La demanda religiosa y lo posmoderno

Por: Pablo Aravena Núñez
Fuente: http://www.icalquinta.cl

El sólo acto de convocatoria, por parte de una sector de jóvenes cristianos universitarios, a una mesa redonda bajo el título de “Cristianismo y Posmodernidad”, es digno de ser interpretado. Sabemos que, históricamente, hay dos situaciones que han incitado la reflexión del cristianismo sobre sí mismo: aquellas instancias en que el dogma está en riesgo, o bien, aquel instante en que el cristiano se ve enfrentado a la experiencia mística; a la experiencia de “lo sagrado”.

En nuestro caso –intuyendo lo que los convocantes perciben bajo esa aún difusa categoría de “Posmodernidad”– nos encontramos dispuestos ante una reflexión del primer tipo aludido. El problema entonces debiera ser planteado en los siguientes términos: ¿Qué riesgos supone la posmodernidad para la fe (cristiana)?, o bien, ¿Qué ofrece la fe cristiana enfrentada a la posmodernidad?.

Como académico laico y agnóstico (aunque no por ello arreligioso), creo que sólo se está obligado a hacerse cargo de la primera pregunta. En esta dirección quiero adelantar las tres afirmaciones (y no hipótesis) que argumentaré en vías de algún tipo de respuesta: a) que no era necesario el arribo de lo posmoderno para poner en riesgo la fe; la modernidad supone (y se funda en) ese riesgo, b) que pese a un supuesto debilitamiento de la fe por lo posmoderno, hoy se registra un crecimiento considerable de instituciones de fe cristianas (u otras), y c) que este crecimiento institucional no corresponde a una demanda religiosa sino, en rigor, mágica, en el sentido que carece de profundidad. No obstante, previo a adentrarme en el problema, estimo conveniente precisar algunos conceptos y situarlos en la problemática intelectual “contemporánea”.

En principio debemos aclarar la diferencia entre dos conceptos aparentemente equivalentes, usados indistintamente incluso por personas del campo de las humanidades, tales son: posmodernismo y posmodernidad. Creo que es ya en este nivel que se juega algo muy significativo para entrar en la problemática aludida, pues mientras el concepto “posmodernismo” nos remite a una “propuesta” estética o a un discurso filosófico específico, el de “posmodernidad” trata de dar cuenta de una realidad que ya no se ajusta a los patrones establecidos, esto es a las categorías modernas para representarse la realidad, tal dificultad queda expresada en la misma denominación: posmodernidad designa un conjunto de fenómenos que no son modernos, que –paradójicamente en el pensamiento posmodernista– se suponen después de lo moderno. La coincidencia, o el rasgo en común que poseen ambas denominaciones, está dado por la forma en como se nos presentan las cosas reales, la matriz estética que se plantea y una nueva teorización del mundo social. Todo está cruzado por la “fragmentación”. Significa el descrédito de las categorías tradicionales de representación de lo que se daba en llamar “la realidad”: totalidad, universalidad, continuidad, temporalidad, legitimidad, profundidad, sujeto, sentido, etc.

Sería bueno saber a qué debe temer más el cristianismo, si a un discurso estético-filosófico o a “una” realidad hostil. O bien –como sospecho– a “todo”, asumiendo –como lo plantea Jameson, siguiendo a Mandel– que la “posmodernidad” corresponde a un orden económico ligado al capitalismo “posindustrial” o multinacional, y los derivados sociales que esto supone (y que de cierta forma sufrimos), y que el “posmodernismo” corresponde a la lógica cultural del capitalismo avanzado . En estos términos, es dable conceder algún tipo de unidad a lo que hasta ahora hemos concebido por separado, bajo la denominación de lo posmoderno. Habrá que ver ahora en qué medida lo posmoderno entra en conflicto con el cristianismo.

En 1979, el filosofo francés Jean-François Lyotard se propuso reflexionar sobre el valor de la narrativa en el conocimiento; el resultado de ello fue su libro La condición posmoderna. Allí se deslizaba la idea de que, en tanto el conocimiento producido se sustentaba en ideas de totalidad o unidad, eran solidarias de grandes concepciones de mundo que él denominó “Metarrelatos” . La formulación les puede parecer demasiado abstracta, pero veamos que ejemplos de metarrelatos y que causas de sus crisis postulaba Lyotard en 1984, cuando trataba de aclarar a un amigo lo planteado cinco años antes.

“Los ‘metarrelatos’ a que se refiere La condición posmoderna, son aquellos que han marcado la modernidad: emancipación progresiva de la razón y de la libertad, emancipación progresiva o catastrófica del trabajo (fuente de valor alienado en el capitalismo), enriquecimiento de toda la humanidad a través del progreso de la tecnociencia capitalista, e incluso, si se cuenta al cristianismo dentro de la modernidad (opuesto, por lo tanto, al clasicismo antiguo), salvación de las creaturas por medio de la conversión de las almas vía el relato crístico del amor mártir. La filosofía de Hegel totaliza todos estos relatos y, en este sentido, concentra en sí misma la modernidad especulativa. Estos relatos no son mitos en el sentido de fábulas (incluso el relato cristiano). Es cierto que, igual que los mitos, su finalidad es legitimar las instituciones y las prácticas sociales y políticas, las legislaciones, las éticas, las maneras de pensar. Pero, a diferencia de los mitos, estos relatos no buscan la referida legitimidad en un acto originario fundacional, sino en un futuro que se ha de producir, es decir, una idea a realizar. Esa idea (de libertad, de “luz”, de socialismo, etc.) posee un valor legitimante porque es universal. Como tal orienta todas las realidades humanas, da a la modernidad su modo característico: el proyecto” .

La crisis de los metarrelatos se habría producido, según Lyotard, por la pérdida de su facultad legitimante, justamente en la medida que, producto de sus prácticas sociales, se habría terminado por liquidar la idea de futuro en que se sustentaba dicha facultad (libertad, luz, socialismo). Auschwitzt y el estalinismo serían los puntos en que se frustra el metarrelato moderno, donde se inicia lo posmoderno. Con ellos cae no sólo la idea de proyecto, sino también la idea de universalidad que es inherente a todos los metarrelatos. Caen, por tanto, “todos” los metarrelatos, incluso el cristiano. Al respecto algo había advertido Ernst Bloch por los años cuarenta, cuando señalaba que “para que la utopía del fin no sea una farsa deberá ser alcanzada alguna vez” .

Por supuesto siempre era posible contrargumentar –como lo hizo J. Habermas– que el proyecto estaba aun “inconcluso” y que la razón moderna aún tenía mucho que dar, aunque fuese para rectificar el curso.

Más tarde se sumaría también al discurso posmodernista otro filósofo, me refiero al italiano G. Vattimo, quien vino a complementar (o reforzar) la tesis de Lyotard llamando la atención sobre el “papel determinante” que desempeñaban los mass media “en el nacimiento de una sociedad posmoderna”. No obstante, la conclusión se dirigía en la misma dirección de Lyotard: el desarrollo de la modernidad, en lugar de dar pie a una “sociedad transparente”, que respondiera a los ideales de autoconciencia y universalidad, ha devenido –efecto de los mass media– en una explosión de Weltanschauungen (visiones de mundo); a saber, de un mundo dominado por un racionalidad central pasamos a un mundo de racionalidades locales (una vez más; fragmentación).

A partir de este punto todo afán universalizador registrado en la historia comienza a ser valorado negativamente como signo de barbarie, y todo postulado filosófico en esa vía comienza, sin mucho rigor lógico, a hacerse inconsistente. Creo que aquí radica el mayor grado de tensión entre los planteamientos posmodernos y el cristianismo, en el sentido que es justamente en la “universalidad del mensaje” que se funda “la violencia de lo cristiano” . Pero es aquí donde empezaré a desarrollar las afirmaciones que adelanté al comienzo.

La condición de existencia del cristianismo en la modernidad ha sido la renuncia al principio de la universalidad del mensaje, para mantenerlo, en cambio, celosamente resguardado en el plano meramente formal. El pluralismo moderno ha sido un producto forzoso elevado a calidad de “valor ilustrado”: el pluralismo es la condición para la coexistencia, más o menos pacífica, de distintos sistemas de valores que portan sujetos que se han visto “obligados” a convivir en un proceso de cosmopolitización (si es que es correcto el término) que, a su vez, ha sido resultado de los requerimientos de un insipiente capitalismo y del mercado. Esto aunque pueda aceptarse que los sistemas globales de interpretación (fundamentalmente de matriz cristiana) ya se encontraban debilitados en la fase temprana de la modernización (Ej. Cisma y guerras de religión) .

Sostengo que el cristianismo, en tanto “comunidad de vida y sentido”, desde el momento que debe coexistir con otros sistemas de valores, decae irremediablemente respecto de esa presencia, que quizá tuvo alguna vez, como sistema global de valores. En la modernidad, en la medida que la convicción religiosa pasa a ser voluntaria y privada, el cristianismo debe competir con otros sistemas de valores, y si quiere seguir existiendo –aunque sea en competencia– debe aceptar ese otro sistema supraordinal de valores que es el pluralismo moderno, lo cual pasa irremediablemente por renunciar (excepto formalmente) a la “universalidad del mensaje”. En este sentido, y si entendemos lo posmoderno como una perversión del pluralismo moderno (en que la Differend liquida el pluralismo, en tanto sistema supraordinal y por ello universal), llegamos al punto de comprender de que el supuesto riesgo que hoy corre el cristianismo frente al posmodernismo, se desprende del hecho de que el cristianismo no haya renunciado formalmente nunca a la universalidad, lo cual, aunque suene bien, es lo mismo que afirmar que hoy el cristianismo no estaría en peligro de muerte si hubiese estado muerto hace ya mucho tiempo. Pero también se podría señalar, en clave cínica, que el riesgo que actualmente corre el cristianismo “es sólo formal”, lo que supone asumir que ha cedido bastante en la praxis. En conclusión: el cristianismo habría aprendido a vivir en el permanente riesgo del pluralismo moderno; la actual perplejidad se deriva de la liquidación de ese universo en que había aprendido a habitar, lo que se asume como el vencimiento de la amenaza moderna.

Pues bien, entro ahora a las dos últimas afirmaciones. Debiéramos suponer que esta actual puesta en jaque del cristianismo en lo posmoderno, sumado al acta de defunción de todo metarrelato por parte del discurso posmodernista, debiera traducirse en un debilitamiento institucional de la fe (tal como lo han experimentado en el campo político los partidos “marxistas”). Sin embargo lo que se ha registrado en el último tiempo ha sido justamente lo contrario. Dado el contexto de esta exposición creo sugerente la siguiente cita de Berger y Luckmann:

“A nivel mundial podemos seguir el rastro de la exitosa historia del protestantismo evangélico, el capítulo más impresionante de lo que es el movimiento evangélico. Esta nueva forma de protestantismo se está propagando velozmente en amplias zonas del este y del sudeste asiático, en el continente africano al sur del Sahara y, lo que resulta más sorprendente, en todos los países de Latinoamérica. A menudo los estratos de la sociedad más beneficiados por la modernización son precisamente los más susceptibles al entusiasmo religioso. Los militantes de los movimientos religiosos de masa pueden encontrarse hoy en las nuevas ciudades del Tercer Mundo, no en las aldeas tradicionales. Los cuadros dirigentes de estos movimientos suelen estar integrados por personas educadas en universidades modernas” .

A la hora de postular alguna causa de este paradójico fenómeno, estimo pertinente el recurso a dos tesis que considero bastante plausibles frente a ese lugar común que se nos impone de inmediato, acerca de que “el hombre es un ser por naturaleza religioso”, lo cual pude ser cierto pero no plausible en términos de la indagación histórico-social. La primera de ellas pertenece al teólogo Paul Tillich, quien deriva el fenómeno del modo de vida impuesto en el seno de una sociedad industrial superdesarrollada, cuyo rasgo fundamental sería el de convertir al propio hombre “en un medio de fines que son medios, y de los que está ausente un fin último” . Tesis, ésta, que calza muy bien con los postulados del siquiatra Victor E. Frankl, (cuya obra hoy la empresa editorial ha hecho circular como best seller) acerca de la existencia en el hombre de una “voluntad de sentido”, que opera como una “otra pulsión” en espera de ser satisfecha.

La segunda tesis que me interesa rescatar ha sido sumariamente esbozada por el filósofo chileno Martín Hopenhayn, quien sostiene que el crecimiento de instituciones evangélicas cristianas, he incluso esotéricas, está asociado a un excedente de energía utópica que habría quedado flotando tras la repentina caída de ese gran referente político-utópico que es el marxismo.

Quizá podríamos agregar una tercera, no sé si llamarla tesis, pero que por su común circulación debiera ser citada al menos para declararla bajo sospecha a causa de su presunta “evidencia”. Su origen es difícilmente rastreable (perméa incluso el discurso gubernamental) y se ofrece como explicación de todo fenómeno de surgimiento de minorías o de “getización”; desde nacionalismos a grupos esotéricos, me refiero a aquella que sostiene que todo lo aludido ha surgido por “reacción espontánea” ante un fenómeno de globalización. Se trata, como todo fascismo, de una postura organicista que explica los repliegues “hacia dentro” como la producción natural de un anticuerpo (solo dejo la inquietud planteada ya que el tema aquí es otro).

El último punto que quisiera desarrollar está en estrecha ligazón con el anterior. En gran medida lo relativiza o hace menos eficaz la argumentación que he desarrollado. Sostengo que este crecimiento institucional no corresponde a una demanda propiamente religiosa sino a una demanda “mágica” , que daría cuenta de una regresión espiritual humana hasta extremos arcaizantes: la carencia de profundidad que requiere toda búsqueda religiosa. Sin embargo quiero ser enfático en que no busco inducir hacia una generalización sino captar una “tendencia”, por lo demás reconociendo la precariedad del material empírico en que fundo mi afirmación, podo asumir, incluso, que en ella hay mucho más de intuición que de fundamento empírico.

Creo que coincidiremos en el siguiente hecho: el fenómeno de crecimiento de múltiples iglesias evangélicas que he señalado está estrechamente ligado a una alta difusión de la “oferta religiosa”, asociada al desarrollo de los medios de comunicación de masas en los últimos 20 años. Ahora es importante reparar en el “mensaje” más habitual de esta oferta, es decir, aquel que asegura su eficacia ofreciendo solución a “situaciones” de la vida cotidiana de una sociedad de consumo, que se han transformado en verdaderas “fuerzas impersonales” (para usar el termino de Freud) que amenazan la “vida” de los hombres y mujeres . Así, es frecuente la “demonización” de tales fuerzas (o de sus presuntas causas) en un esfuerzo por personalizarlas y domarlas por algún tipo de transacción. A este fenómeno me refiero cuando hablo de magia. Pertinentes son las palabras de Freud en este punto: Continuamos acaso inermes, pero ya no nos sentimos, además, paralizados .

La fenomenología de la religión nos ha enseñado que lo descrito no es lo propiamente religioso; el recurso sobrenatural no equivale a una búsqueda de lo sagrado, al camino que conduce a la experiencia mística. Al respecto ha señalado Rodolf Otto:

“El punto de partida fue exclusivamente mágico, y el propósito, tan sólo el de apropiarse de la fuerza maravillosa del numen para aplicarla a fines naturales. Pero el proceso no se detiene en este punto, sino que prosigue, y la posesión del numen o el ser poseído por él se convierte en un fin que se busca por sí mismo, mediante aplicación de los métodos más refinados y feroces de la askesis (ascética). En este momento es cuando empieza la verdadera vita religiosa” .

A este nivel de profundidad me refiero: la búsqueda de lo numinoso “por si mismo”. Que esta experiencia abstracta pueda conducir, el la tradición cristiana, a la salvación, y en este sentido a la cura, es, en todo caso una cuestión que escapa a lo puramente mágico.

Las iglesias cristianas con mayor tradición, como la católica, anglicana y ortodoxa, no han apelado al mensaje mágico. Así mismo sus índices de crecimiento no pueden ser comparables con los registrados por las iglesias evangélicas en los últimos años.

Ante tal paisaje, no puedo más que deslizar una idea final: las iglesias evangélicas son las únicas que han logrado habitar con éxito en medio de lo posmoderno. El cristianismo ha logrado franquear la barrera. Ahora, si su integridad doctrinaria está segura allí donde hoy sobrevive, es tema de otro debate.

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