Por: Alfonso Fernández Tresguerres
Fuente: El Catoblepas, N° 42, Agosto 2005
La poesía como juego y otras divagaciones estéticas
Fui en mis años mozos ávido y apasionado lector de poesía. Y confesaré, además, que hasta incurrí en la tentación de componer algunos versos y, lo que es aún más grave, en la temeridad (nacida tanto de mi ingenuidad como de mi petulancia) de hacerlos públicos. No parece sino que anhelara la creación de una obra maestra inmediata e imperecedera:
ut dignus uenias hederis et imagine macra.
[«para llegar a ser digno de la hiedra y de un busto escuálido», Juvenal, 7, 145.]
Andando el tiempo, cierto es que he mantenido algunas fidelidades a las que vuelvo de cuando en cuando, y también que me ha sido otorgada la dicha de gozar con algún nuevo descubrimiento, pero, hablando en términos generales, la poesía ya no es, ni con mucho, la principal de mis lecturas. Y en cuanto a mí vena de vate, no diré que se haya secado del todo, pero sí que es tentación en la que incurro muy de tarde en tarde, y siempre con un cierto sentimiento de culpabilidad (como el que, al parecer, experimentaba Wittgenstein cada vez que se masturbaba). Pero al menos puedo vanagloriarme de que la edad me ha investido del pudor y la sensatez suficientes como para mantener mis engendros apartados de otros ojos que no sean los míos. Claro que, llegados a este punto, y tras leer lo que sigue, acaso no faltara quien diga que no es éste un engendro menor. Y quizá no le falte razón.
Pero hablemos de poesía.
1
Supongo que preguntar qué es la poesía conlleva, de modo inmediato, la pregunta por su esencia, es decir, por aquello que hace que la poesía sea poesía y no otra cosa cualquiera. Mas la pregunta por la esencia no se halla encaminada a la búsqueda de un criterio del que poder valernos para juzgar, por ejemplo, acerca de la bondad de un determinado poema, sino, muy precisamente, a la clarificación de por qué un poema es un poema. Evaluar la calidad de un composición poética es algo que atañe al crítico o al experto en literatura, pero la pregunta por la esencia de la poesía no compete al especialista en literatura ni, desde luego, tampoco al poeta, en cuanto tal, sino a la filosofía, en la medida en que su campo de estudio son, precisamente, las esencias y las Ideas. Ningún papel estaría llamado a desempeñar el filósofo en esta cuestión si la respuesta a la pregunta por la esencia de la poesía pudiera establecerse sin abandonar el ámbito propio de la literatura o de la crítica literaria (como ocurre cuando lo que preguntamos es por la calidad del poema), pero sucede que la determinación de tal esencia obliga a tomar contacto con múltiples Ideas (Belleza y Verdad son dos de ellas) que desbordan el campo roturado por el historiador de la literatura o por el crítico literario. Desbordamiento que nos coloca de inmediato en el ámbito de la filosofía.
Esto no significa, por supuesto, que podemos prescindir de lo que tales profesionales tengan que decirnos, ni tampoco que debamos desdeñar, como carentes de interés, las propias autoconcepciones que los poetas tengan de su oficio; pero imaginar que basta con esas autoconcepciones para saber qué es la poesía, resultaría tan extremadamente ingenuo como pensar que es el creyente el más capacitado para decirnos qué es la religión, o que el enfermo depresivo es quien mejor conoce el mal que le aqueja. Poetas habrá que hayan realizado reflexiones verdaderamente filosóficas sobre la poesía, pero la reflexión sobre la poesía no es poesía, lo que significa que cuando el poeta reflexiona sobre el qué de la poesía, no lo hace en tanto que poeta, sino que, lo sepa o no, lo que está haciendo es filosofía, algo a lo que tiene perfecto derecho, naturalmente. Aquí no se intenta sugerir, y menos imponer a nadie qué es lo que puede o no puede ocupar su atención, pero si es menester dejar claro cuáles son las competencias respectivas de poeta y filósofo. Cualquiera puede preguntarse qué es la poesía (sea arquitecto, fontanero o poeta), pero la pregunta es una pregunta filosófica, y no se convierte en un problema de arquitectura por el mero hecho de que el sujeto pensante sea un arquitecto, de mismo modo que Dios no es un problema de óptica, por más que Espinosa viviese de pulir cristales.
Así pues, cuál sea la esencia de la poesía no es una cuestión poética ni literaria, y no serán, por tanto, ni el crítico ni el poeta (en cuanto tales) quienes nos la han de resolver. Preguntémosles cuanto queramos por cuestiones propias de su oficio: sin duda, nadie nos sabrá responder más atinadamente. Pero qué sea la poesía no es un problema poético. Y si por ventura (como a menudo sucede) el poeta nos da una respuesta a tal problema, nos reservaremos, incluso, el juicio sobre la autenticidad filosófica de dicha respuesta; porque no ha de creerse que toda respuesta a una pregunta filosófica es, por eso mismo, una respuesta filosófica. Ni al poeta le atañe reflexionar sobre la poesía, ni en el supuesto de que lo haga, es quién para determinar si tal reflexión es o no verdadera filosofía.
Supuesto lo anterior, es preciso añadir ahora que si la esencia de la poesía es objeto de indagación filosófica es debido, entre otras cosas, a que no es tal esencia algo que nos esté dado, sino algo que, en gran medida, ha de ser construido (que no es lo mismo que inventado). Poesía es lo que hacen los poetas. No ha de pensarse que el filósofo procederá a elevar los ojos al cielo, confiando en una revelación mística de la esencia buscada. Tal esencia se halla realizada en una serie de creaciones humanas a las que llamamos poemas, y es de ellas de las que tenemos que partir. Realizada, mas no manifiesta. En caso contrario, no haría falta buscarla ni preguntarse por ella, de igual manera que no nos preguntamos qué es un soneto o un poema con rima en asonante. Quiere decirse, pues, que la poesía está y no está en los poemas, que la tenemos y no la tenemos delante, que sabemos y no sabemos lo que es. Esto significa que no podemos prescindir del poema para averiguar qué sea la poesía, pero significa también que no nos basta con él. Significa, pues, que a partir del poema hemos de construir la Idea de Poesía. Tal es la labor del filósofo. Sin el poema tal labor sería gratuita, pero sólo con el poema resultaría vana e inútil, o, por mejor decir, ni siquiera existiría tal indagación. Tras haber leído todos los poemas escritos por el hombre desde que es hombre continuaríamos sabiendo de la poesía lo mismo que ahora, es decir: nada. Cien años encerrados en el Museo del Prado viendo cuadros y escuchando a Mozart lograrían, seguramente, volvernos locos, pero no nos enseñarían sobre la Belleza más de lo que ya sabíamos al entrar.
Buscamos, pues, la esencia de la poesía; y suponemos que tal esencia se encuentra en el poema, mas suponemos, también, que debemos extraerla de él: hacerlo supone construir la Idea de Poesía. Buscamos, en suma, algo que tienen en común todo aquello a lo que denominamos composición poética, y que, al mismo tiempo, no tiene ninguna otra cosa que no sea una composición poética. Como dice Gustavo Bueno hablando de la Idea de Teatro: «la esencia, tal como aquí nos interesa […], ha de venir expresada en alguna propiedad, en alguna nota o grupo de notas que sean necesarias, pero también específicas […], y con virtud suficiente para congregar a todas las demás, estructuradamente, en un sentido.»{1}
2
Concedamos, pues, que poesía es aquello que se encuentra en los poemas. Acaso no sólo en los poemas, pero, sin duda, también en ellos. Invito al lector a que tenga delante un conjunto de aquéllos que más sean de su agrado y que se pregunte qué es lo que hace que eso sea poesía y no otra cosa, cuáles son esas notas necesarias y específicas capaces, además, de estructurar a todas las otras con un sentido.
Por de pronto, nada de lo que pueda detectarse en la apariencia externa del poema: por ejemplo, que se trata de una pluralidad de palabras organizadas en líneas cortas, llamadas versos, compuestas de un número variable de sílabas (octosílabos, endecasílabos, &c.) y que riman entre sí (sea en consonante o en asonante) o que no riman en absoluto, y ello según modos también diversos que dan lugar a distintos tipos de estrofas y de composiciones poéticas, cada una de las cuáles son designadas, a su vez, por nombres varios.
Ciertamente, ni el número de sílabas ni la rima pueden definir esa esencia que buscamos; y no sólo porque ambos elementos admiten un número variable (aunque, sin duda, no infinito) de combinaciones, y porque hay poemas de los que se hallan ausentes, sino también –y principalmente– porque, en el límite, hay poesía en prosa, esto es, composiciones literarias en las que ha desaparecido tanto la medida como la rima, y que, sin embargo, continúan siendo poesía. Decía Paul Valéry que idea poética es aquélla que puesta en prosa sigue exigiendo el verso. Yo creo más bien que idea poética es aquélla que puesta en prosa sigue siendo poesía.
Aristóteles ya sabía algo de esto cuando dejó escrito que no difieren historiador y poeta por el hecho de que uno escriba en prosa y el otro en verso{2}. Hasta tal punto es así, que la obra de Herodoto, puesta en verso, continuaría siendo historia, no poesía; y podemos asegurar que lo mismo es válido también en el caso contrario, es decir, que la poesía, traducida a prosa, sigue siendo poesía, no filosofía, ni historia, ni ciencia. Acaso mala poesía, al haberse roto el molde original en el que el poeta vertió lo que dijo (molde que es, tal vez, el que hace a la poesía participar de la Belleza), pero poesía, al cabo, como modo de decir contradistinto a la filosofía o a la historia.
Así pues, aun admitiendo que medida, rima o ritmo sean notas específicas de la poesía, lo cierto es que sólo en un sentido muy limitado podrían ser consideradas, asimismo, notas necesarias: «Ni metro, ni rima ni ritmo, sino narración mítica bien construida»{3}, decía Plutarco que es la poesía; y tal es, creo yo, la idea correcta, previa aclaración, naturalmente, y traducción a nuestros propios términos, de lo que haya de entenderse por eso de «narración mítica bien construida». O lo que es lo mismo: las esencia a cuya captura nos entregamos no se encuentra en la estructura formal del poema (sea cual sea ésta, y entendiendo por tal, meramente, el modo como se hallan dispuestas las palabras que lo componen).Y ello con independencia de que en la forma (mas referida no ya a la simple apariencia, sino al decir mismo) sí se encuentre, probablemente, la razón por la que la poesía es una manifestación de la Belleza, y el criterio, por tanto, para distinguir un poema bueno de otro malo. Como decía el marqués de Santillana, la poesía es «fermosa covertura». Lo que diferencia a San Juan de la Cruz de cualquier monjita que en privilegiados momentos de inspiración sea dada a poner por escrito sus arrebatos místicos, no estriba, con toda seguridad, en lo que ambos dicen, que, traducido a desnuda y escueta información es, no pocas veces, muy similar, sino en cómo dice cada cual lo que dice. Así que, sin duda, la razón de que un poema sea bello, de que sea un buen poema, es su forma: no el qué de lo que se dice, si el cómo se dice lo que se dice. Y la valoración de ello nadie puede hacerla mejor que el crítico literario experto en poesía. Pero sí es cierto que la forma, así entendida, es lo que hace que el poema sea bello, esto es, que sea mejor o peor, no estoy seguro, en cambio, que ella sea la que hace que un poema sea un poema, porque, ciertamente, también hay poemas malos que, pese a todo, siguen siendo poemas.
Por eso, profundizar en este camino (el del crítico literario) nos conduciría, con suerte, a determinar por qué un poema es bello o bueno, o, en el mejor de los casos, a averiguar (lo que sería ya asunto de primerísima relevancia) por qué la poesía es una de las caras de la Belleza, pero no nos diría por qué un poema es un poema. No basta, en efecto, decir que la poesía es una creación bella (como a veces se hace, creyendo, ingenuamente, que con eso está dicho todo), porque si el ser bello es una nota necesaria al buen poema (sólo al buen poema), no es, sin embargo, una nota específica, porque muchas otras cosas que no son poesía son, no obstante, igualmente bellas. Y, paralelamente, otras creaciones que no son bellas son, sin embargo, poemas.
Podemos entonces desplazarnos del aspecto formal al contenido del poema y decir, pongamos por caso, que lo que hace que la poesía sea poesía es su carácter subjetivo. El poeta transmite sus propios sentimientos o emociones, sin aspirar a una información objetiva y sin verse obligado, por tanto, a una justificación racional de tales sentimientos y emociones. La poesía sería, en consecuencia, emoción pura, comunicación de unas vivencias personales que, por serlo, no necesitan de prueba alguna, y ahí estribaría su diferencia tanto con la filosofía como con la ciencia, deseosas de una necesidad y universalidad a las que es ajena la poesía. Ahondando más, podría decirse, incluso, que la poesía es ficción, y hasta fingimiento («el poeta es un fingidor», decía Fernando Pessoa).
Es posible que alguna de estas sugerencias no vayan del todo descaminadas (y, por fuerza, habrán de ser recogidas por nosotros), pero, desde luego, creo que lo menos que puede decirse de todo eso es que resulta por completo insuficiente, o, si así se desea, que no son esas las notas que buscamos, capaces de organizar estructuradamente a todas las demás en un sentido. No son las notas tales que, tras regresar a ellas, nos permitan progresar en la vuelta a los fenómenos poéticos, cubriéndolos y explicándolos en su totalidad. Decir que la esencia de la poesía es sentimiento, emoción, ficción o fingimiento, es no decir gran cosa. Ninguna de tales características es, en cualquier caso, específica de la poesía, y, por supuesto, tampoco es necesaria. Un poema puede transmitir una información enteramente objetiva, por ejemplo, acerca de cómo escribir un poema (como el tan famoso soneto de Lope de Vega que habla de cómo hacer un soneto), y no por ello dejará de ser un poema. No creo, pues, que sean condición sine qua no de la poesía la emoción, el sentimiento o la ficción. Quiero decir que no lo es el que el poeta vuelque sus propios sentimientos o emociones en el poema, aunque sí lo sea (no hay contradicción alguna) el que suscite algún tipo de sentimiento en el lector. Y lo es, asimismo, la subjetividad, pero en el sentido preciso que definiremos más adelante y, según el cual tal subjetividad se halla presente aun en el caso de que el poema transmita una verdad enteramente objetiva, porque tal subjetividad tiene que ver no tanto con lo que el poeta dice, cuanto con la fundamentación de lo que dice. Pero de esto nos ocuparemos luego.
3
Hemos examinado los dos primeros elementos que saltan a la vista en el momento mismo de colocarnos ante un poema: se trata, ciertamente, de un conjunto de palabras que, dispuestas de una determinada forma, dicen algo, que transmiten una cierta información. ¿Hay algo más en eso que llamamos «poema»? Ciertamente, detrás suyo hay, es verdad, un sujeto humano que ha realizado determinadas operaciones, de la cuales acaso es la principal el hecho mismo de «juntar palabras», ligar unas con otras buscando una finalidad o con las miras puestas en un determinado objetivo: provocar en el receptor del poema unos peculiares reacciones –que tienen seguramente que ver con la esfera afectiva o sentimental– asociadas a un tipo característico de goce al que se ha dado en llamar goce –o placer– estético. El poeta, podríamos decir, juega con el lector, determinando su respuesta emotiva. El poeta es, al cabo, como quería Pessoa, un fingidor, aunque mejor diríamos un jugador, un consumado jugador del lenguaje que sabe como provocar la respuesta adecuada en el receptor del poema, que sabe –usando como cebo las palabras– dónde y cómo colocarle trampas y celadas en las que irremediablemente será atrapado el lector o el oyente. Por eso, cuando el poeta fracasa en su objetivo, cuando aquellos juegos con los que ha buscado encantarnos aparecen como demasiado burdos o demasiado obvios, y cuando, por así decirlo, sus cartas todas están demasiado a la vista, el resultado es grotesco; de ahí que existan pocas cosas tan ridículas como un mal poema, y pocas que provoquen hasta tal punto eso que se ha dado en designar como «vergüenza ajena». Anticipo con esto la tesis principal que se defiende en estas notas, mas antes de que pueda presentársenos en toda su nitidez debemos efectuar aún un largo recorrido.
Creo que excepto estos cuatro elementos que hemos ido señalando (elementos que, acaso sin demasiada violencia, podrían ser puestos en alguna relación con las cuatro causas aristotélicas), nada más hay en un poema, y, por tanto, sospecho que su esencia ha de hallarse encerrada en algunos de tales elementos o en algún tipo peculiar de relación que los mismos mantienen entre sí y que mantiene, a su vez, el poema, como un todo, con determinadas Ideas con la que se encuentra en conexión.
Cuáles sean esas Ideas, no parece, en principio, excesivamente difícil de establecer. Mucho más lo es, sin duda, el análisis de aquellas relaciones.
El poema (el buen poema, se entiende) es una creación cultural humana a la que podemos, ciertamente, calificar de «bella». De ese modo, atendiendo a lo que podemos considerar su forma la poesía se encuentra relacionada con la Idea de Belleza (como ha señalado Santo Tomás en su Suma Teológica, lo bello pertenece propiamente a la razón de causa formal). Pero en tanto que el poema nos transmite algún tipo de información (al que, siguiendo con la analogía aristotélica, llamaremos materia), nos remite a la Idea de Verdad o de Conocimiento.
Me parece, en consecuencia, que el camino correcto para alcanzar alguna caracterización adecuada de la esencia de la poesía es examinando las relaciones que guarda con la Idea de Belleza y con la Idea de Verdad, y examinando también las relaciones, semejanzas y diferencias que presenta con otros productos culturales humanos que se relacionan igualmente con esas Ideas. Esto equivale, acaso, a decir que la esencia de la poesía, lo necesario y específico del poema es la peculiar manera que éste tiene de ser parte de totalidades atributivas más amplias: la peculiar manera que tiene de ser una cosa bella, entre otras cosas bellas (cuando lo es, claro está), y un tipo de información o saber, entre otros distintos. Aclaradas tales relaciones no sería difícil pensar que nos sea dada, al mismo tiempo, una adecuada comprensión de las operaciones realizadas por el sujeto poético, así como del objetivo que con ellas se quiere lograr.
4
Afortunadamente, no me parece que sea absolutamente imprescindible determinar lo que sea la Belleza como paso previo al averiguar lo que es la poesía. De lo contrario, nuestro problema se habría complicado de un modo extraordinario. Mas, por suerte para nosotros, creo que podremos avanzar en nuestras pesquisas sin necesidad de enfrentarnos al espinoso problema de determinar la esencia de lo bello.
Supongamos, pues, que sabemos lo que es la Belleza (lo que es mucho suponer, sin duda), y preguntémonos ahora si es ahí donde se hace obligado anclar la esencia de la poesía. Ésta, cuando su calidad es meritoria, es, por supuesto, una cosa bella, una forma o participación (por decirlo al modo platónico) de la Belleza. Ahora bien, si la poesía participa de la Belleza, quiere decirse, al mismo tiempo, que no es la Belleza, o lo que es igual: que existen también muchas otras cosas bellas que no son poesía; y haciendo ahora a un lado la llamada belleza natural, para fijarnos sólo en aquélla que es resultado de determinadas operaciones humanas, hay que señalar que el conjunto constituido por lo bello es no sólo muy amplio (en rigor, potencialmente infinito), sino también (y esto es lo verdaderamente importante) fundamentalmente heterogéneo, e integrado por diversos tipos de objetos muchas veces enormemente dispares entre sí. ¿Qué tienen en común una catedral, una sinfonía, un cuadro y un soneto? Acaso únicamente el ser, en efecto, cosas bellas. Y será, propiamente, a eso común, a ese núcleo compartido y realizado en cada una de ellas, aunque de modos distintos, a lo único que podemos llamar Belleza, lo único en que consiste la esencia de lo bello.
Podría, pues, entenderse la Belleza como un género cuyas especies serían las distintas artes (y acaso entre esas especies habría que incluir también, como una de ellas, a la belleza natural; y es ahí donde podrían insertarse un haz de problemas muy importantes, centrados en las relaciones que mantiene la belleza natural con la belleza artificial o cultural, artística, es decir, el Arte con la Naturaleza). Y lo interesante es que tales especies no se limitan a reiterar multiplicativamente las notas de ese género, sino que lo que en verdad ocurre es que lo modulan de formas distintas; en ocasiones, profundamente heterogéneas, de tal modo que las distintas cosas bellas no se encuentran ligadas entre sí merced a sus semejanzas (¿qué tiene que ver, por ejemplo, una sinfonía con una catedral? Y más aún: ¿no serían ambas, en tanto que productos culturales, lo opuesto, en algún sentido, a la belleza natural?), sino debido al hecho de que todas ellas proceden del mismo núcleo y forman parte de la misma totalidad atributiva.
No cabe, pues, una definición de Belleza, si por tal se entiende el acotar una esencia megárica, repetida en cada una de las cosas bellas. Tal esencia ha de ser vista, en todo caso, como lo que Gustavo Bueno denomina una esencia procesual o dialéctica, generadora de una totalidad de cosas a las que llamamos bellas, sin que ello implique que participen todas del conjunto de notas que definen a esa totalidad, sino que tal participación lo es de forma disyuntiva: cada cosa bella posee unas u otras notas del conjunto de lo bello, pero no todas ellas a la vez. Es decir, que la Belleza como totalidad sería una totalidad atributiva, integrada por partes nematológicas, una de las cuales sería precisamente la poesía. Mas en cuanto tal totalidad atributiva, la esencia de la Belleza se constituye en el proceso mismo del desarrollo de aquellas partes, y en la medida en que podemos conjeturar que cada época realiza la Belleza de modos diversos, no cabe nunca considerar situado en un lugar privilegiado de ese proceso histórico; un lugar (diríamos) desde el que atrapar de una vez por todas aquella esencia. De ahí que, probablemente, ninguna otra reflexión filosófica envejezca tanto como lo hace la Estética. De ahí también que pocas «Historias» tengan hasta tal punto el alto valor gnoseológico que tiene la Historia del Arte, porque no es ésta únicamente un mero relato externo y con carácter cronológico de los distintos estilos artísticos, sino que es, y en un sentido muy preciso, la historia misma de la Idea de Belleza. Decir que la Física es aquello contenido en un manual de Física no es, seguramente, decir gran cosa. Decir, en cambio, que la Belleza es aquello de lo que se hace inventario en una Historia del Arte, es algo ya bastante más significativo. Pero no basta, desde luego, inventariar los diferentes estilos artísticos para saber lo que es la Belleza; antes bien, se hace necesario y obligado regresar al núcleo que actúa como género generador de las especies bellas (núcleo de cuyo desarrollo da cuenta la Historia del Arte, y de ahí la importancia que le hemos reconocido a ésta). No tendría sentido, por ejemplo, decir que la Belleza es esencialmente histórica, si con ello se pretende decir que es cambiante y constitutivamente mudable, dependiendo de simples modas o gustos de la época, por lo que, en consecuencia, no podría responderse a la pregunta de qué es la Belleza, o, a lo sumo, lo único que cabría decir es qué ha sido la Belleza en tal o cual momento histórico, pero no la Belleza en general, la Belleza en sí misma. No ha de confundirse, pues, lo que digo con una suerte de escepticismo de éstas o similares características, porque no se trata de eso. La Belleza, como totalidad, se constituye en el proceso mismo de su desarrollo y de la creación de cosas bellas, es cierto, y por eso la esencia de lo bello es lo que se nos va dando en su devenir histórico; pero no es menos cierto que tal desarrollo y tal devenir lo es de un mismo núcleo, que es el que confiere a tal historia la peculiaridad de ser, justamente, una historia de la Belleza, y no de cualquier otra cosa, y el que hace posible, a la vez, la existencia misma del juicio estético, entendiendo por tal el dictamen acerca de la belleza o ausencia de ella en un determinado producto cultural humano. Tampoco en arte vale todo. Tampoco es éste un asunto de opiniones o pareceres sobre los que quepa reclamar un sacrosanto respeto a mi opinión, porque cuando tal opinión se emite desconectada del núcleo mismo de lo bello, es de todo punto irrelevante. Y, sin embargo, es verdad, y se trata de un hecho que no puede ser orillado sin más, que en pocos ámbitos como en éste de la Estética tiene tanta cabida el juicio de opinión. Quiero decir que, supuesto el reconocimiento de lo bello en algo, cabe el más y el menos, mas no sólo de carácter objetivo (hay grandes poetas y hay poetas menores, que no es lo mismo que malos poetas), porque este más o menos objetivo, no es peculiar de la Estética, sino de muchos otros campos del saber, como la misma filosofía (también hay grandes filósofos y filósofos menores). Pero lo característico del juicio estético es que admite un más y un menos puramente subjetivos, sin exponerse al ridículo ni hacerse merecedor de él. Es absurdo decir, por ejemplo, que me gusta más Quevedo que Bach, o San Julián de los Prados que Velázquez, justamente porque estamos comparando especies de bellezas tan dispares que no cabe comparación entre ellas (y sirva esto como una prueba más del carácter profundamente atributivo de la Belleza). Sin embargo, no es absurdo ni ridículo decir que prefiero el románico al barroco, o el conceptismo al culteranismo, y ello dando por supuesta y admitida la belleza presente en todas esas creaciones culturales. Por donde venimos a caer en la cuenta de que el objeto y el juicio estéticos son depositarios de una serie de cualidades que les confieren un carácter especial, porque no tendría ningún sentido decir, por ejemplo, que me gusta más la geometría euclídea que las geometrías no euclídeas, o el evolucionismo que el fijismo. Decir esto, en cualquiera de los ejemplos señalados es sencillamente absurdo, a menos que se haga no sé muy bien en qué sentido figurado o metafórico. Porque resulta que los planteamientos matemáticos, físicos, biológicos (o incluso filosóficos, aunque la filosofía se encuentra, probablemente, más cerca del arte de lo que lo están las distintas ciencias), tales planteamientos no son ni pueden ser evaluados en función de su mayor o menor proximidad a no se sabe qué oscura preferencia mía, sino por su mayor o menor proximidad, sí, pero no a mi gusto o a mi opinión, sino, justamente, a la Verdad. ¿Qué podría significar, en efecto, el que alguien dijera que le gusta más el heliocentrismo que el geocentrismo? Es cierto que algunos ilustres científicos han dicho a veces que una ley científica es siempre bella, e incluso que en ocasiones han continuado aferrados a una determinada hipótesis, pese a todas las dificultades inherentes a la misma, precisamente por ser una hipótesis hermosa; tan hermosa que por fuerza tenía que ser cierta, y generalmente han considerado que una hipótesis resulta tanto más bella cuanto más simple y sobria es. Pero se comprenderá que, en el fondo, esto no es sino una forma de hablar, o, si se quiere, un juicio estético él mismo, y que nada tiene que ver con la potencia objetiva de un postulado científico. Un juicio estético que, justamente por serlo, no tiene por qué ser compartido por quien pudiera tener otras preferencias estéticas. Por ejemplo, por alguien que pudiera sentirse entusiasmado con el barroquismo de los epiciclos y deferentes postulados por Tolomeo para explicar el movimiento planetario, prefiriéndolos (desde el punto de vista estético) a la sencilla y austera primera ley de Kepler; la cual, por su parte, es una fea explicación para quienes (herederos de Aristóteles y aún más de los pitagóricos) consideraron durante tantos siglos que el movimiento más perfecto y sublime es el movimiento circular.
¿Y hacia dónde apunta esa peculiaridad del juicio estético frente al científico o filosófico? Y más aún: ¿cuál puede ser precisamente esa peculiaridad del juicio estético? Desde mi punto de vista, la respuesta a tales preguntas es la siguiente: en tanto Ciencia y Filosofía remiten más allá del receptor de las proposiciones que constituyen a ambas disciplinas, y más allá también de las operaciones que el emisor de las mismas ha tenido que realizar para emitirlas (hasta el punto de que todo ello puede ser juzgado por su capacidad de segregar verdades o de dar cuenta de un conjunto de fenómenos con una mayor potencia explicativa que cualquier otra teoría alternativa y rival), el Arte se detiene en el receptor mismo. Lo decisivo de la obra de arte no es tanto su capacidad para explicar el mundo (y por la que eventualmente podría ser juzgado, como sucede con las teorías científicas y filosóficas), sino para provocar, determinándolo, un peculiar estado emocional en el receptor de la misma, un estado de satisfacción y plenitud placentera al que no sin razón suele denominarse «goce estético». En la obra de arte no cabe segregar las operaciones realizadas por el creador, porque la obra de arte son esas operaciones mismas, mediante las que se ha buscado encantar al receptor de la misma. Puestas estas entre paréntesis la obra de arte desaparece. Decía Petrarca que lo que hace el poeta es adornar la verdad, cubriendo las cosas con el velo de la ficción: apartado tal velo, la verdad resplandece. Frente a ello hay que decir que apartado el velo no sólo no resplandece la verdad, sino que desaparece el poema. Ciencia y Filosofía reclaman la validez objetiva de aquello que dicen. La obra de arte, por el contrario, se agota en sí misma; aquí sí es verdad aquello de que el mensaje es el medio. Y en tanto no existe otra instancia superior ante la que llamar a declarar al juicio estético, éste no tiene por qué traspasar el umbral de la subjetividad, como sabía perfectamente Kant. Se puede separar el buen del mal poema, y el gran poeta del poeta menor, o del poeta malo. Aquí no caben opiniones; pero inmersos ya en la gran poesía, ¿qué tiene de reprobable o absurdo el juicio: «me gusta más Quevedo que Góngora»? Seguramente nada en absoluto. Podrán pedírseme explicaciones del por qué de esa mi preferencia estética y podré yo darlas hasta la saciedad, pero nada podrá hacer que tenga que moverme de tal posición, cuyo único fundamento, en el fondo, no es otro que el me gusta más, es decir, mi particular preferencia. Y esto es importante, porque, si mis sospechas son fundadas, nos encontramos ante un rasgo distintivo del arte sumamente importante y significativo. Y todo esto, sin perjuicio de que ocasional y accidentalmente en él se hubiese atrapado una verdad acerca del mundo; pero lo realmente importante es que el arte no es, por esencia, un mecanismo de transmisión de verdades objetivas y trascendentes al artista, sino expresión de una subjetividad dirigida a otra subjetividad, por eso la obra de arte se agota en el juego que se establece entre esas dos subjetividades (la del artista y la del receptor), y ése es también el motivo de que (como hemos señalado) el Arte se detenga en el receptor del mismo y de que el juicio estético sea, por su propia naturaleza, un juicio subjetivo. Y esto con independencia de que, como sugiere Kant, dado que todos participamos de una naturaleza igual y tenemos una sensibilidad similar, podemos, en ocasiones, llegar al acuerdo en un juicio de gusto (lo que coloca a la estética kantiana a medio camino entre el sensualismo subjetivista de Hume y el intelectualismo objetivista de Leibniz).
También Ciencia y Filosofía pueden ser creaciones culturales bellas. ¿Quién puede negar que los Diálogos platónicos sean obras literarias hermosísimas? Pero todos ellos remiten a unos contenidos objetivos que los trascienden y por los cuales pueden ser valorados, cosa que no ocurre con la poesía. No tiene sentido preguntar si el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz es verdadero, pero sí lo tiene preguntar si es verdadera la doctrina contenida en el Timeo, o en los Principia de Newton. Si nos colocamos ante el argumento ontológico o ante las cinco vías tomistas, es obvio que en ellas se intenta demostrar la validez de una determinada proposición, a saber: «Existe Dios.» Y en tanto quieren remitirnos a un determinado contenido objetivo, trascendente a los argumentos mismos, los cuales no se presentan sino como un medio para acceder a tal contenido, tanto el argumento de San Anselmo que los de Tomás de Aquino pueden ser desmontados pieza por pieza y denunciados en sus errores y en sus radicales insuficiencias, que fue precisamente lo que hizo Kant; pero esa misma labor es no sólo inútil, sino también absurda si se intenta hacer con el Cántico del místico español, porque aquí el poema no es conductor de nada, no es una escalera que sirva para subir a ninguna parte (para decirlo usando la conocida imagen de Wittgenstein), su fin es él mismo, toda su razón de ser se agota en sí mismo. Tengo por cosa cierta que no existe el «Amado» del que habla nuestro poeta, pero, ¿y qué?, ¿acaso es falso el Cántico Espiritual por el hecho que de no exista Dios? Se podría incluso hacer una lectura no religiosa del poema, en la que éste podría aparecer, por ejemplo, como uno de los más bellísimos poemas de amor (de amor humano) jamás escritos; y cualquiera que haya sido la intención original de San Juan de la Cruz al escribirlo, tal lectura no supone una traición imperdonable al poema mismo, porque éste determina la emoción del lector, pero permitiéndole un margen lo suficientemente amplio como para que en esa emoción pueda tener lugar previa traducción del mensaje a los elementos subjetivos que constituyen al propio lector , y por eso, entre otras cosas, el poema es un gran poema. Y seguramente no es cuestión sin importancia ésta de la ambigüedad en la obra de arte. Por eso se dice, y probablemente es cierto, que una obra de arte admite diversas y aun opuestas lecturas.
Entendido, pues, el conjunto de las cosas bellas como una totalidad atributiva, y supuesto (repito) que supiésemos lo que es la Belleza, resultaría que la poesía es una cosa bella entre otras cosas bellas; de donde habría que concluir que ser bello no es lo específico del poema, residiendo, en todo caso esa especificidad en el modo peculiar que el poema tiene de manifestar la Belleza, la forma propia que tiene de ser bello. Ahora bien, el poema en cuanto cosa bella ha de ser colocado en la clase de aquellas otras creaciones culturales bellas en las que la Belleza se alcanza y manifiesta en la palabra, en el lenguaje; clase en la que asimismo habría que incluir no sólo a la literatura en general, sino también (al menos en algunos casos) a la misma filosofía o a la ciencia.
Llegados a este punto, no veo cómo continuar indagando lo específico de la poesía sin abandonar la Idea de Belleza. Procedamos, pues, a averiguar sus peculiaridades como modo de información y, por tanto, las relaciones que guarda con la Idea de Verdad (algo de lo cual se ha hecho ya en los párrafos anteriores). Porque es muy probable que las diferencias que se pudieran establecer entre ella y otras creaciones literarias (en cuanto cosas bellas, quiero insistir en esto), sean puramente accidentales, no hallándose, pues, su auténtica especificidad en lo que tiene de bella, sino en otro lugar.
Creo, en consecuencia, que es posible concluir que lo específico de la poesía no es ni el ser una cosa bella (lo que resulta bastante obvio), ni tampoco el poseer un modo peculiar y exclusivo de manifestar belleza mediante la palabra. Sin duda que por aquí se hallará la diferencia entre la poesía y otras creaciones bellas que no se constituyen por la utilización de la palabra; y seguramente también será éste el camino para separar la buena de la mala poesía (labor ésta que, como ya se ha dicho, compete más al crítico literario que al filósofo), pero no para responder a la pregunta por la esencia de la poesía, porque no puede decirse, sin más, que tal esencia estriba en ser bella o en manifestar Belleza. La esencia que buscamos no puede ser aquello que separa al buen del mal poeta, sino lo que separa sus creaciones literarias de aquéllas que no son poesía, y ello incluso en el caso de que estas últimas estuviesen escritas en verso, como es el caso, por excelencia, de los poemas compuestos por los filósofos presocráticos.
Ahora bien, si la Belleza no es lo específico del poema, ¿podría decirse, en cambio, que es algo necesario a la poesía? Sin duda, habría que responder que sí, mas sólo (como ya se ha dicho) en lo hace al buen poema; por el contrario, la belleza se halla ausente en el poema malo (y por eso es malo), pero continúa siendo un poema. Y esto significa que lo auténticamente necesario es lo que halla presente en los dos: en el primero de forma lograda, que hará, precisamente que el poema sea un bello poema; como un rotundo fracaso en el segundo, que será, por eso, un mal poema, pero presente, al cabo, en éste como en el otro. Y por esto la mala poesía continúa siendo poesía y el mal poema continúa siendo un poema, no algo inexistente. E incluso podría tratarse de un soneto enteramente correcto desde el punto de vista estilístico, es decir, con versos perfectamente medidos y rimados.
No me parece, pues que resulte tan claro y evidente que le es necesario al poema ser bello para ser poesía. En suma: que sea una creación bella no es condición necesaria para decir de algo que es poesía. De lo contrario estaremos negando que exista algo a lo que quepa llamar mala poesía, es decir, el poema sería bello o inexistente. Pero, como digo, un mal poema es, pese a todo, un poema, del mismo modo que un retrato malo continúa siendo un retrato. Hay pintores buenos y pintores malos, pero un mal cuadro no deja, por eso mismo, de ser un cuadro. Paralelamente, existen grandes poetas, poetas menores, poetas malos y poetas incluso de Juzgado de Guardia; pero un mal poema sigue siendo un poema, no ninguna otra cosa del Universo, y su maldad no le coloca tampoco, y de modo inmediato, del lado del no-ser.
Por tanto, si es correcta mi tesis y un poema no bello es, sin embargo, un poema, la Belleza no es, en consecuencia, condición necesaria a la esencia de la poesía. Y si la Belleza no es condición necesaria ni tampoco específica de la poesía, para que podamos decir de algo que es un poema, hemos de concluir que afirmar que la poesía es Belleza, o que es una creación cultural bella, no es decir nada que merezca la pena. Sin duda que un poema bueno es un poema bello (repitámoslo una vez más), y un poema bello es distinto de una catedral o de una sinfonía y también de cualquier otra creación literaria igualmente bella. Pero el análisis que venimos realizando obliga a concluir que la esencia misma de la poesía es previa a esas cuestiones, es decir, que no es la esencia de la poesía aquello que, en cuanto cosa bella, tiene en común con otras cosas bellas, ni siquiera lo que, en cuanto bello, tiene de específico, sino que la esencia de la poesía reside en lo que tiene en común todo poema, sea bueno o malo, sea o no bello. Dicho de otro modo: no es la esencia de la poesía aquello que separa al buen del mal poeta, sino, precisamente, aquello que tienen en común.
Ahora bien, el poeta (bueno o malo) realiza determinadas operaciones con el lenguaje, y, como resultado de ello, transmite alguna información (lo que es cierto incluso en el surrealismo más extremo). Sería ridículo, o simplemente absurdo, decir que la poesía es pura expresión formal de ritmos y rimas, porque los sonidos que conforman el poema están constituidos por palabras que tienen un significado, y si lo tienen, entonces algo dicen, alguna información comunican. Lo contrario únicamente sería posible manejando una serie de palabras que nada significasen, es decir, una lengua que no fuese lengua; pero en ese caso no nos hallaríamos ante un individuo que escribe poesía, ante un poeta, bueno o malo, sino ante una mente enferma o ante un bromista sin mayor gracia.
Ser una cosa bella no es algo que tengan en común el buen y el mal poema, pero sí tienen en común ser un decir algo por medio de la palabra. Y si la Belleza no es, según se ha visto, una condición necesaria al poema, sí lo es, en cambio, ser un decir. Por supuesto, ser un decir no es específico de la poesía, y por eso hace falta delimitar lo que el poema tiene de característico frente a otras formas de decir. Tal como yo veo el asunto, no existe otro camino posible para poder continuar avanzando en nuestro intento de responder a la pregunta por la esencia de la poesía.
La poesía es, pues, un decir entre otros decires, y lo peculiar que tiene en cuanto decir, acaso nos sitúe ante su esencia; que, al tiempo, el poema, cuando es un buen poema, se coloque en comunidad con el resto de las cosas bellas y con la propia Idea de Belleza, es una cuestión sumamente importante y decisiva, pero distinta a la que ahora estamos considerando y, por ello, no debemos tener ningún pudor en hacerla en este momento a un lado.
5
Tomando el vocablo «conocimiento» en un sentido amplio, según el cual conocimiento sería toda clase de transmisión de información, la poesía ha de ser, sin duda, reconocida como una forma de conocimiento, y ello no haría inútil, en modo alguno, tratar de escudriñar las relaciones que mantiene con la Idea de Verdad.
En este sentido, lo primero que salta a la vista es que la información que transmite la poesía, el tipo de conocimiento que suponemos que es, no ha de juzgarse, primariamente, por sus valores de verdad, por su mayor o menor acercamiento a la verdad. Se comprenderá, sin mayor insistencia en ello, que resulta completamente absurdo preguntarse si lo que dice un determinado poema es o no verdad; al menos si la respuesta a tal pregunta quisiese ser tomada como un criterio para decidir sobre su valor como poema. La pregunta por su verdad puede, ciertamente, ser planteada sin desatino aparente, pero siempre que responda a otras exigencias (acaso del máximo interés e importancia) ajenas al poema mismo, a su existencia y valor en cuanto tal poema, y al hecho de que sea, propiamente, un poema.
Sin embargo, es obvio que, al margen de todas estas consideraciones, lo que dice un poema pudiera ser una información objetiva tan verdadera como pudiera serlo el enunciado científico más contrastado. De manera que creo que la conclusión correcta de estas cuestiones es que el poema guarda, al menos una relación oblicua con la verdad, es decir, que el poeta puede, ocasionalmente, decir algo que es verdadero, pero que, en cualquier caso, la relación que la poesía tiene con la verdad es una relación accidental y no esencial, que la poesía es poesía no por exponer verdades acerca del mundo, sino por otras consideraciones distintas, aun cuando en algunos casos se den en el poema aquellas verdades. Llegados a este punto, aparece con toda claridad las profundas diferencias que, en cuanto formas de conocimiento, existen entre la poesía, por un lado, y la ciencia y la filosofía, por otro. Pues en tanto que las dos últimas pueden y deben ser evaluadas en su relación con la verdad (aunque verdad científica y verdad filosófica son dos ámbitos muy distintos de verdad), la poesía, por así decirlo, se justifica por sí misma. Diríamos que la capacidad para construir verdades es condición necesaria tanto a la ciencia como a la filosofía. Esas diferentes formas de entender la relación con la verdad, junto con otras cuestiones no menos importantes, irían dibujando lo específico de ciencia y filosofía en cuanto conocimientos críticos y racionales. Pero lo decisivo del asunto es que la evaluación que pudiera hacerse tanto de la Historia de la Ciencia como de la Historia de la Filosofía tiene siempre (ha de tener) un carácter gnoseológico y epistemológico, lo que, desde luego, no sucede (ni podría suceder, so pena de absurdo) con la poesía.
Ahora bien, si eso es lo que ocurre con las exposiciones científicas y filosóficas es debido a que tratan de transmitir unos contenidos objetivos y trascendentes al sujeto gnoseológico o cognoscente, y será entonces la capacidad que muestren las exposiciones científicas o filosóficas para ajustarse a esos contenidos, o para dar cuenta de ellos, el criterio mediante el cual serán juzgadas.
Pero si ahora fijamos nuestra atención en la poesía, encontramos no sólo que la verdad no es una nota específica suya, sino también (y esto aun es más importante) que ni siquiera es una nota necesaria. Hemos reconocido la posibilidad de que un poema diga algo que es verdad (como un soneto en el que se exponga la teoría de la gravitación). Pero hemos advertido también que esta exposición de la verdad resulta accidental al poema mismo. Como sugería Aristóteles en su Poética, es correcto que el poema diga cosas imposibles, si con ello se alcanza mejor el fin perseguido (fin, podemos añadir, que no es transmitir verdades, sino provocar determinados sentimientos). Y Vico, en su Ciencia Nueva, escribía clarividentemente: «Primeramente los hombres sienten sin percibir, después perciben con ánimo perturbado y conmovido, finalmente reflexionan con mente pura. Este axioma es el principio de las sentencias poéticas, que se forman con esos contenidos sensibles de las pasiones y de los afectos, a diferencia de las sentencias filosóficas, que se forman con los razonamientos de la reflexión: por lo que éstas se acercan más a la verdad cuanto más se elevan a los universales, y aquéllas son tanto más ciertas cuanto más se aproximan a los particulares»{4}. No por exponer la teoría de la gravitación se convierte un libro de poesía en un tratado de Física. Y aun en el caso extremo de que un poema descubriese una verdad nueva sobre el mundo, aun en ese caso, no podría ser considerado Ciencia ni Filosofía: no lo podría ser ni por su método ni tampoco por el simple hecho de que no es la búsqueda de la verdad aquello que hace que el poema sea poema. Porque, ciertamente, el poema no se forma con los razonamientos de la reflexión, sino con los contenidos sensibles de las pasiones y los afectos. No busca la transmisión de una verdad objetiva, trascendente y universal, sino la transmisión de contenidos autosuficientes, a los que no es obligado despegar del ámbito de lo particular y subjetivo. Seguramente no es inadecuado traducir a estos términos la doctrina platónica de la «inspiración»: «es una cosa leve, alada y sagrada el poeta –dice Sócrates a Ión–, y no está en condiciones de poetizar antes de que esté endiosado, demente, y no habite ya más en él la inteligencia. Mientras posea este don le es imposible al hombre poetizar»{5} El poeta habla endiosado y demente, es decir, no tiene sentido pedirle cuentas por lo que dice, porque no tiene por qué justificar sus sentimientos o sus ideas. Su discurso no se encamina al establecimiento de verdades objetivas. No tiene, en este sentido, su raíz en la inteligencia. Más aun: no puede ser un discurso inteligente, si ha de ser poesía.
Así planteado el asunto, habría que convenir, creo yo, que el lugar propio que a la poesía le corresponde en cuanto conocimiento se halla más bien junto a los conocimientos bárbaros que junto a los conocimientos civilizados. Sostengo que la poesía tiene más que ver con el mito, e incluso con la magia, que con la Ciencia o la Filosofía (Sartre decía que lo único que tienen en común el poeta y el prosista son los movimientos de la mano al escribir). A lo sumo, podría serle reconocido a la poesía el mérito de haber sido una especie de obligado eslabón intermedio entre el pensamiento mítico y el pensamiento científico y filosófico. O, si se quiere, podemos decirlo con Hegel: «Es la primera forma bajo la cual el espíritu percibe lo verdadero»{6}; labor ésta que, iniciada por lo poetas, acaso encuentra su expresión más característica en las composiciones (que, sin embargo, no pueden considerarse poéticas) de los filósofos presocráticos. Creo que Gustavo Bueno está en lo cierto cuando considera (de manera muy próxima a Hegel, si no me equivoco) que la poesía, en cuanto saber (e incluso en cuanto saber especulativo) es el primer balbuceo de la vida espiritual pura; pero balbuceo que queda convertido en simple infantilismo con la aparición de la Filosofía, que viene a suponer una especie de unificación de las dos direcciones de la vida espiritual cognoscitiva: el pensamiento científico-positivo, de un lado, y el pensamiento poético, del otro. Porque usando ya conceptos, como la Ciencia, la Filosofía remonta, sin embargo, las hipótesis positivas de ésta, como la Poesía. Poetizar, sentencia Bueno, es pensar especulativo en imágenes; la Filosofía es poesía en conceptos, «capaz, en principio, de integrar la vida espiritual entera, y de ofrecer un criterio especulativo y práctico del vivir»{7}.
Pero porque el poema no puede ser evaluado en función de la relación de proximidad o alejamiento que mantiene con unos contenidos objetivos y trascendentes es por lo que entiendo que carece de todo fundamento considerar a la poesía como una manifestación espiritual o como un conocimiento superior incluso a la misma Ciencia y a la misma Filosofía, tal como opina, por ejemplo, Heidegger, para quien, como es sabido, la poesía es instauración de la verdad; o como también pensaron, antes que él, Schelling o Schopenhauer.
Así pues, la poesía es una forma de conocimiento, ciertamente, pero su característica esencial es ser autosuficiente. El poema se justifica por sí mismo y no por lo que dice en relación a unos contenidos que le sobrepasan. La verdad del poema es el poema mismo. Se trata de un decir que arranca de lo individual y subjetivo y permanece anclado en ello; y aun en el supuesto de que pudiera manifestar (e incluso alcanzar) pretensiones de universalidad y objetividad (admitámoslo aunque no sea más que a título de hipótesis), lo decisivo es que tal individualidad y subjetividad ni pueden ser evacuadas ni tiene sentido exigir que así se haga: «El juicio de gusto –escribía Kant– no es, pues, un juicio de conocimiento; por lo tanto, no es lógico, sino estético, entendiendo por esto aquél cuya base determinante no puede ser más que subjetiva.»{8}
6
Tenemos, pues, que aun reconociendo que el poema (el buen poema) es, ciertamente, una cosa bella, y reconociendo también que el poema (cualquier poema) es una forma de conocimiento (cuando este concepto se maneja en el sentido amplio en que aquí lo hemos hecho), no es tan claro, sin embargo, que la esencia de la poesía pueda ser hallada en las totalidades que conforman la Idea de Belleza o la Idea de Verdad. Si deseamos proseguir con nuestras pesquisas no hay más remedio que buscar ahora en los otros dos elementos que hemos reconocido en el poema mismo: esto es, las operaciones llevadas a cabo por un determinado sujeto al que llamamos poeta, y el objetivo que persiguen tales operaciones. Dicho de otro modo: hemos de interrogarnos ahora por las que podríamos considerar como causa eficiente y final de la poesía.
¿Cuál puede ser tal objetivo? Si el poema no pretende una transmisión de contenidos con validez universal y necesaria, ¿qué es lo que pretende? ¿Cuál es la finalidad perseguida por el sujeto operatorio que escribe poesía en el momento en que se dispone a juntar palabras construyendo versos? Más aún: ¿no será el modo en que esa finalidad es alcanzada en mayor o menor grado el criterio mediante el cual juzgamos la calidad del poema?
Se podría comenzar por decir que el poema antes que transmitir una verdad busca provocar una emoción, un sentimiento placentero: eso que se ha dado en denominar «goce estético». Pero tales afirmaciones, con ser probablemente ciertas, es seguro, pese a todo, que no dejan de ser meras vaguedades, y si no somos capaces de introducir una mayor precisión, también acabará por cerrársenos este nuevo camino (tan prometedor, sin embargo), sin que se me alcance a ver de qué modo podríamos salir del atolladero en el que andamos metidos.
Convendría, primeramente, separar esa emoción o sentimiento al que llamamos «goce estético» de cualesquiera otras emociones o sentimientos. La cuestión no es nada fácil, pero podría, con todo, ensayarse el siguiente criterio negativo: la emoción estética es la única que no puede ser puesta en correspondencia con alguna necesidad biológica elemental. Dicho de otro modo: si rastreamos sus orígenes no acabaremos por toparnos con aquella necesidad que la ha generado, cosa que sí ocurre, si no me equivoco, con cualquier otra emoción que tomemos como punto de referencia. Desde este punto de vista, es decir, desde un punto de vista etológico, diríamos que la emoción estética es la más superflua de las emociones; es, si así se quiere, uno de los límites transgenéricos de la emoción humana respecto a la emoción etológico-genérica tal como puede ser detectada en muchas otras especies animales. Adaptando a Kant a la perspectiva que ahora estamos manteniendo, podríamos sostener, en efecto, que la emoción estética es una «finalidad sin fin», entendiendo ahora fin en sentido biológico. Ese agrado desinteresado (y seguimos con Kant) tal vez sea, precisamente, la belleza, algo que sólo tiene sentido en relación al sujeto que lo experimenta, y que no puede, por tanto, ser reconocido como un valor absoluto en términos objetivos. Ya Espinosa había observado que la belleza no es tanto una cualidad del objeto que se percibe como un efecto en quien lo percibe. Y Hume, por su parte, considera que la belleza no reside en el poema, sino en el gusto y sentimiento del lector.
Si ese sentimiento que el poeta pretende suscitar provoca en el lector esa peculiar forma de goce, a la que consideramos estética, esto significará, sin duda, que el poema se ha logrado, y que el resultado es la creación de una obra bella. Pero lo importante es que el poema malogrado del poeta torpe, que, sin embargo, ha intentado lo mismo, por fuerza ha de presentar algunos rasgos en común con el poema exitoso, y acaso eso, y no tanto la Belleza misma, es lo que hace que un poema sea un poema.
Mas llegados a este punto, al momento tropezamos, creo yo, con dos importantes dificultades. En primer lugar, el hecho de que esa emoción desinteresada no parece patrimonio exclusivo de la poesía (ni siquiera de la Naturaleza o del Arte en general), sino que también es susceptible de ser provocada por otras creaciones humanas, como el descubrimiento científico o la misma argumentación filosófica. ¿Acaso no afirma Malebranche que cuando leyó el Discurso del método estuvo a punto de sufrir un ataque al corazón, consecuencia de la fuerte impresión que le provocaron las palabras de Descartes? Es obvio que tal dificultad nos remite a las diferencias que Ciencia y Filosofía presentan respecto a la Poesía, y respecto a esta cuestión creo que basta con lo dicho más atrás, sin que sea necesario negar a la Ciencia o a la Filosofía la capacidad de emocionar y sin que tampoco sea preciso negarles el ser, en el pleno sentido del término, creaciones bellas. Más problemático resulta separar lo peculiar de la poesía, en cuanto generadora de un goce estético del resto de las artes, a las que forzoso es concederles asimismo esa cualidad. Tal es la segunda dificultad a la que antes aludía. Mas para resolverla, hemos de centrar ahora nuestra atención en las operaciones realizadas por el sujeto poético; o, para seguir con el hilo conductor que hemos ido a buscar en la doctrina aristotélica de las cuatro causas, hemos de enfocar ahora nuestra mirada hacia la causa eficiente del poema.
7
La pregunta es, pues, la siguiente: ¿de qué medios se vale el sujeto poético para alcanzar aquel objetivo consistente en crear belleza y en provocar en el lector un goce estético? Y lo que no es menos importante ¿en qué se diferencia lo bello del poema y el goce estético por él provocado de aquella belleza y emoción presentes en el resto de las artes?
Cuando la segunda de esas preguntas se plantea en los términos en que acabamos de hacerlo, la respuesta es simple: en nada. En efecto, la belleza es una (lo mismo que la emoción). No hay una belleza poética y otra pictórica, pongamos por caso. La diferencia entre un cuadro, una catedral y un soneto no estriban en que cada una de esas creaciones manifiesten un tipo de belleza distinta, sino en que manifiestan de un modo diferente la belleza común, y justamente porque es común, es decir, porque comparten (dicho esto en sentido estricto) ese rasgo común, es por lo que tres cosas tan absolutamente dispares pueden, sin embargo, ser calificadas de bellas. ¿Qué tienen en común un cuadro, una catedral y un soneto, a no ser la belleza misma? Y lo mismo hay que decir de eso que hemos denominado goce o placer estético; algo en lo que, acaso de una forma tosca y un tanto precipitada, hemos hecho consistir la belleza misma, lo que plantea un importante problema que aún no hemos mencionado, pero del que nos ocuparemos enseguida. De momento, fijémonos en lo que acabamos de decir y veamos si nos coloca en alguna perspectiva adecuada desde la que atisbar alguna respuesta al problema que traemos entre manos.
Decíamos que la diferencia entre un cuadro y un soneto reside en la forma peculiar en que cada una de esas creaciones manifiesta la belleza y provoca la emoción estética. Ahora bien, los rasgos distintivos de cada una de esas manifestaciones y «provocaciones» parecen depender directamente de las operaciones realizadas por el sujeto artístico y poético. Al fin y al cabo, resulta obvio que serán tales operaciones las que acaben por dar lugar a un cuadro o a un poema. Creo que esta cuestión acabará por proporcionarnos la última pista que necesitamos para que el conjunto de nuestras pesquisas, y de los atisbos y resultados parciales que hemos ido hallando aquí y allá, acaben por cerrarse sobre sí mismos formando un todo coherente.
Cuando el sujeto poético se dispone a escribir un poema aspira a producir una creación bella capaz de provocar un determinado sentimiento en el receptor del poema, y lo hace transmitiendo alguna información (autosuficiente, no trascendente) mediante el uso de la palabra. Las operaciones que para ello realiza consisten, pues, básicamente en eso: en juntar palabras. No desdeñemos esta conclusión por trivial que pueda parecernos a primera vista, pues, sin duda, el que un poeta junte palabras, y no piedras, por ejemplo, no es una cuestión accidental al asunto que estamos considerando. Ahora bien, esa labor de unir unas palabras con otras no tiene por finalidad (como ya hemos visto) comunicar una verdad objetiva y trascendente (al margen de que, ocasionalmente, así pueda ser en efecto), sino determinar una respuesta en el lector (respuesta emotiva, antes que propiamente intelectual), consistente, precisamente, en emocionarse, en experimentar eso que hemos llamado goce estético. El que tales objetivos se alcancen mediante la palabra y no lo colores, los sonidos, o cualesquiera otras realidades de carácter físico-químico, no es (repito) una cuestión accidental, y supone una diferencia esencial de la poesía respecto al resto de las cosas y creaciones bellas; diferencia que no por absolutamente obvia hay que considerar menos importante, desde el momento en que apuntaría a diferencias esenciales entre cada una de esas creaciones bellas. Pero la palabra, frente al color, o el sonido, frente a la mera representación de formas, o frente a la Naturaleza que se despliega ante nosotros, posee un rasgo peculiar: la necesidad ineludible de ser descifrada. El poema es un mensaje codificado que el lector ha de descodificar, y este hecho coloca a la poesía en un lugar peculiar frente al resto de las artes. Es estas, en efecto, lo esencial es la generación de una serie de estímulos, de energía físico-química, capaces de provocar una sensación placentera, explicable seguramente en términos puramente fisiológicos (recuérdese el «efecto Stendhal»). En las demás artes lo importante es el objeto, no así en la poesía. El poema es, ciertamente, un objeto (esas palabras impresas sobre un papel) y el proceso que conduce desde él a la emoción estética es, desde luego, un proceso fisiológico, pero sus efectos no consisten en la mera recepción de unas realidades físico-químicas, sino en la traducción de un mensaje a la situación propia y peculiar del receptor del mismo, en la re-creación (en sentido estricto) del poema. La poesía es, así, no sólo la más activa, sino también, en algún sentido, la más inmaterial de las artes (como parece querer Hegel). Es, al mismo tiempo, aquélla que con más razón puede ser considerada propiamente un juego. Todo arte lo es: «en lo agradable, en lo bello, en lo perfecto, encuentra el hombre tan sólo seriedad, pero en la belleza halla juego», dice Schiller{9}, pero no hablo yo de la poesía como juego en ese sentido más bien figurado, similar al que más tarde hallaremos en Huizinga, ni siquiera en el que encontramos en Schleiermacher, para referirse al arte en general, contraponiendo al hacer científico y filosófico: «El arte es un juego en contraposición a la actividad organizativa, que es un trabajo, y al conocimiento objetivo, que es también una tarea, una ocupación que consiste en percibir el mundo tal y como se da, según la contraposición relativa entre hombre y mundo; por el contrario, el arte, que no depende de esa contraposición, es un entretenimiento del hombre consigo mismo, un juego, y no tiene otro objeto que la propia contraposición»{10}. El concepto de «juego» aplicado a la poesía, tal como lo estoy manejando, tiene un sentido más preciso y acaso próximo a aquel en el que Kant afirma que la poesía juega con la apariencia, mas sin que eso suponga engañar, pues en ningún momento pretende que su ocupación sea más que un simple juego. Y aún un sentido muy próximo al que encontramos en la propia Teoría de juegos: uno de los jugadores (el sujeto artístico y poético) dispone los pasos adecuados para determinar en el otro jugador (el receptor) una respuesta muy precisa: la emoción estética. En el caso de la poesía, desde el momento en que se necesita una mayor actividad por parte del receptor, desde el momento, diríamos, en que ha de implicarse más directamente en el juego, porque forzosamente al descifrar el poema, ha de jugar, y no limitarse a dejar que jueguen con él, desde ese momento la poesía puede ser considerada básica y primordialmente un juego, en el que el sujeto poético ha ido colocando sutilmente en cada verso, en cada metáfora, símbolo o imagen, trampas inesperadas, sutiles celadas en las que el lector cae una y otra vez, siendo conducido por el poeta al lugar a donde éste ya había decidido previamente llevarle{11}. El juego, visto desde el lector, se parece más a un hechizo que a otra cosa. El Pseudo-Longino lo vio muy bien: no se trata de persuadir al oyente, sino de arrebatarle sacándole de sí mismo. También el poeta Marino, para quien la finalidad del arte es el asombro. O Racine, que no dudaba en afirmar que la primera y principal regla es gustar y conmover, siendo así que todo lo demás y todas las demás reglas de la creación artística están en función de esa primera. O Boileau, quien aseguraba que todo el secreto estriba en agradar y conmover, en inventar resortes que puedan sujetar al lector. Por el contrario, desde el punto de vista del sujeto poético la situación se parece más bien a una calculada y estudiada cacería en la que la pieza a cobrar es el lector mismo, su entusiasmo. El mejor actor, decía Diderot, es el que no se emociona nunca, el que conserva la cabeza fría y usa adecuadamente de los medios para que los espectadores se emocionen. También el poeta debe conservar la cabeza fría. No se puede escribir un gran poema presa de una gran emoción, porque un gran poema es, ante todo, una gran trampa fríamente calculada. Wordsworth decía que la poesía es emoción recordada con tranquilidad; y Flaubert confesaba haber escrito sus páginas más tiernas sin amor. Para alcanzar su objetivo, todo lo está permitido al poeta. Como decía Aristóteles, si el poeta describe lo imposible, es culpable de error, pero se puede disculpar si alcanza el fin del arte, si el efecto de esa parte del poema resulta más impresionante. Y el mismo Aristóteles no ha proporcionado la clave, creo yo, de cuál puede ser el objetivo último al que se encaminan las operaciones del sujeto poético: emocionar, sí (proporcionar placer, dice el filósofo griego), pero acaso mediante la mímesis, si entendemos por tal el re-conocerse del lector en el poema{12}. La emoción estética provocada por la poesía estriba, según esto, en la identificación por parte del lector de sus sentimientos imitados en el poema. Y esto sería, en pocas palabras, lo distintivo de la belleza poética frente a otras formas de belleza, en las que el goce y la emoción (elementos esenciales de lo bello) se alcanzan sin que entre en funcionamiento ese sutilísimo y habilidoso juego en el que se determina la emoción del lector previa traducción a su situación personal de lo que el poema dice.
8
Debemos ya buscar la forma de recapitular los resultados que se han ido decantando en nuestro análisis y ver si nos es posible cristalizarlos en una definición del poema.
Decíamos que la poesía es, en sentido amplio, una forma de conocimiento, desde el momento en que cualquier poema transmite alguna información. Desde luego, también el arte en general es, en ese mismo sentido amplio, una forma de conocimiento. Separar la poesía, a este respecto, del resto de las artes no presenta mayores dificultades. Basta advertir que la poesía transmite esa información mediante el uso de la palabra: la poesía es una forma de decir. Más difícil resulta separar la poesía, en cuanto forma de conocimiento, de otras formas de conocimiento, de otras formas de decir, particularmente Ciencia y Filosofía (es obvio, por lo demás, que las diferencias que podamos detectar en la poesía como forma de conocimiento respecto a la Ciencia y a la Filosofía lo serán también para el arte en general).
Nuestro análisis nos llevó a concluir que en Ciencia y en Filosofía lo que se dice aspira a una validez objetiva e universal, independientemente del sujeto gnoseológico y del conjunto de operaciones por él realizadas, incluso independientemente del medio formal utilizado como cauce expresivo. Frente a esto, decíamos, lo característico y esencial del poema es que resulta imposible segregar las operaciones del sujeto poético y el medio expresivo del que ha usado (es interesante observar aquí que cuando el poema se traduce a meras proposiciones acerca del mundo o del hombre, lo que dice resulta enormemente superficial en la inmensa mayoría de los casos). Ciencia y Filosofía son (deben ser) trascendentes; la poesía, en cambio, es absolutamente autosuficiente. Su objetivo no es transmitir verdades objetivas, sino provocar una emoción. Y para ello todo le está permitido al poeta, incluyendo el decir cosas imposibles o absurdas, y, por supuesto, falsas: «los poetas dicen muchas mentiras», sostiene un dicho recogido por Aristóteles{13}.
Pero el poema no es sólo una forma de conocimiento, sino también una creación bella, y esto obliga a delimitar ahora la esencia del poema frente a otras creaciones igualmente bellas. Sin embargo, al punto se nos cruzó en el camino una sospecha, a saber, que la esencia de la poesía no puede ser hallada en su relación con la Idea de Belleza, no sólo porque hay muchas otras cosas bellas, sino, y sobre todo, porque no todo poema es necesariamente bello, pese a lo cual sigue siendo un poema. Todo eso nos llevó a dirigir nuestra atención a las operaciones realizadas por ese sujeto operatorio llamado «poeta», y hemos concluido que lo peculiar de la poesía frente al resto de las artes estriba en ser un juego en el que se determina la emoción del lector al llevarle a ver sus sentimientos imitados en el poema. Que la clave del asunto reside en esas operaciones del sujeto poético lo prueba el hecho de que cuando se prescinde de tales operaciones desaparece el poema y también el placer estético, porque la emoción poética es, en gran medida, el resultado de la caída en las trampas y celadas sabiamente dispuestas por el poeta en su composición, lo que da lugar, por decirlo con Plutarco, a ese «elemento emocional, sorpresivo e inesperado, al que siguen un gran estupor y un gran placer»{14}. El poema se presenta así, en un altísimo grado, como un juego en el que el poeta oficia de jugador consumado que determina la respuesta (emotiva) del lector.
Mas acaso sea preciso aclarar que cuando se dice que la esencia de la poesía se encuentra en las operaciones del poeta, no se ésta sugiriendo, sin más (contra la doctrina aristotélica de las cuatro causas, o acaso como excepción a ella) que la esencia de la poesía haya de ser puesta del lado de la causa eficiente, porque tales operaciones consisten en la creación de una serie de recursos, de trampas, de cifrados, que, por fuerza, cobran vida en la forma misma del poema, con lo que, al cabo, es perfectamente lícito afirmar que la causa esencial del poema es la formal. Tales recursos se encuentran desplegados tanto en el buen poema como en el malo, y si el buen poema es bueno y, por ello, bello, es debido a que tales recursos alcanzan su objetivo. La esencia de la poesía no reside, pues, es en la belleza, sino en el deseo de jugar con el lector, conduciéndole a donde se desea y obligándole a experimentar una determinada emoción. La belleza es un efecto derivado que se alcanza cuando se logra el propósito, y, en último término, acaso no consista sino en el goce y placer experimentado por el lector al intentar descubrir el juego del poeta, y acaso, primordialmente, en no ser capaz descubrirlo y, sin embargo, no poder sustraerse a su embrujo ni lograr evitar ser conducido por él. Cuando el juego es torpe, el efecto es ridículo.
Algo muy similar sucede con el chiste, y por eso es muy profunda la relación existente entre la poesía y el humor. En ambos casos se juega con el lector o con el oyente intentando provocar en él una determinada respuesta, y ello mediante la palabra y los recursos del lenguaje (y esto es cierto incluso en el caso de los chistes puramente gráficos, en los que lo que en verdad sucede es que la voz tiene que ponerla el espectador, él es quien ha de escribir el guión, sin ello el chiste no existiría como tal). Y en ambos casos, además, se intenta suscitar una determinada emoción. La diferencia es que la del chiste es única y exclusiva y siempre la misma, puesto que no es otra que la risa, en tanto que las que persigue la poesía presentan una variada gama, sin excluir tampoco la risa (algunos epigramas de Marcial o algunas composiciones de nuestro Quevedo podrían servir de ejemplo). Y aunque, en consecuencia, no resulte sencillo establecer los límites entre el poema-chiste y en chiste sin más, tal diferencia sí marca alguna delimitación entre la poesía, en general, y el humor. Por otra parte, el chiste se construye siempre mediante un desenlace inesperado e ilógico, absurdo incluso. Y aquí podría intentar hallarse una nueva diferencia, pero decididamente confusa y parcial, porque ése es también uno de los recursos de los que con frecuencia se vale el poeta. A lo más que podemos llevar tal diferencia, como en el caso anterior, es a decir que en el chiste esto es así siempre, y en la poesía sólo algunas veces. Creo, no obstante, que sí hay una diferencia auténticamente radical (dejando a un lado otras consideraciones meramente formales): el chiste se dirige siempre a la inteligencia del receptor, a su dimensión intelectiva y cognitiva, a la que intenta sorprender y sumir en un estado de perplejidad momentánea, y en el tiempo que el cerebro tarda en establecer las relaciones adecuadas y poner las cosas en su sitio, se produce un alivio de la tensión mediante la descarga de energía en forma de unos peculiares movimientos musculares a los que llamamos risa{15}. En cambio, la poesía se dirige al ámbito emocional y sentimental del lector, y es en tal ámbito en el que desea influir y con el que quiere jugar. El regocijo que provoca el humor es intelectual; el de la poesía, emotivo. El primero quiere generar una sorpresa; la segunda, suscitar una emoción. Y esto es seguramente también cierto de poema-chiste, que por eso será antes poema que chiste. La risa, idéntica en ambos, se genera en el chiste mediante un juego lógico; la del poema chistoso surge del juego del poeta con las emociones y sentimientos del lector.
Mas puede suceder también (y de hecho sucede muchas veces) que tal juego fracase y no se alcance el objetivo, pero ahora no por la torpeza del sujeto poético, sino del receptor. ¿Qué decir en este caso? La respuesta es del todo obvia. Hemos admitido, siguiendo a Espinosa, a Hume y a Kant, entre otros, que la belleza no es una cualidad objetiva de la creación artística, sino el sentimiento mismo del receptor de la misma. Mas se convendrá en que el que alguien (todo un pueblo incluso) no experimente sentimiento alguno ante la contemplación de la Capilla Sixtina no bastaría para retirarle a ésta su carácter bello. Ahora bien, este hecho, más que negar nuestro concepto de belleza, lo que viene es a confirmar nuestra concepción del arte como juego. Supongo en que todos convendríamos en que lo que le sucede a ese nuestro supuesto visitante de la Capilla Sixtina es que no se halla suficientemente educado para captar aquellos valores artísticos que se encuentran ante sus ojos, su sensibilidad no se halla suficientemente pulida. Y eso, ¿qué significa? Pudiera parecer que, en esos términos, la explicación resulta por completo vaga e insuficiente. Y, sin embargo, no hay otra; y traducida a nuestros términos resulta bien precisa: un individuo tal desconoce, en sentido estricto, las reglas del juego de la contemplación artística, no ha sido suficiente o convenientemente adiestrado en las mismas. Diríamos que en este caso el juego artístico ha fallado porque uno de los jugadores no sabe jugar (¿cómo podría un ajedrecista determinar las jugadas de un contrincante que no sabe mover las piezas ni las normas más elementales del ajedrez?). El fracaso tiene su origen en este caso en el sujeto receptor.
Digamos, finalmente, que el poema, a diferencia de la Ciencia y la Filosofía, consiste en las operaciones mismas que, realizadas por el sujeto poético, lo constituyen. Cuando tal segregación es posible, y tras ella se vislumbra la transmisión de un contenido objetivo y trascendente sobre el mundo, nos hallamos, seguramente, ante una obra que tiene más de filosófica que de poética. Acaso por ahí haya que buscar la razón (o una de las razones) de por qué los primeros filósofos griegos no han abandonado jamás su posición de pórtico del pensamiento científico y filosófico occidental. Ya Aristóteles había observado que aunque se llama poetas a quienes utilizan el verso, no hay nada en común entre Homero y Empédocles, excepto, precisamente, el empleo del verso, lo que no es óbice, sin embargo, para que haya que llamar poeta a uno y fisiólogo al otro.
Y añadida esa última consideración, acaso se me permita finalizar proponiendo la siguiente definición de poesía: Se trata de un conocimiento autosuficiente, que arranca de lo subjetivo y de lo individual para llegar (en algunos casos tal vez exista esa pretensión) a lo universal, pero sin que lo individual y subjetivo mismos puedan ser neutralizados, y sin que puedan serlo tampoco las operaciones del sujeto poético mediante las cuales se constituye el poema y mediante las que se pretende suscitar una peculiar emoción en el lector, determinándole a ello mediante el uso de la palabra.
Un mal poeta es, según esto un jugador torpe, aunque su labor tiene esos detalles en común (y por eso sus escritos son poesía y no otra cosa) con el buen poeta, que aparece, así, como un jugador avispado. Como señalaba Horacio: «No es bastante que los poemas sean hermosos; deben ser encantadores y llevar el ánimo del oyente donde quieran»{16}.
Notas
{1} Gustavo Bueno, «La Idea de Teatro», Revista de Ideas Estéticas, nº 46, Madrid 1954, págs. 15-39. Cita en pág. 15».
{2} Aristóteles, Poética, 1451b.
{3} Plutarco, Moralia, vol. I, pág. 94, Gredos, Madrid 1985.
{4} Vico, Ciencia Nueva, Orbis (2 vols.), Barcelona 1985. Cita en vol. I, págs. 119-20.
{5} Platón, Ión, 534b.
{6} Hegel, Estética (1835-38), Daniel Jorro, Editor (2 vols.), Madrid 1908. Cita en vol. II. pág. 226.
{7} Gustavo Bueno, «Poetizar», Arbor, nº 96, Madrid 1953, págs. 1-10.
{8} Kant, Crítica del Juicio (1790), Porrúa, México, 1973, pág. 209.
{9} F. Schiller, La educación estética del hombre (1876), Austral, Madrid 1941. Carta XV, pág. 72.
{10} F. D. E. Schleiermacher, Estética (1819-25), Verbum, Madrid 2004, pág. 47.
{11} Hacer el «inventario» de tales procedimientos y estrategias equivaldría a señalar los principales recursos literarios de que se vale el poeta, y aquí de nuevo no debemos tener el menor inconveniente en ceder la palabra al crítico literario o al teórico de la poesía; por ejemplo, a Carlos Bousoño y su impresionante Teoría de la expresión poética (2 vols.), Gredos, Madrid 1985.
{12} Aristóteles, Poética, 1453b.
{13} Aristóteles, Metafísica, 983a.
{14} Plutarco, Moralia, vol. I, pág. 124, Gredos, Madrid 1985.
{15} Sobre el problema de la risa acaso halle el lector alguna sugerencia de interés en mi artículo así titulado («De la risa», El Catoblepas, nº 8, octubre 2002).
{16} Horacio, De arte poética, 99-101.
© 2005 www.nodulo.org
Filed under: C2.- Poesía |
Deja una respuesta