Feminismos filosóficos y teorías de género

Por Paco Vidarte
Fuente: www,hartza.com

Precedentes y orígenes de una historia: el feminismo a vista de pájaro

Recordarle a la filosofía que toda ella se halla edificada sobre un sistema patriarcal de sexo-género donde quedan excluidos ─está hecha para eso─ de la esfera de lo público, de la racionalidad, del ámbito de los derechos todos aquellos sujetos que no respondan a la denominación de varón-blanco-heterosexual sigue siendo una tarea intelectual a la que la filosofía y la historia de la filosofía sigue siendo reacia a concederle un estatuto filosófico. Entre la veintena de estudios sobre pensamiento filosófico actual que hemos podido consultar editados en nuestro país, ninguna de ellas hace referencia al pensamiento feminista ni, mucho menos, a los estudios de género. Hablar de clases sociales, de disquisiciones sobre seres supremos, sobre el lenguaje, sobre la guerra, sobre la psique, sobre el construir, el habitar y el pensar se considera sin duda alguna una ocupación propia de la filosofía. Cosa de hombres. Pero hablar de sexo y género se remite a otras esferas del saber o, lo que es lo mismo, se remite a otras esferas de las que no se quiere saber. Sin embargo, el feminismo filosófico tiene ya tras de sí una amplia trayectoria jalonada por pensadoras cuya contribución a la reflexión filosófica, no por más silenciada es menos digna de verse incluida con todos los honores en una historia del pensamiento filosófico actual, si es que este hecho supone algún tipo de honor y dignidad. Y si tanto el honor como la dignidad no debieran verse primeramente sometidos a la propia crítica de los valores patriarcales. Si el feminismo es filosofía, si la filosofía puede ser feminista, si debemos hablar de feminismo filosófico o de filosofía feminista, o si todo ello debemos decirlo en plural, ya que los diversos feminismos son irreductibles entre sí, es una cuestión muy debatida que no debe bloquear de entrada nuestra tarea de historiadores, más o menos implicados. Celia Amorós confiesa que prefiere la expresión de «feminismos filosóficos» por cuanto una «filosofía feminista» daría inmediatamente la sensación de querer elaborar un proyecto constructivo y edificante que la autora considera no está aún en condiciones de llevarse a cabo. Por otra parte, en la evolución del pensamiento feminista, se hace evidente que éste ha ido desarrollándose mediante préstamos de distintas filosofías que ha asumido tras una labor de crítica y resignificación y que sólo ahora comienza el feminismo a poder partir de presupuestos propios no importados directamente de otros modelos de pensamiento. Lo que sí resulta en cualquier caso irrenunciable es un tratamiento filosófico del feminismo y de los temas que éste aborda siempre que se respeten unas mínimas delimitaciones teóricas: «No basta con la fórmula ‘añada mujer y remueva’. hay que rehacer la receta si es que hay que incluir los nuevos ingredientes»[1].

La idea de que el feminismo comenzó hace apenas treinta años es moneda muy extendida que, no obstante, no se ajusta a la realidad. La historia debe remontarse mucho más lejos en el tiempo, hasta situarse en el seno mismo del racionalismo ilustrado. Desde las premisas cartesianas de la crítica de los prejuicios brota el primer germen del pensamiento feminista justamente como una crítica contra el prejuicio patriarcal. Se puede hablar de una primera elaboración del pensamiento feminista que hunde sus raíces en la Ilustración; una segunda revivificación en torno al movimiento sufragista de principios de siglo; y, finalmente, la más sonora revolución feminista que comenzara en los años setenta. De entre los primeros nombres que las feministas han rescatado del olvido ilustrado, podemos reseñar a Mary Wollstonecraft, autora de la Vindicación de los derechos de la mujer, a Olympe de Gouges, autora de una Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana y a François Poulain de la Barre[2], cartesiano preocupado por extender el método filosófico a todos los sujetos sin distinción de sexo, contando con la premisa de la universalidad del buen sentido, tal como proponía Descartes. En su De la Igualdad de los dos sexos. Discurso físico y moral en el que se ve la importancia de deshacerse de los prejuicios, Poulain inicia tempranamente la tradición crítica del feminismo y su reivindicación de la igualdad entre mujeres y hombres en el marco de una Ilustración que ocultaba todo su patriarcalismo y misoginia bajo la consigna del ¡atrévete a saber! Hay que distinguir, sin embargo, los inicios del feminismo como teoría, de los escritos feministas que, en un principio, se limitaban a exponer la situación de opresión y discriminación de la mujer, en el estilo de los Cahiers de Doléances. Este doble cariz del pensamiento feminista lleva a Celia Amorós a considerarlo como «la Cenicienta a la vez que el Pepito Grillo de la Ilustración»[3], por sufrir sus desmanes a la vez que por someterlo a una crítica interna desde los propios presupuestos ilustrados.

Dando un enorme salto en la historia, tras el que llegamos al siglo XX, vemos cómo el feminismo se va a radicalizar políticamente a raíz de las posiciones cada vez más conservadoras del liberalismo. Ahora bien, tras la gran revolución sufragista (que lucha por el reconocimiento del derecho al voto de la mujer), se produce un importante declive del feminismo desde los años veinte hasta los años sesenta. A partir de los años sesenta, el feminismo resurge con una renovada fuerza teórica pero también política. Los primeros movimientos de las activistas feministas norteamericanas de esa época fueron en favor de los derechos civiles y como protesta contra la guerra del Vietnam. Poco a poco, y debido al machismo que aun seguía imperando dentro de estos grupos contestatarios, se van formando unas colectividades de lucha política compuestas únicamente por mujeres. En torno a estos mismos años, aparece un nuevo feminismo norteamericano de corte liberal (que pretende conquistar el espacio público para la mujer mediante reformas legales), una de cuyas máximas representantes es Betty Friedam quien, en 1966, funda la NOW (National Organisation of Women) y teoriza el mecanismo represivo que preconiza la reclusión del ama de casa americana en el hogar, tras haber salido de él durante la Segunda Guerra Mundial y haberse incorporado activamente a las facetas productivas de la economía nacional.

A finales de los años sesenta, coexisten ya en EE.UU. distintas orientaciones políticas dentro del nuevo espacio feminista. Así, las diversas perspectivas teóricas del feminismo radical (feminismo concebido como lucha política contra la dominación masculina; interacción de teoría y praxis; teorías sobre política sexual, utopismo), cuyo origen reside en los movimientos contestatarios estudiantiles de los años sesenta. Representantes destacadas de este feminismo radical son, por ejemplo, entre otras muchas, Kate Millett o Shulamith Firestone (freudo-marxista) quien en 1967 funda, a su vez, junto con Pam Allem el grupo feminista, anticapitalista, antirracista y anti-supremacía masculina: New York Radical Women y, tras disolverse éste, vuelve a fundar a finales de 1969, junto con Anne Koedt, la New York Radical Feminist, como organización de masas. La vertiente política del feminismo es puesta en primera línea por Kate Millet en su obra Política Sexual, donde hallamos su célebre consigna de: «lo personal es político», queriendo con ello dinamitar el reducto de la esfera privada y doméstica como último reducto en el que encerrar y neutralizar lo femenino en clave de naturalización. Ser ama de casa no es una cuestión natural ni biológica, sino eminentemente política y sometida a debate público. El feminismo radical de Firestone y, posteriormente el feminismo cultural, parte de la base teórica del freudomarxismo y elabora su crítica a partir de una concepción dual de la razón, con la atribución a lo masculino de las cualidades radicadas en la esfera de la razón tecnológica, mientras que a lo femenino pertenecería la racionalidad estética. Con ello, aplica la categoría de género a la razón y propone utópicamente una convivencia entre ambos tipos de racionalidad en una cultura andrógina. El feminismo cultural radicalizará la postura conciliadora de Firestone y propondrá un dualismo irreconciliable, solapando las esferas técnica y estética con las categorías psicoanalíticas de Tánatos y Eros. La vía que se abre de este modo es la reivindicación de lo femenino como alteridad pura e incontaminada frente a la razón patriarcal, dándose un paso también en la senda de un renaturalización de la feminidad y un retorno a los orígenes como lugar privilegiado en la búsqueda de la identidad.

Por su parte, el feminismo socialista, que se construye a partir de los análisis marxistas y de los análisis del feminismo radical, sitúa sus reivindicaciones en el marco de una teoría general del poder y enriquece con la cuestión del género sus investigaciones sociales. Es notable en este sentido la elaboración de la «Teoría del Doble Sistema», capitalismo y patriarcado, de Juliet Mitchell[4] (quien añade al binomio el psicoanálisis) o de Zillah Eisenstein, donde se consideran ambas formas de opresión no superponibles y perfectamente delimitadas en sus respectivos compartimentos estancos; o, dentro del mismo marco dual, la revisión de las teorías del contrato social como pacto patriarcal entre varones de Carol Pateman y Heidi Hartmann. Pateman señala que el patriarcado no se extingue en la figura del parricidio simbólico, ya que el pacto entre hermanos reproduce la exclusión de la mujer, siempre pactada y nunca sujeto de dicho pacto. El verdadero contrato sexual no se establecería en el matrimonio, sino que correspondería al pacto fraterno previo como regulador e instaurador del acceso a las mujeres y su circulación entre la comunidad masculina. Este contrato sexual se revestiría incluso del poder de constituirse como una alianza viril interclasista, más allá del conflicto de clases. Algunas feministas socialistas, de corte frankfurtiano e influidas por la teoría crítica (como Iris Young, Nancy Fraser o Sheyla Benhabib), han criticado el compartimentalismo de esta concepción y lo desacertado de separar el capitalismo y el patriarcado como sistemas de opresión diferentes. Ni siquiera dicha distinción es válida metodológicamente pues lleva a enunciar de continuo hipótesis contrafácticas, dada la contaminación y solapamiento entre ambos sistemas. Lo que está en juego, en el fondo, es la incapacidad del marxismo para abordar seriamente una crítica feminista sin salirse de su propio marco teórico.

En lo que se refiere al feminismo francés, la publicación, en 1949, del ensayo de cuño existencialista titulado El segundo sexo (análisis de la mujer como el Otro del hombre) convierte a su autora, Simone de Beauvoir, en una de las más importantes teóricas del feminismo del siglo XX, a pesar de que, por entonces, ésta se definía a sí misma como socialista (consideraba que la llegada del socialismo acabaría con la opresión de la mujer), no declarándose feminista hasta su adhesión, en 1972, al «Movimiento para la Liberación de las Mujeres» (MLF). El feminismo socialista de Beauvoir se plasmará, en 1977, en la fundación, con otras mujeres (por ejemplo, Christine Delphy, socióloga feminista marxista), del periódico Questions féministes.

La nueva generación de teóricas feministas francesas se gesta, lo mismo que la norteamericana, tras los acontecimientos estudiantiles de Mayo del 68, en un ambiente intelectual politizado dominado por el marxismo y, sobre todo, por el maoísmo. Al igual que en EE.UU., en Francia van surgiendo grupos de lucha específica integrados sólo por mujeres: el LAC (movimiento para la liberalización del aborto y de los anticonceptivos), el ya citado MLF, el grupo «Psicoanálisis y Política» (análisis y crítica del discurso de las teorías freudianas y lacanianas, delimitación de una especificidad femenina que supondrá la transformación social y política de la realidad, concepción del poder como un «poder actuar» de las mujeres) que pasa luego a convertirse en el colectivo «política y psicoanálisis» (con minúsculas), habiendo dado lugar, con anterioridad, a la creación de la editorial Des femmes (1973).

El debate feminista francés de los años setenta está dominado por el así llamado «feminismo de la diferencia», influido muy especialmente por Nietzsche y Heidegger, así como por el marxismo, por la deconstrucción derridiana y por el psicoanálisis freudiano y lacaniano. Dicha corriente, que se considera a sí misma más cercana a un «movimiento de la mujer» que al feminismo como tal, rechaza la reivindicación de Beauvoir de la «igualdad» entre hombres y mujeres (intento soterrado de que las mujeres terminen pareciéndose a los hombres) por considerar que la mujer tiene derecho a conservar su especificidad, su «diferencia». Así, mientras Hélène Cixous (1937) insiste en el concepto de «escritura femenina» (muy relacionada con la escritura como différance de Derrida), en la vinculación de la sexualidad con el acto de escribir, en la afirmación de una diferencia múltiple y heterogénea frente a un pensamiento binario falogocéntrico (predominio de los significantes masculinos), Luce Irigaray, por su parte, trata de construir una teoría de la feminidad, ligada a un lenguaje propio de la mujer («el habla mujer»), que no caiga bajo la especul(ariz)ación machista, y Annie Leclerc aboga por una revalorización de la mujer entendida como cuerpo.

Finalmente, ya en los años ochenta, dentro del ámbito norteamericano, cabe destacar el feminismo de tendencia postmoderna de Judith Butler (foucaultiana y deconstruccionista con tintes lacanianos que trata de la cuestión del género) o de Donna Haraway (análisis de la influencia de la sociedad tecnocientífica capitalista en la construcción de un sujeto femenino como organismo cibernético).

De Simone de Beauvoir al feminismo de la diferencia

Sin lugar a dudas, El segundo sexo (1949) puede considerarse como la obra capital de la historia de la teoría feminista, no sólo por su valor fundador del movimiento en la segunda mitad del siglo XX, sino porque continúa siendo actual en el más amplio sentido de la palabra: se halla en el centro de todos los debates, sigue suscitando polémicas y todo planteamiento feminista necesita tomar una postura frente a él, con él y, desde luego, siempre, en él. A ello hay que sumarle el carácter indeleble de la noción de género que introduce en el discurso, así como el carácter de totalidad omniabarcante que supone en cuanto estudio de conjunto sobre qué es ser mujer como cuestión previa a toda reflexión que se inicie desde el lado femenino. El ensayo de Beauvoir parte de una motivación personal, no se vincula al feminismo político, dentro del marco de la filosofía existencialista y de la inquietud de sí. La mujer le aparece a Beauvoir como «lo Otro» en una relación no recíproca, sino de disimétrica alteridad con el polo de lo masculino. El hombre se afirma como lo único, como positividad absoluta acaparadora de la esencia, lo que deja a «lo Otro» en la vacuidad y en la inexistencia de la falta de reconocimiento, en proximidad con la dialéctica del amo y el esclavo en Hegel y del en-sí y para-sí sartreanos. La mujer se ve de este modo heterodefinida por el hombre y en constante referencia al polo designador y generador de valor. Los hombres, «desde los primeros tiempos del patriarcado consideraron útil mantener a la mujer en un estado de dependencia; establecieron códigos contra ella y así la constituyeron como Otra, lo cual servía a sus intereses económicos, pero también a sus pretensiones ontológicas y morales»[5].

Sin el reconocimiento de las conciencias, por tanto, es imposible la realización de la vida humana, pero, pese a ello, el hombre se obstina en no reconocer en pie de igualdad a «lo Otro» y ponerlo frente a sí como un simple complemento, evitando el riesgo de la lucha de conciencias. La mujer no es puesta como «otro», sino que es reducida a la posibilidad de ser dominada y poseída como carne, con la ventaja de que es una carne muy parecida a la del varón. La mujer no es Naturaleza, ni una verdadera alteridad, sólo que tampoco es del todo desemejante al varón: en este carácter intermedio es donde se la juega(n), porque posibilita un simulacro de reconocimiento vía posesión y la fantasía de dominio sobre la Naturaleza, en tanto la mujer es asimilada a ésta o, al menos, se halla más próxima a ella que el hombre. Con esta operación, que es una opresión, la mujer nunca logra realizarse como proyecto, autotrascenderse, salir del «en-sí», de la facticidad, para acceder a la libertad. La situación existencial de la mujer cercena sus posibilidades como ser-proyecto. La libertad en situación femenina carga con un lastre demasiado pesado: la restricción que le imponen los otros, el régimen patriarcal que la mantiene en la inmanencia. Todo el primer volumen de El segundo sexo se dedicará a analizar esta situación de opresión y a rastrear cómo ha llegado a generarse, qué validaciones ideológicas y míticas la han hecho posible, qué desmentida tiene lugar desde el lado de las ciencias, el psicoanálisis, la biología, el materialismo histórico, etc. y cómo en general la mujer ha llegado a constituirse como «la Otra» del sujeto masculino. La supeditación de la mujer a la biología ─la maternidad─ tendrá que ver mucho en ello, pues la explotación interesada de este hecho por parte del varón le impide a la mujer la trascendencia y la elaboración de un proyecto vital autónomo más allá de la reproducción de la vida, que la mantiene en la inmanencia de la Naturaleza. En el segundo volumen de esta obra, Beauvoir consignará los modos de vida, o de supervivencia, concretos de la mujer inscrita en esta situación heterodesignada y disimétrica así como los intentos de salir de dicha alienación con vistas a la realización de la libertad plena a través, por ejemplo, de la independencia económica y la lucha colectiva de las mujeres concienciadas de su situación de opresión. La propia Beauvoir desarrollará una faceta militante a partir de 1972 en el seno del Mouvement de Libération des Femmes.

A la tesis de la desventaja que supone para la mujer la maternidad, unida a la subsiguiente educación infantil que reciben las niñas para orientarlas exclusivamente a ser madres, para destinarlas a la familia y al matrimonio, habría que añadir otras tesis fundamentales que han hecho de De Beauvoir un hito dentro del feminismo. Ya hemos hecho alusión a su tratamiento de la noción de género como construcción cultural y desligada del sexo biológico: «la mujer no nace, se hace». Sobre el dato biológico ─que luego cuestionará el feminismo posterior, por ejemplo, Judith Butler─ del sexo, el género es una instancia edificada culturalmente. La condición femenina, según Beauvoir, no es derivable ni deducible de unos parámetros biológicos, por tanto, no pertenece al orden de la Naturaleza. Sólo que el proyecto cultural de identidad de género, históricamente, se reduce a lo que de la mujer han hecho, elegido y dicho los hombres, dejando un estrecho margen para una recreación positiva de dicho proyecto, nunca mejor dicho, yecto: a saber, revestido de alteridad, inmanencia e inesencialidad frente a la mismidad, trascendencia y esencialidad masculinas. Ni la biología es destino, porque el cuerpo no es una cosa, sino una situación, ni tampoco, para De Beauvoir, la otra faceta de la situación heredada, la alteridad jerarquizada disimétricamente, debe serlo.

Es lugar común considerar que la evolución posterior del feminismo en Francia pasa por el «matricidio» de De Beauvoir, de su liberalismo igualitario, de su confianza en el advenimiento del socialismo, de su no resuelto desasimiento de la categoría de «sexo biológico». Antoinette Fouque, feminista del grupo «Psicoanálisis y política» (que luego fundaría la editorial des femmes), lleva esta ruptura a la exacerbación cuando, según cuenta Amorós «declaró tras el entierro de la autora de El segundo sexo: ‘¡por fin, el feminismo podrá entrar ahora en el siglo XX!'»[6]. Lo que estaba en lucha, entre otras muchas cosas y personas, tras la barricadas del 68 eran el existencialismo, el psicoanálisis, la fenomenología y el estructuralismo. Desde el psicoanálsis estructural de Jacques Lacan se llevará a cabo el susodicho matricidio, iniciándose el feminismo de la «diferencia», cuya máxima representante será Luce Irigaray, aunque cabe reseñar otros nombres como Annie Leclerc, Julia Kristeva o Hélène Cixous. La reivindicación de la «diferencia» se lleva a cabo a partir del análisis beauvoiriano de la mujer como «la Otra» y de la exigencia de una relación de igualdad respecto del hombre en una situación de mutuo reconocimiento. Desde la esfera de «lo Otro» despejada por De Beauvoir, el feminismo de la diferencia radicalizará su postura, reclamando este espacio como lugar privilegiado e incontaminado de masculinidad, desde donde llevar a cabo la construcción de una identidad propia. El espacio de «lo Otro» será convenientemente tamizado y repensado desde el «Otro» psicoanalítico de Jacques Lacan como lugar de lo simbólico, del falo interruptor de la relación imaginaria materno-filial, pero también desde el punto de vista de la deconstrucción derridiana y su noción de différance.

Enmarcada claramente en el ámbito de la deconstrucción, Hélène Cixous realiza en un estilo peculiar su particular crítica del falogocentrismo occidental, que impregna cada una de nuestras formaciones culturales, cada metáfora, cada giro, cada palabra. La violenta matriz logofalocéntrica instituye una serie de binarismos y oposiciones en los que uno de los términos siempre ocupa una posición de sometimiento respecto del otro: «actividad/pasividad, sol/luna, cultura/naturaleza, día/noche, padre/madre, cabeza/corazón, inteligible/sensible, lógos/páthos. Al corresponder a la oposición subyacente, hombre/mujer, estas oposiciones binarias están muy relacionadas con el sistema de valores machista: cada oposición se puede interpretar como una jerarquía en la que el lado ‘femenino’ siempre se considera el negativo y el más débil»[7]. A través de la escritura, del juego de remitencia de los significantes y su inmotivado devenir, Cixous romperá estos compartimentos estancos, intentando generar un tipo nuevo de discurso, una «escritura femenina» en la que sea visible la diferencia que conlleva el que escriba una mujer, con el poder de resimbolización y de creación de lo femenino que ello comporta. En dicha escritura, el Lógos y el Falo masculinos dejarán sitio a la Madre, al goce femenino, a un reino extraño a la ley Paterna, a la mujer, en suma, como lo Otro, pero revestido de caracteres positivas, no como espacio de exclusión o alienación. El problema tal vez de esta operación es que, por seguir demasiado al pie de la letra los dogmas lacanianos ─vale decir, el paradigma del anti-feminismo─ se reivindica el espacio de lo Imaginario como hábitat de la mujer, renunciándose al espacio de la Ley, identificada con el falo. Se explotan así las posibilidades de una existencia pre-edípica, que no ha accedido a la subjetividad, sin cuestionar el marco absolutamente misógino que lo envuelve todo. La operación de Cixous retorna desgraciadamente hacia un misticismo literario de escasas consecuencias políticas y liberadoras, como no sea individualmente, retrocediendo hacia posiciones de heterodesignación, como la de la mujer musa o la poetisa amante de fantasías.

Luce Irigaray sigue derroteros distintos es su escritura, que también se reivindica como femenina, más proclive a la especulación teórica y al género ensayístico que a la literatura. Partiendo de la trilogía lacaniana de real-simbólico-imaginario[8], Irigaray sitúa al pensamiento filosófico tradicional dentro del marco logo- y falocéntrico en su estrategia de reducir la mujer al silencio, al estadio presimbólico de lo imaginario: cuanto no es lo simbólico, es decir, el falo, ha de ser resimbolizado en términos fálicos, incluida la condición femenina. Para liberarse de este speculum (instrumento de ginecología para explorar a la mujer), es partidaria de reencontrar o de inventar una feminidad genuina, una simbólica paralela y alternativa alejada de la envidia del pene freudiana y la falta en el ser de Lacan, oscilando entre la reconstrucción genealógica y la autoconstitución de una identidad nueva, lo que, según Amorós, dará lugar a «una derecha y una izquierda de Irigaray. Su derecha parece representarla Luisa Muraro por su insistencia en desacreditar toda vindicación en la teoría y en la práctica, así como por su concepción de la relación madre-hija como matriz de un orden social bastante conservador, como habremos de poner de manifiesto. La izquierda irigarayiana se podría vincular con interesantes aspectos de la obra de Rosi Braidotti, teórica que, en su concepción del ‘sujeto nomádico’, tiene alguna convergencia ─crítica─ con Irigaray. Pues este sujeto es conceptualizado en buena medida en el eje de la crítica de Gilles Deleuze al falocentrismo del psicoanálisis lacaniano»[9]. La construcción de la identidad femenina desde la diferencia no supone sencillamente una inversión de lo Mismo masculino, pues ello implicaría recaer en aquello que se critica. De nuevo acecha el peligro de recurrir al imaginario femenino secular de la Madre, la Tierra, el matriarcado primitivo de Bachofen. Pese a que su operación intelectual pretende inspirarse en la deconstrucción, tal vez sí lo sea en su faceta crítica, pero vuelve a repetir los mismos gestos de la metafísica occidental en el intento de reconstruir una feminidad pura e incontaminada, demasiado cercana a lo Mismo.

Feminismo en EEUU: teoría crítica, teoría queer y ciborgs

La historia y la situación actual del feminismo en EEUU es extremadamente compleja por la diversidad de sus planteamientos, múltiples filiaciones y querellas intestinas. Un abordaje del mismo con exhaustividad requeriría un tratamiento mucho más extenso de lo que podemos realizar aquí y, lamentablemente, como en el caso del feminismo francés, apenas podamos esbozar sus líneas generales y diseñar un croquis orientativo de las principales autoras y tendencias filosóficas. Aunque, siguiendo a Neus Campillo[10], podríamos situar a todas ellas dentro de un gran epígrafe que aludiría a la reflexión sobre la «crítica» en el espacio del feminismo, son diversas y muy diferentes los enfoques que hacen de ésta. El primer gran bloque que estudiaremos será el de las autoras que suelen situarse en el ámbito de la teoría crítica en la esfera de influencia de Habermas, cuya representante más paradigmática es Sheyla Benhabib, y la polémica surgida entre ella y Nancy Fraser, distanciada del modelo habermasiano; dentro de este mismo ámbito cabría situar a Iris Young, más preocupada por la teoría de la justicia, pero que también ha terciado en ésta y otras polémicas. En el centro de esta disputa se encuentra asimismo Judith Butler, perteneciente a un segundo gran bloque, muy diferenciado del primero, proveniente del posestructuralismo francés, con una honda influencia del foucaultismo, el psicoanálisis lacaniano y la deconstrucción; la visión de Butler adquiere una tonalidad específica por el aporte que supone la reflexión de las lesbianas al feminismo, las cuales introducen nuevos puntos de vista, resaltan nuevas discriminaciones, innovadoras articulaciones de la relación con el cuerpo y con el otro masculino y, sobre todo, la puesta en escena del heterosexismo, no ya sólo el patriarcado, como vector fundamental de opresión. En esta misma línea ─que se suele agrupar bajo los rótulos de feminismo lesbiano o la más amplia de queer theory[11]─, aunque con notables diferencias e intereses, encontramos otras autoras que desarrollan su trabajo en los EEUU, como Adrienne Rich, Monique Wittig, Eve Kosofsky Sedgwick o Teresa de Lauretis. Finalmente, Donna Haraway, heredera lejana ─posmoderna─ de las propuestas marxistas de Shulamith Firestone, merece una mención especial por la originalidad de sus planteamientos y la atención dedicada a la ciencia y a la tecnología como ámbito donde han de desarrollarse las mujeres, en el cual han de constituir su subjetividad, y conocedora en profundidad de todos estos temas por su formación científica, lo que la mantiene alejada de la tecnofobia o, cuando menos, la reticencia que inspira a veces ciertos enfoques del feminismo filosófico. Los avances tecnológicos son vistos como la posibilidad de abandonar de una vez por todas el dualismo biológico de los sexos y la hipostatización de la diferencia sexual en uno u otro sentido. En su lugar, el sujeto ciborg, mitad cibernético, mitad orgánico, constituye una perfecta mediación y una vía liberadora[12].

De lo enmarañado, espinoso y complejo que es el asunto de la relación entre la teoría crítica y el feminismo es un exponente inmejorable, como señala Campillo, el libro editado por Sheyla Benhabib y Drucilla Cornell: Feminism as Critique. Essays on the Politics of Gender in Late Capitalist Societies (1987)[13] así como el más reciente y fragoroso debate que tuvo lugar en 1998 entre Judith Butler, Nancy Fraser y Iris Young, a partir de un ácido artículo de la primera en la New Left Review acerca del libro de Fraser: Justice Interruptus, al que ésta respondió con tal vehemencia que le costó la contrarréplica, evidentemente a título personal, no en defensa de Butler[14], de Iris Young. En este contexto, realmente tiene sentido llevar a cabo una presentación polémica de los postulados de estas autoras y sus referencias y diferencias cruzadas. Si alguien necesita de un referente simbólico ─de un speculum─ externo a la disputa para comprender o dejar de entender completamente qué es lo que está en juego, quizás sirva de (des)orientación tener en mente, como un eco lejano, la polémica que comentábamos más arriba, esta vez entre varones, en torno a la teoría crítica, la deconstrucción y el pragmatismo sostenida por Habermas, Derrida y Rorty y su peculiar juego de amistades, enfados, alianzas, devociones impuestas, reconciliaciones y premios. Interpretar ambas querellas especularmente es una tentación patriarcal formulable al modo de «lo que antes hicieron ellos, ahora lo repiten tal cual ellas»: Habermas se lleva tal mal con Derrida como Benhabib con Butler, Rorty y Habermas son tan bestia negra el uno para el otro como Benhabib y Fraser (aunque éstas se lleven algo mejor), Fraser está tan dispuesta y desea tanto hacerse amiga de Butler como Rorty (a pesar) de Derrida, al final Habermas y Derrida se han hecho amigos y Rorty se ha quedado fuera sin nada que ver en el asunto, no sabemos cómo acabarán las cosas entre Benhabib, Butler y Fraser. El problema es que esto no es sino una historieta más o menos divertida, contada en unas pocas viñetas sensacionalistas, y que a la cuestión de fondo del debate intra- e interparadigmático[15] se sobrepone la discusión central sobre la crítica como modo de abordar el sexismo en sus niveles social, cultural y político, de lo que ninguno de los tres pensadores se ha ocupado en exceso ni primordialmente.

Hemos apuntado que Benhabib es la autora más fiel a la teoría crítica habermasiana. Ello quiere decir, entre otras cosas, que se hace necesaria una apuesta firme por la racionalidad filosófica en un sentido fuerte y por un ámbito de normatividad subsecuente fundado en la anterior, así como la propuesta de un horizonte ideal utópico de referencia más allá de toda injusticia. La operación resulta así eminentemente filosófica. Las vindicaciones y la lucha feministas se vincularán y derivarán de estos presupuestos filosóficos. No habría si no posibilidad para una crítica feminista. Fraser, por su parte, considera la crítica anclada exclusivamente en lo político («crítica situada») y, desde un cierto pragmatismo, abomina del fundacionalismo filosófico. Además reprocha a Habermas su olvido de las cuestiones de género en el organigrama de su teoría crítica, lo cual parece demostrar que lo que más interesa al feminismo de la crítica no se encuentra en la filosofía, sino en la política: «la diferencia principal radica pues en la necesidad, o no, de la filosofía para la crítica. Mientras que la instancia crítica en Fraser se sitúa en el nivel político-práctico (las luchas de las mujeres, pero también cómo se interpretan estas luchas desde el feminismo), en Benhabib se sitúa en un nivel de teoría de la racionalidad desde el que introducir la consideración metaética en cuanto lógica de la justificación y en cuanto al nivel normativo sustantivo»[16]. Más abruptamente dicho, a Fraser le sobra el Hegel de Benhabib (al que ésta previamente «desubjetualiza» o mitiga los excesos de sus deudas con el sujeto ilustrado, como también hará con la filosofía de Habermas), quedándose ambas con Marx, pero, claro está, tras esta mutilación se obtienen dos Marx muy distintos. Fraser se queda sin el ideal de una comunidad ética, sin la objetividad de la norma y sin una fundamentación vinculante metaética, lo que, como a Rorty, parece preocuparle bastante poco. Y todo cuanto no tiene parece ir a buscarlo al posestructuralismo, pensando que tampoco ellos tienen nada, para compartir una mutua carencia satisfecha sin filosofía. Pero, evidentemente, esto no es así, porque Butler, como Derrida, no ha arrasado con la filosofía y no está dispuesta a sentarse amigablemente en una tabula rasa con Fraser para hablar de ironías privadas. Además, Butler no es posmoderna en sentido estricto: se lo impiden Lacan y Derrida. Y el posmoderno Lyotard tampoco estaría muy dispuesto a dar como válidos los mini-metarrelatos y la crítica, por muy debilitada que esté epistemológicamente, de Fraser y a los que ésta no está dispuesta a renunciar. Butler se halla decididamente cercana a la deconstrucción y por tanto más preocupada por el uso que se hace de nociones como las de «sujeto», la misma noción de «crítica» y otros términos de tinte universalista y excluyente, fácilmente reconstructores de binarismos como «género», «sexo», «mujer» o «identidad». A esta tarea de vigilancia permanente aunará su particular versión del pragmatismo lingüístico y el tratamiento de la «performatividad» como configuradora de agentes e identidades discursivas fluctuantes, cuya apariencia de unicidad y consistencia no proviene más que de su constante repetición que, sólo por eso, las constituye en norma. Será a través de la performatividad del discurso como sea posible lograr recreaciones de sentido, resignificaciones, nuevos usos lingüísticos y como será posible desarmar prácticas citacionales hegemónicas que no son sino una «parodia desprovista de original cuya verdad no llega nunca a cristalizar y que, por lo tanto, tiene que reinstituirse una y otra vez mediante el auxilio de instancias sancionadoras, de regulación y penalización.

En su artículo sobre Fraser se aprecian nuevos motivos de distanciamiento con respecto a esta última relativos a una larvada acusación del posible «heterosexismo» subyacente en la propuesta de Fraser de analizar separadamente el ámbito de discriminación cultural y económico. El título del escrito lo da a entender claramente. En el fondo vendría a decirle a Fraser que para ella las reivindicaciones de las lesbianas son «merely cultural», esto es, sin la relevancia que implícitamente se le atribuyen en esta distinción a las verdaderas y más urgentes reivindicaciones económicas: «She reproduces the division that locates certain oppressions as part of political economy, and relegates others to the exclusively cultural sphere. Positing a spectrum that spans political economy and culture, she situates lesbian and gay struggles at the cultural end of this political spectrum. Homophobia, she argues, has no roots in political economy, because homosexuals occupy no distinctive position in the division of labour, are distributed throughout the class structure, and do not constitute an exploited class: ‘the injustice they suffer is quintaessentially a matter of recognition’, thus making their struggles into a matter of cultural recognition, rather than a material oppression»[17]. La desvinculación del «reconocimiento cultural» de la «redistribución económica» es la raíz misma del heterosexismo de izquierdas que siempre consideró la lucha contra la homofobia como un caprichoso lujo burgués, «an effort to colonize and contain homosexuality in and as the cultural itself»[18]. Butler replica arguyendo contra la homofobia considerada como una opresión secundaria si es casual el empobrecimiento de las mujeres lesbianas, si la prohibición a gays y lesbianas de formar una familia no tiene nada que ver con la necesidad de mantener la pureza inmaculada del modo de producción centrado en la familia y, por ende, en la «normative heterosexuality of the economy»[19], en la reproducción capitalista de la heterosexualidad como un «specific mode of sexual production»[20]. Fraser se defiende como puede de esta avalancha pero se mantiene en sus trece y se reitera en la perspectiva de análisis dicotómico entre reconocimiento y redistribución. Lo único que consigue hacer, como suele suceder en estos casos, es mostrar sus buenas intenciones y decir que ella no es homofóbica. Sólo le faltaba decir que, además, tiene muchas amigas lesbianas, como, por ejemplo, Judith Butler: «In my account, then, injustices of misrecognition are fully as serious as distributive injustices. And they cannot be reduced to the latter. Thus, far from claiming that cultural harms are superstructural reflextions of economic harms, I have proposed an analysis in which the two sorts of harms are co-fundamental and conceptually irreducible»[21]. Ironías y simpatías aparte, Butler ha obligado a Fraser a mantener una posición dualista radical y la única solución que aporta Fraser es también dependiente de este dualismo, a saber «the combination of socialism and deconstruction»[22]. Un dualismo, por otra parte, que parece ser el fundamento de su incómoda, aunque indudablemente productiva e interesante ─»filosóficamente»─, posición entre la deconstrucción y la teoría crítica. Como dijimos, no obstante, esta posición, que resucita los sistemas duales de capitalismo y patriarcado, le costará un tirón de orejas de manos de Iris Young a la malhadada, por bienintencionada, Fraser quien, queriendo aproximarse a todas las feministas en general al final no logra quedar bien con ninguna en particular: «Her proposed solution, namely to reassert a category of political economy entirely opposed to culture, is worse than the disease»[23]. Por si fuera poco, Young le recuerda a Fraser que plantear dicotomías irresolubles poco o nada tiene que ver con la deconstrucción que ella preconiza combinar con la crítica política, en lo que no le falta la razón. En la respuesta a Young, Fraser matiza un poco su radicalismo y rechaza haber hecho un planteamiento dicotómico y, en su lugar, aboga por una suerte de perspectivismo dual: «The entire thrust of my essay was to demonstrate that cultural claims have distributive implications, that economic claims carry recognition subtexts, and that we ignore their mutual impingement at our peril. Thus, what Young labels a ‘dichotomy’ is actually a perspectival duality»[24]. Ciertamente la posición mediadora, o que lo intenta, de Fraser resulta a todas luces incómoda y poco gratificante a corto plazo, toda mediación lo es, pero tiene al menos la virtud de esclarecer puntos comunes entre posturas que se quieren opuestas y absolutamente distanciadas unas de otras. Abogar por un término medio, incluso lograrlo, no siempre es sinónimo de virtud. A veces es más lo que se sacrifica en el intento que los resultados obtenidos y la paz en el interior de un paradigma o entre distintos paradigmas no tiene por qué ser lo más deseable, un valor absoluto, ni lo que haga avanzar más el pensamiento. Lo que sí es indiscutible es que con estos debates lo que debe trazarse como objetivo final es la consecución de una «crítica feminista autónoma» ─como apunta Campillo─ respecto de fidelidades, servidumbres de cualquier tipo y filiaciones a corrientes filosóficas o a tradiciones ajenas al propio feminismo.

TOMADO DEL LIBRO “FILOSOFÍAS DEL SIGLO XX”, SÍNTESIS, 2006. PACO VIDARTE
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[1] AMORÓS, C. (ed.): «Presentación (que intenta ser un esboz del status questionis)», en Feminismo y filosofía. Madrid. Síntesis, 2000, p. 12.

[2] Cfr. COBO, R.: «El discurso de la igualdad en el pensamiento de Poulain de la Barre», en AMORÓS, C. (ed.): Historia de la Teoría Feminista. Madrid, Intituto de Investigaciones Feministas-UCM, 1994, pp. 11-20; sobre Mary Wollstonecraft, cfr. COBO, R.: «La construcción social de la mujer en Mary Wollstonecraft», en op. cit., pp. 21-28.

[3] Op. cit., p. 26.

[4] Cfr. AMORÓS, C.: «¿Feminismo existencialista versus feminismo estructuralista? Notas para una reflexión sobre la crítica de Juliet Mitchell a Simone de Beauvoir», en Hacia una crítica de la razón patriarcal. Barcelona, Anthropos, 1985, pp. 56-71.

[5] DE BEAUVOIR, S.: Le Deuxième Sexe. Paris, Gallimard, 1976, tomo I, p. 237.

[6] AMORÓS, C.: «Presentación….», en Feminismo y filosofía, ed. cit., p. 87.

[7] MOI, T.: Teoría literaria feminista. Madrid, Cátedra, 1988, p. 114.

[8] Pese al ascendiente lacaniano del pensamiento de Irigaray, su posición con respecto al psicoanálisis siempre fue crítica, como lo demuestra el siguiente hecho: «La extraordinaria tesis doctoral de Luce Irigaray, Speculum de l’autre femme, dio lugar a su inmediata expulsión de la École freudienne de Lacan en Vincennes» (Op. cit., p. 136).

[9] AMORÓS, C.: «Presentación….», en Feminismo y filosofía, ed. cit., p. 94.

[10] Cfr. CAMPILLO, N.: «El significado de la crítica en el feminismo contemporáneo», en AMORÓS, C. (ed.): Feminismo y filosofía, ed. cit., pp. 287-318, que seguiremos en parte de nuestra exposición.

[11] Sobre la queer theory, de escasa difusión y conocimiento por estos lares debido al lento goteo de traducciones, a la escasez de estudios específicos y al pacato conservadurismo reformista de los colectivos de gays, lesbianas y transexuales en el Estado español, remitimos al excelente estudio de Ricardo Llamas: Teoría torcida. Madrid, Siglo XXI, 1998 y a los estudios conjuntos del anterior autor y de Francisco Javier Vidarte: Homografías. Madrid, Espasa-Calpe, 1999 y Extravíos. Madrid, Espasa-Calpe, 2001.

[12] Hago un intento de trasvasar, tal vez demasiado abruptamente, la estrategia de Haraway a la lucha gay en: «Ciborg. El nuevo hombre gay», en Extravíos, ed. cit., pp. 213-229.

[13] Existe traducción castellana: Teoría feminista y teoría crítica. Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1990.

[14] En el artículo que provocó la polémica, Butler parecía dejar bien claro que nadie más que ella misma y Fraser tenían vela en este entierro. Tal vez el tono «singular» con que excluía de la discusión al resto del mundo como interlocutores válidos hizo que Young quisiera meterse por medio, replicando sólo a Fraser para decirle más o menos dónde la estaban conduciendo sus amistades postestructuralistas y eludiendo cualquier referencia a Butler. Éste es el decreto de privacidad o de exclusión del artículo de Butler sobre Fraser: «I turn to her work in part because the assumption I worry about can be found there, and because she and I have a history of friendly argumentation, one which I trust will continue from here as a productive exchange─ which is also the reason why she remains the only person I agree to name in this essay» (BUTLER, J.: «Merely Cultural», en New Left Review, 227, 1998).

[15] «La controversia dentro del feminismo entre una teoría crítica de la sociedad y una crítica situada se presenta como una discusión intraparadigmática […], en el sentido de que se referiría a cuestión de matices más que a una ruptura de paradigma. Ésa es la diferencia que aprecia Benhabib entre la posibilidad de diálogo fructífero con la crítica situada y las disputas con el feminismo postestructuralista de Judith Butler y Drucilla Cornell, que considera desacuerdos interparadigmáticos» (CAMPILLO, N.: «El significado de la crítica en el feminismo contemporáneo», ed. cit., p. 311).

[16] CAMPILLO, N.: «El significado de la crítica en el feminismo contemporáneo», ed. cit., pp. 303-304.

[17] BUTLER, J.: «Merely Cultural», ed. cit., p. 39.

[18] Op. cit., 45.

[19] Op. cit., p. 41.

[20] Op. cit., p. 42.

[21] FRASER, N.: «Heterosexism, Misrecognition and Capitalism: A Response to Judith Butler», en New Left Review, 228, 1998, p. 142.

[22] FRASER, N.: «From Redistribution to Recognition? Dilemmas of Justice in a ‘Post-Socialist’ Age», en WILLET, C.: Theorizing Multiculturalism. A Guide to the Current Debate, Malden, Blackwell, 1998, p. 40.

[23] YOUNG, I.: «Unruly Categories: A Critique of Nancy Fraser’s Dual Systems Theory», en op. cit., p. 51.

[24] FRASER, N.: «A Rejoinder to Iris Young» en op. cit., p. 70.

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