Por: Pierre Macherey
Fuente: Revista “Youkali” N° 7 (Junio 2009)
A la pregunta ¿cómo actúa la literatura? Responderemos aquí simplemente: reproduciéndose. Pero ¿qué es para la literatura “reproducirse”? ¿En qué se relaciona el proceso de su reproducción con su naturaleza y en qué ayuda a comprenderla mejor?
Para responder a esos interrogantes hay que considerar en primer lugar los límites de una teoría de la literatura como pura producción y las insuperables contradicciones en las que ésta desemboca inevitablemente. Las reflexiones bien conocidas presentadas por Marx a propósito de la literatura y del arte griego en un fragmento de su Introducción a la crítica de la economía política son, a este respecto, sintomáticas.
«No es difícil comprender que el arte griego y la poesía épica guarden relación con ciertas formas de desarrollo social. La dificultad estriba en el hecho de que ellos nos proporcionan todavía un placer estético y tienen en cierto aspecto el valor de norma y de ideal inaccesible.” (Marx, Contribución a la crítica de la economía política. El texto citado está casi al final de la famosa Introducción de 1857 que suele publicarse junto a la Contribución de la crítica de la Economía Política. Traducción de Marat Kuznetsov, Moscú, editorial Progreso, 1989, pag. 154.)
¿Cómo –en otros términos- las obras que han sido históricamente producidas, en relación con un condicionamiento social e ideológico determinado, pueden suscitar un interés transhistórico aparentemente independiente de esta situación temporal? ¿Cómo podemos aún leer los poemas homéricos en condiciones que ya no tienen nada que ver con las que los han engendrado? Para que esta pregunta tenga un sentido, es preciso que la literatura, y el arte en general, sean reducidos a productos, expresiones materiales de su época que, por ese hecho, parecen condenadas a desaparecer con ella. Es conocida la solución esbozada por Marx para este problema: se apoya en una interpretación nostálgica, puramente conmemorativa, de lo que él llama “el encanto eterno del arte griego”, cuya realidad parece que sólo puede ser captada de nuevo en pasado, como el recuerdo conservado por una sociedad que ha llegado al estado adulto, la nuestra, de las fases preliminares que han precedido su desarrollo. Se trasluce aquí un tema que ha atravesado todo el siglo XIX, haciendo a los griegos, en la perspectiva global de un evolucionismo histórico, los representantes por excelencia del “pueblo-niño”. Pero, aún sin mantener ese paradigma histórico, encontraríamos el siguiente presupuesto: en la misma constitución de la obra de arte en general y de la obra literaria en particular, hay algo que la condena a caducar y a no existir ya más que como una supervivencia en ausencia del contenido social en relación con el cual ha sido producida; ya sólo subsiste, entonces, por la mediación de su envoltorio material, como una “obra”, inscrita en el cuerpo literal de su texto pero vaciada de su significado vivo y por definición efímero, y testimoniando enigmáticamente por esa alteración que su tiempo ha pasado para siempre. Lo que significa aún, en otros términos, que esas “obras” no han sido producidas como tales sino que, precisamente, se han convertido en “obras” en condiciones totalmente diferentes, que son las de su reproducción.
Por tanto, no es una u otra forma de arte, una u otra literatura, como la de la Grecia antigua, la que sería consagrada a semejante pensamiento conmemorativo, sino que es el arte como tal el que encontraría su destino esencial en esa existencia fantasmagórica propia de un monumento conservado artificialmente, al margen de una relación efectiva con las condiciones concretas de su edificación.
Este análisis, tal como Marx lo parece retomar por su cuenta, procede de una inspiración hegeliana en relación con una especulación que gira alrededor del tema de la muerte del arte. En la Fenomenología del Espíritu, y también a propósito del arte griego aunque presentado como una producción espiritual y no sólo material, se encuentra un análisis que anuncia el de Marx:
“Las estatuas son ahora cadáveres cuya alma vivificadora se ha esfumado, así como los himnos son palabras de las que ha huido la fe… Ahora, ya sólo son lo que son para nosotros, bellos frutos caídos del árbol, que un gozoso destino nos alarga, cuando una doncella presenta esos frutos; ya no hay ni la vida real de su existencia, ni el árbol que los sostuvo, ni la tierra y los elementos que constituían su sustancia, ni el clima que constituía su determinabilidad o el cambio de las estaciones del año que do minaban el proceso de su devenir. De este modo, el destino no nos entrega con las obras de arte su mundo, la primavera y el verano de la vida ética en las que florecdn y maduran, sino solamente el re cuerdo velado de esta realidad.” (Hegel, Fenomenología del Espíritu, traducción de Wenceslao Roces, Madrid, FCE, 1981, pp. 435-436).
En efecto, siendo el arte, según Hegel, la fase inicial y preparatoria del despliegue del Espíritu, a la espera de su pase a nuevos estadios que le acercarán progresivamente al conocimiento y al dominio completos de sí mismo, debe ser totalmente arrojado al pasado de la vida espiritual de la que sólo representa una etapa preliminar en el momento en que ésta ha sido definitivamente superada.
“Un libro tiene su verdad absoluta en la época… Es una emanación de la intersubjetividad, una relación de rabia, de odio, o de amor entre los que lo han producido y los que lo reciben… A menudo me han dicho sobre los dátiles y sobre las bananas: ‘no puede usted decir nada de ellos: para saber lo que son hay que comerlos en el sitio, justo cuando se acaban de coger’. Y yo siempre he considerado a las bananas como frutos muertos cuyo auténtico sabor vivo se me escapaba. Los libros que pasan de una época a otra son frutos muertos. Había que leer el Emilio o las Cartas persas cuando los acababan de cocer”. (Sartre, “Ecrire pour son époque, fragmentos abandonados de “¿Qué es la literatura?, publicado en Temps modernes en junio de 1948, cf. Contat/Rybalka, Les écrits de Sartre, París, Gallimard, 1970, pp. 673-674).
De forma totalmente natural Sartre reencuentra la metáfora hegeliana de los frutos desprendidos del árbol para explicar el compromiso, no objetivo sino subjetivo o, mejor, intersubjetivo, de la obra literaria en su época, con la que hace cuerpo hasta el punto de perder su sabor vivo si se pretende exportarla, más aún en el tiempo que en el espacio. Y en otro texto escrito poco más o menos en el mismo momento, Sartre desarrolla esta tesis dándole la vehemencia de un manifiesto, él también en situación:
“Escribimos para nuestros contemporáneos; no queremos mirar nuestro mundo con ojos futuros –sería el camino más seguro para matarlo-, sino con nuestros ojos de carne, con nuestros verdaderos ojos perecederos. No deseamos ganar nuestro proceso en segunda instancia y no buscamos una rehabilitación póstuma: es aquí mismo y en nuestra vida donde los procesos se ganan o se pierden… No es corriendo tras la inmortalidad como nos haremos eternos: no seremos absolutos por haber reflejado en nuestras obras algunos principios descarnados lo bastante vacíos y lo bastante inútiles como para pasar de un siglo a otro, sino porque habremos combatido apasionadamente en nuestra época, porque la habremos amado apasionadamente y habremos aceptado desaparecer del todo con ella.” (Sartre, “Presentación de los tiempos modernos”, retomado en Situations, II, París, Gallimard, 1948, pp. 14-16).
Esa es, en efecto, la condición para que el acto literario revista un carácter absoluto: es preciso que su autor sacrifique a su “época” su propio deseo de inmortalidad que, por otra parte, no sería más que un ensueño abstracto, propiamente “burgués” según el término utilizado por el mismo Sartre; y por esa donación de sí es por lo que se hunde en lo más profundo de la dinámica de su tiempo, en ese punto en que se impulsa hacia delante de sí mismo, hacia otros tiempos para los que será preciso que otros más siembren y recolecten nuevas obras. Esta voluntad extrema de abrazar su tiempo ha sido sutilmente analizada por D. Hollier en su Politique de la prose (J.P. Sartre et l’an quarante) (París, Gallimard, 1982). Por volver a la pregunta que nos ocupa aquí: “¿cómo actúa la literatura?”, la respuesta propuesta por Sartre sería entonces la siguiente: sabiendo que necesita renunciar a reproducirse en otras condiciones que aquellas que están para siempre fijadas a su producción, y esto de forma que se identifique más estrechamente con el acto originario que le da su irremplazable sabor de fruto exótico.
A ese sacrificio consentido por el autor responde simétricamente el compromiso asumido por el lector, que debe consentir en ir a ver a su lugar, en el sentido de una posición histórica, qué gusto han podido tener para sus contemporáneos las obras del pasado, sumergiéndolas de nuevo en su contexto originario para restituirlas su significado auténtico. Se trataría entonces de volver a ser un griego leyendo a Homero o un italiano de la Edad Media leyendo a Dante, etc. Marguerite Duras, comentando, en carne viva, como había que hacerlo, los fragmentos publicados en Temps
modernes de la obra esbozada por Sartre sobre Tintoretto, ha captado bien los mecanismos de esa
proyección.
“Nada, empieza Sartre. ‘Esta vida se ha devorado. Algunas fechas, algunos hechos, y después el cacareo de los viejos autores’. Y Sartre. Con sus músculos de hierro, Sartre subleva la Historia, hace milagro, hace resurgir las aguas de la República de Venecia, atraviesa cuatrocientos años hacia atrás, se hace veneciano…” (“Le séquestre de Venise: Sartre”, artículo publicado en Nouvel Obser vateur, en 1958, retomado en Outside, París, editorial P.O.L., 1984, pag. 187).
Y muy lúcidamente Duras remarca: “Inevitable mente, se piensa en Michelet” (id., pag. 188). Esta poética de la identificación y de la adhesión, profundamente romántica en su espíritu, mantiene así a su manera la idea hegeliana según la cual el arte como tal mantiene una relación privilegiada con tiempos que han pasado porque siempre está hecho para tiempos destinados a hacerse pasado, siendo la aceptación de ese destino lo que define lo que hay de inmediatamente vivo y de esencialmente sabroso en su presente mismo. Y es por eso que también los que, teniendo consciencia de ese destino, persisten en interesarse por lo que queda de las obras cuando sus tiempos han pasado históricamente, deben saber plegarse a la necesidad de vivir o de pensar –por medios que deben ser ficticios- en ese pasado.
A la pregunta “¿Por qué escribir?” Sartre responde en consecuencia: “Uno de los principales motivos de la creación artística es ciertamente la necesidad de sentirnos esenciales en relación al mundo”, lo que a sus ojos implica que “la creación se hace inesencial en relación a la actividad creadora” (Sartre, “Qu’est-ce que la littérature?” en Situations II, París, Gallimard, 1948, pag. 90): “la creación” significa aquí el objeto creado por esta actividad, o incluso su resultado. Proyectándose absolutamente a sí mismo en su obra, el escritor que la da sentido acepta a la vez perder él mismo los beneficios de esta donación que, por ser total, debe también írsele de las manos. Y es aquí donde interviene el lector, cuya posición es de algún modo inversa y complementaria a la del autor: “el acto creador no es sino un momento abstracto e incompleto de la producción de una obra; si el autor existiera solo, podría escribir tanto como quisiera que nunca la obra como objeto vería la luz y tendría que deponer la pluma o perder las esperanzas. Pero la operación de escribir implica la de leer como su correlato dialéctico y estos dos actos conexos necesitan dos agentes distintos. Es el esfuerzo conjugado del autor y del lector el que hará surgir ese objeto concreto e imaginario que es la obra del espíritu. No hay arte sino por y para otro” (id., pag. 92). Pero esta colaboración, para ser efectiva, requiere una condición: valer únicamente para un solo tiempo, que marca la obra en su constitución y constituye su tiempo propio en el que simultáneamente deben operarse su producción (en el sentido de la escritura) y su reproducción (en el sentido de la lectura). Leer a Homero hoy es hacer revivir por todos los medios el vínculo que le liga a su época y hacerse uno mismo una especie de contemporáneo suyo. Y así, precisa aún Sartre, “para el lector, todo está por hacer y todo está ya hecho” (id., pag. 96). No podría decirse mejor que la obra, considerada como tal, lleva todo su futuro en su pasado, del que no puede salirse sino haciéndose un “fruto muerto”. Si el acto de lectura es libre y creador es en la medida en que se efectúa reconociendo su identidad con la libertad creadora del autor con la que se funde: “Así, el autor escribe para dirigirse a la libertad de los lectores y la pide que haga existir su obra. Pero no se detiene ahí y exige además que le devuelvan esa confianza que les ha dado, que reconozcan su libertad creadora y que, a su vez, la inciten con una llamada simétrica e inversa” (id., pag. 101). Tanto como decir que el autor y el lector participan, por la reciprocidad misma de sus posiciones, en el acto creador común que es aquél por el que la obra existe con su significación, la que, a su vez, da a su unión toda la carga de realidad de la que es susceptible.
He aquí un ejemplo del margen de libertad que Sartre pensaba poder conceder a sus lectores. Se trata de sus textos filosóficos inacabados (los Cahiers pour une morale) que quería que tras su muerte fueran publicados tal como estaban:
“Representarán lo que, en un momento dado, he querido hacer y he renunciado a terminar, y es definitivo. Mientras que, estando vivo… queda una po sibilidad de que los retome o que diga en algunas palabras lo que quería hacer con ellos. Publicados tras mi muerte, esos textos permanecen inacabados, tal como son, oscuros, puesto que en ellos formulo ideas que no están desarrolladas. Corresponderá al lector interpretar dónde habrían podido conducirme.” (Situations X, París, Gallimard, 1975).
Así, habiéndose ausentado definitivamente el autor de los márgenes de su texto, sólo le quedará al lector reconstituir lo que él mismo habría podido pensar si hubiera tenido la posibilidad, o la intención, de terminarlos.
La mejor respuesta a Sartre, sobre éste como sobre otros puntos, la encontraremos en Foucault, que ha mostrado lo que de ilusorio comporta esta concepción de la obra como espejo en el que autor y lector reflejan y construyen al mismo tiempo su relación recíproca, para dar a ésta una objetividad fingida apoyada en la ilusión de un sentido común compartido.
“Un libro se produce, acontecimiento minúsculo, pequeño objeto manejable. A partir de ese momento es tomado en un juego incesante de repeticiones; sus dobles, alrededor de él y bien lejos de él, empiezan a pulular; cada lectura le da, por un instante, un cuerpo impalpable y único; circulan fragmentos suyos a los que se hace valer por él, que pasan por contenerle en su totalidad, y en los que finalmente resulta que encuentra refugio; los comentarios le despliegan, otros discursos en los que al fin debe aparecer él mismo, confesar lo que ha rechazado decir, librarse de lo que aparentemente fingía ser… Para quien escribe el libro es grande la tentación de reglar todo ese deslumbramiento de simulacros, de prescribirles una forma, de lastrarles con una identidad, de imponerles una marca que les daría a todos un valor constante. ‘Yo soy el autor: mirad mi cara o mi perfil; a eso es a lo que deberán parecerse todas esas figuras repetidas que van a circular bajo mi nombre; las que se alejen no tendrán ningún valor; y es por su grado de parecido por lo que podréis juzgar el valor de las demás. Yo soy el nombre, la ley, el alma, el secreto, la balanza de todos esos dobles’… Yo querría que ese objeto-acontecimiento, casi imperceptible entre tantos otros, se vuelva a copiar, se fragmente, se repita, se simule, se despliegue, desaparezca finalmente sin que aquél a quien le ha tocado producirlo pueda nunca reivindicar el derecho de ser su dueño, de imponer lo que quería decir ni de decir lo que debía ser. En pocas palabras, querría que un libro no se arrogue ese estatuto de texto al que la pedagogía o la crítica sabrán reducirle perfectamente; que tuviera el descaro de presentarse como discurso, a la vez batalla y arma, estrategia y choque, lucha y trofeo o herida coyunturales y vestigios, encuentro irregular y escena repetible.” (Foucault, Histoire de la folie, París, Gallimard, 1972, pp. 7-8).
Este texto está extraído del prefacio escrito en el momento de la reedición de esa obra que había aparecido primero en Plon en 1961, con otro prefacio, muy desarrollado, que Foucault decidió hacer desaparecer en el momento de la reaparición de su libro en las ediciones Gallimard: el nuevo prefacio, muy conciso, tiene precisamente por objeto justificar ese cambio de presentación.
Lo que resulta remarcable en esta concepción del discurso como acontecimiento, que se produce más que ser producido, es que da literalmente la vuelta a la relación tradicionalmente instalada entre producción y reproducción: el acontecimiento, que es cualquier cosa menos el acto de un sujeto que sería su Autor, precede a la obra que, en si misma, sólo es su repetición, en una relación que no es de la identidad compacta sino la de la insensible diferencia. Así, la obra, con los efectos de sentido que se le añaden, no es, hablando con propiedad, el resultado de una producción sino de una reproducción que se apoya en el acontecimiento aleatorio del discurso que la soporta. Si tomamos en serio esta hipótesis, hay que llegar a decir que las obras no son en absoluto “producidas” como tales sino que sólo empiezan a existir a partir del momento en que son “reproducidas”, teniendo esta reproducción el efecto de dividirlas en sí mismas, cruzando la fina línea de su discurso de forma que se hace aparecer en él todo un espacio de desviación y de
juego en el que se insinúa una posibilidad indefinida de variaciones. En lugar de ser producida una sola vez, en su lugar y en su tiempo, la obra no tiene entonces realidades –en plural- sino en esa reverberación que la constituye al mismo tiempo que la dispersa.
Se puede considerar que es, entre otras, la lectura de Borges, la que ha colocado a Foucault en esta vía. La concepción que acaba de ser esbozada sostiene la fábula teórica “Pierre Menard autor del Quijote” que se encuentra en el libro Ficciones. Esa fábula gira alrededor del tema de la “segunda mano”, es decir, de la cita: Pierre Menard, del que Borges ha hecho un poeta simbolista francés, consigue, a costa de un intenso trabajo, reescribir, idénticos, ciertos pasajes de la obra de Cervantes.
“No quería componer otro Quijote -lo cual es fácilsino «el» Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea- con las de Miguel de Cervantes.” (Borges, Ficciones, Madrid, Alianza editorial).
Esta reproducción desemboca en la realización de un doble literalmente exacto, que es precisamente la obra original, puesta a distancia de su propio texto mediante un desfase ínfimo y a la vez infinito. Pierre Menard, que simboliza aquí al autor absoluto, es igualmente lector, crítico, traductor, editor, incluso, a pesar de lo que diga Borges, simple copista. Estos son los términos con los que explica su intervención:
“Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto «original» y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación… A esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a principios del siglo XVII era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del XX, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.” (id.).
El Quijote de Menard es el mismo que el de Cervantes precisamente en la medida en que es otro: revela su identidad a través de sus transformaciones, manifestando la parte de historicidad que trabaja su texto en profundidad en lugar de marcar solamente, y de una vez por todas, su constitución inicial, incluso si deja intacta la trama aparente.
La historia contada por Borges explota una idea muy antigua que se remonta a la época en la que la poesía, más cercana de sus fuentes orales, reconocía más iniciativa de lo que hoy es habitual a la memoria creadora y performante de su reproductor, que no era un simple lector. En su Vida de Crisipo, el filósofo estoico antiguo, Diógenes Laercio relata una anécdota cuyo contenido es tan absolutamente real, tan absolutamente imaginario, como el del relato de Borges:
“Usaba abundantes citas. Hasta tal punto que un día citó toda entera la Medea de Eurípides y uno que tenía la obra en la mano y al que le preguntaron lo que había en ella respondió: la Medea de risipo.” (Vidas, doctrinas y sentencias de los filósofos ilustres, libro VII).
La aportación específica de Borges a esta tradición consiste en haberla utilizado él mismo para constituir una poética de la reproducción haciéndola jugar como modelo de escritura: para componer sus propios textos de ficción, cosa que ha empezado a hacer bastante tarde, cuando tenía ya una carrera de poeta y de ensayista, ha referido imaginariamente esos textos a otros escritos previos de los que, supuestamente, sólo iba a hacer el informe y la recensión, como si se produjeran reproduciendo y reproduciéndose. Esta operación es clarificadora por el efecto de disociación que induce: lejos de reconocerse en la intención del autor, percibidas ellas mismas a la manera de un sentido auténtico por el lector, las obras ya sólo se reflejan dispersándose, y evocando por esta dispersión su distancia interior, mediante efectos de reverberación que parecen no tener ni principio ni fin. La noción de obra original sucumbe a ese desdoblamiento: el escritor aparece como no siendo sino su propio plagiador, como si toda la literatura estuviera ella misma hecha de falsificaciones. Todo estilo podría explicarse por la puesta en acción de un mimetismo semejante: Victor Hugo sería ese autor que perseguido ya por el fantasma de identificación que obsesiona tanto a su crítico como a su lector, escribe como Victor Hugo; es decir, a su manera, como si estuviera citándose a sí mismo. Precisamente es por esa conformidad con un modelo imaginario por lo que se considera que una obra pertenece a su autor, que no es en sí mismo más que una proyección de ese modelo. Pero esta imagen del autor se agota a su vez en la representación que se da de ella a través de su obra: desde el principio es desmultiplicada en una pluralidad de figuras más o menos conformes con lo que se considera que constituye su original. Sobre una “heteronimia” como esa Pessoa ha edificado todo un arte poético. El mismo principio ha sugerido a Borges una técnica paradójica de lectura fundada en la “regla del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas”. Con esta indicación termina la historia de Pierre Menard:
“Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?” (op. cit. ).
De todo esto se derivan un cierto número de enseñanzas que pueden ser generalizables. Si un texto está siempre frente a sí mismo en una relación de autocita, sucede exactamente lo mismo en lo que concierne a su relación con otros textos. Nunca se escribe, salvo como puro ensueño, en una página completamente en blanco: la realización de un texto se apoya necesariamente en la reproducción de textos anteriores a los que esa reproducción se refiere implícita o explícitamente.
Cada libro contiene en sí el laberinto de una biblioteca. Desde este punto de vista, la literatura misma, en su conjunto, podría ser considerada como un solo texto, indefinidamente cambiado, modulado y transformado, sin que uno solo de sus estados pudiera definitivamente ser aislado y fijado. Se escribe sobre lo escrito, es decir, también, encima: el palimpsesto no debe ser sólo considerado como un género literario que permite dar cuenta de la constitución de ciertas obras, sino que define la esencia misma de lo literario, que coincide con el movimiento de su propia reproducción. El artículo que Proust consagró al estilo de Flaubert introducía esta idea en la forma de una teoría del plagio: siendo la única lectura auténtica de un texto la que se apoya en la captación de sus anomalías estilísticas, da inevitablemente lugar a la realización de otros textos que desarrollan, como haciendo eco, sus nuevas singularidades. Proust desvela así lo que confiere su principio negativo a los hechos literarios: no hay reglas universales de la belleza o del buen narrar, ancladas en las estructuras estables de un mundo estético definitivamente ordenado. En oposición a un universalismo intemporal, la experiencia estilística, tal como es compartida por el escritor y por su lector, se apoya en este examen de lo singular –diríamos incluso de lo irregular- que abre en los textos el campo indefinidamente abierto de sus modificaciones. Y esto resulta del hecho de que no hay escritura primera que no sea también una reescritura, como tampoco puede haber lectura que no sea ya una relectura.
El texto literario no esconde entonces su forma auténtica tras de sí como un tesoro o como una especie de carta escondida cuya intangibilidad tendría que ser preservada a cualquier precio. La lleva por delante de sí misma, abriendo el campo de sus propias modificaciones y de su exuberante proliferación. Así, su primera figura, lo que comúnmente se denomina su “original”, no sería sino borrador o documento, es decir, ante-texto. Y sólo habría texto a partir del momento en que se iniciase su proceso de reproducción con la aparición de las variantes que dibujan poco a poco su estructura, deformándola y reformándola de nuevo. Para pensar esto lo mejor que se puede hacer es evocar el modelo musical de la variación, y uno de sus momentos culminantes: las variaciones Goldberg de Bach, en las que un aria inicial se absorbe y se prolonga, como hasta el infinito, en el ciclo de sus transformaciones, para resurgir al fin, no ya como era al principio sino como si resultase de todo ese trabajo interno en cuyo transcurso parece ser lentamente elaborado, sin emerger hasta que ese trabajo llega a su término y hasta ser, en fin, encontrado, conocido, hallado. Pero este final es sólo relativo porque el ciclo, cumpliéndose y cerrándose sobre sí mismo, se abre de nuevo como si se volviera a lanzar hacia otros ciclos, ellos mismos en resonancia con el precedente.
A través de estos análisis, lo que está en cuestión es la noción misma de obra literaria. En efecto, la literatura no consiste en una colección de obras terminadas, producidas a ratos, después registradas definitivamente en un repertorio, para ser a continuación ofrecidas al consumo de lectores a los que estaría reservada la tarea de asegurar su recepción. Está, más bien, constituida por textos que, en los límites que les especifican, como dispositivos de geometría variable, llevan estampada la marca que conduce a su reinscripción en nuevos contextos en los que volverán a figurar como textos nuevos. Podría incluso decirse que, desde este punto de vista, la literatura no existe como tal sino en calidad de ficción histórica suscitada por ese otro género literario que es la Crítica. Pero lo que existe, y de manera perfectamente real, es lo literario en tanto que forma un corpus en estado de permanente reevaluación que en cada época se redefine en condiciones diferentes: lo literario, es decir, no un conjunto de monumentos o de cosas terminadas cuya naturaleza ya sólo podría ser inventariada como una realidad de hecho puramente empírica, sino un complejo de procesos que articulan dinámicamente entre sí el trabajo de la escritura y el de su reproducción, independientemente de un ideal normativo que pretendiera sustituir ese movimiento que se desarrolla sin cesar por la ilusión de una identidad, de una estabilidad o de una permanencia.
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