Pensamiento religioso

Por: Hernán Montecinos
Fuente: Tomado del ensayo “Del pensamiento mágico al posmoderno”

BASE DOCTRINARIA

En la civilización griega. Platón nos entrega la idea de «producción del mundo» y, más tarde, el neoplatonismo hace referencia a la «emanación» como aquello que es un desborde de lo que ya es, de lo que existe. Por su parte, Aristóteles, postula un universo «eternamente cíclico», que se mueve en círculos. Cualquiera que sea el ejemplo que tomemos del pensamiento griego concluimos que a ninguno de sus pensadores se le hubiera ocurrido pensar una producción «desde la nada».

Es la religión cristiana la que plantea, más tarde, el dogma de la creación desde la nada, negando la preexistencia de cualquier cosa, de cualquier forma de ser fuera de Dios. Siendo Dios el único, el omnipotente es, por tanto, creador de todas las cosas que existen en el mundo. No lo crea de algo preexistente como la materia, ni en algo como el tiempo y el espacio. Todo cuanto es algo, universo, espacio, tiempo ha recibido el ser que tiene. Esto constituye la idea principal de un cuerpo de afirmaciones que es lo que la religión cristiana da por cierto como cuestión de fe. A su vez, toda religión supone un conjunto de creencias que no son el fruto de una investigación, pues consisten en la aceptación de una «revelación».

Por fundarse en una creencia, la religión pertenece a la categoría de los pensamientos irracionales y se halla vinculada a un sentimiento interior del hombre que expresa el nexo de éste con cierto principio espiritual. La religión es una forma específica de la conciencia social: se distingue por constituir una unidad de ideología, de sentimientos y de cultos. La historia nos muestra que durante miles de años los hombres no se habían dado ni creado ninguna religión. Estas surgieron en un determinado estadio de desarrollo de la cultura humana, como paso superior al pensamiento mágico que le precedió. Pero, ciertamente, la religión no nació teniendo la forma en que hoy la conocemos, toda vez que la forma más primitiva del pensamiento religioso encuentra sus raíces, primero, en el pensamiento y práctica primitiva de la magia, para seguir su desarrollo en la mitología griega. Las religiones tienen un denominador común que es Dios. Diferentes dioses, de distintos orígenes, con distintos nombres, pero a fin de cuentas un centro común que gira en tomo a una Divinidad.

Por naturaleza, la religión parece excluir a la investigación al aceptar una verdad revelada o testificada. Pero, con todo, apenas el hombre se pregunta por el significado de esta verdad y quiere comprenderla, renace la exigencia de la investigación. Por tanto, siendo la religión una creencia proveniente de un origen revelado, ella no ha podido quedar libre del proceso de investigación como todas las demás actividades de la vida. Sin embargo, esta investigación comenzó tardía, toda vez que, en un principio, el cristianismo fue difundido en su forma revelada al pie de la letra según la Sagrada Escritura.

La evolución que ha tenido desde su creación el significado Dios como ser supremo muestra un debilitamiento de su significado primario. Dios como ser supremo ha creado el mismo a su potencial antagonista cuando crea al hombre. Cuanto más se desarrolla el hombre más libre se hace de la supremacía de Dios. No es casual que toda la evolución posterior del concepto de Dios disminuye su papel como dueño del hombre. La historia de las religiones, entonces, se ha encontrado marcada por la mayor independencia del hombre frente a Dios. Así, si primitivamente la religión imponía al hombre servir a Dios, en la época moderna se postula a Dios como servidor del hombre, y más recientemente, como servidor de los pobres.

Los fundamentos de épocas anteriores responden a una sola esencialidad, esto es, fidelidad a Dios, entendida ésta como el plan que el Señor tiene sobre los hombres y que se manifiesta por la Revelación en sus líneas más fundamentales. De esta fidelidad surge la necesidad de referir constantemente la enseñanza del Señor a sus orígenes, es decir, la Sagrada Escritura y la tradición.

En definitiva, las religiones deben ser concebidas como el estado final de la magia y el mito que le antecedieron. En tanto la magia se manifestaba como meras intuiciones espontáneas y el mito como expresión de los distintos estados de las pasiones humanas, la religión, recogiendo las mejores tradiciones de éstas, se institucionaliza, burocratiza y jerarquiza para hacer fe de sus dogmas y creencias, y aún de sus supersticiones, de las cuales, en un principio, no puede desprenderse del todo. En su estado final dejan de lado la diversidad de dioses para personificar al Dios único como expresión del nacimiento de las religiones cristianas. En este proceso, más allá de mantener sus orígenes sobrenaturales y sus prácticas rituales, logran desarrollar estructuras más definidas dotándose para ello de principios y doctrinas que determinan finalmente normas y valores morales.

MITO Y RELIGIÓN

Si consideramos que la naturaleza puede ser definida como la existencia de las cosas en cuanto se encuentran determinadas por leyes universales, tal naturaleza no existe para el mito, en tanto que el suyo es un mundo dramático de acciones, de fuerzas, de poderes en pugnas, de dioses convertidos en héroes o que asimilan las más diversas pasiones. La percepción mítica se halla, entonces, impregnada siempre de cualidades emotivas. De otra parte, el mito no constituye un sistema cerrado de credos dogmáticos como la religión. Consiste mucho más en acciones que en meras imágenes o representaciones.

El griego sabía de los dioses mediante el «mito», es decir, mediante una verdad que se transmite por la palabra, por la narración. Mediante el mito se narraba cómo los dioses se distribuían el poder en el universo, cómo habían fundado las ciudades, cómo se expresaban sus pasiones, etc. Le atribuye a los dioses caracteres humanos, caracteres que física y moralmente se encuentran amplificados. Los dioses se conciben como una especie de superhombres que viven eternamente y poseen poderes mayores que los humanos; pero, como son análogos a los hombres, se supone que sienten, piensan y viven como los hombres. Se trata, entonces, de una religión con dioses no divinos, ni sobrenaturales, sino sobrehumanos.

El mito es una creación popular oral, característico de la Antigüedad. Es una fábula surgida en las etapas primeras de la historia. Sus imágenes fantásticas constituían un intento de generalizar y explicar los distintos fenómenos de la naturaleza y de la sociedad. En la mitología encuentran sus expresiones muchas de las facetas de la concepción del mundo que el hombre de la sociedad antigua se había formado. Como en ella se dan representaciones sobre lo sobrenatural, la mitología contiene elementos de la religión. Pero, en la mitología se manifestaban, asimismo, las concepciones morales y la actitud estética del hombre frente a la realidad.

Sin embargo, este saber empieza a ser cuestionado por los filósofos. Se plantea que a la exuberancia imaginativa del mito debe ponérsele un freno de manera que no se diga de los dioses algo que repugne a los pensamientos. Así, nos encontramos ante dos formas distintas de pensar los dioses: los mitos y la teología, en la medida que los filósofos son también los teólogos, vale decir, los que discurren sobre lo divino. Tenemos, por tanto, que mientras el mitólogo es creador de narraciones fantásticas sobre los dioses, el teólogo (filósofo) es aquel que investiga las cosas divinas. Con el advenimiento del cristianismo, la palabra mito adquirirá definitivamente el carácter negativo que le conocemos hasta nuestros días, toda vez que mito o fábula pasa a ser una explicación inadecuada y fantasiosa sobre la actividad divina. De allí, que toda la religiosidad griega pasa a ser para el nuevo concepto de la religión, «mitología griega», es decir, una referencia a la religiosidad anterior a la cristiana.

Tanto las religiones más primitivas (magia), como la religión griega (mitología), encuentran su centro en los tabúes. El sistema tabú impone al hombre obligaciones y deberes con un carácter negativo. Siempre hay que evitar ciertas cosas, ciertas acciones. Nos encontramos ante inhibiciones y prohibiciones, pero no mandatos morales o religiosos en sentido estricto. Al sistema tabú lo domina el temor y éste sabe únicamente cómo prohibir pero no cómo dirigir. Nos advierte contra el «peligro», pero no despierta ninguna energía activa o moral. Cuanto más se acentúa el sistema tabú, tanto más se inhibe la posibilidad misma de la vida humana recreándola dentro de los límites de un espíritu pasivo.

A pesar de sus limitaciones, el sistema tabú era el único sistema de obligaciones sociales para el hombre. Constituía la clave de todo el orden social existente. Era imposible para la religión suprimir este sistema, pues, tal hecho, hubiera significado el caos casi absoluto. Sin embargo, los maestros de las religiones superiores encontraron un nuevo impulso con el cual conducir la vida del hombre en una dirección más libre y abierta. Descubrieron en si mismos un poder positivo, no de inhibición, sino de inspiración y aspiración. Convirtieron la obediencia pasiva en un sentimiento religioso activo. Así, todas las religiones superiores supieron acometer a buen término la tarea común de aliviar la carga insufrible del sistema tabú, para poder adscribir a un sentido más profundo de obligación religiosa que, en lugar de ser una restricción o compulsión, fuera la expresión de un nuevo ideal positivo de libertad humana.

LA RELIGIÓN EN LA ÉPOCA MODERNA

La inconmovilidad que durante varios siglos logró mantener la religión cristiana en el medioevo, empieza a mostrar signos de cambio en el periodo que transita al periodo moderno. A una etapa previa de grandes cambios revolucionarios de la iglesia, que se suceden con la Reforma, la condición actual de la religión cristiana ha cambiado radicalmente bajo la constatación de otros dos hechos históricos sucedidos más recientemente. Todos estos cambios quedan expresados en tres etapas bien diferenciadas, a saber: primera etapa. La Reforma; segunda etapa. Doctrina Social de la Iglesia; tercera etapa. Teología de la Liberación.

Primera etapa: La Reforma

En la sociedad medieval los hombres se encontraban encadenados a una determinada función sin probabilidades de cambiar socialmente de una clase a otra, y no menos dificultades para trasladarse geográficamente de una ciudad a otra y, por cierto, de un país a otro. Con pocas excepciones se veían obligados a permanecer en el lugar de su nacimiento casi de por vida. La vida personal, económica y social se hallaba dominada por reglas y obligaciones a las que prácticamente no escapaba ninguna esfera de actividad.

Pero, como contrasentido, aún cuando el hombre medieval no se encontrara libre en el sentido moderno, no se hallaba solo ni aislado. El hecho de poseer un lugar determinado dentro del mundo social desde su nacimiento, hacía que la vida tuviera una significación que no dejaba lugar a la duda. Las personas se identificaban inequívocamente dentro de la sociedad; era campesino, artesano o caballero y no un individuo a quién le había ocurrido tener ésta o aquella ocupación. El orden social, por tanto, era concebido como un orden natural, y ser parte de él proporcionaba un sentimiento de seguridad y pertenencia. Sin embargo, aún cuando la sociedad medieval se hallaba estructurada de este modo y proporcionaba seguridad al hombre, de otra forma, también lo mantenía encadenado. Existía una servidumbre distinta de la que se desarrolló posteriormente en la sociedad moderna. En la sociedad medieval el «individuo» todavía no existía, y por tanto, no podía ser despojado de su libertad, en tanto estaba aún conectado con el mundo por medio de sus vínculos primarios. No se concebía a sí mismo como un individuo, excepto a través de su papel social que tenía en ese entonces un carácter natural, predestinado. No se había desarrollado del todo la conciencia del propio yo individual, del yo ajeno y del mundo como entidades separadas.

Empero, la unidad y la centralización de la sociedad medieval se fueron debilitando. Crecieron en importancia el capital, la iniciativa individual y, sobre todo, la competencia, carácter nuevo que el hombre medieval no conocía. Con la competencia se desarrolló una nueva clase adinerada, originándose un individualismo creciente en todas las esferas de la actividad humana. El gusto por las artes, la moda, la filosofía y, finalmente, la teología, empezaron a manifestarse como fruto de individualidades antes que como consecuencias de la tradición. Pero, este proceso trajo consigo significados diferentes, por un lado, para el pequeño grupo de nuevos ricos capitalistas incipientes y, por otro, para los campesinos y la clase media urbana, para los que el nuevo desarrollo, si bien les significaba mayores posibilidades de riquezas y nuevas perspectivas para sus iniciativas individuales constituía, esencialmente, una amenaza a su manera tradicional de vivir la vida. Las clases sociales medievales perdieron importancia en la medida que el origen de la casta se volvió menos importante que la nueva riqueza.

El resultado de la progresiva destrucción de la estructura medieval dio origen, en el sentido moderno, a la emergencia del «individuo». El hombre rompe con sus vínculos tradicionales y se descubre a sí mismo como individuo, como ente separado. En todo caso, las masas que no participaban del poder y la riqueza perdieron la seguridad que les otorgaba su estado anterior volviéndose un conjunto informe, manipulado y explotado por los poseedores de la riqueza y del poder. Se entrelazaban la libertad y la tiranía, tanto así como la individualidad y el desorden. Con el nuevo capitalismo todas las clases tenían que empezar a moverse y a dinamizarse rompiendo así ese inmovilismo característico de la sociedad feudal. El individuo empezó a quedarse más sólo; todo dependía ahora de su propio esfuerzo y no de la seguridad de su posición tradicional.

En estas circunstancias y en este momento del desarrollo surge, en la historia eclesiástica, la «Reforma». Debe quedar establecido que el pensamiento religioso influenciaba y servía de pensamiento mayor para todas las actividades que se daban en la sociedad feudal. No sólo regía las prácticas religiosas, sino que, influenciaba las actividades artísticas, educacionales, literarias y los propios asuntos del Estado.

Esta Reforma tiene el mérito de lograr, en la mayoría de los países europeos, una auténtica libertad de conciencia religiosa. Es de señalar que en el medioevo el hombre se encontraba relacionado con Diosa través de la Iglesia Católica, actuando ésta como único elemento mediador entre ambos. Esta obligada mediación, por una parte, restringía la individualidad del hombre y, por otra, le permitía estar enfrentado a Dios en grupo con otros y no solo. El protestantismo, al lograr liberar al hombre de su atadura con la Iglesia Católica, logra que el hombre se encuentre enfrentado solo ante Dios. Nos encontramos, entonces, ante un hecho histórico-religioso de suma importancia para el hombre moderno, en la medida que la Reforma, al conseguir una auténtica libertad espiritual y de conciencia religiosa, marcará el futuro de los designios del hombre moderno, al perseguir más tarde la libertad en todos los planos como objetivo principal de su destino inmediato. La Reforma pasa a constituír una de las raíces de la idea de libertad y autonomía humana, tal como se expresan en la actualidad, en las denominadas democracias modernas.

Producto de la Reforma, surge una tercera Iglesia cristiana, la «Iglesia protestante», sumándose a la católica y a la ortodoxa. Las religiones protestantes poseen caracteres específicos. No reconocen el purgatorio católico, rechazan el culto a los santos, a los ángeles y a la virgen. Pero, la diferencia fundamental del protestantismo respecto a la religión de la Iglesia ortodoxa y católica, radica en la teoría sobre la relación directa entre Dios y el hombre. Según la concepción de los protestantes, la gracia concedida por Dios desciende hasta el hombre sin intervención de la Iglesia, la «salvación» sólo se alcanza gracias a la fe personal del hombre en la voluntad divina. Esta doctrina socavaba el primado del poder eclesiástico sobre el seglar, hacía superfluo el papel de la Iglesia Católica y la del papado romano, libraba de trabas feudales al hombre y despertaba sentimientos de responsabilidad personal, abriendo el camino a las libertades democrático-burguesas y al individualismo. En las religiones protestantes no se venera a las imágenes ni a las reliquias, el número de sacramentos se reduce a dos (bautismo y eucaristía), los oficios divinos, por lo general, estriban en sermones, rezos colectivos y cantos de salmos. Con la Reforma se produce un giro radical en el pensar y el vivir la religiosidad cristiana, alterando sus principios más tradicionales. Como antecesor a este hecho, ya la escolástica, como medio tradicional de transcribir y enseñar la religión cristiana, había dejado de ejercer su influencia para dar paso a otras corrientes filosóficas que le sucedieran para dar cuenta de las cuestiones de la fe, con un carácter más investigador y razonado. Pero, en lo esencial, la Reforma y el protestantismo logran debilitar -aunque no erradicar- muy seriamente el poder casi omnímodo que ejercía la Iglesia católica en los asuntos de los propios Estados y en los asuntos que quedaban fuera de los asuntos estrictamente teologales. Junto con ello, la Reforma implica un proceso de secularización inicial, en la medida que la misma nueva sociedad moderna empieza a quedar signada por una secularización creciente en todas sus actividades lo que se refleja hasta en sus propias instituciones.

Segunda etapa: Doctrina Social de la Iglesia

Si partimos de la base que el primer Concilio Vaticano (1869-70), que proclamó la infalibilidad pontificia, se hizo bajo el signo de «Syllabus», condenación eclesiástica expresa de prácticamente todo movimiento de progreso en la sociedad, el Concilio Vaticano II adquiere una importancia histórica de primera magnitud en los tiempos modernos, toda vez que plantea un radical cambio en el quehacer de la Iglesia Católica.

Estos cambios obedecen a las nuevas condiciones que estaban operando en la sociedad una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial. Nos encontrábamos asistiendo a una de las épocas más fascinantes y, a la vez, más paradojales de la historia de los tiempos modernos. En efecto, como nunca antes, el ansia de libertad invadía los espíritus de los pueblos que se habían encontrado sometidos a los procesos de colonización por siglos. Sin embargo, la dependencia y la explotación conformaban todavía parte de la trama sombría de nuestro mundo. Los adelantos científico-técnicos parecían superar, en forma galopante, las ambiciones del hombre moderno y los sueños más audaces que parecían estar reservados sólo a los temas de la ciencia-ficción. Pero, junto a hechos portentosos que permiten el lanzamiento del primer Sputnik y a sentirse próximo al umbral de las estrellas, millones de seres humanos se debaten todavía en la vida miserable de tener que sostener la precariedad de sus existencias.

Los medios de comunicación, como nunca, hacen sentir la unidad del planeta. El globo ha quedado reducido a una pequeña caja de resonancia en donde se reflejan toda clase de deseos y ambiciones. Sin embargo, este mundo planetarizado se siente desgarrado por intereses, fuerzas e ideologías que amenazan pulverizarlo. Como nunca el hombre se siente dueño de la creación y de sus secretos; verdadero gigante de la técnica tanto en el macrocosmos como en el microcosmos. Sin embargo, tal vez como nunca, percibe también el riesgo de ser un pigmeo moral y espiritual incapaz de controlar el poder que sus mismas manos han creado.

En América Latina, África y Asia una conciencia cada vez más viva de las desigualdades se hace carne en las clases sociales más marginadas y oprimidas de la sociedad. No obstante, las justas luchas liberadoras se encuentran amojonadas con hitos de sangre y dolor y la chispa de la violencia comienza a incendiar no tan sólo los campos y ciudades, como expresión de sed de reivindicación y justicia, sino que, también, se empieza a incendiar el alma y el espíritu de los explotadores con su desprecio por la suerte do los que por siempre se habían encontrado oprimidos.

En este marco, al interior de la jerarquía católica empiezan a señalizarse algunos gestos extraordinarios invitando a sacudir las inercias y respaldando fuertemente una actitud renovadora y dinámica. La actitud de compromiso, lúcida y audaz, riesgosa y difícil, parece la única concebible en esos momentos, encabezada por el Papa Juan XXIII con su actitud vital, profética, abierta y comprensiva de todos los problemas humanos. Con las dos expresiones claves de su magisterio eclesial: Mater et Magistra (1961) y Pacem in Terris (1963), corona su pontificado renovador con la convocatoria al «Concilio Ecuménico Vaticano II» (octubre 1962 a diciembre 1965) y, muy especialmente, con su Constitución Pastoral Gozo y Esperanza que consagra un verdadero reencuentro entre la Iglesia Católica y el mundo, pero ahora, a un nivel de diálogo y servicio verdadero, eficaz y, sobre todo, real.

Continuador de la obra de su predecesor, el Papa Paulo VI, como viajero infatigable por la paz, se destaca por su intervención mediadora en los grandes conflictos de Vietnam, árabe-israelí y otros; su formidable y extraordinaria encíclica Populorum Progressio, verdadero grito profetice en pro de los países subdesarrollados; su mensaje a los pueblos de Asia y, finalmente, su actitud de apertura frente al socialismo en la Carta Apostólica Octogésima Adveniens (1971). Agregúese a todo, estos hechos en nuestro ámbito latinoamericano: «Reunión de teólogos latinoamericanos en Petrópolis», Brasil (1964); El Manifiesto de los Obispos del Tercer Mundo (en gran parte latinoamericanos, agosto 1967); los compromisos asumidos por todo el Episcopado Latinoamericano reunido en Medellín (agosto-septiembre 1968); la segunda «Conferencia de Puebla» (1979),etc.

El Papa Juan XXIII (1958-63) desempeñó un papel muy relevante al abrir paso a los nuevos cambios que experimenta la Iglesia Católica. Con gran firmeza y ricas intuiciones superó los horizontes de la propia institución vaticana, exigiendo a la Iglesia practicar un ecumenismo real, «reconocer los signos de los tiempos», abrirse al mundo contemporáneo y sus problemas, incluidos los de los países subdesarrollados, ser «Iglesia de los Pobres», reencontrarse y cambiar en medio de «las miserias de la vida social que claman venganza en la presencia de Dios». Al Concilio Vaticano II que él convocó, se le ha considerado el acontecimiento más importante en la vida de la Iglesia Católica de los últimos siglos; en todo caso, marcó el fin tardío de una época inconmovible en la historia de esa institución y abrió cauces que todavía pugnan por alcanzar la amplitud que el Concilio esbozó.

El Papa Paulo VI (1963-78), continuador de la obra de Juan XXIII, dio fin al Concilio, auspiciando la concreción de las ideas más fundamentales de éste en documentos rectores y en la creación o impulsos de instancias y funciones dentro de la Iglesia que desarrollaron el espíritu de Vaticano II. Ese espíritu era, para Paulo VI, lo más importante para la puesta al día y la apertura de la Iglesia a los problemas del mundo y la secularización misma de sus concepciones teologales ya obsoletas. Vaticano II fue, a pesar de todo, un evento europeo que miró al Tercer Mundo desde la Europa capitalista. El Concilio II y el posconcilio caben, a pesar de sus irreductibles especificidades, dentro de los márgenes de la sociedad europea, y desde ese ángulo son expresión también de una madurez que reconoce la necesidad de reformas.

Sin embargo, sería injusto no mencionar la importancia que tuvo para esta apertura el aporte del Papa León XIII, con su encíclica Rerum Novarum en el año 1891. Si bien su importancia es sólo teórica, sirve de inspiración y modelo para la praxis posterior modemizadora que impulsará más tarde con el Concilio Vaticano II el Papa Juan XXIII. Esta encíclica tiene importancia en la medida que consideremos el tiempo en que fue dada a conocer. El año 1891, poco después de la muerte de Carlos Marx, en que la jerarquía eclesiástica se había mantenido atiborrada de prejuicios en contra de la doctrina de éste. Por primera vez la jerarquía cclesial deja de manifiesto, en sus documentos oficiales, la existencia de los «proletarios», término al cual los gobernantes y las castas dominantes atribuían una tremenda carga valorativa ideológica.

León Xlll reivindica, en esta encíclica, los derechos naturales del hombre y, entre éstos, no duda en mencionar el derecho de los trabajadores de formar sindicatos. Junto con este derecho, el Papa reconoce a los obreros, según su propio vocabulario, como los «proletarios». Reivindica el derecho a un «salario justo», que no puede dejarse «al libre acuerdo entre las partes, ya que, según eso, pagado el salario convenido, parece como si el patrono hubiese cumplido ya con su deber y no debiera nada más». El salario debe ser, pues, suficiente para el sustento del obrero y de su familia. Si el trabajador, «obligado por la necesidad o acosado por el miedo de un mal mayor, acepta, aún no queriéndolo, una condición más dura, porque so lo imponen el patrono o el empresario, esto es ciertamente soportar una violencia, contra la cual clama la justicia» Sobre lo mismo, atribuye el Papa a la «autoridad pública» el «deber escrito» de prestar la debida atención al bienestar de los trabajadores, porque lo contrario sería ofender a la justicia; es más, no dudaba en hablar de «justicia distributiva». Finalmente.y dada la imposibilidad dedar cuenta en su totalidad de los ricos contenidos de esta encíclica, es de señalar que al hablar sobre los deberes del Estado refiere que no puede limitarse a «favorecer a una parte de los ciudadanos», esto es, a la rica y próspera, y «descuidar a la otra».

«En la tutela de estos derechos de los individuos se debe tener especial consideración para con los débiles y pobres. La clase rica, poderosa ya de por sí, tiene menos necesidad de ser protegida por los poderes públicos; en cambio, la clase proletaria, al carecer de un propio apoyo tiene necesidad específica de buscarlo en la protección del Estado. Por tanto, es a los obreros, en su mayoría débiles y necesitados, a quiénes el Estado debe dirigir sus preferencias y sus cuidados.»

No cabe duda que toda la nueva visión teologal postulada en la Doctrina Social de la Iglesia en el Concilio Vaticano II, encontró su fuente de inspiración en los contenidos renovadores de la Rerum Novarum. De igual modo, las profundas reflexiones que a partir de este hecho empezaron a desarrollar los obispos latinoamericanos y demás cuerpos y colegios sacerdotales, también tuvieron a la vista la riqueza de estos contenidos. La diferencia está en que lo que constituyó en su tiempo un documento teórico por excelencia, ahora, bajo esta nueva condición histórica, se hizo carne como práctica concreta social a partir de la misma Iglesia.

Tercera etapa: Teología de la Liberación (T.L.)

En los últimos años se ha extendido en América Latina una nueva manera de vivir la religiosidad cristiana y de reflexionar acerca de ella. En buena medida, asistimos a una renovación del papel social y político de la religión que no era previsible o señalable para América Latina en la primera mitad de este siglo. La proximidad del Reino, los textos sagrados y la justicia social, la salvación y la liberación, la teología de los pobres y del pueblo humilde, se han vuelto tópicos afines entre sí, buscando un auténtico compromiso y solidaridad con los pobres y explotados que luchan por su liberación.

¿Cómo ser cristianos en un mundo de miserables? ¿Con qué lenguaje decir a los que no son considerados personas que son hijos de Dios? Estas y otras tantas preguntas se hace la Teología de la Liberación, a partir de la constatación de miseria, de injusticia y de explotación en que viven grandes mayorías latinoamericanas. Se postula que la pobreza no es más una fatalidad ni algo que hay que aceptar o resignarse. La pobreza material es un estado escandaloso condenado en las Escrituras, la tradición cristiana, e incluso, en parte, por el magisterio eclesiástico.

La T.L. comienza con el descubrimiento gradual de que la pobreza es un problema de estructura. Que no es mala fortuna o mala suerte, inevitable, algo debido a la pereza o a la ignorancia, o una lacra marginal del desarrollo. Postula directamente que hoy día la pobreza en el mundo es consecuencia directa de los sistemas políticos y económicos de los gobiernos. En otras palabras, la pobreza que tenemos en el mundo no es algo accidental. Ha sido creada, originada a consecuencia de diferentes gobiernos y sistemas. Esto significa que la pobreza, más que un problema económico social, es un problema político, un problema de injusticia y opresión. Para comprenderlo mejor, José María Vigil refiere la pobreza en los términos siguientes en su artículo Opción preferencial por los pobres:

«El mundo no está bien. El sistema mundial no funciona y no puede funcionar. No es que esté enfermo, sino que es malo radicalmente y no sirve. No es que en el mundo hay pobres y ricos, sino que, hay pobres porque hay ricos. Hay, para hablar más exactamente, empobrecidos y enriquecidos. Entre la pobreza y la riqueza hay una relación causal, no casual, ni fatalista, ni providencial, sino estructural, histórica, fruto de la voluntad del hombre, transformable. Lo que hay en el mundo es «explotados y explotadores». Y, por eso, esta ordenación del mundo debe ser transformada y superada.»

La opción por los pobres y su elemento liberador aparecen como dos de las ideas fundamentales que nutren la concepción teologal de la T.L. En los años inmediatamente anteriores a la Conferencia de Puebla se empieza a hablar seriamente de la opción preferencial por los pobres en las iglesias latinoamericanas. Un clamor unánime surge por esos años en grupos y comunidades que están haciendo la experiencia espiritual por los pobres y la posibilidad liberadora. Esos grupos perciben que el llamado que Dios hace a la conversión a la iglesia latinoamericana tiene un nombre, y que no es otro que la opción por los pobres. Se da una conciencia mayoritaria de estar ante algo nuevo, ante un salto cualitativo, ante una etapa nueva de la historia de los cristianos, no sólo a nivel latinoamericano, sino a nivel de la iglesia universal. Desde el punto de vista teologal se descubre, además, que la opción por los pobres, aún sin ese nombre, estaba presente en la Biblia e incluso en la misma Iglesia, desde sus inicios.

Desde el punto de vista intelectual, la T.L. es una reflexión que realizan casi exclusivamente los intelectuales y teólogos cristianos, en cambio, los eruditos de las ciencias sociales no han tomado en cuenta una vertiente de reflexión teológica y social tan rica como la que ofrece este movimiento. Más lamentable aún, es la ausencia de consecuencia en el caso de los que están comprometidos con las demandas y las causas populares. Su rasgo más característico es que se trata de un cuerpo de pensamiento exclusivamente latinoamericano. Lo anterior, tanto más destacable en la medida que la teología cristiana, desde sus inicios a través de los siglos, ha constituido una doctrina teologal de origen europeo. La formación misma de los componentes de este movimiento, el patrimonio cultural que aprendieron, el lenguaje de la teología, sus temas, sus métodos, tenían que ser forzosamente europeos. Pese a la raigambre de esta profunda formación europea, el modo de aproximación hacia sus objetos de estudio, la elección misma de esos objetos, las circunstancias prácticas, afectivas e intelectuales de producción de la T.L., son esencialmente americanos.

La T.L. forma parte del tronco de la Iglesia y del cristianismo mundial, de su historia reciente, heredera de la Doctrina Social de la Iglesia. No está suspendida en un espacio abarrotado de libros, pronunciamientos y debates, sino que forma parte, y se nutre, del complejo desarrollo de las sociedades que han sucedido a los efectos sociales posteriores a la Segunda Guerra Mundial, ámbito histórico que, en nuestro continente, ha tratado -entre otras cosas- de inclinar la balanza de la modernización hacia el mantenimiento de los regímenes existentes o hacia el cambio radical mediante procesos liberadores o revolucionarios. Tales son los condicionamientos a los que la T.L. debe su configuración primera, afirmando su autonomía al actuar como modificadora de circunstancias específicas que se dan exclusivamente dentro de nuestro continente.

Posterior a la Segunda Guerra Mundial, en una suerte de pacto social, se amplió la participación de los sectores nativos de la población en los gajes de un crecimiento económico estable. En el seno de ese capitalismo maduro o tardío predominaron, al fin, formas democráticas aceptables respecto al discurso formal clásico. En el terreno religioso se acentuó, en buena parte de la población europea, el alejamiento de las prácticas e incluso de las creencias. A pesar de la militancia del Papa Pío XII durante la guerra fría, en la Iglesia Católica se fue abriendo paso una sensibilidad hacia las cuestiones sociales que superó las posiciones de la doctrina social expuestas en las encíclicas de León XIII y Pío XI. A su vez, el humanismo integral y la nueva forma de encarar la cristiandad enunciados por el filósofo Jacques Maritain, sirvieron de marco a una consideración cristiana más activa de las realidades del mundo que concurrió a dar relevancia al papel de los laicos y, por último, a la fundamentación de los partidos socialcristianos contemporáneos.

De otra parte, en América Latina, la acelerada urbanización sin desarrollo nacional consumó la marginalización de enormes sectores urbanos. Las formas tradicionales de vida y los patrones de conducta de muchos millones de personas fueron forzosamente cambiados, pero en general, el problema vital de su pobreza no disminuyó, y su seguridad ante el trabajo, la vivienda, la salud y el futuro personal y familiar no mejoraron sensiblemente y siguieron manteniendo sus rasgos de inestabilidad. Así como aumentaron sus expectativas en forma rápida, así también aumentaron prontamente sus desilusiones: de ambas se empezó a nutrir la vida de los pobres creándoles grandes tensiones que se extendieron a importantes sectores intermedios, muchos de los cuales empiezan a vivir un proceso de mayor proletarización. En América Latina, la modernización desordenada, llena de contradicciones, ha sumado toda la complejidad de contradicciones del mundo actual como en ninguna otra región, y su conocimiento se hace muchas veces indiscernible. La modernización con superexplotación, neocolonizada, excluyente exige, muchas veces, un patrón represivo del Estado y de relaciones societarias que lleva una y otra vez a la consumación de varias dictaduras.

Al mismo tiempo, el reformismo resultaba ya imprescindible en el continente para la mantención misma del capitalismo. En todo caso, a estos modelos reformistas les faltó una y otra vez lo indispensable, esto es, el mínimo de redistribución de riqueza y servicios sociales que pudieran ser reales y efectivos. También les faltaba un grado de organización política, con libertades más reales, de manera que garantizara el avance progresivo del régimen y generara los anticuerpos para limitar la posibilidad misma de los procesos revolucionarios. En la conciencia social de la gran masa se fueron abriendo paso representaciones más naturales y reales del mundo, todo ello, de la mano con los procesos de las modernizaciones que se encontraban operando. Las relaciones mercantiles se dinamizan y se expanden las matrículas escolares, la extensión y difusión de los medios de comunicación, el mayor conocimiento de los sucesos del mundo, etc., son algunos de los nuevos espejos en los cuales el hombre latinoamericano empieza a mirarse. En suma, las realidades políticas y sociales y las ideas acerca de ellas comenzaron a mostrar sus propios contornos en la realidad de nuestro continente.

Para la T.L., el proceso de la revolución en Cuba es un hito muy importante para la inspiración de su reflexión, no como vertiente de un horizonte ideológico, sino de una realidad que pudo demostrar a los pobres de nuestro continente la posibilidad do su propia liberación. Este proceso logra demostrar que la miseria, la impotencia y la desgracia del individuo, respecto a la sociedad en que vive, no proceden de su destino ni de su naturaleza individual; que es posible para los pobres redistribuir las riquezas sociales, que es posible emprender el camino de la humanización de la existencia, la promoción de las capacidades y el desarrollo para todos dentro de una sociedad americana. Y todo en un pequeño y pobre país, en la boca del golfo, al norte del Caribe, a los pies mismos de Estados Unidos. El ejemplo cubano animó extraordinariamente el estado de rebelión de los oprimidos latinoamericanos contribuyendo a darles confianza en sus fuerzas, certeza en la posibilidad del triunfo, radicalización de los medios y objetivos de lucha, materialización en la América del sentido de liberación martiano y bolivariano. Sin embargo, este hecho no sólo afectó al campo popular, sino también a Estados Unidos. La política norteamericana hacia Latinoamérica se multiplicó en su actividad y recorrió toda la gama de intervencionismos vedados y no vedados, organizando, a la vez, la creación de políticas alternativas reformistas.

A grandes rasgos, esta es la situación cuando la iglesia latinoamericana recibe el impacto del Concilio Vaticano II. Pero, en esencia, su formulación primera es producto de una aprehensión profunda y radical de la situación concreta de nuestros pueblos del continente. Se puede inferir, no obstante, que la formulación primera de la T.L. es el resultado feliz de un instrumento intelectual que marcha hacia el límite fijado a sus posibilidades, esto es, trascender aquellos límites y producir planteamientos inequívocamente revolucionarios. No cabe duda que, dados los elementos y objetivos involucrados, su marcha no podía resultar del todo homogénea, en la medida que las diversas etnias y culturas regionales en que se encuentra enraizado el cristianismo latinoamericano, en su relación con las instituciones eclesiales que operaban al interior de ellas, se muestran disímiles para enfrentar el mismo problema. Sus manifestaciones se muestran por tanto muy diversas que, si bien, no logran el objetivo de cambio social y revolucionario desde la óptica espiritual y eclesial, logran que la fe religiosa asuma también actitudes organizativas y de conciencia propias opuestas, muchas de ellas, a las formas predominantes legadas por la dominación capitalista. En resumen, existe todo un conjunto de fe, de representaciones, de pensamiento y trabajo teológico que se reclama productor de pensamiento y actitud liberadora, y que reclama para su actividad el objetivo práctico de concurrir a la liberación de los hombres de Latinoamérica. Que sea minoría respecto a la totalidad de los creyentes e instituciones eclesiales no es más que un dato, toda vez que los grandes movimientos liberadores que ha conocido la historia nunca comenzaron de repente, ni menos partieron siendo adscritos por un consentimiento unánime ni mayoritario. El hecho de concebir la liberación al interior de las propias ideas y convicciones de la fe religiosa, es algo cuya importancia no puede ser ignorada.

Ya en Petrópolis, Brasil, en marzo del 64, el peruano Gustavo Gutiérrez plantea la necesidad de que la teología debe ser una reflexión crítica sobre la praxis eclesial. En los años siguientes continuó desde esa posición tratando el tema de la pobreza en lo que ya llamó «hacia una teología de la Liberación». A inicios de la década se había reclamado, en medios cristianos brasileños, la necesidad de diálogo con los marxistas. Una sucesión de encuentros teológicos entre 1964 y 1971 sirvieron para socializar los puntos de vista y temas para autoidentificarse y relacionarse, en lo que ya todos convinieron en llamar «Teología de la Liberación». A la mitad de ese tiempo vienen Medellín, la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Celam), cuyo tema era la transformación de América Latina a la luz del Vaticano II. Sin embargo, la iglesia institucional no volvió a alcanzar un momento de avance y progreso como el de Medellín. El propio Celam perdió paulatinamente su carácter impulsor y la segunda Conferencia de Puebla en 1979, fue precedida de una lucha ardua entre los que querían plasmar una involución, y condenar incluso a la T.L., y los que reafirmaban la corriente renovadora y pretendían profundizarla. Puebla recogió planteamientos esenciales de Medellín, precisó y aún avanzó en algunos puntos, y también expresó el impacto de la ofensiva conservadora que condicionaba la aceptación de la T.L. a definiciones más restrictivas de la misma. Pese a las limitaciones encontradas, sobre todo por parte de la jerarquía eclesial vaticana a partir del Papa Juan Pablo II, encuentra ya un terreno abonado que favorece la actividad de la T.L., a pesar de la revisión de las tendencias conservadoras realizada en los últimos años, acrecentadas después de los acontecimientos que precipitaron el derrumbamiento de los socialismos reales.

Teniendo ya un vasto camino recorrido y el acervo de una experiencia eclesial social acumulada, lo que queda de la T.L. es mucho más de lo que se puede esperar en un momento de reflujo y regresión de todas las fuerzas progresistas del mundo. Desde esta realidad, la función del teólogo adquiere una nueva importancia desde esta perspectiva limitadora. Forma parte de la teología explicar el lugar del teólogo y los condicionantes históricos, por tanto, cambiantes de la teología. Quedan como temas inevitables: la pobreza, la liberación, la espiritualidad, la relación entre fe y política, el amor y la violencia, etc. Los teólogos los asumen y los desarrollan, es decir, los trabajan teológicamente; los resultados varían de acuerdo a condicionamientos específicos y a características individuales. El fenómeno ha quedado con suficiente unicidad para poder referirse a todos estos temas ya no en sordina, ni menos en silencio, como en tiempos no muy pasados.

En suma, se debe establecer que la cuestión de la T.L. no se limita al campo de lo social y económico; se sitúa en lo esencial a nivel de la fe, quedando determinado en último termino por los elementos centrales de la religiosidad que le son propios a los cristianos. Esto la difercncia en sus análisis de lo que hacen las ciencias sociales, aunque también utilice a estas últimas. La cuestión de la fe en la T.L. nos permite entender el no reducir su posición a su dimensión política, ni a una interpretación de la realidad a partir de las ciencias sociales. La función de la T.L. no tiende a introducir la cuestión política en los principios teologales, sino a introducir la teología en las experiencias de Dios que el pueblo pobre y creyente realiza en la práctica política de liberación. En definitiva, no es hacer ciencia o política, pero no elude el ayudar a que el compromiso liberador de los cristianos sea más radical y más lúcido. Partiendo de la gratuidad del amor do Dios, la T.L. busca que el lenguaje profetice la denuncia de la situación de injusticia y despojo en que viven los pobres. Encuentra en los textos bíblicos el signo liberador siempre presente que la jerarquía eclesial por mucho tiempo no había querido revelar en su verdadera dimensión. De la unión de todos estos elementos sale la teología, situada en la historia y buscando eficiencia para la praxis que es necesaria en esa situación histórica. Se reivindica así la oración, se vuelve a interpretar al Nuevo Testamento y al conjunto de los textos de la Biblia y se van desarrollando los temas de una cristología y de una eclesiología de la T.L. A nivel pastoral, y en la actividad cristiana influida por las nuevas ideas, se extiende ahora la relectura de la Biblia que encuentra un fortalecimiento de la fe y de la convicción en que el camino del cristiano es el de esperar y luchar por la liberación.

A pesar de estos intentos-Doctrina Social y T.L.-el cristianismo no ha podido sustraerse a la regresión y reflujo del tiempo presente como efecto del derrumbamiento de los socialismos reales. Es cierto que los teólogos de la liberación y comunidades cristianas de nuestro continente siguen perseverando en los objetivos de liberación propuestos, no así su jerarquía eclesiástica, fundamentalmente, la vaticana. La jerarquía vaticana, entonces, en los hechos, y bajo la orientación de su actual Papa, ha reemplazado la praxis social liberadora de sus predecesores para volver a encerrar a la iglesia en el marco de la esterilidad de las puras encíclicas papales. Mario Benedetti, con la agudeza que lo caracteriza, ha dejado muy bien expresado este hecho en un artículo que titula Los nuevos miedos:

«El Papa Wojtyla critica el capitalismo salvaje, pero, ¿qué capitalismo no es salvaje? En este aspecto, la religión resulta aún menos útil que la economía y las ciencias sociales. Sólo nos propone que recemos y recemos. Pero, las oraciones ni siquiera traspasan la capa de ozono, a pesar del agujero que todos hemos contribuido a abrir. Por otra parte. Dios está muy lejos, y como al parecer carece de antena parabólica, sus fuentes de información han de re ducirse a la esterilidad de las encíclicas y, en consecuencia, debe saber muy poco de nuestros nuevos miedos.»
 

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