Por: Paul Walder
Fuente: http://www.revistapolis.cl (N°, 9)
Periodista chileno, licenciado en la Universidad Autónoma de Barcelona, especializado en temas económicos. Escribe en El Periodista , Plan-B y Punto Final.
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El lenguaje, bien sabemos, es un fenómeno cultural que incorporamos como si fuera nuestra identidad, conciencia y naturaleza. En cierto modo, el lenguaje nos antecede, nos rodea, nos forma como chilenos, no chinos, ni finlandeses, ni ingleses. Este lenguaje de apariencia natural es nuestro referente, punto de origen y destino, es historia y universo. Es acción y conciencia, proyección futura, generador de mitos y leyendas, de identidades subjetivas, individuales y sociales, creador de utopías y tragedias.
La artificialidad del lenguaje está magnificada por los grandes relatos o discursos míticos, religiosos, sociales, técnicos y políticos. Y es éste último el que se oculta bajo otros discursos, sean a veces sociales, religiosos, mesiánicos, modernos, técnicos y tecnológicos, emancipatorios o racionales. Son discursos estructurados y organizados que, tal como el lenguaje básico o natural, también se incorporan en la subjetividad y se comprenden y expresan como si fueran relatos naturales. Así ha sido el discurso mítico y religioso, así ha sido y es el político, hoy permeado y enmascarado en el relato aparentemente técnico de la economía.
La palabra, se cierra y se abre sobre sí misma, sobre realidades que se superponen unas a otras. Capas sobre capas, espesas, duras, móviles, resbalosas, resecas, acumuladas por el tiempo y el desuso. Una acumulación que corre en una dirección y también una limpieza, que es desnudez, abertura, transparencia. Son capas mudadas como pieles de serpiente.
Sobre nuestra palabra más reciente ha estado la violencia (como dolor corporal por el desgarro de aquella piel brutalmente mudada), impulso que surge también desde la misma palabra. Nuestros más cercanos eventos sociales y políticos han estado marcados, durante treinta, tal vez cuarenta años, por esta violenta rasgadura del lenguaje, el que ha sido filtrado, fragmentado, silenciado, enmascarado y, por cierto, moldeado; lo ha hecho el devenir histórico, los proyectos sociales y también sus violentas reacciones.
En la lengua habitan nuestras desdichas, sueños y dolores de las últimas décadas. Quedan en ella despojos, pedazos inertes, otros fósiles, que conviven -a veces vergonzosamente-, con otros objetos, eventos e invenciones. Las presiones discursivas de los años sesenta, bajo el emblema del relato histórico y social, se sucedieron con la violencia de la negación tras el golpe de estado, evento que junto al allanamiento y el secuestro del léxico histórico y social, instala el discurso de la economía de mercado como máscara que oculta crímenes y pillajes.
La lengua sufre una tercera presión con la transición a la democracia. Una nueva coerción, ejercitada otra vez desde la economía de mercado, impregna y paraliza al resto de los discursos e instala al relato económico como paradigma técnico y apolítico de las modernizaciones.
Nuestra lengua ha sido y es atravesada por discursos que intentan someterla, convertirla en un vehículo de control y doctrina. Así ha sido el ejercicio de la política, de la religión, de las ideologías sobre la lengua, un ejercicio de moldeamiento de significados, que es adiestramiento lingüístico y también a veces afonía, ceguera y alineación. Hoy, bajo el discurso neoliberal y bajo su enmascaramiento técnico, tenemos una nueva trascripción de los grandes relatos políticos, doctrinarios y religiosos.
El golpe lingüístico
La legitimación del modelo económico neoliberal se hizo sobre el discurso político, el que se heredaba lleno de fragmentos, omisiones, zonas opacas y hendiduras tras la dictadura. El habla y la escritura, así como los cuerpos, se convirtió en seña, en irrefutable marca política de su usuario, la que fue también entidad receptora de represión y violencia. El Chile de la transición a la democracia, lleno de temores y confusiones, se expresaba en una lengua llena de heridas y derrotas, por un lado, y de triunfos y promesas por el otro. La transición chilena, basada en el artificial consenso político de una sociedad polarizada, se inventó a sí misma en el lenguaje, identificándose con un discurso económico modelado por la dictadura, sordo a toda huella lingüística del pasado reciente.
Durante dieciséis años la dictadura había aplanado la lengua, eliminado expresiones y encajado a la fuerza un glosario como nueva realidad (lingüística). Una presión permanente que trascendía los discursos públicos para incorporarse en la aparente naturalidad del habla cotidiana. La mutilación y posterior desaparición de extensos léxicos y el control sobre el discurso condujeron a una paralización, a un permanente estado de excepción lingüístico, a una afonía social. No hablar significa también no pensar. Y no pensar conduce a una suspensión de la interpretación de la realidad.
La constante incorporación y repetición de nuevos léxicos, así como la exclusión de otros, genera una nueva realidad. El proceso de mutación lingüístico que observamos durante la dictadura con la eliminación de vocablos que van desde “clase”, “obrero”, “solidaridad”, “reivindicación” o “comuna” reemplazándolos por significantes de diferente carga sígnica, traspasa el umbral de la democracia y crece con la incorporación del glosario neoliberal, que inserta expresiones como “productividad”, “competitividad”, “meritocracia”, “apertura comercial” o “globalización”.
Los observadores directos han escrito que “casi todos los idiomas que sobrevivieron a la crisis han ido reciclando sus léxicos en pasiva conformidad con el tono insensible, desafectivizado, de los medios de masas” (Richard 2001: 46), los que, bajo la funcionalidad del mercado, medido por los rankings y el rating, vacían, traducen o invierten los idiomas. De allí surge una lengua plana e insensible, llena de exclusiones, de significados controlados. “El dilema de la lengua surge en Chile de la necesidad de recobrar la palabra después de los estadillos de la dictadura que casi privó a la experiencia de los nombres disponibles para comunicar la violencia de su mutilación” (Ibid: 47).
La legitimación del relato económico ha alimentado posteriormente otros lenguajes, los cuales, tras la crisis de representación, se han visto privados de sus propios léxicos. Ante la falencia discursiva, ante el bloqueo de su creatividad y capacidad de producción, han incorporado el discurso económico de mercado, ya sea como ejercicio transdisciplinar o como simple capitulación.
El lenguaje cotidiano, constreñido durante la dictadura, pero alimentado y controlado a través de los medios de comunicación de masas durante y tras la dictadura, sufre un proceso de disolución. No está violentado o reprimido; sí arrinconado, aislado, inhibido y expropiado para cualquier expresión pública. El habla cotidiana y privada, por extensión el discurso privado, queda disociado del recién instalado discurso político autoritario, el que se ha separado, durante los años del régimen militar, de su tradicional y moderna inspiración social.
El único lenguaje legitimado por la dictadura surge del léxico especializado, fenómeno que se replica en los gobiernos democráticos: la única vía de expresión pública está fragmentada en metadiscursos técnicos e instrumentales, entre los cuales el económico prevalece por encima del legal, del médico o el policial. Se trata de un relato certificado, que excluye el habla cotidiana, la que se esconde y se reduce -sólo alimentada o retroalimentada por los medios de comunicación-, a las esferas domésticas y más íntimas. El habla cotidiana, que podríamos denominar un discurso natural, no sólo queda relegado al ámbito de la intimidad, sino que pierde su energía como expresión social y queda inhibido, totalmente debilitado, aunque también lleno de fragmentos y objetos de uso económico 1 , como discurso cohesionado y representativo de las fuerzas sociales.
Por cierto que no es lo mismo el lenguaje hablado que el escrito y su delimitación es necesaria. Barthes señala que “lo que opone la escritura a la palabra, es el hecho que la primera siempre parece simbólica, introvertida, vuelta ostensiblemente hacia una pendiente secreta del lenguaje, mientras que la segunda no es más que una duración de signos vacíos cuyo movimiento es lo único significativo” (1972: 27).
El habla natural sufre a partir de la dictadura un doble drama. Esta duración de signos vacíos cuyo movimiento es lo único significativo está fragmentada y dispersa en los pequeños relatos privados e inhibida como vehículo de expresión social en una sociedad deshilvanada de las fuerzas colectivas. Bajo esta presión o realidad social, el discurso natural -ya sea hablado o escrito-, ha renunciado a su capacidad de convertirse en un discurso orientado a la esfera pública. Ha quedado relegado a ser un instrumento de comunicaciones internas, de interacciones privadas orientadas a sí mismas. Este fenómeno es muy perceptible cuando las personas hacen comentarios o vierten opiniones a través de los medios de comunicación. En estas circunstancias el habla natural muestra todas sus limitaciones expresivas al ser incapaz de articular un enunciado sobre una materia pública con el lenguaje privado: no sólo las dueñas de casa son incapaces de articular una idea sobre una materia pública -como política, por ejemplo-, sino que tampoco lo pueden hacer legiones de estudiantes o trabajadores no sólo manuales. Las únicas salidas a esta amputación lingüística es el empleo de un discurso técnico –el que sólo controlan los especialistas-, o echar mano a una retórica mediática apoyada por recursos no verbales que disimulen la falencia de la expresión verbal.
La única resonancia de la voz privada está, y aquí hallamos una gran paradoja, en los medios de comunicación audiovisuales y en el discurso publicitario. Es ésta su emergencia pública y es ésta también su retroalimentación. Los medios y la publicidad han hallado un espacio de proliferación, que es una especie de hinchazón de un habla privada acotada y destinada a sí misma. ¡Qué mejor ejemplo que aquella amplificación del argot en los programas juveniles o en la publicidad orientada a ellos! Aquí -pero no sólo aquí, sino que en muchos otros espacios televisivos de entretenimiento-, podemos observar cómo la palabra privada entra en un circuito que la lleva hasta los medios, los que la legitiman y la vuelven a hacer circular hacia el territorio privado. Esta palabra privada, que es argot y elementos no verbales, desde la modulación a la entonación y el ritmo, aun cuando sea difundida por un medio de masas sigue siendo incapaz de articular una idea compleja, ya sea del mundo social o político. Podemos decir incluso que el lenguaje se carga de obscenidad cuando aquella habla tan íntima pasa a ser pública en los medios de comunicación.
Mascarada violenta
El lenguaje económico es una lengua enunciada como un lenguaje político, escrito y hablado como un ejercicio de (y desde) el poder. Su uso establece una relación con el ejercicio de aquel poder político, el que intenta enmascarar la fiereza de aquel totalitarismo. La máscara económica perfilada por las estadísticas comerciales y macroeconómicas, que es reconocida por los inversionistas internacionales y organismos financieros, es útil como velo para ocultar la férrea labor de los organismos de seguridad. Así es como durante la dictadura los rostros más visibles –junto al de Pinochet, claro está-, eran los de los ministros del área económica, como Sergio de la Cuadra, Sergio de Castro, Rolf Lüders y Hernán Büchi. Este último, recordemos, fue el candidato presidencial del pinochetismo para suceder al general en la transición a la democracia.
Durante la dictadura el uso del lenguaje económico expresaba un doble o triple significado. Era un lenguaje que intentaba encubrir la violencia y la represión, transparentadas en el discurso militar, ocultar y legitimar estas acciones políticas con las reformas económicas, limpiar los antiguos léxicos políticos de inspiración social e investirse como un nuevo proyecto político.
Hay una extrapolación del lenguaje económico. Este deviene en economía política, en proyecto político, en utopía y moral. Lo hace aun cuando sus nuevos oficiantes renieguen de este carácter histórico y la instalen como ciencia económica. Esta reproduce, dice García de la Huerta, “las reglas que rigen en el plano privado y las amplifica a escala nacional. En este sentido, es una nueva variante de las sucesivas formas en que la política ha sido colonizada: por la religión, la filosofía, la jurisprudencia o, como en este caso, por la moral” (García de la Huerta 2003: 39).
La violencia política sobre el lenguaje no ha sido, por cierto, una acción exclusiva de la dictadura chilena. La imposición de la lengua forma parte de estrategias políticas que buscan la consolidación de una trasformación histórica para la producción y reproducción de un nuevo imaginario social. Ya desde la Revolución Francesa se relacionaba a la lengua con el pensamiento revolucionario. Había que reformar la lengua, liberarla de los usos vinculados al antiguo régimen e imponerla purificada: así se imponía un pensamiento nuevo, también depurado (Bourdieu 1998).
A diferencia de una revolución -la dictadura optó por el término “liberación (de las garras del marxismo internacional)”-, que genera un nuevo lenguaje, el régimen chileno vaciaba, mutilaba, eliminaba, así como los cuerpos, expresiones y términos, en un intento de invertir o disfrazar el evento más violento de la historia chilena del siglo XX. Todo el esfuerzo discursivo era un gran ejercicio de legitimación.
Los asesores comunicacionales de la dictadura, en el documento llamado “Campaña de penetración psicológica masiva”2 sugerían a la Junta Militar hacia finales de 1973 la aplicación de mecanismos para cargar de elementos negativos el gobierno de la Unidad Popular e instalar, a través de un “programa de guerra psicológica”, el golpe de estado como una acción liberadora. Bajo el mando del psicólogo Hernán Tuane, la campaña comunicacional, de inspiración goebbeliana, lo que no escondía su rusticidad, buscaba generar un clima de “angustia”, “neurosis”, “tragedia”, “inseguridad”, “peligro” y “miedo”, percepciones que eran, por cierto, muy bien estimuladas por la bestialidad de los operativos de los organismos de seguridad.
“Como consecuencia de esta campaña, se debe llegar a que el gobierno militar actual vuelva a emerger ante las mentes ciudadanas como única solución a ese problema llamado marxismo”3, el que era relacionado con conceptos como “traición”, “mentira”, “corrupción”. Marxismo o marxista era también una analogía de “extremista”, que era, a su vez, sinónimo de “terrorista”, o lo mismo que “mercenario” o “anti-chileno”. La campaña estaba coronada con un supuesto plan genocida de la Unidad Popular, el que fue denominado por los especialistas de la dictadura como Plan Z. “La particularidad del Plan Z en la historia no está sólo en el número de personas que se iban a sacrificar, sino también en el procedimiento con que se ejecutaría, eliminando chilenos sin distingo de edad ni sexo, por el sólo hecho de pensar en forma distinta a los marxistas 4.
El lenguaje de la dictadura era una fusión entre el discurso militar, la historiografía nacionalista y el conservadurismo católico, por un lado, y la modernidad -expresada cual léxico y libre e interesada interpretación neoliberal-, discurso ejercitado como conocimiento técnico, al modo de las cofradías secretas, pero también como doctrina pública moralizadora. La fusión de todas estas lenguas creaba el singular discurso autoritario, aquella mezcla única en Latinoamérica entre libertad mercantil y organismos secretos de tortura. Una lengua llena de extremos asimétricos, de aristas, añadidos y protuberancias, la que, sin embargo, aglutinaba a la derecha chilena más reaccionaria y delimitaba los nuevos márgenes.
¡Qué mejor símbolo de este desorden que el habla de Pinochet¡ Un discurso deshilachado, inconexo, lleno de vacíos y saltos, que sólo conseguía una mínima cohesión con la ayuda de una enérgica gestualidad. El destemplado tono de los cuarteles elevaba una oración gubernamental que era una caricatura de sí misma. Aquel intento de fusión de los códigos republicanos-nacionalistas con el lenguaje de la gestión empresarial pudo haber derivado en un espectáculo circense, de crudo humor; sin embargo su mismo exceso -de contrastes y violencia-, impedía concederle cualquier sesgo de humor.
El peso metálico y filoso del poder absoluto sobre la lengua es una expresión más de un estado de excepción extendido también sobre las libertades políticas y los derechos humanos. La presión sobre el lenguaje en un contexto de presiones y represiones generalizadas hacia todas las áreas de la vida cotidiana, diluía los efectos de sus cortes y mutilaciones, los que eran, ciertamente, menores ante la contingencia de la violencia sobre los cuerpos. Sin embargo la opresión sobre el lenguaje era también una herramienta de segregación, un decantador de sedimentos, un detector de los espacios de exclusión y, en especial, de disensión. El control sobre la lengua, que inhibía el habla, permitía también la identificación de los disidentes. La trasgresión de los controles ejercidos sobre la lengua generaba el control sobre el cuerpo.
Traspaso e inserción
El lenguaje político-económico trasciende la dictadura y se inserta en la democracia. Esta y otras lenguas -por cierto que las de la oposición de entonces-, sufren un reciclaje, omiten expresiones y agregan otras nuevas; se matizan. Hay, especialmente, una, la de la economía, que se mantiene incólume. La limpieza lingüística ejercitada por los gobiernos democráticos está abocada a los diccionarios políticos, sociales, de derechos humanos, a la inspiración e inscripción marxista, está orientada a producir el nuevo repertorio de la transición, que es una lengua crepuscular, opaca y ambigua, la que busca, por sobre todo, el consenso con las salientes autoridades.
El lenguaje económico no sólo se transfiere intacto; a poco andar, es también el léxico de la democracia, un vehículo para traspasar el nuevo objetivo de los gobiernos de la Concertación: a falta de libertades plenas, de democracia plena, ante las réplicas de la caída de los socialismos reales, bien valía echar mano al objeto más inmediato. El éxito macroeconómico de la dictadura, ahora depurado por el tamiz democrático, pasó a ser la pieza clave que le otorgaba el sentido a la nueva gobernabilidad. Las falencias democráticas fueron suplidas por el éxito macroeconómico, ahora legitimado por los nuevos gobernantes. La economía de mercado y su interfaz más doméstica, el consumo de masas, éste como su elemento democratizador y estrategia comunicacional, pasa, tras un proceso de cuidadoso marketing y publicidad, a conformar el núcleo lingüístico de los gobiernos chilenos de la década de los noventa.
El evento más citado y tal vez uno de los más simbólicos de los noventa fue el iceberg chileno en la Feria de Sevilla, un episodio que trasciende fronteras no sólo por constituir un inusual acontecimiento para el imaginario político latinoamericano, sino porque pone de cabeza toda nuestra reflexión identitaria. El iceberg cambiaba el concepto de “conquista” por el de “encuentro entre dos mundos”, y estaba destinado a enmascarar una violencia histórica y una dominación que en aquellos mismos años, y hoy en día, se expresa a través de las inversiones españolas en Latinoamérica. El iceberg era un símbolo que acogía la nueva ideología conciliadora de los organizadores de esa feria, la que buscaba legitimar la expansión económica española en América latina y resignificar una ciudad clave del pasado colonizador, Sevilla, colocándola como avanzado de los aportes modernizadores de Europa (García Canclini 2000). Un giro que desde ambos lados del Atlántico se apoyaba en el mercado y en el discurso económico, que se acomodaba muy bien en la nueva institucionalidad chilena. Tan cómodos se sentían los nuevos administradores que no sólo legitimaron el modelo económico heredado de la dictadura, sino que extendieron esta complacencia hacia las profundidades de la historia. El éxito económico de aquellos años era una neblina embriagadora que llevó a considerar las reformas económicas como piedra angular para proyectar el futuro e interpretar el pasado.
Ante el evento, el antropólogo argentino Néstor García Canclini ha comentado -no sin ironía- que estas operaciones mercantiles suelen ser incompletas y de alcance limitado. El discurso del gobierno chileno sobre España recuperó el estereotipo de dominación colonial cuando seis años más tarde, en 1998, el juez Baltasar Garzón logró la detención de Pinochet en Londres y el gobierno de Eduardo Frei pretendió que el núcleo del conflicto era la invasión sobre la jurisdicción chilena por parte de un país, España, que había sido “incapaz de juzgar los crímenes del franquismo”.
Quien ha realizado tal voltereta es la Concertación, no sin estímulos de la derecha neoliberal. La nueva izquierda chilena instala un parsimonioso proceso de transformismo político, como lo ha llamado Moulián (1997). De la crítica al neoliberalismo -que ejerció con persistencia y dureza durante los setenta y ochenta-, pasa a un reacomodo de posturas y a un asombroso cambio discursivo. La crítica económica, el análisis de inspiración marxista, se transforma en un elogio, primero esbozado, pero más tarde abierto, al libre mercado. El discurso político, apagado y también vapuleado tras la crisis de los socialismos, es reemplazado por el económico, el que ya no halla limitaciones. La expansión de esta disciplina al habla cotidiana es un proceso veloz que se empata con las modernizaciones. El paso a la democracia se identifica con un paso a la modernidad, la que va íntimamente ligada con la expansión económica y el consumo.
El trabajo de reducir el glosario político ya lo había realizado la dictadura. Términos como clase, revolución, explotación, injusticia o desigualdad no circulaban en público desde los primeros años setenta5. Con el retorno a la democracia a inicios de los noventa, el recuperado glosario fue reemplazado no sólo por el económico, sino por aquella nueva vulgata planetaria desprendida de la posmodernidad (Bourdieu 2000: 42). Una neolengua que incorporaba términos como flexibilidad, globalización, eficiencia, excelencia, regionalismo, apertura, tolerancia cero, exclusión, etnias, nueva economía… Una lengua o pseudo lengua que tenía sus fuentes originales en los conversos de la izquierda. El nuevo léxico no era una invención generada por el capitalismo tradicional y global, sino por viejos revolucionarios que anunciaban su nueva revolución, la neoliberal. Los antiguos promotores de la lucha de clases, testigos de las evidentes contradicciones del capitalismo, regresaban cual héroes griegos tras la epopeya, con la revelada verdad: el cambio, la revolución, había estado siempre en el mismo capitalismo.
Orwell acuñó la expresión de neolengua en 1984, su perversa utopía. El Ministerio de la Verdad, que se dedicaba a las noticias, a los espectáculos, la educación y las bellas artes, tenía en su fachada a lo menos tres consignas: “La guerra es la paz”, “La libertad es la esclavitud” y “la ignorancia es la fuerza”. Había otros ministerios, el de la Paz, para los asuntos de guerra, el Ministerio del Amor, encargado de mantener la ley y el orden, y el Ministerio de la Abundancia, al que le correspondían los asuntos económicos. Aquel totalitarismo descrito hacia mediados del siglo XX, asignado entonces al estalinismo, ha devenido en una especie de totalitarismo neoliberal, el que se expresa y reproduce en la palabra. “La intención de la neolengua no era solamente proveer un medio de expresión a la cosmovisión y hábitos mentales propios de los devotos del Ingsoc, sino también imposibilitar otras formas de pensamiento. Lo que se pretendía era que una vez la neolengua fuera adoptada de una vez por todas y la vieja lengua olvidada, cualquier pensamiento herético, es decir, un pensamiento divergente de los principios del Ingsoc, fuera literalmente impensable, o por lo menos en tanto que el pensamiento depende de las palabras” (Orwell 1949). Podemos ver que el mecanismo sobre el lenguaje descrito por Orwell se reproduce intacto en nuestros medios de prensa, en el habla de los empresarios y en los discursos de las autoridades económicas. La neolengua económica todavía, podemos decir, no se ha expandido totalmente hacia todos los otros lenguajes, problema que el mismo Orwell también detectaba. “Los editoriales del Times (en el caso nuestro, diríamos, El Mercurio ) estaban escritos en neolengua, pero era un tour de force que solamente un especialista podía llevar a cabo. Se esperaba que la neolengua reemplazara a la vieja lengua (inglés o español corriente, diríamos nosotros) hacia el año 2050. Entretanto iba ganando terreno de una manera segura y todos los miembros del Partido tendían, cada vez más, a usar palabras y construcciones gramaticales de neolengua en el lenguaje ordinario” (Ibid).
El sociólogo Alain Touraine reflexiona sobre este giro de las izquierdas al realizar su crítica a la modernidad. Las imágenes de la sociedad liberal, del cambio basado en las estrategias organizacionales y empresariales, seducen a muchos de los que quedaron decepcionados por la acción política revolucionaria. “Ello explica el júbilo con que tantos ex izquierdistas se entregan a un liberalismo extremo. Hacen el elogio del vacío o de lo efímero, de la liberación de la vida privada y del fin de las limitaciones y coacciones que imponían los modelos voluntaristas de sociedad” (Touraine 1992: 179-181). Se trata de una conversión que viene a complementar el actuar de las viejas derechas. “La derecha ya no defiende a los de arriba, sino más bien defiende a los que avanzan y confía en los buenos estrategas para reducir los costos sociales del cambio” (Ibid). El neoliberalismo no es ya un pensamiento ni una acción de partido, sino de una clase políticamente transversal identificada con el poder económico.
La transición se inventa y nutre de la resaca ideológica internacional y, en el país, de la falta de contrapeso político. El capitalismo y su nueva retórica fueron presentados, sin la necesidad de grandes explicaciones, como el factor de movilidad social, como la oportunidad histórica para cruzar el umbral del desarrollo.
Se trata, pese a su especificidad y raigambre técnica, de un discurso político violento, de coacción simbólica, un discurso soberbio, intolerante. El neoliberalismo, su mágica elocuencia y sus efectos macroeconómicos -y también subjetivos- deviene verdad revelada. Los chilenos podían acceder a créditos liberados y a un consumo desenfrenado, vida moderna que marcaba una brecha, un salto en el aire, con el poder de consumo de sus antepasados. Comprar un auto coreano, un equipo de música o una lavadora no fue el sueño de nuestros abuelos. La propuesta neoliberal y su prodigiosa elocuencia conducía a un discurso regional, acaso mundial, del modelo (económico) chileno, que, en principio ocultaba bajo un velo socialdemócrata, su fundamento neoliberal. Lo que se exhibía al mundo era, simplemente, el éxito económico, medido como mera estadística macroeconómica. Los números pasaron a ser signos privilegiados del nuevo lenguaje.
Control y absorción
Este discurso económico, que deriva de una disciplina, controla y absorbe el resto de los discursos. Determina las condiciones de su utilización, impone reglas al habla y no deja acceder a él a todos los sectores. Incluye y excluye. Quien ingresa en el orden de este discurso ha de satisfacer ciertas reglas que lo califican o certifican como actor de ciertos ritos, de un determinado pensamiento. Es una gran puesta en escena de un ritual que determina las propiedades singulares y los papeles convencionales de los sujetos que hablan (Foucault 1970: 34).
El discurso económico neoliberal tiene, al menos, dos grandes características en apariencia contradictorias (Ibid: 37). Funciona como las antiguas “sociedades de discursos” o sectas, cuyo cometido es conservar o producir discursos, pero para hacerlos circular por un espacio acotado, distribuyéndolos según reglas estrictas entre oficiantes elegidos. Es una forma de apropiación y difusión del secreto, como es el discurso técnico y científico, médico o legal. Los grandes oficiantes neoliberales son guardianes y también productores de aquel saber, el que sólo puede ser interpretado por otros igualmente iniciados. Sólo un miembro acreditado de esta sociedad puede emitir, cuestionar o refrendar el discurso económico. El caso de los Chicago-boys durante la dictadura tiene las mismas características sectarias que los neoliberales en la democracia. En ambos casos, ellos son los propietarios del saber y, por tanto, los únicos aptos para producir enunciados económicos.
Pero el discurso neoliberal es también doctrinario y ésa es su otra característica. La doctrina, a la inversa del secreto que cohesiona a las sociedades cerradas, tiende a la difusión. En apariencia, la sola condición requerida para compartir el discurso es el reconocimiento de las mismas verdades y la aceptación de sus reglas, acciones que conllevan, también, a una mayor significación. La dependencia doctrinal denuncia a la vez al enunciado y al sujeto que enuncia. En un procedimiento de inclusión y exclusión -tal como en la dictadura, aun cuando sin la sanción corporal-, el discurso doctrinario neoliberal en tiempos democráticos denuncia al sujeto que habla en el caso de haber formulado una herejía; lo dirige a cierto tipo de enunciación y le prohíbe cualquier otra. Se sirve también de ciertos tipos de enunciación para vincular a los individuos y para separarlos del resto. Pero a diferencia de la sociedad cerrada, en este caso el sujeto que habla sólo admite su adscripción, su dependencia doctrinal, pero está inhabilitado para interpretar el saber o producir discursos.
Estas características han estado presentes desde los inicios del discurso neoliberal, hacia la década de los setenta. Es desde entonces un discurso cerrado, secreto. La economía es asunto de sus oficiantes, la que se ejecuta sin necesidad de debate. El modelo económico se ejerce, del mismo modo que la acción política, reforzado por el aparato comunicacional y represivo. Durante la dictadura el discurso neoliberal, más que doctrinario, es sólo un relato críptico de iniciados. Están los discursos político y moral para actuar como doctrina, como instrumento discriminador, máquina de inclusión y exclusión.
La ausencia en democracia del discurso autoritario -junto a sus mecanismos de refuerzo policial-, llevan al relato neoliberal a convertirse también en doctrina. Es el discurso de la verdad, como nueva mitología, ahora identificada con los procesos de modernización, de democratización y desarrollo económico. Sin la violencia coercitiva de la oratoria política dictatorial, el relato neoliberal doctrinario se instala como una dictadura encubierta. Deviene en un instrumento eficaz de renovación lingüística, el que se enuncia como un valor positivo: libertad, democracia, tolerancia, minorías. La modernización y la democracia ya forman parte del glosario del modelo económico.
Se trata también de un relato que borra la historia, la reciente y la pasada. Se vacía de toda memoria y también de los crímenes recientes. Sólo con esta ahistoricidad el nuevo lenguaje puede rescatarse y limpiarse de sus orígenes dictatoriales y presentarse como un singular nuevo mito democrático. Sin embargo, el proyecto de desvanecimiento histórico, de amnesia y asepsia política y social se estrella a poco andar con la historia. Tal como sucedió con el fracasado proyecto del iceberg en Sevilla, que buscaba invertir la interpretación histórica de la colonización y dominación por el encuentro entre iguales, la detención de Pinochet en Londres acaba con el proyecto de la amnesia colectiva y la asepsia política-económica.
El discurso económico, decimos, se ejerce con efecto de verdad, no duda en negar, omitir o descalificar lo que obstaculiza la imposición de su verdad. El aumento del desempleo, la precarización de los trabajos, la concentración de los mercados, si bien no se omiten porque ha de resolverse con la misma verdad, que es más mercado y menos regulaciones, se presentan como los costos de las necesarias modernizaciones: los tratados de libre comercio, por ejemplo, que se exhiben como el triunfo de la globalización de los mercados, obligarían a reconvertir o eliminar ciertas actividades productivas, detalle marginal ante el cúmulo de beneficios que traería el libre comercio.
Cuando los empresarios y la derecha invocan a la flexibilidad laboral como solución al desempleo, que es, en cierto sentido, una invocación ética, lo que ruegan es a la necesidad de derribar normas y regulaciones que distorsionan el orden (para ellos) social natural. Mediante la flexibilidad laboral es posible que haya más empleo, sin embargo –y esto no lo mencionan-, todos los salarios con excepción los de los empleadores-, tenderían a reducirse. Así, en esta precisa materia, podemos leer de la pluma de los oficiantes del mercado que “la autoridad no ha adecuado la legislación a las nuevas características de la economía mundial. En efecto, especialmente para las mujeres y para los jóvenes deben facilitarse las formas de trabajo por tiempo parcial, en el hogar y a través de modalidades especiales. Esas restricciones y otras no inducen a las empresas a contratar más mano de obra”6.
El relato económico neoliberal tiene aires totalitarios. “Esa extraña dictadura”, la llama Viviane Forrester (Vergara 2003). García de la Huerta también se arriesga y vincula el discurso modernizador con la destrucción de la institucionalidad democrática, lo que lleva, o apunta, a la legitimación de los autoritarismos. El discurso económico neoliberal, que se ve a sí mismo como técnico, puro, ahistórico, apolítico y objetivo “se impuso a través de la liquidación de los organismos civiles y la proscripción más o menos violenta de los otros proyectos hasta entonces coexistentes con él. El discurso modernizador, en este aspecto, se asocia con la antipolítica de las dictaduras, que articula el discurso modernizador, el “imperialismo de la economía” y la imposición de un solo modelo de crecimiento y pensamiento” (García de la Huerta 2003: 65).
No puede ser un mero azar la emergencia del discurso económico durante la dictadura de Pinochet y su posterior éxito y consolidación en la democracia. En cierta manera, es un aspecto de la dictadura la que se afianza a través de la absorción del discurso económico por la democracia. No obstante, se trata de un relato capaz de viciar la democracia, de convertirla en régimen de ipso, pese a su aparente institucionalidad. El pensamiento único, la imposición (por la fuerza económica y por la persuasión mediática) de la sociedad de mercado, la concentración y monopolización de todos los grandes sectores y poderes, la destrucción de la organización civil y sindical, nos conducen a aquella “extraña dictadura”, a un “neototalitarismo”.
Un mito recuperado
La restauración democrática recupera los antiguos mitos burgueses y capitalistas, con sus valores frente al orden, el mercado y la propiedad privada de los medios de producción. Un estatuto que no necesita nombrarse; está ahí porque ahí ha estado siempre. Los nuevos gobiernos, que son burgueses aun cuando no lo profesan -¿cuándo un partido político burgués se ha denominado como tal?- se acomodan a los hechos sin la necesidad de nombrarlos; es una operación de ex-nominación (Barthes 1957: 233 ) . Este mismo autor señala que políticamente la difusión del nombre burgués se hace a través de la idea de nación, la que fue, en su momento, una idea progresista que ocultaba la aristocracia. En nuestro caso, por cierto que pervive la idea de nación, la que aún cuando oculta, parcialmente, a las elites, excluye, sin consideraciones, a los elementos que estima alógenos. Lo hace por decreto, pero también por exclusión lingüística. Del mismo modo como estas elites burguesas no se reconocen capitalistas -un término tal vez secretamente económico, pero jamás ideológico-, también vacían de su glosario nombres como proletariado, clase, lucha, explotación, por cierto que mapuche, o, incluso, trabajador. Las diferencias no se incluyen en el nuevo vocabulario neoliberal. Al haberse suprimido por omisión el concepto de lucha de clases, toda la nación ha de cerrarse bajo un mismo y también decretado consenso social y económico, que desde la lengua modela la política.
Nada es más similar al pensamiento mítico que la ideología política, afirmación que Lévi Strauss ejemplifica describiendo la Revolución Francesa como una secuencia de acontecimientos de otro orden, una secuencia de acontecimientos pasados, pero también un esquema dotado de una eficacia permanente que permite interpretar el presente social y entrever la evolución futura (1973). “Así, un mito que se transforma pasando de tribu en tribu se extenúa al fin sin desaparecer por ello. Quedan dos vías libres: la de la elaboración novelesca y la de la reutilización con fines de legitimación histórica” (Ibid: 253). Pero, esta historia puede correr en ambas direcciones; puede ser retrospectiva y fundar un pasado orden tradicional (epopeyas y próceres), o ser prospectiva, “para hacer de tal pasado el primordio de un porvenir que empieza a esbozarse” (Ibid).
La ideología política, como vemos, ha sido remozada y maquillada por la racionalidad económica, que ha devenido en una ideología del mercado, nueva mitología que, más que referirse a un evento pasado elevado cual acontecimiento reificado y supranatural, vela la historia y el presente y se extiende como mito mesiánico hacia un indefinido futuro. La mitología de la economía de mercado, incapaz de hallar sus orígenes en un evento histórico mágico, carente –en principio 7 – de figuras míticas o heroicas, es sólo una gran promesa, a la manera de la recompensa trascendente de las religiones.
El mito transforma el sentido en forma, es un robo del lenguaje (Barthes 1957). Enunciar conceptos, como mercado, exportaciones, crecimiento, eficiencia, productividad, competitividad, que es algo que sucede en la lengua, está sujeto a numerosas contingencias y contextos. Quedan espacios de sentido que son apropiados e interpretados. El mito (en este caso, de la economía de mercado como el mejor distribuidor de los recursos y creador de riqueza) invade las palabras, las contamina con otra significación; les otorga una ultra significación. El nuevo glosario económico, convertido en mito glorioso, invade no sólo el léxico comercial, financiero o empresarial, sino que el publicitario, comunicacional, administrativo y, por cierto, el habla privada cotidiana.
El discurso neoliberal, que se eleva cual método económico, es, decimos, esencialmente un discurso político, tanto como lo es el marxista. Barthes inscribe la escritura marxista, que es singularmente política, como un vocabulario técnico, en el cual hasta las metáforas están rigurosamente codificadas. “En su origen, la escritura marxista es unívoca, porque está destinada a mantener la cohesión de una naturaleza, la identidad lexical de esta escritura le permite imponer una estabilidad de las explicaciones y una permanencia del método” (Barthes: 1972: 30). Y aquí está la relación transferida por los conversos. Cada palabra de la escritura marxista –y también del discurso neoliberal-, es una referencia al conjunto de principios que la soporta sin necesidad de confesarlo. “Reforma”, por ejemplo, no tiene un sentido neutro. Se opone a “revolución” y alude a cambios que incorporan todo el proceso histórico surgido tras el final de la Guerra Fría.
El léxico neoliberal es un lenguaje de valor, aunque intente ocultarlo bajo su apariencia técnica. Cada palabra, desde “mercado” a “globalización” o “reingeniería” alude a un valor y a un proceso histórico. Son palabras claves, fetiches, que explican por sí mismas el discurso global. Al emplear esta terminología se intenta dar una explicación completa de los hechos sin la necesidad de expresarla.
Es un lenguaje que abarca y también neutraliza, como hemos afirmado, a los demás discursos, en especial el marxista. Hay palabras que están eliminadas, como clase, explotación, y hay otras que están reemplazadas, como es el caso de revolución por reforma, pueblo por gente o despidos por reingeniería o reestructuración. Como dice Barthes en su análisis del discurso marxista, que lo aplicamos aquí al neoliberal, no se trata de dar una explicación (neoliberal) de los hechos, sino de exponer los hechos como algo ya juzgado, imponiendo, de inmediato, una condena. Cuando oímos el calificativo de estatista o “antiglobalización”, asistimos no a una mera denominación o tipología, sino a un claro juicio de valor condenatorio. El carácter común de estas escrituras, dice Barthes, es que aquí el lenguaje, de lugar privilegiado, tiende a devenir signo autosuficiente del compromiso. “La escritura a la que me confío descubre mi pasado y mi elección, me da una historia, muestra mi situación, me compromete sin que tenga que decirlo. La forma se hace así más que nunca un objeto autónomo” (Ibid: 31).
La lengua neoliberal tiene características de transversalidad, penetra los otros discursos y condiciona sus sentidos. Cuando el glosario económico impregna estos otros léxicos -desde la gestión política, social y cultural hasta el privado-, logra torcerlos, invertir sus sentidos como un guante y, finalmente, imponer sus valores. Cada enunciado neoliberal incorporado a estos otros discursos viene a cambiar de forma completa sus sentidos. La profunda carga sígnica que tienen estos enunciados neoliberales incorporados en los otros discursos condicionan cualquier otro sentido al nuevo valor económico.
El efecto de verdad construye axiomas o pseudos axiomas. Se trata de afirmaciones que vienen del uso, de la incorporación de una proposición como realidad social, política y económica, los que funcionan bajo el mecanismo que propone Barthes: el axioma no explica los hechos, sino que los nombra como cosa juzgada. Cuando las autoridades de gobierno y los empresarios repiten que “el sector privado es el motor de la economía”, se trata de un axioma que ya no merece explicación, sino que se da por hecho, se entiende como una verdad. Lo mismo con la equivalencia de “crecimiento económico” con “desarrollo”, con el “mercado es el mejor instrumento para asignar los recursos”, “el modelo neoliberal es el único viable”, “el crecimiento económico terminará con la pobreza” o que “la solución al desempleo es la flexibilidad laboral”. Se trata de un conjunto de axiomas que podemos denominar como positivos, los que existen junto a otros negativos, que son aquellas sentencias cargadas de sentido condenatorio. “El mercado no falla, sino fallan las regulaciones”, el “Estado es ineficiente como gestor de empresas”, “los impuestos frenan el desarrollo”, los “impuestos crean pobreza”, “el gasto fiscal es populismo” o “los políticos son un obstáculo al crecimiento económico”.
Es tal vez por ello que es el discurso de los conversos. Su uso desde cualquier otra disciplina confiere a su usuario aquellas características señaladas por Barthes. Descubre o, en este caso, oculta el pasado del hablante y le compromete con una nueva historia. El converso neoliberal, que viene desde la izquierda marxista, ha utilizado este discurso como un certificado que le valida ante el otrora capitalista también transformado hoy en neoliberal.
Discurso fetichista
El glosario neoliberal es un glosario fetichista. Trasparenta el nuevo mito emancipador basado en el mercado, pero a la vez oculta -o transparenta menos- las relaciones sociales y económicas que lo sustentan. El habla económica, tal como el mito, encierra e invoca ciertas relaciones sociales complejas -y tal vez dramáticas-, como si éstas fueran naturales.
Hay aquí una similitud con el fetichismo de las mercancías, las que -según el análisis que hallamos ya en Marx-, convertidas en mercancías-sujetos actúan sobre las personas decidiendo sobre sus vidas. La mercancía como objeto físico-metafísico viene a sustituir y en cierto modo a amplificar la fuerza y coacción que ejercían los objetos religiosos. “La forma de la madera, por ejemplo, cambia al convertirla en una mesa. No obstante, la mesa sigue siendo un objeto físico vulgar y corriente. Pero en cuanto empieza a comportarse como mercancía, la mesa se convierte en objeto físico-metafísico” (Hinkelammert 1977: 21).
Las mercancías cual expresión politeísta, y el “surgimiento de un mundo mercantil ordenado por un principio unificador -el capital- con un monoteísmo (Ibid: 26)”. En ambos casos, lo que tenemos es una proyección hacia un orden social y económico reificado. “Mientras estas arbitrariedades atestiguan en verdad la falla del mercado de asegurar la vida humana, esta falla es transformada en voluntad de un Dios arbitrario, que exige respeto a este mundo mercantil sacrosanto (Ibid: 25)”. Qué mejor ejemplo de esta distorsión es una zapatilla Nike, mercancía cuya publicidad invoca el éxito, el ocio, la integración social global y que a la vez oculta el modo de producción casi esclavista bajo el cual fue elaborada. El consumidor integrado y alienado, que se impregna de atributos simbólicos al adquirir este producto, no está interesado en conocer su proceso de elaboración y, en caso de conocerlo, éste corresponde al “sacrosanto mundo mercantil”, el que no se puede alterar.
La inclusión del glosario económico neoliberal en otros discursos es también la fetichización del modelo económico como entidad metafísica. Esta incorporación valoriza los otros relatos que emplean los conceptos y legitima a sus usuarios. Este proceso de absorción de los enunciados económicos por los otros discursos muestra no sólo el peso ejercido por la economía, sino su capacidad de convertirse en doctrina y en discurso político. La impregnación -aun cuando sea fraccionada y desigual-, del vocabulario económico en el resto de los discursos es un ejercicio de coacción política. Es un relato político que actúa sobre toda la amplitud de la lengua, sobre la producción de sentido, y esto es actuar sobre la realidad.
Abstracción de la realidad: dos casos
El lenguaje económico neoliberal es un lenguaje económico parcial, encerrado en sí mismo, en la abstracción de una ciencia social con presunción de ciencia exacta. Por cierto que es un lenguaje mutilado de muchas experiencias económicas, las que silencia o excluye como eventos propios de otras disciplinas, tal vez, y bajo su mirada, espurias. El lenguaje económico es una trascripción numeral acotada a la observación de la realidad como mero y exclusivo fenómeno económico.
Bajo el patrón de libre mercado una unidad económica, como es una empresa, es un fin en sí mismo. Una empresa modelo es aquella capaz de mantener altos niveles de eficiencia, ya sea por altas ventas y expansión de sus mercados, ya sea por reducción de costos laborales. Bajos salarios, despidos masivos o degradación del medio ambiente son variables externas, extra económicas, que no incidirán negativamente, sino a la inversa, en la generación de utilidades. El mercado accionario, sabemos, premia con alzas a las empresas capaces de reducir sus plazas laborales y castiga cuando invierten, por ejemplo, en costosa tecnología ecológica. Es éste el paradigma, el que se extiende como realidad no sólo deseable, sino única verdad a través del lenguaje.
Si así es en la empresa privada, también lo es en la economía nacional. El Estado, aun cuando soporta un mayor rango de acción, se mueve bajo parámetros similares, que son los equilibrios macroeconómicos y el crecimiento económico, variables que ha convertido, tras la legitimación social del léxico neoliberal, en un fin en sí mismo. Las autoridades del Ministerio de Hacienda no están allí para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, sino para velar por los equilibrios macroeconómicos o para impulsar el crecimiento económico, tosca variable más sensible a las ganancias empresariales que al poder adquisitivo de las personas.
Prisioneros en la neolengua , que es también el relato más tradicional de la identidad nacional, en la cual los peores prejuicios arrastrados por la historia han hallado su caldo de cultivo en el imaginario neoliberal. El darwinismo social instalado en una sociedad de clases encuentra su sustrato teórico en la economía de mercado.
El discurso dominante pretende convertir la economía en un orden puro y perfecto, liberado a su propia lógica, que es la del mercado o la ley del más fuerte. Sin embargo, es un discurso que surge desde el poder, desde las cúpulas políticas, financieras y empresariales. “Galileo dijo que el mundo natural está escrito en lenguaje matemático. Actualmente, los tecnócratas tratan de convencernos de que el mundo social está escrito en lenguaje económico” (Bourdieu 1998). Cuando el empresariado dice “nosotros consideramos que el royalty (a la minería) es un impuesto político, es una iniciativa que parte de la comunidad política” 8 , lo que hace es descalificar a la política como productora de discursos o planteamientos económicos. No hace falta entregar argumentos sino que simplemente lo que no viene desde la misma economía (neoliberal) no es objeto de un análisis serio.
La absorción de la economía neoliberal como si fuera verdad por parte de la prensa, trabajadores y consumidores, encierra, cual cruel paradoja, un grado no menor de fatalismo ante fenómenos como el desempleo, la concentración de los mercados o el alza de tarifas. La fetichización de las fuerzas productivas como realidad reificada y bien instalada en esta neolengua encierra un profundo fatalismo, el mismo que surge ante las inclemencias climáticas, los terremotos, el misterio de la vida. Es la resignación de los individuos ante un orden económico que se le ha ungido como una fuerza natural más.
Caso uno: reificación
El discurso económico se eleva cual verdad, “pero no hace otra cosa que interpretar, sistematizar y apologizar doctrinariamente las ideas de los agentes de la producción burguesa, prisioneros de las relaciones burguesas de producción” (Marx VI 1981: 1041)”. Tras las tasas de ganancias, de crecimiento de las ventas, de las exportaciones, de expansión del PIB, el discurso esconde el desempleo estructural, el deterioro de los empleos y la desigualdad en los ingresos y en la distribución de la riqueza.
La economía vulgar en su denominación marxiana es la nueva vulgata que esconde una doctrina impuesta por la violencia simbólica. Sus oficiantes piensan “retrotraer el mundo haciendo tabla rasa de conquistas sociales y económicas, producto de cien años de luchas sociales, actualmente presentadas como otros tantos arcaísmos y obstáculos al nuevo orden naciente” (Bourdieu 2000: 42). Un discurso que transforma y vela para esfumar la historia. Omite, ciertamente, léxicos históricos como clase, trabajador, revolución, pero también omite sus propias bases al reducir y eliminar de su glosario expresiones como capitalismo, burguesía, imperialismo, las que han sido reemplazadas por mercado, empresariado y globalización.
El relato neoliberal reproduce la economía vulgar, la vulgata económica acusada por Marx, la que no era (o es) más que la adecuación y simulación de un discurso “interesado”, “doctrinario” en un discurso científico o técnico. “Todo se le vuelve claro al economista vulgar y ya no siente la necesidad de seguir reflexionando, y pues acaba de arribar a lo “racional” de la representación burguesa (Marx III, 1893: 1042)”.
Las batallas verbales entre el empresariado y los organismos reguladores son también una guerra por aquella verdad o efectos de verdad. Los argumentos empresariales no se apoyan sólo en cifras, sino que deslizan la convicción de ser los propietarios de la verdad. La lectura de las declaraciones y opiniones vertidas por el empresario Juan Claro revelan esta convicción, la que se hunde en la historia y en la misma ley y derecho natural. Lo que reclama y seguirá demandando el sector privado lo ha pronunciado por siglos la oligarquía y el patronazgo nacional: lo que piensa esta clase es lo que viene de arriba. Y si “arriba” fue alguna vez la divinidad, hoy “arriba” está también la economía, vista como abstracción o símbolo intocable, ya sea por el consumidor, trabajador y, por supuesto, políticos y funcionarios.
“La conducción económica del gobierno ha perdido su rumbo” 9 fue una sentencia emitida desde “arriba” como verdad revelada a través de la voz vicarial de Juan Claro. El dirigente empresarial no emite una opinión, ni siquiera una afirmación, sino un dictamen supremo que tiene la fuerza de la verdad. ¿Y cuál es el rumbo correcto?, podría preguntar o preguntarse un observador, pero eso sería demostrar, como un concurrente extra económico, su condición de infiel o, peor aún, de ignorante. El rumbo es uno solo y lo ha trazado, habrá que presumir, el mismo destino o las fuerzas de la naturaleza.
Podemos decir también que Juan Claro ostenta un discurso autoritario, que se produce como una voluntad obsesiva de verdad, la que ejerce también una feroz coacción sobre los otros discursos. La fuerza efectista de su discurso, más efecto de verdad que verdad, es un control permanente sobre los otros puntos de vista, los cuales, por cierto, están y estarán siempre errados.
Caso dos: fatalismo y suicidio social
El rechazo legislativo de la derecha al proyecto de un royalty minero en julio de 2004 fue el triunfo de los intereses corporativos disfrazados de objetividad económica. Aún cuando la mayoría de los parlamentarios que impugnaron el proyecto tuvo que esconder la cara y confundirse en el tumulto, algunos pocos argumentaron su oposición con la tesis de la falta de inversión y su consecuente caída en las tasas de empleo. Razón que aparentemente no sólo tendría su peso económico, sino también social.
Pero es sólo la apariencia. Invocar al desempleo es, obviamente, anunciar una campaña del terror; sin embargo, esta argumentación no está elaborada sólo con terror, sino con la fatalidad económica, que es también el desafío a las fuerzas naturales. Es reconocer la falla, transfigurada en la voluntad de un Dios arbitrario y tal vez cruel, que exige respeto a este mundo mercantil sacrosanto.
Esta es la argumentación técnica, la razón tecnocrática. Una manera de situar y aislar a la economía de sus efectos sociales y humanos, los cuales, bajo esta visión, corresponden más a las esferas humanas, al mundo de los errores y de la política. El desempleo o el cobro de impuestos a las empresas mineras forman parte del mundo terrenal, de lo concreto y espurio, del aparato estatal y político, todos aspectos y fenómenos ajenos a la economía.
Otra vez vemos aquí el argumento de la abstracción, de la pureza económica, que, en este caso, no sólo atiende a los equilibrios macroeconómicos, sino al fin último de la empresa, que es la multiplicación de los beneficios. Desde esta argumentación que invoca la pureza y la racionalidad económica fluye también la fatalidad de nuestra condición social. Porque el subtexto o intertexto de este discurso enfrentado a situaciones límites transparenta sus fallas, las que expresa como fatalidad o como mito trágico. No como cruel destino para la empresa, sino para el mundo laboral, social y político, el que no puede contrariar los designios de esta divinidad.
La utopía neoliberal convertida en verdad económica se encierra en sí misma. El mito de la riqueza ilimitada, del crecimiento económico infinito se reduce a las operaciones empresariales y a sus utilidades, porque sus vínculos con el mundo laboral y social, ambos deteriorados y neutralizados, han quedado acotados a unas condicionadas relaciones de mercado. Es la empresa bajo la teoría neoliberal la que crea, modela y cierra, si le es conveniente, los mercados, conformados éstos por trabajadores y consumidores.
Pensar y difundir que este modelo económico es parte de la naturaleza es como incitar a nuestro suicidio (Hinkelammert 2001: 151). El actual orden económico muestra una gran eficiencia al cortar la rama en la cual estamos sentados. “En el lugar del cielo religioso transmundano pusieron el progreso infinito, producto de una alianza entre tecnología y empresa, laboratorio y fábrica. Constituyeron una religión intramundana cuyo mito fundante es el progreso infinito. El infinito cuantitativo de este progreso es ahora el cielo intramundano. Se trata de una trascendencia externa a la vida humana que impone una tensión hacia el futuro que no permite descanso jamás (Hinkelammert 2001: 103)”. Un mito que transcurre en una sola dirección y no tiene retorno. Un flujo que a su paso, como un gigantesco torbellino, arrastra y destruye todo.
El discurso, que no oculta su condición de verdad, de utopía de la razón o mito fundante del progreso infinito, también trasluce sus fallas. Una involuntaria revelación que expresa su fatalidad, sus limitaciones y aislamiento ante lo social, las que surgen como violencia, degradación social y ambiental, cesantía estructural, desigualdades crecientes. Esta reducción del mundo a la teoría del libre mercado, que sólo realiza el mito fundante como utopía mercantil y corporativa, se expresa también como gran mito trágico, el que para los oficiantes y hablantes neoliberales es simplemente la trágica ley natural. Se trata, sin embargo, de la anomalía inherente al mismo discurso, la que pese a ser invertida, enmascarada o silenciada, se extiende, como un gigantesco detritus, por todo el cuerpo social y natural.
“De ahí que en nuestro lenguaje actual únicamente se hable de la globalización de los mercados y de la eficiencia, entendiendo la eficiencia como una acción medio-fin restringida. Se trata de una extensión global de la abstracción de la amenaza global existente. El método científico usual se encuadra a la perfección en esta globalización. No proporciona sino conocimientos aprovechables en el ámbito comercial. No puede proporcionar otros conocimientos, porque su propio método no le permite siquiera conocerlos. Consiste en hacer abstracción de la globalización del mundo real, y en consecuencia de la realidad como condición de posibilidad de la vida humana, y por tanto el conocimiento del mundo globalizado real se le escapa” (Hinkelammert 2001: 157-158).
Bibliografía
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Notas
* El autor agradece los comentarios y el apoyo brindado por Jorge Vergara Estévez durante la elaboración de este ensayo.
1 El habla cotidiana está llena de expresiones que derivan del léxico económico o hacen una alusión a transacciones económicas. Los ejemplos abundan, como “te la compro”, “marketearse”, “producirse”, “saber venderse”, “competir”, “vale hongo” o “vale callampa”.
2 Diario La Nación, 25 y 30 de agosto y 18 de septiembre 2004.
3 Ibid
4 Ibid.
5 La limpieza lingüística llegó a detalles extremos. Durante la Unidad Popular el desabastecimiento de bienes de consumo básico generado por la derecha y los sectores golpistas llevó a una escasez que derivaba en largas colas de personas ante las tiendas para adquirir algún producto. El desabastecimiento y las colas fueron uno de los tantos elementos comunicacionales invocados por los golpistas para desprestigiar al gobierno de Salvador Allende. Tras el golpe de Estado, la “cola” quedó como símbolo de la escasez y del manejo económico de la Unidad Popular, por lo que este término fue eliminado del glosario cotidiano de la dictadura. Aun cuando había colas, para el cine o en la administración pública, las comunicaciones de la dictadura las llamaron “filas”. Hoy en Chile muy pocas personas, generalmente de avanzada edad o retornados del exilio, se refieren a las colas. La gente no hace “cola”, en el banco o en cine, sino” fila”, expresión referida al orden y propia de la jerga militar.
6 Cristián Larroulet, Director ejecutivo de Libertad y Desarrollo. http://www.lyd.cl
7 Por cierto que la derecha no ahorró esfuerzos para fundar mitos y héroes. El 11 de septiembre (cual evento reificado) y la figura de Pinochet (cual figura heroica) son venerados hasta el día de hoy por algunos sectores de la derecha chilena como el momento y la figura que permitieron el cambio institucional de la economía. Su contaminación con las violaciones de derechos humanos impidieron que en democracia continuara ligada la economía con la acción política de la dictadura. No obstante, hubo un hábil ejercicio político por parte de la Concertación que le permitió rescatar la economía de mercado, hacerla suya, y separarla como creación de la dictadura. Esta es, por lo demás, la tesis de Tomás Moulián en Chile Actual. Anatomía de un mito.
8 Discurso del presidente de la Confederación de la Producción y del Comercio (CPC), Juan Claro, durante la discusión por el royalty minero, http://www.sofofa.cl
9 Claro destacó este enunciado en junio del 2004, aun cuando en sus discursos anteriores abundan este tipo de sentencias.
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