Kant, Schiller y la experiencia de la belleza

Por Esteban Gerardo
Fuente: http://www.temakel.com

1. Kant forjó una de las filosofías más influyentes de la modernidad. Su filosofar impuso infranqueables límites al sujeto de conocimiento. La dimensión de la belleza, la singularidad de la experiencia estética, adquiere un lugar fundamental en la Crítica del juicio. Schiller, en sus Cartas sobre la educación estética del género humano, continuó una aguda indagación del significado de lo bello, de la libertad de la creación artística pensada como el instinto del juego. En ambas estéticas, la belleza late en tanto es experimentada por el sujeto.

En el ensayo que ahora iniciamos nos proponemos apreciar algunas de las ideas estéticas cruciales del filósofo de Konigsberg, y del poeta y dramaturgo alemán. Y también en nuestro ensayar navegaremos hacia el puerto donde hurgaremos ciertos pliegues de una quizá olvidada belleza que rebasa al sujeto.

2. Descartes inició la aventura. El mundo de la experiencia es tierra movediza, arena precaria. Es el paisaje de la fragilidad donde se hunden los principios sólidos. En las dunas de la materia y el espacio, vive el error, la opinión de piel tornadiza, las torres elevadas sobre tradiciones que se repiten sin pensamiento ni demostraciones de sus certezas. La verdad firme no se halla en el afuera, ni en las colisiones de los sistemas filosóficos, o el perfeccionamiento de retóricas escolásticas.

La verdad reposa en la interioridad. En el yo, la conciencia, el alma, la mente, lo psíquico no espacial. En el sujeto. El sujeto que vuelve sobre sí mediante un método, e intuye su propia presencia. Y las formas intelectuales de su arquitectura conceptual.

Con Descartes, el sujeto se abre al discurso de una verdad fundamentada mediante el pensamiento que, luego de descubrirse a sí mismo, actúa como sustancia que ordena y explica el mundo natural y el universo abrazado por la mirada de la ciencia moderna. Con Descartes, comienza un realismo trascendental. Una fundamentación de la existencia y la realidad del mundo exterior. Del mundo que trasciende al sujeto y que halla todavía en Dios al garante de que la idea de que existen cosas, cuerpos y colores en el espacio, es efectivamente verdadera.

Y luego es Kant.

Junto con Berkely, Fichte, Schelling, Hegel, Kant consuma el salto idealista. El sujeto ya no encuentra afuera un mundo preexistente permeable a la diegesis o explicación racional. El sujeto ahora crea. Crea lo conocido, lo representado, el objeto, el horizonte de toda experiencia posible, la arquitectura universal y objetiva de la naturaleza. Como en la teoría artística romántica, el sujeto ya no es espejo, sino candil o lámpara que, detrás de su desbordamiento, desde la interioridad del sujeto, abre el afuera, proyecta el espacio y el tiempo, el tejido de los objetos de nuestra experiencia. El candil romántico es afín a la revolución copernicana kantiana (1). El humano, el sujeto-tierra, antes giraba en torno al sol-centro, al sol-objeto, una realidad o ser que ya era. Ahora, el círculo de los objetos evoluciona en derredor del sujeto-sol, el sujeto a priori que despliega la realidad cognoscible. Pero el sujeto del idealismo kantiano no padece aún la ambición del conocimiento total del Espíritu Absoluto hegeliano. Donde en Hegel hay infinitud y absoluto, en Kant pulsa la finitud y la limitación del conocimiento. La metafísica platónica o escolástica pueden pretender el conocimiento de un ser absoluto en cuanto éste se pone a sí mismo, como causa sui, libre de toda exigencia o condición ontológica previa. Mas el sujeto kantiano no conoce desde una primigenia libertad total; sólo puede conocer desde condiciones de posibilidad a priori. La conciencia del conocimiento condicionado emerge desde el resplandor de las lanzas de la crítica cuando éstas atraviesan el torso de toda metafísica dogmática, de toda razón pura que pretende conocer la totalidad última y eterna. La razón que se autocomprende y se autocrítica demuestra que el sujeto de conocimiento no puede romper la coraza de su propia limitación. El sujeto sólo convive con aquello que surge desde sí mismo, desde un horizonte a priori y trascendental. La finitud del sujeto se evidencia en la necesidad de la receptividad de una materia dada o preexistente que le es dada a la facultad de la sensibilidad. El rumor del conocimiento se inicia así en las sensaciones aún sin forma, incapaces de transmutar su caos originario en objetos.

El sujeto kantiano (el sujeto de la apercepción trascendental) mediante la proyección de un espacio-tiempo que le es propio, que no preexiste en el afuera, y por medio de la aplicación de las categorías del entendimiento, procreará la posibilidad de proposiciones con valor cognoscitivo respecto a los objetos que se muestran como fenómenos. Pero el sujeto sólo conoce lo que él mismo constituye o crea. Por lo que lo nouménico o incognoscible surgirá como región sin significado o entidad propia; es aquello que puede pensarse o postularse (Dios, la inmortalidad del alma, el mundo como totalidad); pero que nunca será parte del conocimiento posible y legítimo.

La finitud del conocimiento se compensará con el contacto de lo absoluto en el terreno de la ley moral, en la dinámica de la autonomía de la razón práctica. En la adecuación de la máxima de una acción al imperativo categórico que late en la ley moral, el hombre reencuentra la magnificencia de una experiencia absoluta. Pero que es en el obrar, no en el conocer. Por lo que el deseo y la voluntad, la racionalidad práctica, y el conocer de la razón teorética, el conocer de la naturaleza bajo las leyes de la causalidad, quedan separados.

Inicio de la escisión trágica del sujeto dual, continuidad kantiana de las figuras anteriores de una subjetividad fragmentada en Occidente (2).

3. El entendimiento con sus categorías (la causalidad entre ellas) constituye el horizonte universal de la naturaleza, un orden a priori, e invariable en cuanto a su estructura trascendental. En el caso de que primero es lo universal, y luego se le integra lo particular, los juicios son determinantes. Si primero es lo particular que luego debe subsumirse en lo universal, el juicio será reflexionante. El territorio de las particularidades no es estático. Crece y se expande mediante la indagación científica. Las ciencias particulares exploran la realidad, descubren nuevas propiedades y relaciones de los seres y los objetos, integran sus nuevas conquistas particulares en el marco general, universal, de la naturaleza. El científico busca subsumir leyes empíricas y particulares dentro de otras más generales. Las leyes no se agregan simplemente. Se interrelacionan e integran dentro del sistema de la naturaleza. Esta integración sólo es posible en tanto supongamos una finalidad en el mundo natural; es la suposición según la cual la naturaleza es una unidad inteligible que integra en su orden a priori las nuevas leyes empíricas. Esta unidad supone una naturaleza como si hubiera sido creada por una inteligencia divina y suprema (3).

El principio de la finalidad, o juicio teleológico, es sólo regulativo. No constituye la posibilidad misma de la realidad, como sí lo hace la categoría de la causalidad. Es por lo tanto subjetiva y a priori. El juicio estético, el juicio vinculado a la valoración de la belleza y su generación de placer, será también apriorístico y subjetivo. Kant así, en su Crítica del juicio, pensará la estética más allá de las apreciaciones personales respecto a lo que es bello. Como veremos a continuación, el pensador de la mirada trascendental iniciará la reflexión que descubrirá la estética como sitio de la liberación de los objetos de la naturaleza, y como placer de la reintegración o reconciliación del sujeto, antes herido por el dolor, por el displacer de la dualidad.

Baumgarten elabora la estética racionalista. Los juicios estéticos son universales en tanto perciben, aunque fuera confusamente, la perfección del objeto. Desde otro acantilado del pensamiento estético, los empiristas aseguran la imposibilidad de todo juicio estético universal, dado que la apreciación de lo bello es sólo una impresión subjetiva. Lo bello para Kant no es ni un estado propio del objeto percibido ni una percepción agotaba en la mera subjetividad de los individuos.

La estética kantiana se suspende sobre una primera afirmación o principio: «Lo bello es el objeto de un placer desinteresado» (4). La experiencia estética no surge del deseo, de la expectativa de un embargarse en una sensación de agrado. Lo desinteresado alude a la índole esencialmente contemplativa del placer estético. La percepción de lo bello no es inicio de una senda de medios hacia un fin específico. En la dimensión estética, el sujeto se emancipa de una acción orientada hacia un logro particular. Por otro lado, el conocimiento estético bulle sin conceptos, sin el imperativo de una demostración conceptual o justificación lógica del singular contenido de belleza del objeto bello. La belleza no expresa al objeto en sí mismo, no revela así un concepto universal y necesario que determine lo bello de una cosa, sea ésta un lago, una rosa, un paraje nevado o el cuerpo ondulante y espumoso del mar. El objeto bello no posee explicación, es indefinible, inútil y gratuito. No es efecto de un concepto ni, como observamos antes, de una finalidad.

Pero la ausencia del concepto no significa ausencia de forma. El juicio estético expone una forma universal y a priori de la experiencia. «La belleza es la forma de la finalidad de un objeto en cuanto ésta es percibida sin la representación de un fin» (5). El juicio estético es una «finalidad sin fin», el objeto experimentado desde el placer estético es libre de toda finalidad, de todo concepto. El juicio estético siempre se remitirá a la percepción de un objeto singular, en un sitio particular del espacio y el tiempo. Pero la experiencia de este objeto bello concreto, empírico y singular, se despliega como universal dado que puede afectar a la diversidad de los sujetos. Lo bello no desciende desde un mero concepto; sólo nace cuando el objeto afecta a un sujeto. La belleza no brota del objeto mismo sino del modo como un sujeto lo percibe; y esta recepción sí adquiere la condición de una forma apriorística y universal.

La universalidad del juicio estético satisface al entendimiento y su determinación de un orden general. Pero lo universal del juicio estético carece de un concepto dado, carece de un fin, está libre de una ley condicionante; es una «legalidad sin ley». La imagen de la belleza experimentada por el sujeto nace así de la imaginación, de la imaginación estética. Entonces, «sea lo que sea el objeto (cosa o flor, animal u hombre), no es representado y juzgado en términos de su utilidad, ni de acuerdo con cualquier propósito al cual pueda servir, ni tampoco en vista de su finalidad…En la imaginación estética, el objeto es representado más bien libre de todas esas relaciones y propiedades, siendo libre él mismo» (6). La imaginación se representa ahora un objeto liberado. La belleza de un girasol no obedece a un concepto universal o a un propósito utilitario. La belleza de la planta, cuyo vegetal cuello sigue el baile del sol en el cielo, existe en la libre imagen imaginada por el sujeto. La experiencia estética, en lo que posee de universal, remite al entendimiento. Pero la imagen bella de la planta se origina en la respuesta imaginativa del sujeto afectado por ella. El placer frente al objeto bello entonces sería el resultado de la armonización entre el entendimiento y su objetividad, y la imaginación como sensual y espontánea respuesta del sujeto. El placer surge de esta armonía entre lo racional y universal, y lo imaginativo y subjetivo. Lo conceptual y lo sensual se reconcilian. El sujeto recobra su unidad.

En la imaginación estética, a su vez, actúa una doble fulguración de la libertad. La libertad en cuanto producción imaginativa de la imagen bella desde la que se experimenta un algo. Y la libertad del objeto que ya no se muestra sometido a la repetición de una ley. El objeto bello irradia el brillo de una presencia libre de todo interés o finalidad. La libertad, entonces, no pertenecerá únicamente al campo de la autonomía de la moral, de la razón práctica. La libertad no es sólo moralidad autónoma; es también libertad estética. La libertad se expande en la belleza del objeto como fuente de un placer desinteresado en el sujeto.

Pero lo estético preludia lo moral.

La estética señala, por vía indirecta o simbólica, la ley moral que se da a sí misma sin someterse a ninguna legalidad previa. La belleza así es «símbolo de la moral» (7).

La libertad moral se reconcilia con una naturaleza que, gracias a la imaginación estética, se hace libre, y supera su anterior existir bajo el entendimiento, y su orden necesario. La libertad del sujeto ahora impregna la polifonía de formas de la naturaleza.

Un señorío de la libertad del sujeto es también, y esencialmente, la creación artística. Kant pensará la diferencia entre belleza natural y arte. En el arte impera una obra o producir (agere); por su parte, lo bello de la naturaleza deriva de un mero hacer (facere). El arte es la obra (opus) que surge por medio de la libre voluntad creadora, del talento natural del genio que le confiere una regla al arte. Apreciar los objetos bellos es parte del gusto; su creación es atributo del genio. El genio apela al entendimiento como forma ordenadora de una imaginación desenfrenada. La belleza natural, valorada principalmente como producto de la naturaleza, carece de la mediación de una voluntad creadora. A su vez, «la naturaleza era bella cuando al mismo tiempo parecía ser arte…»(8). Lo natural fulgura con el aura de lo bello cuando parece derivado de una activa libertad creadora. Sin embargo, la belleza natural sin la mediación del sujeto y del arte, en su simple inmediatez, no podría igualar el poder de la belleza artística nacida del genio creador.

Pero la belleza no agota la experiencia estética. También lo sublime invade el pulso humano.

La preocupación kantiana por la diferencia entre lo bello y lo sublime comenzó ya en el estadio juvenil y precrítico de su pensamiento (9). Lo bello siempre resplandece a través de las formas de lo visible y limitado. Lo bello es aprehensión de un objeto limitado, mesurado. Lo sublime, en cambio, es el reino de lo desmesurado, lo inacabable, lo ilimitado. Lo sublime matemático es la experiencia de la grandeza desmesurada. Es la bóveda estrellada del cielo. Lo sublime dinámico es la potencia desmesurada. Es la violencia desaforada de una tempestad, la roja lava de las laderas de un volcán; la exaltada caída del agua de una cascada. Lo sublime, lejos de empequeñecer al hombre, lo eleva, lo afirma en su propia grandeza porque «la sublimidad no está encerrada en cosa alguna de la naturaleza, sino en nuestro propio espíritu, en cuanto podemos adquirir la conciencia de que somos superiores a la naturaleza dentro de nosotros y por ello también a la naturaleza fuera de nosotros» (10). Lo sublime, como potencia incontenible es propiciada por la naturaleza. Pero la experiencia de la sublimidad como tal sólo acontece en el sujeto. Por lo que la capacidad humana de pensar la determinación de lo sublime asegura la superioridad humana sobre la exterioridad del mundo natural, incapaz de la experiencia de un estado de desmesurada potencia.

4. Y es oportuno ahora atender a una propagación de la reflexión estética kantiana sobre la belleza en las cercanas colinas de la teoría romántica del arte. En la interpretación de Marcuse, Schiller continúa el poder reconciliador de opuestos que aflora en la estética kantiana. El romántico autor de Wallestein, crítica y supera, acaso, al Kant de la Critica de la razón práctica.

En sus Cartas sobre la educación estética del género humano, Schiller introduce el ideal de una libertad superior a la autonomía de la ley moral. La facultad de juzgar actuaba en Kant como tercera facultad mediadora entre la razón teórica y la razón práctica. En Schiller existe también un esquema tripartito, una visión del sujeto compuesta por una trilogía de instintos, que luego exploraremos.

En la materia por sí sola no resplandece lo bello. El contenido material actúa en lo particular, en lo inmediato y sensorial. La belleza, centro de lo estético, precisa de la forma y su universalidad. Esta forma expresa también la idea, la esencia humana, el hombre ideal. La humanidad genuina que revela el estadio estético es la unidad donde la forma, la razón, el pensamiento, y lo material, lo corporal y sensual, se integran armoniosamente. Para Schiller, como para otros románticos, arquetipo de la humanidad no fragmentada es la antigüedad griega. Semejante a la naturaleza que todo lo une, la cultura helénica integraba todas las facultades humanas en un fluido y equilibrado ritmo.

Lejos de la armoniosa idealidad griega, el hombre moderno se desangra entre las múltiples heridas de la fragmentación. Su racionalidad actúa como entendimiento, como facultad que, para comprender y conocer, analiza; y el analizar es un dividir en partes el objeto. Y toda división, fragmenta, empobrece, debilita. El hombre no experimenta ya la unidad y el todo. Sólo late dentro de una partícula: «el hombre se educa como mera partícula, llenos sus oídos del monótono rumor de la rueda que empuja, nunca desenvuelve la armonía de su esencia y lejos de imprimir a su trabajo el sello de lo humano, tornase él mismo un reflejo de su labor o de su ciencia» (11).

El hombre gime en la disociación. La fragmentación lo despoja de su genuina humanidad. Su vida oscila entre lo mecánico y lo artificial. Sólo en el sendero de la reconciliación con su unidad ideal, el hombre podrá recuperar su fulgor verdadero, su auténtica condición humana. Sólo lo estético podrá cauterizar y re-unir, al superar lo falso, y refundar al hombre. Según Schiller, la experiencia estética de la belleza exhuma un instinto hasta ahora desconocido, no cultivado, que surge de la superación de los dos instintos iniciales que dividen al hombre.

En el hombre obra, por un lado, un «impulso sensual», el orden de los sentidos, el cuerpo, la materia, lo particular, la existencia que atiende a los mandatos biológicos y las exigencias externas. Por otra parte, el «impulso de la forma» es la aceptación de un principio interior, racional, necesario y ordenador. Ambos impulsos lanzan al sujeto a la turbulencia opresiva de la no libertad. Que se expresa como dimensión externa, fáctica, de la necesidad (a la que se halla sometida el cuerpo y su sensualidad); y la dimensión interna de subordinación a la ley, a la ley moral. El hombre es constreñido así desde la exterioridad biológica, y desde la interioridad racional y moral. Esta es la realidad dada y establecida sobre el sujeto. La libertad genuina sólo erupciona en la salida de la realidad como necesidad o seriedad, y en la superación de la diferencia entre los instintos iniciales del sujeto. Desde el centro de la subjetividad emerge una fuerza mediadora que, como un imán, atrae e integra. La magnética pulsión de la unidad brota de la belleza que «conduce al hombre, que sólo por los sentidos vive, al ejercicio de la forma y del pensamiento; la belleza devuelve al hombre, sumido en la tarea espiritual, al actuar con la materia y el mundo sensible» (12). La belleza no puede refulgir en las meras sensaciones, en un mero vértigo sensorial. Necesita de una forma, de un principio ordenador afín al pensamiento. A su vez, la forma no podría ser belleza sin su cristalización en un contenido material.
Y la belleza es propiamente la apariencia.

La mera realidad natural, reino de la necesidad biológica, territorio de la inmediatez, es la «realidad efectiva ordinaria», distinta de «la realidad efectiva estética». Lo real estético sólo aflora como apariencia mediante el adorno y lo lúdico. Un hacha o una cabaña pueden sólo ser objeto útiles para la supervivencia, o la defensa. Su significado así no supera la existencia sometida al estado de la necesidad. La casa de madera o el filoso instrumento (que puede oficiar como elemento para el ataque o la subsistencia) pierden su condición utilitaria cuando su extensión es embellecida por el adorno. Los objetos, ahora, no responden sólo a la utilidad. Renacen como apariencia estética. El adorno, como acción del embellecer, no responde a ninguna necesidad. Es expresión innecesaria, inútil, superflua, que envuelve una cosa en el manto de una bella apariencia.

La apariencia estética es el más vivo resplandor de la libertad artística. Es un espontáneo jugar. Que crea la obra, la cosa bella. La lúdica espontaneidad creadora tiene sus paralelos en la propia naturaleza. El insecto aletea, o el pájaro canta, no para obedecer al mandato de la necesidad, sino para expandir libremente su intensidad vital. Lo mismo ocurre cuando un árbol crea más semillas que las que necesita para reproducirse, o cuando desarrolla más raíces, hojas o ramas que las que emplea en su conservación. La naturaleza así expresa su libertad. Juega. No trabaja. Es espontánea creación. No imperiosa necesidad. Pero el jugar en la naturaleza es juego físico, no aún juego estético. Juego estético que nos estremece al superar la mera sucesión de las imágenes. Desde su libertad imaginativa, el sujeto puede moverse de una imagen a otra. Expresa así su independencia de la coacción exterior, de la imposición de una misma sucesión de causas y efectos, de este crepúsculo, al que le sigue siempre esta noche, de esta noche, a la que siempre le sigue esta nueva mañana. Pero la imaginación como libre sucesión de imágenes e ideas, nos habla de una libertad aún pasiva. Es la libertad de un orden natural, necesario y repetido. Mas, en su más alta libertad, la imaginación baila cuando crea una nueva forma libre que se introduce dentro de lo transitorio y sensible. Así el hombre juega. Su instinto de juego vive y actúa cuando crea una nueva forma, que enriquece las cosas, los objetos, o la presencia humana, con una bella apariencia estética. No se trata de un pathos lúdico que juegue con algo en particular. Es el juego como dimensión plena de la libertad y la vida. Es despliegue (schein). Es el tercer instinto, el instinto de juego. Cuya creación de belleza conduce al agrado y al placer. El hombre se adorna. Juega. Y así, el «impulso estético», lo guía hacia «un tercer reino, un reino alegre de juego y de apariencia, donde el hombre se despoja de los lazos que por doquier le tienen sujeto y se libera de todo cuanto es coacción, tanto en lo físico como en lo moral» (13).

Y el hombre que juega en la libre creación artística de la belleza construye la utópica anticipación de la postergada sociedad libre. Sólo mediante la libertad estética se arribará a la libertad política. En la síntesis entre Freud y Marx que ensaya Marcuse, la civilización en general, y la sociedad capitalista como manifestación de la modernidad, nace de una represión básica de los instintos. La opresión capitalista no sólo se construye sobre el mercado y trabajo alienado. Es inicialmente también un exceso en la represión instintiva indispensable para la fundación de lo social. Este exceso represivo se encarna en un «principio de actuación», bajo cuya sombra el trabajo se denigra en plusvalía y alienación. La sofocación capitalista de lo humano niega la espontaneidad del juego, el poder más alto de la libre creación artística. Cuando la utopía ya no sea lejanía, sino calor de un cuerpo libre y un espíritu expandido, nacerá la «civilización humana genuina», y «el hombre vivirá en el despliegue, el fausto antes que en la necesidad» (14).

5. En la estética kantiana el hombre se reintegra en una unidad placentera. Y el objeto se libera, no en su pura existencia fáctica, sino en su ser percibido por el sujeto. La naturaleza pareciera así que ingresa en el prado radiante de la libertad; ya no sería sólo la estructura invariable exhalada por el sujeto de conocimiento. Sin embargo, estimamos que la naturaleza encendida por la imaginación estética kantiana desconoce una forma originaria de la libertad. La naturaleza, el orden universal de la materia, que podría ser belleza con independencia del sujeto. Son conocidas las razones kantianas para negar el conocimiento de esa realidad natural preexistente, que trasciende o supera al sujeto. El sujeto sólo comprende el afuera desde la mediación de su estructura cognoscitiva a priori. El sujeto nunca ve lo que es, sino lo que su mirada le permite abrazar y conocer. La finitud del sujeto se convierte así en la única playa donde las olas de un mundo posible y «real» pueden entregar su rumor continuo. Las cosas mismas, una naturaleza sin hombre, sin sujeto, es postulable, es pensable. Pero no es habitable; es lugar negativo, sin significado ni real existencia. La modernidad kantiana se contenta con la libertad estética del sujeto, o de un objeto que sólo es en tanto es percibido como libre forma desinteresada por ese sujeto. La naturaleza en su orden necesario, y en su posible libertad en el juicio estético depende del monárquico sujeto moderno.

Lo sublime pareciera una senda de una potencia desmesurada que podría anonadar al sujeto, y restituirle la sospecha de una naturaleza cuyo poder prescinde de su mirada. Pero para Kant, como antes observamos, aún la experiencia de lo sublime dinámico agranda y consolida la autovaloración exaltada del sujeto (15).

Lo estético en Kant habla del sujeto y no de una posible realidad anterior o independiente a la subjetividad. En su Introducción a la estética, Hegel asegura que la estética kantiana «es, a fin de cuentas, sólo subjetiva, es decir, realizada por el sujeto, y existe sólo en virtud de su juicio, no responde a la verdad y a la realidad en sí» (16). Esta subjetividad de lo estético se repite también en Schiller dado que belleza sólo es en tanto tenemos una sensación de ella, porque lo bello es «un estado nuestro y un acto nuestro» (17). En el autor de las Cartas … la lúdica creación de la belleza existe en el sujeto y su percepción antes que en la propia realidad natural. Lo bello, en su más alta cumbre, expresa la plenitud realizada de un hombre ideal, no el brillo más incandescente o autosuficiente de la geografía material de la naturaleza.

La teoría estética de la «finalidad sin fin», o el instinto del juego de Schiller, celebran lo bello en la propia mirada; inhiben así toda apertura a la alteridad de la belleza que resplandece donde el sujeto se extingue o desaparece. Se elabora entonces una estética de lo bello para el sujeto donde se pierde la alteridad de lo bello. La comprensión de esta alteridad surge, estimo, cuando repensamos la belleza, el arte y el sujeto en el contexto de una historia natural. La reducción de lo bello a un estado del sujeto, a «un estado nuestro y un acto nuestro», se diseña sobre una violenta ilusión temporal. La naturaleza como posible orden y belleza empieza a ser en tanto es ordenada, producida o experimentada por un sujeto como legislador y creador de la posibilidad de lo bello artístico. La realidad es únicamente desde el sujeto. Antes de su actividad constituyente, la naturaleza sólo podría ser una dispersión caótica de sensaciones, o una región de particularidades. La forma universal de lo natural sólo es al ser pensada por el sujeto. La belleza verdadera es la introducida en el espacio y el tiempo por la creación artística. Si existe una belleza natural es siempre inferior a lo bello artístico que vierte el sujeto sobre las cosas, sobre la materia antes mecánica y desespiritualizada. La estética subjetivista subestima o no comprende la posibilidad de una belleza plena sin la mediación del sujeto. Es la incapacidad del antropocentrismo moderno de abrirse a lo real que no precisa de un acto ordenador de nuestra conciencia. Bien lo sabemos: es imposible eludir el ver a través de nuestra visión particular como especie, y como sujetos situados históricamente. La montaña de bella cima blanca, que ya era antes de la aparición del hombre entre los otros seres vivos del planeta, es distinta para el otro ver del águila, el tigre, o del hombre prehistórico. La elevación de bella corona blanca quizá sea algo muy distinto a la maontaña que vemos. Pero sólo la desmesurada importancia de nuestro ver le arrebata a la montaña su posible existir bello y enigmático, con independencia de nuestra presencia y nuestro mirar.

Y quizá es una belleza del mundo, que se irradia y es sin necesidad de ser vista. Y quizá el concierto de lo bello entrega su música que no depende del canto y la composición humana. Tal vez una belleza renuente a ser expresada por cualquier estética filosófica ya era antes de que el ojo humano parpadeara ante el cielo extraño, y el primer crepúsculo. La alteridad y preexistencia de lo bello que no es para el sujeto, sino que es en su presencia enigmática, late en un salvaje estar ahí. Que brilla. Sin conceptos. Insoportable existir para el sujeto que necesita ordenar y explicar. La extraña aura de esa belleza que las montañas y los ríos ya poseían, antes que el hombre caminará en la tierra sin entender. La belleza que no precisa del sujeto que le permita a los objetos ser. La belleza del cielo sembrada de lluvias. Que acaso imaginó la gran fuerza misteriosa. Que ahora se oculta. Pero que aún respira en el viento.

Citas:

(1) Sobre la métafora del espejo y la lámpara, véase M. Abrahms, El espejo y la lámpara, Buenos Aires, editorial Nova.

(2) La subjetividad fragmentada que puede hallarse, por ejemplo, en la antropología platónica, cristiana y cartesiana.

(3) Cf. Kant, 1977, p.25).

(4) Kant, 1977, p. 70.

(5) Kant, 1977, p.114.

(6) Marcuse, 1983, p.167.

(7) Cf. Kant, 1977, parágrafo 5.

(8) Kant, 1977, p. 235.

(9) Véase, Kant, Immanuel (1995) Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, Madrid: Alianza.

(10) Kant, 1977, p.163.

(11) Schiller, Johann Christoph Freidrich, «Cartas sobre la educación estética», en Escritos sobre estética, Tecnos, Madrid, 1991, p.114.

(12) Ibid., p.163.

(13) Ibid., p.214

(14) Marcuse, 1983, p.175.

(15) Edmund Burke explora también famosamente las características propias de lo sublime. Una de sus fuentes es la experiencia de la vastedad, donde lo vasto no es únicamente lo amplio en el espacio sino también la infinita divisibilidad de la materia. Así, la desmesura de lo sublime no se halla sólo en la máxima amplitud sino también en lo pequeño por lo que «quedamos asombrados y confusos al ver lo maravillosa que es la pequeñez, y siendo extremada, no podemos distinguirla por sus efectos de la vastedad misma». E. Burke, Indagación filosófica sobre el origen de nuestra ideas acerca de lo bello y lo sublime, Valencia, Arte Gráficas Soler, 1985, p. 134.

(16) G.W.F. Hegel, Introducción a la estética, Barcelona, Península, p.111.

(17) Schiller., p. 98. El pasaje al que nos referimos manifiesta: «La belleza es, pues, para nosotros, un objeto, porque la reflexión es la condición bajo la cual tenemos una sensación de ella; pero al mismo tiempo es un estado de nuestro sujeto, porque el sentimiento es la condición bajo la cual tenemos una representación de ella. Es, pues, forma, porque la contemplamos; pero al mismo tiempo es vida, porque la sentimos. En una palabra: es la vez un estado nuestro y un acto nuestro».

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: