Nuevas esperanzas de una liberación sexual de la mujer

Por: Lynne Segal
Fuente:  Z Magazine 

Traducido por Alfred Sola, febrero 2000

Las feministas radicales en el tema del sexo (que en estos tiempos son casi siempre lesbianas) han desafiado repetidamente a las feministas heterosexuales a «salir del armario». Aún estamos esperando, nos dicen con desgana, a que discutáis vuestra sexualidad, que dejéis de generalizar y que seáis específicas: «Es la dominación y la subordinación un tema claro en el sexo heterosexual? Tienen las feministas hetero ideas sobre el sadomasoquismo? ¿Se ha visto a algún hombre hetero pasivo, «femenino», y alguna mujer hetero «varonil», unirse? El silencio, como es habitual, ha sido la respuesta a ese desafío.

Es un silencio al que estoy acostumbrada. Las mujeres hetero han transitado un camino espinoso desde hace tiempo. Pero en gran medida ha sido especialmente espinoso para aquellas más cercanas al feminismo. En los últimos años ha sido la polémica feminista, más que los ataques de los hombres, lo que ha hecho más para confundir y disuadir nuevos puntos de vista sobre la sexualidad. La heterosexualidad se ha asociado constantemente con la violencia masculina, y se ha presentado como

la sanción a la vez que la causa del poder de los hombres sobre las mujeres. ¿Cómo fue, podemos preguntarnos, que un movimiento que surgió del radicalismo sexual asertivo de los 60, y que obtuvo de éste su fuerza inicial y su inspiración, consiguiera producir tanta gente que acabara callada sobre su propia sexualidad? Es una preocupación que no sólo fue básica en la génesis del feminismo, sino que sigue siendo un tema básico para la mayoría de las mujeres.

El primer impedimento fueron los hombres, por supuesto. Los hombres tal como son, y como se supone que deben ser en los ideales dominantes de la masculinidad que moldean su comportamiento. La «masculinidad» en la cultura occidental significa, al menos en parte, la persecución sexual de mujeres, expresado en un tipo de chulerío sexista que deja entrever a la vez un miedo a una intimidad real y un horror a la «debilidad» o el «afeminamiento». Los desafíos a estas presunciones pueden motivar la rabia y violencia de los hombres, frecuentemente contra mujeres o hombres gay, mediante intentos de postular un sentimiento de poder personal. Pero también pueden fomentar la rebelión contra las formas opresivas de identidad masculina, aunque con éxito limitado.

El segundo impedimento que restringe la discusión de los deseos eróticos de las mujeres salió del mismo feminismo. Fue el intento de identificar experiencias corporales auténticamente «femeninas». Debían servir de imágenes alternativas para ser contrastadas con la «mujer-objeto» diseñada sólo para dar placer a los hombres. Pero la búsqueda de una sexualidad completamente autónoma y auto-dirigida (que sólo se puede encontrar en la masturbación) llevó a algunas mujeres a abandonar, y a otras a no hablar más y ciertamente a no escribir más, sobre sus deseos por la admiración, el deseo y la intimidad física con los hombres.

Las muchas inseguridades y dudas que sienten las mujeres sobre sus cuerpos deja poco espacio entre la reclamación del sexo y el establecimiento de normas. Durante un tiempo, sólo un pequeño grupo desafiante de lesbianas, que se sentían suficientemente seguras para cuestionar la utopización y la creciente prescripción de normas en los relatos feministas de un deseo distintivamente «femenino» de relaciones benignas, igualitarias y sensuales. En vez de eso, hablaron de la complejidad, la ambivalencia y los inquietantes elementos del poder y la sumisión presentes en todo deseo, en el femenino tanto como en el masculino.

El dilema final era pues el inexorable carácter contradictorio de la pasión sexual. Cierto nivel de confusión era inevitable al replantearse la posición sexual de las mujeres, dado el entresijo de contradicciones que yace en el corazón del deseo sexual, que desencadena emociones que nos hacen sentir a la vez poderosos e indefensos al mismo tiempo. Esto se complicó aún más con el cambio en el clima político. Todo tipo de problemas sociales desembocan fácilmente en la sexualidad, y la derecha sabe perfectamente cómo organizar la hostilidad contra la «permisividad» sexual como causa del «deterioro» social, como se ha visto recientemente en los ataques virulentos a las madres solteras. La retirada de las esperanzas optimistas de las feministas sobre la liberación sexual de las mujeres fue siempre un resultado esperado de la derrota de los intentos más amplios de construir una sociedad más igualitaria y más solidaria. Y así ocurrió en los 80.

No obstante, incluso cuando Catherine MacKinnon obtiene una audiencia popular masiva por su propio tipo particular de retórica feminista sexualmente represiva, diciéndoles a las mujeres que sentirse bien teniendo sexo con los hombres es simplemente sembrar las semillas de la victimización, realmente algo ha ido mal. Porque la mayor influencia del feminismo vino de las campañas por la liberación sexual que ella denuncia. Exigir el control de las mujeres sobre su propio cuerpo y buscar cambios en sus relaciones con los hombres trajo consigo unos cuidados ginecológicos más atentos y más respetuosos, y permitió identificar y oponerse al abuso sexual, redefinir la violación, y dar prioridad a la violencia contra las mujeres. «Parte de mi atracción al feminismo incluía el derecho a ser una persona sexual» una feminista norteamericana recuerda con pesar, «no sé dónde se perdió esa historia».

Lo que es más, la moda actual de la crítica feminista de la heterosexualidad está en contra de lo que la mayoría de mujeres han estado diciendo sobre sus vidas sexuales. El feminismo en los 80, ya no en la vanguardia, sino fuera de contacto con los sueños y deseos de muchas mujeres, se hizo pesimista, o al menos callaba, sobre el sexo hetero justo cuando las mujeres mismas demostraban mucho de su anterior entusiasmo por la independencia sexual (y social). Reflejando una nueva aceptación liberal de la sexualidad de las mujeres fuera del matrimonio, el número de matrimonios en la mayoría de países occidentales disminuyó, las tasas de divorcio crecieron rápidamente y muchas mujeres escogieron compartir piso con otras personas. Tener hijos se postergaba hasta que las carreras profesionales estuvieran establecidas y, en general, las mujeres estaban teniendo menos hijos en los 80 que en los 60.

Las mujeres casadas, parece ser, también estaban recibiendo mayor satisfacción del sexo con sus maridos. El estudio del comportamiento sexual en los EE.UU. en los 70 de Morton Hunt revelaba una mucho mayor variedad y frecuencia de actividad sexual comparado con el estudio de Alfred Kinsey una generación antes: el 90 % de las esposas afirmaba estar contenta con su vida sexual, tres cuartas partes estaban satisfechas de su frecuencia y una cuarta parte quería más. Blumstein y Schwartz informaron más o menos lo mismo en su extenso estudio una década después. Hombres y mujeres demostraban preferencias sexuales similares, deseaban actividad sexual frecuente, estaban más contentos cuando iniciaban o cuando rechazaban el sexo también con la misma frecuencia y, fueran heterosexuales, gay o lesbianas, se volvían descontentos si el sexo era infrecuente.

Los estudios británicos llegaron a las mismas conclusiones. Mostraron que las mujeres inician más contactos sexuales y que las mujeres casadas tienen más aventuras extramatrimoniales, reflejando sus mayores exigencias y sentido de la importancia del sexo. Contrariamente a los deseos conservadores o a las advertencias de las feministas, el estudio más reciente del comportamiento sexual (que Margaret Thatcher intentó abortar retirando fondos que se habían prometido) llegó a la conclusión que el sexo es a la vez más seguro y menos pesado para las mujeres hoy que nunca. La aplastante mayoría usa anticonceptivos durante su primera relación sexual y tres de cada cuatro mujeres piensan que ocurrió en el momento justo y por las razones adecuadas.

Así pues, hay un salto dramático entre lo que un grupo muy visible de feministas han estado diciendo sobre la experiencia femenina de la victimización sexual y lo que la mayoría de mujeres dicen sobre sus experiencias con el sexo y su importancia para ellas. No obstante, aunque la diferencia entre las vidas sexuales de los hombres y de las mujeres se está reduciendo, y los matrimonios parecen más felices, esto probablemente es cierto sólo por las altas tasas de divorcio. Uno de cada dos matrimonios en los EE.UU., y uno de cada tres en Gran Bretaña, acababan en divorcio en los 80, la mayoría iniciados por mujeres infelices con el comportamiento «no liberado» de sus maridos, comportamiento que incluye cantidades significativas de abusos contra mujeres y niños.

Cuando las frustraciones de una mujer llevan a la separación o al divorcio, están económicamente en desventaja. Una mujer puede estar a un divorcio de la miseria. A pesar de ello, y contrariamente a las historias reaccionarias que muestran la triste situación de las mujeres después del divorcio como aviso para que sigan casadas, son en realidad los hombres los que más temen las rupturas matrimoniales, y más intentan evitarlas, a veces usando más violencia a pesar de ser ésta la razón de la ruptura. Los embarazos de adolescentes (aunque lejos del problema demencial que denuncian los conservadores) pueden dejar a las jóvenes y a sus hijos en la pobreza. Aproximadamente una cuarta parte de las adolescentes, aún se quejan de sentirse presionadas a tener sexo con los chicos, y muchas reportan poco placer físico de sus primeras experiencias sexuales, además de tener dificultad para hablar de sexo con sus compañeros.

De hecho, cuando Lillian Rubin se lanzó a descubrir el impacto de la revolución sexual en los EE.UU., encontró que tanto los hombres como las mujeres hablaban en general de estar «decepcionados» con su primer encuentro con la heterosexualidad genital. Pero mientras los hombres casi siempre lo veían como un paso importante en su camino hacia convertirse en hombres adultos (mostrando la simiente del posteriormente frecuente recurso a la coerción sexual), ninguna mujer lo vio como signo definitivo de feminidad (la menstruación sirve convencionalmente como el punto de entrada, mucho más ambivalente, a la feminidad). La queja más frecuente de las mujeres era sentirse estafadas en la «fantasía romántica» que habían esperado. Aún así, la mayoría de informes contemporáneos sobre chicas adolescentes y su cultura las muestra mucho más fuertes y más en control de sus vidas que la generación anterior.

Más mujeres se sienten satisfechas de sus vidas sexuales con los hombres. Sin embargo siguen sufriendo desproporcionadamente (y temen profundamente) ataques sexuales por parte de los hombres. ¿Cómo podemos cambiar los códigos sexuales que fomentan la coerción por parte de los hombres, favorecen la aquiescencia de las mujeres y continúan sirviendo como barreras para el cambio? Sólo mediante un replanteamiento de la propia idea de la heterosexualidad.

El punto clave del problema es la forma en que la «masculinidad» y la «feminidad» entroncan con el simbolismo cultural del acto sexual: masculinidad como actividad, feminidad como pasividad. Como la teórico lesbiana Judith Butler ha expuesto recientemente, los contrastes entre sexos deben gran parte de su sentido a esta imagen básica de la heterosexualidad. Sin embargo, es una imagen que oscurece las diversas iniciaciones y actividades que en la realidad suceden entre hombres y mujeres. Es este simbolismo el que debemos seguir desafiando si alguna vez hemos de dar la vuelta a la idea de que el sexo es algo que los hombres hacen y que a las mujeres se lo hacen (con todas sus consecuencias opresoras, tanto para las mujeres como para los hombres gay).

La primera forma de hacer esto es hablar más, no menos, de las experiencias heterosexuales y los contactos corporales. Porque aquí es donde las supuestas polaridades de sexos se confunden con más frecuencia. En contraste con los escritos que sugieren que nunca podremos escapar de su significado «subordinador» para las mujeres, realmente hay muy poca cosa que esté fijada firmemente en estos supuestos contrarios. El placer sexual, que nos lleva de vuelta a los miedos y deseos de los apegos infantiles, es un tema tanto de dejarse ir y perder el control para los hombres como para las mujeres. No hay nada inevitable sobre la forma preferida de relación heterosexual. Como sabe cualquier prostituta, los hombres hetero están a la vez aterrorizados de, y pasionalmente atraídos por, la pérdida de control y sentirse indefensos.

La sexualidad puede ser un lugar para la vulnerabilidad tanto masculina como femenina (aunque cualquier coerción que encuentren los hombres viene casi siempre de otros hombres). Esta es la razón por la que los hombres, más que las mujeres, a menudo tienen miedo a la cercanía física, negándose a sí mismos los placeres de la pasividad que, al final, es de lo que va mucho del sexo placentero. Los hombres, como las mujeres, desean lo que también temen y aborrecen: la intensa vulnerabilidad que acompaña los abrazos, apreturas y penetraciones de otro, sean rítmicamente producidas por dedos, lenguas, labios, dientes, brazos o el más frágil de los apéndices, el pene. La distinción entre dentro y fuera se derrumba cuando dedos, labios, nariz y lengua se pasean sobre, en, y entre la carne del otro.

Hay muchas «heterosexualidades» y todas las sexualidades, incluyendo las gay y lesbianas, son «hetero» de alguna forma. Hay también diversidad y «sentido del otro» en los encuentros y relaciones del mismo sexo, y hay pluralidades de encuentros a través de los sexos. Se asume habitualmente que consolidamos nuestra identidad de sexo y fomentamos la dominación masculina a través del sexo heterosexual. «Un hombre se hace más hombre y una mujer más mujer cuando se corren juntos en los rigores del joder» brama Norman Mailer. Pero, ¿es así? El sexo es con frecuencia el más problemático de los encuentros sociales precisamente porque amenaza tan fácilmente, en vez de confirmar, la polaridad de sexos. El más mínimo examen de la complejidad de las actividades reales de hombres y mujeres sugiere que el sexo hetero puede no ser ya más afirmativo de las posiciones de sexo según las normas (y por tanto no menos «perverso») que sus alternativas gay y lesbianas. En el sexo de mutuo acuerdo, cuando se encuentran los cuerpos, la epifanía de ese encuentro, su pánico y su excitación, es precisamente que todas las grandes dicotomías (actividad/pasividad, sujeto/objeto, heterosexual/homosexual) se desvanecen.

Realmente, algunos han sugerido que el chulerío fálico de los hombres no es tanto sobre negar el poder a las mujeres, aunque ciertamente tiene ese corolario, sino la negación de la realidad, el placer y la atracción de los sentimientos de pasividad y dependencia en los hombres. Sin embargo los estudios sobre la salud, felicidad y las pautas sexuales han estado remarcando durante cierto tiempo que, como afirma un estudio norteamericano, «Lo que la mayoría de hombres realmente necesita es desarrollar su lado «femenino» y estar más centrado en las relaciones, ser más expresivo emocionalmente y aceptar más ser dependiente»

Las peligrosas ansiedades de los hombres sobre el poder («hombría») y para algunos el recurso a la coerción sexual que lo acompaña, sólo se desvanecerá con el olvido de su dominación social generalizada, que fue siempre el motor del simbolismo «fálico». Pero, dentro de la diversidad de encuentros y relaciones heterosexuales, algunas son compulsivas, opresivas, patológicas o empobrecedoras; otras son placenteras, auto-afirmativas, recíprocas o enriquecedoras. Muchas se mueven entre ambas. Tomando nota del exhibicionismo y del apenas encubierto homoeroticismo actualmente en boga (y que sirve para vender productos) como nunca antes en las imágenes de hombres en los medios, cualquier insistencia en que la sexualidad masculina es simplemente depredadora parece nada más que una nueva forma de afirmar lo que se pretende deplorar.

No obstante, no estoy sugiriendo que la lucha por romper los códigos que enlazan la sexualidad activa («masculina») con las jerarquías culturales de los sexos será fácil. Las jerarquías de sexos y géneros sobreviven a pesar de sus crecientemente obvias contradicciones. Es una trampa asumir (como lo hace la pátina feminista de moda de la cultura de masas a la Cosmopolitan) que podemos ignorar tanto las dimensiones simbólicas del lenguaje como las relaciones de poder existentes entre hombres y mujeres. En Cosmo y otras revistas parecidas, las mujeres son vistas ya como las compañeras sexuales iguales de los hombres, y se les dice cómo obtener hombres y tenerlos felices, como si los hombres buscaran los mismos consejos.

Ese tipo de retórica olvida alegremente la extensión del poder de los hombres sobre las mujeres, y su fachada defensiva de misoginia endémica, evidente con el más mínimo rasguño en la superficie liberal de la igualdad sexual. ¿Quién teme a la independencia de las mujeres? ¿A las mujeres solteras que trabajan? ¿A las madres solteras? ¿A las mujeres abiertamente sexuales? Échale un vistazo al cine de tu barrio y lo sabrás.

También tenemos que afrontar las imágenes culturales de las mujeres, especialmente la ficción romántica. Estamos sumergidos en ella desde las fantasías y sueños de nuestras madres, y nuestro propio disfrute de las películas y novelas populares, donde sólo nos vemos reflejadas en la heroína femenina que espera. Muchos estudios sobre las experiencias sexuales de las jóvenes apuntan a los aspectos empobrecedores de esa herencia. Definir el sexo en términos de amor y romanticismo es la principal razón por la que las jóvenes permiten a sus parejas masculinas definir sus vidas sexuales. También explica su frecuente desencanto, aunque los penetrantes juegos de poder en esas historias también revelan algunas de las contradicciones de las identificaciones «femeninas».

Sin embargo, por muy poderosas que sean la iconografía del sexo y las convenciones románticas, sus efectos son diversos. Si la primera trampa para los radicales en el sexo es ignorar las convenciones de los códigos simbólicos y las jerarquías sociales, la segunda trampa es declararlas fijas e inmutables. De hecho, son crónicamente frágiles e inestables, fáciles de subvertir o parodiar, aunque igualmente fáciles de recuperar. Siempre ha habido hombres que podían conscientemente disfrutar de ser el objeto del deseo de una mujer o de un hombre, y que podían ver al pene como, simplemente, un pene. De la misma forma que siempre ha habido mujeres que son sensuales, agresivas y sexualmente dominantes, y todo el espectro entre medias. Muchos ya sospechan que son precisamente los iconos de la masculinidad los que apenas pueden esconder a la «mujer», al «maricón», que tienen dentro. Cuanto más rígidas son las normas sexuales que la gente cree que tienen que cumplir, más grande es el miedo a todas esas experiencias que intentan excluir.

Como he indicado, han sido las lesbianas y los gays los que han jugado un papel básico en revelar los artificios de las normas heterosexuales construidas sobre la base de las oposiciones entre sexos y géneros. Estas normas no sólo producen efectos represivos en la experiencia heterosexual. De forma aún más destructiva, se imponen también en la experiencia homosexual, produciendo las duraderas imágenes del hombre «afeminado» y la lesbiana «varonil». Hoy, el activismo «homosexual» intenta darle la vuelta a los símbolos tradicionales. Sea insistiendo que la penetración no es más heterosexual que besarse, ondeando el «falo» lésbico, o afirmando el poder de la pasividad, subvierten las normas heterosexuales que han intentado encarcelarlos.

Lo que quiero sugerir es que las mujeres hetero (y los hombres) también deberían jugar su papel en esta subversión. En vez de intentar hacerse sentir culpables a los heterosexuales, deberíamos alistarlos en la subversión de las comprensiones tradicionales del género y la sexualidad, cuestionando todas las formas en que los cuerpos de las mujeres han sido considerados como «pasivos», «receptivos» o «vulnerables» únicamente. Pero también debemos examinar el deseo heterosexual masculino (y cómo sus cuerpos se hacen también «receptivos» y «vulnerables») puesto que los dos están inextricablemente ligados.

Todos, y especialmente los jóvenes, necesitamos nuevas fuentes de educación sexual, nuevas narrativas eróticas que pinten tanto a los hombres como a las mujeres asumiendo o cediendo el control en situaciones de estima mutua, seguridad y placer. Examinar la diversidad de heterosexualidades nos permite dar el visto bueno a esos encuentros que se basen en la confianza y el afecto (sean cortos o duraderos) y preguntarnos (lo que nunca es fácil) cómo ayudar a las mujeres a tratar los que no son así.

Hay aún un largo camino por recorrer en la creación de una política sexual radical que incluya la heterosexualidad. Cuando Joan Nestle escribió sus conmovedores recuerdos, «A mi madre le gusta follar», otras mujeres se manifestaron contra la revista londinense que lo había publicado. Ella se atrevió a protestar: «No me gritéis «pene», sino ayudadme a cambiar el mundo para que ninguna mujer sienta vergüenza o miedo porque le guste follar». Correcto. Las mujeres hetero, como los hombres gay y las lesbianas, tienen mucho a ganar con la afirmación de nuestro deseo no-coartado de follar si queremos, cuándo y cómo queramos.

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