Apuntes sobre el individualismo

Por: Carlos Almira
Fuente: www.critica.cl

PROLOGO

Considérese lo asombroso que era que unos hombres formaran en filas opuestas a pocos metros de distancia entre sí y dispararan los mosquetes unos contra otros, permanenciendo en sus puestos mientras sus camaradas caían muertos o heridos a su alrededor. Ni el instinto ni la razón hacen explicable esta conducta. Con todo, los ejércitos europeos del siglo XVIII lo hacían como algo natural. (Willian H. MC. Neill, La búsqueda del poder. Tecnología, fuerzas armadas y sociedad desde el 1.000 d.C. Madrid, 1.988)

Creo que el proceso de individualización iniciado en occidente a finales de la Edad Media ha corrido paralelo a un proceso de tribalización. Que esto ha permitido preservar la cohesión social en un contexto de enriquecimiento individualista.

Sólo alguien que es miembro de una tribu se dejar matar, comercia honradamente, trabaja (incluso cuando no lo necesita), y estudia sin ninguna contrapartida materia.

El que occidente se enriqueciera gracias a las relaciones de mercado no significa que se modernizara en el sentido que se le suele dar a esta palabra (novedoso, avance, etc.). Buena parte de esa riqueza se convirtió en un mayor poder militar y político, es decir, en más de lo mismo, aunque los que se enriquecían actuasen con una lógica nueva, como individuos. Como tales individuos ¿eran inservibles para la cohesión-la lógica política y militar-, salvo en el hecho de poner en movimiento riqueza susceptible de confiscación?

Era necesario reproducir en el seno de la sociedad moderna las relaciones de la antigua: la danza alrededor del fuego, la banda de cazadores, la comunidad doméstica, campesina, etc., revividas en la rutina de los cuarteles, los despachos, las cortes, las universidades…

En cuanto al individuo, podía buscar alivio a su responsabilidad y a su libertad (en un mundo que le ofrecía cada vez más opciones materiales, de valores, etc.), en las relaciones tribales, donde la única opción es la pertenencia o la no pertenencia.

Las relaciones individualistas proporcionaron los bienes y las relaciones tribales  los hombres y mujeres al mundo moderno.
Individualización significa sicologización. Paso de la coerción física a la autocoacción. Surgimiento de una sensibilidad más matizada pero también de una mayor capacidad de racionalizar el horror. Como el pacífico tendero del que hablaba Norbert Elías que trabajaba como empleado en un campo de concentración. En cuanto a la tribalización, remite al problema más complejo de la sicología primitiva. Pero no veo por qué el desarrollo de la división del trabajo va a acabar con la sicología primitiva. Y en primer lugar,  con la tendencia a indentificarse con el grupo, hasta hacer depender de él nuestra identidad -como la nación-. Y en segundo lugar, con el tipo de pensamiento que asombraba a Luria en los pueblos de Asia Central, cuando, tras informarles que el algodón no crece en lugares fríos y que Inglaterra es un lugar frío, les preguntaba si el algodón crecía en Inglaterra: ellos le respondían que no podían saberlo porque nunca habían estado en Inglaterra.

Desde el siglo XIX, al menos en los países industrializados, la escuela desarraiga esta forma de pensar. La solidaridad primitiva que exigen los nuevos centros de producción y de destrucción (la fábrica, el cuartel), necesita individuos sicologizados, movidos por su interés personal a la vez que incapaces de hallarse a sí mismos fuera de la tribu.

Un mundo tecnológicamente sofisticado pero antrópicamente primitivo. Según los antropólogos y los prehistoriadores nuestro desarrollo no dura nueve meses sino casi veintidós. Esto tiene que ver con el desarrollo de la capacidad craneal, que no se puede completar en la gestación (el canal pélvico de la mujer es demasiado estrecho debido a la posición erecta). En consecuencia, nacemos también fisiológicamente incompletos; nuestra viabilidad orgánica exige el establecimiento de fuertes y duraderos lazos sociales. A la vez, nuestro organismo es un soporte idóneo para el desarrollo de una conducta guiada simbólicamente, grupal. Nuestra identificación con el grupo involucra a nuestro cuerpo y a nuestra identidad de una forma que no puede desarticular la división del trabajo.

Lo que la división del trabajo -y del botín- hace es multiplicar los niveles de interacción dentro y fuera del grupo. Pero siempre hay un dentro y un fuera. Aun no se ha encontrado una forma de organización social capaz de incluir a toda la humanidad en el círculo íntimo y sagrado del individuo- miembro del grupo.

Lo que el proceso de individualización introduce históricamente es la capacidad de identificarse con grupos infinitamente mayores que la tribu -como la nación-, al vincular identidad emocional y capacidad de abstracción. El hombre moderno pertenece simultáneamente a muchas tribus, que abarcan desde su experiencia inmediata, su familia, sus amigos, hasta comunidades genéricas e imaginarias. Lo peculiar del hombre moderno es que, conforme pasan los siglos, pierde la noción de esa transición entre su mundo y el mundo en general. Su experiencia inmediata se empobrece en beneficio de una realidad virtual (al fin  y al cabo una selección nacional de fútbol debería sernos algo lejano).
La alfabetización amplía así las posibilidades de la tecnología y de la solidaridad primitiva.

La solidaridad primitiva no es un fenómeno de clase. Abarca tanto a la cultura de las élites como a la cultura popular. Está en el club de oficiales y en la cantina. Une a los miembros del grupo, independientemente  de su posición respecto a los medios de producción, especialmente en fenómenos relacionados con el espectáculo, como el fútbol y la política.

El nivel de integración en la cultura dominante, por ejemplo el nivel de lectura y escritura, tiene que ver con el reparto del producto social, pero no separa a los civilizados de los primitivos. Un chico de clase media educado para verbalizar sus emociones, sus relaciones sociales, etc., conserva su necesidad primitiva de pertenencia, que no necesariamente coincide con su “interés de clase”. Los ricos abrazan sinceramente causas religiosas, políticas y deportivas.
Saber leer y escribir nos permite poner en palabras ante nosotros nuestra propia realidad social y personal. Nos da una segunda oportunidad, al trasladarnos a una tierra de nadie donde, aparentemente, nuestra sociedad y nuestra persona pueden ser rehechas indefinidamente. Normalmente retrocedemos ante el precio del autoextrañamiento.

Seguramente es imposible describir cómo aparece el hombre moderno. Las circunstancias históricas son intrincadas. Suele señalarse el carácter más voluntario que adoptan las relaciones sociales en las ciudades durante la Baja Edad Media. El triunfo del principio de asociación significa que los individuos pueden agruparse libremente en función de un cálculo racional y de una posición social cada vez más definida por la riqueza. La libertad ya no está definida por un estatuto jurídico, como en la Antigüedad, sino por la propia dinámica social. Queda así abierta la puerta, la posibilidad de diversas verdades y mundos.
Sin embargo, lo que aglutina a los hombres sigue siendo primario: el miedo, la rutina,  la supervivencia, la fuerza. Desde el ámbito doméstico, que expresa paradigmáticamente la Sagrada Familia, hasta el Estado en gestación que se reivindica sucesor de los Reyes del Antiguo Testamento. A veces la individualización está en el origen mismo de las nuevas relaciones tribales, como la devotio moderna, la supresión de intermediarios entre el hombre y Dios. En nombre de la libertad del cristiano se afirma la soberanía del Estado. En nombre del deber primario de obedecer señalado por San Pablo, se rechaza el principio de libre asociación política.

El proceso de individualización es un fenómeno esencialmente urbano. En el campo sigue mandando el grupo. En la mayoría de los países un mercado individualista de tierras no surge hasta el siglo XIX. No obstante, desde el siglo XI el mundo rural se impregna de la economía monetaria urbana. A diferencia de la tierra, el dinero escapa al control de las normas comunitarias (salvo a efectos fiscales, de ciertos gastos litúrgicos, etc.). En ciudades y pueblos las epidemias de peste del siglo XIV ponen de manifiesto la fragilidad de los vínculos. La muerte destruye los grupos eliminando físicamente a sus miembros. Ya no vale la visión ascética de la vida como tránsito: la muerte se ha introducido masivamente en un mundo donde la diferencia entre ricos y pobres es el hecho social fundamental. De los escombros del grupo surge el individuo: en las tumbas se generaliza el retrato. El ideal de la fama, etc. No obstante, la muerte también refuerza al grupo, que vive mágicamente la abundancia y la catástrofe, atribuyéndolas respectivamente a la virtud y al pecado colectivos. Incluso el deseo de fama individual da sentido a la comunidad política, señalando las pautas del heroísmo colectivo, nacional,  posterior.
Un factor histórico que incide en este doble proceso de individualización y tribalización es la fragmentación política de occidente, bajo la fórmula que asocia poder legítimo y territorio. En adelante cada uno estará vinculado al territorio definido por el poder político legítimo. Este poder crea (y surge de) un espacio progresivamente sacralizado a la vez que se diseña para las relaciones individualistas por el mercado y el Derecho. El resultado es un tipo de comunidad territorial atomizada por la riqueza y la muerte (convertida en la fama).

El individuo es un moderno salvaje. Tiene a su disposición la naturaleza y la sociedad, incluso sus semejantes y él mismo. Todo es objeto de su curiosidad y su avidez. La expansión geográfica, científica, económica y cultural de Europa lo han puesto a su disposición. A la vez, necesita del grupo para saber quién es. Cada vez lo necesita más.

De esta forma la tribalización, con todas sus secuelas (solidaridad, magia, etc.), está en el trasfondo del moderno individualismo y, a través de él, de la sociedad moderna.

BIBLIOGRAFIA

BERNSTEIN, Basil: Clases, códigos y control (2 vol.) Madrid, Akal, 1.989.

ELIAS, Norbert: El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1.988.

FOSSIER, Robert: La sociedad medieval. Barcelona, Crítica, 1.996.
LURIA, A.R.: Desarrollo histórico de los procesos cognitivos. Madrid. Akal, 1.987.

MACKENNEY, Richard: La Europa del siglo XVI. Expansión y conflicto. Madrid, Akal, 1.996.

Apuntes sobre el individualismo
 
El fin último de toda sociedad es la  conservación de sus miembros, o lo que es lo mismo, su propia conservación. Ninguna civilización del pasado ha contado con los medios, los recursos y la técnica que la actual para asegurar ese fin. Sin embargo, ninguna civilización del pasado ha puesto en peligro la supervivencia de la especia humana como la actual. El objeto de estos apuntes es una reflexión sobre algunas razones de fondo de este hecho. Buscaré estas razones en algunos de los supuestos sobre los que creo que se basa nuestra organización social, económica y política, y en un sentido más general, nuestra actual forma de vivir. Si nuestra sociedad pervive es a pesar de y no gracias a esos supuestos, que paso a referir.

El primero es el individuo 1. Que la sociedad está compuesta por individuos diferentes por su fuerza, carácter, inteligencia, laboriosidad, etc., es una convicción tan arraigada en nosotros que no nos parece una contradicción afirmar al mismo tiempo que esas características, absolutamente individuales, se lo deben todo a la sociedad. Sin la sociedad el individuo no es nada -hasta el punto de que no podría ni siquiera sobrevivir- pero en la sociedad lo es todo. Dicho de otra forma: el sentido, el objeto de la vida social es que el individuo pueda desarrollar sus cualidades como tal. En este sentido la sociedad es para él un mero instrumento, ya que sin ella no podría ni siquiera subsistir. Pero una vez que la sociedad se ha establecido, una vez que las relaciones sociales se han constituido haciendo posible el individuo, todas las cualidades que éste despliega, tanto de su alma como de su cuerpo, le pertenecen a él exclusivamente y no a la sociedad; más aún, esas relaciones tienen que organizarse necesariamente de acuerdo con este fin (más adelante veremos cómo ésta es también una cualidad del Estado). No importa si esto último va en detrimento de los otros miembros de la sociedad en su conjunto, ya que, para cada individuo así concebido, el resto de los miembros de esa sociedad es inconcebible como individuo, salvo por analogía consigo mismo. Cada uno es único, por lo tanto cada uno es el único. Si puede solidarizarse, comprender, incluso actuar en favor de los otros, a pesar de todo, no puede tener “su” conciencia, su carácter, su fuerza, su inteligencia, su voluntad, sin negarse a si mismo. Puede sufrir y gozar con los demás pero únicamente puede sufrir y gozar solo, individualmente. La necesidad de sociabilidad le impone la exigencia de relacionarse con el resto de la humanidad, pero su individualidad lo convierte en el único hombre -Hegel diría en el único “sujeto para sí”- de la tierra. Hasta el punto de que podría vivir en un mundo sin sociedad si la sociedad no fuera absolutamente imprescindible para su existencia.

Para el individuo todos los demás sujetos, sus “semejantes”, son los objetos de su individualidad. Tienen derecho a vivir porque él se ha reconocido previamente ese derecho; poseen alma, cuerpo, sentimientos, ideas, porque él encuentra en sí todas esas cosas. Cuándo alguien mata a otro comete una injusticia porque podía haberlo matado a él, y por eso debe ser condenado (incluso a muerte), lo mismo que él que roba, estafa o atenta contra un bien, debe también ser castigado, porque él, el individuo, también posee bienes. Pero este sentimiento de “justicia” no obedece simplemente a un cálculo. El individuo no dice: “si se permitiera robar, estafar y asesinar, yo podría ser el siguiente”. Sino: “mi vecino es un ser humano, (porque yo soy un ser humano), como tal posee bienes, por lo tanto si alguien lo mata o atenta contra sus bienes  la víctima no es él (él en realidad no es nada) sino yo”.

Entonces todos los códigos penales y civiles tienen por objeto defender en los demás miembros de la sociedad sólo la propia individualidad, del mismo modo que el conjunto de las relaciones humanas tiene por objeto hacerla posible, sostenerla. En último extremo la sociedad está habitada por un único individuo, que es cada uno para sí, y compuesta por muchos miembros, que son los demás para cada uno. Por lo tanto, como individuo, cada uno es a la vez todo para sí mismo y nada para los demás. Lo mismo que les niega le es negado por ellos. Desde el momento en que proclama su exclusiva e irreductible individualidad, rompe cualquier posibilidad de auténtica relación mutua. Su YO se convierte en el intermediario tiránico de sus relaciones con los otros. Como éstos no son individuos sino por su autorreconocimiento, sus relaciones con ellos, sea cual sea el objeto de éstas, el intercambio económico, el afecto, etc., son siempre relaciones con extraños.

Pero su individualidad no sólo le convierte en el único sujeto, sino que transforma todo lo que le rodea, ipsofacto, en un objeto. El “reino” mineral, vegetal, animal, las obras del trabajo humano, y sus semejantes (los otros “individuos”), se convierten en objetos, o mejor dicho, en el mismo objeto. El individuo puede ver que son diferentes, en peso, forma, tamaño, etc., pero no los puede ver como diferentes en el sentido de “únicos”, no intercambiables, irrepetibles. El es el único individuo, y por lo tanto todas las cosas son iguales. La única diferencia real que distingue es la que existe entre sus individualidad y el resto del Universo. Por supuesto, sabe que tiene más cosas en común con sus semejantes, que con las piedras; incluso sabe que tienen más cosas en común con los animales que con las plantas, y dentro de aquéllos más con los mamiferos que con los pájaros, etc. Pero ésto sólo significa que puede establecer una analogía mayor o menor. Por ejemplo, puede atribuir a sus semejantes los mismos derechos de ciudadano que él se atribuye; o el derecho más genérico a la vida al conjunto de los animales y plantas. Pero para el individuo el derecho a vivir de un hombre siempre será mayor que el de un gorrión porque está más próximo a él. Siempre tendrá más aprensión en matar a un animal doméstico que a un animal salvaje, y a un animal  cualquiera que a un árbol. Su semejante es más él mismo, el individuo, que el animal, y el animal es más él que el árbol, como éste es más él que la piedra, etc. Por tanto su semejante, como el animal, el árbol y la piedra son heterónomos respecto a su individualidad. Por lo tanto son idénticos, son lo que no es él mismo. Dentro de sus propios semejantes puede establecer más analogías con unos que con otros; más con sus seres queridos que los extraños; más con sus contemporáneos que con los antiguos; más con sus compatriotas que con los extranjeros; los que comparten su religión son más él que los que no la comparten; y lo mismo cabe decir de los que comparten su lengua, sus costumbres, etc. Aunque reconozca el derecho genérico a la vida (y siempre lo hará, por así decirlo, a imágen y semejanza de su propio derecho a vivir, como individuo), siempre le afectará más la muerte de un ser querido que la de un extraño, la de un compatriota que la de un extranjero (por ejemplo, en una guerra), como le afecta más la muerte de un hombre que la de un gorrión. Para decirlo en pocas palabras, esas muertes tienen para él un valor relativo en relación con el único valor absoluto que reconoce: su individualidad. Para otro individuo que no sea él, esos mismos seres queridos son perfectamente extraños, esos mismos compatriotas, son extranjeros.

Su individualidad, por último, le conduce a la autonegación. El individuo tiene un cuerpo, unas ideas, un conocimiento, unas emociones, pero “sabe” que él no es ese cuerpo, cuya salud  debe cuidar, ni esas ideas, que puede intercambiar, ni ese conocimiento, que puede registrar en el depósito legal, ni esas emociones, que puede controlar. No es las acciones que realiza a lo largo del día , cuando trabaja, estudia o se divierte. Puede plantearse “moldear” su propio cuerpo, mediante dietas o ejercicio físico, como si se tratara de un vestido que se le ha quedado grande o pequeño; adaptar sus ideas a las situaciones en las que le va poniendo la vida; vender su conocimiento como profesor de Universidad; trasladar sus emociones al papel, al lienzo, a la partitura de música… Cuando trabaja, su actividad puede ser tan externa a él como los objetos que produce o los servicios que presta; cuando estudia puede serle tan extraña como las ideas más abstractas de las matemáticas o la filosofía; cuando se divierte serle tan ajena como el bullicio de una feria. Todo ésto, que le es tan inmediato, no es sin embargo él. Pese a ser lo más cercano a su individualidad, hasta incluso confundirse con ella, él como individuo puede manipularlo y comprenderlo, al igual que manipula y comprende a sus semejantes (“los otros individuos”), los animales, las plantas y las piedras. Ni siquiera la suma de todo ésto, que no constituye una unidad sino compartimentos estancos, es él, el individuo. Su cuerpo, sus pensamientos, sus acciones, sus sentimientos, son objetos de su individualidad, como lo eran el resto de los seres vivos y la materia inerte. Lo que les negaba a ellos se lo tiene que negar consecuentemente a sí mismo. Así, todo le dice: “Estoy vinculado a tí pero no soy tú”. Al convertirlo todo en su objeto él mismo queda reducido a objeto.

El segundo supuesto que vamos a considerar es el Estado. La consecuencia última de todo lo anterior es que la sociedad no puede conservarse a sí misma, luego el Estado es “necesario”. Homo lupus homini. Si el individuo pudiera serlo sin la sociedad, ésta carecería de razón de ser. Es la necesidad moral y material del individuo de mantener su contacto con los otros hombres, y no el valor de éste último, lo que mantiene aglutinada a la sociedad. El egoismo es el cemento social. Pero el individuo así concebido no puede estar más que en estado de guerra con todos y con todo. Dejado a su  suerte, acabaría destruyendo las bases mismas de su existencia; no por una maldad natural, intrínseca, “humana”, sino porque su individualidad establece una línea infranqueable entre lo que él es y lo que no es él. Su práctica, su moral, y su ética le demuestran constantemente que, como ser humano, necesita de los otros, pero no que los otros son necesarios en sí mismos. Él, como individuo, sólo es un miembro condicional de la sociedad, en la medida en que ésta le permite preservar y realizar su individualidad, incluso contra la propia sociedad. Una sociedad en la que predomina el individuo ya no puede conservarse sino por la violencia. Todos los individuos conspiran,  aún sin saberlo, contra la sociedad de la que son miembros (como ciudadanos, creyentes, propietarios individuales…). Sin embargo, la sociedad les es indispensable. Si la  destruyeran se destruirían inmediatamente a si mismos. Pero no pueden por menos que minarla, salvo renunciar para siempre a sus pretensiones de individualidad. ¿Cómo conservar entonces al mismo tiempo la sociedad que les es imprescindible y esas pretensiones de individualidad que les son irrenunciables? No pueden recurrir a una auténtica cohesión entre ellos porque podría poner en peligro su individualidad. Sólo les queda una solución: El Estado.
Al afirmar su individualidad, el ciudadano, el creyente, el propietario…, dice: “mis derechos, mi fé y mis bienes son inalienables; la sociedad no tiene ningún derecho sobre ellos como no tiene ningún derecho sobre el color de mis ojos o mi estatura, me son inherentes”.  En otras palabras, como individuos, el ciudadano, el creyente, el propietario; se sitúan “fuera” de la sociedad. Si alguien ataca sus derechos, están para defenderlo el juez y el policía, lo mismo que si roban sus bienes, o matan a sus allegados. Si él mismo roba, mata, viola, etc., el Estado le sancionará frente a los otros individuos pero le defenderá también como individuo de la sociedad, (por ejemplo,  de un linchamiento), Ahora bien: esos derechos, creencias y bienes no los ha creado él individualmente, ni tampoco son un producto de la Naturaleza, como el color de sus ojos o su estatura. Él como individuo ni siquiera puede conservarlos sin la participación de la sociedad. Para adquirirlos y conservarlos ha necesitado ponerse en relación con otros. Sin embargo, desde el momento en que entran en su esfera de acción, los considera automáticamente atributos de su individualidad. Para ellos él sólo existe como individuo. Que su derecho lo ponga en una situación privilegiada frente a otros (por ejemplo, los “extranjeros”), su creencia amenace a la sociedad (por ejemplo, el racismo) o sus bienes no sean aprovechados por nadie, incluido él mismo (por ejemplo, sus viviendas vacías), no cambia para nada este principio. En la sociedad dónde predomina el individuo la colectividad no existe para sí misma. Por lo tanto, no puede garantizar la existencia de todos y cada uno de sus miembros, o lo que es lo mismo, no puede darse un orden propio. Esta es la condición para que aparezca en escena el Estado.

El Estado, al igual que el individuo, no puede prosperar dónde la colectividad es capaz de autoconservarse. Sin embargo, esta capacidad no se destruye sólo por un proceso de individualización, que puede durar siglos, sino que se puede destruir también mediante la fuerza. El Estado puede aparecer (y así ha ocurrido históricamente) antes de que el individuo socave los cimientos de la colectividad. Sin embargo una vez que ésto último es ya un hecho, el Estado es absolutamente necesario. A partir de ese momento, ya no puede limitarse a existir como una fuerza externa, superpuesta a la colectividad (de la que extrae recursos, impuestos, levas, etc.) sino que debe penetrar en todos sus niveles hasta prácticamente confundirse con ella. Esto ha servido para justificar al Estado como la única alternativa a la “anarquía”, como la única forma de organización normativa de una sociedad compleja, etc. Lo cierto es que el  Estado es sólo la alternativa a una colectividad capaz de autoconservarse. La situación de anarquía (de guerra de todos contra todos) no es la de esa colectividad, sino la de la sociedad dónde ya predomina el individuo, la sociedad incapaz por excelencia de autoconservación, es decir, justamente de la sociedad en la que Estado alcanza sus más perfecta expresión.

Esta expresión, en su modalidad más “sublime”, ha llegado incluso a negar al individuo en nombre del ideal del orden en la sociedad (llámese “bien común”, estatalización de la riqueza, Nación, etc.) ¿Significa ésto que en estos casos se superaba al individuo, que se abría el camino hacia la autoconservación de la sociedad? Más bien no. Todos los intentos estatales y políticos en cuestión de reconstruir la sociedad degeneraban tarde o temprano, en el despotismo. Que hubiese un solo partido (del proletariado o de la Nación), que se “suprimiese” la propiedad privada de la tierra y de las fábricas en favor del Estado “socialista”, que se atacase (demagógicamente) al egoismo individualista, liberal, en nombre de la Nación, etc., no significaba en absoluto una superación del individuo. Éste, como el Ave Fénix, siempre renacía de sus cenizas, porque en el fondo todos los intentos hundían sus raices en él. Más aún, estos intentos no se explican sin el individualismo, del que el despotismo era, en el plano político, el último fruto, el más amargo. En cierto modo no se hacía más que ampliar el radio de acción y los efectos del individualismo, con incalculables consecuencias humanas. Si los nuevos déspotas podían encarcelar, desterrar, ejecutar, despojar, masacrar, sin ningún cargo de conciencia, era porque continuaban siendo individuos. Por eso las víctimas de sus encarcelamientos, destierros, ejecuciones, expropiaciones y masacres eran para ellos simples objetos, peones que ellos, los únicos sujetos (cada uno para sí), debían mover para construir el porvenir. Su condición de individuos les imposibilitaba identificarse, salvo por analogía, con su condición humana común; podían sacrificar su medio natural en aras de la producción porque, como individuos, no se “confundían” con el entramado de la vida, con la tierra, el cielo, los ríos, las plantas, los animales, excepto por analogía con su individualidad; y su propia sociedad estaba compuesta por individuos.

Aunque hemos aludido ya al siguiente supuesto (la propiedad), debe ser tratado aquí. El individuo no “es” su cuerpo, “posee” su cuerpo, del mismo modo que posee su conocimiento, sus emociones, sus actividades, como ya dijimos. No puede trazar una frontera precisa entre lo que es y lo que tiene. En una palabra, es su propietario porque es su propiedad. Esta contradicción, inherente al individuo, era la primera condición para que pudiera fundar sus pretensiones de apropiación individual sobre los frutos de la Naturaleza y del trabajo. Antes de apropiárselos tenía que apropiarse de sí mismo. El individuo es la primera propiedad del individuo.

Esto tiene una consecuencia fundamental. Al fundar así su derecho a apropiarse no sólo de los productos de la Naturaleza y el Trabajo sino de cualquier cosa, establecía su carácter absoluto, o lo que es lo mismo, su carácter absolutamente individual. Este derecho era consecuencia de su derecho de propiedad sobre sí mismo, (o lo que es lo mismo) de su “libertad”.

Por lo tanto, cualquier pretensión de la colectividad de limitar el derecho de apropiación individual era un ataque a esa “libertad”. Del mismo modo que el individuo dispone libremente de su cuerpo, su espítiru o sus actos, debe poder disponer libremente de sus bienes. Un loco o un niño no son dueños de sí mismos, no pueden por esa razón ser propietarios. Esta condición recae entonces en sus parientes, en sus tutores, o en la persona que designa la ley, en definitiva el Estado. Ni siquiera en ese caso la colectividad podía disponer de los bienes del individuo. Como la Naturaleza, la colectividad no puede regular el derecho de propiedad. Ni la Naturaleza ni la colectividad, a pesar de producir prácticamente todos los bienes, se pertenecen  a sí mismos.
El individuo no tiene derecho a poseer sus bienes porque éstos le sean útiles,  imprescindibles para su subsistencia, o necesarios para el desarrollo de sus capacidades, sino porque es “libre”. Su derecho de propiedad está por encima del bien y del mal que puede producir a la Naturaleza y la sociedad. Nadie puede impedirle utilizar su propiedad contra sí mismo, por ejemplo si decide beberse una caja de botellas de vino o engullir seis docenas de ostras, siempre que las pague religiosamente, es decir, que no vulnere la libertad de otro propietario. Pero su cuerpo, es decir, la Naturaleza, no puede exigirle moderación, aunque sea el principal perjudicado (eso sería tan absurdo como decir que la propiedad domina sobre el propietario). Si compra un colorín y lo enjaula éste no puede “protestar” aunque la Naturaleza lo diseñara para volar por el campo; lo mismo que si compra un caballo, éste no puede rebelarse aunque lo haga trabajar hasta reventar, en cuyo caso él sería el “único” perjudicado como propietario. Al igual que el esclavo, o el obrero durante su jornada de trabajo, el caballo y el colorín no se pertenecen a sí mismos, por lo tanto no tienen ningún derecho a exigirle que limite su propiedad sobre ellos. A la inversa, que el individuo posea cualidades excepcionales, por ejemplo que sea un pintor o un músico excelente, no le da ningún derecho a apropiarse del lienzo, las pinturas o los instrumentos que necesita si no puede pagarlos de algún modo. Nadie puede obligar al comerciante, que los tiene arrubados en su almacén, a desprenderse de ellos si no los paga por aquél, porque son su propiedad, aunque se trate de Rembrandt o Bach. Ésto sería tan absurdo como pretender que el propietario aprovechara sus bienes en beneficio de la Humanidad, incluso en beneficio de sí mismo. La Humanidad no se pertenece a sí misma. El individuo que no tiene nada, y que sólo es un ser  humano, sólo se pertenece a sí mismo para venderse a otro o morirse de hambre. Del mismo modo, los árboles no son de los animales ni de las plantas que viven en el bosque, aunque a unos y otros les sean imprescindibles para subsistir, sino del propietario que puede talarlos y venderlos libremente: las casas no son de los vagabundos sino del propietario que las puede conservar incluso deshabitadas, etc. La única fuerza que se puede interponer entre el individuo y su propiedad es el Estado. Pero el objeto del Estado no es conservar la Naturaleza y la sociedad para sí mismas, sino para el individuo.

Para el individuo la “humanidad” debe realizar sus libertad apropiándose todo, extendiendo su propiedad a todo el Universo. Sólo entonces, de forma progresiva, será verdaderamente libre. La realización de la humanidad es la realización de la propiedad, o lo que es lo mismo, su realización como propiedad. En este sentido todo propietario es un pionero. Cuándo despoja a una tribu de la tierra que ha cultivado, de los bosques dónde ha cazado durante siglos, le dice: “Esta tierra y este bosque antes no  tenían propietario, se pertenecían a sí mismos. Al arrebatárselos se los devuelvo a la humanidad”. Desde ese momento los miembros de la tribu ya no pertenecen a ésta, ni a la tierra, ni al bosque, sino a sí mismos.

Si la libertad del individuo es ilimitada, los objetos del mundo de los que puede apropiarse debe ser ilimitados en un doble sentido:
1.- Ningún producto de la Naturaleza y el Trabajo puede oponer resistencia a su pretensión de propiedad (eso significaría reconocer barreras en el mundo físico o en el social a la “libertad” humana); y
2.- Los productos de la Naturaleza y el Trabajo son ilimitados en número.

Por lo tanto la propiedad, es decir, la libertad, debe poder extenderse infinitamente. La civilización es la apropiación. La libertad no sólo ha extendido cada vez más los límites geográficos del individuo sino que ha demostrado su futilidad. El individuo ha sellado un pacto con su especie: “Nada fuera de tu alcance, nada para sí mismo”. Tras apropiarse de sí mismo (cogito ergo sum, me poseo luego soy), se apropió de sus semejantes expropiándoselos a la Colectividad y a la Naturaleza. Colocando ambas bajo la luz de su conciencia los convirtió de sus simples miembros en sus propietarios. Transformó sus relaciones sociales en relaciones mercantiles, sus relaciones con la  Naturaleza en relaciones de conquista.

Pero el individuo no sólo debe poder apropiarse todos los frutos de la Naturaleza y el Trabajo, sino que debe poder hacerlo sin ninguna clase de límite. Debe poder disponer de sus bienes como dispone de sí mismo. Al igual que posee su cuerpo, sus ideas y sus sentimientos también  cuándo no realiza ninguna actividad física, intelectual y emocional, (su libertad consiste precisamente en poder no realizarlas), posee su tierra, su comercio, sus minas, sus fábricas, también cuándo no las explota. No está obligado a realizar su propiedad como riqueza, pero el Estado puede oponerse a su voluntad si ésta amenaza la conservación de la sociedad y de la Naturaleza como propiedad.

El individuo no posee sus bienes porque los haya producido con su trabajo sino porque es “libre”. Sólo puede apropiarse de los productos sociales y naturales como propietario de sí mismo. El picador de una mina no es propietario del mineral que extrae porque durante su trabajo no se pertenece a sí mismo, (no es un individuo), sino al propietario de la mina, que por esa razón es el propietario también del mineral, aunque él no lo haya extraído. El individuo sólo puede apropiarse de los productos sociales y naturales, cuándo éstos no son el fruto de su trabajo, como propietario de otro.

A pesar de ser “libre” el individuo permanece (no puede evitarlo) dentro de la Naturaleza y la sociedad. Para ser libre necesita alimentarse, vestirse, cobijarse, en una palabra, relacionarse con otros y con su entorno. Sin embargo, desde  el momento en que se apropia de sí mismo como individuo, se proclama su único amo: él es el primer fruto de la Naturaleza y del Trabajo que expropia a su medio natural y social. Pero no puede pararse ahí (sigue necesitando el mismo alimento, vestido, cobijo, las mismas relaciones que antes). Todo esto sólo puede encontrarlo en la Naturaleza y en la Sociedad; como ahora se pertenece únicamente a sí mismo (se ha perdido para ellas), sólo puede obtenerlo como propiedad.

Para apropiarse de los frutos de la Naturaleza y el Trabajo, el individuo tiene que hacer abstracción de sus características intrínsecas. Dicho de forma más precisa, tiene que hacer abstracción del vínculo que existe entre sus necesidades y las cualidades de los objetos; por ejemplo, entre su necesidad de abrigarse y la cualidad de abrigar de la lana o las pieles; su necesidad de cobijarse y la cualidad de cobijar de las casas 2, etc. De lo contrario sólo se apropiaría de los objetos que necesitara. Como sus necesidades son estructuralmente (físicamente…) limitadas -no puede  ponerse todos los abrigos, ni comerse toda la carne o el pescado, ni habitar todas las casas que es capaz de apropiarse-, si se guiase exclusivamente por las características inherentes de los objetos (lo que los economistas llaman “valor de uso”), su ámbito de apropiación, y por lo tanto su libertad, estaría limitado por su necesidad, no podría trascenderse a sí mismo. Por lo tanto, las cualidades de los objetos que le permiten cubrir sus necesidades debe negarlas en nombre de la universalidad de su apropiación, debe negárselas a los objetos antes de tener el derecho ilimitado de poseerlos. La propiedad, como la muerte, iguala todas las cosas. La Naturaleza y la Sociedad pueden sostener al individuo gracias a su diversidad. (Pero el individuo sólo puede apropiárselas negando esta diversidad). Como individuo cada uno es diferente del resto de los seres humanos: como miembro de la colectividad es igual a todos ellos.
El “valor de uso” de la Naturaleza y la sociedad es que el individuo pueda existir (como el valor de uso del abrigo es que pueda abrigarse, del alimento que pueda comer, de la vivienda que pueda cobijarse, etc.). Pero para apropiarse de la Naturaleza y la sociedad, el individuo tiene que dejar de verlas como algo a lo que pertenece, aunque siga necesitándolas. Tiene que actuar como si se hubiese independizado de ellas.
NOTAS

1.- Por supuesto, el término “grupo humano” o “sociedad”, se refiere a una abstracción cuya realidad son los seres humanos concretos, de carne y hueso, que la componen. En este sentido podemos referirnos a “individuo” como miembro de la colectividad, por oposición a “individuo” como ser autosuficiente, absoluto, “independiente” de esa colectividad, como antagónicos. En estos apuntes nos referimos a la segunda acepción del término “individuo”, que constituye el objeto principal de nuestra crítica. En realidad se trata de elegir entre la destrucción de la sociedad (o su conservación por la vía única de la violencia) en nombre del individuo absoluto, o la conservación del individuo como miembro de la colectividad. si esta última opción tiene sentido para nosotros es porque la sociedad está compuesta por individuos concretos, vivos.

2.- Al convertir la naturaleza y la sociedad  en su objeto de apropiación, éstas no sólo se transforman en algo exterior al individuo sino también en algo infinitamente complejo. La naturaleza y la sociedad pierden la relativa sencillez que tenían cuando su razón de ser no era la apropiación individual, sino la conservación del grupo, para la que las características de las cosas eran relevantes en sí mismas.

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