Por: Hernán Montecinos
(01.07.11)
(Extracto de mi ensayo “Derechos humanos, entre realidades y convencionalismos”, Ediciones LAR, año 1998, Capítulo VII)*
*Ver ensayo completo en http://www.hernanmontecinos.com categoría “Libros libres”
Derecho natural/positivo
La Declaración Universal de los derechos humanos ha logrado asimilar una larga y noble ascendencia histórica. Y ello, en tanto la afirmación de los derechos humanos se encuentra ligada, desde sus comienzos, a una de las ideas más fecundas y duraderas que ha concebido la filosofía occidental, esto es, la idea del «derecho natural».
Esta idea parte del principio que el Estado no es el dueño arbitrario de las leyes, porque según ya lo afirma Sófocles en la Antigüedad, hay principios superiores de la conducta «que jamás han sido escritos y que son inmutables. Pues no son de hoy ni de ayer, sino que son eternos y nadie sabe a qué pasado remontan». En este principio Sófocles expone por primera vez en forma dramática el conflicto, a veces abierto, pero siempre latente entre el Derecho y el Estado, al poner en boca de Antígona estas palabras en su lucha con Kreón el tirano de Tebas.
Aunque en forma más implícita el filósofo de la Antigüedad que más trató el problema del Derecho, fue Platón. En “La República” concibe la doctrina del Derecho como derecho natural, emplazándolo y describiéndolo al interior de una comunidad perfecta, en la que no se necesitaba ningún documento para así consignarlo. No obstante, poco más tarde, en un compendio de libros que titula “Las Leyes”, se muestra más consciente de la debilidad de la naturaleza humana pasando a considerar como indispensable que, incluso, en un Estado bien ordenado deban existir leyes con sus correspondientes sanciones penales. Más aún en “El Político”, concluye que lo mejor sería que el político no dictase leyes puesto que la ley, siendo general, no puede prescribir con precisión lo que es bien para cada cual. Sin embargo, las leyes son necesarias dado la imposibilidad de dictar prescripciones precisas para cada uno de los individuos.
En su tiempo, los estoicos postulaban la justicia como un dar a cada uno lo que pertenece a su dignidad o valor. Los estoicos como todos los filósofos antiguos, concibieron la justicia como un deber y el valor de cada sujeto como desigual según sus cualidades o posición social. El «jus» de cada uno era el punto de orientación de la conducta que los demás debían observar frente a él.
Más tarde, el cristianismo trajo la idea de que más allá de todas las igualdades hay una igualdad más profunda, en tanto toda imagen es a semejanza de Dios. Es la expresión de la conversión del derecho natural al derecho divino.
Pero la historia de la doctrina del derecho natural se mostró llena de obstáculos para su final reconocimiento, en tanto el historicismo y el positivismo y otras tendencias combatieron a muerte la doctrina del derecho natural, de modo tal, que a fines del siglo XIX y principios del presente, llegó a predominar la tesis de que los derechos de las personas eran simplemente concedidos por el Estado. Los que sostuvieron esta tesis no llegaron a pensar con claridad cuáles podrían ser sus consecuencias. Entonces, fue necesario que lo inverosímil se verificara, que las tristes hazañas de los Estados Absolutistas llegaran a toda clase de abusos y excesos. En estas dramáticas experiencias muchos de aquellos pensadores que habían negado el fundamento supra-jurídico de todo derecho natural, se dieron cuenta que al hacerlo habían debilitado las ramas sobre los que ellos mismos se encontraban sentados. De este modo la primera gran crisis de los derechos del hombre fue más empírica que teórica.
En sentido estricto, el Derecho aún no había logrado producir sus verdaderos frutos. Para que esto se produjera fue necesario que se dieran una serie de acontecimientos, lo que viene a suceder con los Estados Absolutistas. Son las lesiones e injusticias producidas por los absolutismos los que condujeron a los súbditos a una más clara visión de sus derechos. Ello, por cuanto el Estado había mostrado la tendencia a que la voluntad de los gobernantes se impusiera sin contrapeso sobre los gobernados, haciendo de la ley la fuente de todo el derecho; impera, entonces, lo que hoy se conoce como «derecho positivo».
Paralelamente, despierta en los hombres la conciencia de sus derechos, sobre todo, en los lesionados y en los oprimidos. Pues nada agudiza más la exigencia por la justicia que el padecimiento de la injusticia padecida. De este modo, los hombres aprenden a reconocer y reivindicar un derecho que está por encima de los dictados del poder.
Así, después de un largo periodo de luchas así como de preparación y tanteos, la doctrina de los derechos del hombre es aproximada en su concepción actual, entre otros, por Locke y Puffendorf, fundamentalmente este último. Puffendorf parte de la idea de la dignidad humana como estado natural y, por tanto, ve en esta dignidad la fuente natural para la libertad e igualdad del hombre como derechos que constituyen un límite a la voluntad del Estado.
Los tratados de Puffendorf fueron utilizados para la lucha del derecho a la libertad en Norteamérica y, poco más tarde, los tratados y declaraciones americanas sirvieron de modelo a la Declaración francesa. A su vez, la Declaración francesa sirvió de modelo a los documentos independentistas y constitucionales de casi todos los países del mundo de occidente que terminaron por adoptar sus principios, a veces modificándolos o ampliándolos de acuerdo a las exigencias particulares de cada Estado y a las mismas exigencias de la época.
En este estado de cosas, la barbarie fascista fue determinante para que se elaborara y acordara la Declaración Universal de los Derechos Humanos que rige la convivencia humana entre todos los países del mundo. Ella fue precedida de una amplia discusión, una cuidadosa elaboración en las que participaron filósofos, juristas y reputados intelectuales, entre otros; Croce, Friedmann, Huxley, Kabir, Lewis, Chung Sun Lo, Maritain, Northrop, Riezler, Somerville. El mismo ponente del informe final de la Comisión de la Unesco, Richard Mac Keon, era un eminente profesor de filosofía de la Universidad de Chicago, y ello, sin olvidar los aportes de René Cassin, Premio Nobel de la Paz, considerado uno de los paladines intelectuales de la Declaración.
Con la Declaración Universal, aunque más implícita que explícita, se confirma y sanciona la doctrina del derecho natural en reemplazo de la doctrina del derecho positivo.
Derechos individuales/colectivos
Si los fundamentos primarios que sustentaron la primera controversia en la doctrina del Derecho, se dieron en el campo filosófico (derecho natural/derecho positivo), la controversia ha logrado trasladarse a una nueva referencia que se da ahora en el campo ideológico y político.
Esta nueva controversia dice relación, por una parte, con derechos individuales (civiles y políticos) y, por otra, con los derechos colectivos (económicos, sociales y culturales). Estos derechos, aún pese a coexistir en el texto actualizado de la Declaración Universal, mantienen una soterrada pugna según lo sostengan intereses de países o grupos sociales distintos.
Y si la pugna entre la doctrina del derecho positivo y natural cubre una extensa época, la pugna entre los derechos individuales y sociales se origina en fecha más tardía. Sabemos que los primeros intentos de la humanidad por garantizar ciertos derechos no refieren a los económicos, sociales, ni menos aún, a los culturales. Piénsese tan sólo en la historia constitucional inglesa, desde la Carta Magna del año 1215, la Petición de los Derechos del año 1628, el Acta de Hábeas Corpus del año 1679 o la Declaración de 1689, etc. Estos documentos se remiten sólo a reducir la potestad de la autoridad frente a los particulares.
Poco más tarde, La Declaración de los Derechos de Virginia del 12.06.1876, o la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, el 04.07.1776, siguió la línea de derechos de corte liberal pero no social. Incluso, los mismos documentos que se dieron en la Revolución Francesa, fueron fuertemente influidos por los precedentes americanos. Entonces, aparece como notable que en la Declaración Jacobina del 24.07.1793, se contemplara por vez primera en un texto de naturaleza constitucional derechos de contenido socio económicos, los cuales, sin embargo, pocos años más tarde fueron olvidados en los documentos constitucionales posteriores.
De otra parte, aunque ya los utopistas se refirieron implícitamente a los derechos sociales cuando imaginaron sociedades comunistas, podemos situar el reconocimiento de los derechos sociales, aún incipientemente, recién en el siglo pasado. Es un reconocimiento indirecto, porque lo hace a través de la filosofía de la que se derivarán recomendaciones para el establecimiento de normas de carácter jurídico.
En el utilitarismo de los ingleses Bentham y Mill se encuentran ya los esbozos y postulados de una legislación directamente vinculada a los derechos sociales. Estos intentan hacer de la moral una ciencia positiva fundada en hechos y en leyes para valerse de las mismas como instrumento de acción sobre el mundo social de la misma manera que las ciencias naturales sirven para actuar sobre el mundo natural.
El utilitarismo de Bentham traspasa los marcos puramente filosóficos para insertarlo en una práctica social, legislativa y política de la sociedad inglesa. John Stuart Mill, en tanto, postula que la tendencia del individuo hacia su propia felicidad incluye siempre, en mayor o menor grado, la felicidad ajena. Sostiene que el progreso de cualquier espíritu humano aumenta incesantemente el sentimiento de unidad para con los demás.
En el aspecto netamente jurídico y constitucional, los derechos sociales encuentran claramente su expresión en la Constitución y las leyes promulgadas después de la Revolución de Octubre en Rusia. Pero no es sólo en esta nación, sino que ya la Constitución mejicana de 1917 ha sido bien llamada la primera constitución político-social. A ella le sucedió en el tiempo la Constitución alemana de 1919, que después, con la española de 1931 y otras, fueron ejemplo para las Constituciones del siglo XX, en cuanto a la consagración de los derechos sociales. Pero, estos reconocimientos sólo se hicieron en los ámbitos regionales en que fueron promulgados. De manera que, sólo una vez asentados y conciliados los derechos individuales, la Declaración Universal empieza a plantear los problemas que se viven en la realidad social. Se piensa, entonces, en socializar los derechos en el sentido de llevar al mayor número de individuos el goce de los derechos individuales.
No hay que olvidar que la Declaración Universal del año 1948, en su treinta primitivos artículos, representó todo un sancionamiento de los derechos individuales. No obstante, la experiencia del campo socialista en materia de los derechos económicos, sociales y culturales, por una parte, y la misma necesidad de la época en cuanto a hacer extensivo los beneficios del desarrollo científico-técnico a una mayor cantidad de ciudadanos, logró poco más tarde incorporar de pleno a la Declaración Universal los derechos económicos, sociales y culturales en forma explícita.
El único documento de carácter universal que recepciona de manera global a estos derechos, imponiéndolos obligatoriamente a los países firmantes, es el denominado Pacto de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, firmado el 16.12.66, entrando en vigor recién el día 30.01.76. De este modo, hasta 1976 no existía en la comunidad internacional un texto de carácter universal que especificara estos derechos y que obligara a los Estados a darles aplicación efectiva dentro de la jurisdicción de sus naciones.
Podemos concluir, que la controversia entre los derechos individuales y sociales se ha expresado más empírica que conceptualmente, representando un choque que hoy se expresa preferentemente, en foros y organismos internacionales entre los intereses de los países del Primer Mundo y los del Tercer Mundo
De allí que la disyuntiva sigue planteada en términos de establecer qué sistema político social permitirá establecer una mayor armonía entre estos dos preceptos. Tarea difícil, por cierto, en la medida que tengamos conciencia que sólo en un mundo de ángeles o de santos los hombres buscarían integrar espontáneamente su desigualdades. Ello, por cuanto en la realidad apenas si sucede en pequeños grupos comunitarios vinculados por hondos compromisos morales y de solidaridad humanitarios.
Esta disyuntiva se toma acuciante en la medida que la experiencia de la historia política hasta aquí recorrida nos señala que mientras, por una parte, los sistemas sociales que han privilegiado los derechos civiles y políticos no han logrado superar eficazmente las desigualdades sociales, por otra, los que han privilegiado los derechos sociales no siempre supieron hacerlo respetando las libertades individuales… Entonces … ¿Qué será más importante?… ¿La libertad con falta de igualdad o la igualdad con falta de libertad?
No resulta fácil la respuesta, en tanto ambos valores son básicos. Pero, la solución ideal, esto es, mayor libertad en un clima de igualdad, será siempre la meta a la que los hombres aspirarán. Y este desafío nos invita a participar en el esfuerzo por la materialización de los derechos humanos en un doble sentido, esto es, reafirmando la lucha por los derechos individuales y renovando la lucha por la conquista de los aún incipientes derechos colectivos o sociales.
Legitimidad y universalidad
La legitimad de las normas del Derecho y, con ello, la legitimidad del poder público, han sido motivo de una larga discusión y diversas interpretaciones según las épocas.
Así, por ejemplo, en las comunidades más primitivas, el poder lo ejercían los más ancianos. En cambio, en los comienzos de las civilizaciones más antiguas, las normas de convivencia quedaban legitimadas según lo que pensaran y dijeran faraones, reyes y emperadores. En estos casos, la palabra de éstos se confundía con la ley para todo tipo de ordenamiento. Se asociaban así sus deseos y pensamientos con los del mismo pueblo. Se suponía que lo que ellos decidían era lo mejor para la comunidad. Todo esto, sin perjuicio de los casos en que las ordenanzas y leyes se atribuían al poder divino, transmitido por Iglesia y curas.
Es con el advenimiento de la Edad Moderna cuando Rousseau, Locke y Montesquieu sostienen que la legitimidad del poder proviene del pueblo y, por tanto, su característica más esencial queda registrada en forma de un mandato que éstos últimos le confieren al gobernante. Surge así, la idea de la soberanía popular materializada en modalidades distintas según los casos.
Porque el pueblo, siendo un término genérico, no ha sido entendido por todos por igual. Para EEUU, por ejemplo, en el periodo de la esclavitud, el negro no era considerado en las instancias del poder, más aún, no tenía derecho a voto, no era pueblo, sólo esclavo y nada más que eso. Hasta el siglo pasado y, aún a comienzos del presente, las mujeres no votaban ni participaban en la cosa pública. De otra parte, en las sociedades comunistas, el poder radicaba en el proletariado, fracción mayoritaria del pueblo. El nazismo, en cambio, entendió por pueblo al pueblo alemán, es decir, a la raza aria, en Sudáfrica, hasta hace poco, el pueblo radicaba en la raza blanca, no consideraba en el ejercicio del poder a la raza negra mayoritaria. En los países musulmanes el pueblo se confunde con los miembros de la religión musulmana, etc.
En nuestros días, la legitimidad del ejercicio del poder va a tener su pleno efecto en la medida que las personas sobre las cuales se ejerce lo aceptan. Si no se cumpliera este requisito estamos en presencia de un poder ilegítimo. Y si el objetivo de las sociedades modernas es que el poder que actúa sobre ellas sea legítimo, los mecanismos de esta aceptación no se muestran del todo iguales, sino que muestran diferencias. Y ello estará en función de las distintas culturas, costumbres, religiones, riqueza, etc.
Pero, la legitimidad del poder público que descansa en el mandato que otorga el pueblo involucra, también, otro tipo de legitimación, la legitimidad de las decisiones que adopta el pueblo. Y aquí surge la pregunta…Todas las decisiones que adopta un pueblo son legítimas? Por cierto, no en todos los casos y circunstancias.
Esto, porque sin ir más lejos en nuestro país, la constitución que rige nuestra convivencia fue producto de una decisión condicionada y, más aún, bajo extorsión motivada por condiciones políticas específicas. Se aceptó algo impuesto como mal menor, toda vez que el objetivo primero de la sociedad chilena, fue en su tiempo, el término de la dictadura militar. Ante la opción de una lucha armada y una salida pactada se optó por lo último, aceptándose una norma constitucional que no expresaba el sentimiento mayoritario de los chilenos. Podemos decir, entonces, que las normas de Derecho que rigen nuestra convivencia no fueron el resultado de un acto legítimo, por el contrario, fue el resultado de un acto ilegítimo, o si se quiere, semi-legítimo, o restringido, en el mejor de los casos.
Cualquiera sean las modalidades de pensar el pueblo y, con ello, la forma de legitimación de los poderes públicos, lo cierto es que todas las modalidades de los poderes median su legitimación hacia los gobernados a través de las normas del Derecho. Y si tales normas sólo sirven para aquellos pueblos o regiones para los cuales han sido establecidos…¿Cómo hacer expresión de ciertos derechos que interpreten a todos universalizando su legitimidad?…Y es en este punto donde entra a jugar su papel el Derecho Internacional, en el cual caben irreductiblemente los derechos y principios contenidos en la Declaración Universal.
La doctrina del Derecho se estructura como un sistema de normas, de reglas, de conductas establecidas o sancionadas ya sea por el poder estatal, cuando se trata de legitimarla dentro de la esfera del Estado sobre el cual se actúa, o bien, por el poder de organismos internacionales, tales como la Corte Internacional De La Haya, la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, etc. Para uno y otro caso, nos enfrentamos al derecho público y constitucional, por un lado, y con el derecho internacional, por el otro.
Pero la universalización de la legitimidad del derecho internacional, en su relación con los derechos de la Declaración Universal sobre los Derechos Humanos, nunca podrá actuar por sí sola si a ésta no le son correspondientes tanto el derecho público como el derecho constitucional de cada uno de los Estados. Es decir, no bastará el puro y simple hecho de los derechos de la Declaración Universal si no se perfeccionan estos últimos. Estos perfeccionamientos no son fáciles del momento que son varios los accidentes en las prescripciones constitucionales y, en general, en las normas de derecho que restan valor y trascendencia a las declaraciones sobre los derechos del hombre.
Con demasiada frecuencia las declaraciones condicionan la posibilidad del ejercicio de los derechos a su ulterior reglamentación por la legislación ordinaria, estableciendo disposiciones meramente programáticas que se limitan a excitar el celo del legislador en una cierta dirección, pero dado a que no les manda a actuar de inmediato, o en un término perentorio, sino que le reservan con carácter privativo la apreciación de la oportunidad para hacer dejan en suspenso, por tiempo indefinido, la efectividad de los derechos a los que se ha hecho objeto de un vacío o poco eficaz reconocimiento.
Cabe señalar, en la misma línea, la exagerada remisión que gran número de textos constitucionales hacen a expresiones de una gran generalidad, cuando no de una gran vaguedad, al trazar los límites de los derechos fundamentales. La excesiva latitud con que, en parte por ello, y en parte por otros factores, se suele asignar a la autoridad legislativa la función de determinar concretamente tales límites, ya que la ambigüedad de esas expresiones y la desmesurada discrecionalidad legislativa colocan a los sujetos de los derechos proclamados en completa indefensión frente a los agravios que a éstos se infieran, volviendo así prácticamente inútil, cuando no cruelmente irónica, la ambiciosa afirmación que, en principio, parece desprenderse de los textos.
Pero, cualquiera sea su insuficiencia, la peculiaridad del Derecho estriba en que su cumplimiento se encuentra garantizado por la fuerza coercitiva del Estado. Y es en este punto donde surge el conflicto fundamental en la esfera del Derecho, en tanto superestructura normativa también lo es coercitiva. Una contradicción que aparece paradojal y de difícil solución.
Sin embargo, enriquecida por una lucha que ya se muestra secular, la concepción doctrinal de la Declaración Universal, ha logrado consensuar respecto de los Derechos Humanos, que éstos son: «Universales»: porque valen para todo hombre y todos los hombres. «Inviolables»: porque no pueden ser negados ni impedidos. «Inalienables»: porque ni se pierden ni se puede renunciar ellos.
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