La otra impunidad

Por: Rafael Agocino*
Fuente: Revista «Pluma y Pincel», Nº 183,  Enero-Febrero 2005

 (*) Economista, profesor de la Universidad Arcis

Las sorpresas que nos brinda la ideología dominante no terminan. Desde hace un tiempo se viene ocupando un nuevo vocablo: «empleabilidad». Este señala algo así como «la calidad de ocupable» que debe tener un individuo para acceder a un empleo. Hasta aquí nada raro, sin embargo, cuando un sutil desplazamiento de lo «micro» a lo «macro» sugiere que el desempleo se origina en la insuficiente «empleabilidad» de los desocupados, el asunto huele mal. Esto significaría que los actuales 600.000 desocupados son auto-responsables de su situación por cuanto no cuentan con la «suficiente empleabilidad», lo cual de paso, permite concebir el desempleo masivo como un problema estrictamente privado y no como «vicio social». Así también el empleo precario, la desigualdad, etc., serían todas fallas individuales, jamás fallas del capitalismo que nos toca vivir….

Este artilugio ideológico es un buen ejemplo para introducir un problema más general que emerge como una gran fisura del modelo neoliberal instaurado en nuestro país. Se trata de la relación falaz que se establece entre los derechos humanos económicos, sociales y culturales y la impunidad, pues, como veremos, la ideología dominante profesando la «libertad para elegir» y «el libre acceso», prácticamente los disuelve como derechos generales, arrojando con ello al olvido aquello que el viejo liberalismo denominó la «cuestión social».

I. El estado, el «delito económico-social” y la impunidad.

El derecho penal nos provee de una diferenciación básica entre el daño y el delito. Cómo se configura el segundo a partir del primero es una pregunta muy pertinente hoy, pues, en el campo de los derechos humanos se ha logrado configurar un delito -por ejemplo, la tortura por parte de un Estado que practica el terrorismo- que inambiguamente permite, luego, identificar cuando hay o no impunidad.

Sin embargo ¿sucede lo mismo en el campo de los derechos humanos económicos, sociales y culturales?

Cuando hablamos de daño, descartando por ahora aquel que es autoinflingido, hablamos de una acción u omisión que ejercida por algún agente genera ciertos perjuicios a otros individuos. Sin embargo, cuando hablamos de delito, en el campo del derecho penal técnicamente nos referimos a un acto antijurídico, a un acto u omisión que aparece tipificado en la ley, al cual ésta le adscribe una sanción, y en el que concurren un sujeto que comete una acción culpable y una víctima que la sufre. En ambos casos, en la acción u omisión, se reconocen victimarios y víctimas, no obstante, como se deduce de lo anterior, su sola presencia no permite homologar una acción que implica daño a una acción que implica delito: no todo daño da origen a un delito, aun cuando todo delito eventualmente suponga un daño.

Analicemos esto que parece casi un juego de palabras. Una acción que provoca daño no tipificada en la ley no permite configurar un delito; pero un delito, a excepción de aquellos denominados «formales», se constituye en tal sólo porque la ley reconoce y penaliza un daño en el sentido descrito: perjuicios provocados a otros. Así, en el derecho penal toda acción u omisión ilícita constituirá un crimen, un delito, un cuasidelito o una falta, dependiendo de la pena asignada, y en consecuencia, desde esa perspectiva, la impunidad penal se referirá a aquella situación en que, configurado un ilícito, el agente infractor no quede afecto a pena alguna.

Utilizando este marco conceptual, propio del derecho penal, el problema de la impunidad en el campo de los derechos humanos económicos, sociales y culturales, podrá ser analizado en términos similares a cómo éste ha sido discutido en el ámbito de los derechos civiles y políticos. En este sentido, advierto que las acciones u omisiones ilícitas que señalaré en los ejemplos, serán tratadas como delitos de forma análoga al tratamiento que éstas reciben en dicha rama del derecho, así también, la no realización de los derechos sociales será considerado un daño.

En un primer plano, que podríamos referirlo a las relaciones contractuales entre individuos privados, el daño o perjuicio que se origina por el «incumplimiento de los contratos», sean éstos explícitos o implícitos, fácilmente deviene en delito, pues, dada una institucionalidad que regla tales relaciones, no habrá mayores dificultades en identificar el acto antijurídico, al culpable y la víctima. También podremos identificar la existencia o no de impunidad. Imaginemos, por ejemplo, la situación de un despido ilegal. Más allá de las críticas que podamos formular al derecho laboral que hoy nos rige, aquí habrá un daño que deviene en delito pues la acción culpable, el despido, es susceptible de constituirse en tal si contraviene las normas que el Código del Trabajo establece; si así ocurre, en esa acción culpable habrá un victimario (empresario) y una víctima (el trabajador) y el problema de la impunidad se remitirá a la eficiencia de los mecanismos institucionales para castigar el delito y resarcir el daño. Desde otro plano, el que se refiere a las relaciones entre los individuos y el Estado, la situación no aparece tan nítida. Por ejemplo, en el caso de los llamados «derechos sociales», el Estado de Chile en su Constitución Política de 1980 (articulo 19), a excepción de la educación básica que éste constitucionalmente se compromete a proveer gratuitamente (Nº 10), la garantía de los otros derechos es bastante más ambigua. Esto ocurre con la salud (Nº 9), el empleo y remuneración justa (Nº 16), la seguridad social (Nº 18), etc., respecto de las cuales el texto constitucional reduce la responsabilidad del Estado a la función de garante del «libre acceso» o de la «libre elección», eludiendo con ello, sutilmente, la función de garante de la satisfacción de la propia necesidad a que hace referencia. Sin embargo, al ser partícipe de numerosos acuerdos internacionales, lo que falta en espíritu a la carta constitucional, se completa con la letra de dichos cuerpos legales ratificados por el Estado de Chile’. En ellos, de forma más explícita, se afirma que los Estados se comprometen a garantizar efectivamente que éstos y otros derechos económico-sociales se satisfagan.

En estas circunstancias, si creemos en la responsabilidad declarada del Estado en torno a estos derechos «sociales», entonces es perfectamente admisible que el daño que sufren los pobres se convierta en delito cuando éste los reconoce pero poco o nada hace por realizarlos. Aquí las víctimas, los pobres, están afectos a una acción culpable por parte del Estado que, por no implementar la institucionalidad mínima que señale cómo se hará cargo de cautelar los derechos que arguye proclamar, por ejemplo a través de las leyes orgánicas respectivas, se transforma directa o indirectamente en victimario. Directamente, cuando su acción significa un incumplimiento del «contrato social» que se supone encarna y cautela; indirectamente, cuando la omisión señalada permite que otros agentes violen tales derechos Transformándolo en cómplice. Más aún, si eldaño es consecuencia inmediata, como ocurre en muchos de nuestros países de un modelo económico impulsado

Dicho sea de paso, lo anterior hace plausible pensar que si el Estado no se hace cargo voluntariamente de su acción culpable, la insoportabilidad del daño y la irreversibilidad de la impunidad dentro del marco jurídico formal, no deja a las víctimas otra opción que trascender dicho marco: la protesta social. Esta podrá constituirse en un medio de presión sobre el Estado para obligarlo a asumir su responsabilidad, o bien, si se radicaliza, simplemente para superar su carácter y fundar otro, y finalmente, sea cual sea su sentido y siguiendo la analogía con el derecho penal, ella no es más que la legítima defensa de las víctimas frente al victimario. Como sabemos, gran parte de la historia de nuestros países durante el presente siglo ha sido marcada por la historia de lucha de esas víctimas; éstas han oscilado entre la reforma y la revolución. Aunque no podemos ocuparnos aquí de este tema, esta última afirmación, nos sirve para señalar que esta contradicción entre el reconocimiento constitucional de los «derechos sociales» – forzado o no por las luchas sociales – y un Estado que no responde a sus propios compromisos, no es nada nueva y ha sido registrada como uno de los tópicos que los juristas han discutido largamente. Sin embargo ¿hay algo singular en nuestros días en relación a esta contradicción?

II. La transfiguración ideológica de la impunidad.

Antes de responder a la pregunta anterior conviene señalar que, si bien en las décadas anteriores a los setenta, subsistían similares dificultades para configurar como delitos los daños provocados por la no realización de los derechos «sociales», al menos existía un sentido común muy diferente al actual. Este se expresaba en que el Estado y sus funcionarios, principalmente los gobiernos, eran más permeables a asumir su responsabilidad política, y forzados o no, intentarán negociar o buscar consensos en torno a medidas de emergencia, políticas económicas, reformas sectoriales, planes de desarrollo nacional, etc. por medio de las cuales hacerse cargo prácticamente de tales derechos. La existencia de una cierta «cultura institucional» de los derechos sociales, obviamente, fue con mucho producto de la larga lucha de las «víctimas del subdesarrollo» cuya constitución como sujeto social y político, corre en paralelo a la emergencia de una «cultura no oficial de la justicia social» que se transforma en proyecto de reforma y/o cambio social.

¿Pero qué ocurre hoy?

Si tomamos como ejemplo el «experimento chileno» y seguimos la lógica de análisis mencionada, podemos constatar que la ideología neoliberal se va transformando en un nuevo sentido común que, tanto en el plano de las relaciones contractuales privadas como en aquél relativo a las relaciones entre individuos y Estado, se expresa materialmente en dos tendencias. En el primer plano, se materializa en la desregulación de lo privado, en la libertad de los contratos entre individuos privados; y en el segundo, en la desresponsabilización del Estado, en una virtual abolición del «contrato social» en lo que respecta a los derechos «sociales».

El fundamento teórico que, a juicio de los neoliberales, hace «deseables» estas tendencias, se encuentra en los efectos sociales benignos e involuntarios que derivan del ejercicio de la racionalidad económica por parte de cada individuo particular. Esa racionalidad económica es un tipo de razonamiento especial que supone un algoritmo de elección sujeto a ciertas reglas internas: la optimización sujeta a restricciones. Un individuo es racional si y sólo si busca satisfacer sus fines individuales con el mínimo gasto de recursos propios. Y es precisamente este móvil, la búsqueda del bienestar individual, el que bajo ciertas condiciones permite hacer racional al conjunto de la sociedad. Si el individuo sólo puede realizar su racionalidad bajo condiciones que le permitan «la libertad para elegir», por extensión, la sociedad sólo puede constituirse en racional si es una sociedad libre, es decir, en cuanto no existan trabas institucionales que impidan a sus componentes individuales el ejercicio de esa libertad. Así, la racionalidad económica ejercida a nivel individual, espontánea e involuntariamente deviene en racionalidad de la sociedad.

Para el neoliberalismo, la racionalidad social que surge como producto espontáneo e involuntario de la racionalidad individual, constituye la legalidad teórica de su pensamiento; y la desregulación de las relaciones entre individuos, que a su vez exige la reducción del espacio de influencia del Estado y la ampliación de la del mercado, constituye el vértice de su programa de reforma social. El mensaje es simple: si un individuo elige libremente con arreglo a esa racionalidad, logrará optimizar su bienestar individual, y dado que el mercado libre es la condición para esa optimización, entonces a nivel agregado, éste no puede sino constituirse en el «mejor asignador de recursos»; la institución que por excelencia garantiza el bienestar común. Este es el contenido de la llamada «contrarrevolución neoliberal».

El experimento neoliberal en Chile permite constatar cómo ese programa se ha concretizado y continúa haciéndolo en sus más diversas direcciones. A nivel de las relaciones contractuales privadas, éste se ha expresado, por un lado, en la eliminación de gran parte de la legislación que regulaba las transacciones entre individuos, y por otro, en la reticencia a regular los nuevos tipos de contratos de facto que ese mismo programa ha generado. No obstante, lo más significativo es que también ha subvertido los contenidos mismos de la relación.

Tomemos por ejemplo el mercado de trabajo. Aquí las contrapartes son patrón y trabajador, ambos transan libremente una mercancía, la fuerza de trabajo; ambos son libres, ni el patrón puede obligar al trabajador a emplearse ni éste a aquel a emplearlo a cualquier salario y condiciones. Si la transacción se cierra, el contrato libremente celebrado expresa la voluntad de las partes, y si tanto patrón como trabajador son sujetos racionales en el sentido descrito, ambos optimizan su bienestar individual, ¿Si no, por qué habrían de celebrarlo? Sin embargo, no deja de llamar la atención que según la encuesta CASEN- 1998, casi 633 mil personas ocupadas pertenecen a hogares pobres. Si descontamos los trabajadores por cuenta propia, lo anterior significa que más de medio millón de asalariados son ocupados pobres. ¿Será posible que estos trabajadores estén maximizando su bienestar al celebrar contratos a esos salarios? Y si así fuera, por lo menos habrá que reconocer que tienen muy bajas expectativas, o bien, debiéramos creer que para ellos «lo pequeño es hermoso».

El pensamiento económico oficial más ortodoxo cree que efectivamente este tercio de asalariados optimizan, y los salarios bajos en relación a la línea de la pobreza sólo son consecuencia de una restricción: el escaso «capital humano» o, lo que es lo mismo, que la calidad de la fuerza de trabajo que venden es de baja productividad. Sin embargo, esta explicación introduce un elemento nuevo. Ya no se trata de una relación entre patrón y empleado, una relación salarial, sino de una simple relación entre capitalistas donde cada uno cuenta con dotaciones de capitales complementarios y que por medio de un contrato libre, celebran algo así como un joint venture con el objeto de maximizar sus beneficios individuales. Al cambiar de carácter esta relación ya no es posible sostener la «desigualdad originaria» entre trabajo y capital sobre la cual se fundó el rol tutelar del derecho laboral; al contrario, esa doctrina desaparece haciendo superfino ese tipo de derecho pues pierde su pertinencia al transformarse la relación salarial en una relación puramente comercial, indiferenciada respecto a otras relaciones de compra y venta. Si esto es así ¿cómo deben percibirse subjetivamente los bajos salarios aún cuando las contrapartes cumplan intachablemente el contrato celebrado?

En ausencia de incumplimiento de los contratos, si los trabajadores, estos capitalistas suis generis, adoptan este discurso como sentido común, entonces también aceptan como propia la responsabilidad del daño provocado por los bajos salarios. Se desplaza así, sutilmente, la responsabilidad hacia los propietarios de la fuerza de trabajo, quienes por su escasa competitividad, aparecen como culpables de su condición de pobres. Mientras el «capitalista capitalista» reafirma esto arguyendo que sus ingresos dependen de la productividad, el Estado lo hace reduciendo el problema a una falta de capacitación, y finalmente, el discurso público lo legitima éticamente apelando al esfuerzo personal como único medio para superarse. Dejemos esto aquí por ahora.

;Y qué ha pasado a nivel de las relaciones entre el Estado y los individuos? Lo que constatamos es que el programa neoliberal se ha afanado en desmontar sistemáticamente la institucionalidad destinada a hacerse cargo de los problemas sociales, trasladando los problemas de responsabilidad pública a la esfera privada. Por ejemplo, si se revisan las reformas a los sistemas de pensiones, de salud y educacional, es fácil percibir esta traslación. Ahora son los individuos quienes libremente deciden donde depositar sus ahorros para la jubilación futura, qué servicios de salud contratar y dónde y hasta qué nivel educarse. Y si son racionales, más allá que tengan o no preferencias «sesgadas al consumo presente», la existencia de mercados libres de la previsión, de la salud y de la educación y capacitación, garantizará decisiones óptimas dadas las condiciones de elección. E incluso, si sus expectativas no coincidieran con los resultados efectivos, de todos modos no habría por qué invalidar el principio de la racionalidad, sino más bien reafirmarlo por la vía del error autoculpable, pues en tanto sujetos racionales, se supone tales riesgos debieron previamente «internalizarse» descontándose de los beneficios netos adscritos a la opción seleccionada. Algo similar ocurre en el campo de las políticas sociales. Aquí el Estado exhorta a los pobres, por medio de la mayoría de los programas financiados vía Fondo de Inversión Social, a convertirse en «microempresarios», en gestores de su propio futuro a través de su integración a los mercados libres. Y si constituidos ya en microempresarios igualmente continúan en su condición de pobres, dicha condición, nuevamente, sólo puede explicarse por errores propios, por la poca capacidad de emprendimiento u otras razones que finalmente trasladan el problema a la esfera individual y en muchos casos, incluso al propio fuero interno de microempresarios frustrados.

En uno y otro caso, el Estado queda exento de culpa frente a los «errores de cálculo» de los individuos. El traslado de los problemas públicos a la esfera privada, no es sino la forma en que se manifiesta la desresponsabilización del Estado frente al «contrato social». Un Estado que deposita de este modo los vicios públicos en los hombros de individuos pobres y atomizados que compiten unos contra otros y que precisamente por su condición de pobres y atomizados, poco o nada pueden hacer frente a la indolencia del poder estatal y frente a los otros poderes que utilizan al Estado en su beneficio.

Bien, pero reunamos ahora los dos planos de los cuales hemos venido hablando.

No es difícil darse cuenta que el programa neoliberal por medio de la desregulación de las relaciones contractuales privadas y de la desresponsabilización del Estado, finalmente logra transformar los vicios públicos en fracasos personales. De acuerdo podrá decirse pero ¿qué importancia tiene ello?. Simplemente que si esto es así, el pensamiento dominante incluso logra desvanecer ideológicamente toda posible impunidad, pues, en ambos planos, transfigura la impunidad en fracaso individual. Y el fracaso evoca culpa, pero en este caso, dada la subversión ideológica que se asienta como sentido común dominante, una culpa muy especial: hace de las víctimas sus propios victimarios, las responsables exclusivas de un daño que, siendo provocado por un sistema social que explota, excluye y discrimina, por decir lo menos, aparece ahora como daño autoinflingido. Es la culpa de sujetos libres cuyo comportamiento no ha sido lo suficientemente racional, o para decirlo en términos más al uso, de sujetos que no han sido lo suficientemente «modernos» o «pragmáticos» y que por ello, han desaprovechado la «libertad de elegir» que garantiza el sistema. Así la obra se completa: nada queda de la irracionalidad de una sociedad «racional», nada queda de un Estado delictuoso o cómplice de los delitos de los que sí pueden cometer delitos «en serio», los poderosos; solo queda el daño de los pobres,… pero es su culpa.

III. Dos comentarios adicionales: el Estado y la Política.

¿Significa todo lo anterior una añoranza del Estado? Claramente no. El Estado no es neutral, no lo fue antes ni menos ahora, Tampoco queremos decir que todos los problemas deban ser resueltos por el Estado. Sin embargo, hay que resaltar que hay problemas cuya naturaleza, por lo menos mientras impere el tipo de racionalidad dominante, no es individual aun teniendo efectos individuales y que por tanto, tampoco admiten soluciones en un plano personal. Y que precisamente por la no neutralidad del Estado, se requiere forzarlo a abrir un espacio público o colectivo que simultáneamente con la asunción de sus responsabilidades en cuanto Estado cuando sea pertinente, permita ocuparse de ellos a nivel de la sociedad completa. Y esta cuestión sigue hoy plenamente vigente aun cuando no exista un gobierno militar.

En los años ochenta, en medio de la lucha contra la dictadura, se relevó la vieja dicotomía sociedad civil-Estado, y aunque a muchos nos parecía sospechosa, la interpretación más benigna se refería a la recuperación de la democracia por medio de los movimientos sociales diversos que llenarían la sociedad en un proceso de «profundización de lo público». Sin embargo, extrañamente este contenido se vació en el transcurso de la lucha y sobretodo luego de iniciada la transición democracia. Lo que resultó no fue «más sociedad civil menos Estado», sino más bien «menos Estado, menos sociedad civil y más mercado». En este proceso, una peculiar amalgama conformada por el Banco Mundial, el neoliberalismo criollo, demócratas de última hora e izquierdistas conversos transformó la «sociedad civil» en «sociedad empresarial» y consecuente con ello, redujo «lo público» al anonimato del mercado apoyándose en el artilugio ideológico que analizamos en los apartados anteriores. Por tanto, cuando hablamos de las tendencias a la desregulación y a la desresponsabilización del Estado, lo hicimos teniendo en mente el contexto de este singular proceso de transición democrática que nos llevó a esta suerte de «democracia virtual». Y digo esto pues, esta democracia no sólo no ha resuelto aún el problema de la impunidad respecto de los derechos civiles y políticos, sino además, ha negado tanto la emergencia de la «sociedad civil» que se suponía era su fundamento de legitimidad, como también reduciendo al mínimo los espacios públicos institucionales que, por último, podrían haberse hecho cargo colectivamente de la resolución de los problemas colectivos.

Finalmente, extendiendo el análisis a la esfera de la política, es preciso reconocer que el discurso neoliberal ha tenido un relativo éxito en mostrar su triunfo, por lo menos en la dimensión que hemos comentado, resaltando el fracaso de todo intento por construir una sociedad distinta. Ya no se trataría de intentos que fueron derrotados sino simplemente fracasados, y fracasar significa ineptitud para lograr lo propuesto de modo tal que la responsabilidad de sus gestores deviene en culpa que los inhabilita éticamente. En los dos planos que hemos venido analizando, la condición de pobreza se explica, finalmente, por la ineptitud de los propios pobres, del mismo modo como a nivel de la política y de los proyectos de cambio social, todo intento de modificar la sociedad se muestra como un intento de fracasados que no puede sino resultar en un fracaso. En ambos casos, toda crítica social, sea de los pobres sea de los reformadores sociales, queda inhabilitada éticamente pues la condición de los primeros no es ajena a sus propias decisiones, mientras la evidencia histórica reciente muestra los horrores e ineficiencias a que pueden conducir las reformas promovidas por los segundos.

Así como se niega que la pobreza, a pesar que los propios intentos gubernamentales por mitigarla lo contradigan, sea el resultado de un sistema social que la genera y la reproduce y que, por tanto, es falaz pretender diluir su carácter social reduciéndola a una pura cuestión de esfuerzo personal, similarmente a nivel de la política, se «olvida» que los intentos de reforma social han contado con la oposición e incluso la acción directa de los poderosos. Precisamente, a este nivel, cada vez que los intereses de los sectores dominantes se han visto amenazados por proyectos de reforma, éstos han apelado a la represión institucional cuando disponen de los recursos formales de poder o simplemente a la conspiración si los han perdido total o parcialmente. Por ejemplo, la crisis de 1973 se explica por la incapacidad, por el fracaso del gobierno de la UP; nunca se menciona la conspiración de las clases dominantes y de EE.UU. que desde el inicio buscaron derrotar tanto la propia experiencia del gobierno popular en Chile, como también y principalmente, derrotar a un movimiento obrero y popular emergente que otorgaba sustento a dicha experiencia.

Con todo, naturalmente no se trata de diluir nuestras propias responsabilidades políticas haciendo una traslación a la inversa, sino resaltar que en la actualidad, muchos sectores de la izquierda, principalmente gran parte de las generaciones más viejas, han sido permeables a este tipo de discurso. Es muy distinto buscar alternativas desde la derrota que desde el fracaso; desde la derrota significa transformar la memoria en proyecto dando cuenta de la experiencia lo mas ajustadamente posible a los hechos, al proceso real de lucha; desde el fracaso significa autoinhabilidad que reduce la acción a una cuestión de pura fe individual, de estricta consecuencia, sin duda loable, pero inconducente en la medida en que es también una forma de desmemoria: hacer, hacer, hacer para olvidar. Felizmente las señas más recientes muestran cómo comenzamos a superar esta sutil trampa que nos antepuso impúdicamente el poder.

Deja un comentario