EL Karl Marx de Francis Wheen

Publicado en Revista “Punto Final”,
Comentario de Hernán Montecinos (Enero, 2001)
Desde la década del 90, a propósito del derrumbe de los socialismos reales, hemos estado sometidos a un incesante bombardeo de una literatura política y periodística para convencernos de que Marx se habría equivocado y, consecuentemente con ello, el marxismo habría fracasado.

Desde trincheras tradicionalmente opuestas al marxismo tales juicios, sin justificarlos, podrían de algún modo entenderse. Lo que no se puede entender, ni menos, justificar, son las tantas barbaridades dichas por aquellos que, sustentando ideas marxistas, a partir del 90, cambiaron de posición. Sin embargo, cada día que pasa queda al descubierto la ignorancia de éstos últimos respecto de una doctrina que suponían conocer.

Es en este contexto que resulta gratificante leer el ensayo autobiográfico sobre Carlos Marx de Francis Wheel, quien en sus páginas logra poner en su lugar a tanta tontería dicha; más meritorio aún el hecho, atendiendo de que él no es marxista.

Empieza recordando en su libro el autor, de que en vida las andanzas de sus autoproclamado discípulos le hicieron más de una vez perder la paciencia. Enterado de que había surgido un nuevo partido en Francia que se declaraba marxista, comentó lacónicamente: “Soy yo entonces el que no soy marxista”. Desde Jesucristo –comenta el autor- “ningún otro oscuro indigente había inspirado una devoción a escala tan grande, o había sido tremendamente tergiversado”.

En efecto, durante la Guerra Fría, Marx ya había sido denostado como el maléfico causante de todos los males del mundo, fundador de un culto siniestro, el hombre cuya funesta influencia era preciso eliminar. Desde la otra trinchera, en la Unión Soviética, en cambio, asumió la categoría de divinidad secularizada y, junto al camarada Stalin, puesto en el papel de Mesías. Han bastado sólo estos infundios para condenarlo como cómplice de todas las masacres y purgas del siglo pasado. Los credos espurios defendidos en su nombre por Stalin, Mao, Pol Pot o Kim Il Sung, trataron su obra como algunos cristianos utilizan el Antiguo Testamento: descartando o pasando por alto gran parte de su contenido, en tanto que unos grandilocuentes eslóganes (el opio del pueblo, la dictadura del proletariado, etc.) arrancados de su contexto, fueron vuelto del revés y citados después como justificación, aparentemente divina, para las más brutales atrocidades.

“Sólo un necio haría responsable a Marx por el GULAG; pero lamentablemente la provisión de necios es abundante”, advierte Wheel. Del mismo modo que sus seguidores, imbéciles o sedientos de poder, divinizaron a Marx, sus críticos del lado contrario a menudo han incurrido en el error de imaginárselo como enviado de Satanás: “Hubo momentos en que Marx parecía estar poseído de demonios. Tenía una visión del mundo demoníaca, y la maldad del propio diablo. A veces parecía saber que estaba realizando acciones malignas” (Robert Payne). Sin embargo, ejemplo como éste aparece menor frente a este otro: “Era Karl Marx practicante de satanismo” es la pregunta del título de su libro que se hace el reverendo Richard Wurmbrand para justificar su tesis de que Marx habría sido iniciado en una “iglesia satánica ultrasecreta”.

Con el fin de la Guerra Fría y el aparente triunfo de Dios sobre Satán, innumerables sabelotodo afirmaron que habíamos llegado a lo que Francis Fukuyama sentenciaba: el fin de la historia. La historia había terminado por el hecho de que el comunismo estaba tan muerto como el propio Marx; discurso éste muy bien recepcionado en nuestro país por epígonos mediocres, tan delirantes del neoliberalismo como ignorantes del marxismo.

Confiesa Wheel que cuando comenzó su investigación, muchos amigos lo miraban con incredulidad. ¿Por qué –se preguntaban- querría alguien escribir sobre una figura tan desacreditada, irrelevante y pasada de moda?. Sin embargo, el continuó con su cometido sin hacerles caso. Cuanto más estudiaba a Marx –confiesa en el prólogo-, más actual le parecían los contenidos de su doctrina científica. Entre otros, pone al descubierto, por ejemplo, que a los expertos y políticos de hoy se les suelta la lengua hablando de la globalización, sin caer en cuenta que Marx ya lo había advertido en 1848 en el “Manifiesto Comunista”. También que el ámbito en que se mueven la Coca Cola y Mc Donald no habría sorprendido a Marx en lo más mínimo.

Pero hay algo más que ni Marx había previsto: que de repente, a finales de los años 90 mucho después que el cadáver de Marx había sido enterrado por segunda vez por conservadores, liberales y una diversa fauna de “ex” de todos los pelajes, fuese ensalzado como un genio por los mismísimos capitalistas contemporáneos. El primer signo de este extraño cambio de posición apareció en Octubre de 1997, cuando en un número especial de la revista “New Yorker” se proclamaba a Marx como “el gran pensador del futuro”, que tiene mucho que enseñarnos sobre la corrupción política, la monopolización, la alienación, la desigualdad y los mercados mundiales. “Cuanto más tiempo paso en Wall Street más me convenzo de que Marx estaba en lo cierto. Estoy absolutamente convencido de que el método de Marx es el mejor para estudiar el capitalismo”, declaró un rico banquero a New Yorker. Desde entones, economistas y periodistas de derecha han hecho cola para reconocer la rigurosidad científica de Marx y lo valioso de su doctrina para comprender el meollo del capital y el capitalismo.

Sin embargo, ninguno de estos nuevos epígonos, ni aún sus actuales discípulos , han hecho nada para reconocer que este gran ogro y santo mítico era un ser humano con todas las debilidades que reconocemos en nosotros mismos: su afición a empinar el codo, sus juergas y camorras de juventud, un hijo extramatrimonial con la que fuera su sirvienta, etc. En fin, debilidades de un hombre al que se le han cargado todas las vergüenzas de la historia. Vergüenzas todas justificadas en nombre del marxismo o del antimarxismo según el caso. Por cierto “hazaña nada despreciable para un hombre que pasó la mayor parte de su edad adulta en la pobreza, afectado de furúnculos y de enfermedades del hígado y que en una ocasión fue perseguido por las calles de Londres por la policía tras una noche de excesos tabernarios”, rubrica en la introducción a su libro el autor.

Las dos últimas págínas del libro dan cuenta de hechos dramáticos para muchos desconocidos; a su entierro sólo asistieron 11 personas; Sus hijas Laura y Leonor y su yerno Paul Lafargue, se suicidaron; Freddy Demuth, que vivió y trabajó en silencio en el este de Londres murió por un paro cardíaco el 28 de Enero de 1929, a los 77 años de edad, sin que el mismo ni nadie pudiera sospechar que había sido hijo de Marx. Paradojas de la vida que afectaron a un hombre que no fue ni un Dios ni Satán; sólo un hombre “humano demasiado humano”, diría Nietzsche, o un hombre de “carne y hueso”, como diría Ortega y Gasset.

Sin duda una obra que hacía falta, recomendable para todos, no sólo por la rigurosidad de la investigación que nos entrega, sino porque da cuenta de la estupidez aquella que significó dar vuelta las espaldas a Marx y su doctrina, negándose a ver lo que con tanto ahínco nos enseñó: ver lo que sucede en la realidad más profunda de nuestra sociedad, más allá de las puras apariencias, como el discurso interesado acostumbra a presentárnoslo.

Confieso que después de haber leído esta hermosa obra, me siento más reconfortado que antes. Se afirma mi convicción de que en aquellos momentos más difíciles, a finales de la década del 80, cuando la estupidez y la calumnia se habían enseñoreado, aquellos pocos que defendíamos las ideas de Marx, estábamos en lo cierto.
 

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