Por: Daniel Rojas
Fuente: http://www.critica.cl (15/05/13)
El ensayo, entendido como género discursivo por Aullón de Haro en los siguientes términos: “ un tipo de texto no dominantemente artístico ni de ficción ni tampoco científico ni teorético sino que se encuentra en el espacio intermedio entre uno y otro extremo estando destinado reflexivamente a la crítica o a la presentación de ideas” (1997), se (re)construye a partir de la (re)organización textual fragmentaria, intertextual e irónica del texto, conceptos que el destacado investigador Martín Cerda desarrolló en su obra a fin de caracterizar el género ensayístico.
En su texto “El ensayo y Adorno” Aullón de Haro agrega: “El viejo Montaigne, en el primer intento de dar razón técnica, es decir de plantearse en términos de poética, el Ensayo, en realidad vislumbró el principio constructivo del mismo, cuando comienza su famoso párrafo mediante el cual otorga el nombre que permanecerá para el género: “Es el juicio un instrumento necesario en el examen de toda clase de asuntos, por eso yo lo ejercito en toda ocasión en estos Ensayos”. (…) La condición del discurso reflexivo del Ensayo consiste en lo que llamaremos la libre operación reflexiva, cuyo necesario núcleo articulador es la operación del juicio, que inevitablemente es crítico, también a su vez como articulación libre. Todo ello determina, en consecuencia, la indeterminación filosófica del tipo de juicio y la contemplación efectiva de un horizonte que alcanza desde la sensación y la impresión, de funcionalidad imaginativa, hasta la opinión y el juicio lógico, de funcionalidad racional. Es el proyecto de un difícil equilibrio a mantener sobre la oscilación, ya simplificada o ya complejizada, entre la autorreferencialidad del yo artístico y la referencialidad del objeto teorético desde la conciencia del sujeto” (1997).
Asimismo, Cerda remontándose a los principios formativos del ensayo -desde los clásicos occidentales hasta su apogeo durante la ilustración como herramienta burguesa- destaca el aporte de Montaigne que bautiza el género con el nombre de ensayo, lo que en esencia envuelve la ironía propia de un medio que propone a su destinatario eventual, una visión de la realidad desde el bosquejo, lo inacabado e impreciso, remitiéndonos a una variedad de fuentes que completan su significación en la cooperación textual que ejerce aquel llamado a actualizar el mensaje al vincular las partes de un entramado invisible e incompleto en principio.
Blanchot nos dice: “sólo la ironía puede hacer coincidir el discurso con el silencio, el juego con la seriedad, la exigencia declaratoria, y hasta oracular, con la indecisión de un pensamiento inestable y dividido, y finalmente, para el espíritu, la obligación de ser sistemático con el horror del sistema.” (Cerda, 1982:12).
De la Fuente por su parte, se detiene en la idea de ironía en los siguientes términos: “la ironía es el rasgo esencial, preguntas encubiertas o disimuladas que enderezan las costumbres, opiniones y sucesos de una época, anticipando la crítica a los rasgos más acusados de una determinada sociedad.” (2010: 29-39).
Para Lukács en cambio, la ironía del ensayista consiste en estar aparentemente siempre ocupado de libros, imágenes, objetos artísticos o cosas mínimas, cuando, en verdad, está siempre hablando de esas cuestiones últimas de la vida que, de una manera u otra, lo preocupan, inquietan o atormentan. La ironía es, de este modo, la estrategia o recurso que emplea el ensayista para enmascarar sus preguntas más radicales bajo el aspecto de una glosa o digresión ocasional, y por eso ocurre que cuando más lejano el autor parece de la vida, más doliente y quemante es su proximidad.
Pere Ballart por su parte indica en torno a la ironía: “Alazoneia y eironeia son los términos con que se designaba en la antigua Grecia a la actitud vanidosa y, en el fondo, estúpida de quien finge unas aptitudes que en realidad no posee; mientras que el segundo término distinguía al talante de alguien que, en apariencia desvalido, esconde su juego y por medio de estratagemas se sale con la suya.” (1992:40).
Sinteticemos estos puntos con la siguiente definición técnica, por reduccionista que parezca, el ensayo es un texto breve escrito en prosa con el propósito pragmático de persuadir al lector sobre alguna norma de acción que el autor sostiene.
De cualquier modo, lo verdaderamente esencial en cada ensayo no reside, en consecuencia, en el objeto de que se ocupa, sino, más bien en las preguntas a que se somete discreta y, a la vez, radicalmente, porque esas preguntas suelen tocar la concepción del mundo en su desnuda pureza, son ellas las que permiten al ensayista ir reduciendo a escombros la fachada de los pensamientos convertidos en tópicos o doxas y, a la vez, anunciar el perfil inédito de las cosas que promete el futuro.
Finalmente, también en un sentido etimológico, George Von Lukács subraya tempranamente dentro del siglo recién pasado, allá por 1911, la modestia admirable del vocablo ensayo, encontrando en él la más hermosa demostración de lo que llamó la ironía esencial del ensayo, estableciendo una filiación intelectual que se remonta hasta Montaigne. Pensador que califica de “porvenirista”, orientado radicalmente hacia el futuro que se aproximaba, expuesto cara a cara con él, y por una razón que él mismo enunció y anunció. Dicha posición es análoga a la del navegante que, después de sobrepasar el horizonte de lo conocido, se queda, por así decirlo, fuera del mapa, enfrentado a la pura peripecia y, por ende, sin otra información que la que por pericia o inspiración, obtiene de cada nuevo día de navegación. Pericia de tanteo que como señaló Adorno en su Teoría Estética (1970), radica en la raíz de la palabra ensayo. Tantear es un modo de orientarse hacia lo desconocido e indescubierto, el ensayo posee dicha tarea.
De modo que el verdadero ensayo, en el aluvión de papel impreso en masa, es un gesto disidente e irónico obligado a redoblar su disidencia, por ende lo distintivo en los escritos de Benjamin, E.M. Cioran o Roland Barthes es, justamente, su forma o, más exactamente, lo que este último llamó la responsabilidad de la forma. La ironía pasa a ser dentro del ensayo, el instrumento que tiene el escritor para radicalizar su oposición y una de las maneras que tiene para despensar las verdades instituidas y cristalizadas por los sistemas oficiales. Esta permanente conducción de cada problema que aborda, llevándolo a su máxima tensión, hasta sus últimas consecuencias, opone esencialmente al ensayista a la cultura instituida, al conformismo de la doxa y a lo pensado anteriormente.
Esta radical disidencia –o, como decía Adorno, herejía- se acusa particularmente en la crítica sin desfallecimiento a que somete el ensayista a las soluciones que ofrece lo pensado anteriormente.
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA.
Adorno, Theodor. (1962). El ensayo como forma. Notas de Literatura. Barcelona: Ediciones Ariel.
Aullón, Pedro. (1997). “El ensayo y Adorno” en Teoría Crítica. Número 4.
Ballart, Pere. (1994). Eironeia. La figuración irónica en el discurso literario moderno. Barcelona: Quaderns Crema.
Blanchot, Maurice. (1955). L’space littéraire El diálogo inconcluso. Caracas: Monte Ávila Editores.
Cerda, Martín. (1982). La palabra quebrada: Ensayo sobre el ensayo. Valparaíso: UCV Ediciones.
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