Pepe Gutiérrez-Álvarez
(Para Kaos en la Red) [30.12.2006)
Supongo que en alguna medida estos son recuerdos compartidos por una o más generaciones, antaño criaturas, hoy venerables jubilados o prejubilados, a la mayoría de los cuales se le ilumina la cara cuando se habla del cine de entonces, una cine que sin duda tratamos de rememorar a través de la pequeña pantalla, algo muy diferente a toda apología del cine de teléfonos blancos que tanto agrada a audiencias tan patéticas como las del programa Cine de Barrio. Un programa que magnífica películas espantosas como, por citar un ejemplo, las de Manolo Escobar con títulos (tan neoliberales) como La mujer es un buen negocio, demuestra que cuando no existió la oportunidad de crecer en el pensamiento, el pueblo se quedó en esa parte del embobamiento de la infancia que resulta tan común en una afición como la futbolera que ni siquiera tiene la oportunidad dar un paso más allá de las cuatro esquinas del conocimiento.
Quizás por este estupor del que todavía no me he curado que me agarraba, con más atención de la que yo mismo llegué a creer, a las cosas que contaban los mayores, así como a todo aquello que me ayudara a situarme en una época en la que cualquier idea de cambio únicamente podía ser más de lo mismo. Con el tiempo, en la medida en que tu balanza biográfica se aleja del nacimiento para caminar hacia un tiempo en el que sabes que tienes que ir apagando velas, tienes la tentación de darle mayor peso a los recuerdos con los datos que fueron fabricando tu identidad, y le vas dando vuelta a lo que fue importante en tu vida, a lo que te ayudó a construirla, de ahí que la infancia acabe cobrando cada vez más importancia, y que su reconstrucción te ayude a conocerte mejor, nunca a conocerte realmente, porque eso es literalmente imposible. Encontrarte es un viaje que no acaba nunca, y en el que, consciente o conscientemente, olvidas o pasas de largo de muchas cosas sobre la que quizás sea mejor no saber más.
En mi caso, dichos recuerdos tienen un espacio privilegiado en el cine. A ello contribuyen algunos factores objetivos. Coincidió con una época dorada del cine popular, ya habían pasado los años malos de la «jambre», que para muchos resultaría mucho más agobiante que la propia guerra civil porque en la guerra todavía quedaba comida, y luego ya no. Además, al cabo de los años he podido «revivir» aquel cine, primero con los reestrenos en Barcelona, más tarde con la TV y el vídeo, y tanto es así que he conseguido rememorar con cierta precisión sí tal o cual filme lo vi en un cine u otro, sí fue en la sesión infantil o con los mayores, logrando de esta manera realizar un ejercicio memorístico privilegiado. Por otro lado, creo que exceptuando los grandes momentos de los nacimientos o las muertes, o de los grandes acontecimientos de la naturaleza (la nevada, loas desbordamiento del río, algunos pocos trayectos a Sevilla, y poca cosa más). Nada pues de lo me sucedió por entonces puede compararse con el deslumbramiento de una de aquellas películas que cuando las evocamos entre «antiguos» siempre hay un tono de nostalgia, nada es lo que era. Pero yo creo que nuestra generación, en la medida en que le tocó vivir buena parte de una interminable postguerra, y todo lo demás, no tiene muchos motivos para la «morriña», aunque tampoco se trata de efectuar blandas jeremiadas a la manera del Garcí en algunas películas. Simplemente hubo muchas cosas sobre las que no resulta agradable mirar hacia atrás, pero hubo otras en las que sí, y una de ellas fue el cine, además cifras cantan. Nunca hubo tantos cines, ni tantos espectadores.
Pero aquella época se perdió, lo pudo percibir en muchos momentos, como cuando a principios de 1990, tuve ocasión de pasear durante varias horas por Roma para matar el frío y un tiempo muerto. El recorrido me trajo a la memoria otra visita en 1969, recordar plazas y monumentos, así como observar algunos detalles de la vida cotidiana de aquella urbe que según Virgilio sobresalía sobre las demás como ciprés sobre las cañas y a la que, según había sentido decir desde siempre, llevaban todos los caminos. No fue mucho tiempo, pero sí el suficiente para notar algunos cambios significativos. Uno fue el crecimiento inusitado del tránsito, ahora los coches lo ocupaban todo, hasta los pasos de peatones en verde. Con su transito perpetuo habían ennegrecido edificios y monumentos, y disputaban al peatón los pasos cebras e incluso los semáforos en verde. Al menor contratiempo, sonaba un desagradable concierto de cláxones. Otro detalle es el que más viene al cuento: en todo mi rumbo perdido ni una sola vez había coincidido con una sala de cine, algo que desde luego no me sucedió en la visita interior en paseos que no fueron mucho más prolongados. Si encontré a cambio unas cuantas tiendas de alquiler y de venta de cintas de vídeos, como sí ahora el cine pasara solamente por estos establecimientos.
Cada vez estaba más claro. Después de los televisores, el vídeo doméstico había contribuido a cambiar todavía más la manera de ver el cine, e influiría igualmente en la forma de rodar las películas. En las últimas décadas fueron cambiados a marchas forzadas los hábitos de las gentes, y las relaciones entre los tres grandes medios han modificado sustancialmente el panorama del audiovisual, y claro está, nuestra presencia en la sala oscura, el trajín de la elección, el encuentro particular con aquellas pantallas descomunales para un espectador que se sentía pequeño ante una representación de un mundo más sugestivo que el suyo. No hace mucho le eché una ojeada a un estudio que recogía unos datos que, como amante del cine, me parecieron escalofriantes. Mientras que en 1960 en los países que en estos momentos componen la Comunidad Económica Europea funcionaban 36.916 cines, en 1992 la cifra se reducía a 16.516. Las cifras españolas resultaban todavía más alarmantes, ya que, en tanto que en 1965 se contabilizaban 8.041 locales, en el mismo 1992 quedaban solamente 1.807. En estas cuentas servidor anotaba sus propios recuerdos. Allá por la mitad de los años cincuenta en nuestro pueblo llegaron a funcionar tres cines de veranos y dos de inviernos, y en la década siguiente, cualquier barriada de L´Hospitalet podía contar con tres, dos o por lo menos con un cine, y en los ochenta no ya no quedaba ninguno en el pueblo, mientras que en L´Hospitalet sobrevivan un par o tres, mientras que en La Puebla, la agonía de un solo cine se prolongó durante años. En ninguna de mis visitas desde los años setenta coincidí con un título que me invitara a volver.
En el mismo informe se anotaba que en 1993, el conjunto de todos los canales televisivos españoles emitió un total de 104.000 horas de programación, una cifra que exigiría al telespectador una permanencia de casi 12 años, durante 24 horas al día, para verlo todo, aunque con una cuarta parte cualquiera moriría en el empeño, o bien acabaría con las neuronas vacías. En el computo des estas horas, la programación cinematográfica se llevaba casi el 30%. El año anterior, en 1992, programaron, entre televisiones estatales y autonómicas, la nada despreciable cifra de 8.000 títulos, todos ellos por lo general registrados en los periódicos. A estas impresionantes cifras habría que añadirle los títulos ofertados desde los videoclubs, cuyo volumen de negocio es infinitamente superior a las recaudaciones en los cines, y que hasta los años noventa crecieron como hongos en las grandes urbes, y ocuparon los espacios de los cines en los pueblos. Desde entonces, las cifras de las televisiones se han ampliado con la extensión de nuevos canales, en tanto que las ofertas de vídeo se han implantado a través de las empresas que han promocionado las ventas en kioscos y librerías, sin olvidar las reediciones efectuadas desde algunos diarios, como es el caso notorio de El Mundo de una colección sobre historia, o en El País en DVD sobre el cine español, los ejemplos suman y siguen. La conclusión es muy sencilla, se había perdido el hábito de ir al cine, sí acaso la gente iba a ver tal o cual película. Paradójicamente, se veía más «cine» que nunca, pero ya no es en el formato el del cine. Esta diferencia no es precisamente baladí.
Tomando en cuenta estas cifras, no era de extrañar que más del 60% del total de la población española no vaya nunca al cine, aunque las cifras de lectura sean todavía más dramáticas. Para mí, y supongo que para cualquier aficionado, no se trataba de cifras abstractas. No hay más que echar una ojeada al entorno para comprobar que solamente una minoría va al cine, y que una minoría todavía menor, lee libros. En el estudio también se establecían diferencias por edades. Resulta que, entre 35 y 44 años ascendía al 69%, mientras que en el caso de 45 a 54 años llegaba al 79%, y finalmente, de 55 a 64 años, sobrepasaba el 89% el número de «espectadores» que se limitaban al «cine casero», «a ver que echan» por TV, o sea «de aquella manera» en la que, incluso a los más adictos les cuesta memorizar sí han visto o no tal película, y que, en casos muy concretos, de ninguna manera podrán aproximarse al grado de fascinación que produce una película en un cine, con todo su ambiente, y todo lo que le rodea, sobre todo cuando el cine es algo instalado en la vida cotidiana y se ha incardinado con las preocupaciones de la gente.
Woody Allen nos decía que sentía lástima por la gente que ha visto películas como 2.0001: una odisea en el espacio (1968), únicamente por el vídeo. Cualquiera podría sumar muchas otras películas más, baste recordar el impacto que causaron en su día el cinemascope o el cinerama, aunque los ejemplos los podría hacer muy extensivos. Pero la película de Stanley Kubrick es de por sí, suficientemente significativa para mí. Por muy anciano que llegue a ser, nunca olvidaré la primera vez que la vi. Estaba en París solo, en la calle, sin pasaporte, hacía frío, llovía aquella noche, pero gasté una parte sustancial de los pocos francos que tenía para disfrutarla en versión original subtitulada en francés en el cine Odeón, en el Quartier Latin. Las escenas con los primates, las que acompañan la aparición del monolito, el travelling que lleva al hueso a convertirse en una nave espacial al son de Así hablaba Zaratrusta, de Richard Strauss, la rebelión del computador HAL, o cuando Keir Dullea atraviesa el «agujero negro» que era como un río desbordado de colores como los que a veces consigues imaginar cerrando fuertemente los ojos solo que aquí multiplicados por una pantalla que estaba dentro de ti. Una percepción semejante es sencillamente impensable en un formato vídeo.
No obstante, con relación a esta cuestión de la emergencia del vídeo y dejando clara la diferencia, me viene a la memoria un viejo artículo en el que Martin Scorsese se mostraba en general optimista por las utilidades del vídeo, y señalaba. «Cuando comentamos una película –escribía– ya no lo hacemos de memoria. Nos la pasamos inmediatamente en vídeo y despejamos cualquier duda.» Cierto, gracias al vídeo podemos consolarnos viendo películas que de otra manera, nunca habríamos podido ver, sobre todo considerando, que no todo el mundo tiene el tiempo, vive en una urbe con una amplia oferta, y menos cuenta con una filmoteca cercana. Esta posibilidad, antaño estaba reservada antaño solo eran posibles en unos estudios de cine, resulta particularmente importante para la gente que escribe sobre cine, así por ejemplo, las distribuidoras suelen enviar una copia a los críticos que, después del pase de verla (a veces) en la sala, la pueden rememorar en casa. No menos importante ha sido para los historiadores y ensayistas en general. Estos escribían antes absolutamente de memoria, mientras que ahora pueden contar con una Videoteca tan extensa como las mejores bibliotecas. Por otro lado, para el público en general no deja de ser fabuloso poder ver cuando desea cualquier título que le apetezca, igual que ocurre con los libros, aunque también aquí conviene anotar que el tamaño y el lugar, sí importa. Quizás esto explique que, salvo excepciones, las generaciones videofilas no compartan la fascinación inherente al espectador de cine.
El vídeo también ha revolucionado la forma de hacer las películas. Ahora se filman en celuloide y se graban simultáneamente en vídeo, de manera que se visionan al momento y se corrigen los errores in situ. Antes también se han ensayado las actuaciones de los actores. El resultado es mayor rapidez y ahorro de costes. Pero en el aspecto formal, la supeditación a las grandes audiencias es casi total. Si una película la va a ver más gente por televisión, lógicamente se han de eliminar escenas o temas que puedan «herir su sensibilidad» y desde el punto de vista estético, se ha de huir de los grandes formatos del Scope y encerrarse en las limitaciones de los formatos cuadrados en espera de que la nueva televisión de alta definición pueda recuperar los panorámicos. Igualmente ha democratizado las posibilidades, al menos en parte, de un aprendizaje que antes únicamente era posible recorriendo el pasaje artesanal por unos estudios.
Estas son unas pocas muestras de sus potencialidades, y de hecho, todavía sólo muy recientemente se ha empezado a «explotar» como una medio de acción cultural especialmente propicio para toda clase de actividad pedagógica, y para las más diversas actividades culturales ya que, después de más de un siglo de existencia, rara es la cuestión social o histórica sobre la que no existe una mayor o menor filmografía, a veces incluso con títulos deslumbrantes. Todo esto permite pensar en explorar nuevas alternativas que, aunque ya no sean las propias del cine popular. cuya prolongación digamos intelectual se desarrollaba en los antiguos cine-forums, actualmente bastante inasequibles por razones obvias de precios, pero factibles desde el formato de los proyectores de vídeo gigantes con los que, al amparo de las entidades culturales que no se resignes a utilizar el cine como un medio de difusión cultural y estético privilegiado, se pueden hacer muchas cosas y llegar a muchas partes que sin el cine serían mucho más difíciles.
Estoy hablando por lo tanto de un proyecto de cambio de actitud, digamos de tratar recuperar en lo posible, al menos la dimensión social del cine. Si actualmente, gracias a las condiciones de vida existentes, ya es posible crear un ámbito casero más concentrado, la posibilidad de ver una película en vídeo, encerrado en una habitación lo mejor equipada posible, aislado de todo y concentrados en que estamos viendo, sin entradas y salidas, sin hablar más que en un cine, con el teléfono descolgado, y se puede hacer además en pantallas más grandes, en cines de bolsillo evitando esa caja tonta que complican la pantalla en cinemascope y las versiones origínales subtitulada, y se puede llegar a la calidad visual del DVD, ¿cómo no va a ser posible crear, gracias a estos medios al alcance cualquier entidad cultural, y por supuesto, del más pobre de los ayuntamientos?.
Esta dimensión pública tendría que pasar por una ampliación de las potencialidades de las bibliotecas públicas, como ya ocurre en muchos países donde la presencia de fondos videográficos pueden compararse (o casi) con el bibliográfico. Esto lo pude ver in situ en mi último viaje a Finlandia donde, por citar un ejemplo, en la Videoteca pública anexa a la biblioteca podías encontrar por igual a Jean Renoir como a Emile Zola, o a John Ford como a Willian Faulkner. Se trataría de contrarrestar la plaga de la exclusiva privacidad para recrear el gusto por las actividades colectivas, el compartir pasiones y un ámbito en el que, gracias a la desdeñada guerra por las audiencias, ha ido declinando el buen cine, como el que, por ejemplo se ofrecía a través de grandes ciclos por directores o actores, o como el que se ofrecía de madrugada, para dar paso a programa berlusconianos, contra los cuales estamos obligados a actuar sí queremos salvaguardar un arte popular capaz de emocionar y de ampliar los horizontes culturales de las muchedumbres.
Los hermanos Taviani hicieron famoso el grito, !Rossellini o la muerte¡, y los entiendo. Digo Rossellini como podía decir Ford o Buñuel, pero me vale el autor de Roma ciudad abierta. Vi sus grandes películas en las filmotecas, y más tarde en la TV. Adquirí mi primer vídeo entre otras cosas porque me perdí algunos de sus títulos programados por la madrugada o que coincidieron con mis actividades. Cuando los pude grabar, cada cierto tiempo me descubro revistando Rossellini. Claro está, se puede vivir sin Rossellini, como se puede vivir sin Lorca, Machado o Góngora, pero la cuestión es que ver Rossellini o cualquiera de los grandes es una gran experiencia, un goce amén de una lección humana del más alto nivel. Pero el caso resulta es que, paradójicamente, hasta alguien con una economía tan modesta como la de un servidor puede gozar actualmente de tener una colección de Rossellini en casa, y de montar su pantalla para lograr un momento mágica, alimentado claro está por la vivencia de haberlo visto en otras ocasiones y en pantalla grande, y sí eso es posible en mi casa, debería ser muy posible en una entidad viva como una biblioteca local de un barrio o de un pueblo, e incluso con una pantalla casi tan grande como aquellas de 16 mm, con las que hacíamos la proyecciones de los cine-forums.
Filed under: B8.- Cine |
Deja un comentario