Por: salvador Távora
Fuente: Publicado en Revista «Número»
Bogotá, Colombia
*Salvador Távora es sevillano, director de La Cuadra de Sevilla.
Pasó por los toros y el flamenco. Hoy es reconocido y respetado en su tierra y en los ámbitos internacionales del teatro, por su comprometido trabajo en la búsqueda de la identidad histórica de su país y por las positivas e imprevisibles respuestas que pueden provocar sus obras en el campo social del arte.
El teatro no tiene más que una historia, literaria y burguesa. Ésta es una afirmación contundente, que asumo y que refrenda el nacimiento y desarrollo del teatro en nuestra civilización occidental. Siendo un hecho tan evidente, estaba tan oculto entre los textos que dan noticias del proceso del arte dramático, que no lo tuve en consideración hasta, ya en pleno ejercicio de mi trabajo, contactar mis ideas sobre el arte escénico con las reflexiones y las sorpresas que provocaron la aparición de mi primer espectáculo y entender, por razones que explicaré en seguida, que la singularidad que críticos y especialistas asignaban a mi perspectiva teatral no era producto de ninguna genialidad, ni obedecía a una actitud rebelde que viniera a cuestionar, conscientemente, el hecho dramático tradicional sino que, sencillamente, se debía a que mi encuentro con el teatro se había producido por caminos distintos del de la literatura y muy alejado de los sectores burgueses o pequeño burgueses que elaboraban y consumían entre ellos, con la cara vuelta a los gustos populares, sus productos teatrales. Cuando diseñé mentalmente mi primer esquema escénico para construir un espectáculo teatral, sabiendo mucho de valores artísticos de comunicación y muy poco de los valores literarios calificados de teatrales, en los momentos de desaliento me apoyaba, para estimularme en el atrevimiento, en una frase que leí, no recuerdo en qué manifiesto artístico de las utopías comunistas en aquellas lejanas ilusiones del Proletkult ruso, según la cual el futuro del teatro estaba en la mente y en las manos de los hombres que no eran del teatro. En aquel tiempo no era un hombre de teatro. Y aún convencido de que el futuro del teatro no iba a estar en mis manos, me estimuló, al aventurarme en un empeño dramático, el ser un hombre del taller, de los toros, del espectáculo, del arte y la cultura vivencial mediterránea del medio popular andaluz que arrastraba, desde pasados ya mis 25 años, una carga de sensaciones inexpresables, de amarguras, de relaciones naturales con el mundo de los aplastados por diez horas de taller, o por el juego con la muerte en las plazas de toros, o por madrugadas de fiestas flamencas donde el cante que nacía de la rabia y del dolor sólo servía para divertir a los responsables de esos dolores. Todo un bagaje de experiencias vitales que me proporcionaban una perspectiva del arte de la comunicación, con posibilidades de introducir en el hecho del teatro, totalmente asentado en una cultura con claros signos de identidad, asumida por mi vivir y pensar cotidiano, apartada, muy apartada, de esa otra cultura que nace de los libros del saber aprendido, del modelo de vida pequeño burguesa, de aquella otra cultura académica que imperaba como única en el medio teatral a la cual ni tuve acceso ni me refiero a ella en ningún caso en tono peyorativo. Entiendo, tal como escuchamos mil veces de boca de los enterados, que el teatro debe ser y es cultura, pero hay que reflexionar con rigurosidad hasta aclarar qué se entiende por cultura. En primer lugar no hay cultura sino culturas y dentro de cada una de ellas hay que distinguir sin muchos esfuerzos dos: la cultura de la vida, la que uno mama, la que uno siente, la que uno trae en la sangre al nacer, la que determina los comportamientos por la clase a la que se pertenece, la que se enseña al mundo a través del color, de los gestos y los sentimientos, y aquella otra que anticipé en líneas más arriba, la que uno lee, la que uno aprende, la que da títulos y conocimientos. Y con serenidad y sin tensión para afirmarlo, podemos decir que una cosa es la cultura de la vida y otra la cultura del saber, y yo, por mi nacimiento, por mi vida y por mi enfermiza sensibilidad receptiva, pertenecía y pertenezco a esa otra cultura de la vida, acorralada, aplastada, tratada, lamentablemente, con despectiva actitud por la mayoría de los que poseen la cultura que, en el teatro y en tantas otras actividades artísticas, se erige como la única con capacidad autorizada para crear, para establecer modelos: la del intelecto. Una cultura que, por circunstancias históricas, arrastra en el arte perspectivas y gustos pequeño burgueses de las derechas y de las izquierdas. De todo esto es fácil adivinar mi alergia a muchos textos teatrales caprichosos y vacíos, que tienen sus orígenes exclusivamente en las culturas intelectuales, así como también un determinado tipo de teatro «gramático», que no dramático, que nace, por inercia de esa historia literaria y burguesa del teatro, gastada y acabada, convertida en un cadáver cultural al que la administración, con criterios que quieren ser progresistas, se ha empeñado en resucitar. Es fácil adivinar también en mi propuesta escénica, un debate cultural de clase por instalar en los escenarios, en comunión emocional con los espectadores, un nuevo lenguaje teatral mediterráneo, que se desarrolla, con sus aciertos y sus errores, desde otras perspectivas temáticas y estéticas que el lenguaje al uso. Sin codificar aún, elaborándolo, como estamos haciéndolo en la práctica, de cara al público, apartado del libro, y sin teorías pedantes; un lenguaje teatral apoyado en un alfabeto de signos, objetos, personas, elementos diversos, músicas y sonidos, con capacidades de diálogo para la comunicación viva, inmediata y eficaz. La historia de mis once espectáculos dramáticos con La Cuadra, en los casi 25 años de historia de nuestro grupo teatral, son 110 festivales internacionales y cerca de tres mil actuaciones en 26 países; es la historia de una forma de ver, sentir, entender y hacer teatro a partir de una concepción difícil de explicar, como todo aquello que se escapa de uno mismo y, sin saber cómo, se convierte en comunicación. Es como la facultad, ya familiar, de poder expresar sensaciones, agarrando los pensamientos y materializándolos por otras vías de los sentidos antes de que se hagan palabras. Es como un continuo escarbar buscando vías no verbales por sus inequívocas identificaciones, para dar salida al dolor acumulado, a las aspiraciones sociales, a lo que hace vivir y a lo que hace morir, ordenando, disciplinadamente, materiales, con cierta dosis de brujerías o magia. Un universo de olores, cantos, bailes, máquinas, animales, todo lo que considero útil como elementos de comunicación al servicio de las ideas, o de los pensamientos que golpean en la mente gritando por vivir y desarrollarse fuera de uno, como unidades dramáticas elaboradas con cuanto, dentro de mi entorno cultural andaluz, he descubierto que posee capacidad para pronunciarse y emocionar. Creo que el teatro, creo, por encima de todo, debe ser arte, y el arte -hablo de un arte estrechamente ligado a la emoción- está más cerca de la locura que de la razón. De ahí mis diferencias con el teatro exclusivamente asentado en la racionalidad de un texto. De ahí mis aspiraciones de una estructura escénica alternativa dirigida a los sentidos, y elaborada con la sublime locura de los pensamientos atrevidos. De ahí mi desesperada búsqueda de una estética teatral que exprese los pensamientos y la cultura donde nacen esos pensamientos, con toda la grandeza de la espontaneidad sincera. Una estética que lleve implícita en sí misma la perspectiva de clase, la ideología, el compromiso con la sociedad en la que uno vive, los sentidos religiosos, las costumbres; en definitiva, la cultura vivencial, esa que uno respira, por muchas razones apartada de esa otra del conocimiento, del intelecto, que a veces -y en el teatro ocurre con demasiada frecuencia- anula, oscurece, despersonaliza, desfigura y relega a un plano excesivamente difuminado los valores dramáticos personales de los creadores, aquellos valores innatos, inexplorados dramáticamente, de la cultura vivencial de cada individuo. En mi ponencia de Delfos, «El teatro en el mundo de las artes contemporáneas», en aquel bosque misterioso donde convive con las ruinas de su templo la sombra de Dionisio, y ante los estudiosos de la antigua tragedia griega con motivo de la representación de mis Bacantes, yo escribía: «Cada individuo que no haya perdido su sensibilidad y su imaginación es un artista, y cada artista posee un orden poético interno. Si los que además poseen una voluntad de creación, erigiéndose en responsables de la unidad teatral, pusiesen en funcionamiento, sin modelos encorsetadores, el mecanismo de su sensibilidad, y en marcha el de su imaginación, y para materializar sus pensamientos, sensaciones o impulsos, o para comunicar temas o historias que tengan como punto de partida una base literaria, trabajasen con materiales que le sean familiares y con participantes conscientes, solidarios y adiestrados en cada una de las expresiones artísticas y diversas deseadas por el responsable de la unidad teatral, descubriríamos ignorados, ricos y sorprendentes valores dramáticos que, elegidos por sus facultades emocionales y poéticas, y armoniosa y disciplinadamente ordenados en un esquema sólo de propósitos hasta formalizar la totalidad del discurso, podríamos ir aproximándonos, alejados de la estructura textual condicionante, y más allá del cuadro o la escultura, a espectáculos teatrales con posibilidades de convertirse en insospechadas obras de arte». En estas líneas hay todo un mundo abierto a la creación teatral a partir de un concepto personal de la comunicación. De esa canalización de las energías del cuerpo, de esa ordenación poética para sacudir los sentidos que va de la creación de imágenes violentas a la paz lírica de los silencios, de ese poder contar la historia del llanto con el sonido de los chorros de una cristalina fuente, de ese dar noticias de la dureza y la crueldad del trabajo mal pagado y de la explotación del hombre con los signos físicos del agobio material que produce la visión de los hombres entre las máquinas, olvidando, para hacer creíble la acción, el cartón piedra de los decorados cursilones; de ese lugar escénico invadido por olores que despiertan sentimientos, de esa guitarra tocada por las manos de quien no posee el don de la palabra y sólo el de sus dedos con las tensadas cuerdas que son su voz, y de aquellos otros que, marginados de la cultura de los libros, no cuentan más que con la cultura del ritmo de sus pies, o el manejo laboral y virtuoso de las herramientas, o de aquellos que sólo poseen las facultades de la dicción por sus dotes dramáticas naturales. De todas estas posibilidades que ofrece a la comunicación dramática la cultura de la vida, el teatro es el mejor lugar, el único que nos queda para llenarlo de riqueza comunicativa de piel a piel, de persona a persona, para el traslado de sentimientos artísticos inmediatos y efímeros, como corresponde a todo buen arte, a receptores ganados por la inmediatez emocional de la expresión, y es por esto por lo que haciendo de la vocación teatral, de la necesidad de comunicarse, una apasionada y terrenal religión, debemos considerar la escena no como un púlpito del que únicamente brota la palabra, sino como un altar consagrado a la confesión donde, además de las palabras, se pronuncien sensaciones de una poética física que nazca de los sentidos y vaya dirigida a los sentidos con otras intenciones que las de sólo deleitar o divertir. Y a pesar de que pueda pensarse que el debate que propongo, en el campo del lenguaje teatral, es un enfrentamiento con el mundo literario, nada más lejos de mi intención. La búsqueda de una concepción aliteraria del lenguaje teatral no significa un deseo de destrucción de la palabra sino un desplazar la oratoria del lugar de privilegio que posee y tratarla como un elemento más de comunicación hasta lograr un enriquecimiento del hecho dramático al que debemos que aspirar y conseguir si queremos que el teatro tenga sentido de existir con personalidad y característica propia, entre los lenguajes del cine, la radio, el video o la televisión. Siempre me he resistido a hacer de mi experiencia un método por entender, como ya dije antes, que cada individuo tiene un concepto de la vida y de la muerte distinto y propio, y como para mí hoy el teatro está muy cerca de mi vida y de mi segura muerte, considero que las claves que pueda aclarar de mis prácticas teatrales para ofrecerlas a los demás van a chocar frontalmente, en algunos casos, con los que poseen otros conceptos de la vida y de la muerte y, por ello, del teatro del que hablo. De todos modos, y arriesgándome a no ser entendido, o lo que es peor, a ser mal entendido, sugiero cuatro puntos entre los que se encuentra el destinado al actor en el teatro mediterráneo, en los que deben asentar, cuantos quieran aventurarse en esta práctica, la puesta en pie de un espectáculo dramático teatral relacionado con esta propuesta: Primero el tema, segundo los materiales, tercero el envoltorio y cuarto los participantes.
1. El tema ha de elegirse siempre como punto de partida y nunca como totalidad textual acabada. Hay que terminar de una vez con el condicionamiento que ejercen los textos teatrales cerrados en los que todo se dice, y proclamar con libertad los derechos de la inspiración a exponer o resolver los temas por las vías espirituales de la imaginación. Igualmente debe aspirar a contribuir, por la incidencia que pueda tener entre los espectadores, y por el poder de mimetismo del arte, a destruir mitos denigrantes y tendenciosos; a mostrar los valores morales de la solidaridad y el amor; a denunciar las injusticias; a retomar los hechos históricos deformados del pasado y situarlos en el lugar que les correspondan por sus ideologías y resultados; y debe también, por coherencia con el riesgo de un nuevo lenguaje teatral, estar alejado de anécdotas intrascendentes, ligadas a la frivolidad y la enajenadora diversión. El tema en el teatro, por las posibilidades singulares para transmitirlo que la escena ofrece, ha de ser un hecho vivo, creíble y actual que cumpla su función social, siempre en el marco del arte y de lo sublime.
2. Los materiales, objetos, sonidos, música, y en general elementos diversos elegidos para dar forma y vida a la idea, pensamiento o tema, han de estar estrechamente ligados al entorno cultural del creador o responsable de la unidad dramática. Descubrir, en el área personal de cada creador, valores nuevos u olvidados que en la jerga de los teatreros del libro se llaman extrateatrales. Hay cosas de importancia cultural comunicativa en el mundo personal de cada uno de nosotros que no vemos de tanto verlas, o no escuchamos de tanto escucharlas. Por ejemplo en la Andalucía mediterránea, la cal y el albero, el oscuro de sus minas, el cante, los rituales populares, los campos secos, el señorío del gesto, las palmas rítmicas, los signos de la pobreza en contraste con los de las riquezas, los rostros oscuros, el verde de las viñas, el sentido ritual de la vida y de la muerte, o el grandioso orgullo escondido de nuestra vieja historia como pueblo. El ordenamiento de materiales diversos que nos sean familiares en la formalización de un espectáculo dará paso a un universo comunicativo coherente con el sentido religioso, escénicamente hablando, de la unidad dramática
deseada, y a la par dará noticias por sí mismo de emociones propias, más allá del servicio que preste al desarrollo o materialización del tema, pensamiento o idea. Es fundamental, en esta selección de elementos con capacidad de pronunciarse por sí solos y de emocionar que conforman la unidad dramática, enredar artísticamente las expresiones bellas o hermosas con aquellas otras expresiones o elementos ni hermosos ni bellos pero escénicamente útiles y necesarios. Por ejemplo, la visión de un cable eléctrico que cruce la escena para dar vida al armonioso girar de un objeto mecánico de atrayente movimiento y cometido, le aportará credibilidad y una mágica realidad a la escenografía; igual que una palabra dura; cruel, provocadora o insultante, es más sorprendente si sale de una voz dulce y de los labios atractivos de un bello rostro de mujer. No ocultar ni separar lo útil de lo bello en la concepción global y la realización de un espectáculo lo hará más cercano a ese realismo mágico que debe aparecer de la sinceridad y el arte de una poética de los sentidos.
3. En este tercer punto de los cuatro que intento destacar de los otros muchos intranscribibles que completarían esta especie de pronunciamiento teatral íntimo, hablaré, muy de paso y resumiendo, de cuanto envuelve la figura física, humana y sonora que nace de la idea; del envoltorio que potencia, como una necesidad más, la materialización del pensamiento y la luz, la escenografía, los colores y el vestuario. Estos son asuntos en los que el creador jamás debe ceder ante diseños o proposiciones que, aun teniendo ricos valores comunicativos por separado, puedan, escandalosamente, desviar los propósitos dramáticos de la obra. El responsable de la unidad dramática, en apretada colaboración con los diseñadores de estas artes, dará margen suficiente a los mismos para la inspiración en sus trabajos, para su aporte personal a la unidad, mas siempre conduciéndolos a descubrir abrazados las entrañas del espectáculo, ahondando en su contenido y lejos de toda exhibición de habilidades gratuitas.
4. Los participantes. Es un punto de los que considero básicos en este recién nacido lenguaje escénico. En él vamos a profundizar un poco y a adentrarnos algo en las reflexiones que nos conduzcan a un nuevo concepto de la interpretación, ya que es fundamental para el encuentro del actor en un teatro mediterráneo. Sabemos que, entre otros muchos hombres de teatro que teorizaron sus experiencias escénicas, Stanislavsky y Meyerhold, por poner dos ejemplos distantes, trabajaron las actuaciones, los comportamientos o las intervenciones de actores y actrices en la puesta en pie de obras dramáticas desde dos perspectivas opuestas. Stanislavsky, aspirando a sublimar el
realismo de un texto, elevó al actor a una especie de psicotécnica, sin desengancharlo de la palabra, y siempre buscando en el actor sólo cuanto pudiera aportar a la trama verbal de emoción y poética. Una trama, unas palabras, unas emociones y una poética que casi nunca eran del mundo vivencial del actor sino de la cultura literaria del autor del texto en que el actor no era más que un virtuoso de expresiones emocionales y verbales, un considerado invitado en el mundo cultural de otro. Cuanto digo en este sentido es fácil confirmarlo porque la propuesta de creación actoral de Stanislavsky ha generado una forma de representación, apoyada principalmente en la palabra, que llega hasta nuestros días. Meyerhold, aun en la búsqueda de un teatro más ligado a la música, al ballet, a la escultura y a los colores, no logró liberar al actor de su dependencia del verbo, y si lo conseguía era para introducirlo en un universo fantástico, muchas veces intelectualmente selectivo, de mentes creativas que jamás contaron en la gestación de las puestas en escena teatrales, con la cultura gestual, de sentimientos, de expresiones, de sufrimientos, de sinceridades comunicativas, que dormía y duerme, olvidada para el hecho dramático en las entrañas personales de cada actor y de cada actriz.
Las ideas para la creación de espectáculos dramáticos asentados en una cultura vivencial mediterránea que propongo y practico están, acerca de la participación de actores y actrices, al otro lado del río de los métodos de Stanislavsky y Meyerhold y de otros muchos métodos. En primer lugar porque casi todos, con sus diferencias intelectuales, despojan al actor o actriz de algo que en mis trabajos es piedra para sus cimientos: su personalidad natural, aquella que ha elaborado su cultura vivencial, el entorno donde nació y se formó, aquellos gestos espontáneos, no académicos, de su vida cotidiana que llevan ya su fuerza comunicativa consigo, aquellos gestos irrepetibles imposibles de codificar, como un juego de expresiones creíbles que hablan en la escena de sinceridades enganchadas a la voluntad de comunicar con valores propios; de una especie de diálogo del actor o la actriz con las provocaciones de la escena que lo llevan a unos estados espirituales que convierte en gestos de ese mismo universo estético y sonoro tan familiar para él en su vida. Los actores y actrices, formados en las enseñanzas clásicas, para su participación en espectáculos de estas características tan inclasificables, han de esforzarse -de hecho en algunos trabajos de La Cuadra lo hemos comprobado- por salir de esas facultades de expresar sus sentimientos exclusivamente apoyados en el verbo, hasta entrar en un laberinto de formas inexploradas teatralmente donde su voz, su cuerpo y el mundo de objetos familiares que lo rodean deben ser una misma cosa. Por esto digo y repito mil veces que no tengo una actitud antiliteraria hacia el teatro y que no estoy contra la palabra sino porque ella y cuantos en escena la pronuncien hagan parte de un mundo comunicativo con afinidades culturales vivenciales. Nunca el actor o la actriz como un intruso o intrusa como persona, dentro de un universo comunicativo exclusivamente académico y excesivamente intelectualizado, extraño e indiferente a su cultura gestual o verbal. Los participantes sin calificaciones actorales que forman parte de estos espectáculos dramáticos, desde el respectivo dominio cada uno de sus diversas facultades expresivas, llevan consigo en su participación su mundo vivencial y su cultura y la energía necesaria para su función comunicativa que el creador, por afinidades con sus pensamientos, intuyó en su elección. De todo esto es fácil deducir que las expresiones del actor en un teatro mediterráneo han de cubrir, necesariamente, un abanico de posibilidades que pasa por el dominio del baile, del cante o canto, de la palabra, de la música, a la sensibilidad de transformarse tras una máscara, al gusto por el color, por la sensualidad en el decir, por la pintura, por la escultura, por el mundo plástico en general, y sobre todo por la estimación de que el texto, al aspirar a rescatar los orígenes de ese machacado modelo de teatro mediterráneo que fue la aventura cultural musical y estética de las tragedias griegas, sólo será siempre un pretexto para llegar a la expresión rica y total que nos ha legado nuestra historia mediterránea en el campo trágico del dolor, del sentir, y fundamentalmente en la inmensa parcela de las artes. El actor como parte de un teatro mediterráneo debe desprenderse de condicionantes teatrales literarios y adentrarse en el mundo ritual de sus fiestas, de sus recuerdos, de sus costumbres y organizarse a sí mismo una especie de alfabeto de sus comportamientos con los que llegue a sacar de su cuerpo, de su mente, de su sensibilidad, cuanto pueda contribuir a dar noticia de su capacidad teatral, sin despegarse jamás de su cultura vivencial particular.
Los matices que contienen estas reflexiones sintetizadas en estos cuatro puntos fundamentales, para rozar la credibilidad del hecho dramático, no pueden explicarse con aciertos, porque pertenecen a un rinconcito del cerebro al que no llegan la luz ni la razón. Lo explicable y lo estimulante es que, siguiendo estas imprecisas directrices y apoyado siempre por la voluntad, la solidaridad con las ideas y las magníficas capacidades dramáticas de cuantos participantes han vivido conmigo esta historia, he conseguido catorce espectáculos dramáticos, algunos de los cuales parten de la poesía escénica que emana de un texto: Nanas de Espinas, Las Bacantes, Crónica de una muerte anunciada y Pasionaria. Y otros -Quejío, Los Palos, Herramientas, Andalucía amarga, Piel de toro, Alhucema, Picasso andaluz, Cachorro e Identidades- sin más punto de partida que la intuición, el dolor y la necesidad de comunicar las sensaciones y las aspiraciones sociales de una clase desde dentro y a través de una cultura y de un universo, en los que hemos podido comprobar sus eficacias comunicativas en casi todo el mundo y frente a públicos heterogéneos, agarrado a las difíciles claves de un arte nacido de relaciones apretadísimas con la vida. Lo más claro del realismo que refrenda este sueño es que todos estos trabajos escénicos, elevados a la categoría de obras teatrales, aun careciendo de posibilidades fidedignas de transcripciones por no pertenecer al campo de la literatura dramática y estar asentados en valores efímeros y perecederos, ocupan un lugar, aunque sea pequeño, en la reciente historia del teatro contemporáneo, -lo que me compensa y satisface.
Revista Número. Carrera 4 Nº 66-76 E-mail: numero@elsitio.net.co Bogotá, Colombia
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