Por: Leonardo M. D’Esposito
Fuente: http://www.revistaenie.clarin.com (05.03.12)
Los Oscar 2012 dejaron claro que a Hollywood dejó de interesarle el cine, salvo en su carácter de celebración museística.
Es complicado comprender la fascinación por los premios Oscar. Siempre es necesario aclarar que no se trata de una competencia que se realiza en un término acotado y con un jurado ad hoc, sino que se trata de un muestrario de aquello que la industria de Hollywood considera mejor entre todo lo que se estrenó durante un año. Aunque este “mejor” responde a criterios heterogéneos: su elucidación corresponde más a la sociología, la psicología de masas y la economía que a la estética. De hecho, cada categoría –salvo unas pocas– es votada por la rama de actividad correspondiente. Y no vota todo el mundo del cine, sino aquellos que son miembros de la Academia: los alguna vez nominados, los que son convocados para ellos, los miembros prominentes de cada sindicato, etcétera. De allí que ver qué vota cada sindicato es casi tener el panorama de premios completos. Por cierto, puede haber variaciones, pero son mínimas, así como las sorpresas. Por otra parte, los periodistas extranjeros en Hollywood, que entregan el Globo de Oro, intentan sintonizar con el pensamiento mayoritario de la comunidad cinematográfica y nuevamente es raro que no premien lo mismo que los Oscar.
Lo mejor es no tomarse estos premios demasiado en serio. Si resultan un motivo de venta y mercadeo de las películas, hay que entenderlo más como un subproducto de la manera como la industria estadounidense repite sus patrones de venta internos en el exterior. Hoy el éxito o no de una película está menos determinado por los premios que reciba que por la insistencia con la que se venda. Con el periodismo cinematográfico repitiendo las agendas de las productoras, esto se ha vuelto aún más fuerte. En los últimos años, por lo demás, son muy pocos los filmes con más de 100 millones de dólares de recaudación global que llegaron a ganar el premio a Mejor Película: desde que en 2003 lo lograse El Señor de los Anillos-El retorno del rey, solo El discurso del rey (que en realidad hizo más dinero en la temporada de premios que antes) tuvo cierto tamaño de tanque. El resto incluye hasta fracasos comerciales como Crash-Vidas cruzadas o Vidas al límite, películas que respondían a coyunturas políticas o sociales muy puntuales (la primera: no premiar Secreto en la montaña; la segunda, premiar un filme sobre el desastre de Bush en Irak, incluso si sólo lo es lateralmente) o directamente mediocridades de taquilla como Sin lugar para los débiles, filme que de no mediar el Oscar habría sido parte del pelotón intrascendente de cada temporada.
Pero existe una manera de tomarse los Oscar en serio, de utilizarlos de un modo interesante: resultan instructivos para comprender qué ve Hollywood de sí mismo. Y lo extraño de este año es que las dos películas con mayor cantidad de premios son algo así como un manual de cinefilia canónica, vista esta “enfermedad infantil del cine” (como bien la definió Angel Faretta en su libro Espíritu de simetría) desde dos lugares opuestos y complementarios. Una es La invención de Hugo Cabret, el filme infantil de Martin Scorsese; la otra es El artista, Oscar a la mejor película (y director, y actor), filme aparentemente francés, pero de capitales americanos que también considera (otro error) que el cine mudo era un género. En los dos casos, el cine es el objeto central alrededor del cual se tejen las ficciones. O, mejor dicho, no el cine sino su celebración museística, estilizada de todo sentido más que el didacticismo o la burla amable. Para Scorsese, el cine es algo superior al Mundo y debe preferirse un filme a la vida cotidiana; para Michael Hazanavicius, el cine es un juguete ajeno al que no vale la pena prestarle más atención que para una burla amable.
Convengamos en algo: los museos no son depósitos de lugares comunes sino, directamente, lugares comunes. Lo que se exhibe es lo que una academia considera que debe ser conocido por cualquiera. De algún modo, los museos son cementerios de viejas experiencias, sancionados por un poder que autoriza la puesta en circulación de los objetos. En criollo: un comité que dice qué debe verse y qué no, qué forma parte de esa cosa difusa y mal comprendida que es la cultura y qué puede quedar afuera. Aunque debemos aceptarles –y agradecerles– la posibilidad de despertarnos la curiosidad para seguir buscando formas que nos enriquezcan, por norma terminan siendo el lugar definitivo de las obras. No va más, no hay más: es esto. Y “esto”, único y singular, termina repitiéndose.
Los aplausos a Hugo Cabret y El artista son el apresurado correteo de los turistas del Louvre buscando la Mona Lisa antes de que el guía los lleve a pasear en bateau-mouche. Es irónico: el concepto enciclopédico-museístico es de raíz francesa y estos dos filmes se relacionan con París: Hugo toma la ciudad como escenario; El artista es el cine francés hecho de acuerdo al gusto del (consumidor) americano. En la primera se celebra a Méliès y a “los sueños y la magia”; en el segundo, se ironiza sobre el star-system y la leyenda (negra) del palurdo productor en busca de ganancias contrapuesto al esteta capaz de llevar alegría a las pupilas públicas; es extraño pero en esta leyenda hecha por un francés está ausente la figura del director como autor, nada menos. Dos simplificaciones que son purísimo lugar común, ideas de museo, el cine como vitrina del Met.
En el medio, una de las mejores películas fue nominada para perder, Caballo de guerra, de Steven Spielberg. Con sus errores, con cierto esteticismo saturado, con sus referencias al melodrama de “joven más animal en tiempos arcaicos y duros” que llenó pantallas en los años 30 (aunque con los colores de los 40), Spielberg logra algo diferente. Se sabe: el realizador no tiene más memoria que la fílmica y cada película está construida sobre imágenes que vienen de otras (miles) de películas. Pero Spielberg no lo hace pensando en conservar el cine, sino que su tara –que es también lo fascinante de sus películas– consiste en que considera los filmes que ha visto como el único idioma (visual) posible, y traduce cada fábula al dialecto que mejor le quepa. Es perezoso decir que Caballo de guerra se parece a los filmes de John Ford de ambiente irlandés: en realidad se parece más a Lassie, Terciopelo nacional y Lo que el viento se llevó. Pero esos símiles son lo de menos: aquí no se trata de actualizar el pasado para conocer la Historia del Cine (Hugo) o ironizar amablemente con ella como método didáctico (El artista), sino de intentar una película “como las de antes”.
En el pelotón de nominadas a mejor película, además, teníamos un drama para lucimiento de un actor (Los descendientes, lo más superficial y trivial de Alexander Payne, quien una vez hizo La elección y una durísima fábula cómica sobre el aborto, Ciudadana Ruth), una comedia de costumbres sobre el racismo (Historias cruzadas, con blanca buena que le da la oportunidad que merecen las negras pobres), el filme sobre tema histórico tremendo (Tan fuerte y tan cerca, o Tom Hanks + 11-S + niño). Es decir, películas que sólo valen por un elemento aislado de su tejido, o que “son importantes” porque su tema lo es. Pero volvamos: las películas más fuertes son aquellas que hablan del pasado fílmico en momentos de transición y cambio. De cómo el sonoro cambió el cine, de cómo los efectos especiales cambiaron el cine, del poder del espectáculo gigante. Y en cierto sentido, se entiende: hoy se amplifican los aspectos no técnicos sino tecnológicos de las películas, especialmente el 3D y el sonido envolvente. Ambas campeonas del lugar común museístico parecen gritarle al espectador –y mucho más a productores y “miembros de la Academia”– que estamos ante el mismo punto de cambio histórico: hay que multiplicar el poder fantástico, irreal, sensorial puro de las películas para no perder la batalla contra la exhibición privada, la piratería o la televisión. El 3D es el nuevo Dios y Scorsese es su profeta, algo así.
¿Qué filmes no entran en estas categorías? Rápido y furioso 5, Super 8, J.Edgar, La aventuras de Tintín, Los Muppets. Películas realizadas no con el fin de enseñarle algo al pobre ignaro del espectador ni para generar la sonrisa irónica y descomprometida ni para autocanonizar a su director ni para apabullar sensorialmente al patio de butacas, sino por la pura necesidad de narrar algo, de mostrar algo, de suspender el mundo cotidiano sin olvidarlo. Películas nobles, fuertes, placenteras y precisas, que no buscan ganarse un premio ni el aplauso autorizador de cualquier Academia, sino de seguir siendo –humilde y orgullosamente– parte de un arte. Casi no han tenido nominaciones ni les importan a los endiosadores de la palabra y la vieja, excretable, “qualité” que atosiga a este premio, alguna vez faro de algo.
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