Por: Alberto Pinzón Sánchez
Fuente: Argenpress Cultural (06.06.12)
Un relato de ficción del encuentro entre Manuel Marulanda Vélez y Ernesto ‘Che’ Guevara, que marcó un giro en el proceso de la revolución en América Latina, escrito por Alberto Pinzón Sánchez, médico y antropólogo colombiano exiliado en Europa y, donde imagina el pasado para interrogar el futuro.
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Cuando termine la clase quiero hablar con ustedes, dijo el profesor Elías, tomando un respiro y señalando a Leoncio Vargas y a Homero Alzugarate. Elías, alto, fornido y con un acento ocañero, que masticaba las sílabas finales y no había perdido del todo, dictaba clases de historia y sociales en el Colegio Fray Cristóbal de Torres de Bogotá.
-Muchachos dijo, el partido me ha pedido escoger dos de los mejores alumnos de más confianza que tenga, para presentarlos a la dirección, y que hagan una tarea muy especial. Sobra decirles que es estrictamente confidencial, o mejor en secreto, y nadie puede saberlo, agregó. Miré a Homer, como los llamábamos, un tanto interrogado, pero me dio a entender con un movimiento de la cabeza que tampoco sabía de qué se trataba.
-Pasado mañana miércoles, a las 10 de la mañana, el compañero Alfredo, responsable nacional de las relaciones con la Revolución Cubana, los espera a los dos en la casa del partido, que queda en la calle 22 con carrera 15. Ustedes saben dónde, agregó.
–Pero nosotros no somos militantes, dijo Homer con certidumbre. Fue cortado por la respuesta tajante de Elías: -Mejor así, y tomando un respiro continuó, -Ustedes van, preguntan simplemente por Alfredo y acuerdan con él. No hubo resistencia; tampoco más diálogo. Los dos alumnos salimos silenciosos del salón de clase hacia el patio central del colegio, donde estaban los demás en la pausa del recreo.
A la salida del colegio, nos fuimos caminando hasta mi casa ubicada en el barrio El Lago al norte de Bogotá, preguntándonos mutuamente con una cierta turbación, lo que significaba aquella extraña escogencia. Si bien, estaba clara la simpatía de Elías por la revolución cubana y así lo repetía en sus clases; su militancia directa, en cambio, no era conocida. -Y, ¿por qué a nosotros? Pregunté. –Hermano, respondió Homer, Elías lo dijo bien clarito: somos sus mejores alumnos y de más confianza. Llegamos a la cuadra donde, casa en frente vivíamos y mientras nos despedíamos, acordamos no hablar más del asunto hasta no tener más claridad y sobre todo, no comentar con nadie.
El miércoles como estaba dicho, a las diez de la mañana en punto, dos muchachos jóvenes casi adolescentes, de bluyín y chaqueta de paño, un tanto desconocidos para Silva, el mal encarado portero de la casa del Partido Comunista en el barrio Santafé de Bogotá, preguntaban por Alfredo . Silva bizqueando, nos miró de arriba abajo y no debió haber visto nada raro, porque inmediatamente gritó a todo pulmón: -¡Alfreedoo, lo buscan! De una pieza con puertas en batiente, salió Alfredo: era un hombre de tez morena, de algunos 25 años de edad, delgado y bajito, de cabello ralo, frente abombada y ojos un poco saltones y amarillentos. Nos recibió amablemente y nos hizo entrar en lo que llamó su oficina. Un cuartucho pequeño y oscuro, ocupado casi en su todo tamaño, por un escritorio lleno de papeles en desorden y restos de periódicos y al lado, en el piso, sobre un reverbero eléctrico, una olleta de aluminio donde debía haber café. Trajo dos taburetes viejos de madera y cordobán desde una pieza aledaña y nos invitó a sentarnos. Homer me miraba constantemente, por lo que Alfredo nos tranquilizó: -No se atortolen que no es nada. Solo queremos saber si ustedes los dos, o uno solo de ustedes quiere ir a Cuba, pasando unos días por Europa, a conocer lo que está pasando allá y a recibir un cursito (dijo cursito) de unas semanas, para luego regresar. Nosotros sabemos que ustedes el año entrante salen de bachilleres, pero hemos hablado con su profesor y no hay problema. Cuando regresen podrán presentar los exámenes finales y como tienen tan buenas notas previas, no habrá ninguna dificultad.
Hubo un silencio de algunos segundos y Homer se adelantó a preguntar – ¿Eso es todo? Alfredo, mirando mis anteojos, continuó: -Bueno casi todo. Allá en el cursito les explicarán un poco más en detalle y con precisión. Sin embargo debo decirles que es una tarea sumamente importante, que puede tener repercusiones históricas (lo dijo recalcando esta palabra) no solo para el futuro de Colombia, sino de todo el continente americano. ¿Qué dicen ah! muchachos?
Nos volvimos a mirar ya con calma y Homer, como interpretando mi pensamiento, le respondió que nos dejara pensarlo una semana. –En ese caso, dijo Alfredo; ustedes no deben volver nunca más por aquí. Su respuesta y las sucesivas comunicaciones conmigo se harán, por carta a través del buzón de correo aéreo número 29021, que queda en el edificio de la calle 16 de Avianca. Aquí está la llave y no olviden ese número, porque de ahora en adelante la buena memoria que ustedes tienen, es lo único que les va a servir. Concluyó.
Durante esa semana a la salida del colegio y mientras caminábamos a la casa, discutimos la respuesta que le daríamos a Alfredo; cual sería la excusa en nuestra familia a la ausencia, y quien debía ir. Finalmente acordamos que como mis padres no le pondrían obstáculos a un viaje mío a Europa, iría yo, mientras Homer se quedaría en Bogotá, preparando en el colegio, apuntes, asistencia, trabajos escritos para notas, y tranquilizando a mi novia Martica. Así juntos fuimos al correo aéreo de la calle 16, con la atestada carrera séptima de Bogotá, a depositar en el buzón la carta de respuesta.
La inquietud crecía día a día y ya no bastaban para tranquilizarnos, los partidos de futbol, o las caminatas interminables por los potreros cercanos a la autopista del norte discutiendo mientras buscábamos cerezas, o los cines dobles en los teatros de Chapinero. Realmente esto era un asunto que se nos había metido abruptamente en nuestras vidas, y de manera tan inesperada como perturbadora. Ahora no quedaba más sino esperar la respuesta.
Fuimos al buzón cada tercer día, durante las dos semanas siguientes, sin tener noticias, en cambio si encontramos varios números atrasados de la revista Tricontinental, que leímos, casi devorándolas y discutimos a solas. Finalmente en un sobre bien pegado llegó la respuesta. Con el apresuramiento por abrirlo casi rasgamos la hoja de adentro, sin embargo pudimos leer. Bien. Cupo para uno confirmado. Procedan urgentemente a sacar pasaporte y solicitar una visa para París. Por lo demás no se preocupen. Cuando esté todo, me avisan. Alfredo.
Ahora el asunto consistía en realizar apresuradamente, el lento y engorroso papeleo de aquellos trámites. Nos alternamos las ausencias en el colegio, dando las vueltas y revueltas que la burocracia exigía, y de nuestra propia plata pagamos las fotos, las estampillas, los papeles sellados, y los sobornos necesarios para agilizar las diligencias. Cuando estuvo listo el pasaporte, acompañado de Homer, fui a la Embajada de Francia, con los papeles que allí exigían, a pedir visa de turista para viajar a París. –Vuelva en cinco días laborales por su pasaporte, dijeron. Juntos volvimos a recibirlo y cuando me entregaron el visado, un poco eufóricos, riéndonos del gafufo de la foto, lo celebramos con unas cervezas en el bar la Nueva Ola en Chapinero. Mañana escribiríamos la respuesta para Alfredo.
Pasaporte visado listo. Esperamos instrucciones. Le dejamos escrito en el buzón, mientras retirábamos más ejemplares de la Tricontinental. A los tres días en un sobre grande y carmelito de esos que llaman de manila, venía una carta con instrucciones muy precisas y numeradas que debía memorizar, un sobre alargado más pequeño con doscientos dólares, y un tiquete aéreo de color azul hasta Paris, para el siguiente domingo por la noche. Quedaban, solamente, cuatro días para dejar todo arreglado.
Ese domingo de septiembre, como estaba indicado en el tiquete y con dos horas de anticipación, llegué acompañado de Homer al aeropuerto El Dorado. Maleta muy pequeña bien reconocible, con la ropa indispensable para el frio, muy serenos hicimos con Homer las vueltas en las oficinas de la seguridad del Estado. -No tiene entradas, gruñó en la ventanilla el detective aindiado, poniendo un sellito en el pasaporte. Me despedí de Homer con un abrazo y como si fuera un experimentado viajero, crucé el mostrador hacia la Policía de Fronteras que debía revisar la maleta y esculcarme personalmente. –Puede seguir, dijo sin ninguna cortesía el oficial de policía de uniforme de paño verde aceituno que me registró. Crucé las tiendas de suvenires y falsificaciones de joyas chibchas que hay en un zaguán largo que conduce a las puertas de embarque y esperé el llamado para abordar.
A la llegada al aeropuerto de París y en la puerta del desembarque, como se había indicado, estaba un señor rubicundo de mediana edad, sosteniendo un papel pintado con los colores de la bandera colombiana. Hacía más frío que en Bogotá y debí abrir el maletín para sacar un suéter de lana virgen grueso que había empacado. Jean Pierre me dijo llamarse en su poco y gutural castellano que podía. Me llevó en su pequeño auto hacia una posada árabe que quedaba cerca de una estación de tren. Una celda mínima con un catre, una mesita de noche, y un inodoro lleno y apestoso afuera. –Mañana a las once vengo a recogerlo. Dormí muy mal tratando de recuperarme del cansancio y la desorientación por el tiempo perdido mientras cruzaba el océano con la mente en blanco. A la hora señalada estaba el árabe dueño de la pensión dando golpes espantosos en la puerta y gritando. Como pude salí y en el recibidor estaba Jean Pierre sonriendo –“Vualá”, dijo, tomó el maletín, lo metió en el auto y en medio de un tráfico muy distinto al de Bogotá, mientras miraba pasar a mi lado, avenidas amplias y arboladas como parques, construcciones robustas de una arquitectura de piedra amarillenta y polvorienta alternadas con edificios de vidrio, me llevó por entre unas calles estrechas y torcidas a la embajada de Checoeslovaquia. –Su pasaporte por favor, me solicitó. Media hora después tenía una estampilla y un pasaje para ir a Praga y dentro del pasaje 100 dólares en billetes de 10. –Allá también una persona lo recogerá a la salida del aeropuerto. Remató.
Regresamos aceleradamente al aeropuerto por otras avenidas de ruidos y sirenas infernales y cinco horas después, estaba cruzando controles policiales y de aduanas, y abordando el avión ruso que me llevaría a Praga. Todo trascurría tan aceleradamente que perdí los reflejos. Parecía un autómata hecho de cera. Pensaba en mi compañero y amigo inseparable Homer y como se reiría cuando le contara todo lo que me estaba sucediendo.
Efectivamente al desembarcar en Praga, esta vez una señora un poco mayor y rolliza era quien sostenía el papel tricolor en lo alto. Hablaba un mejor castellano que Jean Pierre. Me dijo que la siguiera de cerca. Ya afuera, un viento frío fuerte y cortante movía las copas de los árboles de las avenidas. Tomamos un tren hasta la estación cercana a un albergue estudiantil de las juventudes del partido checo. –Dame tu pasaporte y espérame mañana por la tarde, me dijo como despedida. Habló enfáticamente con la recepcionista del albergue. Luego la recepcionista, una señora también de cierta edad con rasgos bastante finos, en un inglés que parecía un repique de tambor, pude entenderle que la siguiera hasta la habitación. Me señaló un cartel donde estaban escritos en varios idiomas los horarios de comidas y las normas estrictas o reglamentos del albergue y al salir, me señaló en un camarote de cuatro camas, la litera que me correspondía. La pieza era un poco mejor que la pensión parisina y pude recuperar durmiendo el tiempo que me faltaba. Siguiendo las instrucciones, no me fue difícil encontrar los comedores y las duchas. Había un grupo de adolescentes en ropas de excursionistas, que me miraban indiferentes en silencio, y con quienes no pude tener ninguna comunicación fuera de la visual.
Al otro día en horas de la tarde y como lo había prometido, llegó la guía rolliza. Traía mi pasaporte y un pasaje aéreo hasta La Habana para el siguiente día. Estaba un poco más descansado y puede prestarle más atención a sus instrucciones, que trataba de retener. Al final, me preguntó sobre la situación política en mi país, y si era verdad que la guerrilla, sin aclarar cual, estaba a cincuenta kilómetros de Bogotá. Le aclaré lentamente algunas cosas, pero no quedé convencido que hubiera captado la enrevesada situación colombiana.
Descansé ese día y al otro estaba ya familiarizado con los aeropuertos internacionales: revisión de pasaportes y maletas, registro corporal, sellos y matasellos y embarque. En La Habana, igual, un joven moreno y flaco, vestido de uniforme verde olivo y pistola en el cinturón, como los que se veían en la revista Tricontinental, agitaba en el aire una pequeña banderita colombiana. Me le presenté y me dijo –“Óieme chico, si tienej dólalej debej declararloj ayí, en la gualdia”. Yo conocía el acento costeño de mi país, pero de verdad el encuentro con el extremo acento cubano, si bien no constituía una barrera incomprensible, fue un choque idiomático que me exigió un esfuerzo para familiarizarme con el y así poder comunicarme.
El olor a trópico cálido y húmedo, impregnaba el aire y el sol empezaba a cargar con sus primeros rayos el ambiente. Un campero Gaz de fabricación soviética descapotado, nos esperaba. Rápidamente salimos a una carretera y mientras el viento por la velocidad casi me impedía respirar, recorrimos varios kilómetros en silencio, por entre un extenso cañadulzal surcado de altas y flexuosas palmera. Tras un desvío, llegamos a un campamento semirural en las afueras de La Habana, donde funcionaba una escuela dotada de varias construcciones amplias y cómodas, espacios grandes y caminos bien demarcados. El Gaz se detuvo- “Ayí lo espelan”, me dijo el guarda de verde olivo, señalando una puerta de anjeo. Tomé mi maletín y saludé al hombre que esperaba en la puerta.
Era un hombre alto, fornido y musculado; morocho, como llamamos a los mulatos en Colombia, con pelo duro y una mirada negra pequeña e intensa. Vestía también uniforme verde oliva sin pistolas. Solamente sonrió y en un mejor castellano me dijo llamarse Benigno y estar encargado de mí. El complejo donde me alojaron era una especie de pequeño albergue con habitaciones un poco más amplias para dos personas y ciertas comodidades como un armario para la ropa, una lamparilla en la mesa de noche, una mesa para lectura y un lavamanos con espejo. Los baños e inodoros separados y colectivos, estaban en el corredor afuera. –Descansa chico, que mañana paso por ti a las ocho de la mañana. Fue todo lo que me dijo.
Ese tarde y la noche, puede recuperarme literalmente del tropel que hasta ese momento había tenido. A la mañana siguiente; Benigno me estaba llevando hacía otro edificio situado en el centro del complejo con fachada de oficina. En una de ellas, esperé sentado unos minutos hasta cuando llegó el compañero director de la escuela. Era un hombre acuerpado tostado por el sol, con perfil aguileño, frente amplia y una barba de color rojizo. Vestía camisa blanca de manga corta que dejaba ver sus brazos tostados y velludos. Me miró con una mirada gris de plomo. Hizo una broma sobre mi aspecto demacrado que dejaban ver las gafas y me dio la mano con un fuerte apretón. –Puede confiar en mi chico. Alfredo me tiene al tanto sobre su amistad del colegio con Homero, y espero mi reacción. Pensé que al darme los nombres e indicaciones, era la persona con la que venía a hablar.
-Me alegro que nos conozca, le dije y en seguida le pedí un café negro que en Colombia llaman tinto. Se apresuró a llamar a sus ayudantes y en pocos minutos estábamos sentados alrededor de una pequeña mesa tomando un humeante y amargoso café cubano.
-Bueno chico, repitió, parece que nos entendemos. Va a haber una reunión de dos personas muy, pero muy importantes en su país, continuó, que puede cambiar el curso de la historia en todo el “continente” (eso dijo: continente), y empecé a sentir la mariposa aleteando en mi estómago, y, a respirar pausadamente, como cuando me tocaban en el colegio los exámenes. –Su tarea chico, consiste en ayudarnos a que esos dos personajes importantes (volvió a insistir) se encuentren. Obviamente hay mucha gente, especialmente del gobierno de los Estados Unidos, que no quiere esa reunión y, va a hacer todo lo posible para que no se realice. ¿Me comprende? Eso quiere decir que es una tarea muy especial y secreta, y de ese secreto depende su realización. ¿Qué opina chico? Concluyó. Atento a lo que acababa de oír y mirándolo a los ojos, le pregunté – ¿Qué debo hacer?
Fue como una respuesta que estuviera esperando. –Precisamente, añadió, por eso estás aquí y comenzó a tutearme; para que nosotros te preparemos adecuadamente y de regreso en tu país, puedas realizar la tares adecuadamente. ¿Estamos? Terminó. Tomando un aliento profundo y con la mariposa desbocada en mi estómago, le dije que no había problema.
-Bueno caballero, ahora mismo comienzas las clases con Benigno. Son quince días completos, todo el día con solo un descanso para almorzar. Son clases teóricas y prácticas, sobre lo que vas a necesitar. Lo único que debes hacer, por la noche, es repasar y volver a repasar tus apuntes y experiencias hasta que mecanices lo que se te ha enseñado. ¿Se te ofrece alguna otra cosa? Agregó finalizando. Solo atiné a decirle que me gustaría leer las noticias de mi país. -No te preocupes, todos los días tendrás un pequeño reporte noticioso escrito de lo que pasa en Colombia. Me dio la mano de despedida y solo lo volví a ver el día que terminé el curso para recordarme; primero lo importante de la tarea y segundo lo secreto que era.
Durante esas semanas al retortero, en las clases particulares prácticas, aprendí principalmente comunicación por radio, claves, encriptación, horarios, localización, ondas, frecuencias, antenas, y a manejar como un tesoro una radio negra marca Zenith trans-oceanic, que con una llave especial servía para recibir y enviar mensajes de onda corta. Aprendí rudimentos de cartografía, especialmente a ubicar un lugar determinado. Tiro al blanco con pistola pequeña, defensa personal, chequeo y contra-chequeo. Sangre fría como base de cualquier acción, a responder interrogatorios policiales sin contradecirse ni delatarse en caso de ser detenido, y todo el capítulo llamado psicología conspirativa. También toda la mecánica del motor de un jeep Willys modelo 52, y a manejarlo con extrema pericia. Finalmente en los últimos días me presentaron dos oficiales jóvenes, corpulentos y joviales, cuya cara y características personales, timbre, tono de voz y acento particular, debía retener con extremo cuidado, para cuando se me presentara personalmente, uno de ellos o los dos, pudiera identificarlos. Y en las clases teóricas, fundamentalmente políticas, aprendí con profundidad la teoría continental para crear muchos Vietnam.
El día siguiente a la finalización del curso, Benigno me llevó como recompensa a dar un paseo por La Habana, a tomarnos unos mojitos y apreciar la belleza de las mujeres cubanas. Recorrimos en un carro soviético aceleradamente el trecho hasta la ciudad y nos bajamos en la plaza del Capitolio a dar un recorrido por la llamada Habana vieja, por una calle larga y concurrida donde caminaban con gracia, hermosas y sonrientes mujeres de piel tostada. Luego, hacia un lado, por callejuelas de clara arquitectura colonial con casonas de balcones corridos y portones grandes de madera, arcadas y plazoletas inesperadas, llegamos a una bodega casi vacía donde nos sirvieron un vasito con ron, hielo, agua de yerbabuena azucarada y limón que tomamos apresuradamente, porque debíamos ver, o caminar a trechos, el resto: el malecón, el hotel Habana Libre y las mansiones expropiadas del barrio El Vedado, que empezaban a dar muestras del deterioro por el salitre marino y el descuido.
El regreso fue más fácil porque todos los pasajes, visas, tránsitos, o conexiones estaban arreglados: En una jornada tediosa volé a México, y tras dos horas de espera en ese abigarrado y atiborrado aeropuerto, hice tránsito en un vuelo igual de cansón hasta la ciudad de Panamá, donde pernocté en un lugar cercano al aeropuerto, para continuar sin novedades, al día siguiente hasta Bogotá.
Homer se sorprendió de lo delgado y pensativo que estaba. Sin embargo, pude contarle casi todo. –No joda, repetía continuamente, incrédulo. Al fin me dijo en un tono bastante afirmativo – ¡Pues mi hermano, a hacerlo!
Lo primero que hicimos fue cuadrar y camuflar bien la antena del trans-oceanic en la terraza de mi casa. En seguida conseguir en el Instituto Geográfico, mapas, lo más precisos posibles, del departamento del Valle del Cauca. Enseguida poner un aviso clasificado en los periódicos bogotanos: “compro contado, jeep minguerra 52, cabinado” y a continuación mi teléfono. Tomar contacto nuevamente con Alfredo en el buzón, diciéndole que ya estaba de regreso. Y con eso, pude ir al colegio hablar con el profesor Elías a presentar los exámenes del quinto año de bachillerato.
Yo había viajado sin mucho dinero para evitar cualquier contratiempo o sospecha. Así que, cumplidamente como se había acordado, Alfredo me dejó en un sobre grueso 50 mil pesos para comprar el jeep y demás gastos. Después de un mes de revisar ofertas, nos decidimos por un viejo y bien cuidado Willys con un motor en perfecto estado y con cabina metálica delgada, que costó 23 mil pesos. La comunicación con Alfredo se regularizó semanalmente, turnándonos con Homer la ida al buzón y por las noches, escuchábamos mensajes en el trans-oceanic para practicar.
La curiosidad de Homer sobre el curso, me dio oportunidad de explicarle, así fuera someramente, lo que en la escuela llamaron lo operativo y algo de las últimas clases sobre política colombiana, dictadas por un profesor joven, alto, musculoso, de bigote grueso y pelo brillante y lustroso, como engrasado con aceite de higuerilla, peinado con una línea a la mitad de la cabeza; quien a pesar de la simulación de su acento, no tuve duda de que era un paisa del Quindío colombiano.
Quien me habló en extenso, de manera sentenciosa e inapelable, del significado del gran plan reformista de la Alianza para el Progreso impulsado por el presidente John F. Kennedy, como reacción de su gobierno a la influencia y simpatía que estaba generando la Revolución Cubana en todo el continente, y del pacto entre Laureano Gómez y Alberto Lleras en 1957, para la creación de una nueva y grande fuerza militar sin sumisión partidista, que guardara férreamente el sistema político del Frente Nacional con sus elecciones fraudulentas y fachada democrática; que ya iba con Guillermo León Valencia, como su segundo presidente, tratando de convertir a Colombia en la vitrina reformista de América.
Me habló de la represión generalizada a cualquier opositor. De la legislación marcial o estado de sitio permanente para gobernar. Del reforzamiento escandaloso de las gabelas educativas, económicas y políticas de la doctrina social de la Iglesia Católica y, la represión brutal contra los estudiantes que se estaban movilizando por todo el país, exigiendo libertad educativa y no solo religiosa. De la destrucción violenta de los sindicatos, especialmente petroleros y navieros de la zona de Barrancabermeja, y su remplazo por sindicatos católicos. Y especialmente, de la solución militar que se había tomado para resolver el asunto centenario de la reforma agraria, desplazando y expulsando los campesinos a las tierras selváticas, baldías o de colonización; continuando los bombardeos aéreos de las dictaduras anteriores con gasolina gelatinosa, contra extensas zonas de los Llanos en el 50, Villarica en el 55 y ahora, las selvas de río Chucurí y todo el sur del Tolima hasta el Cauca, donde las fuerzas oficiales, en este momento, estaban encontrado una tenaz resistencia de unos cuantos campesinos organizados y sobrevivientes de las violencias anteriores, opuestos con las armas en la mano, a esta otra expulsión violenta hacia la colonización.
-La cerrazón del régimen no deja otra vía que la armada, me había sentenciado el paisa quindiano de bigote, agregando. -Y lo interesante es que esta situación, con sus variaciones nacionales, se repite en toda Latinoamérica. Las vías legales están agotadas, y solo una alianza obrero estudiantil campesina, conducida por una vanguardia armada que desarrolle la lucha armada en el campo, podrá liberarnos de las oligarquías y el imperialismo que nos domina y oprime. Cuando terminé esta aclaración y como único comentario Homer solo atinó a decirme- Complicada la vaina ¿no?…
Durante ese fin de año, como nos había indicado Alfredo, aprovechando las vacaciones y las fiestas navideñas, salimos con Homer en el jeep hacia el puerto de Buenaventura en el mar Pacífico, rumbo Girardot, plan del río Magdalena, Ibagué, cruzamos la cordillera central por el páramo de la Línea, Quindío, el Valle del río Cauca y Cali; a conocer y reconocer cuidadosamente las carreteras más importantes, marcar en el mapa desvíos y vías secundarias, pueblos y posadas, controles militares en la carretera o puestos fijos del valle del rio Cauca; tan semejante a los cañadulzales cubanos con ingenios humeantes, carretas de caballos repletas de caña, y un rosario de pueblos grandes y semejantes hasta llegar a Cali, el más grande de todos. Luego, el descenso de la cordillera occidental hacia al luminoso mar Pacífico, hasta el oloroso y caótico puerto de Buenaventura, donde alquilamos un cuartucho, por unos días y por unos pocos pesos en una pensión cerca del muelle, mandada por una mujer voluminosa de piel negra y pelo corto, respiración entrecortada y siempre sudorosa.
Recorrimos a pie metódicamente, bajo un sol vertical, un aire caliente, húmedo e irrespirable y un calor agobiante, las calles que conducían al puerto, además de las salidas hacia Cali, anotando los puntos de reparo importantes de las vías, refrescándonos, de cuando en vez, con un raspado de hielo coloreado con anilina roja y amarilla, o entrando a comer pescado frito en algún restaurante equipado con ventilador de hélice en el techo. Regresamos a Cali con un poco más de conocimientos y orientación, para buscar las rutas hacia los pueblos de la vertiente pacífica de la cordillera central: Florida y Pradera.
En Pradera, un pueblo de clima temperado con un parque central muy arbolado, y una iglesia piramidal con una cúpula redondeada, donde se destacaba un gran reloj todavía funcionando, que marcaba el tiempo inevitable con campanadas destempladas; buscamos la pequeña vía de ascenso hacia lo alto de la cordillera bordeando un río encajonado de orillas cascajosas, hasta encontrar ya en tierra bastante fría, la casona teja y balcón corrido de la finca el Vergel. Preguntamos por su dueño; un señor adusto, cincuentón, de mirada carmelita, sombrero de fieltro de donde salían a los lados una greñas canosas y ruana gruesa, que nos dijo llamarse Libardo. Vivía solo desde hacía dos años, cuando su esposa buscando educación para sus hijas, se había trasladado a Cali, a donde él viajaba con regularidad. Allí un compañero del regional del partido le había informado de nuestra visita y que debía mantener tener la casa en perfecto estado de limpieza y comodidad, como para alojar una persona importante, que quería conocer esa finca con posibilidades de compra. Charlamos un poco sobre las condiciones de la región un tanto desolada y sin mucho vecindario, fuera de los indígenas del resguardo de la Fría, distante unos cuantos kilómetros más hacia el páramo y los límites con el Tolima. Nos ofreció de comida un guiso de alverjas y papa, -de la región, dijo, que bajamos con un tazón de aguapanela hirviente. Tres días después, estábamos nuevamente de regreso en Bogotá, y nos preparamos a escribir un pequeño informe del viaje, para dejárselo en el buzón a Alfredo.
El año 1966 comenzó bastante movido. Encontramos en el buzón dos documentos con la recomendación de estudiarlos detenidamente: uno, era el mensaje de Che Guevara a la conferencia Tricontinental que se realizó en enero en La Habana y otro, los documentos del décimo congreso del partido comunista colombiano, realizado también ese enero en la clandestinidad, al parecer en la zona de Viotá, cuando se formalizó en Colombia la agresiva discordia política e ideológica entre los gobiernos de China y la Unión Soviética, sobre la vía armada de la revolución social. Poco después, en febrero, nos enteramos por las noticias de la muerte, en la región del rio Chucurí, del sacerdote Camilo Torres como guerrillero del Ejército de Liberación Nacional. El resto de las noticias estuvo dedicado la mayor parte del año, a la elección de Carlos Lleras como tercer presidente del Frente Nacional y a divulgar el programa reformista de su gobierno llamado de la “trasformación nacional”.
En noviembre de 1965, el Che Guevara demacrado y deprimido, ha salido de su malograda misión en el Congo hacia Dar Es Salaam en Tanzania, conociendo noticias desalentadoras para su gran proyecto de crear muchos Vietnam. La desaparición en abril de 1964 de Masseti, en Salta Argentina, con la destrucción y dispersión de su grupo guerrillero. Sumada la del aniquilamiento, para fines de 1965, de los dos grupos guerrilleros, Pachacutec y Javier Heraud, que actuaban en los andes peruanas de Ayacucho y no pudieron llegar a acuerdos para su integración; así como del gran cerco militar oficial contra los núcleos guerrilleros venezolanos, aunado con las agrias divisiones internas y separaciones en el seno del partido comunista venezolano, que hicieron inviable la continuación de la lucha armada en ese país; dejaban a Colombia a fines de ese año 65 con una situación en la que se habían organizado dos grupos guerrilleros con posibilidades de desarrollo: el ELN en la región del Carare y, la conferencia guerrillera del bloque sur en el Cauca, convertida en mayo de 1966 en las FARC, como la última posibilidad para convertir la cordillera de los Andes en la Sierra Maestra de Suramérica. Otra posibilidad, aún por explorar la constituía la sierra boliviana, donde se estaba trabajando intensamente para crear las condiciones de iniciar la lucha armada. Era un retroceso táctico reconocido, que no estratégico.
Pronto y mientras dicta pasajes de su reciente experiencia de guerra revolucionaria, llega de La Habana el especialista en maquillaje y disfraces. Una larga cabellera se convierte en una calva lustrosa con cabellos blancos y desordenados en los parietales, una frente abombada es suavizada con unos anteojos de montura grande y muy gruesa donde sobresalen unos lentes de doble espesor, una prótesis dentaria hecha a la medida protruye el labio superior, retraerá la barbilla y le dará a la boca un rictus un algo risible, la cara totalmente lampiña y la nuca alargada sin pelos. Traje europeo con corbata un tanto jorobado y, zapatos excavados por dentro del tacón para disminuir su altura. En marzo del 66, sale para Praga vía El Cairo y Belgrado.
En Praga sale un sol primaveral desteñido y acuoso, enfriado con frecuentes rachas de viento frio, que alcanza a iluminar el escueto apartamento de las afueras de la ciudad. Lo acompaña primero Ulises Estrada, luego remplazado por Armando Campos, Juan Carretero y Alberto Fernández Montes de Oca, y uno de los tantos temas que discuten, es el desarrollo del frente continental, una vez descartada irremediablemente la idea de internarse en la sierra del Perú. Los servicios secretos checos y soviéticos husmean buscando algún indicio a esta pregunta sin mayores resultados; el sigilo es total.
En Enero de 1966, Manuel Marulanda Vélez quien no había asistido al décimo congreso del partido comunista colombiano, en el cerro del Carmen ha dado un mortífero combate a las tropas del ejército colombiano, que intentaban una vez más exterminar su grupo, al cercarle el paso hacia la monumental montaña del cañón del rio Duda, en donde ha quedado de encontrarse para mayo de ese año, con sus otros compañeros que vienen de Viotá con las últimas orientaciones emanadas por el congreso del partido; con el fin de realizar la segunda conferencia guerrillera y constituir las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Ha caminado al través, de día y de noche las dos colosales cordilleras colombianas que separan la cuidad del campo, burlando el asedio de miles de militares colombianos, bajando por trochas desconocidas y rastrojos, innumerables cuestas y volviendo o a subir las cuestas de las empinadas vertientes montañosas. Cruzado las vegas calientes, los bejucales y pantanos insalubres del ardiente valle del río Magdalena por caminos reales apenas transitados. Trepado cañadas heladas de palmiches enanos y lanudos, y páramos anegados yermos y pelados. Ha bordeando por senderos pedregosos entre la selva, o excavados como pestañas en las laderas inclinadas de enormes picachos y peñas arriscadas sin fondo y sin paisaje que nadie más conoce, hasta llegar a cumplirles la cita a sus compañeros en el cañón encajonado del torrentoso rio Duda.
Cumplida la conferencia guerrillera constitutiva, y organizado política y militarmente el movimiento campesino de resistencia armada, como un cuerpo guerrillero revolucionario extremadamente disciplinado, anti oligárquico y antiimperialista; se despliegan los grupos por regiones: a Marulanda Vélez con sus compañeros de dirección, le corresponde abrirse paso a machete por entre la selva montañosa del lomo grueso y verde de la cordillera oriental, durante casi dos meses, hasta las selvas donde nace el río Pato. Pero no hay reposo. Según las instrucciones políticas recibidas, debe salir inmediatamente con un grupo pequeño de compañeros baquianos, bien seleccionados y conocedores prácticos de toda esta región, entre quienes van Asnoraldo Betancur (Balín) antiguo guerrillero liberal y el antiguo compañero de armas Efraín Guzmán (Nariño) hasta llegar a la Fría en Pradera, en la vertiente pacífica de la cordillera central en el Valle del Cauca, para encontrarse con un alto comandante de la revolución cubana que viene a coordinar las tareas de solidaridad revolucionaria continental en esta parte de los Andes. Desandar una vez más la endemoniada ruta varias veces trillada, que desciende y cruza el valle del rio Magdalena por Rionegro, Taurito, Prado, Natagaima, sube la cordillera central por Coyaima, Chaparral, Ortega, Playarica, San Antonio, Santa Helena y, cruza por el páramo de Barragán, para luego seguir hacia el sur bordeando Ginebra y Cerrito, hasta la Fría en Pradera. Debe estar allá alrededor del siete de agosto, fecha de la batalla de Boyacá, con una semana más o una semana menos de espera.
Marulanda Vélez con el paso apurado y aunque no hay una operación militar en marcha, camina sigiloso por grupos durante la noche, guardando, como le ha enseñado la experiencia, una disciplina extremada, sobre todo con los campesinos lugareños. Busca caminos reales o de herradura y travesías y senderos para no dejar trillo, ni huellas visibles; bordeando potreros y cejas de monte aledañas, por vegas, quebradas y hondonadas, riscos, filos y cerros similares o semejantes. Cruza los cascajales y arenales del paisaje agrietado y nublado del páramo de la cordillera central, hasta tener en frente la hondonada verde y ondulada del valle del río Cauca, y luego torcer hacia el sur hasta avistar abajo en la distancia, la iglesia triangular de Pradera. Llega la semana anterior a la cita y de inmediato dispone varias comisiones pequeñas de reconocimiento y, una de contacto con el encargado del partido en Pradera. El pequeño transistor de baterías, trasmite día y noche los preparativos que se están realizando en Bogotá para la posesión del nuevo presidente del Frente Nacional, Carlos Lleras Restrepo. Se habla insistentemente de una reforma agraria con pulso firme.
En Bogotá, a pesar de que tres días antes de la posesión del nuevo presidente, un petardo de dinamita destruyó una parte del Centro Colombo-Americano, matando varias personas; hay una calma de esperanza generada por las promesas del nuevo gobernante. Los estudiantes de todo el país, esperan que el nuevo Ministro de Educación Gabriel Betancur Mejía, resuelva acertadamente la larga crisis universitaria nacional del gobierno anterior, y algunos agricultores y campesinos confían en que Armando Samper Gnecco haga realidad las promesas presidenciales de realizar la tan postergada reforma agraria en Colombia. Sin embargo el nombramiento del conservador Misael Pastrana Borrero como Ministro de Gobierno, del hacendado Abdón Espinosa Valderrama como Ministro de Hacienda, y la confirmación de los controvertidos generales anticomunistas Gerardo Ayerbe Chaux como Ministro de Defensa y Bernardo Camacho Leyva como Director de la Policía; no presagian grandes cambios.
Con Homer, mientras nos alternábamos la ida al buzón de correos, continuamos asistiendo al colegio, a las clases de sexto año de bachillerato, tratando de hacer una vida estudiantil lo más tranquila y normal posible, matizada con fiestas con las novias, cines, fútbol de amigos y viernes cultural en algún café de Chapinero. El seis de agosto víspera de la posesión presidencial, recogimos un mensaje dejado por Alfredo en el buzón: urgente ubíquese tan pronto pueda en Buenaventura, y en la entrada al puerto pregunte por el señor Arcila. Lleve el Zenith. Era todo. Le avisé a Homer que debía viajar solo. Hice un pequeño equipaje, llene el tanque de gasolina del camperito y salí rumbo al puerto del Pacífico. Pernocté en Ibagué y al otro día por la noche estaba en el puerto. El 8 de agosto muy de mañana, fui a la puerta de entrada de la valla de acceso al terminal portuario, a preguntar por el señor Arcila. Vino un hombre de mediana edad, robusto o gordo, con la camisa blanca sobre el pantalón a manera de camuflaje, con la cara pletórica, sonrosada y sudorosa por el calor que hacía, y respirando pausadamente dijo moviendo lentamente sus labios azulados: -Soy yo. Hágase en aquél bar de enfrente, pida una cerveza y espéreme media hora.
A la media hora llegó. Me dio la mano y me preguntó cómo había sido el viaje, luego señalando en un croquis hechizo a lápiz, a un lado del mar la carrera sexta con calle quinta, agregó: -Esta noche a las ocho, usted debe recoger en el hotel Estrella a un comerciante español de maderas finas de apellido Vázquez, que llegó ayer tarde en barco desde Panamá, para llevarlo cuanto antes, a la finca que usted conoce arriba de Pradera. Es calvo y de gafas. Finalizó.
Aún no se sabe ciertamente, cuanto duró la estadía del Che Guevara en Praga. La mayoría de biógrafos suyos, dicen que salió rumbo a La Habana el 20 de julio de 1966, pero un testigo excepcional como el capitán Daniel Alarcón Ramírez (Benigno) en sus memorias de un soldado cubano al lado del Che, reafirma en dos oportunidades que el Che Guevara fue traído a Cuba en abril de 1966 y alojado en la provincia de Pinar del Rio en una mansión de la zona de San Andrés conocida como la Casa del Americano.
Lo establecido es que, para la tercera semana de julio el Che Guevara está en territorio cubano bastante recuperado, y en la casa de Pinar del Rio donde concluye su mejoría, se ha decidido preparar de la manera más intensa posible un grupo especial de veinte voluntarios de confianza, muy bien escogidos entre conocidos y probados combatientes revolucionarios cubanos, que deseen participar en la misión internacionalista de crear varios Vietnam en los Andes suramericanos. Todos los escogidos responden con igual entusiasmo y decisión y se los concentra en el occidente de la isla, primero en San Francisco y luego en San Andrés de Taiguanabo, bajo el entrenamiento riguroso del veterano comandante Raúl Menéndez, más conocido por su segundo apellido, Tomassevich.
La última semana de julio, un buque pesquero especialmente acondicionado y muy bien disimulado, a órdenes de los hermanos gemelos de La Guarda, Patricio como capitán y Tony como timonel, espera por la noche en el puerto de La Habana, la llegada de dos pasajeros de civil, para completar la tripulación y partir a faenar en las aguas del mar Pacífico vía el canal de Panamá. Fuera de la rutina, nada hay que llame la atención. Una semana después de una navegación a sol y viento por aguas internacionales del Caribe y sin dificultades, el pesquero de bandera cubana está entrando en las esclusas del canal y pasando impecablemente la inspección autorizada. Cuatro días después está ubicado en aguas internacionales del mar abierto, enfrente del puerto colombiano de Buenaventura.
Con el brillo azul de la luna en las aguas marinas, bien entrada la noche del siete de agosto de 1966, el pesquero inicia una aproximación a tierra y se ubica a 8 kilómetros del litoral. La monotonía del batir de las olas en el casco del buque, el movimiento undívago del mar y el viento cálido oloroso a sal yodada, acompañan el leve sonido del descenso de un bote rápido y silencioso de desembarco. Una vez está en el agua, bajan por la escalera de cuerdas y se acomodan cuatro personas: el timonel y el hombre de proa, y dos señores en la mitad. Todos llevan trajes marinos especiales opacos e impermeables. El buque inicia maniobra rápida de alejamiento y el bote en pocos minutos recorre los escasos kilómetros que los separan de la costa, al lado izquierdo titilan las luces del puerto. Las coordenadas del desembarco corresponden exactamente a la pequeña playa escogida; hay alegría en el bote y en silencio se dan la mano. Los dos señores saltan a tierra con sus pequeños maletines de cuero y los zapatos en la mano, se quitan el traje marino y lo devuelven al bote quedando en pantalón y camisa de dril. El guía de proa les hace a los de la playita una señal con la palma de la mano abierta entendida como de espera y, desaparece en la oscuridad casi silenciosamente. A unos 500 metros adentro, en una vía de tierra hechiza los está esperando un taxi grande negro modelo 65, conducido por un hombre mestizo de pómulos prominentes y pelo lacio de mediana edad, serio y muy parco, quien con un gesto los invita a subir, cierra la puerta con un golpe seco y en unos cuantos minutos los deja a unos cien metros en el andén del hotel Estrella: -Por la maleta se conoce al pasajero, dice haciendo una mueca de sonrisa y desaparece.
Timbran en la puerta del hotel y les abre una señora no muy vieja, somnolienta frotándose los ojos: -Son las dos de la mañana. Qué horas las de llegar, dice y luego pregunta ¿Para cuantos días de hospedaje? El señor español de gafas gruesas y medio calvo se adelanta y con un acento inconfundible y masticado, le dice que vienen desde España y tienen unos negocios de madera de mangle; deben viajar por la región y no sabe cuántos días exactamente: -¿Una semana? Le pregunta. La mujer acepta, les pide los pasaportes, los ojea y les dice que está bien. Pero deben pagarle la semana por adelantado. Luego los inscribe en un cuaderno grande y les da las llaves de la habitación 203. Los dos señores suben y desde la ventana del hotel alcanzan a ver las luces que alumbran la bahía silenciosa de Buenaventura. Prenden la hélice de ventilación que está en el techo y se acuestan a descansar. Mañana traerá su afán.
Se levantan no muy temprano y desayunan en el comedor que está a un lado de la recepción, café con leche y plátano frito. Permanecen casi todo el día en la habitación descansando y ultimando detalles, excepto a la hora del almuerzo cuando vuelven a bajar al comedor a comer una sopa de sancocho y un pescado frito con arroz, que acompañan con una cerveza. En una tienda al lado del hotel compran un periódico y se regresan a la habitación. No se sienten muy seguros y el calor agobiante y húmedo no invita a dar ninguna caminada. A las ocho de la noche, poco antes de que llamaran a la cena, un muchacho joven moreno, alto de anteojos de aro grande, abundante pelo lacio, nariz corta, amplia y labios descarnados, pregunta en la portería por el señor Vázquez. –Don Raúl, dice un mensajero golpeando la puerta de la habitación; en la portería preguntan por usted. En la recepción del hotel, los tres se saludan dándose la mano e intercambiando sus nombres. Afuera en la calle no muy lejos, un campero Willys 1952 está estacionado.
-Mucho gusto, me llamo Leoncio Vargas y vengo de Bogotá, le digo al señor calvo de anteojos gruesos, alargándole la mano. Él la toma y me dice: -Encantado soy Raúl Vázquez Rojas, y señalando a su acompañante dice:- Él se llama Juan, un hombre joven corpulento de expresión tensa, de una blancuzca palidez y mirada inquieta, que ya me había sido presentado al finalizar el curso en Cuba y, ahora observa detenidamente mis gafas como tratando de verificarlas. Les pregunto: -¿Qué deciden? Sin dudarlo el señor Vázquez replica: -Nos vamos. Caminamos hasta el jeep. Nos acomodamos; Juan en el puesto de atrás y partimos. Es noche clara y la luz del carro alumbra bien. Pocos minutos después, estábamos subiendo la cordillera a Cali y atrás, abajo, se veía la oscuridad de un mar azul profundo.
-¿Quieren entrar a conocer Cali o seguimos derecho? Pregunté. El señor Vázquez me respondió que era una decisión mía, pero prefería llegar lo más pronto posible. Así que seguimos derecho. Después de un largo trecho en silencio, de repente comenzó a contar que había estado en Bogotá en julio de 1952. Después de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán y el nueve de abril del 48, había volado con un amigo en un hidroavión desde Leticia, en el río Amazonas, y una vez en Bogotá, había ido a la Ciudad Universitaria donde contactó a Eduardo Santa, un líder estudiantil que pretendía conformar con Antonio García y Mauro Torres un movimiento socialista en plena dictadura de Laureano Gómez. Santa lo había atendido toda la semana muy bien, le había ayudado con Julio Carrizosa Valenzuela, el Rector de la Universidad Nacional a conseguir alimentación gratis en la cafetería y hospedaje en el Hospital San Juan de Dios, le presentó varios compañeros universitarios, lo paseó por la ciudad mostrándole la militarización, haciéndole palpar el miedo colectivo que se percibía en cada esquina. También le había explicado en detalle lo sucedido después de la muerte de Gaitán y las terribles condiciones de explotación y de terror, de persecución y de exterminio que vivían los campesinos, los obreros y los estudiantes colombianos. Y en las largas conversaciones nocturnas que tuvieron, había sido un excelente contertulio, discutiendo gustosamente sobre literatura universal y americana. Pero parece que el profesor Santa, no pasó de ser un liberal de izquierda muy ilustrado, remató. Este inicio dio paso a un diálogo más amplio sobre la Universidad Nacional y la mentalidad tan conservadora que aún allí seguía prevaleciendo a pesar de los nuevos edificios que cada Presidente inauguraba. Luego, mostrando un amplio conocimiento sobre Colombia, se explayó sobre toda esa situación general que se vivía desde tanto tiempo atrás, donde la explotación, la opresión y la violencia oficial continuaban afligiendo a la población por cuenta de un sistema sostenido por el gobierno de los Estados Unidos. Atento a sus palabras, y a la carretera de vez en cuando cortada por las luces brillantes de los autos que nos cruzaban en sentido contrario, bordeamos la ciudad de Cali y nos enrumbamos hacia el ramal que conduce a Florida, para luego desviar hacia Pradera.
Casi al amanecer llegamos a la casa de teja de la finca el Vergel que estaba deshabitada. Un silencio cortado por el chirrido de los grillos y una bruma grisácea que confunde la luz entre la noche que termina y el día que se anuncia; una brillante aurora nos acompañó dando pasos por los zaguanes que llevaban a la entrada de la casa. Estaba ordenada y aseada pero aún olorosa a tierra. Guardé el jeep en un cuarto trasero que hacía las veces de garaje. Buscamos los aposentos y en unas cujas de madera con cobijas de lana bien tendidas, sin más, nos tiramos a descansar. La luz del sol de media mañana y los ruidos naturales del campo me despertaron. Juan permanecía en la cama con los ojos abiertos, atento a descifrar los ruidos y sonidos que invadían la casa. Pronto hicimos candela y preparamos un café negro que hallamos en unas tablas en la pared de la cocina. Al rato vino don Libardo a quien reconocí. –Estaba allí al lado esperando a que se levantaran, dijo. Después de saludar y entregarnos unos panes para acompañar el café, preguntó como habíamos dormido y cómo estábamos para caminar, porque debíamos subir aquella cuesta, por lo menos durante unas tres horas: -En aquella manga tengo unos caballos mansitos como para esta ocasión. Voy a traerlos y a aperarlos para que nos rinda el viaje. Arriba, hacia donde vamos hace frío. Así que póngase un sombrero y abríguese bien.
La luz de la mañana avanzaba lentamente acompañada de una brisa tenue que movía la vegetación aledaña. Salimos al camino real. Era un antiguo sendero que serpenteaba la loma entre rocas, pedregales, zanjas y barrizales. Los caballos resoplaban en el ascenso y subíamos casi a empellones en un silencio mortificante, suavizado por la mirada hacia el paisaje del valle del Cauca, siempre abajo a la izquierda, y rachas ocasionales de viento frío bajaban de lo alto de la cordillera, mientras nos metíamos en un cinturón de neblina cada vez más densa.
Mientras cabalgábamos, saqué de la faltriquera el Zenith para oír las noticias del medio día. La emisora de Cali se escuchaba bien. Dio algunas noticias sobre el recibimiento que por toda esta región se le iba a brindar a su regreso al Presidente saliente Guillermo León Valencia. Luego música tropical de la Sonora Matancera con la voz de Daniel Santos y Celia Cruz, intercalada con noticias muy locales. El señor Vázquez miró a su compañero Juan y sonriendo dijo: -No sabía que por aquí gustara eso. –Uf, desde hace harto, agregó don Libardo.
Después de dos paradas de descanso, se entiende, avistamos una casa más rústica y simple de tapia de barro y vigas torcidas de madera, sostenes de un techo cañizo de teja roja de barro. Los caballos pararon en la orilla del camino, a la entrada: -Ustedes me esperan aquí, dijo Libardo, mientras desmontaba y abría la puerta vieja y destartalada de la entrada. Revisó el interior del aposento y nos indicó que desmontáramos. Le ayudamos a desensillar los caballos dejándoles el cabezal y a llevarlos a otra pequeñita manga cercana. Entramos a la casa para dejar los pequeños equipajes, mientras Libardo recogía algunos leños para hacer fuego en un fogón lateral:-El humo es la señal, dijo mientras ponía un chorote con agua para hacer café. Y en efecto, como al cuarto de hora, llegaron dos jóvenes vestidos de dril, con zapatos de lona, sombrero oscuro y ruana. Saludaron a Libardo y luego al grupo: -¿Cómo están los señores? –¡Bien, gracias! -Tómense el cafecito tranquilos y nos vamos.
Libardo se devolvió en su caballo, dejando los demás en el potrero y nosotros continuamos a pie detrás de los jóvenes con ruana, una media hora hasta llegar a un gran bosque ralo de árboles frondosos de montaña, que cubría un campamento guerrillero hecho con carpas negras de un plástico grueso, distribuidas por grupos y dispersas en una área bastante grande. Nos indicaron una tienda grande con tres hamacas guindadas donde nos ubicamos. -Acomódense, que el camarada Manuel ya los manda llamar, nos indicó quien parecía el guía. Diez minutos después volvió y nos hizo señas de que lo siguiéramos.
El camarada Manuel estaba tranquilo frente a su carpa esperándonos de pie, vestido con un pantalón de dril de donde sobresalía un machete en funda de cuero a flecos. Llevaba un suéter negro de lana gruesa y zapatos también de caucho. No tenía sombrero y su pelo crecido estaba revuelto. Sus pómulos marcados dejaban ver su mirada pequeña, calmada, pero penetrante. Nos saludó a cada uno dándonos la mano y preguntando cómo había sido el viaje. Preguntó quién era el señor Raúl Vásquez, y de una manera muy especial lo agarró por un brazo para introducirlo en su carpa. El guía se acercó a Juan y a mí y nos dijo: -Entonces ustedes pueden esperar en su carpa.
A unos treinta metros de distancia, desde nuestra tienda vimos como Manuel Marulanda y el señor Vázquez, solos se sentaban frente a frente, en unos troncos habilitados como taburetes y comenzaron a hablar sosegadamente. Todo el día. Casi hasta el anochecer cuando Raúl vino a nuestra carpa y se tendió silencioso en su hamaca. Un rato más tarde le dijo a Juan que se pusiera en contacto con el buque pesquero, avisando que en tres días estarían nuevamente a la hora indicada en el sitio exacto del desembarco. Escuché en mi Zenith la confirmación del recibido. Luego los ruidos nocturnos del bosque se fueron haciendo imperceptibles a causa del sueño.
Al día siguiente, desde temprano vino el muchacho guía a llamar a Raúl para ir a tomar café donde el camarada Manuel y nuevamente los vi sentados tranquilamente conversando sin fatigarse, hasta el atardecer. Cuando Raúl regresó la tienda le dijo a Juan en tono seco: – Avisa por la radio que no hubo acuerdo. Nos vamos mañana.
Deshicimos el camino de regreso casi de manera semejante, sin dificultades, pero más de prisa. Después de una despedida corta, salimos temprano del campamento, con la mira de llegar esa misma noche a Buenaventura. El trecho de a caballo en silencio, hasta la finca, donde Libardo nos ofreció café con arepas de maíz y, rápidamente tomamos el jeep. Les advertí que debíamos aprovisionarnos de gasolina en la ciudad, en un grifo que había visto a la salida para Cali y sin pausa nos enrumbamos al Pacífico. Finalmente mientras avanzábamos por la carretera, Raúl comenzó a contarnos sus impresiones.
Al parecer, todo el primer día hablaron de manera franca y directa, buscando ponerse de acuerdo en cómo desarrollar la coordinación y organizar la solidaridad revolucionaria e internacionalista entre ellos. No hubo dificultad en eso. Los desacuerdos se presentaron cuando Marulanda dijo que como en los tiempos de la pelea con sus familiares los Loaiza, no se separaría bajo ninguna circunstancia del partido comunista, al que le debía todo lo que era. Que seguiría disciplinadamente las orientaciones emanadas de sus congresos y organismos de dirección, especialmente de su comité ejecutivo central y del camarada Viera su secretario general, en quien confiaba plenamente. De nadie más.
El segundo día hablaron largo sobre la teoría militar. Marulanda le expresó llanamente uno de sus sentimientos más profundos de su caminar: desde que se conocía o tuvo uso de razón, había sido un perseguido a muerte obsesionado con conocer a su perseguidor. Había leído y estudiado cuidadosamente con sus amigos de la dirección, varios libros sobre las luchas guerrilleras escritos hasta ese momento, especialmente los del Che Guevara con quien estaba de acuerdo plenamente en las tácticas y estrategias, aunque siempre contando con la orientación partidaria local y nacional. – ¿Y, saben lo qué dijo? preguntó Raúl sorprendido: -Que de todo lo que había leído y estudiado, los únicos libros que verdaderamente le enseñaban, eran las publicaciones, manuales y cuadernos internos, editados por el ejército colombiano.
Un rato después Raúl comentó entristecido que, la conversación había llegado al fin cuando Marulanda le había dicho que personalmente él seguiría y se pondría honrosamente bajo las órdenes y las armas del Che Guevara, pero posiblemente los hombres que lo seguían, no aceptarían la comandancia de una persona desconocida o ajena, con un hablado citadino y un acento tan diferentes, totalmente extraño a los entornos de sus vidas. Esa era la inmensa cordillera que siempre separaba la ciudad del campo.
Así llegamos al atardecer a Cali, donde hicimos una parada, para almorzar y desentumir las piernas. Continuamos el viaje sin hablar más. Llegamos por la noche a Buenaventura y buscamos un restaurante donde poder comer con un poco más de calma y esperar la hora de ir exactamente a la misma playa del desembarco, a encontrar el bote de caucho negro y silencioso que los había traído a tierra. Allí esperé a la distancia dentro del jeep. Era una noche oscura, densa, y pasaba una brisa leve cálida y muy húmeda, con un olor salobre inconfundible, mientras el vaivén monótono de olas en la orilla, servía de testigo.
En aquella noche tropical, mientras pensaba en mi regreso a Bogotá, vi clara la silueta brillante del bote que se perdía en la inmensidad azul oscura del mar Pacífico, llevando a Raúl hacia otro encuentro, tal vez el definitivo, en el cual un hombre se da cuenta finalmente que un destino, por complicado que hubiese sido, consta de ese instante presente en el cual sabe para siempre quien es, y quien será en el futuro.
APS, junio del 2012.
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