Políticas queer y capitalismo: posibilidades en el Chile postdictatorial

Por: Gonzalo Salazar Vergara*
Fuente: http://www.antroposmoderno.com (13/04/11)

*Gonzalo Salazar Vergara
Licenciado en Historia.
Magíster © en Estudios de Género y Cultura en América Latina
Universidad de Chile

En este artículo, pretendo reflexionar sobre las posibilidades de las políticas queer como movimiento social emergente en el Chile postdictatorial, discutiendo sus imbricaciones con el capitalismo en tanto régimen social productor de cuerpos e identidades heteronormativas. Para esto propongo una (re)lectura marxista de Deleuze, Foucault, Butler y Preciado, al relacionar sus proposiciones teórico-políticas con la necesaria puesta en cuestión de los modos de producción deseante capitalista

En este artículo, pretendo reflexionar sobre las posibilidades de las políticas queer como movimiento social emergente en el Chile postdictatorial, discutiendo sus imbricaciones con el capitalismo en tanto régimen social productor de cuerpos e identidades heteronormativas. Para esto propongo una (re)lectura marxista de Deleuze, Foucault, Butler y Preciado, al relacionar sus proposiciones teórico-políticas con la necesaria puesta en cuestión de los modos de producción deseante capitalistas. Primero conceptualizo el capitalismo desde Deleuze, quien lo concibe como una axiomática de los flujos descodificados, donde estos siempre pasan por el capital-dinero. La axiomática produce así los sexos y géneros contemporáneos al interior de una economía libidinal edípica que de por sí es propiamente capitalista, pues el psicoanálisis no es sino la axiomática aplicada al inconsciente. Luego repaso la teoría queer en Foucault, Butler y Preciado, para establecer cómo mientras el primero parece optar por una estética de los placeres, las autoras cuestionan explícitamente los modos de producción capitalistas, al esgrimir una política postidentitaria que apunta a deconstruir la familia en tanto institución económica íntimamente ligada a la reproducción del capital (Butler) y en base a una serie de reapropiaciones de los dispositivos que construyen nuestra geografía corporal (Preciado). Finalmente y desde allí, visualizo ciertas interrogantes para las politicas queer en su puesta en práctica en América Latina.

A modo de introducción

Nuestras sociedades latinoamericanas contemporáneas en general, y la sociedad chilena en particular, se han constituido en cruce con violentos procesos de modernización neoliberal que profundizaron las diferencias de clase a lo largo del continente, mientras los Estados autoritarios y represivos que llevaban adelante dichos procesos ponían en práctica un recrudecimiento del control disciplinario y normativo sobre la población. El despliegue del capitalismo más salvaje produjo identidades rígidas de sexo y género, en cierta continuidad con modelos de masculinidad y feminidad previos, al mismo tiempo que la energía deseante era canalizada hacia nuevas formas de consumo. Esto redundó en la postergación de procesos de liberación femenina y sexual hasta el retorno a la “democracia” pactada entre la dictadura y la Concertación: el Chile postdictatorial presenció la irrupción de nuevos movimientos sociales, de la mano de tímidos y siempre insuficientes procesos de apertura política, que no obstante permitieron la organización pública de una multitud de diferencias incubadas en plena dictadura y que comenzaron a reclamar la extensión de derechos proclamados universales, pero que, como bien señala Butler, siempre se han construido sobre la exclusión (Butler, 2001b).

Dentro de estos nuevos referentes, durante los ’90 hicieron su aparición los primeros movimientos de liberación homosexual, como fueron el MOVILH, el MumS o Traves Chile, entre otros (Robles, 2008). Estos se plantearon en todo momento la reivindicación de derechos civiles para gays, lesbianas y transexuales; luchando por despenalizar la sodomía o -más recientemente- intentando llevar adelante una propuesta de unión civil entre personas del mismo sexo.

Sin embargo, la mayoría de las organizaciones de diversidad sexual chilenas parecen adolecer de un adecuado cuestionamiento de las categorías de sexo y género que producen las identidades gays o lésbicas -no así quizá las transexuales- en términos binarios y rígidos. Esto conlleva su fácil cooptación por un Estado -quizá- susceptible de abrir el campo de los afectos legitimados -siempre bajo la forma de la institución familiar- (Butler, 2004) y por un mercado siempre dispuesto a extenderse en vistas de la aparición de nuevos y tolerados “modos de vida”.

En este contexto, desde hace poco años han proliferado discursos y prácticas políticas queer en Chile, tales como las propiciadas por la CUDS o la iniciativa estético-política de la revista garcons -que no son sino el trasvasije a la periferia latinoamericana de prácticas políticas que ya arrastran dos décadas en Estados Unidos- como crítica a la política identitaria integracionista de los grupos antes mencionados. Las políticas queer no sólo promueven identidades estratégicas y nómades con el fin de subvertir patrones culturales binarios y heterosexistas, sino que también su práctica conlleva visibilizar y contrarrestar los mecanismos mediante los que el capitalismo produce sujetos y sujetas. Como señala Kemy Oyarzún, “hoy, más que nunca, la propia cultura -en tanto producción simbólica y material- pasa por las transformaciones propias de las vicisitudes transnacionales del capital/flujo” (Oyarzún, 2005: 111). Cuestionar y hacer transitar el sexo-género deviene así un modo eficaz de desestabilizar el funcionamiento de nuestra propia cultura capitalista.

En vista de lo anterior, en este ensayo me propongo reflexionar y analizar críticamente las relaciones entre prácticas políticas queer y el capitalismo en tanto régimen social (Deleuze, 2005: 147), es decir, concibiéndolo no sólo como sistema económico basado en relaciones de explotación y extracción de plusvalía -lo que presupone además una relación jerárquica y binaria entre base y superestructura- sino como axiomática o sistema de relaciones diferenciales (Deleuze, 2005: 117) sustentado en significantes de distinta índole -sociales, económicos, políticos, libidinales- e incorporando al ámbito de la producción el deseo, como economía libidinal organizada -al igual que todo el campo social- de acuerdo a los principios de dicha axiomática. Es esta la génesis de Edipo: la axiomática capitalista aplicada al inconsciente (Deleuze, 2005). Cuestionar el deseo edipizado, organizado en base a identidades sexuales y de género binarias y fijas -heterosexual y homosexual, hombre y mujer- es entonces cuestionar también los mecanismos por los que la máquina capitalista lo coloniza, haciéndolo transitar por nuevos territorios, a la vez múltiples y en fuga. Descodificar el deseo es así también descodificar lo social: es esa la tarea de las políticas queer.

Si bien la máquina capitalista funciona descodificando los antiguos códigos sociales para luego recodificarlos en su axiomática, los sistemas sexo-género sustentados en la dominación masculina le son preexistentes, pudiendo ser definidos como “un conjunto de disposiciones por el cual la materia prima biológica del sexo y la procreación humanos es conformada por la intervención humana y social” (Rubin, 1986: 102). Desmarcándose del marxismo clásico y utilizando los aportes de la lingüística estructuralista y el psicoanálisis lacaniano, Rubin incorporó -como ya lo había hecho Engels- el ámbito de la reproducción en la producción propiamente tal (Engels, 2006), analizando cómo los sistemas de parentesco y el complejo de Edipo dividen jerárquicamente la sexualidad humana en dos y constituyen el deseo heterosexual:

Los sistemas de parentesco requieren una división de los sexos. La fase edípica divide los sexos. Los sistemas de parentesco incluyen conjuntos de reglas que gobiernan la sexualidad. La crisis edípica es la asimilación de esas reglas y tabúes. La heterosexualidad obligatoria es resultado del parentesco. La fase edípica constituye el deseo heterosexual. El parentesco se basa en la diferencia radical entre los derechos de los hombres y los de las mujeres. El complejo de Edipo confiere al varón los derechos masculinos, y obliga a las mujeres a acomodarse a sus menores derechos (Rubin, 1986: 131).
Esta construcción social, cultural y psíquica de los cuerpos y de las relaciones de subordinación entre ellos -relaciones de dominación masculina, al decir de Bourdieu- “parece estar en el orden de las cosas” (Bourdieu, 2000: 21). Las relaciones de dominación entre los sexos se encuentran naturalizadas y deshistorizadas, constituyendo violencia simbólica en tanto es invisible y por ende aceptada por dominadores y dominadas. Y es “en la construcción social de las relaciones de parentesco y del matrimonio que atribuye a las mujeres su estatuto social de objetos de intercambio […] donde reside la explicación de la primacía concedida a la masculinidad en las taxonomías culturales” (Bourdieu, 2000: 147). El sistema de parentesco -al menos la mayoría de sus manifestaciones en el mundo, basado en el tráfico de mujeres- que aparece con el proceso de hominización, parece constituirse así en uno de los primeros factores en la división binaria y jerárquica de sexos y géneros y en la conformación de la heterosexualidad como norma en la historia humana.

A continuación, me detendré en la recodificación que hace el capitalismo de los flujos deseantes y su ensamble histórico con el psicoanálisis, para luego relacionarla con la producción de sexualidades y cuerpos normales -y marginales- en los albores de la modernidad analizados por Foucault. Luego abordo la elaboración de las políticas propiamente queer, distinguiendo matices entre los trabajos de Butler y Preciado y los más foucaultianos Halperín y Bersani, donde encuentro en las primeras fértiles y explícitas conexiones entre prácticas queer y capitalismo. También recojo las críticas a las reivindicaciones queer planteadas por -o que pueden desprenderse de- Zizek. Finalmente, y dado que en las políticas queer estética y política se encuentran íntimamente unidas, hago una reflexión sobre los desplazamientos que podrían llevarlas hacia una estetización que dejara de lado en ellas toda dimensión política, con su subsecuente apropiación por parte del capital, eclipsando las posibilidades de un cuestionamiento radical del sexo y el género en nuestras sociedades latinoamericanas.

La descodificación y recodificación capitalista del deseo.

La mencionada primacía de la masculinidad en los regímenes de código involucra siempre rituales de iniciación, que tienen que ver con marcar los cuerpos a fin de que el grupo de hombres, en su tránsito a la adultez y plena virilidad, pueda servirse de determinados órganos, antes prohibidos en virtud de su investimento colectivo. Esto sucede porque “en todos los códigos hay zonas de secreto [o tabú] ligadas a investimentos colectivos de órganos” (Deleuze, 2005: 118). En el capitalismo, régimen de axiomática, por el contrario, “no se trata de un sistema de secreto, sino de otro dominio que es el de la disimulación” (Deleuze, 2005: 120). Esto porque se ha construido en base a descodificaciones generalizadas, tanto de los flujos como de los órganos, que son desinvestidos, y los rituales de iniciación han pasado a la historia: “Tú te serviras de tus ojos, de tu boca, de tu ano, de lo que quieras […] tus órganos son tu propio asunto” (Deleuze, 2005: 128).

Voy a detenerme en el concepto deleuziano de capitalismo en tanto axiomática y en sus diferencias con los regímenes de código. Todas las sociedades precapitalistas fueron regímenes de código. Funcionaron en base a códigos sociales rígidos, que impedían cualquier desterritorialización de los flujos. Deleuze concibe a los flujos materiales y semióticos precediendo a los sujetos y a los objetos; “el deseo, en tanto que economía de flujo, no es, pues, subjetivo y representativo en primer lugar” (Guattari, 2004).

Lo complejo y monstruoso del capitalismo es que es la única formación social que se constituye como el negativo de todas las otras formaciones sociales anteriores: se establece sobre lo que todos los regímenes de código intentaron conjurar con una sobrecodificación: la descodificación de los flujos.

Cuando entre los siglos XVIII y XIX en Europa, el trabajador desterritorializado del campo que migra a la ciudad se encuentra con el capitalista desterritorializado, interesado en vender sus propiedades rurales e invertir en el sector industrial; nace el capitalismo como sistema de relaciones diferenciales entre flujos descodificados: “La axiomática es un sistema de relaciones que representan una actividad subjetiva, desterritorializada […] Cuando los flujos son descodificados, se sustituye un código por una axiomática” (Deleuze, 2005: 147). Desde entonces, la forma de la reproducción social ya no pasa por la reproducción humana, sino por la reproducción del capital-dinero, de ahí que el capitalismo disimule: es necesario que esto sea escondido. El cuerpo sin órganos de los antiguos regímenes de código podía corresponder a la tierra o al cuerpo del déspota; en todo caso, siempre la reproducción social pasaba por la forma de la reproducción humana, es decir, los sistemas de parentesco que determinaban las filiaciones y las alianzas. El capital-dinero, en cambio, cuerpo sin órganos del capitalismo, hace chorrear sobre él todos los flujos descodificados, puestos a funcionar en la axiomática. De ahí que pueda permitirme decir: en el capitalismo todo pasa por el capital-dinero; todo es mercantilizado y -si se me permite la expresión- puesto a su servicio. Con el capitalismo, “en función de la nueva naturaleza del cuerpo lleno como capital-dinero, es el capital quien se atribuye ahora las categorías de las alianzas y las filiaciones” (Deleuze, 2005: 129). El capital filiativo corresponde a la producción de plusvalía, que es la manera en que el dinero engendra dinero, mientras que el capital de alianza es el capital mercantil, las disposiciones mediante las que el dinero se alía con el dinero. Las formas de la reproducción social, filiación y alianza, desde siempre ancladas en los sistemas de parentesco correspondientes a familias extendidas, pasan a ser asunto directo del capital, que desde entonces sólo necesita de la reproducción humana en tanto material. Pero la familia, lejos de desaparecer, va a cumplir una función totalmente nueva en el capitalismo, que como axiomática, se mueve siempre entre dos polos: “su polo de fuga y su polo de endurecimiento. Su polo de fuga consiste en la descodificación, en la desterritorialización completa de los flujos […] pero al mismo tiempo hace un torniquete, realienando, volviendo a atar” (Deleuze, 2005: 148). A fin de repeler su polo de fuga, sus límites exteriores, que verdaderamente se corresponden con la esquizofrenia, el capitalismo los sustituye por sus límites interiores, inmanentes a la articulación de sus relaciones diferenciales, que se reproducen a una escala siempre ampliada. “Pero hay un segundo desplazamiento del límite precisamente porque la forma de la reproducción humana ha dejado de informar la reproducción social” (Deleuze, 2005: 130). Paralelamente a los desplazamientos de los límites interiores cada vez más amplios, existe un segundo desplazamiento, el de los límites interiores cada vez más estrechos, en donde la reproducción social, es decir, el capital-dinero, da su forma a nuevas relaciones de parentesco: la familia nuclear y edípica. Siguiendo a Deleuze, “Edipo es para nosotros […] nuestra pequeña colonia interior […] La axiomática capitalista, en tanto concierne al régimen de una reproducción social devenida autónoma, tiene necesidad de un subconjunto de aplicación” (Deleuze, 2005: 134). Esto significa que existe una pertenencia íntima del psicoanálisis al mundo capitalista. Así como la economía política del siglo XVIII, con Smith y Ricardo, desterritorializó la forma en que era comprendida la riqueza, deviniendo una actividad productiva cualquiera -el trabajo subjetivo alienado- y ya no la tierra o los metales preciosos; así también el psicoanálisis desterritorializó el deseo, deviniendo inconsciente subjetivo que ya no se deja medir ni aprehender. No obstante, al mismo tiempo que los flujos de trabajo y deseo se desterritorializan, son reterritorializados por la axiomática capitalista en las representaciones subjetivas de la propiedad privada y la familia burguesas.

A modo de sistematizar las nociones anteriores: la axiomática capitalista se dobla sobre los sistemas de parentesco precedentes y les da la forma de la familia nuclear burguesa, operación llevada a cabo magistralmente por el psicoanálisis, que al mismo tiempo que desterritorializa el deseo, lo reterritorializa bajo la forma de la reducción edípica, aplicación de la axiomática al inconsciente que hace pasar todos los flujos libidinales por la relación papá-mamá, con la consecuente producción de identidades fijas, binarias y heterosexistas que puedan darle cabida.
Foucault: una estética queer de los placeres.

Correlativamente a lo descrito por Deleuze, ocurre una serie de procesos también nuevos, que dicen relación con la aparición de clasificaciones en torno al deseo y la sexualidad de los individuos, que informan procesos de subjetivación, normalización y disciplinamiento; junto con la formación de una serie de instituciones -prisiones, hospitales psiquiátricos- alrededor de la consolidación de los Estados modernos y el capitalismo liberal; discontinuidades ampliamente analizadas por Foucault a lo largo de toda su obra (Foucault, 1998, 2004, 2008). Este conjunto de procesos, que para sintetizar llamaré modernidad, son el traspaso de una sociedad de soberanía -donde importa gravar la producción más que organizarla, decidir la muerte más que administrar la vida- a una sociedad disciplinaria -en la que, por el contrario, la producción se organiza en torno a grandes centros de encierro y comienza todo un despliegue de nuevas disciplinas orientadas a administrar la vida (Deleuze, 1996: 278). Si bien estas transformaciones comenzaron en Europa en el siglo XVIII, no es sino a fines del siglo XIX que en Latinoamérica se dejaron sentir sus efectos: entonces en nuestras sociedades “los procedimientos de poder y saber […] toman en cuenta los procesos de la vida y emprenden la tarea de controlarlos y modificarlos” (Foucault, 2008: 134). Es el inicio del biopoder, u organización de la vida -en el sentido de zoe, la vida biológica, y no de bios, la vida en comunidad que hasta entonces había ocupado a la política (Agamben, 1998)- por y para el poder, proceso en el que el sexo juega un papel fundamental, en tanto se encuentra “en el cruce de dos ejes, a lo largo de los cuales se desarrolló toda la tecnología política de la vida” (Foucault, 2008: 137-138). El sexo es el punto de acceso a la vida del cuerpo y a la vida de la especie. En torno a él se elaboraron tanto las disciplinas orientadas a manejar el cuerpo como las políticas encaminadas a administrar y asegurar la sobrevivencia -o muerte- de poblaciones enteras (Foucault, 2008: 138). El sexo es también, para Foucault, una construcción artificial al interior del dispositivo de sexualidad, su consecuencia, y al mismo tiempo factor que hace posible su proliferación: “la noción de sexo permitió agrupar en una unidad artificial elementos anatómicos, funciones biológicas, conductas, sensaciones, placeres, y permitió el funcionamiento como principio causal de esa misma unidad ficticia; como principio causal, pero también como sentido omnipresente, secreto a descubrir en todas partes.” (Foucault, 2008: 147). Es así como desde los albores de la modernidad no han dejado de proliferar una serie de discursos en torno al sexo -demográfico, biológico, médico, psiquiátrico, psicológico, moral, pedagógico, político- que, como aspecto de la vida, debe ser administrado, controlado y normalizado: “A través de tantos discursos […] se definió una norma de desarrollo de la sexualidad desde la infancia hasta la vejez y se caracterizó con cuidado todos los posibles desvíos” (Foucault, 2008: 38). La diseminación de dichos discursos, si bien se dirigió a establecer mayores controles sobre la práctica sexual, también redundó en la difusión de una serie de sexualidades marginales, en tanto las nombró y les dio forma: locura moral, neurosis genital, aberración del sentido genésico, degeneración, desequilibrio psíquico (Foucault, 2008: 42). En este sentido, “el siglo XIX y el nuestro [siglo XX] fueron más bien la edad de la multiplicación: una dispersión de las sexualidades, un refuerzo de sus formas diversas, una implantación múltiple de las ‘perversiones’. Nuestra época ha sido iniciadora de heterogeneidades sexuales” (Foucault, 2008: 39).

La diseminación de sexualidades periféricas es a la vez efecto e instrumento del poder: éste se extiende ordenando y clasificando, con lo que incentiva la multiplicación tanto de las sexualidades como de sí mismo: “[…] proliferación de las sexualidades por la extensión del poder; aumento del poder al que cada una de las sexualidades regionales ofrece una superficie de intervención […] poder y placer no se anulan […] se encadenan según mecanismos complejos y positivos de excitación y de incitación.” (Foucault, 2008: 50). El sexo se erige así como uno de los principales mecanismos a través de los que el poder constituye subjetividades, al interior del dispositivo de sexualidad y en medio de procesos de administración y control de la vida que caracterizan a la modernidad europea y -más tardíamente- latinoamericana.

Todo este entramado de discursos normalizadores e incitadores a la vez, es el correlato en términos de poder de los mismos procesos descritos por Deleuze y de los que he hecho una pequeña reseña más arriba. Las sexualidades perversas, que tanto gustaban a Foucault, al tiempo que son producidas por el poder, se constituyen también en deseos en fuga, que resisten a la norma y a los mecanismos recodificadores de la axiomática capitalista, y habría que preguntarse si el psicoanálisis no fue inventado unas décadas más tarde en respuesta a la proliferación de anormalidades que los médicos del siglo XIX encontraban con tanta frecuencia. Los efectos normalizadores del psicoanálisis son manifiestos, recodificando con extrema eficacia aquello que las “curas” decimonónicas podían difícilmente combatir: el deseo.

Con respecto al doble proceso de normalización e incitación propuesto por Foucault, Butler establece que:

La mayor parte de las veces la posibilidad de subversión o resistencia aparece en su obra: a) en el curso de una subjetivación que desborda los fines normalizadores que la activan, por ejemplo, en el ‘contradiscurso inverso’, o b) por la convergencia con otros regímenes discursivos, cuando una complejidad discursiva involuntaria socava los fines teleológicos de la normalización. La resistencia es presentada, por tanto, como efecto del poder, como una parte del poder, como su autosubversión” (Butler, 2001a: 104-105).

En efecto, en la obra de Foucault existe un marcado desequilibrio entre la inconmensurabilidad de los mecanismos de control y normalización, por una parte; y las pequeñas resistencias cotidianas, por otra. Somos producidos por el poder y sólo en la medida que estamos hechos de él podemos ser subversivos. Ésta parece ser también una de las líneas rectoras en los trabajos de dos de sus discípulos, Bersani y Halperín. Como señala el segundo citando a Foucault, “el objetivo de una política opositora no es por lo tanto la liberación sino la resistencia” (Halperín, 2004: 54). Y Durán, acerca de Foucault, expone que “revisionistas de su obra como David Halperin, Didier Eribon y Leo Bersani, han elaborado las políticas queer como resistencia ante la normalización del deseo” (Durán, 2005); políticas que se centran ante todo en el legado foucaultiano, y que tienen como uno de sus nodos articuladores la constitución de un “sistema relacional de afectividades en la cultura gay” (Durán, 2005). Dicho sistema se sustenta en una cultura basada en la “economía de placeres” que contrarresta y se opone a la normalización del deseo con la constitución de espacios resignificados donde se pongan en práctica y exploren nuevos placeres, desgenitalizando los cuerpos -dado que el heterosexismo se naturaliza en gran parte reduciendo la sexualidad a la diferencia anatómica, y principalmente, genital- y reordenando las geografías del placer. Las identidades así transitan libremente escapando al ordenamiento sistémico, basándose en prácticas afectivas como el sadomasoquismo o las conexiones virtuales, y no en direcciones binarias del deseo -homosexual/heterosexual. En opinión de Foucault, Halperín, Bersani y Durán, dicha forma de vida se enuncia a sí misma y socava los mecanismos normalizadores en la medida que provoca y subvierte; por lo que no es necesario salir del clóset y convocar a la acción política colectiva, que en su fervor identitario lleva a la guetización y a la interpelación al Estado en demanda de integración en cuestiones de derechos civiles.

Esta versión de la teoría queer es tributaria del concepto de resistencia foucaultiano esbozado más arriba, que desemboca en la reclusión en microespacios resignificados y moleculares, pero políticamente ineficaces, porque “¿qué conclusiones podemos extraer de una resistencia que únicamente puede socavar, que parece no tener ningún poder para rearticular las condiciones por las cuales se constituyen los sujetos y el sometimiento se instala en su misma formación?” (Butler, 2001: 101).

Butler: por una política queer material.

Concuerdo con Butler en su búsqueda de conceptos útiles a una práctica política radical del sexo y el género desde su versión de la teoría queer, en donde me parece interesante destacar cómo la resignificación del término queer tiene consecuencias culturales y materiales a la vez.

La autora expone que el sujeto sólo se mantiene como tal mediante una repetición de sí mismo en vistas a alcanzar una coherencia constitutiva siempre esquiva. Haciendo un traslado a la constitución del sujeto queer como sujeto político, es necesario considerar las inversiones de ‘marica’ [queer] como la repetición progresista de un uso reaccionario “con el fin de llevar a cabo una reterritorialización subversiva” (Butler, 2001: 113). La inversión de conceptos como queer sólo se hace posible gracias a que las normas de género heterosexistas proponen un determinado modelo de comportamiento y constitución de sujeto, al que hombres y mujeres intentamos aproximarnos. Pero dicha aproximación jamás es total, siempre quedan huecos y fisuras entre el modelo propuesto por las normas y nuestra configuración de género. De ahí que sea posible, a través de dichas fisuras, subvertir las disposiciones heteronormativas, como es el caso de la resignificación del término queer: “Las resignificación de las normas es, pues, una función de su propia ineficacia y, por ello, la cuestión de la subversión, aprovechar la debilidad de la norma, se convierte en una ocasión para apropiarse de las prácticas de su rearticulación” (Butler, 2002: 73).

No obstante lo anterior, y debido a su cualidad de discurso, el significante queer cumple una función que es sólo temporalmente subversiva, porque de la misma forma que las metáforas pierden su carácter metafórico a medida que, con el paso del tiempo, se consolidan como conceptos, las prácticas subversivas corren siempre el riesgo de convertirse en clichés adormecedores a base de repetirlas y, sobre todo, al repetirlas en una cultura en la que todo se considera mercancía, y en la que la ‘subversión’ tiene un valor de mercado” (Butler, 2007: 26).

Butler enuncia así los límites del término queer, la inevitabilidad de su transformación en concepto estático con el paso del tiempo, junto con las posibilidades ciertas de su mercantilización, pues en su cultura -tanto como en la nuestra- todo pasa por el capital-dinero . La autora rematerializa así una categoría acusada de “meramente cultural” desde cierto marxismo ortodoxo, siendo considerada “fragmentadora, identitaria y particularista” (Butler, 2000: 109). Sin embargo, “la acusación de que los nuevos movimientos sociales son ‘meramente culturales’ y que un marxismo unitario y progresista debe retornar a un materialismo basado en un análisis objetivo de clase presume en sí misma que la diferencia entre la vida material y cultural es algo estable” (Butler, 2000: 112); lo que no sería sino un anacronismo teórico utilizado por parte de la ortodoxia de izquierda con el fin de marginar a determinadas formas de activismo político, entre ellas, las prácticas queer, consideradas “el extremo cultural de la politización” (Butler, 2000: 114). En respuesta a esta ortodoxia, Butler se pregunta: “¿por qué un movimiento interesado en criticar y transformar los modos en los que la sexualidad es regulada socialmente no puede ser entendido como central para el funcionamiento de la economía política?” (Butler, 2000:115). La reproducción y la institución familiar están inexorablemente intrincadas con las relaciones de producción en tanto las hacen posibles, como ya señaló Engels, pero aun “la producción misma del género debía ser entendida como parte de la ‘producción de los propios seres humanos’ conforme a las reglas que reproducían la familia heterosexual normativa” (Butler, 2000: 116), en busca de modelos sociales que fuesen útiles al capital. De esta forma, género y sexualidad forman parte de la vida material no sólo por su imbricación con la reproducción social y sexual del trabajo, sino también -y sobre todo- porque el género normativo es indispensable para la constitución de la familia normativa, puntos ya tratados con Rubin más arriba.

La falta de reconocimiento cultural para las sexualidades no normativas deviene así opresión material “cuando la misma definición de ‘persona’ legal está rigurosamente constreñida por las normas culturales que son indisociables de sus efectos materiales” (Butler, 2000: 117). La marginación de las sexualidades disidentes de la institución familiar y/o de la condición de ciudadanía, tiene de esta forma claras consecuencias materiales en la administración de la propiedad y otros derechos legales; la homofobia se vuelve así fundamental para entender el funcionamiento de la economía política. Es mediante la exclusión de ciertas sexualidades -homosexualidad, bisexualidad, transexualidad- que se asegura el funcionamiento sexual de la economía política, éstas se convierten en aberrantes sólo en tanto representan una amenaza a dicho funcionamiento, porque economía y reproducción están íntimamente ligadas en la reproducción de la heterosexualidad.

La política queer de Preciado.

Quisiera introducir algunas nociones sobre la formulación de la teoría queer en Beatriz Preciado. Perteneciente a una generación posterior a la de Butler, en términos de políticas queer su propuesta no comparte la desconfianza de Foucault, Wittig y Deleuze hacia la identidad como lugar de acción política. Propone una proliferación de diferencias, o “una multitud de cuerpos: cuerpos transgéneros, hombres sin pene, bolleras lobo, ciborgs, femmes butchs, maricas lesbianas… La “multitud sexual” aparece como el sujeto posible de la política queer” (Preciado, 2003). Las identidades son en todo momento móviles y estratégicas, en tanto resisten a la normalización y a la división de los órganos corporales por parte del capital, que organiza toda una geografía corporal asignando funciones unívocas a cada parte del cuerpo. Porque “toda sexualidad implica siempre una territorialización precisa de la boca, de la vagina, del ano” (Preciado, 2003). De este modo el pensamiento heterocentrado y la producción capitalista aseguran el vínculo entre la producción de la identidad de género y la producción de ciertos órganos como órganos sexuales y reproductores. En palabras de Preciado: “Capitalismo sexual y sexo del capitalismo” (Preciado, 2003). En su insistencia en el papel del capitalismo en la producción de sexualidades y géneros contemporáneos, plantea que un objetivo de la multitud queer es desterritorializar tantoel espacio corporal como urbano, por lo que es necesario irrumpir en el espacio público, en medio del imperio de los normales y decirles que no son mayoría, que quienes no se ajustan a la norma y se consideran a sí mismos queer devienen fuerza mayoritaria.

Preciado no habla sólo de resistencia a la normalización, sino que propone la reconversión de las tecnologías productoras de cuerpos normales y heterosexuales -como la medicina y la pornografía. En este sentido, propone “nociones distintas en las que a través de esa noción de tecnología, yo hablo de dispositivos, no sólo ya de resistencia, sino de producción de nuevas identidades que transforman una tecnología de control y dominación en algo que tu podrías llamar tecnología de liberación, si quieres” (Preciado, 2004).

La lucha contra la construcción prostética de los sexos es también así lucha contra la sexopolítica capitalista, mediante la reconversión de las tecnologías de producción corporal y el uso de identidades estratégicas.

Conclusiones

Quise hacer un largo recorrido teórico para reintroducir en las políticas queer contemporáneas aquello que las une a la subversión del capitalismo en cuanto régimen social. Bien está hablar de normalización del deseo y políticas (post)identitarias, pero es necesario apreciar el campo social en su interconexión, o como diría Deleuze, en tanto rizoma. Porque la liberación de cada uno como cuerpo pasa también por la emancipación social, y viceversa. La teorización deleuziana de la máquina capitalista en tanto axiomática, no sólo es completa y minuciosa a la vez, también es tributaria de Marx, en el sentido de que el cuerpo sin órganos del capitalismo es el capital-dinero, y la relación diferencial que le dio origen como régimen social fue en primer lugar el encuentro entre capital y trabajo desterritorializados. Esto no significa que el sistema económico contenga las contradicciones principales, sino que todos los flujos pasan por el capital-dinero, que es el verdadero cuerpo de la reproducción social. Entonces, una política queer (post)identitaria, para subvertir los mecanismos normalizadores que colonizan el deseo, debe tener siempre en cuenta esta posición especial de los flujos económicos. Porque si bien es posible -y necesario- entender la economía en un sentido lato, con la existencia de economías de poder, economías libidinales, etcétera; esto es así en la medida que todo pasa por la economía.

La economía de los placeres foucaultiana, en términos de rentabilidad política (Preciado, 2004), parece individualista y estetizante al lado de la multitud queer de Preciado, quien elabora, junto con Butler, una propuesta política queer marxista y radical. Sin embargo, la amenaza de recodificación por parte de la axiomática capitalista está siempre presente, a través del vaciamiento de lo político en lo estético:

Los primeros movimientos sociales americanos que se lanzan de lleno en un proceso identitario van a ser curiosamente recuperados por el mercado liberal, simplemente, como estilo de vida. Es decir, fenomenal la diferencia de identidades, perfecto, porque con esto tenemos nuevos mercados y nuevos estilos de vida, y hay una transición de lo político a lo estético y una estetización de ciertas formas de vida que ha hecho perder toda la rentabilidad política de todos los movimientos sociales (Preciado, 2004).

El mismo Zizek valora el modo en que la práctica política queer, al socavar la normatividad heterosexual, representa una amenaza al modo de producción capitalista (Zizek, 2008: 68), no obstante advertir contra la capacidad del sistema capitalista de cooptar estas reivindicaciones como “estilos de vida”.

Seguras de la eficacia de sus luchas en tanto cuestionan los modos de producción deseante capitalistas, las (¿futuras?) prácticas queer latinoamericanas y chilenas se ven enfrentadas a los propios mecanismos recolonizadores del capitalismo que han actuado previamente en otras latitudes. En su fase actual, el capitalismo bloquea el libre juego entre significante y significado, estética y política, separándolas y absorbiendo el potencial subversivo de la segunda en la primera, haciéndola pasar por el capital-dinero. Entonces, surge la pregunta de ¿cómo evitar dicha absorción de lo político en lo estético? ¿Es este sólo uno de los modos de funcionamiento del neoliberalismo? ¿O quizá la tendencia a la estetización proviene también de las propias teorías que usamos con tanto desenfado? ¿Qué particularidades pueden agregarse a este problema en el contexto latinoamericano? Una matriz cultural singular, endémicas marginalidades socioculturales y una constante exclusión del discurso de disidencia sexual -incluso al interior de los propios movimientos reivindicativos LGBT- son las complejidades que las políticas queer locales, una vez fortalecidas y empoderadas, deberán saber afrontar.

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