Carta abierta a Verónica Sepúlveda

Por: Rubén Adrián Valenzuela (desde Barcelona, España)
Fuente: http://www.elpaskin.lacoctelera.net (25.10.09)

El obstinado e inexplicable silencio de una de las protagonistas del rescate de las cintas con las últimas palabras de Salvador Allende (grabadas en la Radio Magallanes el 11 de septiembre de 1973), ha movido al autor de estas notas a publicar esta carta abierta. Se trata de un hecho lleno de significación: alguien dijo que la primera victoria del Presidente Allende tras ser derrocado por los golpistas de las fuerzas armadas, fue llamarles públicamente «generales rastreros que hasta ayer prometían fidelidad y respeto a la Constitución y las leyes». Valenzuela dice que tiene tiempo y voluntad para seguir en esta batalla, «que no reporta ningún beneficio material, pero que es un deber de periodista y demócrata».

CARTA ABIERTA A VERÓNICA AHUMADA

Recordada Verónica: A menudo me pregunto, cuando pienso en ti, cómo hiciste para cumplir la misión que te encomendó el doctor Salvador Allende aquel 11 de septiembre de 1973, en que insistió en que abandonaras La Moneda «para salvar tu vida y contar lo que aquí has visto».

Yo sólo sé que las promesas que nos hicimos mutuamente cuando nos volvimos a encontrar, tras el bombardeo del palacio de Gobierno y la muerte del Presidente, no se han cumplido. Y no por mi parte, precisamente.

Recuerdo cuando unos días antes de tu viaje a Buenos Aires, en septiembre de 1973, nos encontramos en Providencia, frente al restaurante El Parrón, que no sé si existe todavía, pero que hoy veo con nitidez en mi memoria. Ambos tuvimos miedo de saludarnos. No quisimos acercarnos el uno a la otra, la otra al uno, porque nos habían dicho que los servicios de inteligencia militar paseaban por las calles con prisioneros de la Unidad Popular, para que delataran a sus ex compañeros y amigos.

YO NO ESTABA MUERTO

Los dos titubeamos. Miramos para uno y otro lado, nos sacudimos el miedo y llorando -no sé si tú pero yo sí-, nos trenzamos en un abrazo que muchos deben de haber malinterpretado. Te habían dicho que yo estaba muerto, porque el 11 o 12 de septiembre me habían visto en la televisión, entrando en camilla a la Posta Central. Yo había caído herido en la Alameda, cerca del Club de la Unión, mientras intentaba ayudar a un carabinero que había resultado herido (y que murió después), por los balazos de un soldado desde la torreta de un tanque instalado entre la Universidad de Chile y el Ministerio de Defensa.

¿Sabes lo que más me duele? Es que la familia de aquel carabinero debe haber estado convencida, todos estos años, que a su padre/ hijo/hermano/ tío y amigo lo había matado un francotirador de la UP., poeque no creo que los golpistas y asesinos le hayan contado la verdad.

Yo aprendí aquel día que los balazos no duelen y que las películas esas en las que un hombre cae herido por arma de fuego son todas falsas. Nadie se queda quieto, clavado en el mismo lugar en que estaba antes del disparo, porque vuela y cae como si el tiempo se hubiese convertido en una eternidad.

Al carabinero (cuyos documentos me los quedé, y a mí, nos subieron en una ambulancia que apareció desde Ahumada, contra el tráfico. Iba llena de muertos y heridos y yo quedé tirado panza abajo sobre las piernas de un hombre que me pareció cadáver. En el trayecto, mientras el rotor de la baliza de la ambulancia hacía un lúgubre ruido al girar en el metal del vehículo, me percaté de que las cintas con las palabras del Presidente Allende, que todo el tiempo había llevado, bajo la camisa (me las había dado Amado Felipe antes de salir de Radio Magallanes), se estaban llenando de sangre. Quise acomodarlas, para protegerlas, pero alguien se quejó: «No te movay tanto, huevón».

ESTABA HERIDO Y CON EL PUÑO EN ALTO

En la Posta Central había camarógrafos de prensa. Uno de ellos, de Canal 13, (me parece que era Labra), me reconoció y comenzó a filmar. Yo levanté la mano para pedirle que no, que esas imágenes las vería mi madre y se moriría del susto, pero él siguió con el encuadre hasta que desaparecimos en los pasillos de aquel centro. Por culpa de esa filmación pasé mucho susto, porque muchos que no me querían nada hicieron correr el rumor de que yo había entrado a la Posta con el puño en alto, como haciendo el saludo comunista. Yo no soy comunista, tú lo sabes. Nunca lo fui, pero no por decisión mía. Hubiera querido militar en el PC si me hubiesen invitado a hacerlo, pero nadie, nunca, me lo propuso siquiera. Yo admiraba mucho a ese Partido. Por Neruda. Por José Miguel Varas, que me presentó a Neruda cuando yo comenzaba, jovencito, en Radio Magallanes. Por mi tío Tito Alaníz, que tuvo una imprenta por allá por Santa Rosa, cerca de Puente Alto (y que nunca me habló de política). Y yo supe que él era comunista por las coronas de flores que le mandó el PC a su funeral, poco antes de la caída de Allende.

No levanté el puño ante las cámaras, pero otros amigos, bien pensados, opinaron que yo había sido muy valiente y confesaron que ellos no se hubiesen atrevido.

En Providencia, frente a El Parrón, te dije que yo creía que tú eras la mujer muerta en La Moneda. Hubo una víctima mujer entre los defensores de La Moneda, pero eso nunca nadie lo menciona. Puede ser que lo hayan ocultado o puede ser que no haya ocurrido así, pero en esas fechas nadie podía investigar esas cosas. Lo cierto es que desde allí nos fuimos a mi casa, muy cerca: en la calle Alberto Magno al llegar a Eliodoro Yáñez. Allí estaba Gloria Mujica, mi esposa entonces, y estaban mis hijos Mauricio y Leonardo. Glorita Giselle había muerto esa misma semana del golpe y el 4 de septiembre la habíamos llevado al Cementerio Católico, donde me parece que estabas tú, Manola Robles, Patricia Ibáñez y un montón de otros colegas a los que no he vuelto a ver. Aquel día del funeral de mi hijita era el aniversario del Gobierno de Allende y la UP había preparado varios festejos y un desfile frente a La Moneda. Y el Presidente Allende vio desfilar, ante sí, a un obrero que llevaba una pancarta que decía «Este es un Gobierno de mierda, pero es mi Gobierno y por eso lo defiendo».

NO LLORABA DE EMOCION SINO POR LA MUERTE DE MI HIJA

En la Radio Magallanes, mi jefe, Leonardo Cáceres, me invitó a incorporarme al equipo de los que ese día cubrían los actos por la celebración. «Compañero» -me dijo-, «comprendo tu dolor, pero la única manera de vivir el duelo es trabajando». Yo era el reportero de Gobierno en la Magallanes, así es que cogí una «plancha», una Motorola, y me fui al desfile, donde muchos, sin saber que lloraba por haber dejado ese mismo día a mi hijita en el cementerio, vieron lágrimas en mi cara y pensaron que era por la emoción de la fiesta.

En La Moneda tú me solias echar la bronca porque yo defendía a los periodistas de un diario furiosamente antiallendista: La Tribuna. En el Gabinete de Prensa había una consigna para no darles fotos ni comunicados a los colegas de ese diario «por momios», pero tú decías que yo los defendía porque suponías que estaba enamorado de una periodista, que no me daba ni la hora porque ella no entendía, a su vez, que yo fuese allendista. La verdad, sin embargo, es que siempre fui partidario de la pluralidad y había quien me acusaba de «momiacho», por mi actitud abierta y dialogante.

En casa tomamos una taza de té y pudiste ver cómo Gloria y yo trabajábamos haciendo copias de las cintas con las palabras de Salvador Allende. Yo las había llevado llenas de sangre y las habíamos limpiado en un proceso lento y laborioso, que implicó a los niños y nos llevó horas y horas de trabajo. Al salir huyendo de la Posta Central (me ayudó un médico que me dijo: «Te va a doler y te va a sangrar, pero no te vas a morir. No puedes quedarte aquí»), las cintas iban tan empapadas de sangre, que hasta pensé tirarlas. Y es que en la camilla donde me operaron para sacarme algunos trozos de esquirla, siempre estuve boca abajo, con el culo al aire y la sangre manando hacia mi vientre, mi entrepierna y el pecho.

En la avenida Santa María, al otro lado del Mapocho, al que llegué en un autobús que no fue autorizado a cruzar el puente hacia la Escuela de Derecho, ningún automovilista quería llevarme. Tan manchado de rojo iba, que alguno me dijo que tal vez yo era un extremista. Pero al final llegué, herido y sucio, a mi casa. Creo que ya habían decretado el toque de queda y ese día, desde mi cama de enfermo pude ver cómo la TV iba dando cuenta de los avances militares y del incendio de La Moneda. En una de esas aparecía yo entrando a la Posta y no pude sino acordarme de la madre del cámara del «13» que me había filmado. Alguien me ha dicho, años después que a lo mejor eso me salvó la vida «porque todo el mundo vio que entraste vivo a la Posta».

Lo curioso es que yo me había negado a identificarme en la Posta, porque el médico que me ayudó dijo que «si se enteran que eres de la Magallanes, eres hombre muerto». Un oficial de carabineros vino a exigir que me identificara y como yo insistí en no hacerlo, ordenó que me detuvieran y me vigilaran todo el tiempo. «¡Puchas que es malagradecido usted!» -le grité desesperado-, «Por ayudar a uno de los suyos estoy en esta situación». ¿Qué dice este hombre», preguntó el oficial. Le conté que el carabinero que yo había visto caer en la Alameda venía conmigo en una ambulancia. «Mire» -le dije-, «estos son sus documentos». El uniformado cogió los papeles, preguntó a dónde habían llevado al carabinero y diciendo a sus hombres «¡Vengan conmigo!», desapareció. Fue el momento que aprovechó el médico que me había operado. «Ya cabrito. Te fuiste de aquí!» Así pude librarme y librar las cintas que ahora tantos y de tan mala manera, me disputan. Dos días después vimos en el primer diario que fue autorizado a salir a la calle, El Mercurio, un recuadro en el que aparecían los heridos y muertos que habían sido atendidos en la Posta. Allí estaba el carabinero de tan infausta suerte y yo, que figuro como «NN de 26 años».

PARTISTE A BUENOS AIRES LLEVANDO COPIAS DE LA CINTA…

En mi casa acordamos que te llevarías un par de copias con las últimas palabras del Presidente Allende. Días más tarde, con ellas ocultas en tu cuerpo, cruzaste los controles policiales del aeropuerto y te fuiste a Buenos Aires. Desde allí mantuviste contacto con nosotros y me mandaste tu dirección. Así, cuando meses después viajé yo también a Buenos Aires, fui a verte en un apartamento de la calle Malabia, donde vivías con otra periodista chilena amiga: Patricia Asquenazi. Allí me contaste cómo escondiste las cintas y a quien le habías dado copias. Una la habías entregado, según tú, al general Carlos Prats, que vivía casi enfrente tuyo, en la misma calle Malabia y me pusiste en contacto con él. Así pues, me contó sus proyectos e impresiones sobre lo que estaba ocurriendo en Chile y hasta hicimos un viaje en «Subte», donde me mostró a los agentes de Pinochet que lo seguían a todas partes, mezclándose con la gente. Él los encontraba tan torpes, que se olían a la distancia.

La última vez que te ví en la capital argentina, fue para despedirnos pues yo regresaba a Santiago. Aquella vez te llevé una rosa roja, artesanal, que había hecho una amiga «para la tumba del Chicho». Nos abrazamos una vez más y me juraste que, juntos, íbamos a llevar esa flor a la tumba de Salvador Allende, cuando volviese la democracia y la tumba pudiese llevar una lápida con el nombre del Presidente.

Hoy me dicen que no quieres hablar conmigo, ni quieres referirte a aquellos días tan dolorosos. Lo respeto. Alguna razón tendrás. Pero, al menos, di la verdad. Cuéntales a los periodistas que te interrogan que es cierto lo que cuento y no dejes que otros me arrebaten el mérito y me acusen de «megalómano». Si hasta dicen que nunca resulté herido y que sólo recibí un arañazo. Arañazo que me dejó restos de bala en el cuerpo y que hoy se alojan entre mis riñones y la columna vertebral, porque se han desplazado y un día puede que me dejen inválido. O no. Quien sabe. Sólo que si a uno lo abandonan las personas a las que apreció, ya nada tiene sentido y comienza a sentir que la sangre derramada, la de todos, la del Presidente y la de los miles de desaparecidos, no tuvo razón de ser.

Un abrazo solidario.

rubenadrianvalenzuela@yahoo.es

POSDATA ESCRITA EN NOVIEMBRE EN BARCELONA:

Me dicen que ahora trabajas (nunca te ha faltado trabajo en condiciones muy ventajosas, porque como diría mi fallecido amigo Lucho Fuenzalida, estabas en la lista de los «pierdeteuna») en el Ministerio Secretaría General de Gobierno, donde cada vez que te he llamado por teléfono, me dicen que no estás. Unos de estos días voy a viajar a Chile. Y tras visitar a mi madre, que está muy mayor y enfermita, voy a ir a buscarte. No para saludarte ni exigirte que digas la verdad. Eso ya sé que no forma parte de tus códigos. Voy a ir a exigirte que me entregues la rosa artesanal que hizo nuestra amiga argentina para la tumba del Chicho y cuando la tenga en mis manos, cumpliré esa promesa largamente postergada.

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