Por: Antonio Caro
Fuente: Revista “Pueblos”, N° 47 (25.08.11)
Nuestra vida, la de cada uno de nosotros y nosotras, transcurre de la mañana a la noche, en cualquier ambiente donde nos encontremos y cualquiera que sea nuestra actividad, sumergida en una especie de líquido espeso y envolvente al que llamamos publicidad…
Los expertos no se ponen de acuerdo. Recibimos a diario mil, mil quinientos, tres mil mensajes o (dicho con mayor precisión) presencias publicitarias. Más allá de las disquisiciones cuantitativas que, en la práctica, no conducen a ninguna parte, lo que está fuera de cualquier duda es que nuestra vida, la de cada uno de nosotros y nosotras, transcurre de la mañana a la noche, en cualquier ambiente donde nos encontremos y cualquiera que sea nuestra actividad, sumergida en una especie de líquido espeso y envolvente al que llamamos publicidad.
Para tener idea de qué significa la presencia de la publicidad, hay que partir de precisar qué se entiende por publicidad. Publicidad son, evidentemente, esos bloques de anuncios interminables que nos amargan el visionado de cualquier película televisada en las cadenas que viven de la publicidad (y para las cuales lo realmente importante es precisamente eso: la publicidad). Pero publicidad son también los luminosos paneles comerciales que decoran las marquesinas de las paradas de los autobuses urbanos, los inmensos anuncios que cubren cada vez con mayor frecuencia edificios enteros en el centro de nuestras ciudades, los parasoles patrocinados que nos protegen del sol en cualquier terraza o, mucho más allá de todo ello, las botellas de refresco estampadas con el logotipo y las características visuales de la marca exhibidas sobre la mesa de uno de sus veladores, las cajetillas de tabaco que sus ocupantes han dejado tal vez al lado de su consumición o, incluso, el logotipo de las marcas de moda que esos mismos consumidores ostentan bien visibles sobre su indumentaria.
Dicho con otras palabras: vivimos inmersos en publicidad. Como ya lo expresara hace ahora medio siglo un publicitario francés en una frase que ha hecho fortuna: “El aire que respiramos es un compuesto de oxígeno, nitrógeno y publicidad”.
Hartazgo… y rebelión contra la publicidad
No es por ello de extrañar que todas las personas nos rebelemos con más o menos acritud, e incluso sin ser conscientes de ello, contra esa presencia apabullante de la publicidad. ¿Por qué la publicidad (a pesar de estar sumergidos en ella o precisamente por ello) nos irrita, nos incomoda, huimos de ella como gatos escaldados siempre que podemos y, como dicen reiteradamente las encuestas, todos estamos en nuestro fuero interno hartos de ella?
En primer lugar, porque la publicidad exhibe continuamente ante nuestros ojos (y, en definitiva, ante nuestro deseo) una catarata ilimitada y siempre renovada de nuevos productos, maravillas tecnológicas, viajes ensoñados a cualquier rincón del planeta, servicios bancarios que cuidan como un ángel de la guarda de la rentabilidad de nuestro dinero… Una catarata que choca necesariamente con el carácter limitado (cualquiera que este sea) de nuestro nivel de rentas.
No hay economía privada capaz de traducir a un comportamiento económico efectivo esa prodigalidad publicitaria que continuamente condena al desuso teléfonos móviles que eran el último grito hace apenas seis meses o que tapiza nuestra existencia de deseos por definición insatisfechos, impregnando nuestras pertenencias de un poso de obsolescencia que deja la puerta continuamente abierta a nuevas adquisiciones. Es el exceso publicitario, que choca de manera inevitable con nuestras limitaciones, tanto económicas como vitales, lo primero que tal vez nos irrita y nos incomoda de la publicidad.
Sin embargo, hay que andarse con ojo con este sentimiento: el exceso publicitario, en la medida que nos abruma y nos desazona, a la vez nos seduce. Fingimos que estamos hartos, pero al tiempo nos amamos a nosotros mismos sintiéndonos reflejados en (o más bien abducidos por) ese cuerpo perfecto que luce el atuendo de moda. Y aunque proclamemos ante nuestro círculo íntimo que “a nosotros la publicidad no nos afecta”, que tire la primera piedra la lectora o el lector que no se ha sentido a sí misma/o vistiendo ese vaquero de marca que tan bien se ajusta a los perfiles del modelo. Al margen de esta capacidad de seducción difícilmente confesable, lo cierto es que el exceso publicitario nos produce malestar por poco que seamos conscientes de nuestras limitaciones.
Dictadura impalpable
Hay, tal vez, una segunda razón más profunda. Cuando nos sentimos inmersos en publicidad, cuando experimentamos nuestra existencia diaria orquestaba por esa presencia insidiosa de los anuncios que nos acompañan a dondequiera que vayamos, sentimos en nuestro foro interno que alguien nos ha expropiado, a través de la publicidad, de nuestra facultad para decidir libremente qué es aquello que deseamos, que necesitamos y que, en definitiva, consumimos. Es como si una dictadura impalpable estuviera poniendo a nuestro alcance, a la altura de nuestra mano, cuando paseamos por el supermercado o cuando ojeamos una revista, esas marcas que nos atraen sencillamente porque la publicidad nos las ha hecho familiares.
No existe, tal vez, ninguna razón para que un slip de Calvin Klein sea objetivamente preferible a otro adquirido en un mercadillo a un precio diez o quince veces menor (y porque algunos espabilados han descubierto hace tiempo esta obviedad, es bastante probable que el de mercadillo ostente de manera fraudulenta idéntica “marca” adherida a una prenda que, a veces, ni siquiera la firma es capaz de distinguir de la “original”). Tampoco existe ninguna razón para que una determinada marca de leche sea cualitativamente mejor que otra de marca blanca, quizás elaborada por la misma empresa. Es la constancia de la publicidad, el hecho de que los fabricantes de determinados productos dediquen tal vez el cincuenta por ciento de su presupuesto a actividades de publicidad y de marketing, la única razón para que, en la gran mayoría de las ocasiones, los productos así distinguidos nos parezcan más fiables, mejores que los llamados genéricos. Estos, productos no publicitados, que tradicionalmente amparaban su calidad en razones objetivas (lugar de procedencia, calidad intrínseca), han ido desapareciendo uno tras otro de los anaqueles de losCuando nos experimentamos hartos de publicidad, cuando huimos sin tan siquiera ser conscientes de esta marea que nos anega a diario, estamos de alguna manera reclamando esta libertad de decisión perdida acerca de lo que consumimos, de lo que necesitamos, de lo que deseamos, de aquello en lo que invertimos o nos gustaría invertir nuestro dinero.
La atracción del sistema
La presencia insidiosa de la publicidad ha cavado un foso entre nosotros y la realidad de los productos. Funciona como un cristal reflectante a través del cual lo no publicitado no vale, no está a la moda, no es cool. Por eso, cuando preferimos un producto de marca blanca a otro de marca publicitada (“blanca” quizás porque precisamente su colorido publicitario es sensiblemente menor) estamos de alguna forma ganando una pequeña batalla frente a esa dictadura insensible. Cuando exhibimos ante nuestros colegas una cazadora Giorgio Armani sin confesar que la hemos comprado en un mercadillo (y que se trata, claro está, de una imitación), nos estamos beneficiando de la imagen construida por la publicidad con relación a la marca… sin pagar esa especie de impuesto añadido al producto que implica el gasto en publicidad.
Pero el hecho de que el objetivo de la publicidad sea construir marcas y, más todavía, que constituya el instrumento imprescindible para que la marca haya desplazado al producto como referente de nuestro consumo, nos pone en la pista de la razón más profunda por la que probablemente nos sentimos hartos de publicidad (aunque, no lo olvidemos, seducidos a la vez por ella). A través de esta inmersión publicitaria experimentamos en lo más recóndito de nosotros mismos el porqué de esta sustitución (que es a la vez una expropiación) del producto por la marca. Dicho de la manera más simple: conforme la marca desplaza al producto, es el sistema capitalista que nos gobierna el que está convirtiendo en instrumento de extracción de plusvalía el más humilde de nuestros actos de consumo. La seducción que nos producen las marcas es hoy la medida exacta de la atracción que el sistema ejerce sobre nuestras conciencias.
Tal es la razón de la presencia asfixiante de la publicidad. Tal es la razón de que sea ese cristal reflectante según el cual lo no publicitado sencillamente no vale. Y tal es la razón de que luchar contra la presencia apabullante de la publicidad, preferir los productos no publicitados, resistirnos frente a los cantos de sirena de las marcas, sean maneras de liberarnos a nosotros mismos del sistema que nos aplasta a diario.
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*Antonio Caro es profesor titular jubilado de la Universidad Complutense de Madrid, codirector de la revista Pensar la Publicidad y colaborador de Diagonal. Su último libro es Comprender la publicidad (Blanquerna, Barcelona, 2010).
Este artículo ha sido publicado en el nº 47 de Pueblos – Revista de Información y Debate, tercer trimestre de 2011.
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