Por: Ismael Gavilán
Fuente: www.critica.cl (15.12.14)
Texto leído como clase magistral en el Seminario de Investigación Martín Cerda, Centro Cultural La Sebastiana, Fundación Pablo Neruda, Valparaíso, 4 de julio de 2013. Publicado en Mapocho. Revista de humanidades, nº 75, DIBAM, Stgo de Chile, 1º semestre de 2014.
I
Tal vez en un gesto premonitorio que adivinaba su pronta desaparición y acorde con ese anhelo tan suyo de entender la escritura en tanto escritura oracular, Martín Cerda publicaba en la revista Mapocho meses antes de su muerte, en 1991, un ensayo titulado Introducción al ensayo. En él, nuestro autor volvía nuevamente a intentar la clarificación del sentido o razón de ser de la escritura ensayística, tal como lo había efectuado de modo mucho más extenso y moroso en su magistral libro de 1982 La palabra quebrada, pero esta vez, haciendo hincapié en un tema que en aquel libro había sido expuesto en sordina y que el ensayo de 1991, aún en su brevedad, mostraba perentorio: la necesidad de entender la actitud, el modo, el gesto del ensayista respecto de su propia escritura como una pregunta que indaga o explora la búsqueda de un tiempo presente. Bajo el alero de premisas desmenuzadas con prolijidad desde diversos textos de José Ortega y Gasset, Maurice Blanchot y Lucien Febvre, entre varios más, Cerda se da a la tarea de plasmar una reflexión que descansa no tanto o exclusivamente en las referencias que convoca, sino en la indagación de preguntarse a sí mismo en torno a la pertenencia de un tiempo propio, de un presente que pueda entender como suyo (Cerda, 1993: 9-10).
Bajo aquella idea orientadora y efectuando una mirada retrospectiva, Cerda en el ensayo en cuestión, evoca “esas obras que he ensayado leer, comprender y explicar durante un largo trabajo de escritorio” (1993: 9), evocación que le permite vislumbrar la tensión existente entre su “papelería” – es decir, su escritura de ensayista dispersa en diversos medios, soportes y lugares- que es motivo de la pesquisa a la que hace alusión y el tiempo histórico que le ha tocado vivir, propiciando en aquel ejercicio un esfuerzo por interrogar y aún, entender a ese mismo tiempo.
“Preguntar es buscar, y buscar es buscar radicalmente, ir al fondo, sondear, trabajar el fondo y, en última instancia, arrancar. Ese arrancamiento que contiene la raíz es la labor de la pregunta” (1993:9). Es con esta cita de Blanchot que Cerda enmarca su indagación en torno a la naturaleza del preguntar como primer estadio de la reflexión que ha de venir, pues, ciertamente en la radicalidad de la pregunta, nuestro autor advierte lo primordial de la labor del ensayista: el hecho de que ésta no se define por la posesión de tal o cual verdad, sino más bien por su permanente búsqueda.
Para Cerda, preguntar es buscar esa verdad que no se tiene, pero que precisamos siempre para saber a qué atenernos. Para entender cada “cosa” que nos ocurre y, a la vez, para entender al mundo en que ocurre cada “cosa” que nos ocurre. Y buena parte de esas cosas, en un guiño oblicuo a su amado Lukács de El alma y las formas, son aquellas objetividades que llamamos obras y que aluden tanto a las manifestaciones del mundo del arte, pero también a las del pensamiento y aún del científico, manifestaciones que embelesan al ensayista al escogerlas, retenerlas, admirarlas e interrogarlas. De aquella manera, la naturaleza del preguntar se despliega como un abanico amplio de posibilidades, como un fecundo y generoso jardín de senderos que se bifurcan.
Va a ser así que en el recurso decisivo del preguntar, anide la preocupación permanente por “nuestro tiempo”, preocupación que Cerda se permite explicitar no tanto por una manía subjetiva o biográfica, sino porque ve en aquello un rasgo esencial del tiempo mismo: un acto autorreflexivo de pensar lo que acontece desde la interioridad del acontecimiento. Por ello y siguiendo a Ortega, para nuestro autor se hace evidente que este tipo de reflexión se ha vuelto posible en la medida que se ha efectuado un radical cambio en el modo de comprender la estructura de la verdad histórica y, por ende, del ser humano que la vive y padece, mostrándose en la necesidad de entenderla en su fondo abisal y seductor para así, volverla una y otra vez motivo de su interrogatorio. Este cambio implica un desplazamiento respecto a la percepción que nos hacemos de nosotros mismos en tanto sujetos que “acontecemos” en la llamada Edad Moderna y que resulta, de buenas a primeras, una especie de posesionamiento muy característico de aquella “aguda conciencia” que nos hacemos de nosotros y que conduce, indefectiblemente, a la vertiginosa certificación que indica que, una de las pocas razones de ser que poseemos en tanto seres humanos, si no acaso la única, es el continuo cambio, la incesante transformación y que eso, de todos modos, es el sello peculiar del acontecer, su raíz misma y aún, su justificación.
Para Cerda, no se trata entonces que el hombre transcurra en un mundo en constante cambio, sino además que con cada cambio del mundo, es a la vez, el hombre el que cambia radicalmente, se vuelve otro, pues cambia de vida o más exactamente, de argumento biográfico.
En este entendido que se abre hondo y desafiante, aceptar nuestro tiempo para nuestro autor, no significa, sin embargo, plegarse dócilmente a todo lo que éste nos ofrece a cada instante, como ocurre con aquello que se rige por la moda, sino interrogarlo, tomar conciencia de sus desequilibrios o contradicciones y, finalmente, asumir las tareas que, de un modo u otro, nos imponen nuevos problemas que irrumpen en él. Ni la doliente memoria del pasado (nostalgia), ni el ensueño de un futuro sin conflictos (utopía) pueden, en rigor, liberar del ahora en que se aloja el pasado y, a la vez, se instala y anuncia el porvenir (1993:10).
Será la aceptación y comprensión del ahora, el que marcará según Cerda, la realización reflexiva del preguntar, pues todo preguntar por el ahora, implica constatar una crisis en el movimiento y momento mismo de la pregunta. Así, para Cerda, todo ahora es un tiempo promiscuo, en el que una parte de la realidad está siempre modificándose, alterando o, simplemente, irrealizándose, mientras que, a la vez, su horizonte comienza a poblarse de señales equívocas que es preciso descifrar. Cada ahora se articula de este modo, en ese presente que el hombre reconoce al tiempo de su vida, cada vez que recuerda lo vivido, describe lo que vive y proyecta lo que espera llegar a vivir. Cada “asunto” recordado, descrito o proyectado es, en principio, fechable. Y aquí, recurriendo a una cita de Heidegger, Cerda profundiza sobre esta última aseveración: “La estructura de la fechabilidad de los “ahoras”, “luegos” y “entonces” es la prueba de que ellos, nacidos del tronco mismo de la temporalidad, son, ellos mismos tiempo. El expresar, interpretando, los “ahoras”, “luego” y “entonces” es la más original indicación del tiempo” (1993:11). Por eso, bajo esta apoyatura conceptual, para Cerda, fechar el tiempo es señalizarlo históricamente. Esa señalización demarca el horizonte de las expectativas de sentido con que la vida dibuja su propia manera de entender su ilusión. Y a la vez, ese horizonte, asumido como presente, es el que para Cerda se vuelve relevante en su taxativa necesidad de exploración y justificación.
Hacia el final de este ensayo del que malamente he efectuado una paráfrasis, nuestro autor señala en un apartado que titula de modo significativo “Fenomenología de la vida al día”, lo que no habría que entender respecto de esa comprensión del presente. Pues éste no tiene nada que ver con el vivir al día, ya que ello es lo que le ocurre al hombre que se queda sin pasado, despreciando o esquivando las incertidumbres que hoy le adelanta el futuro. Ese tipo de hombre, Cerda lo caracteriza como el “apresurado”, es decir, el ser humano que vive de prisa cada instante y al que siempre le falta tiempo para ver, oír y saborear cada hoja del calendario o de su agenda. Este tipo de ser humano adhiere sin reservas a lo que dice el diario, lee con aparente entusiasmo el libro más vendido y suscribe la consigna del momento. Vive según ésta o aquella moda, desplazándose con liviandad de un lugar a otro, sin percatarse desde dónde viene ni hacia dónde va. Este tipo de existencia al día, no es según nuestro autor, un suceso individual, sino colectivo que ha devenido un episodio canonizado de la vida social. Según esto, el “apresurado” no se dispone hacia la comprensión de lo que ocurre en su tiempo, sino más bien se enciende o preocupa en pasatiempos. En este sentido, no deja de ser casual según nuestro autor, que hoy se enfatice en todas partes la así llamada vida cotidiana, subrayando la importancia que tienen para el hombre de nuestro tiempo esas radicales urgencias que son el comer, el vestirse, el trabajar y el distraerse. En sí mismo, este hecho no merecería reparo alguno, pero observado y meditado más detenidamente, conlleva una brutal reducción de lo humano a esas urgencias que eliminan toda posibilidad de instancias míticas, religiosas, éticas, políticas e imaginarias y que le han permitido al hombre autocomprenderse en su propia proyección hacia un aquende de sí mismo. La cotidianidad es de aquel modo, lo que resta de la vida social cuando se le ha sustraído el poder vivificante de lo mítico, la fe en algún Dios y la ética que orienta el comportamiento humano hacia un mundo de valor, en el decir de Scheler. Para Cerda, la cotidianidad así dispuesta es la vida en común que ha sido despojada de una efectiva comunidad de principios, valores y metas. Así, citando nuevamente a Blanchot, nuestro ensayista señala que la vida cotidiana es hoy una vida residual con que se llenan nuestros tachos y nuestros cementerios: desechos y detritus. Así se tiene que la realidad es constantemente diferida por la apariencia que le impone un imaginario tributario del mercado o de la planificación burocrática (1993:14-16).
Un ensayo como éste, creo que puede ser útil para efectuar, en perspectiva, el abordaje de ese problema capital, entre muchos otros por supuesto, que atraviesa buena parte de la escritura ensayística de Cerda: la relación conflictiva y estimulante que esa escritura posee con la búsqueda de un presente que signe de modo primordial sus logros de obra. Desde ahí, me parece que este ensayo, uno de los últimos que publicó en vida y que probablemente escribió, puede ser visto como una reveladora síntesis de varios puntos fundamentales del quehacer intelectual del ensayismo de nuestro autor. Por supuesto que esta apreciación no agota ni con mucho la densa riqueza de ese mismo ensayismo, a lo más circunscribe de modo especial un puñado de temas que le son pertinentes y que se transforman en recurrentes apariciones de una sensibilidad cavilosa. De aquella manera, en un ejercicio que desea plasmar las condiciones indagatorias del ensayismo, condiciones que lo posibilitan como aprehensión de un tiempo primordial que debiera asumir como propio de su naturaleza pensante, es que este texto deja abierta varias posibilidades, varias preguntas que, sin duda, no pretendo agotar acá, ni mucho menos clarificar de modo exclusivo.
Porque, después de todo esto, ¿cómo esta escritura posibilita volver legible a ese presente en su emergencia irruptiva, si acaso algo así es viable, sin que esa misma irrupción disuelva el enunciado que se esfuerza en articular como un llamado de necesidad imperiosa y, a veces, hasta casi desesperada?
Que Cerda como escritor que hizo del ensayo la forma de escritura predilecta para intentar indagar respuestas a esa pregunta siempre difícil y sin renunciar a la posibilidad de la expresión y sin rendirse, además, a la opacidad de la filosofía con la necesaria lucidez para intentar la quimera de plasmar los trazos de un pensamiento sobre la literatura que, a la vez, formaran parte de una literatura sobre el pensamiento -como agudamente indica en las notas prologales a su segundo libro Escritorio de 1987-, evidencian una reflexión permanente ante el problema capital que implica la nunca resuelta y conflictiva relación entre el presente y la escritura, entre el presente y el ensayo: la peculiaridad de ser en América Latina un género plenamente moderno.
II
Ahora bien, para dar cuenta de una respuesta tentativa a la pregunta que efectuaba más arriba en torno a la posibilidad de volver legible ese presente que invoca Cerda en su escritura, en tanto emergencia irruptiva que arriesga su propio enunciado, me parece necesario no como una mera digresión aclaratoria, sino como parte primordial de esa acción comprensiva que nos solicita esta obra, llevar a cabo un pequeño paneo respecto de las implicancias del ensayo como un género literario que puede ser visto como uno de los géneros modernos por antonomasia, en donde es rastreable el sugestivo maridaje que se establece entre modernidad, crítica y presente. Me parece instructivo hacer el intento, aún sumario, de despejar este asunto para poder abordar la escritura de Cerda, pues, como toda literatura que se precie, ésta no es huérfana en su manifestación y mucho menos predica un adanismo caracterizador de su propia forma. En absoluto: en el modo en que Cerda comprende el ensayo se hace evidente que su asunción como escritura secundaria –donde ese rasgo no es entendido de forma peyorativa- significa, entre otras cosas, regodearse con distintas filiaciones, diversas referencias, distintas exploraciones. Siguiendo de cerca a su admirado Lukács, Cerda sabe que la escritura del ensayo no es de primera mano y que en la configuración de esas objetividades materiales que posibilitan su manifestación como lenguaje e imaginación, anida la mejor manera de interrogar a ese tiempo presente que se muestra implacable en su transcurso y del que se muestra tributario.
Pues bien, a pesar de lo circunscrito de su reflexión, lo manifestado por Octavio Paz acerca de identificar modernidad y crítica con la aprehensión configuradora de un tiempo presente entendido como “ahora”, me parece que sigue siendo una manera pertinente, aunque no exclusiva, de abordar un asunto plagado de matices y aristas diversas.
En Los hijos del limo (Paz, 1998), el autor mexicano indica que la tradición moderna borra las oposiciones entre lo antiguo y lo contemporáneo, entre lo distante y lo próximo. Borradura que se entiende como la asunción autocomprensiva de un tiempo que se ha asumido a sí mismo de forma reflexiva y que ve su despliegue factual como consumación (1998:20). En ese entendido, en palabras de Paz, el ácido que disuelve todas esas oposiciones sería la crítica. Sólo que esa palabra posee demasiadas resonancias y de ahí que el poeta mexicano prefiera acoplarla con otro término que nos recuerda lo escindido de nuestra naturaleza: pasión. En efecto, la unión de pasión y crítica subraya el carácter paradójico de nuestro culto a lo moderno (1998: 20-21). Así, para Paz, la pasión crítica es el amor inmoderado y pasional por la crítica y sus precisos mecanismos de desconstrucción y desocultamiento, pero asimismo es también una acción, un decir que se halla enamorado de su objeto, un verdadero gesto apasionado por aquello mismo que niega. De aquella manera, para el poeta mexicano, la crítica se manifiesta enamorada de sí misma y siempre en guerra consigo misma, no afirma nada permanente ni se funda en ningún principio, pues la negación de todos los principios, el cambio perpetuo, es su principio. Una crítica entendida así no puede sino culminar en un amor pasional por la manifestación más pura e inmediata del cambio: el ahora. Un presente único, distinto a todos los otros. Por ello el sentido singular de este culto por el presente se nos escapará si no advertimos que se funda en una curiosa concepción del tiempo. Curiosa porque antes de la edad moderna no aparece sino aislada y excepcionalmente; para los antiguos el ahora repite al ayer, para los modernos es su negación. En un caso, el tiempo es visto y sentido como una regularidad, como un proceso en el que las variaciones y las excepciones son realmente variaciones y excepciones de la regla; en el otro, el proceso es un tejido de irregularidades porque la variación y la excepción son la regla. Para nosotros el tiempo no es la repetición de instantes o siglos idénticos: cada siglo y cada instante es único, distinto, otro (1998: 20-23).
De esta reflexión, que deja entrever, ciertamente, una intensa y compleja deuda de Paz con Baudelaire, me interesa fijarme en la vinculación que el poeta y ensayista mexicano establece entre crítica, pasión y la noción de “ahora”. Ello, por algo que me parece singular para entender el ensayo tal como ha sido cultivado en nuestra literatura continental y nacional y, de modo específico, por Martín Cerda: que si lo que distingue al hombre moderno del de otras épocas es la urgencia de expresión crítica que invade todo discurso, se ha de aceptar entonces que ninguna escritura logra adecuarse más a esa necesidad que el ensayo, pues establece un vínculo por excelencia entre los vaivenes del criterio, la imaginación y el razonamiento. En esta singular dicotomía, no me parecen para nada descaminadas las palabras que un escritor y crítico como lo es el hispano-uruguayo, Fernando Ainsa (2007), ha manifestado en una síntesis abarcadora y clarificadora:
(…) el pensamiento latinoamericano se expresa a través de este género (el ensayo) marcado por la urgencia y la intensa conciencia de la temporalidad histórica; elabora diagnósticos socio-culturales sobre la identidad nacional y continental (…) reflexiona sobre la diferencia y la alteridad, sobre lo propio y lo extraño en ese inevitable juego de espejos entre el Viejo y el Nuevo Mundo que caracteriza la historia de las ideas en un continente enfrentado a contradicciones y antinomias (…) el ensayo ha propiciado también denuncias de injusticias y desigualdades y ha inspirado el pensamiento antiimperialista o el de la filosofía de la liberación con un sentido de urgencia ideológica más persuasivo que demostrativo y donde el conocimiento del mundo no se puede separar del proyecto de transformarlo. De ahí su intensa vocación mesiánica y utópica (…) (2007: 239-240)
Es en este entendido, por lo demás, desde donde se precisa apreciar que ensayo y crítica van de la mano en un maridaje que rebasa los compartimentos especializados de la discursividad intelectual en boga y que hace tanto de la literatura, la historiografía, la filosofía, la antropología, la estética y otros tantos saberes, sus fuentes fecundas y aleccionadoras, convirtiéndose simultáneamente en la respectiva disidencia de los mismos. Aún más, ha logrado una notable autonomía y no teme manifestarse como poseedor de un saber fundado en su actitud indagativa y exploratoria que, a su vez, se sustenta en el rendimiento estético de su gratuidad escritural en un gesto que pone en permanente entredicho sus múltiples referentes. Siendo escritura crítica, el ensayo devela la articulación de las discursividades hegemónicas que se hallan en el sustrato mismo de la “ciudad letrada”, pues propicia un correlato alternativo fundado en la distancia que posibilita la autorreflexión que le es inherente. Tal como manifiesta la estudiosa argentino-mexicana Liliana Weinberg (2001), esta manera que posee el ensayo de autoconcebirse como escritura crítica, proviene sin duda de la diferencia existente entre él y otras formas de la prosa, diferencia que radica en la ostensible densidad significativa de su puesta en obra, como a su vez, en su organización discursiva que une tanto la voluntad formal como el concienzudo trabajo sobre el lenguaje y el estilo que lo convierten en un tipo de texto con su propia intransitividad. Esto a su vez, le permite hacer de él una representación, una auténtica poética del acto de pensar como de la experiencia intelectual; de la búsqueda de enlace entre lo particular y lo universal, como de la vinculación entre la situación concreta y el sentido general. De esta manera, el ensayo es mucho más que un mero hecho de “comunicación”, es mucho más que la actualización de acontecimientos de referencia “abstracta” a un objeto exterior y congelado, viéndose convertido en un permanente vínculo entre el productor del texto y la realidad extrasemiótica en una actividad que corresponde plenamente al ámbito de la interpretación (2001: 21-23). Aún más, como señala Weinberg, el ensayo al ser una interpretación no filológicamente fundada se vuelve entonces un desenmascarador de toda pretensión de existencia de conceptos absolutos (2001: 23).
Por ello, en el acto mismo del discurrir ensayístico –libre e inacabado- se muestran los recorridos del pensamiento, las exploraciones del sentido nacidas de la autorreflexión y la concurrencia entre voluntad y expresión, es decir, la confirmación de la inscripción del ensayo como un género literario genuinamente moderno que hace de su ahora, de su presente, abrevadero de significaciones posibles. Si seguimos esta línea argumentativa, la modernidad del ensayo quedaría establecida entonces tanto por la nueva concepción del sujeto del enunciado que inaugura su propio discurrir, como por las marcas de significado que ese mismo sujeto, al manifestarse, establece como propias y que hace de su autorreflexión situada su fundamento. Ahora bien, si la modernidad ha establecido categorizaciones de análisis –teoría de los géneros- para el abordaje de las textualidades que configuran el entramado discursivo que llamamos “literatura”, vale dar cuenta de la manera o modo en que aquel entramado se manifiesta. Ciertamente, la forma ha sido (es) siempre la meta, el fin último o como manifiesta el joven Georg Lukács (1985), el “destino” de las obras superiores y, en consecuencia, es hacia aquel horizonte a donde se orientarían los deseos y esfuerzos más concienzudos de todo escritor. Es que la forma permite delimitar y establecer las fronteras de la materia de la obra contribuyendo de esa manera a configurar un punto de vista que se articula coherente consigo mismo, obedeciendo a un principio de estructuración que permite al escritor, exponer un ángulo de realidad que la escritura, escamoteada en su aprehensión de sentido, otorga con no menos vigor o reconocimiento (1985: 23).
Por estas razones, como ha indicado el estudioso venezolano Miguel Gomes (1999), si se han de rastrear en Hispanoamérica a partir del siglo XIX las huellas que son posibles de entrever acerca del surgimiento del ensayismo, cuyo desarrollo ofrecería declaradamente una interpretación original y subjetivamente crítica de la historia y del acontecer americanos, es posible advertir que ahí se plasmarían una serie de testimonios cuidadosos de los hechos a la vez que un esfuerzo de reevaluación de un estado de cosas.
El lugar del ensayo en Hispanoamérica es privilegiado, si se le compara, al menos, con la posición que ocupa éste en el mundo literario español. No es menor recordar que en el “viejo continente” es el más joven de los grandes géneros, pero que para los escritores americanos, constituye el primer género de envergadura que no es parte de la herencia colonial: la lírica, el drama y la narrativa contaban en España con importantes manifestaciones que no se podían obviar, pero no era lo mismo con el ensayo, pues la metrópoli no desarrolla hasta casi fines del siglo XIX un tipo de texto más o menos consistente y, sobre todo, colectivizable de apreciaciones o expectativas concernientes al género (1999: 113-114).
De esta forma, Gomes advierte en el ensayo hispanoamericano rasgos de modernidad explícita que son identificables en la diversidad de sus manifestaciones a partir del siglo XIX y durante todo el siglo XX. Destacan entre esos rasgos, una preocupación metalingüística en relación, por ejemplo, al ejercicio autorreflexivo del Facundo de Sarmiento cuando, al igual que Montaigne, precisa su lugar de enunciación desde su propia subjetividad o cuando observa en Sociedades americanas de Simón Rodríguez un audaz gesto de invención de escritura, basado en la utilización de un arsenal retórico que está al servicio de la expresión subjetiva y que hace de guiones, elipsis y otras marcas textuales un intento de unir lo literal con lo figurativo. Otro rasgo digno de notar en la modernidad del ensayo hispanoamericano, tiene que ver con lo que Gomes denomina como la autoconciencia del poder retórico oculto en la escritura y que es apreciable en varios autores: Andrés Bello, los mismos Sarmiento y Rodríguez, pero sobre todo en Manuel González Prada cuyas Páginas libres representan de modo notable este rasgo caracterizador de modernidad. ¿Qué significa eso?: ver América Latina como un problema verbal consustanciado con la forma “ensayo” donde la conciliación del mundo extra e intraliterario comienza en el título mismo del libro para dar cuenta de una “corporeidad” que comparten res y verba de modo tal que su “modernidad” se halla definida por su ironía que toma como modelo el escepticismo de Montaigne y que puede ser considerado, el primer paso hacia la búsqueda de un ideal “democrático”. A su vez, otro rasgo que es posible advertir es la capacidad que posee el ensayo para establecer síntesis de diversos significados, capacidad surgida de su heterogeneidad proteica y que se puede rastrear en la obra de Rodó (Ariel y, sobre todo, en Motivos de Proteo) donde asistimos a una escritura cambiante, no identificable con formas estables, tremendamente escéptica y crítica de los valores como asimismo en la ensayística de Alfonso Reyes en textos como Visión de Anahuac donde puede apreciarse la articulación de una retórica que establece lazos entre el “ver” y el “entender” y que gracias a un ejercicio de écfrasis permite aunar todo un mundo simbólico donde palabras como “observar”, “notar”, “dibujo” y “nitidez”, se hallan al servicio de otorgar un discernimiento para aprehender la complejidad de lo que implica el escribir sobre América como un crear América. Por último, otro rasgo singular de la modernidad del ensayo hispanoamericano según Gomes es la articulación de una dicción que no teme la contradicción en su enunciado, como a su vez, la ampliación complejizada de la retorización de la escritura y que el estudioso venezolano advierte como una de las características fundamentales de la ensayística de autores como Octavio Paz, José Lezama Lima, Héctor Murena, entre varios otros y que hace referencia al carácter deliberadamente retórico del ensayo en el modo en que dispone su trama textual que no sólo se basa en una atrayente pirotecnia verbal, sino también en la manera en que se nos dispone como lectores hacia la aceptación, sin mediación, de poder advertir lo dificultoso que es deslindar lo explicado de la explicación y donde la dicción de los enunciados no temen en caer en la contradicción para dar cuenta de su propio dinamismo (1999: 115-126).
Aquí puede advertirse una intuición relevante: la necesidad de distinguir entre el ensayo y lo ensayado, entre el texto concreto y la vida, entre la escritura y su presente: de allí que aquello que en el ensayo se exhibe como ya interpretado nos reconduce al momento siempre vivo y abierto en que se da la actividad interpretativa. El enlace con ese mundo de sentido que es fundamento del ensayo, pero que no puede comprenderse a su vez como tal hasta que no se dé como instaurado por él mismo en un doble movimiento de implicación que nos lo muestra como causa y consecuencia de ese momento de intelección fundacional propio, sería característico de esta forma escritural. Lo ensayado se nos muestra como prerrequisito del ensayo y como un a priori de la actividad interpretativa, aunque sólo lo podamos descubrir a través del propio texto, de modo tal que se encuentra antes y después de su necesaria apertura al mundo. Esta intuición permitiría añadir que esta preexistencia en el imaginario es la que confirma su enlace con la vida, con la circunstancia concreta de su emergencia en ese instante que es consagrado en su presente. Con modestia agregaría: ensayismo que se ensaya en la lectura, lectura que se piensa leyendo en un presente, en un ahora que configura la recurrencia de la labor del ensayista (Weinberg, 2006: 29-35).
III
Ante todo esto, vale preguntar entonces ¿cuál es el tiempo presente de Cerda, el tiempo presente que es posible advertir en el recorrido que trasunta su escritura? Intentaré responder esto, en parte, desde mi experiencia de lector de su extensa y dispersa papelería, deteniéndome en lo que me parece significativo de abordar, sabiendo de antemano que sólo es un intento imposible que espera a su bibliógrafo ejemplar y a su crítico informado.
Si revisamos los diversos artículos, notas y ensayos que tenemos disponibles de Cerda, publicados entre mediados de los años 60, hasta fines de los años 80 en diversos medios –como las revistas PEC, Ercilla, Huelén, Literatura y Libros del diario La Época y Mapocho- no es difícil advertir en ellos cierto recorrido, por llamarlo así, que vuelve recurrente la obsesión por temas, motivos y reflexiones que apuntan hacia una lectura de los hechos que Cerda, en tanto escritor, le toca ver y vivir. Pero quien desee buscar en estos ensayos, en esta “papelería dispersa” una alusión directa y combativa, tomada del natural en trazos gruesos y caracterizadores, respecto de los múltiples acontecimientos de época tan vasta, ilusoria y amarga, compleja y trágica como la que abarcan las décadas antedichas, sin duda se llevará una decepción. Lo escrito por Cerda no es crónica, en el sentido de un registro pormenorizado de los avatares disímiles que marcan la pauta del día a día, sino más bien deja al descubierto una experiencia temporal que se transmuta una y otra vez en un modo de asumir y plantear una reflexión que retorna de modo oblicuo a lo cotidiano en el gesto de la cita y la referencia, en apariencia alejada, del acontecer. En ese sentido, los textos de Cerda me parece que proponen una manera de comprender el ritmo del tiempo al que hacen alusión de un modo disímil y aún contradictorio respecto a la orden diaria que pide y aun exige novedad, como a su vez, alianza permanente con la desidia de la espectacularidad. Desde esa perspectiva, pareciera ser que el ahora de la escritura de Cerda no se condice con el ahora que invoca de modo exaltado la consigna o idiolecto contingente, sin la mediación que instaura la reflexión, confirma la escritura y que es sinónimo de sensibilidad crítica e ilustrada. Pero ello no implica en absoluto que nuestro autor desconozca la emergencia que pide la comprensión de ese mismo ahora, saturado de contradicciones y perverso en su petición unilateral de opinión y hasta de compromiso. Ese tipo de “ahora” pide fe, Cerda contrapone razón y crítica. Por ello, desde aquel conocimiento y con toda la dificultad que implica, pues siempre es posible apreciar la trágica tensión nunca resuelta entre acción y reflexión, nuestro autor no cede un ápice en lo que considera su labor primordial como escritor y ensayista: en su modo de escribir e intentar pensar el ahora, Cerda creo que logra algo radicalmente distinto a un arranque de exposición suicida o querella trivial otorgada por la presión bajo la que gustosamente se pone. Ese algo se encuentra signado por la búsqueda de una salida o, más bien, la posibilidad racionalmente contradictoria de entrever una salida para el impasse a que toda reflexión contemporánea ve sometida su verdad cuando ese mismo ahora que es su fundamento, adquiere un rostro que ha renunciado a toda consideración, a toda aceptación de sentido, asumiendo el paradójico y en aparente calmado nombre de “historia”. La posibilidad contradictoria de tal salida, sin duda que emerge de un espíritu crítico, caro al ensayista y no sólo como un juego de la razón, sino más bien producto de una conmoción disolutiva, de una verdadera visión del derrumbe y de la intensa necesidad de rescatar o salvaguardar cosas, ideas y experiencias de su propia caducidad para no entregarlas al desasosiego que implica la extrañeza radical del abandono y la destrucción.
Es desde ahí que Cerda se permite tomar distancia e intenta convertir cada dato, noticia y acción que ve y palpa en motivo de reflexión en apariencia ajeno a la realidad que se dibuja en su peculiar circunstancia. Pareciera ser que Cerda asume la cotidianidad como un pretexto para abrir una brecha más densa y problemática que la misma cotidianidad que la funda y ello para entender a ese presente que se muestra fugitivo en sus rostros que se desvanecen ¿Y cual es ese presente que aquellos textos intentan examinar? Uno que se tambalea entre utopía y escepticismo, un presente que necesita ser narrado en sus fragmentos, pues es un tiempo fragmentario: toda certeza de unidad, de bloque ha sido aventada. De ahí que la escritura de Cerda se vislumbre fragmentaria donde cada fragmento que la constituye –notas, frases, exploración de referentes culturales varios, remembranza de lugares antaño visitados, ensimismamiento con pedazos de biografía trunca y doliente, aforismos, comentarios, dilucidación de un posible sentido por medio de la celebración o el asombro electrizante- configura una totalidad respecto de sí misma y de un fantasmagórico y nunca existente libro, pero también y simultáneamente aquella totalidad lleva en su interior la ausencia del todo, del cual ella forma no obstante una entidad acabada. En la escritura de Cerda ningún fragmento se basta a sí mismo, y cada uno posee en sí, por el contrario, lo que lo atrae hacia su recomienzo, hacia su infinita reiteración. Cada fragmento expresa y constituye, a la vez, un todo limitado y la ausencia de totalidad.
Una escritura asumida de aquel modo es, tal vez, la aceptación estoica de vérselas con un presente, con un ahora nihilista en la singular estela de Nietzsche, pero también con un tiempo planetario –como le gustaba decir, citando a Kostas Axelos- que ha equiparado toda pasión, toda idea y ha disuelto en una riesgosa nivelación de carácter técnico y burocrático, la posibilidad de la utopía; un tiempo donde el “ahora” de su generación – la de Enrique Lihn, Armando Uribe, José Donoso y Luis Oyarzún- es un ahora de una generación desilusionada y vuelta escéptica, acaso por el fracaso de la utopia revolucionaria, acaso por la eventual avalancha de lo histórico asumido como proceso unilateral y que ha renunciado a las advertencias de su propia configuración crítica. En la lectura de Lukács, Sorel y Ortega, Cerda encuentra la base teórica de sus disquisiciones, su tabla de valorización y, sobre todo, el fundamento –y digamos también: el pretexto- que le permite desplegar su reflexión en torno a dos temas capitales que pueden ser rastreados en buena parte de su obra que intenta asir aquel “ahora” esquivo y siempre distinto a sí mismo: la violencia nacida de la crisis ideológica en los albores del siglo XX y el consecuente emerger de los movimientos de masas y la consabida decadencia de la cultura ilustrada de raigambre burguesa. En estas inquietudes, en estas reflexiones, Cerda, por supuesto, no se halla solo: es casi un lugar común de la intelectualidad chilena entre las décadas del 40 y el 50 y hasta bien entrados los años 60, el volver una y otra vez en torno a estas preocupaciones, tales como el vaciamiento de sentido de una cultura ilustrada que cede paso a los anónimos movimientos de masas, poniendo en entredicho las búsquedas de identidad social y cultural de los decenios precedentes, como asimismo la sospecha ante esas mismas masas demasiado sensibles ante discursos demagógicos de caudillos como Ibáñez o Alessandri, por ejemplo. Es la preocupación por la búsqueda y justificación de un proceso identitario que se remonta al siglo XIX, pero que en la emergencia de una modernidad que choca violentamente con usos y costumbres, maneras y mentalidades arraigadas en la sociedad chilena tradicional, provocan desencuentros, desajustes e incomprensiones. Es el problema, no menor, de justificar y dirimir el lugar que el escritor, el ensayista en tanto sujeto de opinión intelectual, debe o puede ocupar en medio de una sociedad en transformación vertiginosa, sobre todo desde mediados de siglo y la eventual función que ocuparía en ella.
En una compleja y densa red de concomitancias, influencias y lecturas comunes, es posible hallar algunas coincidencias asombrosas entre intelectuales y escritores disímiles y hasta opuestos cuando abordan críticamente estos temas: Mario Góngora, Luis Oyarzún, Jorge Millas, Alfredo Lefevbre y Clarence Finlayson -por mencionar un puñado de nombres- viven y escriben obsesionados por estas problemáticas, ilustrando del mejor modo la conciencia epocal de un proceso de modernización salvaje que es antesala a nuestros actuales estados de globalización.
Lo que a Cerda le llama la atención y es motivo de sus observaciones y comentarios es, en este nuevo escenario de la realidad chilena y universal, la reconfiguración del espacio público y el rol del escritor al interior de éste. Y me parece que en ese sentido tomar decisiones radicales por parte del escritor como sujeto inscrito en un instante fáustico –por lo que implica la invitación a la acción para enfrentar tamaño desafío-, representa a los ojos de Cerda una atracción y un peligro: atracción por la necesidad de aventurar posiciones en un espacio movedizo y fulgurante, peligro por lo que implica tomar partido en un juego que cobra su venganza desde los hechos mismos y sin posibilidad de arrepentimiento. En esa sutil y cruel dialéctica es desde donde podría entenderse la admiración y el arrobamiento estremecedor que provocan a Cerda escritores como Celine, Spengler, Drieu La Rochelle, Jünger y von Solomon: el riesgo suicida que subyace en pasar de la idea a la acción sin medir consecuencias racionalmente aceptadas y desde donde es explicable, pero no aceptable, el desastre que significan estos escritores al querer responder ante los requerimientos de la época y sus respectivas sociedades.
Al final, el fracaso de la escritura en una época planetaria conlleva la imposibilidad de conformar una opinión ilustrada. Y en ese atolladero, Cerda ha escogido ser testigo y relator de hechos, analista de la sinrazón y atento vigía del sentido. El espíritu crítico dable por antonomasia al ensayista y su escritura, no es un mero juego de orden donde la razón se despliega para indagarse a sí misma y, de aquel modo, quedar obnubilada de sus propios logros y de sus más que quiméricas pretensiones de entendimiento e interpretación de la totalidad. Se vuelve más bien la exploración y la constatación que hace objeto de cuestionamiento y de pregunta, la visión del derrumbe y la conmoción disolutiva de lo impensable.
En Chile y Latinoamérica lo impensable ha querido en más de una oportunidad no ser dicho, es decir, ha querido ser dejado en la mudez del silencio cómplice o de la indiferencia gregaria. Para Cerda, pensar lo impensable significó uno de los desafíos más intensos de su vida intelectual, aún más, cuando en nuestro país, lo impensable se halla atravesado y definido por la violencia, signado por la violencia:
(…) alguna vez hemos dicho que la violencia es, en nuestros días, una conversación imaginaria de los desesperados: un gesto extremo que se repite cada vez que en una sociedad la impotencia frente a los problemas que esboza el futuro se transfigura, de un modo u otro, en una acción descontrolada por la fantasía (…)
Es de esta forma que el desencanto se apropia de la escena, desencanto que Cerda ha caracterizado alguna vez como “el destino de una ilusión”. ¿Y cuál sería ese destino y cuál esa ilusión? Pues la fractura de la posibilidad, el desengaño y la constatación al interior de la sociabilidad política y cultural chilena, de los horrores, tanto de derecha como de izquierda:
(…) la sociedad capitalista avanzada no era, después de todo, un simple objeto verbal, sino en rigor, una estructura histórica capaz de enfriar todas las recusaciones. Ésta es, justamente, la tesis expresa de Marcuse (…) la sociedad socialista, por otra parte, no era sino una brutal caricatura de lo que habían proyectado los grandes pensadores socialistas desde Karl Marx hasta Rosa Luxemburgo. La década del sesenta marcó, en efecto, una contracción extrema de la promesa utópica.
Por ello, para Cerda, el destino de toda ilusión es el desencanto. Hace falta, señala nuestro autor, una sociología del pesimismo que pudiese mostrar y dejar en evidencia sin duda alguna que una de sus fuentes ocultas es la nostalgia de un tiempo histórico en el que las acciones de los hombres respondían, por encima de sus oposiciones, a la esperanza de poder llegar a domeñar el lomo incierto del futuro. Bajo estas circunstancias, Cerda no rehúye la necesidad de pensar el lugar que el ensayista y su escritura ocuparían en la articulación que permitiese entrever la desolación huidiza de su presente. No de todos modos desde la nostalgia, sino más bien, advirtiendo el fraseo epocal que se encarna en formas, ideas y actitudes.
En el epílogo a La palabra quebrada (1982), Cerda es muy claro respecto a las características del sujeto ensayístico y del lugar que ocupa en la enunciación de su “ahora”:
(…) Preguntar, buscar, interrogar es, de un modo u otro, reconocerse perdido. Ningún ensayista puede hoy, en consecuencia, invocar a la Providencia de Dios, ni la ley del Progreso Universal, ni la visión total y “totalitaria” de la Historia, ni ninguna otra seguridad confortable. Es un hombre a la intemperie, perdido entre los escombros de un mundo histórico y los restos de una visión arrogante de sí mismo (…) (1982: 133)
Vemos que, paradójicamente, la escritura del ensayista, asumida como escritura fragmentaria, muestra su riesgo allí donde querría ser la más reivindicativa, es decir, en su cuidado por alejar toda tentativa de unidad, convoca a ésta, finalmente, como voz entregada al desastre y por ello reiterándose como última palabra. De aquel modo, la escritura ensayística convertida en verdadera variación de una experiencia escatológica -pero que no profetiza, ni se facilita a sí misma como la hipoteca de su propia defensa utópica- se transforma en una escritura del final, pero una escritura que, sin tapujos, no se interrumpe, aún más, exigiéndose, parafraseando a Blanchot, en la figura misma del desastre, siendo el desastre.
Esta exigencia como escritura del final autoriza a pensar el desastre como ese otro, a través del cual, se escribe y describe a sí mismo para plantearse la posibilidad de ser. Por eso, creo que la gran dificultad a la que se nos llama cuando leemos a Cerda es la de habérnoslas con una escritura que es una infinita tentativa por mostrarse como condición memorable de su propio pensar. Quizás por eso, el tiempo –y el tempo- de la escritura de Cerda es el tiempo en el que lo real es trasvasijado, zaherido, rodeado mordazmente y, de manera simultánea, dilucidado –y diluido- en multitud de aristas, aproximaciones y oblicuidades. Pero también la escritura fragmentaria de Cerda es –quizás paradójicamente- un presente extraviado, pero asumido como el lugar de la imposible conjunción entre palabra crítica, palabra discursiva y relato. El tiempo de la ausencia descubre un lugar, un espacio en el que estas formas de escritura pueden coexistir sin que una menoscabe a la otra.
Después de todo, pareciera ser que para Cerda sólo resta una apuesta por el escepticismo como actitud vital y lúcida ante el descalabro epocal. A semejanza de su amado Montaigne, es posible advertir en ello un temple que vislumbra con serena entereza los infortunios marcados por la dictadura y sus consecuencias de inhumana modernización. Tal vez para nuestro autor, como para Kafka, el dictum del presente, de ese anhelado y escurridizo presente, se cumple como un atroz desplazamiento: “ciertamente hay muchas esperanzas, pero ninguna es para nosotros”
Valparaíso, otoño de 2013.
Bibliografía:
Ainsa, Fernando: Ricardo Salas Aistran (comp.): Pensamiento crítico latinoamericano: conceptos fundamentales, tomo 1, Ediciones de la Universidad Católica Silva Henríquez, Stgo de Chile, 2005.
Cerda, Martín: * La palabra quebrada, 1982, Valparaíso, Ediciones Universitarias de Valparaíso
* Ideas sobre el ensayo, 1993, Santiago, Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos-Centro de Investigaciones Diego Barros Arana.
Gomes, Miguel: Los géneros literarios en Hispanoamérica: teoría e historia, 1999
Pamplona, Ediciones Universidad de Navarra.
Lukács, Georg: El alma y las formas, 1985, México, Ediciones Grijalbo.
Paz, Octavio: Los hijos del limo, 1998, Barcelona, Ediciones Seix-Barral.
Weinberg, Liliana: * El ensayo, entre el paraíso y el infierno, 2001, México, Fondo de Cultura Económica.
* Situación del ensayo, 2006, México, Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos/ Universidad Nacional Autónoma de México.
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