ciencia de lo posible, en un sentido bastante diferente del que ahora dan a esta frase quienes encubren sus mediocres expectativas o sus débiles tácticas sucumbiendo, sin oponer ningún esfuerzo, a la probabilidad.

De la misma manera que, para Aristóteles, cada organismo viviente tenía la forma arquetípica de su especie, cuya realización gobernaba el proceso total de desarrollo y transformación, el Estado tenía una forma arquetípica. Un determinado tipo de ciudad podía ser comparado con otro no sólo en términos de poder sino en términos de valor ideal para el desarrollo humano. Por una parte, Aristóteles consideraba la polis como un hecho natural, puesto que el hombre era un animal político que no podía vivir solo, a menos que fuera una bestia o un dios. Sin embargo, era igualmente cierto que la polis era un artefacto humano; su constitución heredada y su estructura física podían ser criticadas y modificadas por la razón. En resumen, la polis era potencialmente una obra de arte. Como en cualquier otra obra de arte, el medio y la capacidad del artista limitaban la expresión; pero la valoración humana, la intención humana, formaban parte de su diseño real. El interés racional de Aristóteles en las utopías se sustentaba no tanto en la insatisfacción por las deficiencias y fracasos de la polis existente, sino en la confianza en la posibilidad de perfeccionamiento.

La distinción establecida por Moro —un inveterado aficionado a los juegos de palabras—, al escoger la palabra utopía como un término ambiguo a caballo entre outopía, ningún lugar, y eutopía, el buen lugar, se aplica igualmente a la diferencia entre las concepciones de Platón y Aristóteles. La República estaba «en las nubes» [2] , y después de su desastrosa experiencia en Siracusa difícilmente podía esperar encontrarla en otro sitio. Pero Aristóteles, incluso cuando en el Libro Séptimo de La Política bosqueja los requisitos de una ciudad ideal cortada según su propio patrón, sigue teniendo los pies en la tierra; no vacila en retener numerosas características tradicionales tan accidentales como en el caso de las calles estrechas y torcidas, que podían ayudar a confundir y a obstaculizar a un ejército invasor.

Por tanto, en cada situación real, Aristóteles veía una o más posibilidades ideales surgidas de la naturaleza de la comunidad y de sus relaciones con otras comunidades, así como de la constitución de grupos, clases y profesiones dentro de la polis. Su propósito —declara abiertamente en la primera frase del Libro Segundo— «es considerar qué forma de comunidad política es la mejor de todas para quienes mejor pueden realizar su ideal de vida».[3] Quizá habría que subrayar esta afirmación porque en ella Aristóteles expresaba una de las contribuciones permanentes del modo de pensar utópico: la percepción de que los ideales, en cuanto tales, pertenecen a la historia natural del hombre animal político. Estos son los términos en los que dedica aquel capítulo a la crítica de Sócrates, tal como fue interpretado por Platón, y después continúa examinando otras utopías, como las de Faleas e Hipódamo.

La asociación de lo potencial y lo ideal con lo racional y lo necesario fue un atributo esencial del pensamiento helénico, el cual consideraba la razón como la característica central y definitiva del hombre. Solamente con la desintegración social del siglo III a. de C. dio paso esta fe en la razón a la creencia supersticiosa en el azar como dios último del destino humano. Pero cuando se examina la exposición de Aristóteles sobre la ciudad ideal vuelve a sorprendernos, al igual que en Platón, el ver cuán limitados eran estos originales ideales griegos. Ni Aristóteles, ni Platón, y ni siquiera Hipódamo, podían concebir una sociedad que sobrepasase los límites de la ciudad; ninguno de ellos podía abarcar una comunidad multinacional o policultural, ni aun centrándola en la ciudad; y tampoco podían admitir, ni como un ideal remoto, la posibilidad de destruir las permanentes divisiones de clase o suprimir la institución de la guerra. A estos utópicos griegos les resultaba más fácil imaginar la posibilidad de abolir el matrimonio o la propiedad privada que la de liberar a la utopía de la esclavitud, la dominación de clase y la guerra.

En este breve repaso del pensamiento utópico griego se toma conciencia de unas limitaciones que fueron monótonamente repetidas por los escritores utópicos posteriores. Hasta el humano Moro, tolerante y magnánimo en el tema de las convicciones religiosas, aceptaba la esclavitud y la guerra. El primer acto del rey Utopo cuando invadió la tierra de Utopía fue poner a trabajar a sus soldados y a los habitantes conquistados por él en la excavación de un gran canal, para convertir el territorio en una isla separada de la tierra firme.

Uno o más de estos atributos: aislamiento, estratificación, fijación, regimentación, estandarización, militarización; entran en la concepción de la ciudad utópica, tal como la interpretaron los griegos. Y estos mismos rasgos se mantienen, en forma abierta o disfrazada, incluso en las utopías supuestamente más democráticas del siglo XIX, como Looking Backward [Mirando hacia atrás] de Bellamy (1888). Al final, la utopía se funde con la distopía del siglo XX, y de pronto nos damos cuenta de que la distancia entre el ideal positivo y el negativo no fue nunca tan grande como habían sostenido los defensores o los admiradores de la utopía.

III

Hasta aquí he discutido la literatura utópica en relación con el concepto de ciudad, como si la utopía fuese un lugar totalmente imaginario y como si los escritores utópicos clásicos, con las excepción de Aristóteles, formulasen una prescripción para una forma de vida bastante irrealizable, que tan sólo podía lograrse bajo condiciones excepcionales o en un futuro remoto.

A esta luz, todas las utopías, incluidas las de H. G. Wells, se presentan como un auténtico rompecabezas. ¿Cómo podía la imaginación humana, liberada supuestamente de las constricciones de la vida real, estar tan empobrecida? Esta limitación resulta tanto más extraña en la Grecia del siglo IV, porque la polis helénica, de hecho, se había emancipado de muchas de las incapacidades de las monarquías orientales, movidas por el ansia de poder. ¿Cómo es posible que hasta los propios griegos visualizaran tan escasas alternativas a la vida consuetudinaria?

¿Y por qué tantos males, conocidos desde hace tiempo si no corregidos, perviven en cualquier utopía, a cambio de una satisfacción incompleta de los bienes prometidos? ¿De dónde procedía esa total coacción y regimentación que distingue a estas comunidades políticas supuestamente ideales?

A estas preguntas puede dárseles más de una respuesta plausible. Quizá la que resulte menos aceptable para nuestra generación de hoy, científicamente orientada, sea la que sostiene que la inteligencia abstracta, operando con su propio aparato conceptual y en su propio y autorrestringido campo, es en verdad un instrumento coercitivo; un arrogante fragmento de la personalidad humana total, dispuesto a rehacer el mundo en sus propios términos excesivamente simplificados, rechazando voluntariosamente intereses y valores incompatibles con sus propias asunciones y, consecuentemente, privándose a sí misma de todas las funciones cooperativas y generativas de la vida —sentimiento, emoción, exuberancia, espíritu de juego, libre fantasía—, en suma, las fuerzas liberadoras, dotadas de una creatividad impredecible e incontrolable.

Comparada aun con las manifestaciones más sencillas de vida espontánea dentro del fecundo ambiente de la naturaleza, toda utopía es, casi por definición, un desierto estéril, no apto para ser ocupado por el hombre. El edulcorado concepto de control científico, que B. F. Skinner (1948) insinúa en Walden Two, no es sino otra forma de hablar de desarrollo interrumpido.

Pero hay otra posible respuesta a estas preguntas: a saber, que la serie de utopías escritas que vieron la luz en la Grecia helénica fueron, en verdad, reflejos tardíos o residuos ideológicos de un fenómeno remoto pero genuino: la ciudad antigua arquetípica. Que esta utopía, efectivamente, existió en otro tiempo, puede demostrarse ahora: sus beneficios reales, sus pretensiones y alucinaciones ideales y su severa y coercitiva disciplina se transmitieron a comunidades urbanas posteriores, y ello incluso después de que sus rasgos negativos se tornaran más conspicuos y formidables. Pero la ciudad antigua legó, por así decirlo, a la literatura utópica, una imagen posterior de su forma ‘ideal’ contenida en la mente humana.

Curiosamente, el propio Platón, si bien, al parecer como una ocurrencia tardía, se esforzó en dar a su utopía una fundamentación histórica, porque, en el Timeo y en el Critias, describe la ciudad y la Isla-Imperio de Atlántida en términos ideales perfectamente aplicables al Egipto faraónico o a la Creta minuana, hasta el punto de dar al paisaje de la Atlántida, con su abundancia de recursos naturales, una dimensión ideal ausente en el austero marco de La República. En cuanto a la Atenas antediluviana, la comunidad pretendidamente histórica que conquistó la Atlántida nueve mil años antes de la época de Solón fue, casualmente, una encarnación magnificada de la comunidad política ideal descrita en La República. Más tarde, en Las Leyes, Platón se extiende repetidamente sobre las instituciones históricas de Esparta y Creta, enlazando de nuevo estrechamente su futuro ideal con un pasado histórico.

En tanto que el motivo que indujo a crear a Platón una utopía severamente autoritaria fue, sin duda, su aristocrática insatisfacción con la demagógica política ateniense, que él consideraba responsable de las sucesivas derrotas iniciadas con la Guerra del Peloponeso. Es significativo que su retirada ideológica llevase aparejada una vuelta a una realidad anterior que reafirmaba sus ideales. El hecho de que esta imagen idealizada llegase por la vía del sacerdocio egipcio en Sais, país que Platón y Solón habían visitado, proporciona, cuando menos, un hilo conductor entre la ciudad histórica en sus dimensiones originariamente divinas y las comunidades ideales más secularizadas de una época posterior. ¿Quién puede decir entonces, que fueron solamente los problemas de la Atenas contemporánea, y no también los logros reales de la ciudad histórica, los que alentaron la excursión de Platón por la utopía?

Aunque en una primera lectura esta explicación pueda parecer exagerada, me propongo ahora presentar los datos —procedentes principalmente de Egipto y Mesopotamia— que hacen plausible esta hipótesis histórica. Porque es justamente en el principio de la civilización urbana donde se encuentra, no sólo la forma arquetípica de la ciudad como utopía, sino también otra institución utópica coordinada, esencial para todo sistema de régimen comunal: la máquina. En aquella arcaica constelación se hace patente por primera vez la noción de un mundo que se halla bajo un control científico y tecnológico total, lo cual constituye la fantasía dominante en nuestra época. Mi propósito consiste en mostrar cómo en aquella temprana etapa la explicación histórica y la filosófica van juntas. Si logramos entender por qué se fue a pique la más madrugadora de las utopías, quizá podamos intuir los riesgos con los que se enfrenta nuestra civilización actual, porque la historia es la más obstinada crítica de las utopías.

IV

Esta referencia a la ciudad arquetípica que se presenta a nosotros con el nombre de utopía un poco antes del comienzo de la historia escrita no es una vana figura retórica. Para esclarecer este punto, permítaseme pintar un cuadro reconstruido de la ciudad, tal como se nos revela en los documentos egipcios, mesopotámicos y en otros posteriores. En primer lugar, la ciudad es creación de un rey (Menes, Minos, Teseo) que actúa en nombre de un dios. El primer acto de un rey, la clave misma de su autoridad y poderío, es la erección de un templo en el interior de un recinto sagrado sólidamente amurallado, y la posterior construcción de otra muralla para cercar a una comunidad subordinada convierte toda la zona en un lugar sagrado: una ciudad.

Sin este fuerte apuntalamiento religioso, el rey hubiera carecido de poderes mágicos y sus hazañas militares se habrían tambaleado. La observación de Roland Martin sobre las ciudades egeas tardías, según la cual la ciudad es un fait du prince, es justamente lo que diferencia a este nuevo artefacto colectivo de las estructuras urbanas más tempranas.

Al establecer una coalición entre el poderío militar y el mito religioso —en unas condiciones que intenté reseñar por primera vez en el simposio publicado con el título City Invincible [La ciudad invencible] (Carl Kraeling, 1960)—, el cazador-jefe de la economía neolítica posterior se transformó en rey; y la realeza estableció una forma de gobierno y un estilo de vida radicalmente distintos de los de la comunidad aldeana protohistórica, tal como la describe Thorkild Jacobsen a partir de documentos sumerios. En esta nueva constitución, el rey concentra en su persona todos los poderes y todas las funciones que en otro tiempo se hallaban dispersos en numerosas comunidades locales; el propio rey se convierte en la encarnación divina del poder colectivo y de la responsabilidad comunal.

La penetrante exposición de Frankfort (1948) sobre el papel de la realeza en las civilizaciones tempranas proporciona una pista sobre la naturaleza utópica de la ciudad, si bien las funciones de la comunidad se concentraban, unificaban, magnificaban y recibían un status sagrado a través del rey, el poder y la gloria de esta nueva institución solamente podían manifestarse plenamente en las monumentales obras de arte de la ciudad. Frankfort sugiere que la mística de la realeza se apoyaba en sus inmensas contribuciones prácticas a la distribución de la abundancia agrícola, la organización del desarrollo de la población y la creación de riqueza colectiva. El poder del rey para tomar decisiones, para eludir las deliberaciones comunales y para desafiar o invalidar la costumbre, originó inmensos cambios comunales que se hallaban totalmente fuera del alcance de las comunidades aldeanas. Una vez agrupada en ciudades, gobernada por una sola cabeza, regimentada y controlada bajo coerción militar, una población grande podía funcionar como una unidad, con una solidaridad que, de otro modo, sólo hubiera sido posible en una comunidad pequeña.

Si el rey representa o encarna, como en Egipto, el poder divino y la vida comunal, la ciudad los incorpora de manera visible; su forma estética y su orden consciente atestiguan una concentración enorme de energía que ya no es necesaria exclusivamente para las funciones de nutrición y reproducción. Los únicos límites impuestos que eran posibles lograr en una organización semejante, mientras siguiera funcionando el mito del carácter divino de la realeza, fueron los de la imaginación humana. Hasta esa época, la comunidad humana había estado ampliamente diseminada en caseríos, aldeas y villas rurales: aislada, pegada a la tierra, analfabeta, ligada a usos ancestrales. Pero la ciudad se relacionó, desde el comienzo, con el orden cósmico recién percibido: el sol, la luna, los planetas, el rayo y la tempestad. En resumen, como indicaron Fuste de Coulanges y Bachofen hace un siglo, la ciudad fue, ante todo, un fenómeno religioso: era la morada de un dios, y hasta la muralla apunta a este origen sobrehumano; Eliade (1958) tiene probablemente razón al inferir que su función primaria era mantener a raya el caos y conjurar a los espíritus enemigos.

Esta orientación cósmica, estas pretensiones mítico-religiosas, esta prioridad regia sobre los poderes y las funciones de la comunidad son las que transformaron la simple aldea o villa en una ciudad: algo que no es de este mundo, la morada de un dios. Muchos de los componentes de la ciudad —casas, santuarios, almacenes, acequias, sistemas de riego, etc.— existían ya en comunidades más pequeñas. Pero aunque estos servicios constituyesen un antecedente necesario de la ciudad, la ciudad misma fue transformada como por encanto en una forma ideal: un destello del orden eterno, un cielo visible en la tierra, un escenario de la abundancia de la vida, en otras palabras, la utopía.

La visión cristiano-medieval del cielo, como un lugar en el que los elegidos alcanzan su máxima realización en la contemplación de Dios, entonando sus alabanzas, es simplemente una versión algo etérea de la ciudad primordial. Con ese magnífico escenario como fondo, el rey no se limitaba a representar el papel de dios, sino que ejercía un poder ilimitado sobre cada uno de los miembros de la comunidad regulando los servicios, imponiendo sacrificios y, sobre todo, exigiendo, bajo pena de muerte, una abyecta obediencia. En la ciudad sólo se accedía a la vida buena a través de la participación mística en la vida del dios y en la de las deidades afines a él y, de modo vicario, a través de la persona del rey. En esto reside la compensación original, por el hecho de haber renunciado a las insignificantes formas democráticas de la aldea. Habitar la misma ciudad que un dios significaba ser miembro de una supercomunidad; de una comunidad en la que cada súbdito tenía un lugar, una función, una obligación, un fin, como parte de una estructura jerárquica representativa del cosmos como tal.

Así pues, la ciudad tal como emergió a partir de formas urbanas más primitivas, no suponía exactamente una mayor acumulación de edificios y vías públicas, de mercados y talleres: era, ante todo, una representación simbólica del universo mismo. Al igual que la realeza, la ciudad había descendido del cielo y había sído diseñada conforme a un patrón celestial; incluso en las culturas etrusca y romana —relativamente tardías—, cuando se fundaba una nueva ciudad, el arado que trazaba el contorno de las murallas era sostenido por un sacerdote, mientras que las calles principales estaban orientadas estrictamente de acuerdo con los puntos de la brújula. En este sentido, la ciudad arquetípica fue lo que Campanella llamó a su propia utopía: una Ciudad del Sol. Esta gran encarnación de magnificencia estética, poder cuantitativo y orden divino llegó incluso a cautivar la imaginación de los alejados aldeanos, que, en días de festival religioso, hacían peregrinaciones a la ciudad. Probablemente esto ayude a explicar el hecho de que todos aceptasen tan sumisamente los severos trabajos y las tiránicas exacciones que hicieron posible esta ‘utopía’.

Pero hay otro rasgo característico que distingue también a la ciudad antigua —si nos es dado leer los documentos más tempranos del Oriente Próximo con las mismas garantías que los datos, más tardíos del Perú de los Incas—. El súbdito más humilde no sólo tenía una vislumbre del cielo en el escenario del templo y del palacio, sino que esto iba acompañado de un abastecimiento seguro de alimentos, acopiados en los campos cercanos, almacenados bajo protección militar en el granero de la ciudadela y distribuidos por el templo. La tierra como tal, pertenecía al dios o al rey como, en definitiva, ocurre todavía en la teoría legal, con su abstracta contrapartida: el Estado soberano. La ciudad se anticipó a su sucesora literaria en la consideración de la tierra y de su producto agrícola como una posesión común: justa participación, si no igual participación, para todos. A cambio de ello, cada miembro de la comunidad se hallaba obligado a realizar sacrificios y a trabajar para el dios de la ciudad, cuando menos, una parte del año.

Al substituir las instituciones más recientes del mercado, el trabajo asalariado, la propiedad y el dinero; por el servicio militar obligatorio y el comunismo, las utopías de Moro, Cabet y Bellamy regresaban a la situación primitiva de esta organización urbana aborigen: una economía administrada bajo la dirección del rey.

V

Este breve resumen —me doy cuenta— sugiere una conclusión, quizá a primera vista más inaceptable que la idea de que la comunidad neolítica, vista desde la perspectiva de la Edad de Hierro, disfrutó en otro tiempo de la auténtica Edad de Oro descrita por Hesíodo.

Si esta interpretación está bien fundamentada, la ciudad antigua no fue sólo una utopía, sino la más impresionante y duradera de todas las utopías: la que, en principio, satisfacía de verdad las prescripciones ideales más importantes recogidas en fantasías posteriores, mientras en muchos aspectos, en efecto, las sobrepasaba. Porque, en gran medida, la ciudad antigua puso la marca del orden divino y de la finalidad humana en todas sus instituciones, transformando el ritual en drama, la costumbre y el capricho en ley, y el conocimiento empírico, salpicado de superstición, en observación astronómica rigurosa y en afinado cálculo matemático.

Mientras el mito continuó siendo operativo, el agente único del poder divino, el rey, podía, a diferencia de un consejo de ancianos de aldea, llevar a cabo, por mandamiento oral, mejoras hasta entonces imposibles en el entorno y modificar la conducta humana. Éstas eran las condiciones clásicas necesarias para construir una utopía. Al desintegrarse el mito de la realeza, la ciudad pasó parte de aquel poder a sus ciudadanos.

Pero queda por hacerse una importante pregunta: ¿A qué precio se consiguió esta utopía? ¿Qué aparato institucional hizo posible la organización y construcción de estas inmensas estructuras ideales? Si la ciudad antigua era, en efecto, la utopía, ¿qué cualidades de la naturaleza humana o qué defectos en su propia constitución hicieron que, cuando apenas acababa de tomar forma, se convirtiese en su contrario: en una utopía negativa, en una distopía o en una kakotopía? Si la utopía se convirtió en un puro fantasma mental, en un símbolo de deseos inalcanzables, de sueños vanos, ¿por qué su oscura sombra, la kakotopía o el infierno, ha irrumpido tan a menudo en la historia, en una serie interminable de exterminaciones y destrucciones centradas en la ciudad, un infierno que, en nuestro tiempo, amenaza todavía con convertirse en un holocausto universal?

La respuesta a la primera pregunta puede —creo yo— proporcionar una pista para la segunda condición. Porque la ciudad que imprimió por vez primera en la mente la imagen de la utopía tan sólo llegó a ser posible a causa de otra audaz invención de la realeza: la máquina colectiva humana, modelo platónico de todas las máquinas posteriores.

La máquina que acompañó el surgimiento de la ciudad fue un producto directo del nuevo mito; sin embargo durante largo tiempo escapó al reconocimiento, a pesar de la gran cantidad de pruebas directas e indirectas de su existencia, porque en las excavaciones no podía encontrarse ningún espécimen de ella. La razón de que esta máquina escapara durante tanto tiempo al descubrimiento reside en que, aun siendo extremadamente complicada, se componía casi enteramente de piezas humanas. Afortunadamente, el modelo original había sido transmitido intacto a través de una institución histórica que todavía se encuentra entre nosotros: el ejército.

Permítanme que me explique. En la época en que surgió la institución de la realeza todavía no existía ninguna máquina convencional, excepto el arco y la flecha; ni siquiera se había inventado el carro. Con la escasa e inconexa fuerza de trabajo que la aldea podía organizar y con las elementales herramientas disponibles para excavar y cortar, no podrían haberse construido ninguno de los grandes servicios públicos puestos en marcha en el Creciente Fértil. Para mover aquellas inmensas cantidades de tierra, para cortar aquellos enormes bloques de piedra, para transportar aquellos pesados materiales a grandes distancias, para establecer ciudades enteras en un montículo artificial a cuarenta pies de altura, se necesitaba una poderosa maquinaria. Estas operaciones se realizaban a una increíble velocidad: sin una soberbia máquina a su servcios, ningún rey podría haber construido una pirámide o un ziggurat a lo largo de su vida, y menos aún toda una ciudad.

El mandato real creó la máquina necesaria: una máquina que concentraba energía en grandes formaciones de hombres. Cada una de las unidades de este engranaje estaba configurada, clasificada, adiestrada, organizada y articulada para realizar su particular función en un todo unitario de trabajo. Con esta máquina, el trabajo podía concebirse y ejecutarse a una escala que, de otro modo, habría sido imposible hasta la invención de la máquina de vapor y de la dinamo. El montaje y la direccíón de estas máquinas de trabajo era prerrogativa de los reyes y constituía una prueba de su supremo poder, porque el mecanismo entero solamente podía funcionar tan eficientemente exigiendo un incansable esfuerzo y una mecánica obediencia de cada una de las piezas operativas de la máquina. La división de las tareas y la especialización en el trabajo —a las que Adam Smith atribuye el éxito de la llamada Revolución Industrial— realmente ya se manifestaron en la Era de las Pirámides, al través de una burocracia escalonada que supervisaba el proceso en su totalidad. Cada una de las piezas de la máquina se hallaba organizada en función del cumplimiento de la voluntad del rey: «La orden de palacio no puede ser alterada. La palabra del rey es verdadera; su manifestación, como la de un dios, no puede ser modificada».

Este nuevo tipo de complejo mecanismo de poder alcanzó la máxima eficacia en la era en que fue inventado; en el caso de los cien mil trabajadores que construyeron la Gran Pirámide de Guiza, aquella máquina era capaz de producir diez mil caballos; y cada parte de esa colosal tarea fue realizada con la precisión de una máquina. Las medidas de aquella pirámide —observa J. H. Breasted— se afinaron prácticamente hasta el grado de exactitud de un relojero, a pesar de que las gigantescas losas de piedra eran acarreadas en trineos tirados por fuerza de trabajo humana y de que no había ni grúas ni poleas para alzar los bloques a su lugar correspondiente: esta nueva potencia mecánica, este sostenido orden y esta afinación matemática son todavía visibles en los artefactos que se conservan. Ninguna creación humana anterior había exhibido nunca esta magnitud o esta perfección.

La mayoría de las deshumanizadas rutinas de nuestra máquina tecnológica posterior se incorporaron en la máquina arquetípica, generalmente de una forma más desnuda y brutal. La condición imperativa para hacer funcionar esta gigantesca máquina fue la supresión de toda autonomía humana, con excepción de la del rey. En otras palabras, las disciplinadas fuerzas que transformaron la humilde comunidad humana en una gigantesca obra de arte colectiva convirtieron a esa comunidad en una prisión en la que los agentes del rey —sus ojos, sus oídos, y sus manos— servían como carceleros.

Aunque esta férrea disciplina de la máquina de trabajo era, felizmente, aliviada por el arte y el ritual de la ciudad, este sistema de poder se mantenía en funcionamiento más por medio de amenazas y castigos que mediante premios. No sin razón, la autoridad del rey estaba representada por un cetro, pues éste era tan sólo un cortés substituto de la maza, esa temible arma con la que el rey podía matar, de un solo golpe en la cabeza, a todo el que se opusiese a su voluntad. En una de las representaciones más tempranas de un rey —la paleta de modo Narmer—, el rey sostiene en la mano una maza por encima de la cabeza de un cautivo y, bajo la forma de un toro, destruye una ciudad. El precio de la utopía —si leo correctamente el documento— era: «sumisión total a la autoridad central, trabajos forzados, especialización de por vida, regímentación inflexible, comunicación en una sola dirección y disposición para la guerra». En resumen, una comunidad de hombres aterrorizados, galvanizados por una obediencia propia de cadáveres, con la constante ayuda de la maza, del látigo y de la porra. ¡Verdaderamente, una comunidad política ideal!

La máquina arquetípica, en otras palabras, fue un triunfo ambivalente del designio humano. Si bien amplió inmensamente el radio de acción de la capacidad humana y creó un cielo visible en la gran ciudad, exaltando el espíritu humano como nunca había sido exaltado antes por las obras del hombre. Del mismo modo, a causa de las exigencias mismas del mecanismo, degradó rasgos humanos preciosos, que hasta la más humilde de las aldeas seguía apreciando. Se reveló igualmente perjudicial para la ciudad que la capacidad para ejercer sus poderes produjera fantasías paranoicas en los propios gobernantes —hostilidad, sospecha, agresión criminal—, las cuales llevaban aparejadas unas ambiciones colectivas que ninguna ciudad por sí sola podía satisfacer.

En los textos que siguen de cerca la creación de la ciudad y la invención de la máquina humana, nada es más notorio que la incontrolada hostilidad que los dioses despliegan entre sí: en su odio, en su agresión criminal, en su falta de control moral, en su facilidad para infligir castigos sádicos, reflejan las bravatas y las prácticas de los reyes. Desde el principio, la máquina laboral y la máquina militar realizaron funciones intercambiables como compensación a la regresión y a la regimentación necesarias a la máquina laboral, la destrucción de ciudades rivales y la degradación de dioses rivales se convirtieron en el medio más importante de manifestación del poder regio. Si la utopía de la ciudad no cumplió, de hecho, su venturosa promesa fue porque su mismo éxito promovió un número más elevado de exorbitantes fantasías de poder incontrolado. La construcción de ciudades fue un acto creador, pero la máquina de guerra hizo que lo más fácilmente alcanzable fuera la distopía —la destrucción y la exterminación total—. Ésta es la cara oscura y oculta de la ciudad ideal que la realeza había, en verdad, construido.

VI

Cuando estas dos formas arquetípicas, la ciudad y la máquina, se sítúan una al lado de la otra, en definitiva, nos vemos empujados a una conclusión prácticamente inevitable: en efecto, la utopía fue, en otro tiempo, un hecho histórico y llegó a ser posible, en primer lugar, por la regimentación del trabajo dentro de un mecanismo totalitario, cuyos rigores eran mitigados por las numerosas y cautivadoras cualidades de la propia ciudad, que alzaba la vista ante todo logro humano. A lo largo de una gran parte de la historia, la imagen de la ciudad pervivió en la imaginación humana como lo más aproximado al paraíso que podía esperarse en la tierra, aunque el paraíso —nos lo recuerda la palabra original persa— «no era una ciudad, sino un jardín cerrado», imagen más propia del Neolítico que de la Edad del Bronce.

En sus primeras formas históricas, tanto la ciudad utópica como la máquina regia tuvieron una carrera corta. Afortunadamente, en los dos casos, por debajo del mito seguían funcionando las diversas y divergentes realidades de la vida comunal. La antigua vida cooperativa de la aldea encontró su nicho dentro de la ciudad existente; y con el tiempo, la familia, el vecindario, el taller, el gremio, el mercado, etc. recuperaron para su propia jurisdicción algunos de los poderes o iniciativas que el rey reclamaba para sí y para la minoría dominante que le servía —los nobles, los sacerdotes, los escribas, los funcionarios, los ingenieros—. La mezcla de profesiones y ocupaciones, de lenguas y de formación cultural, daba a cada miembro de la comunidad urbana las ventajas de un todo más amplio, en tanto que los diversos privilegios sociales y dependencias materiales, monopolizados antes por la ciudadela, lentamente, a través de siglos o de milenios, se filtraron por abajo al resto de la comunidad. Después de las revoluciones que acabaron con la Era de las Pirámides, llegó incluso a quebrarse el monopolio de la inmortalidad por parte del faraón.

Y, sin embargo, la gran lección de la ciudad arquetípica, la capacidad del designio humano para modificar las condiciones naturales y las costumbres, no se perdió nunca del todo. Este temprano éxito alentó la esperanza, expresada en utopías posteriores —mejor que por nadie, por Fourier y Willian Morris—, de que podían lograrse resultados semejantes más bien merced al esfuerzo voluntario, la libre asociación y la ayuda mutua, que por la coacción militar, regia o platónica.

En cuanto a la máquina invisible, continuaba existiendo, sobre todo en su forma negativa —el ejército o máquina militar—, porque ésta era la columna vertebral del poder coercitivo reclamado en todas partes por el sucesor de la ciudad: el Estado soberano. Obviamente las grandes máquinas colectivas, que ensamblaban miles de piezas de trabajo, eran demasiado poderosas y demasiado torpes para ser utilizadas en tareas menos importantes que la construcción de carreteras y la excavación de canales. Entretanto se inventaron pequeñas máquinas con piezas de madera o metal, y con las mismas propiedades que las del prototipo humano colectivo: una elevada capacidad para realizar el trabajo con regularidad y con precisión mecánica. Máquinas como el carro tirado por animales, la rueda del alfarero, el telar y el torno no sólo aligeraban el trabajo, sino que aumentaban la autonomía humana: podían operar sin la mediación de sacerdotes, burócratas y soldados. Con la invención del molino de agua (siglo III a. de C.) y del molino de viento[4], el trabajo libre alcanzó por fin un dominio de la energía a una escala que hasta entonces sólo había sido posible mediante un ensamblaje organizado de fuerza humana de trabajo a las órdenes de un rey.

En su forma negativa, el ideal utópico de control total desde arriba y de absoluta obediencia por abajo nunca dejó enteramente de existir. La voluntad de ejercer tal control a través de la máquina militar tentó a los grandes conquistadores militares, desde Asurbanipal hasta Alejandro Magno, desde Gengis Can hasta Napoleón, así como a otros muchos imitadores de menor categoría. Durante gran parte de la historia hubo dos factores limitadores que tuvieron en jaque a la forma militar negativa de la máquina invisible: en primer lugar, su inherente tendencia a producir, en quienes gobernaban la máquina, delirios de grandeza que acentuaban todas sus potencialidades destructivas y llevaban, de hecho, a una repetida autodestrucción colectiva. La otra condición limitadora consistía en el hecho de que este régimen autoritario era desafiado pasivamente por la arcaica, democrática y vitalmente conservadora cultura campesina, a la que ha pertenecido siempre la mayor parte de la humanidad; y durante el último milenio, el desarrollo de formas de asociación voluntaria, en la sinagoga, en la iglesia, en el gremio, en la universidad y en la ciudad autogobernada, socavaron el incondicional y decisivo ejercicio de la soberanía necesario para montar la máquina invisible.

Por tanto, hasta el siglo XVI, cuando la Iglesia y el Estado, en Inglaterra, en Francia, en España y, más tarde, en Prusia, se aliaron como una fuente de poder soberano que lo abarcaba todo, no se dieron las condiciones fundamentales para extender la máquina invisible. Incluso el ideal de control total, tal como fue expresado por monarcas absolutos como Enrique VIII, Felipe II y Luis XIV, y por varios duques italianos, llegó a ser contestado durante algunos siglos por vigorosos contramovimientos democráticos. El derecho divino de los reyes, en su antigua y ya no viable forma, fue derrotado. Pero la idea de un poder y un control absoluto volvió a aparecer en escena tan pronto como los otros componentes de la máquina invisible se tradujeron en sus equivalentes modernos más prácticos y volvieron a ensamblarse.

Este último estadío no se alcanzó hasta nuestra generación; sin embaro los primeros cambios decisivos empezaron en el siglo XVI.

Puesto que se tardó tres siglos en reensamblar la nueva máquina invisible y puesto que las formas más tempranas de la misma aún no habían sido identificadas, el surgimiento de este gran colectivo mecánico escapó durante largo tiempo a la observación de los contemporáneos. A causa de la errónea creencia victoriana —presente todavía en los libros de texto de historia— según la cual la Revolución Industrial empezó en el siglo XVIII, se ha ignorado un cambio tecnológico inmensamente más importante. Las millares de útiles invenciones mecánicas y electrónicas que se han producido, a velocidad acelerada, durante los dos últimos siglos, siguen ocultando la restauración, más significativa, de la máquina invisible bajo una apariencia más científica.

Sin embargo, en retrospectiva la secuencia es clara. Comenzando en el siglo XVI, con las observaciones de Copérnico y Kepler, reapareció el culto al Sol, introduciendo una regularidad y un orden cósmico —prefigurados ya en el reloj mecánico— en todos los compartimentos de la vida. Aunque se redujeron los poderes absolutos de los reyes individuales, los poderes reclamados por su sucesor, el Estado soberano impersonal, fueron creciendo constantemente: primero, al reducir la autoridad de la religión como fuente de conocimiento y de valores morales más elevados, y después, al hacer de todas las otras entidades corporativas criaturas del poder soberano. « L’état c’est moi», proclamaba Luis XIV, Le Roi Soleil, con palabras que aun el más primitivo avatar de Atum-Re habría reconocido como una afirmación de hecho. Pero sólo con la Revolución Francesa, y bajo una máscara republicana, logró realmente el Estado, en su sistema de reclutamiento universal, los poderes que Luis XIV no se atrevió a ejercer completamente, poderes que el Estado detenta ahora en todas partes.

Con este nuevo ensamblaje mecánico llegó el uniformado ejército vigente, cuyo uniforme fue, después de la imprenta, el primer ejemplo de producción mecanizada en masa; y ese ejército, sucesivamente fue disciplinado de nuevo, en todas partes, mediante el mismo tipo de rigurosa instrucción —introducida por Guillermo de Orange— que produjo la falange sumeria o la macedónica. En el siglo XVIII, esta amplificada disciplina mecánica se transfirió a la fábrica. Sobre estos fundamentos se formó el nuevo orden mecánico, basado en mediciones cuantitativas, indiferente a las cualidades o a los propósitos humanos. Tal como fue bosquejada por Galileo y Descartes, la nueva ideología de la ciencia, que, en definitiva, había de llegar a ser el componente central de la máquina invisible, redujo la realidad a lo contable, a lo mensurable, a lo controlable; en otras palabras, al mundo universal de la máquina, tanto visible como invisible, tanto utilitaria como ideal.

Estas transformaciones fueron llegando lentamente, obstaculizadas, a la vez, por instituciones y tradiciones democráticas supervivientes y por empresas económicas más pequeñas, en las cuales la propiedad privada contestaba celosamente el control total por parte del Estado soberano. Pero, entretanto, el desarrollo de la ciencia había recompuesto las movedizas premisas ideológicas que limitaron la eficacia de las antiguas máquinas colectivas, y sobre los nuevos fundamentos de la ciencia posterior a Galileo, volvió a hacerse posible la utopía.

Mucho tiempo antes de que todos los componentes de la máquina invisible fuesen ensamblados de una manera consciente, Francis Bacon (1626), en su New Atlantis [Nueva Atlántida], con gran agudeza, no sólo anticipó sus ventajas, sino que además perfiló las condiciones para su realización: la aplicación de la ciencia a todas las cuestiones humanas, «para la consecución de todas las cosas posibles». Lo que el templo, el clero y la observación astronómica habían hecho en su momento para establecer la autoridad del rey, lo harían ahora la Casa de Salomón y sus nuevos ocupantes para establecer la autoridad de la máquina. A diferencia de los motores de vapor y los telares eléctricos, que siguen absorbiendo la atención del historiador, la nueva máquina es fundamentalmente un ensamblaje de piezas humanas: científicos, técnicos, administradores, médicos, soldados. Aunque se han tardado más de trescientos años en perfeccionar las piezas de esta máquina, su organización definitiva ha tenido lugar durante los veinte últimos años. En los estertores de la Segunda Guerra Mundial se ratificó el pacto arquetípico entre la realeza y el clero, con la concesión de un apoyo financiero y unas oportunidades para la ciencia virtualmente ilimitados, y con la condición de que su clero sancionará y magnificará ampliamente los poderes de la entidad soberana. En el espacio de menos de un lustro, la máquina invisible había quedado, por fin, reensamblada, con todas sus potencialidades desmesuradamente hinchadas. La bomba atómica simbolizaba esta unión de la omnipotencia putativa con la omnisciencia putativa. La coalición de estas fuerzas ha sido tan efectiva, tan rápida su extensión al terreno de la exterminación y la destrucción, tan acaparador el monopolio de los instrumentos de producción y de educación por parte de la máquina invisible, que sus fines implícitos y su destino último todavía no han sido sometidos a ningún examen crítico.

Pero una cosa está clara: en su nueva forma científica, la máquina invisible ha dejado de ser un agente de la creación de un cielo visible en la tierra bajo la forma de una ciudad. La máquina autónoma, en su doble capacidad de instrumento visible universal y de objeto visible de culto colectivo, ha llegado a ser en sí misma una utopía, y la ampliación de sus competencias se ha convertido en el fin último de la vida, tal como ahora lo conciben los guardianes de nuestra Nueva Atlántida. Los numerosos y genuinos adelantos que la ciencia y la técnica han introducido en todos los aspectos de la existencia han sido tan notables que quizá sea natural que sus agradecidos beneficiarios hayan pasado por alto el ominoso contexto social en que han tenido lugar esos cambios, así como el alto precio que hemos pagado ya por ellos, y el precio, todavía más prohibitivo, que tenemos en perspectiva. Hasta la pasada generación, los diversos componentes de la tecnología podían ser considerados como un aditivo. Esto significaba que cada nueva invención mecánica, cada nuevo descubrimiento científico, cada nueva aplicación a la ingeniería, a la agricultura o a la medicina podían ser juzgados separadamente, en su actuación propia, estimados a la larga en términos de bien humano realizado y reducidos o eliminados si no fomentaban, de hecho, el bienestar humano.

Ahora se ha demostrado que esta creencia era una ilusión. Aunque cada invención o descubrimiento nuevos puedan responder a alguna necesidad humana general, o despierten incluso alguna potencialidad humana nueva, inmediatamente se convierten en parte de un articulado sistema totalitario que, por sus propias premisas, ha hecho de la máquina un dios cuyo poder hay que acrecentar, cuya prosperidad resulta esencial para toda existencia y cuyas operaciones, por irracionales o compulsivas que sean, no pueden ser desariadas y, menos aún, modificadas.

El único grupo que ha entendido las amenazas deshumanizadoras de la máquina invisible son los artistas avant-garde, que la han caricaturizado pasándose al extremo opuesto de desorganización. Sus calculadas destrucciones y sus happenings simbolizan el descontrol total: el rechazo del orden, de la continuidad, del proyecto, del significado, y una inversión total de los valores humanos que convierte a los criminales en santos y a los espíritus arrebatados en sabios. En tal anti-arte se halla simbolizada proféticamente la disolución de toda nuestra civilización en azar y entropía. Con su lenguaje sordomudo y desprovisto de humor, los artistas avant-garde logran el mismo fin que los científicos y los técnicos, si bien por una ruta diferente. Ambos grupos buscan o, cuando menos, acogen favorablemente el desplazamiento y la posible eliminación del hombre. En resumen, tanto la nueva afirmación de la utopía mecánica como su rechazo total, generarían la distopía. Dondequiera que se encuentre la salvación humana, ni la utopía ni la distopía, tal como ahora son concebidas, prometen esa salvación.

VII

Unas palabras de recapitulación. Examinada objetivamente, la literatura utópica clásica revela una vía mental particularmente estéril: hasta los mismos esfuerzos de Platón fueron más afortunados como estudio de contrastes de carácter —por ejemplo, entre Sócrates y Glaucón— que como revelación ideal de las potencialidades humanas naturales. Las utopías de Platón se situaban deliberadamente demasiado cerca de la historia arcaica como para poder hacer nuevamente historia en el futuro. En cuanto a esas formas modernas de utopía que, bajo el nombre de ciencia-ficción, relacionan todas las posibilidades ideales con las innovaciones tecnológicas, se sitúan tan cerca de las premisas de trabajo de la civilización moderna que difícilmente tienen tiempo para ser asimiladas como ficción antes de que lleguen a ser incorporadas como realidad.

Si, con todas estas limitaciones, un grupo ilustrado como el nuestro sigue considerando que vale la pena discutir tanto el mito como la utopía, ¿no será ésta, acaso, una manera disimulada de reconocer que nuestra actual metodología científica, que equipara posibilidad únicamente a oportunidad, resulta inadecuada para tratar cada uno de los aspectos de la experiencia humana? A través de esta excursión lateral, respetablemente académica, por la utopía, ¿no estaremos acercándonos —con una prudencia lindante con la cobardía— a un área mucho más fecunda, encizañada ahora por el desinterés: el reino que abarca la potencialidad como un aspecto de toda existencia natural, «los planes premeditados de acción» (Morgan, 1926) como un atributo dinámico de los organismos vivientes y el proyecto como un constituyente necesario del desarrollo humano racional? Estas categorías constituyen los beneficios adicionales de la literatura utópica, pero son mucho más importantes que los libros que las incorporan. Quizá, después de nuestro tour por las utopías, estemos en condiciones de explorar y de recuperar este importantísimo territorio, guiados por Aristóteles y por Whitehead en lugar de por Platón y por Sir Tomás Moro.

Referencias bibliográficas

Bacon, Francis (1626) The New Atlantis

Bellamy, Edward (1888) Looking Backward Boston

Eliade, Mircea (1958) Patterns in Comparative Religion. New York: Sheed & Ward

Frankfort, Henri (1948) Kingship and the Gods. Chicago: University of Chicago Press

Frankfort, Henri (1954) The Birth of Civilization on the Near East. Bloomington: University of Indiana Press

Hobhouse, Leonard T. (1913) Development and Purpose. London

Kraeling, Carl; Adams, Robert M. (1960) City Invincible: A Symposium on Urbanization and Cultural Development in the Ancient Near East. Chicago: University of Chicago Press

Morgan, Lloyd (1926) Life, Mind, and Spirit New York: Henry Holt & Co.

Müller, Werner (1961) Die Heilige Stadt Stuttgart: W. Kohlhammer Verlag

Mumford, Lewis (1964) «Authoritarian and Democratic Technics», Technology and Culture, Winter

Mumford, Lewis (1956) Summary Remarks: Prospect., Man´s Role in Changing the Face of the Earth, Thomas, Jr., Chicago: University of Chicago Press

Rykwert, Joseph (1964) The Ideal of a Town. Amsterdam: Aldo van Eyck, n.d
Skinner (1948) Walden Two New York: Prentice Hall

Whitehead, A.N. (1925) Science and the Modern World. New York: Macmillan

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Notas

[1]: N. de E.: este artículo fue publicado originalmente como «Utopia, the City and the Machine», en Daedalus: Journal of the American Academy of Arts and Sciences Cambridge, MA 94 (1965): 271-292. La versión en castellano corresponde a la publicada en Frank E. Manuel, (ed) Utopías y Pensamiento Utópico, Espasa-Calpe, Madrid, 1982.
[2]: N. de T.: en el original Cloudcuckooland, traducción de la palabra griega nephelokokkygía, documentada en Las Aves, de Aristófanes, y que literalmente significa: «Morada de las nubles y de los cuclillos».
[3]: N. de T.: aunque existe una versión castellana de La Política, realizada por Julián Marías y María Araujo, traduzco el texto aristotélico del original en inglés, por adaptarse mejor a la lectura del autor de este trabajo. La versión de Julián Marías y María Araujo dice: «considerar, respecto de la comunidad política, cuál es la mejor de todas para los que están en condiciones de vivir lo más conforme posible a sus deseos…» Política (Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1951, p. 271).
[4]: N. de E.: no existe un acuerdo o certeza total en cuanto al lugar donde aparecieron los primeros molinos o quien fue su inventor. Algunos estudiosos dicen que fue una idea del célebre inventor griego Herón de Alejandría, allá por el siglo I antes de la era cristiana. Otros opinan que aparecieron en Persia, en el siglo VII de nuestra era. Luego, los árabes adoptaron este ingenioso dispositivo, que fue llevado a Europa por los cruzados. Fue así como durante la Edad Media los molinos de viento alcanzaron un gran auge en Europa.

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Edición del 30-9-2008
Traducción: Magda Mora
Revisión: Carlos Prados
Boletín CF+S > 37: Fe en el progreso > http://habitat.aq.upm.es/boletin/n37/almum.es.html

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