Mario Vargas Llosa: «Sería una tragedia que la cultura acabe en puro entretenimiento»

Fuente: Libre circulaciòn por internet
((29.04.12)

A Mario Vargas Llosa le asaltaba desde hacía algún tiempo la incómoda sensación de que le estaban tomando el pelo. Lo empezó a sentir al visitar ciertas exposiciones y bienales, asistir a algunos espectáculos, ver determinadas películas y programas de televisión, e incluso le ocurría cuando se arrellanaba en el sillón para leer ciertos libros y periódicos. En esos momentos, como él mismo cuenta, le sobrevenía la sensación, poco definida al principio, de que se estaban burlando de él, de que estaba “indefenso ante una sutil conspiración” para hacerle sentir un inculto o un estúpido, para hacerle creer que un fraude era arte; un embuste, cultura.

De esa sensación surgió una convicción y de esta un ensayo, La civilización del espectáculo. En sus páginas, el premio Nobel de Literatura disecciona la conversión de la cultura en un caos donde “como no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es”. Esa disolución de jerarquías y referentes es consecuencia, para Vargas Llosa, del triunfo de la frivolidad, del reinado universal del entretenimiento. Pero los efectos de este clima de banalización extrema no se limitan a la cultura. Para el escritor, el empuje de la civilización del espectáculo ha anestesiado a los intelectuales, desarmado al periodismo y, sobre todo, devaluado la política, donde gana terreno el cinismo y se extiende la tolerancia hacia la corrupción.

El ensayo, un diamante para la polémica, lo explica Vargas Llosa con voz cálida y precisa, que inunda la línea telefónica desde el otro lado de Atlántico, un viernes por la mañana en Lima.

Afirma Ud. que la cultura se ha banalizado, que triunfa la frivolidad, que el erotismo pierde en favor de la pornografía, que la política se degrada… ¿Hay escapatoria?

Sí, hay escapatoria. La historia no está escrita, no es fatídica, cambia. Si alguien me hubiera dicho cuando yo era joven que iba a ver la desaparición de la Unión Soviética, la transformación de China en un país capitalista; si alguien me hubiera dicho que América Latina iba a estar en pleno proceso de crecimiento, mientras Europa vivía su peor crisis financiera en un siglo, no me lo hubiera creído y, sin embargo, todas esas cosas han pasado. Desde luego que se puede esperar una renovación de la vida cultural, de las artes, de las humanidades, y que abandone ese sesgo cada vez más frívolo, superficial, que yo creo que es una de sus características principales hoy en día; no la única, porque hay excepciones, afortunadamente. Pero esa banalización tiene consecuencias no solamente en el campo de la cultura, sino en todos los otros. Por eso en el libro me refiero a la política, incluso a la vida sexual, a la relación humana.

Y eso le produce un cierto enfado. ¿Desde cuándo?

Es un proceso, no llega de una vez, pero sí recuerdo, por ejemplo, el shock que supuso para mí hace algunos años visitar la Bienal de Venecia, que era una vitrina del prestigio y la modernidad, y después de un recorrido de un par de horas, llegar a la conclusión de que allí había mucho más fraude que seriedad. Fue para mí una experiencia bastante importante, que me llevó a reflexionar sobre este tema. Al final del libro, cuento cómo enriqueció mi vida leer buenos libros, conocer la gran tradición pictórica, el mundo de la música, cómo eso dio un sentido, un orden al mundo que lo hizo para mí muchísimo más interesante, más rico. Yo creo que sería una tragedia que justamente en una época en que hay un progreso tecnológico, científico, material extraordinario, al mismo tiempo, la cultura vaya a convertirse en un puro entretenimiento, dejando un vacío que nada puede llenar, porque nada puede reemplazar a la cultura en dar un sentido más profundo a la vida.

Hay un momento en el que dice: “Lo peor es que probablemente este fenómeno no tenga arreglo…”.

Espero equivocarme.

Ese pesimismo resulta llamativo en alguien de su éxito.

…nostalgia de viejo. Mire, yo viví en Inglaterra y me acuerdo del deslumbramiento que me produjo ver la televisión; la que había conocido antes era muy pobre, muy mediocre, y de pronto descubrí que sí había posibilidades de utilizar la televisión en un sentido creativo… Había un programa que veía con pasión, se llamaba Panorama, periodismo de investigación. Me acuerdo, por ejemplo, de una entrega de dos horas sobre los disidentes en la Unión Soviética filmada en Moscú clandestinamente. Y de pronto, al cabo de los años, vi que la televisión de Inglaterra había caído también en la frivolidad total. Los mejores países han ido también sucumbiendo a esa especie de mandato generacional hacia el facilismo, la superficialidad. Hay excepciones, desde luego…

Su propia obra es una excepción. ¿No es un ejemplo de que la capacidad de autocrítica sobrevive?

Sí, pero es siempre preocupante que el mayor vigor, la mayor riqueza, esté ahora en el pasado más que en el presente.Y hay otro aspecto. Junto a la frivolización, hay un oscurantismo embustero que identifica la profundidad con la oscuridad y que ha llevado, por ejemplo, a la crítica a unos extremos de especialización que la pone totalmente al margen del ciudadano común y corriente.

Usted extiende su crítica a la cocina o la moda, que están pasando a formar parte de la alta cultura.

Justamente, esa es una de las manifestaciones de esa banalización. Me parece magnífico que haya una preocupación por la moda, pero no creo que la moda pueda reemplazar a la filosofía, a la literatura, a la música culta como un referente cultural. Y eso es lo que está pasando. Eso es una deformación peligrosa y una manifestación de frivolidad terrible. ¿Qué cosa es la frivolidad? La frivolidad es tener una tabla de valores completamente confundida, es el sacrificio de la visión del largo plazo por el corto plazo, por lo inmediato.

¿No encierra esa perspectiva una excesiva idealización del pasado?

No soy un conservador en ese sentido, desde luego que no, y sé que en el pasado, al mismo tiempo que Cervantes y que Shakespeare, existía la esclavitud, el racismo más espantoso, el dogmatismo religioso, la Inquisición… Pero no se puede negar que en ese pasado había cosas muy admirables, que han marcado profundamente el presente, que enriquecieron la vida, la sensibilidad, la imaginación. Y esa era una función que tenía la alta cultura, y hoy día no se puede ni siquiera hablar de alta cultura porque eso es incorrecto, políticamente incorrecto.

Hay una defensa muy interesante del erotismo en el libro, como obra de arte frente al “sexo descarnado”.

El erotismo fue en el mundo de la experiencia la conversión de un instinto en algo creativo, en una verdadera obra de arte, y eso fue posible gracias a la cultura. Yo no creo que el erotismo nazca simplemente de una experiencia pragmática del sexo ni muchísimo menos. Creo que es la cultura, que son las artes, el refinamiento de la sensibilidad que produce la alta cultura, la que crea el erotismo. Y ahí yo cito mucho a Georges Bataille, él defendió siempre el erotismo justamente como una manifestación de civilización, y fue muy reticente a la permisividad total, porque creía que la permisividad total iba a matar las formas y al final se iba a llegar, otra vez, a una especie de sexo primitivo, salvaje. Y algo de eso ha pasado en nuestro tiempo.

Le falta erotismo a nuestra cultura.

Por eso el sexo significa tan poco para las nuevas generaciones. Significa un entretenimiento que es casi una gimnasia.

¿Qué pensaría el Vargas Llosa de 25 años de este libro?

No me lo puedo imaginar. Precisamente por la extraordinaria revolución tecnológica, audiovisual, el mundo es tan absolutamente diferente que es muy, muy difícil ponerse hoy en día en la piel de un joven. Hay muchas cosas en el pasado que hay que reformar sin ninguna duda. Pero hay una que hay que conservarla renovándola, que es la cultura. Una civilización que ha producido Goya, Rembrandt, Mahler, Goethe no es despreciable. Eso fijó ciertos patrones que deben ser, si se quiere, criticados pero continuados. Y esa continuación se pierde si la cultura pasa a ser una actividad secundaria y relegada al puro campo del entretenimiento.

Fenómenos como el del 15-M, el de Occupy Wall Street, ¿no le generan cierta esperanza?

Sí. Siempre y cuando no se orienten en el sentido equivocado. Porque hay un cierto conformismo en la inconformidad. No soy pesimista, sino más bien optimista, las cosas pueden cambiar para mejor. Pero hay algunos aspectos en los que es muy importante una crítica muy radical de un fenómeno que representa una decadencia.

Una decadencia en la que incluye la corrupción política. Ud. cita una anécdota del escritor Jorge Eduardo Benavides, en Lima, cuando un taxista le dijo que votaba a Fujimori porque “solo robó lo justo”.

A mí me pareció maravillosa la historia. Hay una mentalidad ahí detrás, ¿no? Un político puede robar; es más, no puede no robar, pero lo importante es que robe no más de lo debido.

Y ese tipo de conductas se están extendiendo…

Es por el desplome de los valores, no solamente estéticos, sino otros que antes, por lo menos de la boca para fuera, todos respetábamos. El político ya no debe ser honrado, debe ser eficaz. El ser honrado parece una imposibilidad connatural al oficio. Y creo que no es verdad y yo lo digo, eso no es verdad. Pero hay una mentalidad que identifica la política con la picardía, con la deshonestidad. Es peligrosísimo, sobre todo para el futuro de la cultura democrática.

Pero hay países donde hay mayor protección frente a la corrupción.

La gran diferencia está en el mundo de la democracia y en el mundo del autoritarismo. En democracia hay corrupción, desde luego, lo estamos viendo todos los días. Pero precisamente lo vemos, sale a flote, existe una justicia más o menos independiente que puede todavía sancionar a los culpables. Eso no se ve en Cuba o China, donde de repente te enteras de que le cortan la cabeza a un señor porque dicen que delinquió y tenía cargos políticos. Hay diferencias. Y dentro de las democracias también. Las más avanzadas son menos corruptas que las más primitivas. Recuerdo que en los años en que viví en Inglaterra, el escándalo más grande de corrupción fue el de un ministro de Margaret Thatcher, que no solamente perdió su ministerio, sino que fue preso y perdió prácticamente todo su patrimonio por haber pasado un fin de semana en el Hotel Ritz de París, pagado por un jeque árabe. O sea, una corrupción de unos cuantos cientos o miles de libras esterlinas. Eso en la época de Fujimori en el Perú era lo que robaba normalmente un pequeño alcalde. Ya no le digo los millones de millones que consiguieron Fujimori y Montesinos. La sanción social fue muy escasa, puesto que en las últimas elecciones estuvo a punto de subir otra vez al poder con el voto popular. Esas diferencias sí son importantes. Y creo que es fundamental ser muy riguroso en ese campo.

En las dictaduras hay más corrupción. Pero también ahí es donde la lucha de los intelectuales cobra mayor sentido. Es el caso de China.

Absolutamente. Cuando la libertad desaparece es cuando la libertad de pronto resulta importante. Y cuando la lucha por la libertad se convierte en una prioridad, el intelectual, el escritor, el pintor, de pronto empiezan a tener una importancia central en esa lucha. Ese es un fenómeno que lo estamos viendo en China, es interesantísimo el caso de Ai Weiwei. Es una figura que representa hoy en día el espíritu de resistencia, la voluntad de apertura, de modernización, de democratización.

Al tratar la degradación de los valores, incluye también el sensacionalismo en la prensa.

El sensacionalismo es la expresión de una cultura. La prensa forma parte de la vida cultural de un país. Y si la cultura empuja a la prensa a la chismografía, y hace de la chismografía un elemento central, al final el mercado se lo va a imponer a los periódicos, por más responsables y serios que quieran ser. Y eso lo estamos viendo en todas partes. El origen no está en los periódicos, el origen está en la cultura reinante, que impone la frivolidad y el amarillismo.

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