A propósito de Hidroaysén… Derechos humanos de tercera generación

Por: Hernán Montecinos
(06.06.11)

Los derechos humanos de tercera generación, son los derechos ecológicos, que se preocupan de los problemas derivados de la relación de los organismos vivos con el medio ambiente. Inciden varios fenómenos, interrelacionados entre sí: sobrepoblación, sobreexplotación de los recursos de la naturaleza, contaminación del medio ambiente, sobreconsumo, derroche, etc.

Se les llama de última generación por haber sido incorporados a los contenidos de los Derechos Humanos más tardíamente, después de los de primera generación (civiles y políticos), y los de segunda generación (económicos y sociales). Sus puntos culminantes se alcanzan en la “Conferencia de Estocolmo” (1972) y la “Cumbre de la Tierra, en en Río de Janeiro (1992). Sin peijuicio de éstos, las Naciones Unidas ha patrocinado otros encuentros de importancia , tanto regionales como mundiales sobre el tema.

EL DERECHO A LA VIDA

Como probabilidad, es posible que haya vida en otros sistemas estelares del universo. Lo ignoramos, en atención a las inaccesibles distancias que nos separan y la ignorancia que tenemos sobre ello, a pesar de todo el avance acelerado de la ciencia. Pero, cualquiera sea la realidad sobre este punto, la vida en el universo es una categoría que asoma, hasta hoy, como privilegio exclusivo de los que habitamos el planeta tierra.

Si seguimos atentamente la historia de la vida del hombre y, más aún, anterior a él, la vida de las demás especies y organismos vivos que han existido sobre el planeta, podemos concluir que la vida, en el curso de su evolución, fue colonizando paulatinamente todos los ambiente posibles de nuestro entorno: aguas, suelos y cierto espesor de la atmósfera.

La vida se posiciona en lo que llamamos biósfera, nombre que damos a la parte del planeta donde hay organismos vivos. Pero esto no quiere decir que la vida de los seres vivos dependa sólo del medio ambiente que se encuentra dentro de la biósfera. Muy pronto el hombre ha caído en la cuenta que su vida depende también de ciertas condiciones cósmicas generales: calor del sol, ciclos de la luna, relaciones de nuestro planeta con las demás estrellas, etc. Todos ellos fenómenos cósmicos que desempeñan un papel importante en la vida existente en la biósfera.

Y si la vida es el espacio de tiempo que transcurre en el ser vivo desde su nacimiento hasta su muerte, bien sabemos que ésta se encontrará condicionada a ciertos factores independientes del ser vivo en sí, más precisamente, de un hábitat, de un medio ambiente, de cuyo preservamiento dependerá su existencia. Y si bien sabemos lo que es la vida, nadie ha podido saber a que origen se remonta, existiendo sobre el particular diversas teorías científicas y teológicas que han tratado de explicar este enigma.

Entonces, el espacio y el tiempo constituyen la urdimbre en que se halla tramada la vida. No podemos concebir ninguna vida más que bajo las condiciones de espacio y tiempo. Nada del mundo, dice Heráclito, puede exceder a sus medidas, y éstas son limitaciones temporales y espaciales, dimensiones impuestas a toda vida. En el pensamiento mítico, el espacio y el tiempo jamás se consideran como formas puras o vacías, sino como las grandes fuerzas misteriosas que gobiernan y determinan no sólo la vida mortal, sino también la de los dioses.

Más aún, hubieron de pasar muchos siglos para reparar que cada ser vivo, si bien es una unidad operacional capaz de vivir con cierta autonomía, a la vez es un sistema que funciona como un todo integrado y que tiene valor en cuanto mantiene esta relación que lo equilibra. Aún así, generalmente, cometemos el error de estudiarlo en ausencia de su ambiente, en forma totalmente artificiosa, olvidándonos que todo ser vivo desarrolla sus actividades en estrecha relación con el ambiente que lo rodea.

Si asumimos que el derecho a la vida es un atributo exigible del momento mismo en que hace millones y millones de años atrás empezó a haber vida en nuestro planeta, quiere decir que el derecho a la vida es lo más primario, anterior a todos los demás derechos que le precedieron: libertad, igualdad y todos los demás derechos. De alli resulta obvio decir que sin vida hubiera sido imposible la existencia de los demás derechos. De lo que se infiere, y valga la redundancia, que la vida es el primero de los derechos.

De allí que aparece como extraño que en los documentos vinculados con los derechos del hombre, hasta ahora conocidos, se haya puesto más el acento en el derecho a la libertad y a la igualdad que el derecho a la vida. Una paradoja, si pensamos que la vida es algo concreto que tiene que ver con nuestra existencia material, corporal y fisiológica, en cambio, la libertad y la igualdad responden a conceptos muchos más abstractos y, por lo mismo, suelen apreciarse de modo distinto según sea el punto de vista que sobre tales derechos se tengan.

Seguramente, tal insuficiencia encuentre su explicación por la tendencia a creer que la vida nos ha estado dada de por sí desde el momento mismo que nacimos. Siempre se creyó que sólo podíamos morirnos por causa de enfermedad, por guerras o casos de accidentes. Esto, sin perjuicio de la creencia de que la vida y la muerte eran cosas de alguna de las tantas voluntades divinas (Dios, Alá, Buda, etc.).

Hoy, en cambio, existe conciencia que la vida, más allá de las causas tradicionalmente aceptadas, se encuentra amenazada también por un peligro mayor que todos los peligros anteriores hasta ahora conocidos; se trata, del desmejoramiento paulatino del aire que respiramos, producto de la contaminación a raíz de la incesante actividad humana. Como consecuencia, la calidad de vida para cada uno de los que habitamos el planeta tierra, se ha ido deteriorando. El hecho de la existencia de nuevas bacterias, virus y otros agentes, que antes no se conocían médicamente, deben precisamente su origen a las nuevas condiciones ambientales que les permiten reproducirse rápidamente, produciendo males y enfermedades que antes no se conocían.

El problema del derecho a la vida no representa, en los términos establecidos en la Declaración Universal, un hecho que se encuentre determinado única y exclusivamente por una apreciación de relación de la vida con respecto a la muerte; tal derecho, en su sentido más general, se entiende, en el día de hoy, como el derecho a preservar la vida en el tiempo en que orgánicamente ésta tiene existencia. Es decir, que el derecho a los servicios de salud y a vivir en un ambiente libre de contaminación, son cosustanciales a ese primordial derecho.

Ello quiere decir que la vida de todos los organismos vivos que se encuentran en el planeta, se encuentra en estrecha relación con el medio ambiente en que habitan.

Cuando Haeckel, usó por primera vez la palabra ecología el año 1869, lo hace para reconocer una nueva ciencia independiente que se separa de la biología. Entiende la ecología, como la totalidad de la ciencia de las relaciones del organismo con su entorno, que comprende en un sentido amplio, todas las condiciones de la existencia. Es decir, que el centro de la ecología no son tanto los objetos implicados, sino sus implicaciones, sus interrelaciones.

LA CONTAMINACIÓN DEL MEDIO AMBIENTE

Entenderemos por contaminación del medio ambiente, la presencia en el medio estudiado, de sustancias ajenas a su composición normal. Sobre el particular, sabemos, que es sólo a partir del productivismo industrial, en el siglo pasado, cuando a la devastación crónica de la naturaleza, debemos agregar, como efecto de la intervención masiva del hombre en su entorno, los problemas de la contaminación de las aguas y el aire y, últimamente, la contaminación acústica en las grandes ciudades.

Sin embargo, los ciclos de los que dependen las vidas orgánicas de los seres vivos, hasta el momento, han seguido funcionando. Cabe preguntarse, ¿hasta cuándo?. Y si la contaminación del medio ambiente es factor determinante para la inminencia del problema ecológico, quiere decir que el hombre se enfrenta al problema urgente de salvar su medio ambiente, que es también el de todos los seres vivientes. Sólo queda esperar que aún haya tiempo suficiente para hacerlo.

Ahora bien, si reconocemos que el problema de la contaminación del medio ambiente no surgió con el neoliberalismo, ello no quiere decir que desconozcamos que la variable económica de tal ideología representa en nuestros días el fundamento último del agravamiento de la crisis. Porque, en sentido estricto, el problema ya empieza a manifestarse —aunque todavía en forma incipiente—, en el siglo pasado, a partir del productivismo industrial. Su primera manifestación se empezó a dar en las grandes ciudades, en el momento en que emigrados de los sectores rurales confluyen a éstas en busca de trabajo en fábricas e industrias. Es la primera manifestación de lo que pasaría a constituir la posterior sociedad industrial de masas y sus primeros efectos sobre el medio ambiente.

Considerando que la base del Progreso de la sociedad industrial radica en que requiere la absorción de grandes cantidades de materiales y éstos, a su vez, producen una gran cantidad de desechos que deben ser expulsados, resulta obvio inferir que esta expulsión debe hacerse allí mismo en donde respiramos y tomamos nuestros alimentos, lo cual plantea de hecho un circuito cerrado de difícil solución. En sus primeros momentos, el problema no quedó suficientemente dimensionado, en tanto los sumideros planetarios se mostraban lo suficientemente amplios y generosos para no llegar a saturarse.

Es a fines del siglo pasado y a comienzos del presente cuando el problema empezó a expresar su gravedad, siendo su primera manifestación el gran debate que empezó a plantearse en relación con la enfermedad del cólera. Así, la insuficiencia de agua potable y correspondientes redes de alcantarillado, que parecían ser sólo un problema sanitario, se transformó, respecto de su solución, primero, en un problema sanitario-técnico para llegar a transformarse finalmente en un problema político. Son los primeros inicios de la contaminación, derivados de una creciente sobrepoblación en las grandes ciudades, y con ello, la intervención masiva del hombre en su entorno.

En el siglo siguiente (1945), las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, todavía no plantearon el problema ecológico en los términos que hoy conocemos; en su primer momento sólo fueron consideradas como tragedias humanas. Hoy, las bombas atómicas y, más aún, los residuos que produce el desarrollo de la energía radioactiva, se ven de distinto modo y no pueden dejar de asociarse con el problema ecológico en sentido estricto.

Por lo demás, es sólo a mediados de este siglo, cuando el aumento cada vez mayor de motores de combustión interna, y una industria química diversificada y en expansión, entre otros, están lanzando más y más contaminantes que quedan esparcidas en el aire, diluidas en las aguas y adheridas a los suelos. Sustancias hasta entonces desconocidas a las que tuvieron que empezar a adaptarse los seres vivos..

Sin embargo, al parecer, el punto crucial de la contaminación del aire lo constituye la emisión de ciertos gases nocivos que han hecho disminuir progresivamente la capa de ozono existente en la atmósfera. Como se sabe, la capa de ozono defiende al planeta de los rayos ultravioletas filtrándolos. Lo grave es que la continua exposición a éstos rayos pueden provocar cáncer a la piel, cataratas y debilitamiento del sistema inmunológico, además de afectar seriamente los cultivos y cualquier tipo de vida, junto con modificarse el régimen radioactivo de la atmósfera terrestre produciendo su calentamiento. De acuerdo con los científicos, si la tierra recibiera toda la energía proveniente del sol y ésta no fuera filtrada, no existiría vida en nuestro planeta.

Este problema es de tal gravedad que ya en ciertos regiones y países se ha aconsejado a sus habitantes pasar la mayor parte del tiempo en sus casas en los meses de Septiembre y Octubre (Patagonia argentina), mientras que en otras latitudes (Australia), se ha exigido por ley que los niños usen bufanda y sombrero cuando van al colegio o están fuera de sus casas, con el fin de protegerse de los rayos solares ultravioletas.

El problema de la disminución de la capa de ozono, por efecto de los gases contaminantes es de tal amplitud, que el Director Regional para América Latina del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUM), Arsenio Rodríguez Mercado, señaló en su momento en México, que no existe ni una sóla área del planeta a salvo de esta contaminación. Y tiene razón este juicio, cuando científicamente confirmamos que el agotamiento de la capa de ozono puede detectarse en todas las latitudes, originando serios efectos sobre las personas y todas las formas de vida.

Todos estos reconocimientos ha llevado a que, a su vez, el director del PNUM, Martín Uppenbrink, haya expresado en su oportunidad, en un plano más general, que «el medio ambiente mundial sufrió en los últimos veinte años un deterioro sin precedentes, a pesar del mayor grado de sensibilización existente en la opinión pública e, incluso, en los gobiernos».

Según esta misma opinión, contenida en un informe de 800 páginas, la actividad humana ha sido «irracional y mal planificada», citando como ejemplo, que somos los peores enemigos del mar debido a que tres cuartas partes de la contaminación marina procede de la tierra firme, principalmente a través del vaciado de los alcantarillados. El otro cuarto se origina en la actividad petrolera y pesquera. Este informe termina señalando que sólo entre 1981 y 1984, los países europeos quemaron en el mar 624 mil toneladas de residuos químicos y, lo que es peor, depositaron en los niveles más bajos del océano Atlántico 94 mil toneladas de residuos nucleares.

El problema de la contaminación del medio ambiente tiene dos variables: la local y la global. Las soluciones a problemas como la contaminación acústica en ciudades o lugares de trabajo, hídrica en lagos y ríos, y del medio ambiente en general en las grandes ciudades, requieren de soluciones locales. Pero los problemas globales de contaminación son aún más peligrosos (efecto invernadero, disminución de la capa de ozono, lluvia ácida, etc.) y requieren respuestas inequívocas de toda la comunidad internacional, si queremos preservar la existencia del planeta y de sus especies, incluida la humana.

Y si la mayor parte de los daños causados al medio ambiente mundial se deben al crecimiento, a las actividades de los pueblos, fundamentalmente, de los países industrializados, nos encontramos, entonces, ante un círculo vicioso que se retroalimenta a sí mismo, porque en tanto los países industrializados alientan una política de crecimiento para todo el mundo, ésta, a su vez, alienta la práctica del consumo. Porque no sólo se trata del problema de los desechos de los alcantarillados o de la energía nuclear, o de la suciedad del aire, porque hoy todo se fabrica para ser desechable, que no pueda durar mucho, que prontamente se tenga que botar, aumentando considerablemente los volúmenes de los desechos.

Los países industrializados nos ofrecen paradojas increíbles, tal es así, que los 24 países más desarrollados que forman la Organización para la Cooperación en el Desarrollo Económico del Tercer Mundo, producen el 98% de los desechos venenosos de todo el planeta. Su cooperación con el Tercer Mundo, entre otras cosas, les da el derecho a arrendar grandes espacios físicos en algunos de estos países para almacenar toda su basura radioactiva y sus desechos químicos y tóxicos. Así, mientras prohiben en los suyos la importación de sustancias contaminantes, derraman las suyas en los países pobres.

A su vez, son los países del Primer Mundo los que conducen la mayor cantidad de automóviles, que queman gasolina y liberan en la atmósfera dióxido de carbono (CO2), contribuyendo así al calentamiento del planeta. También, disfrutan de la mayor parte de los bienes de consumo del mundo, producidos por industrias que funcionan a base de combustibles fósiles, y emiten gases causantes del efecto invernadero. Algunos de estos productos químicos vuelven a la tierra convertidos en la lluvia ácida, secando árboles, erosionando la tierra y dañando a seres humanos y animales de toda especie. Son los países industrializados también los que utilizan la mayor parte de los clorofluorocarbonos (CFC), gases usados en refrigeración de viviendas y alimentos, en aerosoles y para la limpieza en muchas industrias que destruyen la capa de ozono atmosférico.

Pero, sería un error estacionar el fundamento del problema ecológico en la pura contaminación del medio ambiente, o en la depredación de la naturaleza, porque éstos no son otra cosa que la consecuencia de un fundamento más primario: los altos niveles de consumo de las personas, fundamentalmente, de los que viven en los países altamente industrializados. Los ciudadanos de los países ricos consumen mucho más energía y materias primas y, por lo tanto, causan mayor destrucción ambiental global que la mayoría más pobre de la raza humana. Porque, por ejemplo cada hombre nuevo nacido en EEUU agrega 25 veces más bióxido de carbono (gas que atrapa el calor, contribuyendo al efecto invernadero) a la atmósfera que el ciudadano medio de la India o de los de Africa.

Entonces, los problemas globales de la contaminación se derivan del uso irracional de los frutos del progreso humano proporcionado, por el vertiginoso crecimiento de la ciencia y la tecnología. La codicia y el abuso del poder se han encargado de completar este pavoroso cuadro.

LA ECOLOGÍA

Hoy día, la ecología se define como la ciencia de las relaciones entre los organismos y su medio ambiente. De lo que se desprende que la ecología incorpora también la defensa y resguardo de todos los seres vivos que habitan el planeta; es decir, asume también en forma implícita los derechos de las especies no humanas.

El común de la gente tiende a relacionar el problema de la ecología sólo con la contaminación del medio ambiente. Y ello se explica porque es el efecto que más directamente les llega, el más perturbador, lo que más les molesta diariamente. Una apreciación generalizada en todas las grandes ciudades del mundo, fundamentalmente, por el problema del smog y la contaminación acústica, entre otros.

Pero, a las causas ya enunciadas (depredación de la naturaleza, contaminación del medio ambiente, sobreconsumo, etc.), hay que agregar una primera causa: la sobrepoblación mundial que se está duplicando cada 40 años. Porque si el problema del crecimiento de la población ha caído del 2,1% el año 1960 al 1,6% en la actualidad, quiere decir que mientras el ritmo de crecimiento se desacelera, el número de población que se agrega cada año es el más alto de la historia.

En su conjunto, las crecientes demandas de un mayor número de personas, son un importante factor conducente al mayor agravamiento del fenómeno del deterioro del medio ambiente. En efecto, cada ser humano consume recursos y genera contaminación en la producción de bienes que utiliza. Cada persona adicional, entonces, agrega tensión al planeta. Los problemas enumerados han pasado a tener tal gravedad y magnitud que no sólo afectan el aire, la tierra y las aguas, sino también, el paisaje, las condiciones de vida en los centros urbanos y, en general, todos los diversos aspectos de la vida cotidiana en las ciudades.

Así, cualquiera sea la percepción que se tenga sobre el problema ecológico, su mayor caja de resonancia va a encontrar su mayor punto de cristalización en el deterioro ambiental que se produce en las grandes ciudades. Porque es en las ciudades llamadas modernas en donde el aire se hace cada vez menos respirable y presenta más daños para la salud. Pero también está la contaminación acústica y una vida cotidiana insoportable que cada vez se nos presenta más hostil trayendo como consecuencia irritabilidades psíquicas diversas.

Es en este punto que la arquitectura y la urbanización de las ciudades juegan un importante papel para el agravamiento de estos malestares, en tanto sus proyectos se han implantado salvajemente sobre la naturaleza y el paisaje, habiendo perdido la capacidad de diseñar la ciudad, concibiéndola y construyéndola como un entorno humano y habitable. Las instituciones de vivienda y sus técnicos conciben simplemente los edificios habitacionales como interminables aglomeraciones de departamentos para dormir, desvinculados de las ciudades, es decir, de la calle, del comercio, de la recreación, del estar, de la escuela, del paisaje, etc.

La desplanificación urbanística, que ha permitido un crecimiento de la ciudad en forma desordenada, sin respeto por la naturaleza y su entorno y, lo que es más grave, por hacer una vida más agradable a los ciudadanos, ha planteado también una crisis de identidad, la pérdida de escala humana, es decir, del barrio y desolación de la comunidad, el dominio y control del automóvil sobre el espacio urbano, la pérdida de la capacidad del flujo peatonal adecuado, etc.

Las ciudades cada vez se planifican más en función del desplazamiento de los automóviles antes que dar facilidad al desplazamiento de la persona humana. Por eso, tiene razón el arquitecto mexicano, Mario Schjetnan Garduño, cuando señala sobre el problema ecológico y su relación con la realidad urbana, que «la desvinculación con la historia, la pérdida y la destrucción del precedente, el olvido y negación del mito o la toponimia son las sutiles pérdidas que van socavando el sentido de pertenencia e identidad con el lugar». Se ha ido alimentando, entonces, la topofobia, el odio y malestar por el lugar. De ello, se hace necesario e impostergable trabajar intensamente para restituir la topofilia: el amor por el sitio, el lugar, el entorno.

De lo dicho, se comprende, entonces, el por qué todas las políticas contingentes destinadas, por ejemplo, a descontaminar la ciudad de Santiago, muestran su fracaso, del momento que por otras vías, el mismo problema se agrava. Porque nada se saca mostrar todos los días por televisión a tecnócratas y burócratas dictando normas de restricciones vehiculares, cambios de tránsito y ordenamiento de la locomoción colectiva, cuando por otro lado, la publicidad desmedida por prensa, radio y televisión estimulan e incitan al consumidor para que ingresen al parque automotriz de la ciudad una mayor cantidad de automóviles cada nuevo año. Sin duda, al decir de Carlos Marx, la alienación del hombre y de la sociedad moderna llevada al grado extremo.

Por lo mismo, si hablábamos, hasta hace poco, de la conquista de la naturaleza por el hombre y estábamos orgullosos de ello, ahora la ecología nos dice que dependemos para nuestro bienestar y, aún, para nuestra sobrevida, de sistemas en los cuales la naturaleza no obedece nuestras leyes, sino las suyas propias.

Y si creíamos, hasta hace poco, en un desarrollo ilimitado, la ecología hoy nos dice que todo desarrollo tiene sus límites. Y también, si los científicos han procedido, y proceden, aislando y simplificando la realidad a la que se enfrentan, la ecología postula que debemos atender a la complejidad existente y pacientemente tratar de seguir sus hilos.

Su toma de conciencia

No es precisamente un diagnóstico, sino una primera toma de conciencia. Se trata del libro, “Silent Spring” (1958), de Raquel Carlson, al denunciar que los trinos de los pájaros empiezan a escasear como señal alarmante del envenenamiento de las aguas y suelos. Productos químicos-sintéticos, empleados como insecticidas, han empezado a contaminar todo nuestro entorno sin que nos apercibiéramos a tiempo del desastre. Sólo el silencio de la primavera pareciera ser mudo testigo para así indicarlo.

La idea de riesgo, asociado a la ciencia y tecnología, hace así su aparición en el escenario de la segunda mitad de nuestro siglo. De este modo, la ciencia y la tecnología ya no son sólo fuente de oportunidades, sino de riesgos, a veces impredecibles e incuantificables.

Sin embargo, el libro de Raquel Carlson viene a ser sólo un preámbulo de lo que tendría que denunciarse más tarde. Tal es así que, a principios del año 70, un aldabonazo empieza a despertar los temores de la comunidad científica del mundo y de la misma gente. No se trata de una catástrofe. Es simplemente la publicación de una serie de informes en los que se cuestiona la idea crucial del incipiente neoliberalismo de crecimiento sin límites.

Como corolario, el año 1972, a solicitud del Club de Roma, Donella H. Meadows y sus colaboradores escribían bajo el título “Los límites del crecimiento”, el primero de una serie de informes globales sobre la economía industrial que pondrían de manifiesto la necesidad de limitar el crecimiento. Se expresaba que la Tierra había dejado de verse como una esfera ilimitada de gran y rápida regeneración, concluyendo que la Tierra es finita y puede que: «si las actuales tendencias de crecimiento en la población mundial, industralización, contaminación, producción de alimentos, y explotación de recursos continúa sin modificaciones, los límites del crecimiento de nuestro planeta se alcanzarán en algún momento, dentro de los próximos cien años» (Meadows et al., 1972).

Estos informes ponen de relieve que la ideología neoliberal partía de un supuesto: la tierra poseía unos limites y una capacidad de regeneración lo suficientemente grandes como para que los efectos del crecimiento industrial sobre el entorno fueran irrelevantes. Por ilimitadas se tenían las fuentes planetarias que suministraban a la industria energía y materiales, así como ilimitados parecían ser los sumideros planetarios que habrían de absorver la contaminación y los residuos de las industrias.

Pero, una economía industrial que crece de forma exponencial hace que crezcan del mismo modo entidades con ella relacionadas. El crecimiento exponencial del capital industrial arrastra consigo el crecimiento exponencial de los recursos energéticos y materiales usados, y de la contaminación causada. El problema radica en que el crecimiento exponencial de una entidad puede ser de tal magnitud que no se alcance a percibir sus reales dimensiones hasta que sea demasiado tarde para controlarlo. Ese, y no otro, es el verdadero problema con magnitudes que crecen de tal manera.

Este informe planteó con toda su crudeza el dilema economía- ecología, poniendo sobre el tapete de la economía una cuestión hasta ese entonces desatendida, la protección de la naturaleza. Porque si la naturaleza es lo que proporciona la base de la economía, lo lógico es cuidar esa base.

En efecto, es necesario proteger la naturaleza, porque ni los recursos planetarios son infinitos, ni los impactos de la industria sobre el medio ambiente son los despreciables, asumibles y solubles tal como se venía creyendo. Porque no hay que olvidar que la aceptación de los efectos negativos de los usos industriales descansaba sobre una creencia de la Modernidad que ahora hace crisis. Una creencia que estimaba que un uso industrial si bien puede causar problemas, vista la economía industrial en su conjunto, esos problemas serían minimos en comparación con sus innegables beneficios. Se tenía a la vista, que el crecimiento industrial es la base del progreso social.

También, la Modernidad partía del supuesto que los problemas que pudiera causar un uso industrial siempre podría ser resuelto por la aplicación de una tecnología más eficiente. Sin embargo, estudios como el de Meadows ponían de manifiesto que no siempre es así: «La tecnología puede aliviar los síntomas de un problema sin afectar sus causas fundamentales. La fe en la tecnología, como solución última a todos los problemas, puede distraer nuestra atención del problema de base —el problema del crecimiento en un sistema finito— e impedir que emprendamos una acción efectiva para resolverlo».

De este modo, a través de una organización de los mismos países industrializados, el Club de Roma, los países capitalistas del Primer Mundo fueron capaces de darse cuenta, en su verdadera magnitud, de la devastación producida en la Naturaleza por el proceso industrial. Se tomaba conciencia del acelerado consumo de materias primas que amenazaban con agotarse, de la extinción de especies vegetales y animales y los avanzados procesos de desertificación y erosión, todo esto como consecuencia del comportamiento del industrialismo frente a la naturaleza.

A partir de estos momentos los temas ecológicos encontraron las puertas abiertas en el pensamiento colectivo de las sociedades altamente industrializadas. Porque se trataba ahora, ni más ni menos, de un problema mayor que todos los problemas anteriores enfrentados por la humanidad, mayor aún, incluso, que las más grandes pestes o las mayores de las guerras e, incluso, que la marginalización y pobreza de vastos sectores sociales. Lo dicho, porque sus efectos ya no sólo alcanzan a los que están en guerra o, a los enfermos por pestes, o a los socialmente desamparados al negárseles a estos últimos derechos económicos y sociales vitales, sino que recaen, ahora también, sobre cada uno de nosotros cualquiera sea nuestra actividad y condición social o lugar que estemos habitando sobre la tierra.

La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medioambiente y el Desarrollo (CNUMAD), concluyó el 14 de Junio de 1992, que el vínculo que existe entre el crecimiento económico, la contaminación de los bienes comunes de la comunidad y el bienestar de los pueblos del mundo, se muestra en una relación estrecha y directa entre uno y otro.

Por lo mismo, el problema ecológico se ha ido paulatinamente proyectando más allá de las fronteras de la pura ciencia y se está enfrentando a viejas maneras de percibir y de pensar que están profundamente enraízadas en las actuales opiniones del hombre sobre el mundo. Por eso, siendo en un principio un problema que se reconoció en su relación con la ciencia y la técnica y también con la esfera de la economía, últimamente se ha logrado la incorporación de lo social en la ecología y, con ello, también lo político.

La conciencia de lo social en la ecología bien podríamos fijarlo en la década del 60 con la conciencia hippie, movimiento que implica una repulsa sistemática del sistema de vida de la sociedad de consumo, en la cual, cada aumento de ingresos se concibe para provocar un aumento de gastos. Un movimiento que implica un estado de ruptura y separación con las reglas y costumbres de la sociedad urbana.

A finales de los años 70, el surgimiento de los partidos verdes europeos estaría marcando la consolidación del énfasis social y político que caracterizarían a los movimientos ecologistas que le siguieron. Sin embargo, si pudiéramos hablar de una fecha oficial, ésta no sería otra que el año 1972 que fijó dos acontecimientos significativos: cuando se publicó el informe del Club de Roma “Los límites del crecimiento”, y cuando se realizó la Conferencia de Estocolmo sobre Medioambiente. Porque, es recién en esta Conferencia, cuando los países industriales del Primer Mundo, aunque radicando el problema sólo en la sobrepoblación y los recursos energéticos, no pudieron dejar de referirse a éstos como problemas ecológicos en un sentido ya definitivo. Más tarde, la Cumbre de la Tierra, el año 1992, en Río de Janeiro, vendría a ser la consagración de esta mirada totalizante sobre el problema ecológico en el mundo.

En el nuevo cuadro, no resulta casual que de pronto un barniz verde empiece a recorrer la mayoría de los discursos políticos y, más aún, preocupación cotidiana de toda la gente. De este modo, hablar de la ecología se ha transformado en una batería de conceptos que se proyectan cual caja de resonancia en los medios de comunicación social y en el surgimiento de una multiplicidad de academias e instituciones que se dedican a hacer estudios, seminarios e investigaciones en sus más diversos niveles.

Hoy encontramos, felizmente, el término ecología en los editoriales y artículos periodísticos, en las portadas de las revistas, en los discursos de los funcionarios públicos, en las conferencias y seminarios de especialistas, etc.

Además, un gran número de personas se ha dado cuenta que es una urgente necesidad el conocimiento de la información, visión y trama conceptual que abarca la ecología. En definitiva, es toda la comunidad mundial que ha logrado tomar conciencia del problema ecológico.

Así, el impacto de las perturbaciones del medio ambiente en la vida cotidiana de millones de seres humanos, en los grados y dimensiones hasta ahora conocidos, ha derivado a que la ecología se transforme en ciencia política y social, sustituyendo la pura gestión ambiental tecnocrática por la política ambiental en sentido estricto.

Se ha ido introduciendo, a la vez, la conciencia social por los problemas del medio ambiente, como dimensión esencial de la cultura moderna en todos los países del mundo. En tal sentido, el medio ambiente comienza a ser conciencia de todos y redescubre los límites del hombre como ser sujeto a necesidades. Así, la percepción de su agudo impacto ha despertado la conciencia de la opinión pública, ha inducido la movilización de masas en distintos referentes, y ha levantado el conflicto político.

Con ello, la ecología ha perdido su centro de gravedad bioingenieril para trasladarse a su objetivo real: un problema del hombre, de todos los hombres, un problema de la ciencia política que puede y debe incorporar a todos.

En las nuevas condiciones presentes, cuando el fenómeno ya es percepcionado en todos sus más diversos aspectos, se plantea el problema en compatibilizar la ecología vivida en la vida cotidiana de la gente con la complejidad de los problemas ecológicos globales que afectan al planeta. Dos dimensiones que plantean el mismo problema pero cuyos caracteres son dimensionados en grados cualitativamente distintos.

Si tomamos en cuenta que la agudización de los problemas del medio ambiente en el mundo, en los últimos veinte años, no tiene una causa unilateral venido de tal o cual frente, quiere decir que los dueños de la riqueza, al hacer del mundo una cuestión de puro mercado y negocio, también tienen su responsabilidad y su parte. Y si no dejamos de lado la observación de esta idea, venimos a reafirmar con ello que cualquier propuesta tendiente a la solución del problema, tiene que contemplar, además, del punto de vista bioingenieril y económico, también, los puntos de vista político y social que se encuentran involucrados en el tema.

Y como todo problema que se precie de ser complejo deriva en una diversidad de opiniones, la ecología no ha podido encontrarse ajena a esta constante, lo que ha llevado a que, mientras algunos piensan que el problema reviste caracteres catastrofistas, los hay también aquellos que piensan que debemos estar tranquilos, que no todo es tan grave y, si lo fuera, debemos tener confianza en las posibilidades del hombre que ha sabido no sólo enfrentar las peores crisis, sino que, en lo fundamental, siempre ha sabido superarlas. Estas ideas nos recuerdan también que, después de todo, en la evolución de la historia del hombre y de la misma naturaleza, tanto uno como otro referente no han hecho otra cosa que irse adaptando a las nuevas condiciones que emergen.

A partir de concepciones tan dispares, no resulta extraño que hayan surgido en todos los países movimientos diferentes en pos de la solución del problema, que por su variedad y características que los distinguen, resulta poco menos que imposible hacer referencia de todos ellos en una nota como ésta.

Algunas de las soluciones planteadas ya se han llevado a cabo con bastante éxito. Por ejemplo, el lago Washington en las inmediaciones de Seatie en EEUU, que después de ser uno de los más transparentes de América se convirtió, por efecto de la contaminación, en charco pestilente. Sin embargo, mediante aplicación de sofisticadas tecnologías y altos costos de inversión, poco a poco se restituyó su propio proceso de depuración y pronto llegaron las truchas y salmones y los niños volvieron a bañarse. En forma similar hay que recordar la transformación atmosférica de la ciudad de Londres y el milagro de la ciudad de Pittsburg, la ciudad del acero que logró reducir el humo y el polvillo en un 83%. Allí donde no se veía la acera del frente, ahora se ve a 15 kms de distancia. Se pueden mencionar, también, algunos casos similares en Suiza y Japón, entre otros.

Sin embargo, estas soluciones son sólo puntuales y radicadas en algunas ciudades de los países más ricos. Y no podría ser de otro modo porque este tipo de soluciones importan un elevado costo económico. Resultaría extraño que la economía neoliberalista imperante en los gobierno de nuestra región se impusiera tamaño sacrificio como norma general, cuando los aspectos de los retornos económicos aparecen como los determinantes para cualquier decisión de inversión, incluso, para aquellos gobiernos que se tildan de más progresistas y democráticos.

Entonces,.. .,Cuál sería la propuesta más acertada?. ..Por cierto, no adscribir a ciegas a tal o cual movimiento ecologista. Es decir, tomar posturas combinadas que tengan en cuenta realidades concretas. En tal sentido, estar conscientes que es irracional, en nombre del beneficio económico a corto plazo, seguir hiriendo la naturaleza y causando unos daños que, a mediano y largo plazo, puede ser económicamente incluso mayor que el beneficio recibido.

También aparece como irracional, a estas alturas, plantearse renunciar a la tecnología y sus usos económicos. Es tan irracional esto último como sustentar que habría que regresar a la naturaleza. Pues, si el ser humano se ha hecho a sí mismo usando la cultura y desadaptándose de la naturaleza… ¿A qué naturaleza habría que regresar? Destruir la técnica conlleva destruir al ser humano. La humanidad en esta relación no es sino un círculo vicioso: siendo la técnica un producto humano, el ser humano es producto de la técnica.

En definitiva, sería difícil diagnosticar una solución al problema a mediano plazo. Ello, por cuanto la primera posibilidad de una autolimitación en el crecimiento aparece como invíable política y culturalmente, en las condiciones actuales presentes. La otra posibilidad, la que plantean los ecologistas naturalistas, la de volverse hacia la naturaleza, se asoma también como improbable en tanto tengamos presente que el hombre ya no puede desprenderse de su cultura tecnológica. No en vano José Ortega y Gasset, señala que sin la técnica no habría ser humano (Meditación a la Técnica). Según el juicio de este filósofo, el ser humano es, ante todo, producto de la tecnoevolución, esto es, no de la natura sino de la cultura.

Sin embargo, hay que decirlo a toda voz, que no todos somos responsables del problema ecológico, a lo menos, en el mismo grado. Cualquier política que quiera ser racional, tiene que contemplar este hecho como primera realidad objetiva causante del problema. En tal condición, lo primero que cabe es reducir el consumo de los más ricos. Porque no hay que olvidar que son los países altamente industrializados, los primeros responsables del consumo, ya no de lo necesario, sino que del consumo superfluo.

Son ellos los mayores contaminadores del planeta y los mayores devastadores de la naturaleza, manteniendo prácticas de políticas ilimitadas de crecimientos y sobreconsumos irresponsables. Porque, no es por casualidad que son ellos también los que consumen los 2/3 de los metales del mundo, los 3/4 de la energía, la mayor parte de los productos forestales y de áreas cultivables y, por otra parte, generan 2/3 de los gases contaminantes de efectos globales en el mundo (efecto invernadero, lluvia ácida y otros.), y el 90% de los clorofluorcarbonos (CFC) responsables de la capa de ozono.

Además, mientras el 6% de la población mundial es dueña del 50% del ingreso global, hay más de mil millones de personas que sobreviven con menos de un dólar al día. En América Latina y el Caribe, el 44% de la fuerza de trabajo está desempleada o gana a duras penas lo mínimo necesario para sobrevivir. El despilfarro de energía es evidente en lo países más ricos, especialmente en Canadá y EEUU, donde el consumo per cápita es el más elevado del mundo. Mientras EEUU tiene el 6% de la población mundial, consume sobre un 40% de la energía.

Para reducir el sobreconsumo y derroche, ya no sólo de los países industrializados, sino que también de los sectores sociales más ricos en nuestros propios países, deben de operar reformas tributarias con un carácter altamente distributivo, que contemple altas tasas a las rentas más elevadas, con un doble carácter, por una parte, que refleje un impuesto al sobreconsumo y, por otra, que los mayores ingresos percibidos por tales tasas, sean por ley destinados para paliar o disminuir los tantos efectos del problema ecológico.

Junto con ello está la necesidad de implementar una politica global en el mundo que tienda a la planificación del crecimiento demográfico, que en el periodo actual significa la incorporación de 96.000.000 de habitantes cada año. Por cierto, estas variables no excluyen otras, lo que no impide que prontamente se planifique atacando la base del problema, que encuentra en estos dos ejemplos un buen punto de partida.

Ecología, poder, economía y mercado

La relación de la ecología con las variables económicas y de mercado es un punto que hoy merece nuestra particular atención por las implicancias que puedan tener futuros tratados de integración comerciales que se están estudiando para nuestra región.

En tal sentido, cabe situar el tema en la incertidumbre que puede significar para nuestros países el hecho que se esté en vías de aprobar nuevos tratados comerciales que posibiliten la nueva circulación de productos con precios que vayan cada vez más a la baja. Sin duda, al margen de otras consideraciones, ello implicará forzosamente una presión a nuestro medio ambiente como exportadores de materias primas ahora a una escala más amplia.

Abrir nuestras fronteras a nuevos mercados ofreciendo derribar toda clase de medidas nacionales proteccionistas (aduaneras, legales, impositivas, etc.), nos ponen ante una multitud de compradores tan numerosos, que pueden producir una estampida en la depredación de los recursos naturales y, con ello, una afectación al equilibrio de todo nuestro ambiente.

Subordinar los aparatos productivos de nuestros países, tan íntimamente relacionados con los recursos de la naturaleza, a las nuevas exigencias que resultarán de los tratados, es incursionar en una política de incertidumbre respecto de la suerte que podrían correr nuestros recursos naturales y, con ello, la posibilidad misma de poder mantener un mínimo de equilibrio ecológico que no hagan de la contaminación un problema más grave aún de como lo estamos ya viviendo.

Estas preocupaciones se tornan más acuciantes del momento que, más allá de la explotación misma de nuestros recursos, nos tengamos que enfrentar a la voracidad que siempre ha exhibido en el sector privado, preocupado por principio en disminuir los costos financieros y maximizar sus utilidades, lo que los hace ver en los futuros acuerdos de integración comerciales, condiciones óptimas para dar libre curso a la sobreexplotación del sutil manto de vida y riqueza que se encuentran dentro de nuestras fronteras nacionales.

La entrada de capitales que ni siquiera enarbolan banderas, no significan para nuestros países ninguna garantía, ya no sólo para prácticas reales de una mínima soberanía, sino que también, para legar a las generaciones venideras un mundo libre de la contaminación del medio ambiente. Por ello, hoy existe toda una interrogante que pone a la orden del día una discusión urgente de todas las fuerzas vivas de la sociedad, en lo que dice relación con el tema.

Los que siempre se han creído dueños de la verdad, aquellos que piensan que la caída del muro legitima cualquier opinión o idea impulsada por el espíritu de lucro, prefieren obviar estos simples «detalles», dejando que los mismos sean problemas a resolver por las generaciones venideras.

Más grave aún, es el hecho que nuestros gobiernos compiten entre sí en lo que parece ser una desenfrenada carrera para llegar a una modernidad, a la cual en sí nadie podría oponerse, si no fuera por prácticas irresponsables de políticas económicas neoliberales. Se busca a cualquier precio un mayor crecimiento, no importando si los frutos de ese crecimiento aumenta la concentración de la riqueza en pocas manos, haciendo más regresivos los procesos distributivos, aumentando el empleo precario, desprovisionando las coberturas de seguridad social para nuestros trabajadores y, lo más grave aún, depredando la naturaleza y contaminando aire, suelos y aguas entre tantos otros males.

Sin ir más lejos, en nuestro país, se asumen políticas que abordan el problema del medio ambiente, pero sin salirse del modelo impuesto. Haciendo oídos sordos al clamor de la gente por un ambiente que sea más humanizado, se aplican políticas de parches, reduciendo la política ambiental a la gestión tecnocrática de especialistas elaboradas en gabinetes de «consultoras» y en ostentosos seminarios financiados por las transnacionales. Todo se hace en el secreto de los pasillos, para dejar intocable los intereses de monopolios y transnacionales. Se margina en la discusión del problema a las fuerzas vivas reales, a modo de evitar la denuncia y control de los mayores contaminadores y no se saquen las conclusiones respectivas sobre la causa de fondo de los problemas ambientales.

Si hemos señalado que la política de crecimiento sin límites y consumo desmedido, postulado por el neoliberalismo, aparece como el punto central que explica el agravamiento del problema ecológico, este juicio quedó demostrado en la Cumbre de la Tierra, realizada en Brasil (1992), donde los EEUU, el mayor contaminador del planeta, boicoteó las esperanzas de una acción urgente ejerciendo su rol de gendarme del capital transnacional y de los designios imperialistas.

En dicha Conferencia quedó al descubierto la brecha entre los países altamente industrializados y la vida de la ecología cotidiana, que comienza a adquirir un carácter planetario. Los campeones del mundo libre, los que hacen retórica en cada momento con los derechos humanos se demostraron una vez más, en los hechos, enemigos de tales principios. Así, los que casi han destruido el planeta y envenenado los aires, los mares, los ríos y la tierra, se muestran hoy los menos interesados en salvar a la humanidad.

La Cumbre de la Tierra terminó por demostrar que los gobiernos del norte no quieren ceder el inmenso poder que tienen sobre los recursos mundiales y sobre la economía mundial. Así, una Conferencia que convocó para resolver los medios ambientales de todo el planeta se transformó en una cerrada defensa de los elementos más característicos del actual estilo de desarrollo. En definitiva, se mantuvieron vigentes los actuales modelos y pautas comerciales relativos a la inversión, internalización de capitales, el mercado y el consumo. Y no podría ser de otro modo, en tanto estos modos y sistemas de hacer la economía de hoy han sido creados, promovidos y controlados políticamente por gobiernos, bancos y corporaciones de los países nordatlánticos.

No en vano, anterior a la Cumbre, en el año 1990, el presidente de los EEUU ya había dicho:«la economía de mercado es una garantía para la conservación del ambiente». Pero, más claro aún es lo señalado por Roberto Andraca, presidente de la entidad chilena denominada Consejo Empresarial para el Desarrollo Sostenible: «Lo primero es sacar el asunto del medio ambiente del ámbito afectivo o emocional y situarlo en el ámbito real. Las manifestaciones quizás ayuden a despertar conciencia, pero las soluciones reales van a provenir de quiénes manejen las grandes empresas».

La comunidad local y mundial se encuentran ya advertidos, en tanto un problema que nos afecta a todos por igual, es una cuestión que sólo deben resolverla los empresarios. Y ello, por cuanto los empresarios ya han expresado su última palabra sobre el asunto, esto es, que el libre comercio, al incrementar el crecimiento económico, creará los suficientes recursos financieros para la protección ambiental y el desarrollo.

Por cierto, nada dicen sobre el problema que los flujos de capitales y el comercio desregulado y desreglamentado conducen a la superexplotación de los recursos naturales, al incentivo de cultivos de exportación que son ambientalmente nocivos y la transferencia de industrias obsoletas y contaminantes a los países más pobres, a la destrucción de las comunidades locales y nativas, y al mayor empobrecimiento de la gran mayoría de la población del planeta. Y eso, hasta donde se sepa, en nada favorece la promoción de los derechos humanos, sobre todo, el derecho a nuestra soberanía y el derecho a vivir en un ambiente más limpio, entre otros.

Por lo mismo, deben servirnos las experiencias de los movimientos ecologistas europeos, los cuales dejaron en evidencia una carencia en la elaboración de la estrategia al no relacionar en ningún frente de lucha lo ecológico, lo social y lo político. Al separar artificialmente estas esferas limitaron sus propuestas a una crítica del modelo industrialista, pero cuidándose de criticar al modelo económico neoliberalista que sostiene ese tipo de industrialismo.

Cada uno de los acontecimientos vividos en torno al problema ecológico, nos tienen que decir, que el hombre aún no ha comprendido su verdadera posición en el planeta, que las lecciones tradicionales de ecología no logran producir el tipo de sabiduría que necesita para asegurar la sobrevida de la especie humana, que pese a la velocidad y presunción de la tecnología moderna, se continúan repitiendo errores ecológicos lamentables.

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