Por: Naief Yehya
Fuente: http://www.ensamblehumedo.org (23.07.12)
La pornografía nos muestra el corazón demoníaco de la naturaleza, esas fuerzas eternas que trabajan por debajo y más allá de las convenciones sociales. La pornografía no puede separarse del arte; las dos se interpenetran mutuamente, mucho más de lo que la crítica humanista ha admitido. (Camille Paglia)
Quizá la única manera en que se puede entender el efecto que tiene la pornografía entre sus millones de fanáticos es asumiendo que es un fenómeno amnésico, una especie de agujero negro sin pasado ni futuro, un territorio sin historia que podemos recorrer repitiendo nuestros pasos, uno a uno, infinidad de veces, como si lo hiciéramos siempre por primera vez. La pornografía requiere de nuestra capacidad para olvidar temporalmente que hasta el sexo tiene contexto en el mundo real y de una cierta habilidad para revivir muchas veces la excitación que producen una o varias imágenes. La pornografía es el género de la sorpresa que produce lo inesperado y del confort de lo conocido, de la fantasía escapista y del hiperrealismo, de las caricias y del abuso, de la devoción y de la degradación, del amor camal y del nihilismo total, de la espontaneidad y de lo rigurosamente predeterminado, de las variaciones infinitas y de la eterna obsesión monomaniaca por una idea erótica, de la liberación sexual y de la represión de la imaginación y el deseo. La pornografía es el «género fuera de los géneros», aquel que más que definir estigmatiza, ese que no permite fusiones con otros géneros, ya que convierte en pornografía todo lo que toca.
La pornografía pertenece al grupo de géneros que la profesora de estudios cinematográficos de la universidad de California, Berkeley, Linda Williams denomina como corporales, ya que tratan de provocar reacciones físicas, o bien, reflejos aparentemente instintivos, pero realmente condicionados culturalmente; como el thriller, que puede causar vértigo, sudor frío o piel de gallina; y la comedia, que tiene por objetivo provocar risa. Dentro de este grupo la pornografía se encuentra emparentada con el melodrama y el horror, los géneros de las secreciones, los cuales tienen por objetivo hacemos llorar, segregar adrenalina o tener orgasmos.
La pornografía tiene el oscuro privilegio de ser considerada por muchos como una terrible enfermedad de la civilización y el principal indicador de la decadencia de una cultura. Tal es su naturaleza que en muchos países donde no se prohíbe de facto, la única manera de «redimir» socialmente una obra acusada de ser pornográfica es «rescatar» o valorar los elementos no sexuales que pueda contener. Esto resulta bastante paradójico en el caso de un género específicamente caracterizado por hacer del sexo explícito un espectáculo.
Uno de los principales problemas para entender este fenómeno es que la pornografía puede ser a la vez una clasificación moralista, un producto, una herramienta, una industria, un fenómeno y una cultura. Así, una de las muchas inquietudes que produce este género tan singular es la dificultad que presenta a todo aquél que trata de definirlo y de encontrar una fórmula que resuma la totalidad de sus atributos o de asirlo por su esencia. La diversidad y la heterogeneidad pornográfica es tal que resulta casi absurdo tratar de caracterizarlo por lo que muestra, o intentar englobarla en un solo género. Desde su invención ha sido siempre más fácil determinar la pornografía por sus efectos en quienes la ven que por su contenido. Pero como dichos efectos son meramente subjetivos, la manera en que éstos serán interpretados para elaborar una definición responderá inevitablemente a la postura ideológica de quien la haga. La pornografía puede ser entendida como una auténtica arma de opresión capaz de conducir a los hombres a la catástrofe, o bien ser una herramienta liberadora que puede canalizar con seguridad y discreción fantasías irrealizables y deseos potencialmente peligrosos de hombres y mujeres.
Los religiosos definen a este género como el de la perdición del espíritu y la corrupción del alma, los conservadores como el de la comercialización del sexo sin amor y las feministas antipornografía como el de la violencia contra la mujer. Políticos de todas denominaciones tratan de ganar puntos con el electorado al atacar la pornografía, ya que ése es el terreno del fácil consenso y la mínima polémica. La pornografía es el siempre útil chivo expiatorio de moralistas, líderes y demagogos. Mientras tanto, a pesar de que millones de personas disfrutan y usan diariamente, a veces varias veces al día, los más diversos productos pornográficos, muy pocos son aquellos que defienden los méritos de este género.
Debido a que se trata de un material extremadamente controvertido, es prácticamente imposible abordarlo con imparcialidad. No obstante, no se trata aquí de hacer una apología o una condena de la pornografía. Aunque es obvio que la fascinación que siento por este tema me pone en una posición antagónica a los censores. Además considero que la pornografía es la verdadera prueba de fuego para la libertad de expresión, la cual fue creada precisamente para proteger los discursos más perturbadores. No obstante, creo que donde quiera que existan normas de modestia y decencia que puedan ser transgredidas habrá pornografía. Por lo tanto es inimaginable una sociedad sin ella.
Para su estudio podemos aceptar que la pornografía o la porno es la representación visual o descripción explícita de los órganos y las prácticas sexuales enfocadas a estimular los deseos eróticos en el público y que en ocasiones sirven como un «atajo» al orgasmo, mediante la masturbación. Es decir que se rata de un género que invita a la acción. Como esta definición nos ofrece sólo una visión incompleta del fenómeno, podemos complementarla con la del experto en erotismo del siglo XVIII, Peter Wagner, quien dice que la pornografía es la presentación escrita o visual en una forma realista de cualquier comportamiento sexual o genital con la deliberada intención de violar los tabúes sociales y morales existentes y ampliamente aceptados. Asimismo, al hablar de perversiones nos referimos de manera neutral (y no con la connotación negativa del término) a cualquier desviación en el acto sexual que no se limite al coito vaginal heterosexual.
El deseo del pornógrafo puede ser excitar al lector, o bien transgredir normas sociales, pero las intenciones del creador no nos dicen todo acerca de la obra misma. Aparte de eso, ambas definiciones coinciden en que se trata de representaciones o sugerencias de genitales y actos sexuales, pero el territorio de las imágenes estimulantes es mucho más complejo y vasto que eso. La capacidad que tiene la mente de erotizar y fetichizar los objetos y situaciones más extrañas es inagotable, como demostraron Sigmund Freud y Richard Krafft-Ebing, entre otros, desde finales del siglo XIX.
Pero la pornografía es algo más, es un fenómeno cyborg. Con este término me refiero a un organismo cibernético, es decir a la fusión, combinación, encuentro o relación parasitaria entre lo biológico y lo cultural. La definición es extremadamente amplia y puede incluir a cualquier organismo vivo, tanto bacterias manipuladas en laboratorio como a un hombre con una prótesis. El cyborg es el individuo transformado por la tecnología, es un sistema en el que interactúan y se retroalimentan elementos mecánicos-electrónicos y partes celulares. La piel del cyborg no lo delimita debido a que este híbrido puede incorporar los canales y vínculos externos a través de los que viaja la información entre el interior y el exterior del cuerpo. Pero más allá de ser un producto de la ciencia ficción o de la experimentación tecnológica, el cyborg es también una metáfora, una imagen y una herramienta que sirve para estudiar al hombre y su ideología como un híbrido manufacturado a partir de materia orgánica, mitos, obsesiones, dogmas y fantasías. Así, tenemos que tanto el espectador-usuario como los actores-modelos de la pornografía son cyborgs. El primero debido a la mediatización de su sexualidad, ya que no solamente sincroniza su orgasmo con las imágenes, sino que convierte a la cámara, el control remoto, el teclado y la pantalla en extensiones genitales. El segundo, el performer, hombre, mujer o transexual, no solamente ha modificado su cuerpo a través de la tecnología en aras del espectáculo visual, sino que además se ha convertido en un reflejo de las fantasías ajenas y en un símbolo del rendimiento óptimo y mecanizado de la sexualidad.
Finalmente, el libro intentará ser también una reflexión de lo que representa la penetración de la tecnología en el ámbito sexual y la resonancia que esto tiene en una sociedad cada vez más influida por la estética de la pornografía.
Un fenómeno que se ha intensificado a nivel planetario desde finales del siglo XX y que es la contraparte del auge de los movimientos fundamentalistas religiosos (islámicos, cristianos y judíos) que amenazan con estrangular toda tolerancia y, como parte de su programa purificador, destruir las conquistas de la imaginación erótica.
La cultura del siglo XXI se ha pornificado. No hay duda al respecto. Una expresión marginal y transgresora que depende de la dualidad entre ilusión y obsesión se ha convertido en uno de los sellos emblemáticos de la cultura popular de este tiempo. La inmensa oferta pornográfica que ha hecho posible la tecnología ha dado lugar a una alta especialización y a una apabullante diversidad por lo que no tenemos que hacer esfuerzos ni correr riesgos para confrontar un extenso catálogo de las más diversas, provocadoras, escalofriantes y estridentes señales sexuales. Ante esta abundancia el consumidor de pornografía ya no tiene que conformarse adaptando sus fantasías y fetiches a las imágenes encontradas sino que las más de las veces puede localizar imágenes específicas que coincidan con o sean muy cercanas a sus deseos.
Si podemos hablar de un mérito del boom pornográfico de la era de la red es que pone en evidencia que el consumidor en su soledad, detrás de la pantalla, no está realmente sólo, que sus perversiones por raras e insólitas que sean, no son casi nunca inauditas. Esto debería de servir para eliminar sentimientos de enajenación y complejos de culpa. La más reciente epidemia de pánico moral se enfoca en la adicción a la pornografía, un concepto vagamente definido con el que se pretende asustar al cibernauta. La pornografía llega a tener un poder de atracción tan poderoso que es capaz de hacer que incontables hombres y algunas mujeres se vuelvan dependientes del estímulo de las imágenes explícitas. Pero contrariamente a lo que imaginan los conservadores y los religiosos, estas imágenes y las señales sexuales que muestran no son el equivalente de sustancias adictivas o tóxicas, por lo que el único problema que representan es tiempo perdido, si así queremos considerarlo por ser un tiempo no productivo. La diversidad pornográfica y su inmediata disponibilidad, en vez de ser vistas como un peligro inminente puede considerarse como un recurso para ayudarnos a aceptar y domesticar nuestras fantasías sin volvernos esclavos de ellas.
Introducción a la 2ª edición del libro Pornografía. Sexo mediatizado y pánico moral. Editorial Tusquets. 2012”
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