Por: Arturo Alejandro Muñoz
Fuente: http://www.granvalparaiso.cl (29.06.11)
HAY FORMAS y formas para dar muerte a un ente, un pueblo, una idea, un sistema. No siempre será necesario utilizar las armas al momento de aniquilar a una persona o a un país, pues también resulta útil aprovechar la ingenuidad de la víctima para hacer con ella el lazo que asfixiará al inocente. Y en política, esta última alternativa es la más socorrida, agregando que por lo general la víctima fallece feliz, haciendo fe en las promesas de bondad, lealtad y honestidad que su agresor explicita.
Hace ya 77 años, en la madrugada del 30 de junio de 1934, más de quinientos alemanes fueron asesinados por quienes habían sido –hasta horas antes nada más- sus “leales compañeros de partido”. De una sola plumada, con el apoyo de criminales como Himmler, Goering y Goebbels, el entonces novel ‘führer’ y Canciller -Adolf Hitler- logró dar forma a su decisión totalitaria, eliminando a balazos, machetazos y/o navajazos a sus principales adversarios y oponentes al interior del Partido Nacionalsocialista. La Historia recogió esa masacre bautizándola como “la noche de los cuchillos largos”.
En estricto rigor, el ejemplo anterior –de una forma igualmente brutal- fue aplicado también Chile, a mediados de la década de 1970, a través de la inefable (y lacaya) participación de una casta militar que, como es ya habitual en nuestro país, no se distinguía por su amor a la patria ni menos aún por su interés de defensa del patrimonio nacional. Miles de chilenos fueron asesinados salvaje y cobardemente por elementos militares que, en honor a la verdad, sirvieron como cipayos a los intereses extranjeros, específicamente a aquellos sitos en el mundo norteamericano y que ejercían paternidad de amo sobre el empresariado criollo.
Terminado el genocidio, y afinada la venta del país a manos foráneas, se produjo la asociación de intereses conformada por quienes –supuestamente- habían sido, más que adversarios políticos, enemigos de clase. Pocas horas después de que el pueblo chileno entregara su triunfante opinión en el plebiscito de octubre de 1988, asesores del dictador derrotado (Pinochet) se reunieron con representantes de la nueva coalición democrática a objeto de “rayar la cancha” en materias económicas, judiciales y de relaciones exteriores. Ese encuentro, cuya primera parte se efectuó en los vetustos salones del Club de la Unión en Santiago, los noveles vencedores –agrupados en un bloque llamado Concertación de Partidos por la Democracia- acordaron jurar fidelidad al respeto a ultranza del modelo económico impuesto a sangre y fuego desde las oficinas del judío-norteamericano Milton Friedman, así como establecer barreras de contención a cualquier intento políticos que quisiese llevar el ‘progresismo tibio’ hacia confines más populares y socialmente justos.
En ese primer encuentro, aquella misma noche, se abrochó la promesa concertacionista de evitar a todo trance la existencia de una prensa realmente libre e independiente, ya que ella bien podría alimentar en la gente algunas esperanzas de un mundo mejor. “Una buena prensa –buena, en cuanto a servir nuestros intereses- es aquella que ofrece al público exclusivamente variadas páginas llenas de humo, vanidad y miscelánea vana”, habría asegurado en la citada reunión uno de los principales asesores del dictador Pinochet, el empresario Ricardo Claro, amigo personal del general golpista y que 17 años antes facilitó a los sediciosos varias naves de la Compañía Sudamericana de Vapores que él presidía, a objeto de que fueran usadas como “embarcaciones de interrogatorios, torturas y muerte” por la Armada de Chile.
Veinte horas después de producido el plebiscito de octubre de 1988, asesores de Pinochet y representantes de la naciente Concertación decidieron traicionar la voluntad popular. Una prensa servil, chabacana y vana, fue el acuerdo principal que arrancó sonrisas, firmas y repartijas entre los ex enemigos.
Años más tarde, algunos periodistas de medios independientes bautizaron aquella jornada como “la noche de las páginas vanas”, ya que allí feneció -en los hechos concretos- la posibilidad de contar con una prensa libre, honesta y asertiva, la que fue trocada (sin pudor ni arrepentimiento de los concertacionistas) por la prensa ‘oficial’ que hoy conocemos y que, dicha sea la verdad, fue, es y seguirá siendo respaldada y cobijada por tiendas políticas que insisten en mentirle a la gente asegurando ser ‘progresistas, patriotas y democráticas’.
Termino estas líneas transcribiendo unos apuntes de Enrique Cerrizuela, seudónimo de un gran escritor y novelista chileno que no me ha autorizado revelar su identidad, quien, respecto al tema que convoca este artículo, expresó el siguiente comentario (que comparto plenamente):
La Concertación hizo desaparecer muchos diarios y revistas en sus cuatro gobiernos, y privilegió a la prensa ultraderechista perteneciente a los conglomerados EMOL y COPESA, a los que les entregó más del 90% del avisaje fiscal, negándoselo a la prensa que había luchado valientemente contra la dictadura y que además se había jugado el pellejo para que la misma Concertación estuviera en La Moneda.
De ello pueden dar fe cientos de periodistas como Juan Pablo Cárdenas, Patricia Verdugo, Julio César Rodríguez, Raúl Gutiérrez, María Olivia Monckeberg, Myriam Verdugo, Lucía Sepúlveda, etc., y decenas de parlamentarios que ya denunciaron el asunto, como Sergio Aguiló, Alejandro Navarro, Jaime Naranjo, Lautaro Carmona, y muchos más.
El caso del diario “Clarín” y el de la revista “Análisis” bastan para demostrar que la Concertación y la Alianza se asociaron para ahogar la prensa independiente y privilegiar la continuidad de una prensa fascista y antichilena (entregada a intereses extranjeros).
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