Por: Pepe Gutiérrez-Álvarez
Fuente: Fuente: Kaosenlared.net (12.05.07)
En los tiempos oscuros del franquismo, la cultura del bajo pueblo era la “natural”, la de vivir cada día con un poco de pan, un poco, amor, cuando lo tenía. Muy pocos leían diarios. Buena perdía el tiempo con el fútbol, solamente el cine era otra cosa.
Otro mundo que estaba en este.
Por entonces, el cine irrumpía en este marco estrecho de nuestra vida sin ninguna posibilidad de distancia. Esto que ya les ocurría a os adultos, incluso a los «habían hecho la guerra», imagínate a los mocosos que ya nos creíamos a pie juntilla lo que nos contaban las viñetas de los «tebeos». Testimonio impagable de esta fascinación son las caras de los espectadores retratadas en fotografías de aquella o de época anteriores, mucho más inocentes. Tienen la expresión propia de quienes están asistiendo a un prodigio. De hecho aquella reacción de los que salieron huyendo despavorido cuando en la pantalla apareció el un tren en movimiento, no quedaba tan lejos; de hecho, lo he visto no hace mucho con un espabilado niño magrebie en Sant Pere de Ribes. Éramos receptores dispuestos a ver, a sentir los acontecimientos que ocurrían en una pantalla ante la cual nada podía sustraernos, ni tan siquiera aquellas bromistas lagartijas del cine de verano.
Cuando consigues un bagaje crítico, puedes estar presente y en alguna medida, activo. Pero entonces algo así era impensable, y lo mismo, supongo, le ocurrirá a las personas que se han mantenido cultural y mentalmente en un lugar cerca de aquel entonces, lo mismo que ocurre con quien se entrega a una jugada de fútbol como cuando tenía doce años. En la infancia, una película es una realidad absorbente que no permite otra cosa que existir, mientras miras y escuchas, cualquier voz o ruido fuera de la pantalla te afecta a los nervios. Es esta enorme y casi exclusiva capacidad del cine para trasladarnos fuera de su ser, era lo que lo hacía tan fascinantes, tan único, tan impreso. La facultad crítica comienza a cobrar forma con las películas que no te gustan, que no te captan, luego con las que has visto más de una vez, también con las que has hablado y discutido, pero aún así, estas dentro. Tanto es así que se ha dicho que la oscuridad de la sala insinúa un retorno al útero, ya que al identificamos con la cámara (Hitchcock lleva esto a sus últimas consecuencias; no puedes mirar a otra parte, ni tan siquiera con la Tele). No deja de ser curioso que uno no recuerde que las sillas de nuestros cines locales eran de madera, seguro no tenía conciencia de la postura del cuerpo.
Se trata –dicen- de una regresión que nos seduce arteramente, aunque esto ocurre también porque sabemos que, en realidad, lo que vemos no nos afecta más que como ilusión, por eso nos sentimos también experimentando terror, porque en el fondo somos conscientes que eso no nos puede ocurrir, y nos gusta precisamente por eso, porque sabemos que no nos puede hacer daño y que los personajes de la pantalla que nos introducen en su círculo mágico no pueden, por suerte o desgracia, intervenir realmente en el curso de nuestras vidas. A mí que me han marcado determinado sueños, me ha marcado mucho más las películas. Al ver cine era como sí ampliara de una manera incontenible lo que tenía trazado en la vida. Estaba destinado a una vida en que todo estaba más o menos escrito: crecer, trabajar, lograr una cierta posición, tener relaciones, familia, unas pocas aficiones, todo con un hilo: no complicarte la vida. El cine de alguna manera me la complicaba, de momento sabía que este no tenía porque ser mi única camino, que existían otros, y que eran posibles. Según qué película, puedo decir que no finalizaba nunca. Muchas siguen ahí, claro que para eso se requiere una disposición que no es la del mero consumo, sino que es la actitud que lleva y estabiliza un espectador activo. Creo que este es el primero logro, algo así a aprender a aprender viendo cine.
Sin estas experiencias cinematográficas no creo que hubiera podido apreciar las demás formas artísticas. En mi condición de hijo del pueblo, el arte fue algo que estaba fuera de mi horizonte, sí acaso podía tener un cierto reconocimiento, saber que Mozart era un músico y que Velázquez es anterior a Goya, algo que ya me convertía en un chico enterado. Las personas con estudios en mi ámbito hasta ahora se pueden contar con los dedos de una mano, con la edad de mi padre con la mano de un manco. Recuerdo que adopté cromos de personalidades de la cultura como prolongación de mi coleccionismo cinematográfico, y casi podía asegurar que en los primeros casos, se trataba de una conexión cinematográfica. Cuanto más importante era mi ilusión cinéfila, más asequible se me hacía reconocer tal o cual expresión artística, potenciaba algo que ya tenía que estar ahí, al alcance del interior de cualquiera o al menos de mucha gente. Y no era que careciera de predisposición, de pequeño tuve mis pinitos pero a los diez años dibujaba como a los cinco. También tuve mi revelación viendo exposiciones o escuchando música de cámara, pero eran momentos sin posibilidad de continuidad. Eran sensaciones que para adquirir una dinámica necesitaba partir de otra realidad.
No fue hasta la adolescencia que intuí que todo aquello que me ofrecía la pasión cinéfila podía tener una utilidad educativa. Fue entonces cuando di mis primeros pasos en el mundo de los libros. Ni que decir tiene que se trataba de títulos que reconocía por sus adaptaciones fílmicas. Antes de prendarme de la novela de Tolstoy, Guerra y paz, había visto la magnífica versión de King Vidor, y el rostro de Pedro no era otro que el de Henry Fonda. Cuando más profundamente me sentía ligado a lo que planteaba la película más me permitía caminar dentro de mí mismo, y en la medida en que avanzaba en las lecturas, las películas ampliaban su significado. Apache ya no era únicamente una aventura con Burt Lancaster de rasgos cobrizos, era un momento estelar del genocidio contra los nativos norteamericanos, y tomé una nota que luego me sirvió de mucho: los buenos eran los indios, las víctimas, los malos, los del Séptima de Caballería, así lo recuerda Joan Manuel Serrat en una canción. Me quedé sobrecogido cuando James Stewart descubre un indio que llora, y que tiene madre, y se enamora de una india (Debra Paget), a la que matan, en Flecha rota (1949), la pionera en lo del alegato proindio, aunque antes ya hubo otras, pero no tan abiertamente vindicativas.
El cine nos transportaba desde su mundo a nuestro mundo, y a la falta de imágenes próximas en las cuales identificarme, tomé la de las películas, y algunos personajes acabaron poblando mi mente. De manera que no trataba luego de escapar de lo que había visto, sino regresar a la historia, darle vuelta, analizarla, distinguir entre su significado para mí y su posible valor artístico, abundar en el director, escritor, en los detalles. La imagen en movimiento consiguió ayudarme a encontrarme. No era cualquier cosa. Venía de un pueblo pequeño que ni siquiera figuraba en los mapas. De una «región» en la que se decía que comenzaba África o sea el subdesarrollo. De una familia que no quería por nada del mundo significarse en nada. De una clase social sometida, educada para estar agradecida. De un ámbito cultural en el que saber las alienaciones del fútbol era una muestra de refinamiento. Saber de cine en este medio, ya era un adelanto, y sin querer, me aprendí los repartos.
Puedo asegurar que lo que me ha diferenciado de estos límites se los debo en no poca medida al cine. Tú que partes de otras condiciones quizás lo encuentre extraño, pero te aseguro que ha sido así para mucha gente. De ahí que al hablar de cine me siga interesando tanto su dimensión didáctica, su posibilidad de enseñar cosas al pueblo, entre otras cosas porque quizás sea el arte más popular, el único que te permite visitar otros mundos y otros tiempos en una mera discusión familiar…
Ahora cuando escucho decir a un muchacho, “Bueno, a ti te gusta la cultura. Pues, a mí pasámelo bien”, me pongo enfermo.
Todas las épocas son diferentes pero cada una tiene su punto.
Como no lo van a ser sí en algo tan gregaria como lo puede ser un rebaño de ovejas cualquier pastor aprende a notar las diferencias entre unas y otras, pero no creo que ello justifica las tentativas de generalización, unas fueron mejores y otras peores. El nuestro era un tiempo en los que hasta los más arcaicos, como lo podía ser mi arcaico abuelo Antonio Álvarez, más de campo que las amapolas, se «empicó» a ir al cine más de una vez por semana, y seguro que eso perturbó su estricto y a su manera, muy rico, horizonte agrario. El cine le sedujo como pocas cosas lo habían hecho en alguien que aborrecía esas cosas tan modernas, y que nunca tuvo muchos modales. Nunca saludaba a los señoritos, al menos sí estos no lo saludaban previamente, a los de caballo, ni los miraba.
Aunque yo era muy pequeño, lo recuerdo vivamente con su gorra y su raído traje de chaleco, corriendo azorado por la calle Victoria arriba preocupado porque se le hacía tarde para llegar a la sesión, y la escena me trae a la memoria, lo puedo asegurar, un título concreto: Gas-oil, (Gilles Grangier, Francia, 1955) un título que ni siquiera Carlos Aguilar recoge en su Diccionario pero que, tal como había pensado, encuentro en la filmografía de Jean Gabin al lado de una jovencísima Jeanne Moreau. En el cartel aparecía el ya rugoso y adusto rostro de Gabin en una oscuridad propia de «policiaco». Seguro que el recuerdo está reforzado por algún comentario sobre un título que entonces sonaba más bien extraño, pero es un detalle vivo, como el que me remite al abuelo riendo las gracias de Manuel Ligero, que las tenía, hasta que murió en 1968. Entonces, esto del policiaco era más bien complicado, había que descubrir quien era el criminal, y la verdad es que los niños no nos enterábamos mucho. Quizás por eso no me enteré quien Hitchcock hasta una década después, y fue viendo Psicosis (1960). Lo juro, todavía me cierto temor una sombra tras la cortina de la ducha. Que no me gasten bromas con eso.
En este tiempo aparecieron en los kioscos (el primero de la localidad data de esa época) las primeras revistas, así monográficos sobre los grandes actores en una colección en la que también aparecían futbolistas y cantantes. Aparecen los aparatos propios de la sociedad de consumo, esos artefactos que tanto contribuyeron a que las mujeres dejaran de estar tan esclavizadas, pero otros tuvieron un efecto muy diferente, como el teléfono y no digamos el inalámbrico. Hay una película canadiense, Denise te llama, en la que la gente se relaciona casi exclusivamente por ese aparato, antepuesto a las conversaciones directas, francas. Y claro, la teleuve, que «mata» el tiempo, neutraliza las relaciones, ocupa el espacio del ocio creativo, y «jivariza» los cerebros como se podía ver en aquella con Fernando Lamas y Rhonda Fleming y Brian Keith, Jívaro (1954), que transcurría en unas Amazonas de estudios con sobreimpresiones documentales, de lo que ni me enteré. La Tele significó liza y llanamente el cierre de la mayor parte de las antiguas salas de cine, de manera que hasta capitales de cierta importancia se quedaron sin ninguna, también significó el «vaciamiento» de la vida social nocturna, antes la gente se reunía en casa o en los lugares públicos antes y después de la cena, ahora ven fútbol o concursos insultantes que se anteponen a cualquier conversación viva y necesaria.
Existen cifras que certifican esta masividad, pero la manera más sencilla de demostrar lo que digo fue la expansión de las salas de cines. En esta época, un pueblo tan secularmente agrario y provinciano como el nuestro, con unos quince mil habitantes parte de los cuales vivía en los cortijos, en las haciendas, y bajaban de tanto en tanto del campo. En aquellos tiempos el teatro que llegó a representarse es idéntico al que describen Mario Camús en Los cómicos, y Fernando Fernan Gómez en Viaje a ninguna parte. Recuerdos de cuando pasaron por el pueblo y se instalaron en la plaza que hoy es de La Niña de la Puebla, representando y hablando enfáticamente tal como se ve en estas películas. Entonces se hablaba mucho de tal o cual película prohibida, y es que, estaba prohibido hasta el Carnaval. No recuerdo nada parecido a una actividad cultural, es más, en el callejero ningún espacio escritor o artista como no había ningún nombre femenino laico; todo estaba ocupado por generales sublevados contra la República y el pueblo. En este contexto el cine se erigió en una cita cultural de excepción.
Mi pueblo era entonces un lugar con oscuros y profundos complejos de atraso secular. Aunque eso sí, nadie podía negar que laborioso, con unas mujeres que mantenían sus casas y sus puertas limpias, con sus paredes blancas. Se malvivía en un marco de sometimiento, pero que, en lo primordial, hervía de humanidad sencilla, bullicioso por el día y la noche, con una intensa vida casera y callejera, en plazas, esquinas y en las que el mundo era algo lejano que apenas si por los periódicos, por lo que el interés se centraba en el entorno más próximo, fuera con cosas del pasado o del día a día. Todo el mundo sabía poco más o menos la vida y milagros de casi todos los demás. Cerrado sobre sí mismo, el pueblo encontraba cada día se abría una ventana a otros mundos, a la imaginación, a otras realidades y formas de vida.
Aunque el cine había llegado en la época del mudo, hasta entonces había sido un fenómeno restringido, casi elitista. Que esto era así lo muestra no solamente el hecho de que, por mucho tiempo, el cine funcionó como un espectáculo de feria pasajero, en tanto que el primer cine estable llegó prácticamente con la IIª República, sino también por el testimonio de nuestros los mayores que comentaban que fueron al cine en tal o cual ocasión, por tal o cual feria o festividad local, que mis padres hablaban de tal o cual película como algo muy especial, pero no mucho más. Hay que tener en cuenta que, por abajo, el país no llegó a recuperar los niveles sociales de la IIª República hasta finales de los años cincuenta, pero antes, lo de ir al cine, al menos en un pueblo, venía a ser casi un lujo.
Por eso mis dos abuelas murieron (1956; 1973), sin haber llegado a ver el invento, y no eran de las pobres que firmaban poniendo una cruz. Cuanto menos sabían leer, algo que no era precisamente común en su época, y tanto fue así que Rosario, mi abuela materna ejerció de «lectora» de los «partes de guerra» del cortijo donde trabajaba duramente la familia, por su parte la abuela Ana leía muy despacio las cartas, y a veces su misario, incluso tenía dos libros entre sus cosas, un dramón al parecer muy famoso al principio del siglo XX, titulado La esposa mártir (un título que tenía hondas connotaciones con algunas historia femeninas del contorno), y otro que recogía el congreso Eucarístico de Barcelona en una fecha tan señalada como 1909. Nunca tuve noticias que asistiera a ninguna proyección. La primera, porque casi siempre vivió en el campo «con su hombre» y éste no lo hubiera permitido. La segunda porque ella misma consideraba que el «lugar de una mujer estaba en su casa», y únicamente salía fuera con ocasión de algún velatorio inexcusable, cuando ya empezaba a anochecer. Creo que para ambas, el cine era algo que no podían entender. Seguramente, se habrían asustado como aquellos espectadores que salieron huyendo cuando vieron aparecer un tren, además, seguro que lo veían como un invento pecaminoso. Esto no era tan extraño como puede parecer, mi tía Gregoria, que era unos años mayor que mi madre, tampoco sabía lo que era «ver» una película, las consideraba un «lío». Que nadie piense que se trataba de mujeres «fartas» (tontas), simplemente eran de «otra época». Mujeres «de sus hombres», y nada más, fuera de su casa no eran nada.
En el caso de los abuelos era, naturalmente, distinto. El mundo de los hombres no pasaba por las casas, que «se les caían encima», sino la calle, y más cosas El paterno, el Pepe Gutiérrez más importante, de joven había sido –en el buen sentido, o sea elegante y educado, sin prepotencia– un «señorito», y ejerció como concejal cuando la dictadura de Primo de Rivera. Para lo que era el pueblo entonces, se le podía llamar un hombre de mundo, había conocido a mucha gente y alternado con «gente bien», además, tenía muy buen registro de los inventos. Decía que lo del cine era una de esas maravillas de «lo moderno», como eran los aviones que nadie sabe porque vuelan, pero que todo el mundo podía ver pasar por el cielo. Su cine fue sin embargo ocasional, sin mayor significado que conocer el invento, o contar en que año comenzaron a ofrecerse proyecciones en el pueblo, o cual fue su primer local, un casino por supuesto.
Papá ya era otra cosa. Sin embargo, tampoco gozó de muchas oportunidades. Normalmente no tenía una peseta, y cuando empezó a ganarla lo metieron en la guerra con los «nacionales», a los que más temía pero menos apreciaba, pasó la guerra y luego varios años de servicio. Cuando se licenció se encontró con mamá e inmediatamente conmigo, lo que significaba la responsabilidad de tener un trabajo, y lo encontró en una cantera, picando piedra, él que había tenido criada de niño y que se lo hacían todo en casa. Después de trabajar picando piedras no le quedaba tiempo para ir al cine, ni tampoco lo tuvo cuando se aposentó en el bar de la calle la Cruz, donde se sabía cuando empezaba pero cuando terminaba y para el que no habían días de fiesta de ningún tipo. En estas condiciones su filmografía se reduzca a muy poca cosa.
El hombre admiró el buen hacer y la mala cara de Edward G. Robinson y el carácter atravesado de James Cagney, le gustaba el cine policiaco duro, pero no se acordaba de los títulos. Unicamente mencionaba algunos muy ignotos, pero que debieron tener un significado para él en su momento como Pánico en la banca (?), Mortal sugestión (Love from a stranger/ USA, 1937), de Rowland V. Lee y basada en una novela de Agatha Christie. También algunos ejemplares rancios del español como De mujer a mujer, aunque no sabía precisar sí se refería al título norteamericano de 1933, con Robert Montgomery o Mirna Loy o al de Luis Lucía de 1950, con Amparo Rivelles (de la que estuvo como tantos otros enamorado «Mira que era guapa esa mujer») en duelo con Ana Mariscal. También citaba Con sus vidas hicieron fuego (?), y poco más. Luego «se encerró» en el bar, y únicamente fue ocasionalmente a alguna película como Qvo Vadis? (1952), de la que recordaba cuando Ursus vencía al toro, pero nada más. Se ve que la ascensión al cielo de Robert Taylor y Deborah Kerr no le llamó la atención..
A mamá, que era muy de la guasa andaluza, le gustaban mucho Estrellita Castro. Mamá hablaba riéndose de Mariquilla Terremoto, tomo el dato, dirigida por Benito Perojo en Alemania, en 1938, en plena peste parda. También le había hecho muchísima gracia Rosario, la cortijera, un rijoso «remake» de una del mismo título del primitivo de José Busch, en la que salían dos «Niños» a cual más «capullo», el Niño Sabicas que solía acompañar a La Niña de la Puebla en sus conciertos), y el Niño de Utrera. Vista hoy está claro que lo que le atraía a mamá era ante todo el arcaico gracejo de la Estrellita, las coplas, y el ambiente cortijero «saleroso» que superficialmente evocaban el que ella había conocido, aunque ella no contaba estas cosas sino otras mucho más agobiantes para los pobres, pero también era verdad que se había reído lo suyo con las gracias de aquellas personas que aparecen en algunas fotos desteñidas de la familia reunidos delante de un portalón con las ropas de faenas, extremadamente morenos y ceñudos, tan lejanos de nuestro presente, pero tan próximos en el tiempo, y a veces, en el recuerdo, a veces también gracias al cine. Ahí está por ejemplo Al sur de Granada (2002), la aproximación de Fernando Colomo a las peripecias de Gerald Brennan en La Alpujarra por aquel entonces, y que tiene entre sus virtudes una reconstrucción antropológica muy cuidada de aquella gente, tan próxima a las nuestras. Luego, les gustaban casi toda, sobre todo los melodramas, pero también las de Lola Flores que era «un tabardillo». Para ella ir al cine era algo así como un premio, un extra, de manera que se podía quejar diciendo, «!Mira que no hemos ido al cine ni para la Feria¡».
No fue hasta nuestra generación pues que el cine se convirtió en algo bastante común, y hasta los más retraídos fueron cuanto menos algunos domingos quizás obligados por las novias que les gustaban las películas «bonitas» y de «amor», aunque ellos las preferían «puñetazos y de tiros». Sin embargo, no conozco muchos casos en los que dicha afición coincidiera con un mínimo cultivo de la memoria y del conocimiento. «Saber mucho de cine», significaba recordar con mayor o menor precisión cuales eran los actores de películas de las que los demás tenían dificultades para retener el título. Mis padres por ejemplo, llegaron a sus ochenta años confundiendo a Henry Fonda con James Stewart, llamando a Robert Mitchum el de la «cara de tortuga», y a John Wayne por «si, chiquillo, ese que sale en las del Oeste», y así. Supongo que lo propio, como toda la gente de su generación y condición, por lo menos en los pueblos. En las capitales era diferente, los trabajadores ya se habían habituados a ir al cine durante la República, y lo volvieron a hacer nada más que pudieron, y la gente, por lo general, estaba más al día.
Todo cambió pues desde finales de los años cuarenta, cuando el ambiente de los cines de La Puebla no era muy diferente al que se describe en Cinema Paradiso, de Giancaldo, el pueblo siciliano de la película, tan lejano pero tan cercano del nuestro. De invierno teníamos dos juntos a unos pocos metros uno del otro, en la misma calle Victoria (que no «de la Victoria», o sea que aún siendo calle principal no lo había «tomado» el régimen), a poco más de cien metros uno de otro, uno era el Victoria, el otro el Delicias, que ofrecía películas de reestreno o de segundo orden los días laborables, y los grandes estrenos el sábado y el domingo. Para combatir e incluso disfrutar del muy caluroso verano andaluz de cuarenta y cuatro grados a la sombra teníamos hasta tres, uno en la citada calle, «el Victoria de verano», que era el más activo y con mayor historia; otro más en el paseo que era el pulmón y la alegría del lugar, justamente el Cine Paseo, situado en el recinto ferial por el que desfilaba la gente las tardes-noches de unos veranos agobiantes, y que funcionaba sobre todo en los bulliciosos días feriales, cuando se estrenaban en grandes producciones.
Todavía había otro cine de verano más, llamado «el del Pollo», porque estaba en la esquina de este nombre, un lugar de congregación de la gente del campo, y uno de los centros naturales del lugar, a un paso de donde paran y salen todavía los autobuses. Este era mucho menos activo, pero en el que servidor, por citar algunos ejemplos, recuerda haber asistido con sus gafas oscuras a un desfile de títulos en 3 Dimensiones: la decepcionante Bwana, el diablo de la selva (Bwana devil, USA, 1953), cuyo león casi daba risa; el muy mediocre western Fort-Ti (USA, 1953), con Robert Montgomery, la muy terrorífica Los crímenes del museo de cera (House of wax, USA, 1953), con Vincent Price sentando cátedra en el género «de terror», memorable por su ambiente y su color enfermizo y con sus estatuas (¿de cera?) ardiendo, y quizás también Crimen perfecto (Dial M for murder, USA, 1954), en cuya escena central, cuando Grace Kelly, estaba punto de morir estrangulada, alcanza y clava unas vulgares tijeras en las espaldas del siniestro asesino enviado gracias un chantaje por su flamante marido (Ray Milland), se clavó en mi subconsciente para siempre. Esta efímera sala está ligada a un apartado de mi memoria sobre la base de otros pocos títulos más, por ejemplo Garou-Garou, el atraviesamuros (Garaou-Garou le pasemuraille, 1950) con Bourvil, una estrella cómica del cine francés que hizo sus mejores papeles como actor dramático (ahí está El círculo rojo, de Jean Pierre Melville) cuya singularidad es que se trataba de alguien que traspasaba las paredes, algo que trate de emular jugando para darme de bruces contra la pared; una con El Príncipe Gitano, Un herederos en apuros (1953) en la que, por una herencia un cantante se ve obligado a torear. Como se puede, un argumento muy original.
A mamá, que era muy de la guasa andaluza, le gustaban mucho Estrellita Castro. Mamá hablaba riéndose de Mariquilla Terremoto, tomo el dato, dirigida por Benito Perojo en Alemania, en 1938, en plena peste parda. También le había hecho muchísima gracia Rosario, la cortijera, un rijoso «remake» de una del mismo título del primitivo de José Busch, en la que salían dos «Niños» a cual más «capullo», el Niño Sabicas que solía acompañar a La Niña de la Puebla en sus conciertos), y el Niño de Utrera. Vista hoy está claro que lo que le atraía a mamá era ante todo el arcaico gracejo de la Estrellita, las coplas, y el ambiente cortijero «saleroso» que superficialmente evocaban el que ella había conocido, aunque ella no contaba estas cosas sino otras mucho más agobiantes para los pobres, pero también era verdad que se había reído lo suyo con las gracias de aquellas personas que aparecen en algunas fotos desteñidas de la familia reunidos delante de un portalón con las ropas de faenas, extremadamente morenos y ceñudos, tan lejanos de nuestro presente, pero tan próximos en el tiempo, y a veces, en el recuerdo, a veces también gracias al cine. Ahí está por ejemplo Al sur de Granada (2002), la aproximación de Fernando Colomo a las peripecias de Gerald Brennan en La Alpujarra por aquel entonces, y que tiene entre sus virtudes una reconstrucción antropológica muy cuidada de aquella gente, tan próxima a las nuestras. Luego, les gustaban casi toda, sobre todo los melodramas, pero también las de Lola Flores que era «un tabardillo». Para ella ir al cine era algo así como un premio, un extra, de manera que se podía quejar diciendo, «!Mira que no hemos ido al cine ni para la Feria¡».
No fue hasta nuestra generación pues que el cine se convirtió en algo bastante común, y hasta los más retraídos fueron cuanto menos algunos domingos quizás obligados por las novias que les gustaban las películas «bonitas» y de «amor», aunque ellos las preferían «puñetazos y de tiros». Sin embargo, no conozco muchos casos en los que dicha afición coincidiera con un mínimo cultivo de la memoria y del conocimiento. «Saber mucho de cine», significaba recordar con mayor o menor precisión cuales eran los actores de películas de las que los demás tenían dificultades para retener el título. Mis padres por ejemplo, llegaron a sus ochenta años confundiendo a Henry Fonda con James Stewart, llamando a Robert Mitchum el de la «cara de tortuga», y a John Wayne por «si, chiquillo, ese que sale en las del Oeste», y así. Supongo que lo propio, como toda la gente de su generación y condición, por lo menos en los pueblos. En las capitales era diferente, los trabajadores ya se habían habituados a ir al cine durante la República, y lo volvieron a hacer nada más que pudieron, y la gente, por lo general, estaba más al día.
Todo cambió pues desde finales de los años cuarenta, cuando el ambiente de los cines de La Puebla no era muy diferente al que se describe en Cinema Paradiso, de Giancaldo, el pueblo siciliano de la película, tan lejano pero tan cercano del nuestro. De invierno teníamos dos juntos a unos pocos metros uno del otro, en la misma calle Victoria (que no «de la Victoria», o sea que aún siendo calle principal no lo había «tomado» el régimen), a poco más de cien metros uno de otro, uno era el Victoria, el otro el Delicias, que ofrecía películas de reestreno o de segundo orden los días laborables, y los grandes estrenos el sábado y el domingo. Para combatir e incluso disfrutar del muy caluroso verano andaluz de cuarenta y cuatro grados a la sombra teníamos hasta tres, uno en la citada calle, «el Victoria de verano», que era el más activo y con mayor historia; otro más en el paseo que era el pulmón y la alegría del lugar, justamente el Cine Paseo, situado en el recinto ferial por el que desfilaba la gente las tardes-noches de unos veranos agobiantes, y que funcionaba sobre todo en los bulliciosos días feriales, cuando se estrenaban en grandes producciones.
Todavía había otro cine de verano más, llamado «el del Pollo», porque estaba en la esquina de este nombre, un lugar de congregación de la gente del campo, y uno de los centros naturales del lugar, a un paso de donde paran y salen todavía los autobuses. Este era mucho menos activo, pero en el que servidor, por citar algunos ejemplos, recuerda haber asistido con sus gafas oscuras a un desfile de títulos en 3 Dimensiones: la decepcionante Bwana, el diablo de la selva (Bwana devil, USA, 1953), cuyo león casi daba risa; el muy mediocre western Fort-Ti (USA, 1953), con Robert Montgomery, la muy terrorífica Los crímenes del museo de cera (House of wax, USA, 1953), con Vincent Price sentando cátedra en el género «de terror», memorable por su ambiente y su color enfermizo y con sus estatuas (¿de cera?) ardiendo, y quizás también Crimen perfecto (Dial M for murder, USA, 1954), en cuya escena central, cuando Grace Kelly, estaba punto de morir estrangulada, alcanza y clava unas vulgares tijeras en las espaldas del siniestro asesino enviado gracias un chantaje por su flamante marido (Ray Milland), se clavó en mi subconsciente para siempre. Esta efímera sala está ligada a un apartado de mi memoria sobre la base de otros pocos títulos más, por ejemplo Garou-Garou, el atraviesamuros (Garaou-Garou le pasemuraille, 1950) con Bourvil, una estrella cómica del cine francés que hizo sus mejores papeles como actor dramático (ahí está El círculo rojo, de Jean Pierre Melville) cuya singularidad es que se trataba de alguien que traspasaba las paredes, algo que trate de emular jugando para darme de bruces contra la pared; una con El Príncipe Gitano, Un herederos en apuros (1953) en la que, por una herencia un cantante se ve obligado a torear. Como se puede, un argumento muy original.
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